Hoja Parroquial - 15 de Septiembre de 2013 - Num. 37

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N.º 37 • Domingo XXIV Tiempo Ordinario / Ciclo C • 15 de Septiembre de 2013 •

Dios es misericordioso

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l perdón de Dios no siempre es entendido por todos. Es posible que san Lucas aprovechara la ocasión de la parábola del Hijo Pródigo, enseñada por Jesús, para insistir en la aceptación dentro de la comunidad cristiana de los que han pecado pero viven en la Iglesia. Jesús mismo se encontró con personas que aceptaban mal al pecador y lo consideraban como reprobado por Dios. La finalidad de la parábola es hacerles comprender la actitud de Dios. Por eso, la Parábola describe minuciosamente la reacción del hijo mayor: es la de algunos contemporáneos de Jesús; fue la de algunos discípulos de Lucas; es la de algunos cristianos de hoy día. El hijo mayor se considera siervo fiel, y es verdad. Se siente como ofendido por el recibimiento hecho a su hermano. A él, siempre fiel, nunca se le ha festejado con un banquete. En cambio, al que abandonó el hogar para gastar todos sus bienes, se le recibe con honores y con una alegría jamás manifestada con el siervo fiel. Es el escándalo de muchos cristianos. Por lo menos en su imaginación, llevan mal que tal persona, que ha llevado una vida disoluta, sea acogida por Dios después de su muerte lo mismo que él, que ha pasado toda su vida al servicio de Dios. Concepción mercenaria de la vida cristiana y de la justicia de Dios, que deja poco sitio al amor. Jesús quiere corregirla. Cristo quiere oponerse con firmeza a toda actitud religiosa que pudiera ser como una especie de contrato de

“te doy para que me des” entre Dios y los hombres. Es el amor el que debe ocupar el primer lugar. Para el padre no hay ninguna depreciación del hijo mayor que permaneció siempre fiel, al contrario; lo afirma el padre: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». No hay ninguna injusticia con él; sólo, por parte del padre, voluntad de perdón y de devolver la vida al hijo que estaba muerto. Dios es misericordioso El pueblo de Dios se ha dejado llevar a adorar el Toro de metal. Falta imperdonable, si se piensa que ha sido cometida poco tiempo después de la promulgación del Decálogo. La plegaria de Moisés, que implora el perdón, constituye el centro de este relato. Es una audaz defensa, estructurada en tres argumentos bien construidos. ¿Por qué quiere Dios destruir “su” pueblo? Porque es Él el que le hizo salir de Egipto con gran poder y mano robusta. Se daría en el Señor una sin-

gular contradicción de actitudes: destruir un pueblo al que, por otro lado, ha querido salvar con medios tan espectaculares. Precisamente porque el Señor liberó a su pueblo y le ha engrandecido en medio de las demás naciones, sería para Él una especie de deshonor la destrucción de un pueblo al que ha salvado como suyo. El propio honor de Dios está en entredicho. ¿Qué va a quedar del respeto y del temor de su gran poder y mano robusta? Verdadero “chantaje” que Moisés no duda emplear en su oración, en la que la fe permite todas las audacias. Pero el argumento más fuerte es el de la fidelidad a la que el Señor está obligado. Aunque el pueblo no sea fiel, el Señor sí debe serlo. Se ha comprometido con los patriarcas a darles una descendencia. Aunque prometida a Moisés, no es menos cierto que ya se la había prometido a Abraham. El Señor renuncia al castigo previsto. Así pues, a pesar de la falta, siempre es posible obtener el perdón de Dios. El perdón es siempre la última actitud del Señor. Las lecturas de este domingo son preciosas; ponen fin a toda actitud rigorista. Engrandecen el perdón de Dios hacia quienes creen. No tenemos que condenar a los demás, toda vez que Dios, desde el momento en que constata el arrepentimiento, perdona y no niega su gracia. Así se derrumba todo lo que pudiera constituir orgullo del “justo” y del observante, frente al perdón que viene de Dios.

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