CENTRO Y PERIFERIA EN LA MODERNIDAD, LA POSTMODERNIDAD Y LA ÉPOCA DE LA GLOBALIZACIÓN SIMÓN MARCHÁN FIZ
Simón Marchán Fiz
Catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), está considerado uno de los más prestigiosos especialistas españoles de arte contemporáneo. Doctor
en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, amplió estudios en Colonia y Bonn. Forma parte de la pléyade de teóricos integrada por autores como Xavier Rubert de Ventós, Eugenio Trías, José Jiménez, Rafael Argullol, Félix de Azúa o Román de La Calle que actualizaron los estudios de estética en España a partir de los años setenta, década en la que fue, a su vez, catedrático de Estética y Composición y director de la Escuela de Arquitectura de Las Palmas (ETSALP). Ha sido miembro del Patronato del Museo Español de Arte Contemporáneo, de la comisión internacional para la fundación del Museo Nacional-Centro de Arte Reina Sofía de Madrid y del Patronato del Centro Gallego de Arte Contemporáneo. En la actualidad es miembro de la comisión asesora de la Colección de Arte Contemporáneo de Madrid, del comité asesor de la Colección de Arte de Telefónica y del Patronato del Museo Herreriano-Centro de Arte Contemporáneo Español de Valladolid. Ha sido, igualmente, comisario de importantes exposiciones internacionales y autor de ensayos de referencia, entre los que cabe destacar Del arte objetual al arte del concepto (1994), considerado ya un ensayo clásico sobre el arte contemporáneo hasta los años sesenta del pasado siglo y sus derivaciones en la década siguiente con un epílogo revelador sobre la sensibilidad posmoderna, Contaminaciones figurativas (1986) y La estética en la cultura moderna (2000) o Las vanguardias en las artes y en la arquitectura (1900-1930) (2000).
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En mi ponencia intentaré abordar algunos nudos problemáticos que me suscitan las relaciones entre el centro o, mejor dicho, entre los centros y las periferias, no sin antes situarme en ciertos escenarios lejanos que suelen pasar desapercibidos y, sin embargo, actúan como telón de fondo sobre los que todavía se proyectan las inquietudes hodiernas. Por lo demás, no creo que sea preciso subrayar que me limitaré a esbozar unas breves notas, resumidas, plagadas incluso de equívocos, que no están motivadas solamente por la brevedad de la exposición sino por las complejidades que entrañan los asuntos a dilucidar. Desde estas premisas, estimo oportuno tomar como punto de partida ciertas consideraciones inspiradas por el pensamiento estético y la filosofía de la historia.
Premisas desde la Estética y la Filosofía de la Historia Desde el punto de vista de la Estética, es bastante ilustrativo recordar cómo se suscita el debate sobre el centro y la periferia. Al menos, en los momentos aurorales de nuestra modernidad, es promovido por las tensiones que brotan entre la universalidad del gusto y la diversidad de los gustos. Una oposición que, aunque a primera vista puede parecer secundaria, se revelerá clave cara al futuro. Como es sabido, irrumpe tanto en la estética ilustrada inglesa (Hume, Burke, Hutcheson, entre otros) sobre la Universality of Taste o conveniencia universal de la humanidad en el sentido de belleza, como en el juicio estético kantiano. En ambos casos se postula un reconocimiento del gusto en todos los hombres, mientras sus principios universales son tan legítimos como los de la razón o los del corazón. En cuanto disposición anímica común, el gusto se fundamenta en el referente ilustrado por antonomasia: la naturaleza humana, la common nature o human mind, interpretable tanto en su base fisiológica o lado corporal de la propia experiencia estética y artística como en los afectos y sentimientos comunes. Nos topamos por lo demás con una universalidad fáctica tal como fluye de la experiencia cuando observamos las diferentes clases de belleza en los distintos pueblos y las épocas de la historia humana.
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El reconocimiento del gusto no resuelve sin embargo una aparente paradoja, ya que si, por un lado, se aboga por su universalidad en el género humano, por otro, en la apreciación subjetiva del mismo se aceptan las diferencias en cada sujeto, en cada ser humano. O en otras palabras, el gusto en cuanto capacidad universal para discernir lo que denominaban la belleza o lo estético en la naturaleza y en las artes, es vivenciado de distinta manera tanto por cada uno de nosotros como socialmente. Desde luego, el pensamiento empirista inglés puede vanagloriarse de ser pionero al proclamar la universalidad y al mismo tiempo afirmar el derecho a las diferencias irreductibles de los gustos sobre la base de desvelar las operaciones psíquicas que subyacen a los juicios lógicos y a los juicios estéticos: entre mil sentimientos despertados estéticamente por un objeto todos serán correctos, dado que ninguno de ellos representa lo que hay verdaderamente en el objeto; entre otros tantos juicios lógicos sobre ese mismo objeto sólo uno puede ser verdadero. Esta hipótesis empirista promueve en el ámbito estético el relativismo del gusto en un europeo, un chino o un etíope, mientras en el artístico fomenta una variedad de opciones formales que prepara el terreno para reconocer y practicar en Europa el relativismo de las maneras o estilos artísticos, tal como se trasluce durante el siglo XVIII en los moods grecolatinos, góticos, indostánicos o chinos de los jardines pintorescos ingleses. Kant, aun sin apenas reparar en los conflictos reales de la historia cosmopolita, asume este planteamiento universalista, invocando igualmente a la naturaleza humana en cuanto base profunda o raíz común desconocida en todos los hombres —una hipótesis ratificada científicamente en nuestros días por la secuencia del genoma humano— y la inclinación que muestran éstos a la sociabilidad, así como el pensamiento de la diferencia. Un desdoblamiento similar sostienen tanto Schiller como el joven Marx en su estética antropológica y, teniendo en mente estas filiaciones, los administradores de la herencia ilustrada hasta nuestros días. Sin embargo, desde entonces hasta el presente, en estos ideales de la Ilustración se delatan desajustes entre la universalidad concedida en abstracto a todo hombre y la realidad del hombre verdadero. O en términos kantianos, en este campo como en tantos otros, no pueden por menos de ocultarse los conflictos que se interponen entre el sujeto trascendental, asociado al modo de Schiller con un ideal de humanidad (Menschheit) en cuanto cualidad de la raza humana en abstracto, y su despliegue contradictorio en el sujeto empírico e histórico, en los hombres de carne y hueso, en la naturaleza humana históricamente modificada. Precisamente, este nudo gordiano fue el que intentó desenredar Marx en la condición del proletariado como sujeto, y, de un modo semejante, el Psicoanálisis y la Antropología aspirarán a superar la contradicción respecto a los otros, a las alteridades del inconsciente o las otredades de los pueblos no occidentales. A pesar de la idealización ilustrada de una naturaleza humana que, destilada en el alambique incontaminado del sujeto trascendental, parece inhibirse de los contradicciones que laceran a los reales, a pesar de los antagonismos cosechados en la historia más prosaica, en la fragmentación individual y social, a pesar de estas y otras limitaciones que son imputadas por la crítica postmoderna a cuenta de una concepción esencialista, la proclama universalista del gusto en la naturaleza humana es la antesala del reconocimiento, por ambivalente que sea, de una apuesta por las diferencias; incluso, de un cierto descentramiento entre el centro y las periferias, aun a sabiendas de que la reconducción fáctica de la variedad de los gustos a principios universales, encarnados sobre todo en el canon, en los patrones artísticos eurocéntricos, es una ideología artística y una práctica hegemónica en
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la economía política del signo artístico que ha de ser sometida a revisión, pero que no se desprende de aquella universalidad. En paralelo a estas reflexiones estéticas , en el campo de la Filosofía de la Historia si, por un lado, se despierta el interés por abarcar y ampliarse a una historia universal cosmopolita, por otro, en claro enfrentamiento al Voltaire del Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las Naciones (1756) donde los contemplaba bajo un prisma europeo, se empiezan a valorar las aportaciones artísticas y culturales de cada pueblo a partir de las diferencias. Posiblemente, el caso más llamativo fuera el de Herder, un pensador que en También una filosofía para la educación de la humanidad (1774) alumbra una teoría embrionaria del relativismo estético y del pluralismo artístico a partir del descubrimiento de las culturas de otros pueblos como los egipcios, los griegos, los fenicios, los árabes etc: “Nuestras
“Los viajes y el coleccionismo
descripciones de los viajes, escribe en este ensayo, aumentan y se mejoran: todo lo que
devienen dos figuras de la recepción
nada tiene que ver con Europa se desliza sobre la tierra con una suerte de furor filosófico.
artística ilustrada que, aunque
Coleccionamos materiales de todos los confines del mundo y algún día encontraremos en
sea a través de las conquistas y
ellos lo que por lo menos buscábamos: discusiones acerca de la historia más relevante del
la arqueología, desestabilizan
mundo”. Los viajes y el coleccionismo devienen pues dos figuras de la recepción artística
la centralidad eurocéntrica e
ilustrada que, aunque sea a través de las conquistas y la arqueología, desestabilizan la
invitan a iniciar desplazamientos,
centralidad eurocéntrica e invitan a iniciar desplazamientos, reales y sobre todo imagina-
reales y sobre todo imaginarios,
rios, en el espacio y el tiempo.
en el espacio y el tiempo”
Sobre la diversidad de los gustos insistirá unos años después el propio Herder desde una perspectiva abiertamente antropológica en Kalligone (1800), prestando especial atención a los comportamientos y los hábitos de los mongoles, hindúes, persas, turcos o griegos en las diversiones, la vestimenta, la música, el temperamento y el clima: “Así se distingue el gusto de las narraciones fantásticas, los juegos... Disputar con un negro amante sobre el ideal de su belleza, con un turco sobre el valor de la música de los italianos, con un chino sobre el ceremonial europeo, equivaldría a perder el tiempo y el aliento”. Por este proceder se promueve una legitimación del relativismo del gusto en todos los pueblos y, como consecuencia del mismo, se cuestiona la centralidad única del gusto europeo, pues éste puede ser rechazado por los restantes pueblos, cuyas geografías es plausible que articulen a su vez nuevas centralidades. El término bajo el cual se comprime la nueva situación es lo exótico, una categoría que para autores tan distintos como Goethe y los hermanos Schlegel en Alemania y V. Hugo en Francia se encarna en el Oriente. Un Oriente que, como apuntara V. Hugo en su conocido Prólogo a Cromwell (1827), no es solamente el Próximo Oriente, la India o China, sino que incluye igualmente a la España mulsumana, “mora”, y presupone un desbordamiento de la categoría clasicista, hegemónica hasta entonces, de lo bello.
Portada de libro Homo Aestheticus, where art comes from and why, de Ellen Dissanayake. Ed. University of Washington Press, 1995.
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Posiblemente no sería arriesgado trazar el siguiente paralelismo: en los umbrales del Siglo de la Historia lo exótico desempeña un papel semejante al que jugará lo primitivo en las primeras décadas del siglo veinte, o las artes étnicas en nuestros días. Y en estos tres momentos lo que se dilucida es un desbordamiento de las categorías estéticas y del concepto de arte que no solamente incoa nuevas legitimaciones, sino nuevas ampliaciones que repercuten sobre las coordenadas entre los centros y las periferias, introduciendo tensiones y permeabilidades en ambos polos.
Tensiones entre el centro y la periferia en la modernidad Es sintomático cómo numerosas tensiones posteriores entre los centros y las periferias aparecen, a menudo sin que nos percatemos de ello, siempre que se acentúa de un modo unilateral la polaridad entre la universalidad del gusto y la variedad de gustos, es decir, cuando se pasa por alto la dialéctica de inclusión que propugnaba el pensamiento ilustrado. Mientras la primera es atribuida en cuanto homogeneización del gusto al etnocentrismo europeo y anglosajón, la diversidad es asociada con el reconocimiento de las alteridades. Sin embargo, tanto ciertas revisiones recientes de la teoría cognitiva como las antropológicas, especialmente la aportación de la autora hindú Ellen Dissanayake en Homo aestheticus (1995), y propuestas artísticas tales como Platea de la Humanidad (Bienal de Venecia, 2001) son tentativas que aceptan con naturalidad las coexistencia ilustrada entre la universalidad y las diferencias. Las antropologías de las diferencias no excluyen por tanto una cierta universalidad, lo cual invita a una renegociación desde ambos lados. Sea como fuere, el arte ha sido un espacio privilegiado para la producción y la legitimación de las diferencias. No obstante, tal vez lo más sorprendente sea que esta renegociación viene de largo entreverada en nuevos paralelismos que podemos trazar como sigue. En efecto, en el ocaso ilustrado tras la crisis del Clasicismo en cuanto orden universal de la representación, como un lenguaje supuestamente no menos universal, se sucedieron unas “maneras” de sentir y unas formas a través de las cuales empezaron a filtrarse las diferencias
“Se ha sucedido una diseminación
de los tiempos y los lugares en la Edad de la Historia. Estas filtraciones propiciaron cam-
de las maneras en la segunda
bios apreciables, pues agrietaron la homogeneización de los lenguajes clasicistas y favo-
modernidad o post-modernidad.
recieron la emergencia de unas maneras que pronto asumirían las diferencias localizadas
Y han florecido tanto las maneras
en zonas geográficas bien apartadas en el espacio y alejadas en el tiempo, periféricas en
de los llamados regionalismos,
una palabra.
localismos y hasta identidades nacionales en los centros como
¿Que está sucediendo en la actualidad? De un modo similar, tras la crisis de la prime-
se consienten las presencias
ra modernidad, ahora plasmada en la del concepto de arte autónomo en el sentido que se
para nada cómodas de las
interpretaba arte moderno en sus versiones más atemperadas, se ha sucedido igualmente
alteridades periféricas”
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una diseminación de las maneras en la segunda modernidad o post-modernidad. Como veremos, tal vez ello han florecido tanto las maneras de los llamados regionalismos, localismos y hasta identidades nacionales en los centros como se consienten las presencias para nada cómodas de las alteridades periféricas. Ambas derivas vuelven a reproducir el esquema del concepto ampliado de arte, así como a legitimar otros modos de entender el arte que pueden colisionar con el hegemónico y cultivar las distinciones sociales del gusto. Es cierto, por ejemplo, que tras los descubrimientos arqueológicos de las incursiones napoleónicas o de otros expoliadores occidentales, los materiales artísticos se convirtieron en los botines coloniales que en nuestros días pueblan los museos franceses, ingleses o de cualquier otro centro. No lo es menos que los colonizadores practicaban la dudosa categoría de la apropiación en un doble sentido, pues mientras los poderes políticos se arrogaban su propiedad cultural, los creadores la usufructuaban como dispositivos artísticos. Unos y otros, a los que se sumarían tempranamente estetas sensibles e informados como Hegel o historiadores del arte como C.F. von Rumor, no sólo no ponían en duda la colonización de los países, sino que incluso apostaban por una colonización de sus territorios mentales y sujetivos, una cooptación de las culturas artísticas de los pueblos no europeos. Sin embargo, a pesar de estas y otras ambivalencias, las sucesivas apropiaciones decimonónicas promovieron una historia del arte ampliada, unas normas estéticas y unas manifestaciones artísticas que “ya no son más bellas”, es decir, que ya no son más clásicas, ni grecolatinas, ni tal vez occidentales. De hecho, a ellas se debe la proliferación de las nuevas prácticas artísticas sedimentadas en los Historicismos y los Eclecticismos, que no son sino el triunfo de la arbitrariedad y del convencionalismo del signo artístico que venían incubándose desde hacía bastante tiempo atrás, desde la famosa Querelle francesa a finales del siglo XVII, pero que necesitó de estímulos ajenos a la cultura artística grecolatina para desplegarse en plenitud. Los romanticismos primero y los historicismos y los eclecticismos después fueron manifestaciones visibles que en ciertos casos bien pudieran ser interpretadas a la luz de la renegociación incoada por la cultura occidental con otras. Desde la óptica que nos ocupa ello supuso un desplazamiento del centro, si no hacia las periferias, sí hacia los márgenes de Occidente aunque quedaran a expensas de interpretaciones abiertas. En este sentido, me permito sugerir una hipótesis que suena todavía un tanto extraña a los oídos modernos. Los Historicismos y los Eclecticismos son el reverso en la constitución de lo moderno y gracias a ellos se han incorporado a la historia del arte materiales que de otro modo hubieran quedado excluidos. Desde luego, sus presencias eran incómodas en los momentos fuertes de la modernidad, pues el imaginario moderno se apoya en una filosofía de la historia evolutiva, progresiva, teleológica en suma, que aspiraba secretamente a instaurar la universalidad en las coordenadas de un nuevo lenguaje. En el fondo, a pesar de los exclusivismos de los “ismos” modernos, ésta fue una tentativa siempre fallida en el Espíritu Moderno, una especie de añoranza del orden universal perdido con la disolución del clasicismo, que, paradójicamente, seguía acariciando secretamente la pretensión de restaurarlo en un lenguaje moderno , en una “voluntad artística” universalista, en un “estilo internacional”, en suma, como se decía incluso en el ámbito de la arquitectura. Desde esta perspectiva, salta a la vista que durante la primera modernidad y todavía más en la época de las vanguardias las tensiones entre la universalidad y la diversidad se alimentaban y sedimentaban en la antinomia u
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oposición topológica entre el centro y las periferias o, con más pertinencia, entre los sucesivos centros y las periferias, pues los centros se desplazan como círculos concéntricos en los que, ya sea en Europa o en Norteamérica, mantienen la hegemonía respecto a las periferias, erigiéndose en su estándar. Tanto en el sentido de norma o referencia del gusto moderno como de patrón en la economía política y simbólica de las obras artísticas. Es evidente que no existe un solo centro, ni una sola periferia, sino que asistimos a permanentes desplazamientos. Recordemos ejemplos bien conocidos. Si durante los momentos aurorales de la modernidad artística, durante la segunda mitad del XIX y la primera década del siglo siguiente, París es reconocida como el centro del arte moderno, en los años veinte la ciudad del Sena se ve forzada a competir con otras ciudades europeas como Berlín o Moscú. Alemania y Rusia solían ser consideradas como las periferias antes de la primera guerra mundial y sin embargo se trasforman en centros después de la misma. Y una y otras fueron desplazadas tras la segunda guerra mundial por la ciudad de los rascacielos que , como rezaba un título impertinente, “robó a París el arte moderno”. A primera vista la antinomia topológica presidió la evolución del arte moderno y cualquier tentativa que pretendiera ampararse en la autoridad de lo nuevo. Ejemplos bien cercanos los encontramos en el arte español y en el latinoamericano respecto a los centros europeos primero y, después, a los norteamericanos. Por eso mismo, la práctica habitual era confrontar a un artista o grupo con las convenciones de la experimentación formal avanzada por las vanguardias europeas o norteamericanas, con las que, se supone, mantienen y reconocen sus dependencias. Incluso, su inferioridad. Por esta vía, que en contra de la intencionalidad moderna reproduce los dispositivos miméticos y siembra las semillas de la vituperada Academia, por moderna que sea, no sólo se consagraban las hegemonías de los centros, sino que han tenido que pasar muchos años para fueran asumidas las diferencias que aportaban las periferias. Desde esta óptica toda nuestra vanguardia, al igual que la latinoamericana, se etiquetaría como una vanguardia de la periferia, obsesionada por convertirse en centro o, al menos, ser admitida como tal en los mismos. En el marco de la antinomia topológica estas aspiraciones derivaron a un desdoblamiento más tardío entre lo nacional y lo internacional. Si bien esta oposición nos ha perseguido constantemente, durante la década de los años ochenta se convirtió en España en una verdadera obsesión, pero no fue fortuito que se intensificara en unos momentos de normalización del gusto moderno en los que nuestro arte pretendía traspasar las fronteras y, aprovechando la reacción que también se advertía en otros países europeos, sobre todo en Alemania con el Neoexpresionismo y en Italia con la Transvanguardia, aspiraba a ser reconocido en la esfera internacional y se atrevía a reivindicar las diferencias frente a la hegemonía norteamericana, que a su vez atravesaba un cierto aislacionismo. En este clima se oyeron ciertas voces sobre la identidad del arte español, que no tardaron en apagarse, en las que latía una defensa del policentrismo europeo. A su vez, en el interior de un mismo país pueden reproducirse los sucesivos anillos centrípetos entre los respectivos centros y las periferias. Este es asimismo el caso de España que, siguiendo un modelo de descentración administrativo-política similar al alemán, apostó con buen criterio por una opción policéntrica, cuyo fruto más logrado es la actual red institucional de museos y centros de arte. Qué duda cabe, ello ha favorecido
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ciertos descentramientos, pero no ha solventado el complejo de las periferias ante los centros nacionales o internacionales, pues si en los primeros momentos de entusiasmo animó a lanzar proclamas sobre el arte de las diversas nacionalidades y regiones a través de iniciativas que intentaban aglutinar el arte de las Autonomías recién estrenadas, ¿recuerda alguien a estas alturas la serie de exposiciones que se organizaron con tal motivo por toda nuestra geografía de un arte que, supuestamente, respondía a otras tantas diferencias e identidades? Ni siquiera las identidades políticas más fuertes se han arriesgado a marcar unas diferencias, pues, salvo los espejismos míticos o las operaciones políticas interesadas, responden más a las competencias de la comunicación artística, la economía política de los signos y los temperamentos individuales, ¡perdón, diferencias e identidades!, que a las esencias identitarias colectivas. En este marco sigue prevaleciendo, sobre todo en los propios creadores, la pertenencia a una comunidad universal del arte moderno, incluso cuando se reniega de ella o cuando se invoquen plausibles pertenencias.
Centros y periferias en la postmodernidad Pasemos a un segundo momento que aborda la relaciones entre los centros y las periferias en la postmodernidad. Desde que empezara a invocarse “un arte después de la modernidad” o como queramos llamarlo, parece existir un consenso que se asienta sobre la hipótesis de que la postmodernidad se opone al “relato único” o “gran relato” o, más pedantemente, a las “narrativas maestras” ligadas a las interpretaciones canónicas de lo moderno. En la confrontación entre ambas legitimaciones, es decir, entre esas narrativas o gran relato de lo moderno y lo que denominaría la diseminación postmoderna, irrumpió en el mundo de las artes visuales otra categoría que está incidiendo poderosamente en la situación actual y que una vez más se vincula con la filosofía de la historia. Me refiero a la perspectiva post-histórica. Una vez más ha sido asumida por el mundo artístico una categoría supuestamente novedosa e importada que, en propiedad, ya es posible rastrear en las ciencias humanas y en la experiencia artística moderna desde el momento, que no es otro sino el de la mencionada Edad de la Historia, en el cual la cultura eurocéntrica y etnocéntrica en general se percata de que está siendo desbordada; de que existen otras historias distintas que no responden a los patrones y las convenciones de la que, se pensaba hasta entonces, era cosmopolita y universal. Una visión histórica a contracorriente de la mainstream que se consolida a medida que los pueblos de África, Asia y de cualquier parte del mundo alcanzan la independencia y, aun no desapareciendo las dependencias respecto a la metrópolis, obtienen una cierta emancipación de la misma. Fue elaborada por críticos de la cultura e historiadores desde mediados de los años cincuenta del siglo pasado (H. Freyer en Europa o Mumford en Norteamérica) bajo términos como hombre posthistórico, cultura posthistórica, a veces teñida con el pesimismo de la decadencia de Occidente a lo O. Spengler, como final del desarrollo viviente de la cultura universal, etnocéntrica y la emergencia de otras culturas, y otras con tonos abiertamente optimistas, con final feliz incluido. El espíritu eurocéntrico es fiel a sí mismo cuando en sus interpretaciones de la historia, en su observación, no incluye únicamente a la suya propia, sino a la de la entera historia de la humanidad que ha sido su propio descu-
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brimiento. Pareciera como si el mundo occidental no se diera por satisfecho al conquistar otras tierras y explotar sus riquezas, al extender sus dominios de una manera a veces un tanto ingenua o idealista y otras malvada, sino que se entregara a interpretar la historia de los otros sin percatarse tal vez de que con ello relativizaba su propia historia y cuestionaba la conciencia de la misma. Lo que aquí se rompe es el paradigma de una única historia. Y del mismo modo que la prehistoria puede ser interpretada como una época anterior a la historia, cuando ésta ya no puede ser unificada, surge la premura por articular los hechos a través de la categoría de la posthistoria, del después de la historia que anuncia el prefijo Post. Si en la Estética este prefijo nos resulta una terminología relativamente familiar que debemos al “después del arte” (Nach) hegeliano, en el campo artístico se alude por primera vez a la posthistoria en la obra del sociólogo y crítico de la cultura Arnold Gehlen: Imágenes de época (Zeitbilder, 1960): “lo que viene ya existe: el sincretismo del entrelazamiento de todos los estilos y las posibilidades: la posthistoria”. En años más próximos, la categoría ha sido actualizada en la filosofía del arte como etiqueta novedosa por el inevitable Arthur Danto cuando en Después del fin del arte (1992) califica el presente como un “periodo” o “momento posthistórico”, mientras el alemán Hans Belting (también en 1992) se ha encargado de divulgarla en El final de la historia del arte, que no es sino el final de la historia lineal del arte, de una única historia, y la apertura no sólo a la incorporación de historias múltiples, sino a la posibilidad de que éstas se localicen también en lugares múltiples, descentrados. Un segundo aspecto que ha contribuido a modificar los vínculos entre los centros y las periferias tiene que ver con la cuestión del lenguaje artístico. Simplificando diría que si las primeras vanguardias, reaccionado a los historicismos y los realismos, abordaron una crítica del lenguaje artístico que se resolvía en cada una de las artes como un retorno del lenguaje en su espesor, en nuestros días el acento no recae tanto, o no recae solo ni tanto en el ser del lenguaje cuanto en el qué hacer y el qué decir con los lenguajes artísticos, con las artes. Salta a la vista que las experiencias artísticas actuales son tributarias de la autorreflexión moderna, ya sea la analítica, “conceptualista”, hermenéutica, deconstructiva o como se quiera, así como de las transformaciones de los estilos pasados occidentales o no occidentales filtrados por la mirada moderna , de las maneras modernas sedimentadas en códigos y convenciones formales a partir de un sorprendente renacer de los impulsos alegóricos y retóricos, si es que no barrocos. Por lo demás, sin menoscabo de lo anterior, el retorno del lenguaje se ve acelerado en la actualidad con el lugar ambiguo que ocupa el sujeto o los sujetos que lo usufructúan y administran. Tal vez ello nos ayuda a comprender por qué, tras el auge de las llamadas críticas de la representación y de la institución arte, tan vigentes durante los años ochenta, desde hace una década proliferen las políticas de la representación. Es un cambio notable, pues, además, estas políticas de la representación y las identidades múltiples no son en absoluto interpretables en los términos cartesianos ni esencialistas habituales, sino como “constructos” a través de los cuales se orientan y afirman en sus variadas posiciones los sujetos individuales en los distintos marcos culturales, económicos, políticos o sociales. Me da la impresión de que esta confluencia entre la filosofía post-histórica y los usos pragmáticos de los lenguajes artísticos modernos ha permitido tamizar a la propia modernidad a través de nuevos diafragmas crí-
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ticos y teóricos; reconstruir una modernidad plural que, a modo caleidoscópico, desvela ángulos y refracciones, acogiendo sobre todo a los sincretismos periféricos, que tan presentes han estado por cierto en las vanguardias españolas y latinoamericanas. Si esto acontece respecto al pasado moderno, no menos secuelas está teniendo el cruce insinuado en nuestra presente condición. En efecto, no me parece gratuito que mientras en Europa se enarbolaban términos críticos como postvanguardia, después de las vanguardias o transvanguardias, que subrayaban los usos diferenciados del lenguaje en unas supuestas identidades nacionales , sobre todo alemanas o italianas, o en la vitalidad de los patrones autóctonas de los regionalismos, si en Norteamérica la expresión arte postmoderno se convalidó como ámbito acotado de la postmodernidad elevada a una categoría de época, en los países de América latina se impusieron denominaciones tales como las modernidades otras.
1. Modernidades periféricas Posiblemente, la interpretación de la modernidad a través de este diafragma actuaba como premisa en las cinco grandes constelaciones latinoamericanas que se mostraron a finales del año 2000 en el Museo Centro de Arte Reina Sofía bajo el lema compartido de Versiones del Sur, es decir, aquel conjunto de exposiciones que se agrupaban con apartados tan sugerentes como Heterotopías. Medio siglo sin lugar, Fricciones, No es sólo lo que ves: pervirtiendo el Minimalismo, etc. Unas premisas similares laten en otras muchas. Baste recordar una que se celebró en el museo de esta misma ciudad donde resonaban las Voces de Ultramar. Arte en América Latina y Canarias (1992), por mencionar otras con planteamientos similares que han tenido lugar en América Latina, Europa y Estados Unidos. Ciertamente, esta tendencia a la reinterpretación de la historia moderna pasada o del presente no es privativa de un área geográfica, sino que puede manifestarse en otros continentes y países. Me permitiría mencionar una sorprendente exposición sobre Arte conceptual chino, pero estoy convencido que, a nada que lo rastreásemos, encontraríamos numerosas experiencias similares de estas modernidades otras y periféricas, pues, por si no nos habíamos enterado de que había un arte conceptual chino, a nada que nos descuidemos, descubriremos que también lo ha habido en Zambia. Particularmente en la crítica artística y literaria latinoamericna se ha impuesto un término que cree responder a esa fase más avanzada de la historia universal cosmopolita que llamamos globalización, ya que trata de superar las tensiones entre la universalidad y la particularidad, el centro y las periferias, mediante una síntesis entre la modernidad y las tradiciones locales. Me refiero al glocalismo, un neologismo que alude a la fusión entre lo global y lo local. El glocalismo en enfrenta tanto en el arte como en el mercado cosmopolita a esa metáfora feliz que define el dominio incontestable de un mundo fundado sobre el liberalismo económico. En el contexto latinoamericano, no sólo artístico sino político y social, suele ser presentado como una alternativa estratégica a la globalización, transformando las tensiones entre la modernidad artística y las tradiciones o prácticas locales en una resistencia a la globalización y a la absorción de las periferias por los centros.
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La presencia de ciertos artistas no europeos ni anglosajones en el Documenta X (1997) de Cassel podría ser citada como un exponente de estas pretensiones en uno de los centros neurálgicos de arte contemporáneo, ya que en numerosas obras de artistas residentes en las periferias se apreciaban los cruces entre las vanguardias y las prácticas autóctonas. Entre todos ellos me llamaron la atención dos artistas brasileños: Oiticica, que reinterpretaba de un modo popular y apegado al contexto las cajas constructivistas de vidrio o de madera con pigmentos que desarrollan las capacidades sensoriales y cromáticas, y Lidia Clark, que en la serie ropa-cuerpo-ropa exploraba las relaciones entre el yo y el tú en proximidad con la poética de Beuys, pero se desviaba del alemán gracias a las asociaciones formales y simbólicas con los rituales autóctonos. En estos y otros ejemplos que pudiera aducir no puede por menos de llamar la atención una premisa común: unos y otros aceptan y usufructúan los lenguajes de la modernidad filtrados por la interpretación particular que cada artista le presta a partir de materiales autóctonos y unas visiones inéditas con el fin de pervertir, si es que no de invertir, la mirada eurocéntrica e instaurar plausibles heterotopías geográficas que se agrupan dispersamente al modo de un archipiélago. Salta a la vista que la perversión, escorada a la inversión, implica un usufructo intencionado de dispositivos bien conocidos en las diversas prácticas artísticas modernas. Únicamente que ahora, impulsados desde las periferias, incoan desplazamientos y descentramientos incontrolables para los centro, procurando conciliar las dos variables de la negatividad artística en el sentido de Adorno: la crítico-social y la estética.
2. El multiculturalismo en la artes Es obvio que las modernidades periféricas se inscriben en las políticas de la representación de identidades no sólo múltiples sino híbridas, pues, en contra de los conocidos enfoques estructuralistas, reaparecen las presencias incómodas de unos sujetos, dados retóricamente por muertos, que parecen resucitar en una multiplicidad de voces posthistóricas. Ahora bien, si estas modernidades, aglutinándose en el glocalismo insinuado, se sitúan geográficamente en los márgenes, el multiculturalismo artístico remite a las presencias un tanto inesperadas e invisibles hasta fechas recientes de estas mismas modernidades periféricas importadas desde el exterior al corazón mismo de los centros o desarrolladas por ciertos grupos sociales desde su interior. Unas presencias ambivalentes que operan en el centro por antonomasia de la postmodernidad, los Estados Unidos de América, pero que empiezan a ser actores en cualquier país del primer mundo. Ciertamente, el multiculturalismo en las artes es un caso acotado de un fenómeno más general, si bien su acusado intervensionismo simbólico le otorga un protagonismo desconocido en otros ámbitos sociales. Ante todo, apenas sin pretenderlo en sus primeros momentos, ha sacado a la luz un cambio decisivo en las relaciones y connivencias entre el arte y el poder. En efecto, en contra de lo que era habitual en las vanguardias artísticas clásicas, aliadas o confrontadas por lo general con el macropoder, con la macropolítica, ya fuera en la racionalización productiva capitalista o en la planificación socialista, el multiculturalismo en las artes se convierte en una experiencia privilegiada de las convivencias con la microfísica del poder, encarnada en los sujetos sociales pertene-
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cientes a los grupos y minorías tanto en su sentido afirmativo como negativo, en sus aspectos emancipatorios como frustrantes. En efecto, en una realidad tan peculiar como la norteamericana, gestada históricamente a base de las inmigraciones, y , a pesar de las confluencias y su papel como laboratorio y modelo anticipatorio, todavía tan distinta a la europea, el Myself, en cuanto ese sujeto centrado moderno personificado por el Wasp que convierte lo personal en político, a quien suelen ser atribuidas tanto por el orgullo de sí mismo como por los propios subalternos la universalidad como la centralidad, parece abrirse a la Otherness, a la otredad y a las diferencias de las producciones artísticas de unos sujetos sociales realmente existentes pero considerados habitualmente como periféricos e invisibles; mostrarse receptivo a las obras de unos sujetos, ya sean los African Americans, los Native Americans, los hispanos o los de cualquier procedencia étnica. Pero no deja de ser sintomático que el derecho de todos ellos a la existencia y la visibilidad tanto parece haber sido legitimado por el postestructuralismo europeo como ratificado por la economía neoliberal. Tal vez, uno de los fenómenos intelectuales que más me han llamado la atención durante años ojeando las librerías y las bibliotecas universitarias norteamericanas era cómo las obras de los pensadores franceses postestructuralistas invadían sus anaqueles. No he constatado en qué medida ha variado recientemente la situación, pero lo que resulta meridiano es que recibieron un protagonismo teórico y una consagración que no he percibido en Francia. Posiblemente, ello obedece a que su longitud de onda teórica y social ha sintonizado con la microfísica del poder que acompaña a la construcción histórica como país y a la evolución político-social de la sociedad norteamericana desde su momentos fundacionales. Resulta paradójico, sin embargo, que, a pesar de los espejismos de las interpretaciones consideradas progresistas, ello no entra en conflicto con las visiones conservadoras. A veces se olvida que, tal vez como en ningún otro ámbito, el arte opera en las guerras culturales norteamericanas como un poder de simbolización y, en este sentido, sin apenas rozar la macrofísica del poder, puede devenir un Ersatz, un sustitutivo o refugio no sólo en la acepción freudiana sino incluso marxiana, de las impotencias de la razón práctica y política en un medio histórico-social impregnado de un pragmatismo instintivo y marcado por la economía neoliberal. En particular, con la lógica del capitalismo tardío que, en el ámbito del arte, ya no opera como en la primera modernidad siguiendo los pasos de una homogeneización cultural, sino, al menos formalmente, en consonancia con un reconocimiento de las diferencias e identidades en el flujo trasversal o incluso trasnacional que reflejan las imágenes artísticas. Tal vez por ello, al igual que está sucediendo en los intercambios globales de las mercancías, el neoliberalismo artístico actúa en los intersticios entre las periferias y los centros, incorporando las diversas manifestaciones artísticas a sus circuitos, a un nuevo mercado pronto trasmutado en de las identidades. Incluso, como se desprende del actual nomadismo practicado por los artistas y los curadores o conservadores, así como de la circulación de las obras de uno lugares a otros, se renegocian los vínculos entre los centros artísticos y las élites de las respectivas periferias. Volviendo al caso del arte latinoamericano, tanto el que se importa como el que se produce en interior de los Estados Unidos, en opinión de destacados críticos latinos o hispanos las luchas culturales entre el centro
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y las periferias, entre el norte y el sur, suelen librarse en términos de asimilación y afirmación de las diferencias, si es que no de regulación de cuotas. Un éxito bastante apreciable si consideramos las resistencias que solían ofrecer en las instituciones artísticas norteamericanas las políticas hegemónicas de la representación. No obstante, este optimismo no puede por menos de rebajarse cuando se constata que, una vez admitido en el concierto de competencias, vuelve a ser etiquetado de un modo envolvente y homogéneo en función de la categoría problemática de raza o etnia, como si de una identidad global se tratara, borrando la pluralidad de las artes de las Américas, mezclándolas en una amalgama como si no hubiera distinción alguna entre el arte argentino, brasileño o mejicano, por citar países con acusada personalidad artística. Una confusión que se agrava si a ello se añaden los equívocos que alimentan las equivalencias indiscriminadas entre arte latinoamericano, latino, hispano o chicano. Tal vez por ello, a menudo las manifestaciones de las artes multiculturales suelen ser desplazadas no sólo simbólica, sino incluso topológicamente a los márgenes, a las periferias de los centros. Un fenómeno fácil de comprobar si recorremos la geografía urbana de los museos específicos o los espacios segregados y reservados para el arte de una minoría étnica en cualquier lugar, así como si analizamos las exposiciones en las que ciertas instituciones, incluidas académicas de tanto prestigio como The School of the Art Institute de Chicago, reúnen por separado en el espacio y el tiempo las obras de los artistas african Americans, Native Americans, latinos y del conglomerado del Hispanic Heritage, chicanos, orientales y, por extraño que parezca, hasta judíos. Particularmente sintomática me pareció, por ejemplo, la amalgama del Latin American Art Museum, segregado espacialmente en un edificio de los Fifties respecto a Los Angeles County Museum al que pertenece. La historia del Museo del Barrio en Nueva York, cuyo énfasis recae en el impulso del Activismo artístico, sobre todo cuando ha sido trasladado del East Harlem a la Fifth Avenue, es indicativo de la extraña coexistencia de las periferias en el corazón mismo del centro. Sin abundar en una casuística muy compleja, es curioso observar cómo en el marco el multiculturalismo artístico se han invertido las lógicas de la economía política de los signos artísticos. Si en la época del modernismo las artes periféricas eran rechazadas en
“Si en la época del modernismo las
los centros debido a que no sintonizaban con los cánones internacionales hegemónicos,
artes periféricas eran rechazadas en
ahora pueden quedar excluidas si no encarnan las supuestas identidades que los centros
los centros porque no sintonizaban
les atribuyen desde una perspectiva multicultural, desde un reparto marcado de papeles.
con los cánones internacionales
Se trata de comportamiento que se convierte en un tópico crítico de los centros respecto a
hegemónicos, ahora quedan excluidas
lo que espera de las periferias. Algo contra lo que, como he podido comprobar en ciudades
si no encarnan las identidades
como Chicago o Los Angeles, se rebelan los artistas de las minorías étnicas, pues lo me-
que los centros les atribuyen desde
jor que les puede suceder es que nadie les pregunte por sus identidades ni aplique a sus
una perspectiva multicultural”
personas y obras las plantillas de la correspondiente taxonomía, ni incluso la inspirada con
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las mejores intenciones por la filantropía. Nadie se siente cómodo recluido en las periferias y, desde luego, los artistas multiculturales ya no se resignan a ello sin renegociar las cuotas o traspasar abiertamente los umbrales de los centros, practicando la transversalidad. No obstante, mientras el multiculturalismo en la artes languidece en el país donde se originó en beneficio de la integración y la fusión de los artistas como individuos y no como identidades culturales colectivas, bien pudiera suceder que se reproduzca en los que acaban de iniciar los procesos de interacción dialéctica entre la macrofísica y la microfísica del poder, es decir, en Europa y entre nosotros. De alguna manera, si en los primeros momentos las artes multiculturales y sus protagonistas reciben los influjos benéficos de la affirmative actino en el reconocimiento de las identidades y las diferencias; si la discriminación positiva opera por tanto como un desencadenante para evitar la postración y el hacerse visible de las minorías étnicas o de cualquier otra clase de las periferias, como una táctica para penetrar en los centros, a no tardar la connivencia diferenciada y consentida, por bien intencionada y liberal que sea, escora hacia un encasillamiento que resulta ciertamente tranquilizador desde la corrección política, pero acaba derivando a una taxonomía estática, a una clausura, que aboca de un modo sutil a la discriminación, si es que no a la reclusión fáctica en ghettos artísticos de los que, como sucede en los sociales, no es fácil salir. Es decir, la inicial distinción social se invierte como una nueva forma de exclusión. En dirección contraria, si observamos la evolución del arte “activista” periférico, comprometido con los movimientos de los derechos civiles y las nuevas políticas de las diferencias, constatamos que a menudo los artistas marginales y marginados tienden a disolverse en los centros a medida que se incorporan a la corriente principal en una cooptación que tanto puede derivar a la transversalidad como a las asimilaciones mutuas. Al menos este desplazamiento es el que se apreciaba en ciertas exposiciones realizadas con cierta distancia en el tiempo. Por ejemplo, las dos celebradas en el Bronx Art Museum: Chicano Art: Resistence and Affirmation: 1965-1985 (1993) y Aztlán Today: The Chicano Postnation (2001). Mientras la primera se centraba en afirmar las raíces históricas y recurría a medios primarios de expresión, la segunda, aparte de emplear recursos más refinados y tecnológicos, se reorientaba de un modo ambiguo, renegociando la identidad chicana dentro de una mainstream cultural más amplia. Y algo similar sucedió con la muestra Freestyle (Studio Museum in Harlem, 2001), en la que el término post-black Art remitía sin complejos a una redefinición de la “negritud” (blackness) en una dinámica de rechazo e inclusión, repensando unas políticas de la identidad que acogían sensibilidades muy variadas.
3. De la fantasía primitivista a la artes étnicas o etnográficas Entreverado con el debate entre los centro y las periferias, durante los últimos años hemos asistido a una transición de la fantasía primitivista, todavía perceptible en ciertos neoexpresionismos recientes, a las artes étnicas o etnográficas. ¿Es casual la pervivencia de la fantasía primitivista a lo largo de más de un siglo, incluso de una fantasía primitivista que se oferta y coexiste con las altas tecnologías, y sus derivas recientes en las artes étnicas? ¿Son gratuitas estas coexistencias? Me da la impresión de que no. Las invocaciones freudianas y foucualtianas a la alteridad u otredad suelen aflorar como un retorno de lo reprimido y en las artes acostumbra a localizarse en los ámbitos del inconsciente y lo otro. A ello obedece que el Psicoanálisis y la Antropología sean consideradas las dos ciencias hu-
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manas por antonomasia que nos auxilian en los estertores de la muerte del sujeto, incluso del hombre. Mientras los modernos relacionaban y combinaban estos ámbitos, en la actualidad se aprecia con frecuencia una tendencia a presentarlos como mancillados y contaminados permanentemente por el capitalismo, como aculturados, como caminos cerrados sin escapatoria posible. Y, sin embargo, los hechos no parecen ser tan simples. Suele afirmarse que el discurso de lo otro cultural es un rasgo que caracteriza a la condición post-moderna y se manifiesta en las llamadas artes étnicas o, mejor dicho, etnográficas. Y así parece ser en efecto, pues desde hace más de un siglo se constata una recepción apasionante de las llamadas artes primitivas, ya sea que cristalice en una reconstrucción historiográfica del arte primitivo, como una historia efectual de los desplazamientos de lo etnográfico a lo artístico, en las afinidades de la artes primitivas o primeras con los modernos o en los debates actuales sobre las artes étnicas y el “artista como etnógrafo”, a la manera de Hal Foster y compañía. En una historia centrífuga hacia las periferias del mismo centro, el mito de lo primitivo alude a la fascinación que desde por lo menos el Suplemento al viaje de Bouganville, de Diderot, sintieran los europeos por lo primitivo en cualquiera de sus manifestaciones o a la atención y la admiración que todavía suscitan los objetos y los modos de vida de las sociedades y los sujetos considerados, a veces sin demasiados matices ni miramientos, como primitivos. Salta a la vista, por tanto, que el primitivismo es una construcción eurocéntrica y angloamericana de genealogía compleja en los ámbitos de la antropología filosófica y cultural y, no digamos, en el artístico. Y no fue fortuito que existiera un gran paralelismo entre la invención del arte africano por los artistas modernos y la invención de lo otro por la Etnología y la teoría del inconsciente. En el campo artístico venía gestándose desde que en el encuentro con lo otro se abandonaron las presunciones etnocéntricas de los colonizadores que presidían las grandes exposiciones coloniales de París o Londres a finales del XIX y primeros del XX, siendo criticadas sin paliativos como imperialistas. Su reconocida presencia provocó una crisis en la conciencia occidental que, con todas las ambivalencias que queramos, se traslució en las manifestaciones artísticas de la fantasía primitivista (Gauguin, Picasso, los expresionistas alemanes etc.) no sólo como negación de los criterios del naturalismo artístico, sino como contrafigura de la racionalidad hegemónica imperante. Asimismo, los artistas surrealistas no sólo promovieron un reconocimiento del otro en el arte tribal, sino una identificación anticolonialista que captaba las ramificaciones políticas de las colonias, tendiendo paralelismos entre los pueblos oprimidos y el proletariado explotado en Occidente y alimentando un potencial disruptivo, desorganizador, de las periferias respecto al centro. Incluso, asociándolas con el inconsciente, vinculaban los estadios primarios de la vida psicosexual con los pueblos primitivos, considerándose ellos mismos inmersos en tal condición. La asimilación de las diferencias pretendía transmutarse en identidad. Esta una de las razones por las se oponían a las tentativas de los nazis que, como es sabido, tildaban a estas tendencias del arte moderno como “degeneradas”, etiqueta que englobaba por igual al que era producto del inconsciente como al de las alteridades que encarnaban el primitivo, el niño o los enfermos mentales, es decir, las otredades que amenazaban su identidad racista blindada. Mientras lo nazis repudiaban y castigaban todo lo que fuera sos-
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pechoso de primitivo, infantil o “insano”, los dadaístas y los surrealistas lo abrazaban como una inequívoca reacción antiautoritaria. Es interesante recordar que casi al mismo tiempo que los artistas se abrían a la alteridad, el antropólogo Lévi-Straus, judío y amigo de los surrealistas, dejaba atrás la Europa convulsa para considerar el alma primitiva o salvaje como lógica y el alma moderna como mítica, invirtiendo así los papeles mentales y las posiciones topológicas atribuidas a las periferias y los centros, interponiendo distancias entre la cultura objeto de análisis y la occidental, pues tan desastroso puede resultar el destruir brutalmente toda diferencia como problemática el apropiársela, el convertirse a la diferencia, en el otro. Este era el lúcido dilema que subyacía en una de sus obras más divulgadas, Tristes Topiques. Tanto la construcción moderna de la fantasía primitivista como el identificarse de un manera filantrópica o incluso antiimperialista con el otro eran, en el fondo, una represión. Y lo reprimido, como vislumbrara Freud, ha retornado cuando menos se lo esperaba con la irrupción de las artes étnicas. Pero las artes étnicas, erróneamente interpretadas como postmodernas, si bien son las herederas de la fantasía primitivista moderna, no solamente se caracterizan por el reconocimiento y el respeto de las diferencias, sino que asumen los dilemas que planteaba Lévi-Strauss y antropólogos actuales como J. Clifford u otros en el sentido de que es preciso renegociar nuevas distancias que afectan por igual a ambos lados. Tanto a los poderes colonialistas o simplemente coloniales como al pasado “nativista”, pues de otro modo corren el riesgo de ser escamoteadas y diluirse en nuevos estereotipos esencialistas y en un sistema general de las diferencias en el imperio postmoderno de los signos y los intercambios simbólicos postestructuralistas. Asimismo, en las renegociaciones en curso se acepta la conocida complicidad entre Duchamp y los etnólogos en el comercio con los objetos cotidianos, las cucharas africanas o los fetiches primitivos. Sólo que si el antropólogo es una figura del ocaso, los artistas intentan insuflar una nueva vida en la existencia ajetreada de los objetos. Pero ambos desbordan las funciones o sentidos originarios de los mismos: el primero, a su pesar; los artistas, con toda intención. Algo, por lo demás, que también nos pasa con los objetos más próximos: griegos o cristianos, cada vez más desconocidos y sometidos a las vicisitudes de sus interpretaciones. Ciertamente, las actitudes ante las artes tribales o del Tercer Mundo suelen oscilar entre un culturalismo, que se interesa por las obras como pruebas etnológicas y las recluye en un gabinete de curiosidades exóticas a descodificar como textos, y el esteticismo que las aborda desde la óptica de un arte autónomo que, al ignorar los respectivos contextos, las disuelve en la circulación de novedades artísticas. Pero , en mi opinión, lo etnológico y lo estético no tiene por qué excluirse. Hoy en día es preciso fomentar una renegociación entre ambas miradas sobre objetos idénticos o similares, siendo conscientes que, desde el momento en que pueden portar diversas funciones y ser captados a través de distintas relaciones modales, es plausible acentuar unos aspectos u otros. Además, por respetuosos que intentemos ser, a menudo se olvida que, cuando volvemos la mirada hacia el pasado no solamente se borra el sentido de los objetos y las obras pertenecientes a culturas lejanas, sino incluso de los que proceden de la nuestra. Incluso cuando tratamos con los más familiares, se interponen unas veladu-
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ras que impiden las transparencias de las funciones rituales, religiosas o útiles y los sentidos originarios, irremediablemente perdidos en cualquier situación. Y es que únicamente accedemos a unas y a otros como restos de mundos extraños o como recuerdos velados. En este sentido, tanto las obras primitivas o de cualquier otra cultura como las de nuestro propio pasado padecen la restricción de la abstracción estética respecto al tiempo, el espacio y los significados y contextos originarios. Desde la otra orilla, frente al mito de un arte etnográfico de las periferias infravalorado por la mirada etnocéntrica, se comprueba que cuando sus artistas recurren a los objetos y las formas de su cultura, tienden a desentenderse igualmente de sus contextos originarios, produciendo unos efectos no muy distintos a los que brotan en las descontextualizaciones y desplazamientos de sus significados para devenir signos que trasmiten otros contenidos. Sea como fuere los desplazamientos en ambas direcciones entre las periferias y los centros suscitan una vez más las añejas tensiones entre la universalidad y las diferencias. Desde la gran muestra sobre El primitivismo en el arte del siglo XX (1984), que tuvo lugar en el MOMA de Nueva York, a los Magiciens de la Terre (Centre G. Pompidou, 1989), en la que convivían las obras de arte tribal o no occidental y la vanguardia, se aprecia un cierto deslizamiento desde los residuos modernos de la fantasía primitivista hacia las artes etnográficas postmodernas. Las pinturas de Mithila realizadas por las mujeres hindúes eran seleccionadas con los mismos criterios estéticos que las de Nancy Spero o Anselm Kiefer. Indudablemente, a pesar de las ambivalencias, ello supuso una renegociación entre el protagonismo de los centros y las periferias. Asimismo, teniendo en cuenta la difícil coexistencia entre los artistas occidentales y los no occidentales, una actitud similar subyacía a la muestra Crudo, cocido, que se celebró en 1994 en las Salas del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Pero, sin duda, el acontecimiento que más acentuó el giro etnográfico fue la Documenta 11 de Cassel en 2002, en la que se planteó abiertamente una nueva transición hacia las artes postcoloniales.
Las artes postcoloniales en la época de la globalización Las artes postcoloniales se insertan abiertamente en un mundo globalizado en el que se entrelazan de modo más consciente y combativo en cualquier parte del mundo las improntas de las tradicionales locales con los dispositivos modernistas. Fruto de las identidades híbridas o, tal como eran calificadas en la Documenta, de las “identidades de la diáspora”, se despliegan en esos espacios de asimilación, oscilante entre la integración y el conflicto, que impulsan los encuentros entre las diversas culturas y se localizan indistintamente en los centros y las periferias. Desde este rasgo universalista sin territorio acotado, a veces resulta arduo distinguir sus procedencias y, por consiguiente, su localización geográfica. Incluso, en sus pretensiones por superar las oposiciones entre el Tercer Mundo y Occidente o entre el Oriente y Occidente mediante la sustitución de las raíces (roots) por las rutas (routes), me atrevería a sugerir que su verdadero lugar es el no-lugar (non-place). En realidad, las artes postcoloniales, con frecuencia entreveradas con la etnográficas, son por un lado las herederas de la fantasía primitivista, una especie de tercer estadio, pero, por otro, una crítica actual a la
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ideología del Primitivismo. Como sabemos, lo más frecuente era que las referencias de éste tuviera menos que ver con los pueblos y las culturas sobre los que proyectaba su mirada que con las ideas que de ellos se forjaban los admiradores occidentales. Y es que la construcción de la otherness ha articulado tanto las diferencias contenidas en las fantasías del origen y de las identidades como ha alimentado los objetos del deseo del propio artista. Incluso, esa suerte de romance, cuyo protagonista sigue siendo en el momento actual el hombre primitivo, remite siempre como referentes a las dos figuras ilustradas por antonomasia: la naturaleza humana y la identidad de los orígenes. Y ello, a pesar de que hoy en día nadie discute que la premisa de la humanidad idealizada sobre la que sustentaba, esconde a su vez numerosas contradicciones. En particular, la que se desprende del hecho de que el hombre occidental no es el objeto de la experiencia ni del saber antropológico y, sin embargo, actúa entre bastidores como ese sujeto invisible, dispuesto a asignar la taxonomía y los significados a los otros. Claro que a estas alturas ¿cómo separar con tanta nitidez a este hombre occidental no menos homogeneizado e idealizado, sobre todo en sus rasgos negativos, respecto a las identidades híbridas de la diáspora como si éstas personificaran la inocencia o la incontaminación, como si no hubieran sido afectadas por los procesos de transformación e intercambio, por las adherencias cosechadas en las routes? Una vez más nos tropezamos con la práctica de las renegociaciones entre las periferias y los centros. Por supuesto, unas renegociaciones promovidas a partir de una crítica a la ideología del Primitivismo en sus versiones más diversas que es auspiciada tanto por las artes como por la Antropología, la Etnografía y los Estudios Culturales. Las críticas, a veces muy radicales y hasta agresivas, de los artistas y los gestores postcoloniales suelen primar a las periferias desde los centros, pero es sintomático que aquéllas no se ejerzan tanto en las territorios de las primeras como en los segundos. En esta coyuntura si tomásemos al pie de la letra la Introducción al catálogo de la citada Documenta de Cassel, un manifiesto un tanto explosivo, casi incendiario políticamente, con el que se despachara el comisario Enwezor, aparte de que sólo es concebible en virtud de la “tolerancia represiva” a lo H. Marcuse de la denostada sociedad democrática alemana, las ambivalencias que traslucen sus obras bascularían entre un sentimiento de culpa por parte de los antiguos colonizadores, de los centros, y un cierto resentimiento en los herederos de los pueblos otrora colonizados, de las periferias. Las artes étnicas en esta variable postcolonial no pueden ser interpretadas únicamente desde una óptica artística, ni siquiera antropológica, sino también política. Desde esta perspectiva, en las artes postcoloniales se invoca de nuevo el rebrote de la subjetividad y el usufructo de los lenguajes para interpretar los renovados contenidos individuales y colectivos, los “modelos alternativos” de las subjetividades plurales. Etiquetadas por sus impulsores como culturas experimentales, practican una inversión de la fantasía primitivista, es decir, recurren al apropiacionismo de “las culturas surgidas del imperialismo y del colonianismo” para crear a partir de su fragmentos un “collage” de la realidad. Con tal fin, usufructúan los dispositivos artísticos de toda clase y acuden indistintamente a los medios expresivos tradicionales, las instalaciones objetuales, las técnicas fotográficas, el vídeo, las proyecciones, el cine y hasta las nuevas tecnologías. Una vez más no cuestionan por tanto el ser de los lenguajes, que sin muchos distingos suelen ser los modernos,
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sino más bien el qué hacer con ellos a partir del uso subjetivo y de las interpretaciones sugeridas por los respectivos contendidos y las formas de vida. Probablemente, uno de los aspectos más intrigantes de estas prácticas artísticas sea que su vinculación a la posthistoria no entra en conflicto con la globalización. Asimismo, en su amplia gama de manifestaciones, si no sabemos o no nos fijamos en quiénes son los autores de las obras , es difícil colegir sus procedencias geográficas. Tal como se aprecia en numerosas exposiciones y en Bienales como las de Estambul, Johannesburgo, Sao Paolo y otras similares, las técnica expresivas, los dispositivos artísticos y hasta los gustos de las sensibilidades híbridas no son tan ajenos a los que encontramos en la denostada “institución arte” euronorteamericana de las Bienales de Venecia o la Documenta de Cassel. En su recurso al mestizaje, la permeabilidad y la transversalidad de las culturas, con frecuencia se distinguen únicamente de lo que podemos ver en las últimas por las informaciones previas y los compromisos radicales o
“Tal vez estemos asistiendo a una
tibios con lo real en los contextos en donde afloran. En consecuencia, destilan un arte
globalización del gusto que, una
cada vez más cosmopolita que no solamente no entra en colisión con las diferencias y
vez más, aspira a conciliar la
las particularidades locales sino que las explora, renegociando en cada situación el usu-
universalidad y las diferencias.
fructo de las convenciones compartidas. Tal vez estemos asistiendo a una globalización
Únicamente que en esta ocasión se
del gusto que, una vez más, aspira a conciliar la universalidad y las diferencias. Única-
difunde a través de la mediación
mente que en esta ocasión su difunde a través de la mediación no sólo de las routes,
no sólo de las routes, sino todavía
sino todavía más de las altas tecnologías.
más de las altas tecnologías”
El apropiacionismo, la fragmentación, el collage se revelan estrategias que son reivindicadas tanto por los artistas postmodernos de los centros como por los étnicos y postcoloniales de las periferias. En ambos polos, cada vez más entreverados, casi diluidos e intercambiables en sus topologías, se supone que el artista del Tercer Mundo, tanto mejor si se trata del marginado o colonizado en el interior del colonizador, asume el papel de un etnógrafo que ausculta y somete a su “mirada crítica” las formas de vida y las culturas marginadas y oprimidas. De alguna manera, la Antropología y los Estudios Culturales, ensalzados como ciencias de la alteridad postcolonial o multicultural, devienen en auxilio de unas prácticas artísticas que, si bien en ocasiones escoran abiertamente hacia el documentalismo de carácter etnográfico o social, en otras traspasan los umbrales de unas historias del arte hasta ahora excluidas. Unas historias que, como ha sucedido con la posthistoria, ya no se circunscriben a la etnocéntrica, sino que incorporan con trazos diferenciados las manifestaciones de una nueva historia universal cosmopolita. Tal vez incluso está siendo sustituida por el Archivo, el cual si por un lado parece garantizar la pervivencia de la diversidad en la memoria, por otro su ampliación a cualquiera cultura del mundo no está exenta de nudos problemáticos. Desde las nivelaciones que promueven los Estudios Culturales al hecho
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de que cuanto más inclusivista aspire a ser en sus representaciones, más cuestionará la Historia del Arte en correspondencia con la extensión del propio concepto de arte o incluso de visualidad. Por si no bastara, los impulsores de esta nueva posthistoria cosmopolita del arte, que de hecho supone El final de la Historia del Arte (Hans Belting) en el sentido más común, ya no serán tanto los especialistas de la antigua disciplina cuanto las instituciones del arte en los centros y la periferias, pero, sobre todo, las mediaciones que filtran los mass-media y las nuevas tecnologías telemáticas a escala planetaria. En esta nueva situación, que se inscribe no solo en los predios de lo real sino cada día más de lo virtual, la polaridad entre los centros y las periferias, como está poniendo a prueba el sudeste asiático, tiende a diluirse en un policentrismo inmerso en una dinámica acelerada y casi incontrolable de la apropiación y la circulación.