De gallinas y otros menesteres Por Carlomagno Rojas Rodríguez En el patio de aquella pequeña casa donde viví casi toda mi infancia, nunca faltaron las gallinas. Había casi siempre un cantidad suficiente de esas aves, las cuales proveían los huevos del consumo familiar diario y cuando la postura mermaba de manera apreciable, el pobre animalito terminaba en una buena sopa, la cual era sin duda un plato especial y no tan frecuentemente visto en la mesa de nuestro hogar. Teníamos como vecinos inmediatos a los ocupantes de la Casa Cural, cuyo jerarca principal era el Padre Sancho. Dicha propiedad era muy espaciosa, tanto en el área constructiva como en el enorme patio que se encontraba totalmente cerrado con latas de zinc y cedazos impenetrables. Esa privacidad no resultaba suficiente para impedir el acceso de este niño a los predios católicos. La Casa Cural estaba construida sobre basas, las cuales alcanzaban una altura apreciable en su flanco norte, vecindad de nuestra vivienda. De manera que mis andanzas debajo del piso -hasta alcanzar un enrejado final de maderafueron distracciones durante muchas tardes de mi niñez. Admiraba la gran cantidad de gallinas que poseía el cura y se me ocurrió una vez llevar en mis bolsillos una provisión de granos de maíz con el fin atraer a las pobres víctimas de mis planes. Escarbé un poco debajo de aquella barrera de reglas y unos cuantos granos fueron suficientes para atraer la atención de una curiosa gallina. Fueron momentos y la atrapé de las patas, al tiempo que con la otra mano le cerraba el pico para acallar los gritos desesperados del pobre animal. Arrastrado, pues la altura de maniobras en ese punto era estrecha, di marcha atrás con la presa y salí de aquel
lugar, con trofeo en mano. Lancé la gallina al patio nuestro y me apresuré a sacudir el polvazal de mis rodillas y codos. Una vez que me tranquilicé un poco llamé a mi madre para preguntarle si sabía de quién era aquella gallina extraña que debutaba con las demás nuestras. Lógicamente su respuesta fue la esperada y de una vez la volví a atrapar para pasearla por las casas vecinas de la familia Garro y preguntarles si la mentada gallina era de su propiedad. Una vez cumplido ese “ritual de honradez”, aquella gallina volvió al patio nuestro en espera de alguien que la reclamara, cosa que nunca sucedió. Pienso que los encargados de las gallinas benditas no tenían motivos para andar buscando activos extraviados y consideraba esto por dos razones: que no llevaban una “contabilidad” del número de ejemplares, o bien, que ante aquella fortaleza tan bien resguardada era virtualmente imposible que desapareciera del día a la noche animal alguno. Lo primero era lo más probable pues una vez que ingresé lícitamente-, por la puerta del gran garaje donde el cura guardaba su automóvil “cola de pato”, mi asombro fue grande al encontrar en el alero trasero un gran saco de frijoles en estado de descomposición. Siempre pensé que aquella provisión abandonada quizá fue producto de una humilde donación de algún fiel creyente y entonces imaginaba que también las aves de corral eran regaladas y sin llevar controles ni registros. Volviendo a la historia, al pasar los días y no aparecer dueño alguno buscando el ave, esta terminó bien aderezada en una suculenta sopa vespertina. Ese ardid lo hice algunas veces más, pero espaciados en el tiempo para no despertar sospechas entre los enterados de esas apariciones avícolas en nuestro patio. Cuando alguna de nuestras gallinas entraba en “calentura”, me preparaba entonces para alistar una buena camada de pollitos, que venían luego a sustituir a sus parientes cansadas en la producción de huevos. No
importaba si el resultado fuera hembras o machos. Las primeras terminaban luego como productoras activas de huevos y para los segundos, un arroz con pollo festejaría después el final de sus existencias. La diversidad de gallinas era bien amplia: hubo chiricanas, calcetas, erizas, cuíjenes, coloradas, blancas, negras, cañamazas, sierrapiñas, etc. Y nunca faltaba el gallo que las cortejaba y fertilizaba. Una vez nació una pollita colorada y chiricana, que resultó una excelente productora de huevos y casi no fallaba día en aquella tarea para mejorar nuestra dieta diaria. Sus huevos eran grandes y de cáscara gruesa y colorada. Los huevos de mi gallina los reservaba yo, para comerlos luego bajo cualquier modalidad de preparación: revueltos, fritos, duros o en sopa. En aquella casita de madera nos manejábamos con un escusado ubicado en el extremo opuesto del patio. Era lo frecuente en aquellos tiempos y la casetilla era la típica construcción de un metro y medio cuadrado, cerrada con tablas anchas de madera sin cepillar y pegadas en forma horizontal haciendo el traslape entre ellas para evitar la entrada del agua llovida y las rendijas que inquietaran la privacidad de aquel recinto sagrado. Una puerta con un rústico cierre interno y externo mantenía el lugar protegido y un hueco medianamente profundo aseguraba una vida útil más o menos prolongada de aquel necesario recurso de uso diario. Una vez, y de manera misteriosa, la famosa gallina chiricana desapareció súbitamente. Por más que la busqué donde nuestros vecinos, no fue posible dar con ella. Hasta pensamos que algún zorro merodeador se había ensañado con tan preciada gallina pero lo curioso fue que no habían rastros de plumas ni sangre alguna. A los pocos días,
sentado en aquel trono de concreto y coronado por un sentadero de madera pintado de color verde, me pareció escuchar un sonido sordo y lejano. Ubiqué que dicho ruido provenía del fondo de aquel foso y corrí entonces en busca del foco de mi padre para terminar constatando que la infeliz chiricana se encontraba ensartada en aquel material colegiado y apenas lograba mantener el cuello fuera del nivel de asfixia. Improvisé un rústico ascensor, mediante una tabla pequeña que clavé de manera segura en una varilla de madera; le instalé una lata de sardinas vacía para poner un poco de maíz y al lado pegué una candela que le diera la luz suficiente para que pudiera posarse en esa tabla de salvación. La pobre seguro que estaba casi muerta del hambre y del pánico y no tardó en subir y yo en elevarla hacia la luz del día. Cuando la gallina puso patas en el suelo de tierra, casi no la reconozco pues el plumaje brillante y sedoso que tenía se había transformado en un repello café e inevitablemente maloliente. A falta de manguera me dediqué un buen rato a lanzarle “olladas” de agua con el fin de volverla a la normalidad. Me costó un poco y casi muere ahogada, pero lo logré. La situación avícola de nuestra pequeña granja volvió a la condición original pero sucedió algo que no había previsto: ninguno de la casa -ni yo mismo-, quería comer más los huevos de la gallina chiricana por lo que no me quedaba otro remedio que venderlos en las casas vecinas. Como vivíamos en la entrada al aserradero, la entrada de camiones cargados con tucas y su posterior salida con la madera aserrada era cosa de todos los días. En una ocasión, Hugo Valerio conducía un camión de don Noé y al pasar frente a mi casa la gallina del cuento se asustó y en lugar de huir a sitio seguro, terminó debajo de las ruedas de aquella máquina rodante. El huevo que no había puesto todavía salió enterito, como si lo
hubiera depositado de medio lado. Y claro está, la pobre terminó su cruel vida en ese momento. Hugo se detuvo y de inmediato, muy acongojado, pidió disculpas y prometió alguna solución al problema causado, el cual, para nosotros no era responsabilidad suya. En el fondo yo me alegré de aquel final, pues el animalito, después de aquella infernal experiencia que había sufrido tiempo atrás, nunca más volvió a ser la gallina mimada por este niño. Todo lo contrario: era motivo hasta de repulsión y por razones obvias no podía terminar como sus congéneres, en una suculenta sopita. Yo pensaba que Hugo llegaría luego con otra gallina más bonita o talvez con un dinerito compensatorio. Pero no. Un día se presentó en mi casa con su gran sonrisa y una buena carga de leña de primera calidad que él mismo acomodó en el lugar destinado para ello. Dijo que eso era para reponer la gallina que murió debajo del camión. Por un lado no me hizo mucha gracia la “reparación del daño”, pero por otro, durante un buen tiempo me alivió la difícil tarea de traer semanalmente desde el aserradero la leña al hombro y en cargas que lastimaban mi huesuda anatomía y que interrumpían mis ratos de ocio y diversión en aquellos tiempos felices.