TARDES DE TELEVISIÓN

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TARDES DE TELEVISIÓN. Una pequeña anécdota de mi infancia. Carlomagno Rojas Rodríguez Cuando la televisión llegó a Ciudad Quesada, solo unas pocas familias podían comprar uno de esos novedosos aparatos. El resto de los mortales nos teníamos que conformar, si acaso, con un restringido permiso de medio ver algo en aquellas casas, a través de alguna ventana que dejaban abierta como un acto de caridad hacia los menos favorecidos por la vida, los cuales éramos en aquel tiempo muchos. Una de esas familias afortunadas con todas esas comodidades que la tecnología brindaba era la de don Juanito Ferraro. Para los ojos de este niño era una casa enorme, con grandes ventanas que daban al frente y en una de ellas dejaban la cortina abierta durante ciertas horas de la tarde para que la chiquillada del barrio pudiéramos disfrutar un rato frente al televisor. Aclaro que eran en blanco y negro. La modernidad de los aparatos a color llegó mucho tiempo después. Cuando empezaba a funcionar el canal televisivo, se presentaba en la pantalla una figura muy extraña, fija, simétrica y con elementos redondos y lineales. Decían que todos los días debían ponerla al inicio para “calibrar la imagen”. Luego venía una tanda de fábulas, las cuales eran las preferidas por todos los pequeños que nos agolpábamos en aquella ventana semiabierta y disfrutábamos mucho viendo a las tremendas urracas y sus travesuras, los cuentos de los libros convertidos en dibujos animados y muchas otras más. Generalmente, cada creación artística de estas fábulas se acompañaba de música

clásica, especialmente escogida para cada historieta, pues casi siempre eran mudas. Los problemas se empezaban a generar al rato de cada función, pues los que no podían lograr un buen campo que garantizara la visión en aquella ventana, se dedicaban a los empujones, coscorrones y otras maldades, tratando de desplazar a los privilegiados de las primeras filas. El bullicio y el desorden que se generaban entonces eran de tal magnitud que los dueños de la casa terminaban cerrando aquella bendita cortina y hasta ahí llegaba la función. En algún momento optaron -con justificada razón- por cerrar definitivamente aquella vitrina de entretenimiento y tuvimos que volver a ocuparnos de los juegos tradicionales de mejengas, trompos, chócolas, “suiza” y otros. Afortunadamente, en esos días don Vitelio Arroyo inició la venta de televisores, los cuales eran de un tamaño grande, con gabinete y patas de madera. Era un verdadero mueble para ser lucido en las casas adineradas. Su negocio estaba frente a la Zapatería Gómez y González, en pleno centro de Ciudad Quesada. Para suerte de muchos, después del cierre del local dejaban durante un buen rato un aparato encendido frente a la ventana, para publicitar las ventas. Muchas horas antes, 'la clientela' se hacía presente, tratando de escoger los primeros lugares de aquella diversión gratuita. Era sin sonido y a través de un grueso vidrio pero igual lo disfrutábamos. Las fábulas se entendían a pura imagen y luego seguía un programa cautivante: “El investigador submarino”. Se trataba de un agente de investigación, cuyo trabajo casi siempre era bajo el agua. Con tanques y mascarilla de buceo se sumergía


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