El eclipse de la interioridad moderna y la búsqueda de una felicidad espectacular
Paula Sibilia Existe un hecho concreto, unas prácticas, que pueden considerarse síntoma de esta crisis global y de los cambios que trae aparejados. Me refiero a ciertos usos «confesionales» de Internet, especialmente por parte de los niños y jóvenes, aunque no exclusivamente. Dichas prácticas se manifiestan en los blogs y fotologs, en las redes sociales como Facebook, Twitter y MySpace, y en los intercambios de vídeos a través de sitios como YouTube. Mi propósito en esta ocasión es pensar de qué modo esas actitudes implican ciertas transformaciones en lo que respecta a los modos de relacionarse y, sobre todo, a la producción de unas subjetividades típicamente contemporáneas. Por un lado, como sabemos, está teniendo lugar una enorme expansión en las posibilidades de producir, hacer circular y consumir los más diversos tipos de creación textual y audiovisual, con un alcance que habría sido impensable hace muy poco tiempo, gracias a la popularización de Internet, de los teléfonos celulares y otros dispositivos móviles. Por otro, sin embargo, hay algunas facetas más controvertidas de este fenómeno, como por ejemplo la creciente «exhibición de la intimidad». Es decir, el deseo de ser famoso o de transformarse en una celebridad, las ganas desesperadas de conquistar la visibilidad, esa voluntad de hacer de uno mismo una especie de show, un deseo de transformar la propia vida y el yo —a lo que se es— en un espectáculo. Quisiera pensar hasta qué punto esas tendencias tienen relevancia política. Porque puede parecer algo banal, sin importancia, que no merecería gran atención, pero creo que esa impresión cambiará si sus implicaciones se examinan bajo esta perspectiva. En los últimos años, acompañando los notables avances técnicos, se multiplicaron los caminos disponibles para alcanzar algo cada vez más
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Internet y los ’reality shows‘ multiplican los caminos de la tan codiciada fama y una ‘felicidad espectacular’. No importa tanto qué se dice o hace salvo que sirva para lo fundamental: hacerse visible, exhibirse. No interesa qué, sino quién codiciado en nuestra sociedad: la fama. Junto con ella, se pretende tener acceso a la tan soñada «felicidad espectacular». Por eso se popularizaron tanto los nuevos canales de exposición mediática personal e interactiva que florecen en Internet. No solo blogs, fotologs y redes sociales, sino también las webcams, esas pequeñas cámaras filmadoras que transmiten por la red todo tipo de imágenes «privadas» en tiempo real y sin interrupción. Esos dispositivos ya vienen incorporados al ordenador, de modo que ni siquiera hay que tomar la decisión de comprarlos aparte. Más allá de Internet, han surgido otros nuevos géneros de expresión y comunicación, como los reality shows de la televisión, por ejemplo, además de toda una serie de fenómenos paralelos como los documentales en primera persona, el auge de las autobiografías en el mercado editorial y las diversas modalidades de autorretrato en las artes contemporáneas. Se trata de un amplio conjunto de nuevas opciones que traen cierta marca de época, porque todas permiten y estimulan la exhibición personal. Se abren, así, cada vez más espacios en los cuales lo que cuenta es mostrarse: mostrar lo que se es; exhibir un yo atractivo y supuestamente real o auténtico. O, al menos, algo que así lo parezca: un yo verosímil y espectacular. Apropiándose de ese tipo de recursos, millones de personas de todo el mundo escriben sobre sí mismas, relatan sus vidas con la ayuda de fotos y videos, y se construyen como personajes en esa «confesión» cotidiana. Porque todo eso suele exponerse, al menos potencialmente, ante millones de ojos: gente del mundo entero dedica su tiempo y energía a consumir ese tipo de material. El lema de YouTube,
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por ejemplo, es «Broadcast Yourself», algo así como «Muéstrese ante un público masivo». Y de eso se trata, justamente: de exhibirse, de transformarse a uno mismo en un personaje visible, como si la propia vida fuera una película y como si todos tuviéramos derecho a reclutar millones de espectadores y fans. O, como se dice en el flamante y exitoso Twitter: ahora todos podemos tener «seguidores». Con mucha frecuencia, por tanto, en esos nuevos espacios mediáticos e interactivos no importa tanto qué se dice y qué se muestra: lo fundamental es el mero hecho de hacerse visible, de exponerse y estar en las pantallas. En tales casos —que no son todos, claro está, aunque son muchos, y ya por eso merecerían nuestra atención— parece que la eventual «obra» que cada uno pueda producir siempre será accesoria, pues no importa demasiado lo que de hecho se hace al mostrarse. Todo eso solo tendrá valor si contribuye a la celebridad del sujeto que se muestra: la obra sirve y cuenta en la medida en que adorna, espectaculariza o aumenta el valor de la imagen personal de quien se exhibe. En suma, no interesa mucho qué, sino quién. ¿Qué significa esto? ¿Por qué solo importaría lo que cada uno es o aquello que cada sujeto es capaz de mostrar y aparentar que es? Significa que el foco apunta al personaje que cada sujeto encarna en su vida real. En ese sentido, es fundamental la habilidad para exhibir en las pantallas a ese personaje que se es. Ahora bien, ¿en qué consiste ese ser alguien en el sentido de ser un personaje? ¿De qué tipo de personaje se trata? Si pensamos en los protagonistas de los reality show tipo Gran Hermano, por ejemplo, o bien en los usuarios de Internet que se exhiben por los nuevos canales interactivos, ¿son personajes ficticios o personas reales? Esa pregunta parece retomar una diferenciación aparentemente desgastada y estéril: aquella que delimita realidad y ficción. Vale la pena, entonces, reformular la cuestión: ¿se trata de artistas que crean obras de arte, ensayando nuevas modalidades de invención y actualizando la producción ficcional? ¿O son gente «común», meros usuarios de Internet que muestran y cuentan la verdad sobre sus vidas, como documentos verídicos sobre quiénes son?
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Convertir lo que se es en imagen Para intentar entender un poco mejor qué significa todo esto, cuál es el sentido vital y político de estos nuevos hábitos, qué implican y por qué motivos prosperan hoy en día, voy a recurrir a unas reflexiones de Walter Benjamin, extraídas de sus ensayos dedicados a estudiar los impactos del surgimiento del cine en nuestra cultura. En un texto de los años treinta, el filósofo alemán observó que los actores del celuloide, aquellos glamurosos astros y estrellas que irradiaban su brillo desde la pantalla gigante, no solían representar a un personaje ante el público. Al contrario de lo que ocurriera tradicionalmente en el teatro, por ejemplo, una actividad con la cual solía compararse al cine en sus inicios, los actores del nuevo medio hacían otra cosa. «El actor cinematográfico típico solo se representa a sí mismo», sostiene Benjamin. Los mejores resultados se alcanzarían cuando los actores representan lo menos posible: o sea, cuando actúan ante la cámara sin encarnar el papel de ningún personaje; cuando en vez de interpretar seres ficticios ajenos, inventados por un escritor, esos exitosos astros cinematográficos exponen en la pantalla sus propias y muy fulgurantes personalidades. Eso explicaría, siempre según Walter Benjamin y al menos en parte, la fuerte atracción ejercida por las estrellas del cine, especialmente de aquel tipo de cine del cual la televisión sería heredera. Porque esos actores que se representan tan bien a sí mismos «parecen abrir a todos, a partir de su ejemplo, la oportunidad de hacer cine». Habría sido así, de la mano de ese medio —y, más concretamente, del modelo narrativo catapultado por la industria de Hollywood— como nació el sueño no solo de filmar, sino de filmarse. El sueño de que cualquiera podría plantarse frente a una lente de vidrio para ser filmado es absolutamente moderno. «La idea de hacerse reproducir por la cámara ejerce una enorme atracción sobre el hombre moderno», escribió Benjamin hace casi un siglo. Está claro que esto no es ninguna novedad para nosotros, sobre todo a partir de los fenómenos más recientes que enfocamos aquí, pero en los años treinta del siglo XX debía ser toda una osadía. El mismo autor
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Benjamin ya apuntó que el actor de cine, no el de teatro, se representa a sí mismo. La ‘sociedad del espectáculo’ del siglo XX disparó el deseo de montar un ‘show del yo’... Pero la inmensa mayoría de vídeos confesionales de Youtube no los ve nadie reconocía que «la idea de una difusión masiva de su propia figura y de su propia voz hacen palidecer la gloria del gran artista teatral». Según esta perspectiva, entonces, el actor de cine sería muy distinto del de teatro. No solo por su alcance cuantitativo —una sola película puede llegar a mucha más gente que una representación teatral—, sino también en el nivel cualitativo: ambos tipos de actores hacen cosas diferentes, al menos si consideramos a los astros y estrellas como los prototipos del actor de cine. En esa constatación radicaría, justamente, la semilla inicial del curioso deseo de ser visto que corre por las venas de la sociedad del espectáculo, es decir, de esta sociedad nuestra que comenzó a configurarse a mediados del siglo XX bajo la seductora luz de los medios de comunicación audiovisuales: primero el proyector de cine y, después, los hipnóticos resplandores de los rayos catódicos. Este deseo de ser visto parece consumarse plenamente entre nosotros, con el triunfo de los medios interactivos de comunicación, puesto que esos nuevos canales mediáticos son también, y cada vez más, audiovisuales. Así, a principios del siglo XXI se realiza, por todas partes, esa gran satisfacción de saberse mirado por todos: la gloria de ser visto y notado, el placer de ganar acceso a la tan codiciada visibilidad mediática y, de eso modo, ser alguien. Ese sueño de aparecer en las pantallas, tan intensamente compartido en la sociedad contemporánea, parece llegar al paroxismo en servicios como los que ofrecen Justin TV, Ustream o Stickam. Esos sistemas se denominan full time life casting, algo así como «transmisión de la vida en tiempo completo». Son canales ya disponibles en Internet, donde
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«cualquiera puede crear su propio life cast continuo de forma gratuita», según reza la publicidad de uno de ellos. ¿Qué significa eso? Los usuarios de dichos servicios permanecen siempre online, sin interrupciones de ningún tipo, aun cuando estén lejos de los ordenadores personales instalados en sus casas u oficinas, porque llevan el aparataje sin cables permanentemente adherido a sus cuerpos. Un dispositivo portátil con una cámara les permite transmitir sus vidas por Internet: todo lo que hacen y, también, lo que no hacen, ya que en la mayor parte del tiempo no suele hacerse «nada». O, mejor dicho, nada especialmente interesante como para suscitar e interés ajeno. Sin embargo, se trata de una especie de reality show personal, que cualquiera puede protagonizar. Existen varios proyectos de este tipo, que aprovechan la miniaturización de las cámaras para incorporarlas a diversos artefactos portátiles, con la intención de ofrecer servicios semejantes: que los individuos que así lo deseen puedan registrar toda su vida. Ese archivo personal y total se presenta como algo muy valioso, aunque probablemente también sea bastante peligroso. Cabe apuntar, incluso, una paradoja que emana de ese tipo de proyectos, revelada con cierta ironía en el cuento Funes, el memorioso, de Jorge Luis Borges. De modo extemporáneo, porque esa ficción fue escrita varias décadas antes de la aparición de estos fenómenos, denuncia la paradoja implícita en esos sueños de memoria total de la propia vida. Porque para ver esa película de uno mismo con la cual varias empresas contemporáneas desean tentar a sus potenciales consumidores, sería necesario vivir por lo menos otra vida entera… y pasiva: una existencia de mero espectador, dispuesto a contemplar todo lo que se ha vivido a lo largo de la primera experiencia vital plenamente filmada. Sin llegar a los extremos de esas extravagancias, ya estamos viviendo algo semejante al utilizar las cámaras fotográficas digitales, que permiten capturar un número ilimitado de imágenes cotidianas, a lo cual solemos responder con avidez, pero luego es muy difícil encontrar el tiempo y la disposición anímica necesaria para contemplar esa enorme cantidad de fotografías. Otro indicio de esa marca de época es lo que ocurre en el sitio YouTube, por ejemplo. Entre la inmensa colección de vídeos caseros en cons-
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tante crecimiento, enviados por gente de todo el mundo y disponibles en ese portal de Internet, es posible tomar contacto con millones de personas que hablan sobre sus vidas ante la cámara. Son los vídeos o películas «confesionales», todo un nuevo género en expansión. Gente cantando, bailando y haciendo diversas «monerías» ante la cámara que los filma, como diciendo al unísono: «miren, este soy yo». Con distinto grado de éxito, claro. Algunos de esos episodios se tornan famosos, en poco tiempo los ven millones de personas, se transforman en éxitos mundiales y hasta pueden saltar a la televisión o ganar espacio en otros medios masivos. Pero a la gran mayoría no los ve casi nadie. Sin embargo, están ahí y continúan reproduciéndose. Con éxito o sin él, lo que suele buscarse en esos emprendimientos es espectacularizarse a sí mismo. Se intenta montar un «show del yo», una autopuesta en escena, un grito de «este soy yo» con alcance global. Esta tendencia parece remitir a la película El show de Truman, un gran éxito cinematográfico del año 1998. Esa ficción típicamente hollywoodense tenía una trama que causó mucha sorpresa en su momento: mostraba la vida de un hombre que había sido adoptado al nacer por una cadena televisiva, y criado luego por un par de actores que interpretaban el papel de sus padres. Toda la vida de ese personaje se desarrollaba en una ciudad cinematográfica plagada de cámaras, que lo transmitían todo a los hogares del mundo entero. El único que ignoraba esa puesta en escena y la transmisión en tiempo real por TV era el protagonista: el pobre Truman, ese «hombre verdadero» que creía vivir una vida cualquiera, normal y real. Es decir, aquello que se considera una «vida verdadera», no fingida o actuada, ni convertida en espectáculo para el deleite de incontables ojos extraños. Ese programa de televisión tenía muchísimo éxito, a los espectadores les fascinaba justamente por eso: porque el protagonista no era un actor que interpretaba las «emociones falsas» de un personaje ficticio, como en el teatro tradicional, por ejemplo. Truman era un personaje real, que simplemente vivía su propia vida y la mostraba sin saberlo, exhibiendo ante las cámaras ocultas sus «emociones reales» de personaje verdadero.
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Aún cuando tanto él como su vida fueran banales, aparentemente sin interés, pues no se trataba de un gran héroe que protagonizaba fabulosas aventuras, ni tampoco de un individuo singular dotado de una frondosa vida interior. Nada más allá de las trivialidades de una vida «común». Sin embargo, el personaje tenía algo aparentemente mucho más valioso que todo eso: era real. «Estamos aburridos de ver actores interpretando emociones falsas», explicaba el siniestro productor de esa especie de reality show montado en la película. ¿Habríamos perdido interés por aquello que, durante siglos, fundó las bases de la actuación teatral? Según esa perspectiva, tanto el cine como la televisión —y, ahora, también Internet — permitirían explorar otras posibilidades mucho más «realistas». Cabría indagar, sin embargo, en qué consiste esa fascinación ejercida por los personajes reales en un contexto como el nuestro, en el cual la influencia de los medios de comunicación audiovisuales es incalculable. Ya lo intuyó Benjamin hace varias décadas: cuando se trata de ese tipo de medios de comunicación, no son los personajes ficticios quienes más seducen al público. Son las personalidades reales las que logran hechizar a los espectadores de las pantallas. La pregunta, por tanto, sería otra: ¿por qué? En principio, no parece importar si esas personalidades son triviales o nada extraordinarias. El mero hecho de que sean reales y espontáneas, o que aparenten serlo, sin guión ni edición, parece justificar su atractivo. Por eso, para ilustrar esa tendencia tan vigorosa de la cultura contemporánea, tal vez no sea necesario recurrir a la tragedia de la película El show de Truman, que a fin de cuentas es una ficción y ya parece un poco anticuada. No solo porque tiene más de una década, sino porque su protagonista se desespera al descubrir que toda su vida había sido un «mero» espectáculo para ojos ajenos. En contrapartida, de este lado de la realidad, hace cuatro o cinco años corrió una noticia divulgada por diarios y noticieros de todo el mundo, según la cual casi treinta mil candidatos se habrían inscrito para participar en un reality show sin previsión de fin, respondiendo a la convocatoria de una cadena de televisión alemana. Algo así como un «Truman Show» consentido, eterno y mucho
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menos ficticio. Se llegó a anunciar, inclusive, que la vida de las dieciséis personas seleccionadas transcurriría para siempre en una ciudad escenográfica, con todos sus movimientos constantemente registrados por decenas de cámaras que las transmitirían en vivo por televisión. No sabemos si esto llegará a consumarse o no, si se trató de un rumor o de un proyecto abandonado, pero lo notable es que resulta verosímil teniendo en cuenta lo que ha ocurrido en los últimos diez años. Y eso debería sorprendernos, porque significa que algo cambió mucho en la última década. Recordemos que la película El show de Truman es un año más antigua que el primer reality show al estilo Gran Hermano, inaugurado en la televisión holandesa pocos meses antes de que concluyera el siglo pasado; y recreado hasta hoy, con idéntico éxito, por emisoras de todo el planeta. Algo cambió bastante en la última década, por tanto, pues ahora hay muchísima gente que desea dejar de ser una «mera» persona real para convertirse en todo un espectáculo. En vez desesperarse por ser tan solo un espectáculo y querer transformarse en una persona real, como le ocurrió al desdichado Truman. Ser un personaje audiovisual Es muy estrecha la relación que se teje entre esas transformaciones tan recientes y el éxito actual de las prácticas «confesionales» vía Web. Con la diseminación de los artefactos móviles que permite acceso a Internet desde prácticamente cualquier lugar, muchos usuarios suelen estar permanentemente conectados a esos dispositivos. Esa verdadera fusión vital denota cierto clima de época, que tiene un cariz fuertemente político, porque los medios interactivos canalizan esa insistente demanda actual: permiten que cualquiera se convierta en el autor y en el narrador de un personaje atractivo. Alguien que hace de su intimidad un espectáculo cotidiano y constante, destinado potencialmente a millones de ojos curiosos de todo el planeta. Ese personaje, del cual muchos son ahora autores y narradores, siempre se llama yo, y desea hacer de sí mismo un espectáculo: el omnipresente y cada vez más estridente show del yo.
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El trayecto recorrido hasta aquí pretendía reformular, una vez más, la pregunta inicial: ¿qué caracteriza a un personaje? ¿Cuál sería la diferencia con respecto a una persona real? A estas alturas, me parece evidente que no se trata de la clásica —y cada vez más problemática— distinción entre realidad y ficción, o verdad y mentira, o entre la autenticidad desenmascarada y el fingimiento inherente al uso de disfraces. ¿Cuál sería, entonces, la diferencia que opera aquí entre persona y personaje? Esa diferencia quizás resida en la soledad. Y, sobre todo, en la capacidad de estar a solas. O, más precisamente, en la creciente incapacidad de estar a solas; porque se trata de una habilidad cada vez más rara en nuestra cultura, algo que tiene cada vez menos sentido para nosotros. Pero, ¿qué tiene que ver esto con los personajes? Al contrario de lo que todavía insiste en ocurrir con lo que llamamos «personas comunes» o «gente real», los personajes nunca están solos. Siempre hay alguien que observa todo lo que hacen, sigue con avidez todos sus actos y gestos, todos sus sentimientos y pensamientos, y conoce hasta sus emociones más minúsculas. Siempre hay un espectador, un lector, una cámara, una mirada sobre el personaje que le quita su carácter humano, meramente humano —el de una «persona real»— y lo convierte en un verdadero personaje. En la vida de gente de carne y hueso, en cambio, no siempre hay testigos de nuestros actos: ni de los heroicos ni de los miserables, ni mucho menos de las trivialidades cotidianas. Con demasiada frecuencia, quizás, nadie nos mira: no tenemos testigos de lo que somos. El problema es que si nadie nos mira, en esta sociedad tan orientada hacia la visibilidad, que concede tanto valor a la imagen y al éxito mediático, ¿qué importa si en algún momento fuimos maravillosamente únicos, o aunque sea tontamente comunes? Si no hay una mirada capaz de festejar nuestra existencia consumiéndola como valiosas imágenes, ¿cómo podríamos garantizar que realmente existimos o que somos alguien? A esa experiencia contemporánea de la soledad quería llegar, pues considero que allí reside el nudo del problema. Porque ese aislamiento íntimo y privado, sin testigos de ningún tipo, constituyó un elemento fundamental para cimentar cierto «modo de ser», típicamente moderno,
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que quizás estemos abandonando. Algunos autores denominan hombre sentimental, homo psychologicus u homo privatus a ese modelo de ser humano que tuvo su apogeo en el siglo XIX y buena parte del XX. Un tipo de sujeto que construía lo que era, su yo, con la ayuda de la palabra: la lectura y la escritura eran herramientas fundamentales para la edificación de ese «modo de ser» histórico, una subjetividad interiorizada, construida en torno de un eje situado «dentro» de uno mismo. Tanto los cuentos y novelas como las cartas y los diarios íntimos eran instrumentos muy útiles para embarcarse en viajes introspectivos, para pensar sobre sí mismo, para reflexionar sobre lo que cada uno era. En esos buceos interiores se creaba un yo singular: el protagonista de un relato denominado «mi vida». Todas esas prácticas introspectivas basadas en la palabra necesitaban soledad y silencio para poder efectuarse; por tanto, precisaban un refugio privado, claramente separado y protegido del bullicio reinante en el espacio público de la era urbana e industrial.
La necesidad de volverse un personaje audiovisual, aunque sea por webcam, revela el miedo a la soledad. Si la verdad de quién somos no se apoya más en la interioridad e irradia de la imagen, la existencia pende de que nos vean Por eso la soledad es tan importante para entender la metamorfosis que estamos atravesando. No es casual que hoy notemos una creciente incapacidad para estar a solas: cierto pánico a la soledad y al silencio, que se han vuelto súbitamente problemáticos; no solo indeseados sino hasta insoportables. Y tampoco es azaroso que sea precisamente en la soledad donde radica el gran abismo que todavía insiste en separarnos de los personajes. Porque si la verdad sobre quiénes somos no se apoya más en la interioridad —es decir, en algo situado «dentro» de cada uno y que constituye la propia esencia— sino que esa verdad se irradia a partir
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de la imagen y de lo que somos capaces de mostrar, entonces la conclusión parece muy clara: si nadie nos ve, nada podrá probar que existimos. Eso explicaría el intenso deseo actual de convertirse en un personaje audiovisual capaz de conquistar las miradas ajenas: desde un reality show hasta un perfil en una red social o un blog ofrecen esa promesa. Es cierto que muchas veces los personajes también parecen estar a solas: tanto los protagonistas de cuentos y novelas clásicas como los de las películas más recientes. Sin embargo, ellos nunca están realmente solos: siempre están la vista. Si estuvieran solos, no existirían: solamente son cuando alguien los mira o los lee, bajo esa mirada cobran su fantástica vitalidad. Absolutamente todo en la vida de los personajes sucede bajo los ojos golosos de sus espectadores o lectores, o bien de sus seguidores —como quiere Twitter— o de sus amigos y fans, según el vocabulario de otras redes sociales como Facebook y MySpace. En la vida de esos seres tan especiales, los personajes, todo ocurre bajo la mirada ajena. Lo más preciado sería que ese ojo observador fuera una cámara de Hollywood o de algún poderoso canal de televisión. Pero si no se logra tal proeza, vale al menos una webcam casera, de aquellas que muestran constantemente lo que sucede dentro de los hogares interconectados. Lo importante es estar en el foco de una lente capaz de estampar la propia imagen en una pantalla, para convertirse de ese modo en un personaje audiovisual. Uno menor, quizás, o incluso repentinamente muy famoso aunque dicho estrellato sea efímero; aun así, la estrategia parece válida y deseable. De los abismos interiores al brillo mediático De modo que el repentino anhelo de visibilidad que hoy se expande por todas partes, esa ambición de transformar al yo en un espectáculo audiovisual, también se podría interpretar como una tentativa más o menos desesperada de satisfacer un deseo humano, tal vez demasiado humano: ahuyentar los fantasmas de la soledad. El problema es que esa meta se ha vuelto especialmente complicada hoy en día, cuando florecen estas nuevas subjetividades, que podríamos llamar «exteriorizadas»,
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pues cada vez están menos ancladas en la interioridad. Esa instancia «interior» se consideraba un espacio íntimo y denso, fruto de la confluencia entre las principales vertientes que conforman al sujeto moderno: el racionalismo universalista de raíz iluminista y el irracionalismo singularizante de los románticos. Ese magma constituía una base bastante sólida y estable, a pesar de sus abismos y turbulencias, cuyo espesor no solo podía asfixiar sino también proteger a la subjetividad: anclaba al yo alrededor de su eje y le brindaba toda una base de referencias que ahora están en crisis o se fragilizan. En plena metamorfosis, los nuevos modos de ser que se proyectan en la superficie de lo visible, estos tipos de subjetividad tan contemporáneos que se traman también vía Internet, deshilachan las amarras que solía proporcionar eso que hoy suena tan anticuado: la vida interior. Junto con esa liberación, sin embargo, también pierden su amparo. Claro que aquella esencia interiorizada también era un invento, con sus propias premisas, ventajas y utilidades históricas; y, por todo eso, se diferencia considerablemente de esta novedad que hoy vemos desarrollarse. Cada vez parece haber menos espacio «dentro» de nosotros para guardar lo que fuere, o ese desván interno se ha vuelto menos valioso porque ha dejado de ser tan necesario. Ahora, en cambio, diversas presiones nos intiman a exhibir todo lo que somos; o, al menos, a mostrar todo lo que desearíamos que los otros considerasen que somos; de hecho, cada vez hay menos diferencia entre una cosa y otra. Si somos algo, entonces tiene que verse, esa característica no debe permanecer oculta «dentro» de nosotros sino que debe proyectarse en la piel o en las pantallas. Porque si algo no se muestra y nadie lo ve, entonces probablemente no exista. No obstante, a pesar de su complejo equilibrio, aquel espacio de la interioridad tenía su solidez y conservaba cierta estabilidad a lo largo de la historia personal de cada uno. Ese espacio interior se pensaba como una esencia oculta y verdadera, con cierta continuidad, donde todo tenía que ver con todo: según el relato del psicoanálisis, por ejemplo, cada elemento detentaba algún sentido en relación con la totalidad, nada sobraba y por tanto nada podía ni debía deletrearse, borrarse o tirarse a
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la basura, ni cambiarse por algo nueva o considerado mejor. La interioridad era el núcleo duro de lo que se era: consistente y áspero, necesitaba aquellos dos valiosos ingredientes —soledad y silencio— para autoconstruirse, para crecer y para ser. Necesitaba privacidad e intimidad, y debía fortalecerse a la sombra de la mirada ajena. A modo de ilustración, me agrada aludir a la ardiente defensa del cuarto propio que hizo Virginia Woolf en los años 1920, es decir, en pleno auge del «modo de ser» interiorizado que ahora estaríamos abandonando. La escritora británica pleiteaba ese espacio privado e íntimo como una herramienta fundamental para poder desarrollar la subjetividad, como un derecho de todas las mujeres en tanto seres humanos. Para ser alguien —y el problema era que, en aquella época, las mujeres todavía no tenían ese derecho— era necesario poder contar con ese cuarto privado, ejercer el derecho activo al cuarto propio. Es decir: privacidad, soledad y silencio; no solo para crear novelas, sino también para escribir diarios íntimos y cartas, y sobre todo para ser alguien. Ahora, con esa imagen como telón de fondo, propongo pensar la diferencia con respecto a lo que sucede hoy en día, porque me parece evidente que algo cambió también en este sentido, y para eso voy a citar algunas declaraciones de jóvenes usuarios de Internet. Por ejemplo, una adolescente que publica sus fotos eróticas en un blog dice lo siguiente: «No lo hago por dinero, aparecer me hace feliz. Todavía no puedo creer que los chicos hablen sobre mí». Se refiere a los comentarios que recibe de sus visitantes y espectadores en Internet, y concluye orgullosa: «es como tener fans». De nuevo aparecen, aquí, los admiradores o los seguidores que hoy se han vuelto fundamentales: «es como tener siempre alguien mirándome», podríamos parafrasear, «una mirada que confirma que existo». Otra chica de trece años de edad dice lo siguiente: «Estoy todo el día en la computadora de mi cuarto». Asoma aquí una peculiar actualización del derecho al cuarto propio reivindicado hace casi un siglo por Virginia Woolf, porque la declaración continúa así: «en el Messenger tengo seiscientos cincuenta contactos y en el Facebook tengo cientos de amigos con los cuales converso todo el día y además tengo
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tres blogs personales donde subo mis fotos y escribo sobre mi vida; así conocí un montón de chicos». Quisiera destacar que «un montón» quiere decir realmente muchos, considerando los cientos de contactos que brillan en su pantalla. Evocando aquella reivindicación victoriana de la intimidad y la privacidad para poder ser alguien a principios del siglo pasado: ¿por qué las mujeres hasta entonces no habían logrado ser alguien? Porque no tenían derecho al silencio y a la soledad. Me parece interesante comparar esto con los discursos actuales sobre la «inclusión digital», es decir, el derecho de todos los ciudadanos del mundo globalizado a tener acceso a Internet, manejar ordenadores, saber qué es Youtube y Facebook, en fin, todo eso como algo necesario para ser alguien hoy en día. Para que todos puedan ser ciudadanos del siglo XXI, hoy se dice con las mejores intenciones que hay que democratizar el acceso a ese tipo de herramientas electrónicas y digitales. Por eso, podemos subrayar esta comparación: ¿qué es ser alguien hoy y qué era ser alguien hace un siglo?
Los modos de ser que se proyectan en la superficie de lo visible nos exteriorizan y deshilachan las amarras que nos unían al núcleo duro de lo que se era, y que lo constituía la vida interior, con su abismo. Hoy se impone el derecho a la conexión Está claro que aquel anticuado cuarto propio con aires decimonónicos hoy está todo agujereado. La soledad se encuentra inmunizada entre sus paredes, desactivada por cientos o millones de presencias tranquilizadoras que contaminan el silencio, lo inhiben y lo evitan a toda costa, así como a la soledad. Los otros —cientos, miles, millones de personas más o menos extraños— tienen acceso a esa habitación supuestamente privada, a pesar de los blindajes y las alarmas, a pesar de los hogares cada vez
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más acorazados y replegados ante el creciente miedo a la «inseguridad» del espacio público contemporáneo. Más que un derecho al cuarto propio para ser alguien en soledad y en silencio, ahora se impone el derecho a la conexión. Una prerrogativa que no deja de ser, también, una suave y placentera obligación. De modo que hay cierta «intimidad» o privacidad cada vez más celosamente protegida, aunque la rigidez de las paredes se deja infiltrar por esas miradas técnicamente mediadas o mediatizadas, que se cuelan por los cables, las antenas, las cámaras y las pantallas. Las webcams serían un ejemplo perfecto de esa infiltración, pero también lo son las redes sociales y muchos otros recursos hoy disponibles. Espectáculo y soledad Cabría concluir, por tanto, que esa fascinación suscitada por el exhibicionismo y el deseo de ser famoso, de convertirse en una celebridad visible, afinca sus raíces en una sociedad cada vez más atomizada por un tipo de individualismo con ribetes narcisistas, que necesita ver su imagen reflejada en la mirada ajena para poder ser. No se trata más de encerrarse ni mucho menos de ocultarse en la soledad del cuarto propio para desarrollar la interioridad en un diálogo intimista con las propias profundidades, como ocurría cuando el ideal de la «cultura letrada» todavía estaba en vigor. En la actual cultura audiovisual y espectacular, para poder tener el derecho a ser alguien hay que ser visible, contar con acceso a la visibilidad y construir en ese campo una buena imagen. No más ocultarse y encerrarse, sino mostrarse y proyectarse. Hay que saber manejar los nuevos recursos multimedia e interactivos para poder sobrevivir en un mercado de las apariencias cada vez más competitivo. Todo esto compone un cuadro muy cercano a aquello que Guy Debord denominó la sociedad del espectáculo. Hace más de cuarenta años, ese autor vislumbró el nacimiento de esta nueva configuración sociocultural, una de cuyas definiciones sostiene que «el espectáculo es una relación entre personas mediada por imágenes». Aunque constituya un anacronismo, porque nada de esto era siquiera imaginable en el lejano
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La incapacidad de estar solo tiene una alta relevancia política, pues eso nos confirma como cuerpos dóciles y útiles. Si estamos librándonos del yo interior propio de las sociedades disciplinarias del XIX y el XX, hay que ver en qué engranajes entramos 1967, podríamos pensar que lo que hoy ocurre en Internet es la consumación del espectáculo: exactamente eso que Debord intuyera. Los canales de la llamada web 2.0 son algunas de las herramientas disponibles para consumar esa ambición tan insistente hoy en día: modelar la propia subjetividad como una imagen y hacer del yo un espectáculo. O una marca bien posicionada, capaz de subsistir en el vertiginoso mercado de las imágenes personales y de las apariencias corporales. En suma, para ser un buen personaje audiovisual hay que saber responder con éxito a todas esas demandas, a las presiones que el mundo contemporáneo ejerce sobre los cuerpos y las subjetividades actuales: la pertinaz obligación de hacerse visible para existir. Para concluir, quisiera reforzar la impresión de que todo esto implica tanto un pánico a la soledad como una creciente incapacidad de estar a solas. Lo cual tiene mucho sentido: no se trata de una disfunción o una falla, sino que es perfectamente compatible con el proyecto de mundo en el que estamos inmersos. Es aquí donde quería llegar cuando afirmé que estas cuestiones tienen alta relevancia política. Porque esa incapacidad de soledad nos convierte en cuerpos «dóciles y útiles», como diría Michel Foucault, aunque en un cuadro cada vez más distante de las «sociedades disciplinarias» que el filósofo francés describió hace varias décadas. Porque junto con la capacidad de integrar eficazmente la cadena laboral, aquella sociedad moderna e industrial espoleaba cierta voluntad de estar a solas y en silencio. Si ahora se estimula lo contrario es porque en este momento eso resulta útil.
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Paula Sibilia
Vivimos en un mundo que, a pesar de los resabios y las continuidades, ya no es más aquel del capitalismo industrial de los siglos XIX y XX, que necesitaba producir ciertos tipos de cuerpos y subjetividades no solo disciplinadas sino también «interiorizadas», para las cuales los diarios íntimos, las cartas y las novelas también eran herramientas para la autoconstrucción. Esos cuerpos y subjetividades se entrenaban cotidianamente en las escuelas para ser capaces de trabajar en las fábricas, por ejemplo, y de reproducir los valores necesarios al correcto funcionamiento de sus maquinarias. En buena medida nosotros nos liberamos de esos engranajes, y en ese mismo proceso nos emancipamos de la carga que implica tener que ser fiel a ese «uno mismo» que se consideraba hospedado adentro de cada sujeto. Esa entelequia a veces despótica, tiránica, monstruosa: el yo moderno, esa subjetividad aguijoneada por la
Hay que pensar políticamente también en otras tendencias que apuntan en la subjetividad actual: la hiperactividad multitarea, estar siempre actualizados, el reciclaje continuo, la desconcentración y la apatía, el culto al cuerpo, la ansiedad... moral burguesa, que había que obedecer bajo la pena de culpas, traumas y otros sufrimientos. Conquistamos esa libertad como fruto de un proceso histórico complejo y penoso, en el cual jugaron diversos factores provenientes de los más diversos ámbitos artísticos, filosóficos, políticos, económicos y socioculturales. Cabría pensar, no obstante, si de hecho nos estamos librando de todo eso, en qué otros engranajes —o circuitos integrados— nos estamos ensamblando, cuáles son las nuevas redes de poder que se configuran ahora y en los cuales estas herramientas, estas prácticas y estos cuerpos son útiles. Por eso hay que pensar políticamente ciertas tendencias
El eclipse de la interioridad moderna y la búsqueda de una felicidad espectacular
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que despuntan en las subjetividades contemporáneas, no solo la espectacularización de la intimidad y el imperativo de la conexión, esa curiosa necesidad de estar siempre a disposición y ese placer de estar siempre reportándose, sino también otros fenómenos que podríamos incluir en la misma línea. Como la hiperactividad multitarea, por ejemplo; la necesidad de estar siempre actualizados y demostrando un alto desempeño en todas las áreas; la capacidad de reciclarnos constantemente; la desconcentración y la apatía; el culto al cuerpo, al placer inmediato y a eso que llamamos «la felicidad»; la ansiedad, el pánico, la depresión… y la enumeración podría continuar. Pero el punto es que todas esas «disfunciones» tan contemporáneas son funcionales y útiles a este modo de vida, sirven a este proyecto de mundo en el cual estamos embarcados. A pesar de todas sus contradicciones, claro está, pero de ningún modo es casual que estén desarrollándose en el presente. Para entender estas transformaciones es fundamental el brevísimo ensayo de Gilles Deleuze sobre las sociedades de control, escrito en 1990, además de las tesis sobre la sociedad del espectáculo que Debord vislumbró hace cuatro décadas. Porque es muy estrecha la relación entre todo esto que está ocurriendo y el auge de lo audiovisual en nuestra cultura, con el concomitante declive de la lectura, de la escritura y de aquel horizonte de la cultura letrada que suena cada vez más obsoleto y «aburrido». El mismo Debord habría sido incapaz de imaginar hasta dónde llegaría nuestra relación con las imágenes y con los medios de comunicación audiovisuales en el siglo XXI, y tampoco la consumación de la pérdida de la palabra o de la capacidad de diálogo que él vaticinara. Por último, quisiera resaltar una vez más que se trata de procesos históricos sumamente complejos, de modo que resulta muy arriesgado captarlos en su totalidad. Además, aclaro que estoy forzando las diferencias históricas sin desconocer las evidentes continuidades, aunque todo esté cambiando muy rápidamente, porque me interesa entender en qué nos estamos convirtiendo y qué estamos dejando de ser. Cuando empecé a pensar y escribir sobre esto no existía Youtube, por ejemplo, todavía no se conocían las redes sociales como Facebook o Twitter, pero con todas
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esas novedades que aparecieron en el camino se fueron afianzando mis hipótesis y aportando nuevas ideas. No tengo la menor duda de que en los próximos años van a seguir apareciendo muchas otras herramientas novedosas para la autoconstrucción y la sociabilidad, y buena parte de las aquí mencionamos van a quedar en el olvido. Surgirán muchas sorpresas que ni siquiera podemos imaginar, pero que sin duda llegarán. No obstante, a pesar de la incertidumbre de este cuadro y del hecho de estar en plena y veloz mutación, creo que es muy importante tratar de pensar, a pesar de lo inhóspito del terreno y de que muchas de sus características parecen conspirar también contra el pensamiento, contra la temporalidad y el silencio que demandan la lectura y la escritura. A pesar de las dificultades, creo que ese esfuerzo vale la pena, porque lo importante es poder actuar: decidir lo que podemos y queremos hacer con todo esto. Creo que la filosofía, el pensamiento, así como el arte, tienen un papel primordial en esta tarea. Pensar y crear, nada más y nada menos.