III Seminario Atlántico de Pensamiento - El nuevo malestar en la cultura

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El nuevo malestar en la cultura. Políticas para un sujeto dividido

Jorge Alemán (Entrevista a cargo de Antonio G. González)

Antonio G. González En un texto suyo, «El legado de Freud», aborda lo que de hecho es una constante en su obra, un Freud legado por Jacques Lacan, y resalta varios aspectos: el hundimiento de la ficción simbólica, la constatación de la irreductibilidad del mal y del fin de la utopía, la precariedad y contingencia de la ley... Pero sobre todo respecto del Malestar en la cultura dice usted algo muy llamativo. Señala que en ella Freud hace coincidir «la invención psicoanalítica con un pensamiento político nuevo». ¿Qué cabe decir hoy en día del malestar en la cultura alumbrado por Freud? ¿En qué sentido hay un pensamiento político nuevo? Jorge Alemán Efectivamente, en el texto al que usted hace alusión, «El legado de Freud», intenté reactualizar el escrito El malestar en la cultura porque me parecía que podíamos encontrar en él una cierta innovación política. Me permití calificarlo como un escrito «impolítico» de Freud; digo impolítico porque allí encontramos esa célebre fórmula de Freud de que gobernar, educar y psicoanalizar son tres tareas imposibles. Imposibles en tanto que en el ámbito mismo de dichas tareas siempre nos encontramos con un «más», con un plus, con un resto heterogéneo que ninguno de los lazos sociales en juego pueden terminar de reabsorber. Dicho de otra manera, gobernar, educar y psicoanalizar constituyen ámbitos irreductibles a los dispositivos de evaluación que pretenden reducir el vínculo social al par problema-solución. Cuando Freud hizo referencia en El malestar en la cultura a la pulsión de muerte, como ese elemento irreductible que ninguna «civilización» puede cancelar a través del


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Cuando Freud hizo referencia a la pulsión de muerte, como el elemento irreductible que ninguna ‘civilización‘ puede cancelar desde el progreso histórico, provocó una apertura a un nuevo pensamiento de ese ‘resto heterogéneo’ y todos sus impases progreso histórico, provocó una apertura a un nuevo pensamiento del «resto heterogéneo», que una y otra vez vuelve, retorna y con sus impases hace fracasar a los ideales de progreso. Vamos a decir que es un tiempo histórico vinculado a comienzos de siglo, donde se van preparando distintos discursos que esperan que sea posible una gran transformación tanto de la vida como del orden colectivo. Sin embargo, Freud trata de localizar en su texto una manera particular de constitución del sujeto que no se presta, en principio, a un proyecto de transformación histórico-dialéctica de progreso. Es decir, a ese optimismo que había en aquel entonces sobre las posibilidades, a través de distintas prácticas y de distintos procedimientos políticos, de transformar la sociedad, a todo ello Freud responde invocando la existencia de un malestar incurable, estructural y que no es susceptible de ser transformado, en principio, por las ficciones o los relatos que están construidos en una lógica de progreso. Esto ha dado lugar a un pensamiento conservador, en donde cualquier expectativa de transformación colectiva puede traer aparejada una promoción aún más intensa de la pulsión de muerte y llevar a lo peor. Sin embargo, mi apuesta es, por el contrario, servirnos de los obstáculos que el psicoanálisis supo mostrar a las ideologías del progreso para intentar pensar de otro modo las lógicas emancipatorias. Dicho de otra forma, desfundamentar el relato utópico del progreso no tiene porqué implicar una dimisión frente al proyecto de transformación política de la sociedad.


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Freud siempre fue muy discreto con la filosofía, habla del imperativo categórico, habla de la ley, y viene a decir que en la constitución misma del sujeto participa un encuentro traumático con la ley. La ley se consideraba, como lo hacía Kant, el gran regalo del cielo estrellado, el gran tesoro de la razón, la ley que se nos presenta como autónoma, incondicional, despojada de toda inclinación particular o «patología». Es decir, entendemos por ley, tal como lo formuló Kant en La crítica de la razón práctica o en La Fundamentación metafísica de las costumbres: «Cuando es para todos y, además, no está adherida a ninguna inclinación particular»; por tanto, hay ley cuando la inclinación particular ha quedado cancelada. La exigencia de la ley es que, efectivamente, cumpla con la condición de estar separada de toda patología, sea absolutamente incondicionada y, por lo tanto, no esté contaminada con lo que Kant llama heteronomías. Es decir, que se mantenga su carácter incondicional, de autonomía. La fórmula más canónica —obra de tal manera que la máxima de tu acción valga para todos los casos— nos explica muy bien que una ley no puede estar condicionada por el interés particular. Sin embargo, cuando Freud examina el masoquismo moral y se interroga por qué tipo de zona erógena nutre al masoquismo moral, descubre que no hay ninguna. A diferencia de otras variantes del masoquismo, que podrían comprometer distintas zonas erógenas, el masoquismo moral no afecta a zona erógena alguna. Entonces ahí hay una observación muy sagaz y de un gran valor político, a mi juicio, por parte de Freud: no afecta a ninguna zona erógena porque es la propia conciencia, la propia estructura del sujeto, la que ha quedado comprometida por la ley. ¿Y qué descubre Freud en la ley? Pues que esta ley que Kant deseaba separada de toda inclinación personal, aislada de toda patología, no susceptible de estar dominada por ninguna inclinación privada, sin embargo es aliada, es un camuflaje, es una apariencia de la pulsión de muerte. ¿Por qué ocurre esto? Porque frente a esta ley, y la literatura de Kafka me parece paradigmática al respecto, es una ley que en su


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insistencia constituye al sujeto como «deudor y culpable». El sujeto nunca da la talla con respecto a la ley: ha hecho todos los deberes, pero no son suficientes; ha trabajado todo lo que tenía que trabajar, y, sin embargo, permanece un resto que muestra que no ha dado la talla. Dicho de otra manera, es una ley que está todo el tiempo por encima de nuestras posibilidades porque, como es una aliada del Ello y de la pulsión de muerte, esta ley —y hay un texto posterior de Lacan, «Kant con Sade», referido a esto— juega su partida a favor de las pulsiones. Tras esto, en Freud surgen una serie de reflexiones que podrían efectivamente alcanzar un carácter político. Ya no se trata, como se venía formulando en otros campos del saber, de una teoría del poder que nos oprime desde arriba, lo que yo me permitiría llamar una ideología «expresiva» del poder: no se trata de un poder que desde arriba nos somete y no nos permite acceder a lo que es nuestra propia naturaleza. No se trata de un poder que impide que nos «expresemos con libertad», lo que sucede es que en nuestra propia constitución, en relación a la ley, hay un reverso obsceno que nos exige de tal manera que antes de que hayamos contraído cualquier deuda y cometido cualquier acto punible ya estamos, con respecto a la misma, en posición de culpables o deudores. Hemos trabajado toda la semana y el domingo, que según el canon bíblico toca descansar, hay una ligera inquietud de un trabajo no realizado... hay sueños donde los exámenes no se dieron, hay circunstancias en donde el sujeto siente que es un impostor, que todo lo que ha hecho y escrito no sirve para nada, que todos los reconocimientos que ha recibido no son más que engañifas porque ese juez inapelable, y que nunca es engañado, exige siempre más. En definitiva, en la relación entre la ley y el sujeto, existe siempre una fractura ontológica, una brecha que el superyó coloniza con sus sentimientos de deuda y culpabilidad inconsciente. Con esto Freud descubre un movimiento circular, al que denomina pulsión de muerte, y que se constituye como una suerte de hueso duro, no dialectizable; no está descubriendo un hecho particular


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que a través de las mediaciones va a poder ser integrado finalmente en la totalidad de la realidad. Descubre una suerte de inercia que compromete al proyecto mismo de la cura y también interpela la idea de un progreso teleológico de la historia en donde nos vamos a encontrar con una sociedad por fin reconciliada consigo misma. La tesis del superyó en Freud, que la podemos rastrear muy bien en su texto «El problema económico del masoquismo», o en el ya citado «Kant con Sade», de Jacques Lacan, nos muestra la imposibilidad estructural de que la sociedad se reconcilie consigo misma. A.G. Una inercia que lo desbarajusta todo. J.A. Si pudiéramos señalar en qué lugar Freud ya nos revela una fractura que no puede ser borrada por ningún movimiento que aspire a una sociedad reconciliada consigo misma, ese señalamiento estaría precisamente en lo que él describió bajo la figura del malestar. Malestar, en un sentido freudiano, no es el malestar episódico u ocasional que sucede en tal o cual momento, ni responde a esa lectura sociológica que algunos autores han hecho de esta noción freudiana, en el sentido de intentar referir al malestar como un producto de la sociedad represiva de aquel entonces. Lo que viene a decir Freud es que la ley, lo que ordena de verdad es «gozar» 1. En ese sentido, podríamos ver una certidumbre anticipada del propio Freud de lo que es la estructura del capitalismo actual. Por eso siempre he pensado que, en los momentos más fecundos de la historia del psicoanálisis, existe siempre, de modo implícito, una interlocución con el campo de la izquierda. Por otra parte, a diferencia de lo que sostienen algunos sociólogos que han hablado del crepúsculo del deber o de que ahora las exigencias se han relativizado o que los imperativos actuales son débiles, lo que Freud capta es que las exigencias de la ley —en la medida en que son pulsionales porque obedecen a ese masoquismo moral— se readaptan y pueden ser susceptibles de diversas reapropiaciones en distintas estructuras sociales. Una cultura permisiva puede albergar exigencias de hierro. Porque, en definitiva, si tuviéramos que dar una


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Si hay civilizaciones que, no resolviendo ninguna necesidad y contagiando a todos con exigencias insoportables, duran siglos es para Freud a causa del masoquismo moral. El sujeto queda atrapado en la idea de que hay un otro que le tiene que legitimar fórmula al malestar de esa ley, es la orden de gozar, de ir más allá del principio de placer. Esto es lo que demuestra que las sociedades actualmente que supuestamente son más permisivas no son sociedades necesariamente más felices. En estas sociedades, los imperativos no solo no han declinado sino que se han intensificado de una manera particular a través de sus nuevos semblantes. Con esto, creo que en El malestar en la cultura se deconstruye uno de los grandes mitos de la izquierda de que puede haber una transformación utópica, revolucionaria o progresista de la sociedad. Si hay un desafío implícito en el texto freudiano es cómo pensar entonces una lógica emancipatoria que no esté gobernada por la metafísica de la revolución, del progreso o de la utopía, ideales que intentan suturar la brecha ontológica en la que el sujeto se constituye. En el caso de Freud ya no se trata de emanciparnos de un poder que nos oprime, sino que el sujeto se debe emancipar de sí mismo. Su primer acto emancipatorio lo compromete a él mismo, y lo podíamos traducir así: de qué manera el sujeto puede tener una relación con las instancias de las exigencias —porque no podemos concebir un sujeto que no esté atravesado por esas exigencias— y que, sin embargo, no sean ni sacrificiales ni trabajen para la pulsión de muerte. Se trata, en efecto, de reescribir un pacto distinto con el superyó. Debemos transformar la exigencia pulsional en una ética en donde seamos alcanzados por una interpelación que, aunque nos desborde y sea imposible de colmar, sin embargo,


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no retrocedamos frente a ella. Esto implica separar la pulsión de muerte de lo que denominamos deseo. Parafraseando, de una forma dislocada, a Freud: «Allí donde los mandatos del capitalismo ordenan gozar con la pulsión de muerte, el deseo del pueblo debe advenir». A.G. ¿Qué implicaciones tuvo para la teoría del sujeto en general y para las ciencias sociales el aporte de Freud, tercer nombre de la llamada filosofía de la sospecha, con Marx y Nietzsche? ¿Cómo se ha sedimentado Freud? J.A. Se puede decir que, a partir de Lacan, hay una verdadera ruptura con las llamadas «filosofías de la sospecha». Usted evoca la famosa conferencia que tanto nos influyó, donde Foucault agrupaba a los tres en una misma hermenéutica. Freud, Nietzsche y Marx se caracterizarían por desentrañar el sentido, o las determinaciones ocultas, que organizan y sostienen a la realidad en su trama. Pero a partir de Lacan, con su noción de Real, ya no se trata de sospechar de ningún sentido oculto, ni de descifrar ninguna estructura que como un fundamento nos determine en última instancia. Lo Real implica siempre una brecha, un hiato, una ausencia de sentido, que impide que exista un núcleo último de significación como soporte de la realidad. Desde Lacan, es la propia realidad la que está rota, la que no se puede captar en su continuidad, la que se presenta dislocada y emergiendo a través de tropiezos, fisuras, síntomas, etc. En cierta forma las llamadas «filosofías de la sospecha» permanecían atrapadas en una metafísica que se proponía atravesar las apariencias para llegar al fundamento oculto de las cosas. La coloración paranoica de la misma procede de no admitir la dislocación que implica que lo Real es siempre un agujero en la realidad. Desde esta perspectiva lacaniana, siempre es muy importante descifrar el modo en que la brecha de lo real imposible es tratada por la civilización comprometida en ella; pero esto no se manifiesta solo en el campo del sentido, es más bien a través del impase, el síntoma, el acontecimiento imprevisto, la repetición sin sentido, la verdad a medias agujereando el saber, que las señas de lo Real pueden ser concebidas.


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A.G. Bien. Antes de abordar el tránsito de las sociedades disciplinarias a las posdisciplinarias hagamos una parada en Heidegger, en la cuestión del ser y de la técnica. Por lo pronto usted a Heidegger le atribuye el haber dado luz algunas de esas grandes certezas anticipadas acerca de esta época. J.A. Efectivamente, considero, entre otras cosas, que Heidegger tuvo, lo que se puede denominar, como dice usted, una certeza anticipada. Especialmente cuando capta lo que él llama la técnica como una estructura de emplazamiento que introduce una voluntad acéfala en el mundo. La técnica, a diferencia de la ciencia, que aún mantiene en su modalización una relación con lo imposible, por el contrario se despliega como un rizoma transversal que se expande para cancelar lo imposible. Para esto la técnica promueve a la vez la evaluación del ser en todas sus manifestaciones y la manifestación espectacular, como lo diría Paula Sibilia, de la intimidad. Heidegger anticipa un mundo de cálculo y seguridad junto a las confesiones más «personales» elevadas al rango del espectáculo.

Marx, Heidegger y Freud son los nombres de un pensamiento que anticipó para el siglo XXI que los seres humanos tejerían estructuras que se iban a escapar de las prácticas transformadoras. La miseria no está ya por fuera de las órdenes de gozar En este punto es donde la técnica es un modo histórico que emplaza a los seres parlantes, sexuados y mortales a devenir material disponible. La gran captación marxista de la lógica equivalencial de la Mercancía, el denominado «Discurso capitalista» de Jacques Lacan y la técnica en el sentido heideggeriano constituyen a mi juicio los instrumentos idóneos de lectura para pensar la lógica de


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la dominación actual. Especialmente, si tenemos en cuenta que esa lógica de la dominación, por primera vez en la historia, no permite de entrada concebir ningún reverso, ni posibilidad de ruptura o corte; hasta tal punto que se ha vuelto mucho más concebible, como lo promueve el cine catastrofista contemporáneo, imaginar el fin del Mundo antes que el fin del capitalismo. Marx, Heidegger y Freud fueron los nombres propios de un pensamiento que anticipó para el siglo XXI que los seres humanos en su «ser con los otros» irían tejiendo estructuras que se iban a escapar del alcance de las propias prácticas transformadoras políticas. Esta es la novedad del siglo XXI, una realidad histórica contingente, como es el capitalismo, se presenta con los oropeles de lo eterno. Por ello, el retorno de lo «político», pensando lo «político» con recursos distintos de aquellos que proceden de la historia de la metafísica occidental, implica demorarse y atender a las experiencias populares que aún son capaces de ser atravesadas por una invención política, aunque esa invención se nos presente inconsistente en sus definiciones, sin garantías de éxitos permanentes, en gran medida atravesadas por el «no saber». Lo «político» debe hacer un esfuerzo de poesía. A.G. La segunda parada es algo preciso en la, por otra parte, inabarcable obra de Jacques Lacan. Igualmente proviene de él, a juicio de usted, otras certezas anticipadas respecto de la época en curso. ¿Qué explica el famoso «Discurso capitalista» de Lacan? J.A. Desde la perspectiva que acabo de formular, a esa relación que describió Freud con la ley y que la designó pulsión de muerte, Lacan la designó goce, la traducción española del término jouissance en francés. Por ejemplo, en los años sesenta y setenta la pobreza era un signo menos, era algo que se ajustaba a la definición clásica de Marx de la «no satisfacción de las necesidades materiales». Hoy en día la pobreza es un exceso, es un exceso de goce, es decir, la pobreza no está por fuera de los empujes propios de una instancia superyoica que ordena gozar. En las villas-miseria actuales hay drogas, armas, fabricaciones de marcas falsas, objetos técnicos de todas las clases, etc.,


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de tal manera que el propio sujeto que vive en las condiciones más extremas de la miseria está bajo las órdenes del gozar. Se trata, como diría Judith Butler, de sujetos de los que no cabe incluso pensar como «llorables», de los que no cabe a veces hacer duelo alguno cuando mueren pues, carecen incluso, de una inscripción en el Otro simbólico y, sin embargo, están bajo el imperativo del goce. Si tuviéramos que definir en esta perspectiva la miseria desde un punto de vista lacaniano sería estar a solas con la pulsión de muerte sin la posibilidad de ningún tipo de articulación simbólica; o definiría a la miseria como un goce particular de cada uno, un resto inerte que hay en cada uno, positivo, no una falta, que no puede establecer ninguna cadena equivalencial, tal y como lo propone Ernesto Laclau cuando habla de que en el conjunto de las diferencias pueden efectuarse, a través de distintas operaciones equivalenciales, una articulación hegemónica. Con esto quiero decir que hoy en día hay una metamorfosis de la pobreza y que la descripción que hace Lacan del llamado «Discurso capitalista» es una descripción completamente conjetural y original a su vez, porque si en todo lazo social existe una referencia a lo imposible, « El discurso capitalista» se caracteriza por intentar borrar la imposibilidad lógica y suturar la brecha ontológica. La definición de lazo social, así como la de discurso en Jacques Lacan, quiere decir siempre que se trata de una respuesta a un imposible. La definición de todo vínculo humano es que es un modo de tratar lo imposible, no puede haber vínculo humano si de algún modo ese vínculo no se constituye como una suerte de negociación con respecto a lo que es imposible. Por primera vez Lacan postula, en cambio, un discurso que se inspira en la matriz que describió Freud en El malestar en la cultura. Freud había descrito un movimiento circular entre el superyó, la renuncia y la pulsión, y había descubierto una ley que gozaba de la renuncia misma. El sujeto frente a ese tribunal severo renuncia una y otra vez y el tribunal le dice que su renuncia no es suficiente. Es un superyó glotón, al que no le vale renuncia alguna. Ese es un movimiento circular que precisamente le


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hace obstáculo a toda dialéctica de transformación. Esa misma matriz circular es la que Lacan propone para «El discurso capitalista». ¿Qué lo definiría? Se define como un discurso que conecta todos los lugares, que rechaza la imposibilidad y en donde no es posible localizar el lugar en donde se pueda efectuar corte alguno, con lo cual se abre un enorme problema acerca de cuál sería el exterior del capitalismo. Si se nos presentara de verdad un discurso que ha rechazado la imposibilidad y que conecta todos los lugares y donde no podemos efectuar ningún corte, es ese el mismo circuito que Freud describió en El malestar en la cultura. Por eso me permití en mis trabajos homologar lo que Heidegger llamaba técnica con este discurso capitalista. Porque finalmente, si tomamos por ejemplo el texto «La época de la imagen del mundo» o el seminario «¿Qué significa pensar?», técnica no quiere decir un instrumento técnico, quiere decir «estructura de emplazamiento», es decir, que todos nos volvemos disponibles, tal como lo podemos afirmar de un material a disposición, y especialmente en una época en donde no hay una imagen del mundo, sino como lo señala Heidegger, el mundo mismo se ha vuelto imagen. técnica quiere decir que todo salga a la presencia, que todo venga hacia la imagen y que la imagen pueda ser calculada, evaluada, distorsionada, manipulada, etc. Ahí tendríamos un ciframiento de este goce propio del «Discurso capitalista» y un nuevo problema político: si ese discurso, que está construido con una orden de gozar, no tiene un exterior, entonces ¿dónde se podría efectuar lo que nosotros llamamos un proceso de subjetivación política? Al respecto usted ha señalado que para comprender bien el estado de cosas actual «basta como ejemplo lo que la industria del miedo y la seguridad le han tratado de imponer a la llamada Sociedad del bienestar». Es más, a su entender la política se ha convertido en la gestión del miedo. ¿En qué sentido? Sí, por ejemplo, el pasaje que había previsto Freud para salir de estos circuitos mortíferos era un pasaje que atravesaba a la angustia.


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La angustia en el siglo XX era la posibilidad de que el sujeto se abriera y hallara un nuevo lugar, de que construyera nuevos lazos sociales; hoy esta ha sido sustituida por el miedo, que significa no hacer nada porque todo lo que venga puede ser peor Como saben, en el siglo XX la angustia no tenía un valor negativo, de hecho, tanto en la experiencia heideggeriana de Ser y tiempo, como luego en la experiencia sartriana, como luego en el psicoanálisis, la angustia era la posibilidad de que el sujeto se abriera o encontrara un nuevo lugar para lo que era su propia constitución como sujeto por fuera de estas exigencias superyoicas. Mientras que hoy estas particularidades están tratadas por los expertos, por los evaluadores, colocan a estas particularidades en determinados órdenes clasificatorios... todo bajo la modalidad de las sociedades posdisciplinarias, es decir, como servicio a la comunidad o como extensión de los derechos humanos. Y así tenemos niños hiperquinécticos, jóvenes desafiantes, trastornos de personalidad, bipolares, es decir, hay un vastísimo campo en la salud mental que se ha transformado en un campo de archivo y clasificación de anomalías en donde se colapsa toda posibilidad de que el sujeto experimente lo real que lo angustia. Es decir, la angustia ha quedado sustituida y suplantada por el ataque de pánico, por la depresión generalizada, por el estrés, por la bipolaridad... que son maneras de destruir la implicación del sujeto en la experiencia de lo real. En este sentido, ¿cuál era la expectativa política de Freud? Que este circuito, que describí antes como el circuito del malestar de la cultura, pudiera ser transformado por los recursos inconscientes del sujeto, por las disposiciones que el sujeto tenía con respecto al inconsciente, es decir, por la posibilidad de organizar nuevos lazos


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sociales. Dicho de otra manera, el propio Lacan terminó pensando que la ética era siempre tener una relación con respecto a una instancia que nos supera, que no vamos a poder jamás colmar. Hay ética en la medida de que estamos confrontados a un deber que no vamos a poder agotar; pero todo el esfuerzo de Lacan era explicar que esa relación ética no tenía que quedar capturada por el circuito mortífero del superyó. Creo que las políticas del miedo a las que usted se ha referido impiden esta operación. El miedo ha sustituido esto por el miedo a lo que puede llegar, y a que todo lo que pueda venir puede ser peor, mucho más amenazante, más terrible. Es decir, el miedo es lo contrario de la asunción que estaba presente en los grandes proyectos transformadores del siglo XX, tanto en el psicoanálisis, como en el existencialismo, como en las prácticas políticas. El miedo es todo el tiempo la disposición a clausurarse para evitar lo que puede llegar. Y esto se ve claramente en esta crisis. La sociedad, como espacio homogéneo donde todos somos ciudadanos, no existe, como ha señalado Ernesto Laclau en numerosas ocasiones. Hay un montón de sujetos que no están inscritos en la realidad como ciudadanos, que están excluidos. Lacan hacía una gran diferencia entre el resto y la escoria. La escoria es lo que cae, lo que queda fuera de la escena; el resto tiene la capacidad fecunda de ser una causa ausente que reordena toda la estructura simbólica. Miedo quiere decir que nada funcione como resto y que todo progresivamente vaya funcionando como una escoria que se inserta indefinidamente en la promesa de su propio reciclaje circular. Ahora bien, las decisiones que habría que tomar para que eso que se supone un espacio homogéneo de ciudadanos pudiera volver a incluir a toda esa cantidad de sujetos que han quedado por fuera de ese juego de lenguaje no tienen nada que ver ni con la razón «dialógica», ni con esta implicación necesaria entre democracia y liberalismo, ni con todo el cortejo de opiniones que actualmente son el núcleo último de significación de los hechos políticos que


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atraviesan actualmente a la realidad europea. En última instancia, el miedo, y vuelvo a mi tesis del superyó en Freud, es volver a dejar contento a un amo que en algún momento nos va a perdonar. El miedo quiere decir mantener el tiempo indefinido de la promesa; supone que ahora estamos mal, pero que mejor no provoquemos nada porque la promesa continúa. La promesa, ¿de qué? ¿Quién ha hecho la promesa? Es una figura inerte que emana de esta lógica superyoica. A.G. Usted ha insistido en ocasiones en que la derrota mundial de la izquierda no se produce con la caída del Muro de Berlín, puesto que del «comunismo real» la mayor parte de la izquierda había abjurado ya, sino básicamente antes, en los años setenta. Y, además, afirma que lo que significó esta década está por pensar, que esa derrota contiene aún un «un saber en reserva». Ahí retoma usted la insistencia en un dato de la realidad que queda velado para la mayoría de los que la gestionan o la analizan: que a los fracasados escolares, los enfermos cronificados, toxicómanos, en fin, que a los desinsertados en general los nutre en general la misma clase social. ¿Qué saber en reserva atesora la derrota mundial de la izquierda? ¿Y por qué sucede tal derrota en los setenta? J.A. Bueno, si me lo permite, para responder debo apelar a mi impronta latinoamericana. Para mí la URSS ya estaba derrotada hace mucho, mucho tiempo. Allí en América Latina, nadie esperó a esto, con la caída del Muro de Berlín no se produjo la derrota de la izquierda. En cambio, los procesos emancipatorios que hubo en muchos lugares del mundo, y también en Latinoamérica en los años sesenta y setenta, me parece que todavía tienen un saber en reserva, aún por descifrar, en la medida en que uno sea capaz de leerlos despojándolos de la metafísica que los dominaba, es decir, despojándolos de la idea hegeliana y marxista de que íbamos a acceder a una sociedad reconciliada consigo misma, a una sociedad donde ya no iba a ser necesaria la política. A mí, esa emancipación de la reconciliación no me interesa, me interesa aquella en donde la verdadera diferencia emerja de una buena vez: locos, neuróticos,


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angustiados, suicidas, gente que no quiere vivir, gente que desiste, que no desiste... Hay una frase de joven de Trotsky que siempre me impresionó: «Me interesa el socialismo porque ahí comienza la tragedia». Es decir, quisiera una emancipación donde irrumpiera la diferencia, y que no fuera esa diferencia triste y mezquina impuesta por el orden jerárquico burgués, porque eso es un insulto a la diferencia absoluta de la que habla Lacan. Y quiero, sobre esto, hacer hincapié porque tengo que discutir muchas veces esto con mis amigos filósofos: no me interesa la experiencia de lo común como la experiencia de lo homogéneo; la experiencia de lo común me interesa en la medida en que permita que acontezca la verdadera singularidad del sujeto. No me imagino una emancipación en donde ya no haya ni poder. En este sentido, mi diferencia con Rancière y Badiou es que ellos, sustancializando, para mi gusto, lo que la llaman el acontecimiento (Badiou), o «la parte de de los que no tiene parte» y que no está contabilizada en el conjunto de la población (Rancière), finalmente eligen una vía de sustracción y eluden el momento de la construcción política a través de diferentes procedimientos retóricos. Me interesa una construcción política, y en esa construcción política, como soy freudiano y lacaniano, sé que va a haber todo tipo de distorsiones y todo tipo de antagonismos. ¿Por qué el interés en un proyecto igualitario? ¿Y por qué ser fiel no quiere decir reproducir lo mismo? Fue en mi propio psicoanálisis personal donde sentí que tenía que poder hacer algo con mi propio legado y con mi propia herencia. Entonces diría que por lo que me interesa la emancipación es porque querría pensar la posibilidad de un tipo de sociedad, imposible por otro lado, en donde hubiera un juego de lo social donde las diferencias, las que realmente hacen a cada sujeto, irrumpan con toda su fuerza. O sea, que para mí lo común es lo contrario de lo homogéneo, y la igualdad misma es lo contrario de lo homogéneo. Digo esto porque en muchos debates, incluso con los intelectuales progresistas de corte liberal, cada vez que uno habla de


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No imagino al comunismo donde todos sean felices, sino en el que cada uno practique la infelicidad que quiera. Las diferencias burguesas, las jerarquías de la propiedad, son un insulto a la diferencia absoluta [la singularidad de cada cual] esto, inmediatamente le endilgan a uno que está soñando con un proyecto homogeneizante en donde se borraran todas las singularidades. Pero como mi punto de partida ha sido el sujeto, mi manera de entrar al problema político es a través del sujeto, a mí me interesaría concebir un proyecto de emancipación en donde efectivamente lo que Lacan llama la diferencia absoluta y, por tanto, irrepresentable, no lo diferente, como diría Heidegger —que ha establecido, en muchos casos, la separación entre lo diferente óntico y la diferencia ontológica—, en fin, anhelo una emancipación en donde la diferencia ontológica, por fin, haga de las suyas. Yo no imagino al comunismo donde todos estén felices, sino en donde cada uno practique la infelicidad que quiera, que cada uno practique la infelicidad de ser parlante, sexuado y mortal como pueda. Mientras tanto, la verdadera diferencia está interrumpida por las jerarquías de la propiedad privada. En mi opinión, insisto, las jerarquías de la sociedad burguesa son un insulto a la diferencia absoluta de la que habla Lacan. A.G. A salvedad de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, la izquierda intelectual más crítica impugna en efecto toda relación con el poder y todo movimiento de construcción política y parece quedar, al igual que las tendencias antiesencialistas (deconstrucción, hermenéutica...), a la espera de un acontecimiento por venir, puro, sin mediación: ahí están los cuidados de sí, los llamados a un Otro, a un Dios que es hermano... Sin embargo en uno de sus últimos


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libros, Para una izquierda lacaniana…, apuesta por la construcción política, como Laclau y Mouffe. Y, además, establece una propuesta concreta. Habla de una tríada entre el Estado —con gobiernos de izquierda—, los movimientos sociales y la propia operación de la construcción política, que sería un enlazamiento necesario pero imposible. Es decir que está por involucrarse, por el poder. Entonces, hay que tomar decisiones, hay que gestionar, ¿no es así? J.A. Tal vez, como ejemplo de esa intelectualidad crítica a la que usted hace referencia podemos citar a Badiou. Badiou es un pensador francés en donde la impronta lacaniana se hace sentir con mucha fuerza y que tiene lecturas muy valiosas. Pero observo que, en su teoría, efectivamente hay que estar siempre a la espera de un acontecimiento por venir que va a irrumpir, pero del que no tenemos ninguna forma lógica de reconocimiento. Badiou le da este carácter disruptivo al acontecimiento, en donde, como dije antes, en una determinada situación, que es una situación de saber, el acontecimiento distorsiona todas las condiciones del lugar en donde este acontecimiento se produce. Esto es una transposición de la teoría de Lacan de la oposición verdad-saber, que a la vez también Heidegger había vislumbrado como tal. A partir de aquí se trata de ser «fiel» al acontecimiento, es decir, una vez que este acontecimiento se postula, surge el sujeto, en esto estamos de acuerdo: no hay un sujeto previo, reflexivo que a través de una toma de conciencia decide cuál es el acontecimiento, sino que el sujeto es un hijo del acontecimiento, al sujeto lo constituye el acontecimiento. Esto me parece muy importante y lo puedo compartir, pero entonces de nuevo empiezan a surgir [en Badiou] lo que llamaría categorías teológicas. No solo se trata de ser fiel al acontecimiento sino que también se trata de ser inmortal. El que es fiel al acontecimiento es inmortal. No creo que sea casualidad que una de las maneras que tuvo Badiou de desplegar las consecuencias de su teoría fuese a través de su famoso libro sobre San Pablo, el fundador del universalismo. ¿Qué es lo que ocurre? Veo una


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fascinación por el acontecimiento que después lleva a que todo lo que ocurre sea una especie de sucedáneo, que no es el acontecimiento que se esperaba, y en donde, además, aparece una especie de gran radicalismo teórico que luego se escandaliza por cualquier otra irrupción de lo político. Entonces, siempre es una instancia platónica en donde el acontecimiento per se irrumpe de tal manera que construye a sujetos fieles pero en donde no vemos verdaderamente las consecuencias políticas plasmadas en un proyecto histórico de lo que puede ser esa relación con el acontecimiento. En cierta forma, en el reverso de todo eso está el propio Rancière, que llama Pueblo a la parte que no está contabilizada porque el Pueblo no es la población censada. Esta idea la podemos compartir, y es un poco lo que Laclau llama «la Plebs». Pero para resolver esta tema, Rancière, rastreando en sus lecturas griegas, propone el sorteo; dice que para poder estar en correspondencia con el momento igualitario habría que aceptar que están los que tienen título para gobernar porque nacieron en buena familia, están los que tienen título para gobernar porque son los que saben, están los que tienen título para gobernar porque son los fuertes. A estos tres ámbitos, el linaje, el saber y la fuerza, Rancière los ve como formando parte de lo que él llama la policía, distinguiendo así a la política como aquello que no es la policía porque no tiene representación alguna. Rancière dice que solo puede haber política igualitaria si están también los que no tienen título para gobernar, y que gobiernen ellos. ¿Cómo? A través del sorteo. Y aquí hay una ironía en Rancière, cuando dice que las cosas no irían peor si se hicieran a través del sorteo. Es una posibilidad, probablemente también podríamos pensar en encuentros amorosos también sorteados o en cómo sería la vida de todos si las elecciones también fueran sorteadas. Quién no evocará aquí el famoso cuento de Borges, «La lotería de Babilonia», que comienza así: «Como todos los hombres, he sido procónsul; como todos, esclavo». De la misma manera, Badiou tiene que declarar axiomáticamente la igualdad.


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Todo ser humano es igual a otro ser humano, y Badiou lo postula por la vía de un axioma. Sin embargo, es verdad que nunca vemos cumplir esto, porque lo que se presenta todo el tiempo son víctimas que se quejan de no ser tratadas igualitariamente. Pero declarar axiomáticamente la igualdad es precisamente renunciar a construir una hegemonía como vía a esa igualdad. Entonces en esto, así como creo que Lacan nunca solo se interesó por lo Real, sino por construir una clínica de lo Real, un saber hacer ahí con lo Real, a mí me interesa el saber hacer ahí con lo imposible. Es decir, la sociedad es imposible, no va a haber nunca un para todos que nos reabsorba a todos en un gran encuentro colectivo, no va a haber nunca una sociedad en donde todos estemos articulados y en donde cada uno se sienta reconocido en su diferencia.

Cuando me pregunto por qué aún soy de izquierdas, sabiendo que las diferencias son más que las equivalencias, que nunca va a haber un gran encuentro colectivo, es porque rechazo la idea de eternidad para el capitalismo, que es contingente Hay una imposibilidad estructural como ya lo determinó Freud desde el comienzo en su texto, pero lo que vuelve desafiante, entonces, ser de izquierda es precisamente que si uno sabe que la sociedad no se va a reconciliar nunca consigo misma, que puede caer el opresor pero no la opresión, que, además, cada sujeto tiene su propia manera de gozar y es incompatible con la del otro, que, a la vez cada sujeto tiene sus propias elecciones sexuales, que no tienen porque ser intercambiables con las del otro, que, además en cada sujeto habitan lógicas amorosas que no pueden ser ni planificadas ni compartibles con el otro... ¿cómo puede uno, sabiendo


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todo esto, seguir siendo de izquierda? Esa fue mi pregunta con la izquierda lacaniana; porque claro, es muy fácil ser de izquierda pensando que nos reencontraremos todos, que todos seremos equivalentes y que las diferencias se borrarán. Pero si la diferencia es originariamente más importante que la equivalencia, cómo, sin embargo, podemos inventar lazos con nuestras diferencias. Esto es, al menos, lo que me desvela a mí desde que desde joven mantengo una relación doble con el psicoanálisis y la política: cuando me pregunto por qué soy de izquierda todavía, es porque sigo obstinadamente pensando que el capitalismo es una realidad histórica contingente. Rechazo la idea de eternidad para el capitalismo; le confiero a la palabra eternidad otras dimensiones de la experiencia humana, pero no al capitalismo. A.G. Bien pues, desde esta perspectiva, ¿qué cabe decir hoy acerca del dictamen freudiano de que educar es una tarea imposible? ¿Qué significa educar? J.A. Cuando Freud afirmaba que enseñar es imposible no significaba que hay que dejar de enseñar. Lo imposible funciona siempre como un motor. Me gustaría dejar claro que cuando algo se declara como imposible es la verdadera razón para intentar hacerlo, pero a su vez, reconociendo la imposibilidad como tal. Freud, en todos sus textos, había insistido en que la ley estaba construida en la lógica del «para todos»: leyes educativas, leyes jurídicas, sociales, etc. Hay, en este aspecto, un vicio de origen en la ley, que es que está por estructura construida en la lógica del «para todos». Quiere decir que la ley está preparada siempre para rechazar lo singular o admitirlo solo bajo la forma de la excepción. Por ello, en cada niño que va a aprender hay algo singular que se debe ajustar al «para todos». ¿Qué es lo que hay de singular en cada uno y que se debe ajustar para todos? El encuentro con la lengua. Si hay algo en Común, y si intentáramos definir lo común en su pregunta más crucial... ¿Qué es lo común? Respondería, algo que se pone en juego antes de los que enseñan y aprenden, antes de los que


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mandan y obedecen. Entonces, entiendo por común el encuentro siempre traumático con la lengua. Ese encuentro no está precedido por jerarquía alguna. Cuando Freud dice que educar es imposible hace referencia al hecho de que en el encuentro de cada uno con la lengua materna, la manera en que el aluvión de la lengua se precipita sobre cada uno hace que aparezca eso que es absolutamente singular y solitario, lo que paradójicamente podríamos denominar lo común. Lo común como distinto a la lógica que reparte el mundo de la representación entre lo universal y sus excepciones. Es lo común porque no puede ser particularizado en nadie, para cada ser

¿Qué es lo común? Algo que se pone en juego antes de los que enseñan y aprenden, antes de los que mandan y obedecen. Se trata del encuentro siempre traumático con la lengua, que no está precedido por jerarquía alguna mortal, parlante y sexuado hay un encuentro con la lengua que, sin embargo, se resiste a la lógica del «para todos». Permítanme decir en este punto que Lacan escribe lalangue2 todo junto para no hablar de la lingüística, construyendo así un neologismo que vale para designar un espacio «ilimitado», el carácter de no todo de «lalengüa». Entonces, cualquier lingüista que haya vislumbrado este momento de lo común puede quedar golpeado por la dimensión emancipatoria; porque si tuviéramos que decir dónde está el comunismo, en dónde poder fundamentar de una manera no metafísica el comunismo, cuál es el fundamento contingente del comunismo, el fundamento ausente del comunismo está en el encuentro de cada uno con «lalengüa», antes de que alguien haya enseñado y aprendido. Todo lo que viene después es un intento de organizar


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administrativamente el encuentro con «lalengüa». Y, por supuesto, Freud vio que educar era imposible porque hay una singularidad de cada uno con «lalengüa» que se resiste, que permanece como un resto heterogéneo no absorbible en el proceso educativo. ¿Qué es lo que ocurre ahora con ese encuentro común con «lalengüa»? En muchos casos se lo capta como una anomalía privada y se lo entrega a los expertos, a los evaluadores, a los que estudian las imperfecciones que pueden existir en el aprendizaje, los llamados trastornos del aprendizaje, etc. Aunque siempre deban consideradas estas modalidades patológicas, las mismas, a su vez, mantienen una discusión y un saber sobre el modo en que se habita y se es habitado por «lalengüa». Entonces, en este punto quiero establecer una diferencia entre lo común y lo homogéneo. Lo homogéneo es precisamente lo que está construido en la lógica del para todos, mientras que lo común pertenece más bien a la lógica femenina, no fálica, sin límites establecidos a priori y solo contorneable por entornos contingentes. Sin embargo, lo común pertenece a la lógica del no todo, no del para todos, porque en lo común hay un encuentro traumático de cada uno con «lalengüa» que no es subsumible ni en el universal del para todos, ni en las excepciones particulares, se trata de un «Singular Común». Tal vez podamos evocar lo que fue para cada uno de nosotros lo que implicó captar que estábamos habitando una lengua; eso no depende ni de ningún ejercicio pedagógico, ni de maestría alguna, sino que es un instante que se nos presenta como una dislocación temporal. Esta manera de habitar ‘lalengüa’ de forma singular es, sin embargo, el único soporte con el que nos podemos encontrar para pensar lo común fuera de la metafísica que se realiza a través de un proceso donde lo común gira hacia la totalidad homogeneizante. Entonces, en este sentido, para mí, y no respondo totalmente, la autoayuda, esa palabra horrible, la autoestima, los expertos, etc., forman parte de toda esta política del miedo hacia lo común. A.G. En segundo lugar, la salud. ¿A qué responde la patologización de los cuerpos? ¿Qué significan esos programas televisivos de


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cuidados, todas esas series de hospitales, de médicos? ¿Qué se juega hoy en el orden de la salud? J.A. Tal vez se trata de un nuevo paso en el mundo determinado por lo que se llama la biopolítica. No solo hacer ingresar a los dispositivos de control hasta lo más íntimo del cuerpo, sino intentar aislar y presentar como un objeto de consumo la «sustancia episódica» del goce. ¿Qué buscan las películas de forenses, zombis, vampiros, sino mostrar a la vida amarrada a lo que Lacan llama el plus de gozar, inspirándose en la plusvalía marxista? Criaturas dominadas por la pulsión sin ningún lazo social que inventar, funcionando o como hordas o como sociedades secretas, por fuera de la experiencia de lo «político» como relato imposible de una emancipación. El problema es que ese plus de gozar no se deja representar más que a través de sus semblantes fálicos. En esto la biopolítica se encuentra con un obstáculo que procede de lo real. La pulsión no es ni digitalizable ni es representable por ningún procedimiento técnico. Exige el disparate, la hipérbole, la aparición monstruosa o su parodia, lo siniestro o sus alteraciones retóricas. A su vez, el orden de la salud, evocado por usted, nunca podrá hacer nada con ese plus de goce, salvo promoverlo… A.G. La seguridad. He aquí otro nudo gordiano: la policía, el ejército, los servicios de inteligencia. La seguridad pública hoy se halla ineludiblemente engarzada con la idea de la política como gestión del miedo, al menos en la dimensión alcanzada tanto por este hecho como por la actividad delincuencial del otro, las violencias de la calle. ¿Caben una policía, unas fuerzas de seguridad, que no deriven en segregación? J.A. Siempre se puede anhelar, intentar articular esas fuerzas represivas del Estado con los movimientos sociales y, a su vez, con una interpretación del «ser con los otros» que los políticos deberían ir elaborando. Siempre y cuando que se entienda que la verdadera barrera a la pulsión de muerte no puede ser meramente disciplinaria o represiva, siempre habrá escrituras, actos simbólicos, trabajos artísticos, discursos políticos que también pueden generar un efecto en


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el lazo social que permita que la ironía reduzca tendencialmente a la segregación invisible y sorda. A.G. No podemos concluir esta entrevista sin hablar del paro. Es la pregunta que, por el momento de estallido de la crisis sistémica en el que estamos, he dejado en reserva para el final. Existe una enorme cantidad, más de cuatro millones, de parados ya en España [en marzo de 2010]. ¿Qué condición de posibilidad le reserva el siglo XXI a la función del trabajo? ¿Qué significación va a tener, a su juicio, la función del trabajo en los próximos veinte o treinta años? J.A. El problema del trabajo es tratado, a mi juicio, de forma errónea en Europa, como si fuera un problema técnico, como si fuera un problema que tiene que ver estrictamente con los procedimientos financieros, de la banca, del gasto público y como si no hubiera ninguna determinación política. Hay procesos latinoamericanos que como no están regidos por este circuito, no quiero ser injusto con [Jürgen] Habermas, de razones dialógicas, deliberativas, donde los supuestamente iguales toman determinaciones y todos son ciudadanos, y yo por el contrario me interrogo, si no estamos en un tiempo histórico en donde ya no todos son ciudadanos. Al ciudadano habría que inventarlo. Y aquí evoco, con mucho pudor porque estamos en presencia del profesor Vattimo, la idea del «paso atrás» de Heidegger, es decir, este crecimiento ilimitado del capitalismo conlleva necesariamente como efecto estructural la desaparición del trabajo. No va a haber una rectificación o una reintegración de eso en el marco del desarrollo del capitalismo con su crecimiento indefinido. Por ello es necesaria una reformulación de lo común. Estos problemas que parecen alejados de la política práctica son determinantes. Es decir, si se volviera a discutir qué es «el ser con los otros», y pienso que hay distintos discursos que deberían renovar seriamente lo que es un debate acerca de qué es «ser con los otros», descubriríamos que el problema del desempleo no es un problema de orden técnico, sino que es una decisión; es una decisión que fue tomada...


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El problema del desempleo no es algo de orden técnico, es una decisión política que fue tomada: el desarrollo ilimitado del capitalismo conlleva la desaparición del trabajo. Hay que volver a pensar lo común, el ciudadano debe reinventarse Y, bueno, Freud tiene una pregunta en El malestar en la cultura que me voy a permitir evocar aquí: ¿Por qué hay civilizaciones que provocando tal grado de insatisfacción, no resolviendo ninguna necesidad y contagiando a todo el mundo con exigencias insoportables permanecen durante siglos? Y la respuesta de Freud no es ni los «aparatos ideológicos del Estado», ni las «sociedades disciplinarias» al modo de Foucault, sino el llamado masoquismo moral. Freud capta mejor la clave de la dominación en el célebre «fantasma» de «Pegan a un niño» —es una fantasía famosa que analiza Freud del masoquismo— como ese tiempo subjetivo en donde el sujeto queda cautivo de un campo de promesas y castigos para obtener su valor para el Otro. La necesidad del sujeto de ser legitimado por el Otro, la necesidad del sujeto de ser reconocido por el Otro... es el gran juego sádico del superyó; la idea de que hay un Otro que nos tiene que legitimar. Sé que esto puede parecer muy alejado del ámbito europeo, pero hay sociedades latinoamericanas que están empezando a inventar nuevas formas del «ser con los otros» y que ya no están atrapadas en la teleología marxista de una historia que progresaba inexorablemente hacia el socialismo. Se está tratando de inventar un modo de organizar a las comunidades sin la presión de unas corporaciones que inevitablemente llevan, en sus procedimientos de optimización y rentabilización, a esto que usted llama la gran cantidad de parados.


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Notas 1

El concepto de goce en Freud y luego en Lacan no hace referencia al placer en el sentido usual del término sino, por el contrario, a la satisfacción de las pulsiones inconscientes, más allá de la voluntad, de un sujeto, las cuales pueden y suelen procurar displacer, siendo de hecho una fuente de malestar y sufrimiento [nota del ed.].

2

Traducido al español por Jorge Alemán y Sergio Larriera como ‘lalengüa’, con una diéresis innecesaria de manera intencionada.


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