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Ernesto Laclau I El objetivo de este ensayo es doble. En una primera parte describiré los rasgos centrales de la problemática teórico-política que he elaborado en el último decenio. Luego, en la segunda parte, intentaré analizar, a la luz de estas categorías, aspectos referentes a los nuevos regímenes nacional-populares que han emergido en Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador y quizás, aunque aún hay muchos interrogantes abiertos, también Perú. Lo que he intentado en mi trabajo teórico es determinar la relevancia para el análisis político de las dos lógicas antagónicas de la equivalencia y la diferencia. Hay lógica de la diferencia cuando las relaciones de combinación entre agentes sociales o institucionales predominan sobre las relaciones de sustitución. Esta distinción procede de la lingüística saussureana e intenta captar las dos formas en que las identidades lingüísticas pueden vincularse entre sí. En un caso se combinan de acuerdo a reglas sintácticas precisas que constituyen el sintagma. En el caso de las relaciones de sustitución no existe esta precisión sintáctica, ya que las identidades lingüísticas se sustituyen las unas a las otras a través de procesos asociativos enteramente abiertos. Si yo digo «una copa de leche» hay un orden sintáctico preciso que no puede ser alterado. No estaría hablando español si dijera «una de leche copa». Pero este no es el único polo del lenguaje. En las relaciones paradigmáticas los elementos pueden sustituirse los unos a los otros en las mismas posiciones estructurales. En la frase mencionada puedo sustituir a copa por botella o por pinta sin que las reglas sintagmáticas de combinación sean alteradas. Esta distinción se planteó originariamente como exclusivamente lingüística, pero pronto se advirtió que tenía un soporte ontológico
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mucho más vasto. Saussure había advertido que es imposible someter las relaciones asociativas a criterios sintagmáticos combinatorios. Y por esos años Freud también comprendió que las reglas de la asociación están sometidas a la acción del inconsciente, que escapa a la rigidez del pensamiento lógico. Freud hablo de condensación y desplazamiento, categorías que muestran una homología casi completa con lo que en el análisis saussureano eran la combinación y la sustitución. Más tarde, Roman Jakobson hablaría de trasladar la distinción saussureana al campo retórico en lo que era para él la distinción crucial entre metáfora y metonimia, que extendió luego al conjunto de las producciones culturales. Lo que hemos tratado de hacer en nuestro trabajo ha sido extender esta distinción básica al campo del análisis político a través del estudio de la polarización que tiene lugar entre la lógica diferencial y la lógica de equivalencia. Las formas en que estas lógicas opuestas se estructuran conducen a dos formas polares en la construcción de lo político, que podemos condensar en la oposición entre institucionalismo y populismo. Tomemos un ejemplo histórico para clarificar la idea. En 1945, Perón planteó que en Argentina la verdadera alternativa consistía en elegir entre Braden, el embajador norteamericano, y Perón. Por un lado, un campo popular, por el otro, la oligarquía apátrida. En cada uno de estos dos polos una mira en dos campos antagónicos. El populismo, cualquiera sea la ideología que lo sustente, da dos elementos diferenciados que comienzan a establecer entre sí un relación equivalencial. Y, como contrapartida, las relaciones sintagmáticas de combinación decrecen. En rigor, las posibles relaciones sintagmáticas de combinación se reducen tendencialmente a solo dos, dictadas por los dos polos de la alternativa. Cuando esto ocurre tenemos populismo casi al estado puro. El populismo es un discurso que tiende a dicotomizar a la sociedad en dos campos antagónicos. El populismo, cualquiera sea la ideología que lo sustente, es siempre un discurso de construcción del antagonismo. El institucionalismo, por el contrario, tiende a hacer prevalecer las relaciones sintagmáticas de combinación sobre aquellas equivalenciales de sustitución.
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Demos un segundo ejemplo. En 1984, durante la huelga minera inglesa, Margaret Thatcher sostuvo que del mismo modo que dos años antes se había ganado en las Malvinas una victoria contra el enemigo externo, ahora había que ganar una contra el enemigo interno. Es decir, que establecía una relación de equivalencia entre los militares argentinos y los sindicatos británicos. Lo que hasta ese momento había sido una posición diferencial perfectamente legítima dentro del complejo institucional británico, era ahora descalificada a través de su asimilación a los que eran percibidos como enemigos del país.
Un populismo de izquierda deberá entrar necesariamente en colisión con el orden existente. Esta es la dimensión que no es tenida en cuenta por los críticos liberales de los actuales regímenes populares latinoamericanos Hay que hacer una serie de precisiones para completar este análisis. En primer término, debe quedar en claro que el populismo no es una ideología sino un modo de construcción de lo político que consiste, como hemos dicho, en trazar una frontera interna sobre la base de la división dicotómica de la sociedad, en dos campos. Pero esto puede hacerse desde las ideologías más diversas. Puede haber un populismo socialista y un populismo fascista. En segundo término, sin embargo, una distinción debe introducirse en el análisis para calificar a esta afirmación general. Si bien es cierto que el populismo puede ser articulado en las más diversas ideologías, hay proyectos ideológicos que son imposibles sin la presencia de la dimensión populista. La razón es que un proyecto de cambio radical de la sociedad va necesariamente a chocar con el orden institucional existente. Las instituciones no son nunca neutrales, sino que son la cristalización de las relaciones de fuerza entre los grupos. Un
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populismo de izquierda deberá entrar necesariamente en colisión con el orden existente. Esta es la dimensión que no es tenida en cuenta por los críticos liberales de los actuales regímenes populares latinoamericanos. Se opone así el institucionalismo al populismo, y se presenta a este como una perversión política destinada a derrumbar el orden institucional.
El ideal de un orden institucional que hubiera eliminado el antagonismo entre los grupos sería el de un mecanismo de relojería que habría sustituido la política por la administración Este argumento carece de toda validez, pues en lo que se funda es en una oposición total entre dos polos, sin ver que populismo e institucionalismo rara vez se dan en estado puro. Lo que ese análisis liberal no tiene en cuenta son fundamentalmente dos cosas: la primera, que el ideal de un orden institucional que hubiera eliminado el antagonismo entre los grupos sería el de un mecanismo de relojería que habría sustituido la política por la administración. Ya Saint-Simon afirmaba en el siglo XIX que es necesario pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas. Ese fue el lema de todas las élites positivistas. La fórmula del general Roca 1 en Argentina era «Paz y Administración». Y todavía puede verse en la bandera brasileña el postulado de «Ordem e Progreso». En los hechos no hay actuación política posible, ni siquiera la más institucionalista, que pueda tener lugar sin un cierto dejo de populismo. Populismo e institucionalismo son los polos de un continuo en el que una política no puede verificarse sin una mezcla de elementos pertenecientes a ambos polos. Y lo que ocurre del lado del institucionalismo se da también del lado populista. Un populismo que tenga una continuidad mayor que la de explosiones fugaces no puede proponerse simplemente derribar las instituciones, sino que debe transformarlas, y esto requiere construir nuevos espacios públicos, incorporar a nuevos actores que habían estado tradicionalmente excluidos de los ámbitos tradicionales del poder, redistribuir
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la renta no en forma meramente dadivosa sino creando mecanismos que ayuden a la autorganización de las masas. O sea, creando los mecanismos que hagan posible una verdadera democracia participativa. El conjunto de estas intervenciones políticas es lo que se llama lucha hegemónica. Y está claro que esta perspectiva hegemónica implica no solo derribar instituciones existentes sino también crear instituciones alternativas. Hay aquí un último punto que debe ser considerado. Si la crítica liberal al populismo se funda en una visión ingenua acerca de la neutralidad de las instituciones, se da también la crítica opuesta, de corte libertario. La apelación a una democracia de base que reemplazaría el orden existente y se negaría a participar en la disputa por el poder del Estado. Pero el Estado no es tan solo la forma organizativa o el instrumento, como Marx lo pensara, de la clase dominante. Los mismos aparatos del Estado son la sede de conflictos y afirmación de derechos y están en muchos casos ligados a la base de la emergencia de nuevos tipos de subjetividad política. Una política democrática radical debe combinar la participación en la disputa política propia de la democracia parlamentaria con los nuevos complejos institucionales en los que una nueva democracia de base se organice. En este sentido, la experiencia latinoamericana reciente es paradigmática. En todos los casos se ha visto el surgimiento de nuevos actores tales como las comunidades indias en Bolivia, los sem terra en Brasil, las misiones en Venezuela, los piqueteros y las fábricas recuperadas en Argentina, etcétera. Pero estas formas de movilización no han llevado ni a la eliminación de los partidos políticos ni a la participación en la democracia parlamentaria. Al contrario, se ha dado una realimentación mutua de ambos procesos que ha contribuido al fortalecimiento de estas experiencias. La movilización popular en Venezuela durante el golpe de Estado del 2002 fue decisiva para el retorno de Chávez al poder. Pero sin la presencia de Chávez y del sistema de alianzas que desde el poder se estableció con los sectores populares, la protesta social se hubiera disuelto con gran rapidez. Del mismo modo, la presencia de los Kirchner al frente del gobierno dio un nuevo y poderoso impulso a las movilizaciones sociales que habían tenido lugar en Argentina a partir de la crisis de 2001.
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El Estado no es tan solo el instrumento de la clase dominante, como Marx lo pensara. Los mismos aparatos del Estado son la sede de conflictos y afirmación de derechos y están en muchos casos ligados a la base de la emergencia de nuevos tipos de subjetividad política Finalmente, quisiera decir algo acerca de cómo esta serie de categorías se ensamblan en un andamiaje conceptual que permite acercarnos a la comprensión de los procesos políticos que nos ocupan. Las dimensiones decisivas son las que siguen: en primer término, debemos considerar la estructuración interna de una cadena equivalencial. Hasta ahora hemos planteado, por razones de claridad analítica, a la lógica equivalencial como estando simplemente opuesta la lógica de la diferencia. Esto, sin embargo, no es estrictamente así, ya que la lógica equivalencial, para establecerse en primer término, requiere constituirse como una cadena diferencias. Las equivalencias pueden establecerse porque, en el caso del régimen represivo, las demandas diferenciales de los obreros, campesinos, estudiantes, etc., son igualmente negadas por ese régimen. Pero el elemento diferencial continúa actuando en el interior de la cadena. El problema podría formularse del modo siguiente: es perfectamente posible pensar una situación en que las demandas particulares estén tan absorbidas por su particularismo que ninguna cadena equivalencial entre ellas logre establecerse. Este es el caso de lo que Gramsci denomina como clase corporativa. Pero en los casos en que una cadena equivalencial logra establecerse, ella no anula las diferencias. Si este último fuera el caso, no tendríamos equivalencia sino identidad pura y simple. Volviendo al caso lingüístico que mencionamos antes, una relación paradigmática de sustitución entre elementos no anula la identidad de los elementos que se substituyen mutuamente, sino que la presuponen.
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Lo que aquí se da es una pluralidad de posibles situaciones en el interior de un continuo. Puede ser que el elemento diferencial sea tan débil, como es el caso en ciertas poblaciones marginales, que la constitución misma de una identidad colectiva dependa casi enteramente del encadenamiento equivalencia. Pero puede ocurrir, a la inversa, que el encadenamiento equivalencia sea débil, como es el caso en ciertas organizaciones corporativas en cuyo caso la dimensión diferencial prevalecerá. Y hay, desde luego, una gradación de posibles situaciones en el interior de este espectro. En su estudio sobre la psicología de las multitudes Freud señalaba que los procesos de identificación dependen del grado de distancia que se haya establecido entre el yo y el yo ideal. Si este grado es muy amplio, el elemento identificatorio o equivalencial prevalecerá. Y acontecerá lo opuesto si esa distancia es menor. En segundo término, debemos considerar el rol de los significantes hegemónicos en la constitución de la cadena de equivalencia. Este rol surge de la necesidad de significar no solo a los elementos en el interior de la cadena sino también a la cadena como totalidad. Para poder hacerlo, el significante hegemónico, que como todos los significantes procede del interior de la cadena, debe eliminar, o al menos erosionar, los lazos con su particularismo originario. Esto es lo que transforma a los significantes hegemónicos en algo significativamente vacío. Esta es, sin embargo, una vacuidad de un tipo muy especial, ya que proviene no de una pobreza sino de una riqueza de significados. Cuanto más extendida sea la cadena equivalencial, mayor número de eslabones formarán parte de ella pero, por esto mismo, los significantes que signifiquen a esa cadena como totalidad serán necesariamente más pobres. En la mayor parte de los casos esto conduce a dar centralidad al nombre de un líder como punto de aglutinación hegemónica. Aquí encontramos otra de las críticas más frecuentes al populismo, que reside en la afirmación de que esto crea las condiciones para una manipulación demagógica de las masas por parte del líder. Pero este no es necesariamente el caso. Un liderazgo populista efectivo requiere, a la base de su movimiento, la formación de sólidas cadenas de equivalencia que les sostienen al
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liderazgo pero que son producidas por este último. Si el liderazgo pasa a ser autoritario, la autonomía de las cadenas de equivalencia se les debilita y esto representa no el momento de consolidación sino, por el contrario, de declinación del populismo. Debemos ahora aproximarnos a la situación latinoamericana a partir de esta perspectiva analítica. II En un conocido pasaje de su obra, C. B. McPherson se interroga acerca de los vínculos históricos entre liberalismo y democracia y señala que a comienzos del siglo XIX en Europa el liberalismo era una forma perfectamente respetable de organización política, en tanto que la democracia, identificada con el jacobinismo y el gobierno de la turba, era un término peyorativo, como hoy lo es populismo. Fue luego necesario todo el largo
En América Latina no se logró nunca la fusión entre lo liberal y lo democrático que se produjo en la Europa del siglo XIX. Esta es la tesis que quiero proponer proceso de revoluciones y reacciones de ese siglo para que se llegara a establecer un equilibrio, si bien inestable, entre ambos conceptos y que comenzara a hablarse de lo liberal/democrático como de una forma política unificada. La tesis que quiero proponer es que esa fusión entre lo liberal y lo democrático no se logró nunca en América Latina. Esto se explica, en buena medida, por las peculiaridades del proceso de constitución del Estado en el continente. Mientras que en Europa los parlamentos fueron instituciones enfrentadas con el absolutismo monárquico, en América Latina el Estado liberal fue la forma política típica a través de la cual se estableció la hegemonía de las oligarquías terratenientes locales o regionales. Había en América Latina elecciones y división de poderes, pero los mecanismos clientelares estaban en la base del funcionamiento político.
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Piénsese en el coronelismo 2 de Brasil como caso típico, pero el fenómeno se repite, con pocas variaciones, en todos los países del área. Liberalismo y poder parlamentario tendían, así, a identificarse con poder oligárquico. Ese poder oligárquico era altamente impersonal y se difundía a través de instituciones tales como las organizaciones de terratenientes y comerciantes, la judicatura, la prensa controlada por las grandes corporaciones, las academias y las universidades. En un país como Argentina, por ejemplo, el voto, en las décadas sucesivas a la organización nacional, estaba controlado por redes clientelares locales o barriales con las que los candidatos en las elecciones debían negociar para ser elegidos. Esto explica que, cuando a comienzos del siglo XX, como resultado del desarrollo económico comienzan a expandirse las clases medias y populares, su forma de expresión política revistiera un carácter populista que, en muchos casos, se enfrentaba abiertamente con el poder parlamentario. Fue así que se dio un divorcio creciente entre el Estado liberal y las demandas democráticas de las masas. El proceso, sin embargo, no fue unilineal. Podemos señalar al respecto dos grandes etapas. En la primera no se pone en cuestión el Estado liberal como tal sino que se tiende a su democratización interna. El proceso es liderado por reformadores de clase media que vemos surgir en la mayor parte del continente. Es Batlle y Ordoñez en Uruguay, Irigoyen en Argentina, Alessandri Palma en Chile, Ruy Barbosa en Brasil 3. El modelo económico que acompañó a estas experiencias seguía siendo la economía agroexportadora, pero se tendía a la redistribución de la renta sobre la base de la reforma del sistema político. La Ley Sáenz Peña en Argentina, por ejemplo, estableció el voto universal, secreto y obligatorio e hizo así posible el acceso del radicalismo al poder. Si volvemos ahora a las categorías teóricas que antes definiéramos, estas transiciones conducen a la expansión de nuevas cadenas equivalenciales. Si en el periodo de la hegemonía oligárquica el poder clientelístico se fundaba en lógicas diferenciales y personalizadas, los nuevos fenómenos propios de una democracia de masas se fundan en la expansión de cadenas equivalenciales entre nuevas demandas que amplían considerablemente la esfera pública.
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Y, conjuntamente con estas cadenas equivalenciales, se da su correlato obligado, que es la estructuración de las mismas a través de la figura de un líder que interpela a las masas por afuera y encima de los mecanismos tradicionales de poder. Este es un rasgo específicamente latinoamericano. La experiencia de la democracia se liga a un presidencialismo fuerte, en tanto que la defensa del poder parlamentario ha sido la forma más habitual de abrir el camino a una restauración conservadora. El caso del enfrentamiento en Chile entre el presidente Balmaceda y el Congreso en la llamada revolución constitucionalista de comienzos de los 1890 es un ejemplo temprano de una experiencia que había de repetirse en varias latitudes en las décadas siguientes. Esto es lo que hace tan difícil a los observadores europeos juzgar a los regímenes nacional/populares latinoamericanos actuales. Basados en la experiencia de Europa, tienden a identificar el personalismo de los líderes con el autoritarismo, sin ver que es ese mismo personalismo el que es condición de una profundización del proceso democrático. En una segunda etapa, sin embargo, lo que comienza a cuestionarse no es tan solo la redistribución retrógrada de la renta sino el propio modelo de una economía agroexportadora. Esta es la etapa dominada económicamente por lo que se ha llamado sustitución de exportaciones y que domina las décadas subsiguientes hasta comienzos de los años treinta [del siglo XX]. Esta es también la etapa en que la oposición entre liberalismo y democracia se hace sentir con más fuerza. En muchos casos la forma política que acompañó a la democratización del poder político fueron dictaduras militares nacionalistas, que hacen pensar en los pronunciamientos españoles del siglo XIX. El poder militar strictu sensu fue, sin duda excepcional, pero la coalición de fuerzas de los nuevos regímenes populistas incluía, como componente esencial a las fuerzas armadas. Los casos del peronismo y del varguismo 4 son los más notorios pero también pueden señalarse el del primer ibañismo 5 en Chile y el del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en Bolivia. Si pasamos ahora a considerar la reversión de este proceso en la última década por parte de los nuevos regímenes nacional-populares
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que han emergido en Brasil, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina, podemos apuntar a tres rasgos distintivos: el primero es la constitución y movilización de nuevos actores sociales. En todos los casos, lo que hemos denominado democracia de base ha ocupado un rol preponderante. Para citar tan solo un ejemplo, en Venezuela la compañía estatal de petróleo, la PdVSA, se ha comprometido a distribuir una parte sustancial de la renta petrolera, en el plan denominado «Sembrar el petróleo», a las comunidades autónomas llamadas misiones, que organizan sus propios
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de América Latina ha puesto en cuestión la democracia formal. El régimen venezolano, sobre el cual se han acumulado más las sospechas de deriva autoritaria, ha sido escrupulosamente respetuoso con el sistema electoral y con sus resultados programas. Misiones tales como Barrio adentro (para la salud), Milagro (para la práctica oftalmológica), Sucre (para las becas) y muchas otras, han recibido de PdVSA más de 6,9 billones de dólares. Este momento de autorganización comunitaria se repite a lo largo del continente y constituye un primer rasgo distintivo de las nuevas democracias de la región. Un segundo rasgo distintivo es que las nuevas democracias no preconizan las organizaciones de base en oposición a la vía parlamentaria, sino que son complementarias de esta última. Ninguno de los regímenes nacional-populares de América Latina ha puesto en cuestión la democracia formal. Las sospechas acerca de la posible deriva autoritaria de estos regímenes son enteramente infundadas. El régimen venezolano, sobre el cual se han acumulado más esas sospechas, ha sido escrupulosamente respetuoso con el sistema electoral y sus resultados (ha ganado las elecciones regularmente y, cuando perdió un referéndum, aceptó la
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decisión popular). Las afirmaciones referentes a la amenaza a la libertad de prensa carecen también de fundamento. En Venezuela la mayoría de los medios (diarios, televisiones, etc.) son controlados por la oposición. Y en cuanto a la revocación de la licencia al segundo canal de televisión más importante, el RCTV, lo que se omite decir es que ese canal había apoyado abiertamente el golpe de Estado del 2002. Como un periodista norteamericano escribió, ¿puede uno imaginarse lo que hubiera ocurrido en los Estados Unidos si el Washington Post hubiera llamado a un golpe de Estado? Podemos, en general, decir que el hiato entre liberalismo y democracia que había caracterizado a la historia del continente desde el siglo XIX se está cerrando. No hay amenazas a las formas liberal-democráticas por parte de los regímenes nacional-populares. Un tercer rasgo de las nuevas democracias latinoamericanas es el componente populista. En el continuo entre institucionalismo y populismo que antes señaláramos, la balanza se inclina claramente en la dirección populista. La razón es clara: en la medida en que nuevas demandas y actores sociales resultan inadecuados o insuficientes para expresarlos y formas de identificación personal con un líder pasan a ocupar un lugar central. Los significantes vacíos o hegemónicos son la forma de identificación sustitutiva a la dispersión inmanente dentro del aparato institucional heredado. Todos estos rasgos constituyen un tipo sui generis de organización democrática, distinto del parlamentarismo europeo, pero también del presidencialismo de tipo norteamericano. Si hubiese que caracterizarlo de algún modo, creo que habría que comenzar a hacerlo refiriéndose a la lógica inherente al proceso de representación. En otros trabajos he señalado el error consistente en sostener que una buena representación política es aquella que se mueve, unilateralmente, de la voluntad del representado, que sería una fuente absoluta, a un representante que sería simplemente la correa de trasmisión de esa voluntad. Esta visión es inadecuada por dos motivos. Primero, porque la tarea del representante no consiste tan solo en trasmitir algo previamente elaborado, sino en interpretar esa voluntad en un terreno distinto de aquel en el que ella se constituye. Y, segundo, porque la voluntad inicial dista mucho de ser
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clara y transparente, y se clarifica a sí misma a través del proceso mismo de la representación. En América Latina esta complejidad del proceso representativo puede percibirse en status nascens. La dualidad democracia de base/democracia parlamentaria apunta a la imposibilidad de cualquie sistema institucional de vehicular, a través de sus formas, al conjunto de las demandas sociales. Pero estas últimas tampoco pueden existir en el vacío, enteramente al margen de las instituciones. La tensión entre estos dos momentos es la condición misma de la coexistencia democrática. Y, por último, esta tensión se cristalizará en formas de identificación hegemónica en las que la imposibilidad de una sutura última en el terreno de la inmanencia social encontrará su contrapartida en la trascendencia de un significante vacío.
Notas 1
Julio Argentino Roca, presidente de Argentina, 1880-1886, 1989-1904 [nota del ed.].
2
El coronelismo es un fenómeno clientelar que existió en Brasil entre la proclamación de la República (1889) y la Revolución de 1930. Se inicia en el plano municipal, ejercido como hipertrofia privada (la figura del coronel) sobre el poder público, y tiene como caracteres secundarios el fraude electoral y la desorganización de los servicios públicos [nota del ed.].
3
José Pablo Torcuato Batlle Ordóñez, presidente de Uruguay,1903-1907 y 1911-1915; Hipólito Irigoyen, presidente de Argentina, 1916-1922 y 1928-1930; Arturo Fortunato Alessandri Palma, presidente de Chile, 1920-1925, 1932-1938; Ruy Barbosa de Oliveira, escritor, jurista y político brasileño [nota del ed.].
4
El varguismo es una ideología populista que se generó en Brasil alrededor de la figura de Getúlio Vargas, que fue cuatro veces presidente del país (1930–1934, 1934–1937, 1937–1945, 1951–1954) [nota del ed.].
5
El ibañismo es un fenómeno populista chileno que denomina a los partidos y movimientos políticos que sentían inspiración y eran partidarios de la persona de Carlos Ibáñez del Campo, presidente de Chile de 1927 a 1931 y de 1952 a 1958 [nota del ed.].