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Espejito espejito…

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Judiciales

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Por: Andrea N. Almeida Guerrero

Habito un cuerpo, transito en él con sus enfermedades, padecimientos y dolores. La vida se derrumba con cada soplo, con cada respiración. Y, sin embargo, asimilar la idea de la destrucción, de la vejez y de la muerte resulta aterrador en una cultura en la que la devoción a la eterna juventud nos invade.

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Aceptar la degradación y el deterioro del cuerpo es un acto de humildad que no hemos desarrollado. Si nos miramos al espejo, deseamos renovar la piel gastada por una nueva, sin marcas de sol, cicatrices o hendiduras, eliminar lo que sobra y poner lo que falta. Pero en nuestros más íntimos deseos, no somos del todo culpa- bles. Es el mandato del mercado quien nos obliga a permanecer siempre jóvenes; aunque en el día a día el cuerpo se malogre, “el todo comienza a ceder y cada parte a marchitarse”, nos dice Courtoisie en su libro El Cuerpo INC.

A menudo me pregunto qué es más desgastante, si el intento inútil de evitar que el tiempo se detenga o la sencilla aceptación de una realidad impostergable: nos estamos haciendo viejos; y como diría Natalia Ginzburg “es laborioso el paso del animal a la piedra”. Mirar de frente la enfermedad, el propio fin, la senilidad o la vejez nos produce escozor cuando los cimientos de nuestra civilización descansan sobre el absurdo del progreso ad infinitum.

Me confieso culpable, al igual que alguno de mis lectores, no he dejado de buscar la fórmula ni la fuente para beber de la frescura de lo joven: rituales de belleza, ejercicio, tratamientos y la lista sigue. Sin el ánimo de vapulear estas prácticas, no nos haría nada mal aceptar nuestra condición de menesterosos, la conciencia de nuestra caducidad y el valor de lo finito y lo perecible. El cuerpo es morada, pero también barrera. La juventud, como todos los males, desaparece y acogernos con paciencia en nuestro paso hacia lo marchito resulta, al final, más barato y prudente que todos nuestros intentos por asir lo inasible.

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