Cultura constitucional de la jurisdicción

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Cultura constitucional de la jurisdicci贸n La cultura del incumplimiento de reglas


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Justicia & Conflicto Grupo de Estudios de Derecho Penal y Filosofía del Derecho

Coordinadores Gloria María Gallego García Juan Oberto Sotomayor Acosta

Consejo Editorial Perfecto Andrés Ibáñez, Magistrado del Tribunal Supremo Español Francisco Cortés Rodas, Universidad de Antioquia (Colombia) José Luis Díez Ripollés, Universidad de Málaga (España) Luigi Ferrajoli, Università degli Studi Roma Tre (Italia) María José González Ordovás, Universidad de Zaragoza (España) Luis Prieto Sanchís, Universidad de Castilla-La Mancha (España) Jaime Sandoval Fernández, Universidad del Norte (Colombia)


Cultura constitucional de la jurisdicción La cultura del incumplimiento de reglas

Perfecto Andrés Ibáñez Director

Traducción de

Ángela Calvo de Saavedra

Siglo del Hombre Editores


Andrés Ibáñez, Perfecto. Cultura constitucional de la jurisdicción / Perfecto Andrés Ibáñez – Bogotá: Siglo del Hombre Editores/Universidad EAFIT, 2011. 320 p.; 21 cm. 1. Jurisdicción constitucional 2. Protección de los derechos fundamentales. 3. Democracia I. Tít. 340.041 cd 21 ed. A1276890. . CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

© Perfecto Andrés Ibáñez La presente edición, 2011 © Siglo del Hombre Editores Cra 31A Nº 25B-50, Bogotá D. C. PBX: (571) 3377700 • Fax: (571) 3377665 www.siglodelhombre.com

© Universidad EAFIT Cra. 49 Nº 7 sur-50, Medellín PBX: (574) 2619500-Fax: (574) 2664284 www.eafit.edu.co

Diseño de carátula Alejandro Ospina Diseño de la colección y armada electrónica Precolombi, David Reyes

ISBN: 978-958-665-175-2

Impresión Editorial Kimpres Ltda. Calle 19 sur Nº 69C-17, Bogotá, D. C. Impreso en Colombia-Printed in Colombia

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.


ÍNDICE

PRÓLOGO ....................................................................................

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Gloria María Gallego García

ESTUDIOS ¿Qué cultura constitucional de la jurisdicción? ............................

31

Cultura(s) de la jurisdicción ...........................................................

49

Jurisdicción y democracia política: lecciones de un siglo .............

59

La garantía judicial de los derechos fundamentales......................

77

Imparcialidad judicial e independencia judicial ...........................

99

Por otra lectura de “la jurisprudencia” .........................................

129

Luigi Ferrajoli o “los derechos [rigurosamente] en serio” ...........

135

Únicamente al imperio de la ley .....................................................

147

La función de las garantías en la actividad probatoria ..................

167


Sobre prueba y proceso penal........................................................

201

Motivación de la sentencia: camino por hacer ..............................

217

Motivación “por delegación” de las decisiones judiciales que limitan derechos fundamentales .............................................

221

El fiscal en la actual regresión inquisitiva del proceso penal ........

247

¿Desmemoria o impostura? Un torpe uso del “uso alternativo del derecho” ...................................................................................

279

NOTAS DE OPINIÓN Aborto: lo que “protege” el Código Penal ....................................

303

Matrimonio homosexual: hay derecho ..........................................

307

Sobran testigos, cura y juez ............................................................

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PRÓLOGO

El grupo de investigación Justicia & Conflicto. Grupo de Estudios de Derecho Penal y Filosofía del Derecho de la Universidad EAFIT (Medellín, Colombia) se complace en presentar la colección Justicia & Conflicto, coeditada por Siglo del Hombre Editores y la Escuela de Derecho de la Universidad EAFIT. No es obra del azar que el primer libro que publicamos, Cultura constitucional de la jurisdicción, sea la presente compilación de estudios y notas de opinión de Perfecto Andrés Ibáñez. Su brillante trayectoria de juez y magistrado, su activismo judicial en la asociación Jueces para la Democracia, su obra científica, sus seminarios y conferencias y, por supuesto, su amistad, han ejercido una influencia decisiva en los miembros del Grupo, al ayudarnos a ver con claridad muchas cuestiones fundamentales sobre el derecho, la justicia y los derechos humanos; respecto a la difícil e importante actividad de juzgar y el rol trascendental del juez en el Estado constitucional de derecho; y acerca de la importancia radical de los límites sustanciales y procesales al ius puniendi estatal y la minimización de la violencia punitiva. Su compromiso con Colombia —con el ideal de que un día nos demos un orden social justo y pacífico basado en la libertad, la igualdad, el pluralismo y el respeto a los derechos humanos— ha 9


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tenido gran repercusión pública, pues cada uno de sus trabajos y de sus visitas a nuestro Grupo, a las Universidades colombianas y a los Colegios de jueces y fiscales, ha resultado iluminador para comprender el derecho y las vicisitudes del poder judicial en el Estado contemporáneo, así como para afrontar las hondas dificultades que sortea nuestra convivencia civilizada y democrática. Han sido particularmente esclarecedores sus trabajos, su presencia y acompañamiento intelectual para una universidad librepensante y actuante, pluralista y fecunda frente a la problemática del país, y para un poder judicial independiente, imparcial y garante de los derechos fundamentales, ayer y hoy asediado y obstaculizado en un contexto de guerra, violencia generalizada, ilegalidades del poder, y desprecio del derecho y de las instituciones democráticas por parte de los gobernantes y de un sector de la sociedad colombiana. Perfecto Andrés Ibáñez es Magistrado del Tribunal Supremo Español, pero este alto cargo no es suficiente para definir lo que él significa para el mundo del derecho. Su compromiso vital con el derecho y la justicia, con los derechos humanos, con la democracia y la paz en el mundo expresa una definición más profunda de su ser. Es un intelectual público: ama las ideas y tiene una clara conciencia de los peligros que entraña el no pensar, renuncia que nos deja presos de la superstición, el engaño, la ignorancia y la arbitrariedad. Tiene una fe inconmovible en la función crítica de las ideas basadas en el ejercicio público de la razón y en la elucidación de los fines y valores que han de regir una sociedad correctamente ordenada, una actividad política recta y una sociedad justa. Está convencido de que de poco sirve el pensamiento sin la acción, ya que, si las ideas han de tener incidencia en la realidad, deben ir acompañadas de la acción, en aras de la realización práctica, para que de ellas “salga una fuerza capaz de orientar la vida”.1 1

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J. Habermas, “Una vez más: sobre la relación entre teoría y praxis”, en Verdad y justificación. Ensayos filosóficos, Trotta, Madrid, 2007, p. 312.


PRÓLOGO

Su activismo judicial, su dirección de la influyente revista Jueces para la Democracia, su membresía en el Tribunal Internacional de los Pueblos, sus incontables viajes a países de Europa y de América Latina con el fin de impartir seminarios y conferencias, sus publicaciones y sus columnas de opinión, son un fiel testimonio de que las ideas son intervenciones, son libertad real, pues tienen consecuencias prácticas. Por tal razón considera que la libertad de pensamiento, de opinión y de palabra, la libertad de debate y de asociación, la libertad política, constituyen la esencia de la vida democrática y republicana y, en consecuencia, las ha defendido denodadamente allí donde han sido amenazadas o vulneradas, consciente de que la uniformidad de las opiniones, la unificación de creencias e ideas, la oclusión del debate, la clausura de los partidos y asociaciones, suponen no sólo el fin de las diferencias, sino la extinción absoluta de la libertad. Perfecto Andrés Ibáñez ha centrado sus preocupaciones y sus esfuerzos en un frente especialmente sensible de las instituciones públicas, de la democracia y del Estado modernos: la jurisdicción. Este hecho no sólo está ligado a su vocación de juez sino, además, a su vocación —nunca olvidada— de académico y docente, que han conferido a su actividad una impronta excepcional: la dimensión del juez que realiza una actividad práctica guiada por un elevado nivel teórico; la dimensión del pensador que elabora la teoría teniendo como referencia el abrumador material suministrado por la experiencia, con el compromiso de asumir de modo consciente la carga de la realidad, haciéndola inteligible, e iluminando la práctica. Para él, la jurisdicción es un objeto de preocupación primordial, por tres razones fundamentales. En primer lugar, porque sabe que la figura del juez es, ante todo, un estandarte de civilidad, paz y garantía de convivencia civil: ese “tercero inter partes, o mejor aún, supra partes”2 —cuya cualidad preponderante, desde 2

P. Calamandrei, Proceso y democracia, Ediciones Jurídicas Europa-América (EJEA), Buenos Aires, 1960, p. 60 (cursivas en el texto).

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los albores de la civilización, es la imparcialidad— media en el conflicto sin que le mueva el interés personal o la amistad con alguna de las partes, sino el interés colectivo que representa por que la contienda se resuelva civil y pacíficamente, para evitar el escalamiento del conflicto y mantener la paz social. En el marco del proceso, los medios del combate y la fuerza son reemplazados por la palabra y por el contraste de las argumentaciones, que él debe valorar para decidir quién tiene la razón, evitándose la imposición de las pretensiones de una de las partes del conflicto por medio del fraude, la intimidación o la violencia (ne cives ad arma veniant). En segundo lugar, porque tiene una clara conciencia del carácter difícil, problemático, de la jurisdicción, que obedece al hecho de que el juez, con los poderes que ostenta, es una “figura inquietante”: media en situaciones conflictivas y, por lo general, no promueve el acuerdo de los propios implicados, sino que les sustituye resolviendo autoritativamente el conflicto, por lo cual tiene algo de expropiatorio, de sustracción de cuotas de autonomía de los implicados. El carácter problemático de la jurisdicción se exhibe con especial énfasis donde se ejerce la potestad punitiva del Estado, donde se decide sobre esa forma radical de ejercicio de la coacción que es la pena. Y es que no sólo se dictan sentencias penales que se resuelven en aflicción impuesta a seres de carne y hueso, sino que el proceso penal mismo —en el que se ejerce coacción y en el que se discuten consecuencias trascendentales para la vida de las personas— es aflictivo, y para la mayoría de personas representa la más intensa confrontación con el poder del Estado: el tribunal y los órganos de investigación pueden registrar al acusado en su persona y sus pertenencias, inspeccionar su domicilio y decomisar los objetos que sean relevantes para la producción del caso, pueden intervenir sus comunicaciones y, en determinados casos, pueden someterle a prisión provisional, apartándolo de sus seres queridos, de su trabajo y de su medio social. El imputado queda perjudicado, por no decir arruinado, 12


PRÓLOGO

ante la opinión pública por el mero hecho de la averiguación penal. A este respecto, pueden citarse esas certeras palabras de Carnelutti, que tanto impresionan al autor: Desgraciadamente, la justicia humana está hecha de tal manera que no solamente se hace sufrir a los hombres porque son culpables sino también para saber si son culpables o inocentes.3

En tercer lugar, porque ha sabido mostrarnos con especial agudeza la relevancia del factor cultural en el ejercicio de la jurisdicción, que hasta hace poco no había sido objeto de análisis. El desempeño de las funciones institucionales implicadas en el ejercicio de la jurisdicción tiene como presupuesto una cierta cultura, un humus cultural, pues es innegable que el bagaje cultural del juez y del fiscal, su forma de concebir su rol inciden, a veces de manera determinante, en el sentido de sus decisiones y en su posicionamiento frente a los problemas sociales y políticos, a los poderes de mayoría y a cuestiones controvertidas (aborto, matrimonio homosexual, eutanasia, ilegalidad del poder que se excusa en la razón de Estado, exclusiones probatorias, entre otras). Estas tres preocupaciones constituyen los ejes de su labor de juez y de su actividad como intelectual público, pues Perfecto Andrés Ibáñez, con palabra y con acto, ha asumido el compromiso vital, expresado a lo largo de toda su carrera, de enaltecer el papel de la jurisdicción como uno de los cimientos de la convivencia civil y de la sociedad política organizada bajo la forma de Estado constitucional de derecho; de redefinir el modelo de juez que reclaman la democracia y los valores de la justicia, la dignidad humana, la libertad, la igualdad y el pluralismo proclamados por la Constitución; y de elucidar y esclarecer lo que significa una nueva cultura constitucional de la jurisdicción. Ese nuevo modelo de juez es el garante de los derechos fundamentales, ligado —como muy bien muestra Perfecto Andrés 3

F. Carnelutti, Las miserias del proceso penal, Temis, Bogotá, 1993, p. 48.

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Ibáñez— a un cambio de paradigma: uno institucional, el Estado constitucional de derecho; y otro cultural, una nueva cultura constitucional de la jurisdicción. En cuanto al cambio de paradigma institucional, se trata de aquel del “Estado constitucional de derecho”,4 que se caracteriza por una nueva modalidad de Constitución, encaminada a salvaguardar al individuo, limitar el poder con finalidad de garantía, prevenir toda forma de despotismo, y garantizar los derechos fundamentales; moderadora de los poderes constituidos, incluido el poder legislativo, que da prioridad a ciertos imperativos de justicia y a los derechos humanos por encima de los poderes públicos, y suscribe un ideal de gobierno limitado en el que la mayoría no puede afectar los derechos fundamentales. En el Estado constitucional de derecho el papel del juez experimenta un vuelco, pues la administración de justicia, otrora concebida como instrumento de gobierno político, se erige ahora en un dispositivo institucional de garantía frente al poder, ya sea público o privado, y a toda forma de abuso o denegación de derechos fundamentales. El juez ya no es juez de ley ordinaria, sino juez con Constitución, de tal manera que la sujeción del juez a la ley ya no lo es a la letra de ésta, cualquiera que sea su significado, sino sujeción a la ley en cuanto válida, esto es, coherente con la Constitución. Esto altera el papel de la jurisdicción, pues le compete aplicar la ley sólo si es constitucionalmente válida — de manera formal y sustancial—, por lo cual la interpretación y aplicación constituyen siempre un juicio sobre la ley misma a la luz de la Constitución, y el juez tiene el deber de censurar como inválida, e inaplicar por vía de la excepción de inconstitucionalidad, la norma que contradiga la Constitución y que no sea posible interpretar en sentido constitucional. El juez tiene la función de ser el garante de los derechos fundamentales establecidos por la Constitución, precisamente 4

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L. Ferrajoli, “El derecho como sistema de garantías”, en Nuevo Foro Penal, 60/1999, p. 65.


PRÓLOGO

por ostentar la condición de tercero en relación con los sujetos en conflicto, y respecto de quienes gestionan los sectores de la institucionalidad en cuyo contexto y bajo cuya responsabilidad pudiera haberse producido la vulneración de las normas constitucionales. Cuando el desarrollo legal de las técnicas de garantía falla, cuando estos derechos son violados, cuando los canales institucionales y presupuestarios no fluyan del normal desarrollo de la actividad de los órganos político-administrativos y en las relaciones entre particulares, la garantía tendrá que ser judicial, es decir, el juez es el garante último del cumplimiento de las promesas de la Constitución, ya que las normas constitucionales —sobre todo los principios y los derechos fundamentales— pueden producir efectos directos, y ser aplicados por cualquier juez en cualquier litigio, aun cuando no medie desarrollo legal. Compete al juez la realización de un control de legalidad de las actuaciones político-administrativas, y la obligación de mantener un esfuerzo permanente para conseguir la dilación del ámbito de incidencia de los derechos fundamentales, con el objetivo de dotarlos de la máxima efectividad, a fin de que permeen la interacción social y afecten los distintos aspectos de la vida social y política. En cuanto al cambio de paradigma cultural, la realización de los fines de la Constitución y del rol del juez en cuanto garante de derechos fundamentales requiere la racionalidad de una cultura constitucional de la jurisdicción, como la denomina el autor, afincada en un conjunto de significados compartidos sobre el valor de la Constitución y de los derechos humanos; acerca del papel trascendental del juez en la defensa de la Constitución y en la garantía de los derechos; y su legitimidad basada en su independencia e imparcialidad frente a poderes privados y públicos, con la consiguiente ruptura con la vieja cultura jurídica. Perfecto Andrés Ibáñez sostiene que la dimensión cultural está dotada de una sustantividad propia, y que tiene una importancia radical, hasta el punto de que podríamos señalarla como una metagarantía en relación con las garantías jurídico-consti15


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tucionales, habida cuenta de que la realización de los nobles y elevados fines de la Constitución, de los derechos fundamentales, de la limitación del poder con finalidad de garantía dependen, en medida considerable, de una cultura jurídica que se tome en serio los principios fundamentales, los derechos y las garantías, que asuma a fondo el compromiso de hacerlos experiencia tangible en la vida cotidiana de las personas, y que trabaje resueltamente por hacerlos efectivos. A fin de cuentas, la eficacia y perdurabilidad de la Constitución y del Estado constitucional de derecho dependen del compromiso práctico de los ciudadanos, de la sociedad civil y de los representantes de las instituciones públicas por hacerlos efectivos, y de que se mantenga un conjunto de significados compartidos, perdurables y capaces de enlazar generaciones en una empresa común. A Perfecto Andrés Ibáñez le debemos una de las más agudas reflexiones críticas y propuestas respecto al modelo de juez del Estado constitucional de derecho, y acerca de la cultura constitucional de la jurisdicción. El autor llama la atención sobre la necesidad de hacer un balance con la tradición y saldar cuentas con cierta cultura jurídica basada en la herencia del viejo positivismo dogmático y formalista, específicamente con una cultura de la magistratura enraizada en esta herencia y caracterizada por una vieja y resistente cultura corporativa. Esta cultura respondería a principios como el dogma de la univocidad de la ley que, dotada de un único sentido (el dictado por el legislador), haría del juez un autómata de la subsunción en la más pura y acrítica sujeción a la ley; la plenitud y coherencia como inmanentes rasgos del ordenamiento jurídico; la certeza del derecho como precipitado que fluiría de manera natural en su aplicación; el deber de aplicar las leyes, aunque éstas sean absurdas e injustas. Este viejo positivismo se refleja en una cultura judicial: la magistratura concebida como una instancia ligada a la ley y sólo a la ley (cualquiera que sea su contenido), e inmune a la política y a los juegos de poder, pero en realidad profundamente inmersa en éstos y, en verdad, apartada de la sociedad y de los proble16


PRÓLOGO

mas y necesidades de los ciudadanos de a pie. Una magistratura convencida de ser políticamente inocente, y sin conciencia del alcance y la incidencia política —por acción o por omisión— de sus propias actuaciones, persuadida de que su legitimidad emana a priori del acto sacramental de la investidura, y que se erige en una especie de poder sagrado, iluminado y misterioso para decir el derecho; de la independencia y la imparcialidad, como atributos metafísicos, obtenidos en virtud del carisma de la figura del juez y no de un concreto marco institucional y de un cuadro de garantías; del acceso como por iluminación a la verdad de los hechos; de la justificación de las resoluciones judiciales como un ritual pro forma, mero cumplimiento de un trámite. Esta vieja cultura judicial tiene como consecuencia la falta de reflexión sobre el propio rol, la docilidad frente al poder y la facilidad de ser instrumentalizado por éste; la marcada tendencia al autoritarismo, la intolerancia frente a la crítica, la incapacidad para la autocrítica; la propensión al decisionismo inmotivado, los formulismos sacramentales y el uso de un lenguaje hermético, con la consiguiente dificultad de comunicación con la gente, tanto dentro como fuera de la sala de audiencias. Esta vieja cultura judicial se traduce en un distanciamiento del juez de la sociedad, en una racionalización de su función como parte del statu quo del poder, en un abandono de su rol de control de los actos de poder en procura de sujetar las decisiones políticas al derecho y proteger del abuso, la arbitrariedad y la denegación de derechos a los más débiles, con la consiguiente precariedad o virtual inexistencia de la garantía judicial de los derechos fundamentales. Frente a esta vieja cultura, ha de fortalecerse y expandirse la cultura constitucional de la jurisdicción, que tiene como punto de partida una visión más compleja y articulada del derecho y del acto de aplicación de éste, que rompe con el viejo positivismo formalista y dogmático: el derecho no es un sistema autosuficiente de soluciones, no lo prevé todo y no da una solución a todos los problemas que le presenta la vida real; está plagado de indeterminaciones lingüísticas, lo que hace que presente a los jueces no una 17


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solución, sino varias alternativas. La aplicación del derecho no es enteramente programable como se llegó a pensar en los tiempos de la fe irrestricta en el dogma de la ley y en el juez como aplicador mecánico —según lógica— de la ley; y no resulta correcta la suposición de que siempre el derecho proporciona una única respuesta para cada supuesto planteado, pues “con frecuencia queda un considerable espacio de lo discursivamente posible”.5 Existe un margen de incertidumbre sobre el derecho aplicable, un margen de discrecionalidad del que gozan los jueces en la decisión y, por ello, en todo proceso de aplicación del derecho hay un insuprimible momento creativo. Por lo tanto, no se busca más una solución posible, sino ampliar el espectro de argumentos que pueden ser alegados en favor de posiciones contrarias, pero sustentables, de las cuales deberá ser elegida la que esté apoyada en los mejores argumentos. Las premisas del razonamiento judicial no son un dato de hecho que el juez se limita a constatar, el juez cumple una actividad creadora y fundante de los hechos y del derecho aplicable al caso concreto, o de construcción misma de las premisas fáctica y jurídica de la decisión. Los jueces no están ligados a la ley y sólo a la ley, su actividad es creadora, y no pueden seguir siendo educados para la repetición mecánica de un empobrecido sistema de nociones jurídicas desproblematizadas. La suya no es una actividad políticamente inocente, pues implícita o expresamente está comprometida con la realización de ciertos valores morales, políticos y jurídicos instaurados por la ley, la Constitución y las instituciones públicas. Algunos de estos valores son compatibles entre sí, mientras que otros no lo son; muy a menudo entran en conflicto y se hace necesario elegir; esas elecciones suponen renuncias, frustraciones y también tomas de posición de tipo moral, político y jurídico. Esto fue siempre negado por la vieja cultura judicial, que ha vi5

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R. Alexy, Teoría de la argumentación jurídica. La teoría del discurso racional como teoría de la fundamentación jurídica, Centro de Estudios Constitucionales (CEC), Madrid, 1997, p. 264.


PRÓLOGO

vido presa de una miopía autoprovocada, de unas anteojeras que pueden proporcionar tranquilidad, pero no una comprensión de lo que es la jurisdicción y de lo que es ser juez. En la cultura constitucional de la jurisdicción, el juez hace profesión de lo delicado de su función en razón del poder enorme que ejerce sobre el individuo, contrae una preocupación vital por lo que se hace bajo la etiqueta de “actividad jurisdiccional”, y por dar un sustrato racional a este poder y orientarlo en forma exclusiva a la rigurosa finalidad constitucional de la garantía de los derechos, en un marco de estricta observancia de las garantías procesales, actuando en todo ello como agente del control de constitucionalidad, con una tarea inédita de la lectura crítica del texto de la ley. La cultura constitucional de la jurisdicción implica, entonces, autoconciencia de la complejidad y creatividad de la labor judicial, que debe regir todo el quehacer, a fin de que éste sea racional. Ello significa que las decisiones judiciales —al igual que las de todos los órganos públicos en el Estado constitucional de derecho— deben estar racionalmente fundamentadas, lo cual sólo resulta posible si cabe hablar de criterios que presten algún tipo de objetividad a esa práctica. La aplicación judicial del derecho aparece esencialmente bajo la forma de razonamiento práctico justificativo: el juez tiene el deber de dar razón de su decisión, debe explicar la racionalidad de la resolución dada al caso, y ofrecer razones que la justifiquen y permitan considerarla aceptable o correcta. El juez no tiene legitimidad de naturaleza carismática o sacramental, ni por el acto formal de la investidura; tampoco tiene una legitimidad democrática directa asociada al sufragio, sino que la obtiene por el ejercicio en cada uno de los actos propios de su oficio, que deben ser racionales y justificados: cada resolución debe exponerse como el resultado de un razonamiento que puede ser racionalmente presentado y, también, racionalmente controlado. En su función de garante de los derechos fundamentales establecidos por la Constitución está el principal fundamento de 19


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legitimidad de la jurisdicción. Precisamente porque los derechos fundamentales son de todos y cada uno de los seres humanos, su garantía exige un juez imparcial e independiente, sustraído a cualquier vínculo con los poderes de mayoría (el legislativo, el ejecutivo, la opinión pública), y en condiciones de controlar los actos de poder y de tachar, llegado el caso, como inválidos o como ilícitos los actos a través de los cuales los poderes de la mayoría se ejercen. Desde esta perspectiva, su legitimidad es constitucional en su origen y, por tanto, democrática, en la medida en que la Constitución y la ley son el producto más decantado de la soberanía popular. Dado que con la jurisdicción están en juego la efectividad de los derechos fundamentales y de los principios fundamentales del Estado constitucional de derecho, las garantías de las libertades, el control de los actos de poder y el sometimiento real de los poderes a la Constitución, los jueces salen de su hermetismo, de sus vetustos modos y lenguaje, de su distanciamiento con la sociedad, y toman parte en el debate público sobre los problemas que atañen a esta nueva cultura constitucional, para mantener una discusión abierta a la sociedad acerca de los problemas de la jurisdicción, y defender sus legítimos intereses profesionales. Es así como esta nueva cultura del juez y del fiscal se convierte en un relevante elemento de mediación entre el universo social y el universo del derecho. Perfecto Andrés Ibáñez centra su atención en las implicaciones del paradigma del Estado constitucional de derecho y de la cultura constitucional de la jurisdicción en el entorno específico de la jurisdicción penal, habida cuenta de su larga trayectoria de juez penal y magistrado, y de la experiencia que le ha enseñado que el proceso penal es un mecanismo delicado como ningún otro, con lo cual las formalidades del proceso no son meros formulismos, sino que están orientadas a salvaguardar los derechos fundamentales de los implicados, en particular del imputado y, por tanto, no se puede permitir que el proceso sea utilizado como instrumento o arma arrojadiza de particulares, grupos de 20


PRÓLOGO

poder o razón de Estado. Antes bien, el derecho penal debe ser un instrumento de efectiva delimitación y minimización de la violencia punitiva, a fin de que cause el mínimo malestar necesario a los desviados, y ponga a cubierto a todos los ciudadanos del arbitrio estatal, lo que conlleva la formulación y defensa de los principios que sirven de barrera infranqueable al poder del Estado de prohibir, juzgar y castigar.6 Hay cuatro aspectos fundamentales del proceso penal en los que el autor ha profundizado de manera especial y ha hecho aportes científicos de cuya altura teórica y fecundidad práctica no puede dudarse. Están relacionados con la vertiente epistémica del juicio, en la que el juzgador se juega la justicia de la decisión y la propia legitimidad: la quaestio facti en el proceso penal, la libre apreciación de las pruebas, la presunción de inocencia y la motivación de la sentencia. Esta vertiente epistémica refleja el gran problema de fondo del proceso penal consistente en averiguar si el imputado es inocente o culpable. Esto quiere decir, ante todo, si ha ocurrido o no un determinado hecho. Que uno sea imputado quiere decir que, probablemente, ya que no ciertamente, ha cometido un delito; el proceso sirve para resolver la duda. La doble posibilidad de la culpabilidad o de la inocencia conlleva la tensión entre individuo y colectividad, entre verdad y libertad, acusación y defensa, en el derecho procesal penal, que, en consecuencia, ha de considerar en todas sus regulaciones la posibilidad de que el inculpado sea en realidad inocente. Los hechos no están dados de antemano a quien enjuicia. En el mundo del derecho no hay hechos “en sí mismos”, sólo hay hechos cuya existencia ha sido declarada por un órgano competente dentro de un procedimiento prescrito por la ley. Todo juez tiene que vérselas con el establecimiento de sucesos singulares. Los casos no están previamente dados ni se producen solos, sino que son el resultado de un procedimiento constructivo. El trabajo de reconstruir y fijar los hechos acaecidos en el marco 6

Cfr. P. Andrés Ibáñez, Justicia y conflicto, Tecnos, Madrid, 1988, pp. 143-269.

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del proceso es, posiblemente, la tarea más ardua y compleja de la actividad judicial. El hecho tiene que ser formado primero por el juez, atendiendo a los hechos que ha llegado a conocer y a su posible significación jurídica; por lo cual la actividad de los juristas no empieza de ordinario en el enjuiciamiento jurídico del hecho que se le presenta terminado, sino en la formación del hecho accesible a su enjuiciamiento jurídico. Con la vertiente epistémica está en juego el ser o no ser del proceso penal en un modelo de Estado fundado en el respeto por la libertad y la dignidad de los seres humanos, si se tiene en cuenta que están en juego la inocencia o culpabilidad de una persona, con las consiguientes consecuencias para su vida, su libertad personal, su plan de vida, su trabajo, su futuro, su familia. De ahí que la mayoría de las controversias judiciales versen sobre hechos y puedan caracterizarse como disputas entre hipótesis explicativas contradictorias: si un determinado hecho ha sido realizado, si ha sido cometido por este individuo y en qué circunstancias personales, por un lado la tesis de culpabilidad, por otro la de la inocencia del acusado. Incluso suele suceder que el mismo conjunto de datos probatorios admita varias explicaciones alternativas, excluyentes entre sí, y concordantes con las pruebas recogidas. Los hechos juegan el papel decisivo —antes que la determinación de la norma aplicable. Pues bien, el gran mérito de Perfecto Andrés Ibáñez consiste en mostrarnos que la dimensión epistémica del proceso penal constituye el capítulo postergado de la formación de los jueces y de la cultura judicial, lo que se convierte ya no sólo en un vacío teórico respecto de los problemas del conocimiento y la declaración de los hechos en el proceso, sino en una práctica judicial que es fuente de arbitrariedad e injusticia pues, con mucha frecuencia, en el caso concreto los hechos no son acreditados sobre la base de sólidos instrumentos empíricos, sino que los elementos factualmente relevantes son, en realidad, sustituidos por una “corazonada”, por un golpe intuitivo del juez, por su buena voluntad, operando en el asunto como si el tratamiento de 22


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la quaestio facti fuese algo que sólo tuviera que ver con la disposición moral del juez, de manera que asegurada ésta, la prueba de los hechos se sobreentiende, en una concepción profundamente irracional de la prueba y, en general, de la dimensión gnoseológica que tiene el proceso. De cara a esta realidad, el autor ha desarrollado un análisis en profundidad sobre la vertiente epistémica del proceso, en los cuatro aspectos primordiales para la cultura constitucional de la jurisdicción: • Primero: la jurisdicción es un ejercicio de poder, pero de base esencialmente cognoscitiva, pues el juez debe imperiosamente establecer el caso sub júdice, es decir, reconstruir el hecho sobre el cual versa el proceso: si se ha realizado un determinado hecho, si ha sido cometido por el acusado y qué circunstancias personales y espacio-temporales en general rodearon el hecho. La prueba empírica de ciertos hechos constituye el fundamento de aplicación de la norma jurídica. Sobre el presupuesto del hecho procede averiguar qué normas fijan los criterios de categorización de sentido y de valoración del hecho y son, por lo tanto, aplicables al caso sometido a su decisión. La sentencia debe contener una verdad sobre los hechos, entendida como conformidad entre la representación ideológica del objeto por el sujeto que conoce y el objeto mismo, como realidad ontológica. Esta exigencia de verdad se basa en la racionalidad empírica de nuestra cultura: la persona procesada tiene que coincidir con la que realmente perpetró el hecho; los peritos y testigos incurren en responsabilidad penal si mienten; el juez no podría basar su sentencia en hechos que no han tenido lugar, ni tampoco en datos que no resultan comprobables desde los sólidos instrumentos de la metodología empírica. En el proceso penal se ha de producir el verdadero supuesto de hecho. Su comprobación es una quaestio facti, resoluble por la vía inductiva conforme a los datos probatorios.

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En este marco constitucional y cultural, la investigación procesal de la verdad está considerablemente reglada, al ser una empresa complicada, pues debe lograr una relación bien equilibrada entre el interés en la verdad, por un lado, y la dignidad del imputado, por el otro; está controlada por normas jurídicas, y sólo puede convalidarse si es buscada y obtenida respetando esas normas. Es decir, es un cierto tipo de verdad: una verdad formal, relativa. • Segundo: entre las normas que limitan la búsqueda de la verdad cobra especial trascendencia la presunción de inocencia: la certidumbre perseguida por un derecho penal garantista está en que ningún inocente sea castigado, a costa de la incertidumbre de que también algún culpable pueda resultar impune (in dubio pro reo). La certeza, aun no absoluta, a la que aspira un sistema garantista no es ya que resulten exactamente comprobados y castigados todos los hechos previstos en la ley como delitos, sino que sean castigados sólo aquellos en los que se haya probado la culpabilidad por su comisión. Si la jurisdicción es la actividad necesaria para obtener la prueba de que un sujeto ha cometido un delito, hasta que esa prueba no se produzca mediante un juicio regular, ningún delito puede considerarse cometido, y ningún sujeto puede ser considerado culpable ni sometido a pena. La culpabilidad, y no la inocencia, deberá ser demostrada, y es la prueba de la culpa —y no de la inocencia, que se presume desde el principio— la que forma el objeto del juicio. Este principio de civilidad es el fruto de una opción garantista a favor de la tutela de la inmunidad de los inocentes, incluso al precio de la impunidad de algún culpable.7 Si al final subsiste la incertidumbre acerca del hecho y pueden mantenerse varias hipótesis explicativas contrapuestas a partir del material probatorio recogido, esto es, no resultan refutadas ni la hipótesis acusatoria ni aquella en competencia con ella, la 7

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Cfr., por todos, L. Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Trotta, Madrid, 1995, pp. 549 y ss.


PRÓLOGO

duda se resuelve en contra de la acusación y procede la absolución a favor del acusado, in dubio pro reo. Las dudas sobre los hechos no pueden ser echadas por la borda como en el caso de las dudas jurídicas, en las que el juez opta a favor de una determinada opinión. Pero, por otra parte, le está prohibido negarse a dictar sentencia alegando dudas sobre una cuestión de hecho. Debe resolver la controversia procesal con una absolución, aun cuando no pueda eliminar la duda. • Tercero: por oposición al esquema de valoración tasada, característico del sistema de las pruebas legales, en el cual es la ley la que establece unos criterios fijos que determinan en qué condiciones probatorias debe existir certeza y en cuáles no, el derecho procesal penal moderno establece el principio de la libre apreciación de la prueba, un principio metodológico que permite al juzgador no dar por probados enunciados fácticos que estime que no lo han sido de manera suficiente. Sólo la convicción del juez, libremente formada, debe decidir sobre el valor probatorio (la verdad de un medio de prueba) de los medios aportados al proceso, y no la preapreciación abstracta efectuada por una ley.8 El juez busca una corroboración veritativa sobre los hechos y, para tal fin, debe usar criterios racionales. El juez está libre de ataduras legales, pero no está exento del principio de la necesidad de prueba y de criterios de valoración racional, pues, ciertamente, la libre apreciación encierra como contenido un módulo de prueba. Tampoco puede dejar de observar una metodología racional en la fijación de los hechos controvertidos, es decir que, en la libre valoración, el juez se halla sujeto a las leyes del pensamiento científico y de la experiencia. El juez, entonces, debe llevar a cabo un ejercicio de crítica racional, que consiste en reconocer a los diversos medios de prueba un determinado valor o peso en la formación de la convicción 8

Sobre el régimen de pruebas legales, cfr L. Ferrajoli, Derecho y razón, op. cit., pp. 133 y ss.; N. Framarino dei Malatesta, Lógica de las pruebas en materia criminal, vol. I, Temis, Bogotá, 1988, pp. 45-48, 113-116.

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GLORIA MARÍA GALLEGO GARCÍA

sobre los hechos que se juzgan. La valoración de la prueba sólo puede ser una apreciación del rendimiento de cada medio de prueba en particular y del conjunto de éstos. De tal manera, el momento de valoración conjunta es de síntesis de lo aportado en el proceso por una serie de actos individuales de prueba, adquiridos de forma regular y ya evaluados en su rendimiento específico. El juez debe situarse ante estas pruebas en completo acatamiento de la presunción de inocencia que, como regla de juicio en el proceso penal, reclama de él el esfuerzo de situarse metódicamente en una actitud inicial de duda: considerando con seriedad, ante cada medio de prueba, la posibilidad de que el imputado sea realmente inocente, y con una actitud crítica frente a los medios de prueba y las reglas que deben utilizarse, pero también ante a su propia percepción y sus juicios personales.9 Esa libertad de valoración de la prueba no equivale a discrecionalidad o a arbitrio subjetivo. No es intime conviction, lectura distorsionada de este principio metodológico que se hace en la práctica judicial y que lo torna irreconocible, porque aparece extraordinariamente teñido de subjetivismo, como si el ejercicio de esa libertad de valoración de los datos probatorios en un contexto legal, más que una actividad racional, fuese una especie de “momento místico”, en cuanto tal incontrolable.10 • Cuarto: en la labor de apreciación de la prueba y en el momento de confeccionar la sentencia, cumple la motivación una función de garantía, en cuanto mecanismo de control de la subjetividad del juez y la racionalidad de las propias inferencias, si se tiene en cuenta que la motivación de la sentencia es un freno para la veleidad, pues “con frecuencia sucede que los jueces, aunque 9

Cfr. P. Andrés Ibáñez, “‘Carpintería’ de la sentencia penal (en materia de ‘hechos’)”, en Revista del Poder Judicial, 49/1998, p. 412; “Sentencia penal: formación de los hechos, análisis de un caso e indicaciones prácticas de redacción”, en Revista del Poder Judicial, 57/2000, p. 173.

10

Cfr. P. Andrés Ibáñez, “Acerca de la motivación de los hechos en la sentencia penal”, en Doxa, 12/1992, pp. 279-280; L. Ferrajoli, Derecho y razón, op. cit., pp. 139-140.

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PRÓLOGO

estén resueltos a decidir de determinada manera, al poner por escrito los motivos de su sentencia vienen a darse cuenta de que esas razones no son ni sólidas ni buenas, y entonces se retractan de su yerro”.11 La garantía de la motivación impone el deber de la integridad de la reflexión y la argumentación de las decisiones, haciendo el ejercicio de aportar una motivación racional para cada conclusión provisional y para el resultado definitivo. Si el juez no puede hacerlo, la conclusión “no vale” y, por lo tanto, no puede ser parte de la decisión. El propio juez, a sabiendas de que tiene el deber de motivar, estaría en mejores condiciones de descubrir errores de su razonamiento que pudieran haberle pasado desapercibidos; puede suceder que se haya formado “impresiones” que, llegado el momento de plasmarlas por escrito en la sentencia, no sea capaz de verbalizar. Esas “impresiones” que no son expresables ni transmisibles no deben formar parte del contexto de la decisión, y tendrán que ser conscientemente eliminadas. Como indica Andrés Ibáñez, “no es lo mismo resolver conforme a una corazonada, que hacerlo con criterios idóneos para ser comunicados”, por eso […] la exigencia de trasladar a terceros los (verdaderos) motivos de la decisión, lejos de resolverse en una simple exteriorización formal de éstos, retroactúa sobre la propia dinámica de formación de la motivación y de la misma resolución en todos sus planos; obligando a quien la adopta a operar, ya desde el principio, con unos parámetros de racionalidad expresa de conciencia autocrítica mucho más exigentes.12

11

F. Carrara, Programa de derecho criminal. Parte general, vol. II, Temis, Bogotá, s.f., p. 481.

12

P. Andrés Ibáñez, “Acerca de la motivación de los hechos en la sentencia penal”, op. cit., pp. 291-292 (cursivas en el texto). Cfr. también “Sentencia penal: formación de los hechos, análisis de un caso e indicaciones prácticas de redacción”, op. cit., p. 178.

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GLORIA MARÍA GALLEGO GARCÍA

Tales son, en líneas generales, los aspectos fundamentales sobre los que trata esta compilación de trabajos de Perfecto Andrés Ibáñez que lleva el título de uno de sus artículos, Cultura constitucional de la jurisdicción, que sintetiza el tema que sirve de denominador común a todos los escritos, y que resume muy bien los empeños del autor. Se divide en dos secciones: la primera, “Estudios” —la más extensa—, recoge catorce artículos dedicados a los temas aquí señalados: el paradigma del Estado constitucional de derecho y el nuevo modelo de juez que este paradigma reclama, la cultura constitucional de la jurisdicción frente a la vieja cultura judicial, y las implicaciones del cambio de paradigma institucional y cultural en la jurisdicción en general y, en particular, la jurisdicción y el proceso penal. La segunda sección, “Notas de opinión” —más breve—, incluye la opinión del autor sobre el aborto, el amor y el contrato de matrimonio, y el matrimonio homosexual, mostrándonos la presencia del juez como ciudadano y agente de la creación de opinión, potente factor de ruptura del aislamiento burocrático, de apertura a la sociedad civil y de enriquecimiento cultural. Sea pues esta la oportunidad de entregar al público este magnífico libro y de honrar las excelsas enseñanzas de un juez, maestro y amigo fuera de lo común, cuya primera visita a Medellín, por invitación del profesor Juan Oberto Sotomayor, en aquel inolvidable Congreso Internacional de Derecho Penal realizado en la Universidad de Antioquia en septiembre de 1993, determinó su firme vínculo con nuestro Grupo y con nuestro país, e inspiró a esta jurista —en aquel entonces estudiante de tercer semestre— a encauzar sus inquietudes y formación hacia la academia y la investigación. Gloria María Gallego García Profesora de Filosofía del Derecho Universidad EAFIT

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ESTUDIOS



¿QUÉ CULTURA CONSTITUCIONAL DE LA JURISDICCIÓN?1 Los juicios dependen de lo que el juez sabe. Franco Cordero

Ejercer jurisdicción equivale a decir el derecho. Pero, como es claro, se trata de decirlo de un modo específico, dado que esta función tiene por objeto decidir en situaciones conflictivas, para pacificarlas con el restablecimiento de la normalidad jurídica; y hacerlo, generalmente, no por la promoción de un acuerdo de los propios implicados, sino sustituyéndolos, vista su incapacidad de llegar a él, que es por lo que entra en juego la mediación judicial. Aquí, decidir es resolver de manera autoritativa y con referencia a normas, y hacerlo de un modo socialmente aceptable. Por eso, como regla, la decisión no puede ser arbitraria, pues no sería justa ni legítima.

1

Texto publicado en F. Gutiérrez-Alviz y J. Martínez Lázaro (coords.), El juez y la cultura jurídica contemporánea, 3/2009 (“La función y los poderes del juez en una sociedad democrática”).

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

Para cumplir con la primera de estas dos exigencias, la decisión ha de estar precedida, fundada en un buen conocimiento de la situación de hecho que la motiva y de las normas que deben ser tenidas en cuenta. En este sentido, la tarea jurisdiccional se resuelve en una doble lectura: del referente fáctico y del referente normativo. Interpretar proposiciones normativas es lo propio de cualquier jurista. Pero, mientras el jurista teórico podría no tener que trascender el ámbito de la proposición, del enunciado normativo, en cambio, el juez debe transcenderlo necesariamente. Por eso, Ferrajoli ha denotado esta clase de interpretación como “operativa”; debido a que tiene por objeto un segmento de la experiencia jurídica,2 en la que se inscribe con ciertas pretensiones de conformación, de transformación incluso, según los casos. Es una idea muy bien expresada por Ross, al señalar que la tarea del juez tiene una consistente dimensión práctica, y que su interpretación de la ley es “un acto de naturaleza constructiva, no un acto de puro conocimiento”.3 Y es que, en efecto, el juez se ocupa de hechos, en cuanto éstos son jurídicamente relevantes; de manera que, en el caso, hecho y norma se interpelan de forma recíproca. Interpretar es siempre ejercicio de mediación. El prefijo inter evoca la figura del medium: una labor de interposición. Aquí podría hablarse de una mediación en/para la mediación; pues, en el supuesto del juez, se trata de mediar en la relación hecho/ derecho, para mediar en el conflicto entre partes. La jurisdicción así entendida es un universal, tan antiguo como el mundo. Creo que bien puede decirse que todo grupo humano constituido ha conocido alguna figura de juez. Y también que la presencia de esta figura ha llevado siempre asociada 2

L. Ferrajoli, “Interpretazione dottrinale e interpretazione operativa”, en Rivista Internacionale di Filosofia del Diritto, 1/1996, p. 292.

3

A. Ross, Sobre el derecho y la justicia, traducción de G. R. Carrió, Eudeba, Buenos Aires, 1970, p. 133.

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una preocupación, comprensible y justificada, porque se trata de una figura inquietante, como corresponde a alguien que atribuye, da o quita. En realidad, siempre quita, porque, para empezar, hace suyo (legítimamente) un conflicto. Gestiona una cuota de autonomía de los implicados, la cedida por éstos al suscribir el “contrato social”. Por eso, en la jurisdicción hay, de forma inevitable, algo de expropiatorio, que explicablemente desazona. A ello se debe que, de antiguo, se haya hecho patente en todas las épocas cierta pretensión recurrente de limitar el ámbito, los márgenes de la decisión judicial. En la quaestio facti, este propósito es advertible de la manera más plástica en las vicisitudes históricas de la prueba procesal. En el intento de procurar la subrogación de algún ser trascendente en el papel del juez en la valoración probatoria, con las ordalías; luego, con el régimen de la prueba legal, buscando vincularlo a criterios de estimación preestablecidos; en la quaestio iuris, proscribiendo la interpretación, en el ideal ilustrado; y consagrando el deber de motivación de las decisiones, la obligación de exprimere causam. Esta preocupación se debe a la constancia de lo (mucho o poco) que, sin que pueda evitarlo, el juez pone de sí mismo en el acto de decidir; porque, no hay duda: necesariamente pone siempre algo propio en la decisión. Es cierto que, con precedentes tan autorizados como el de Beccaria, el trabajo judicial en la sentencia se ha asimilado al silogismo; y que éste lleva asociada la (falsa) idea tranquilizadora, sugestiva de facilidad, del razonamiento deductivo como instrumento; y con ello, también de cierto automatismo en el modus operandi; lo que sólo se consigue al precio de una ficción, la consistente en prescindir de la dimensión más problemática del enjuiciamiento, la que se concreta en la formación de las premisas. En este, como en todos los demás planos del operar judicial, hay espacios de discrecionalidad inevitable. En la lectura del texto legal, que obliga a optar entre hipótesis interpretativas, ya sólo para empezar a operar en presencia de algún supuesto de posible relevancia jurídica. En el tratamiento del material fáctico, 33


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para llegar a una conclusión que no es lógicamente necesaria y que, por ello, expresa un resultado de conocimiento probable. En el tratamiento de ese material, ya elaborado como “hechos probados”, al señalar sus connotaciones significativas en lo concreto y extraer las precisas consecuencias de derecho. Ferrajoli ha identificado tres planos dentro del modo regular de operar en el campo jurisdiccional, que son los constituidos por la denotación jurídica, la verificación fáctica y la connotación equitativa. Pero, a su juicio, existe también un cuarto espacio, que es el que confiere al juez —más bien de facto— lo que él llama “poder de disposición”,4 fruto de la existencia de disfunciones injustificadas en esos aludidos tres momentos; sobre todo, de deficiencias en el lenguaje legal y en el modus operandi de los jueces. Se trata de defectos de garantía, debidos a que la vinculación legal no cubre todo el campo de la actuación de éstos, con la consecuencia de que, en muchas ocasiones, gozan de una discrecionalidad que va más allá de la “subordinada” que, en el decir de Betti,5 es inherente a toda forma de interpretación. La que hace posible el margen “de disposición”, del que habla Ferrajoli, atribuye al juez cierta cuota de poder, que es extralegal, porque su existencia como tal se debe a un déficit de cobertura normativa, que comporta un inevitable coeficiente de ilegitimidad, según el mismo autor. Pues bien, la discrecionalidad que podría llamarse fisiológica, pero sobre todo la asociada al aludido “poder de disposición”, trae a primer plano el asunto del bagaje del juez, en sus dos dimensiones. La de naturaleza técnico-jurídica tiende a ser clónica, debido al carácter estandarizado de los conocimientos requeridos para superar las pruebas de acceso a la función, que permiten

4

L. Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, traducción de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, R. Cantarero, A. Ruiz Miguel y J. Terradillos, Trotta, Madrid, 2007, pp. 38-40.

5

E. Betti, Interpretación de la ley y de los actos jurídicos, traducción de J. L. de los Mozos, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1975, p. 147.

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predicar la existencia de una preparación de partida más o menos equivalente en todos los jueces; y debido, asimismo, a que aplican idéntico ordenamiento, y lo hacen en un contexto jurisprudencial que es igual para todos. El bagaje cultural-general, la cultura del juez, en cambio, depende de opciones e intereses mucho más personales, en algunos aspectos personalísimos y, por tanto, está totalmente abierto a las opciones de ese carácter. Dicho esto, también hay que afirmar que, por eso, este segundo momento condiciona o influye, de manera inevitable, en las proyecciones del primero, en los márgenes en los que ello cabe. Porque es a partir de aquél, en cuanto previo y profunda e intensamente inherente al sujeto, que éste actúa en todos los órdenes de su actividad, incluido el profesional. Y, así, no puede dejar de permear uno de tanta impregnación cultural como la lectura y aplicación de las disposiciones normativas. Un patente reconocimiento de este dato está implícito en la acuñación y actual vigencia del principio de “juez natural”. En efecto, es un dato que en la perspectiva en la que aquí se aborda, por su irrelevancia en el contexto, no contó nunca en las organizaciones estatales monoclase, en las que una sola clase o sector social tenía el monopolio de la formación del orden jurídico y presencia efectiva en las instituciones, con el resultado, en el caso de los jueces, de una práctica homogeneidad de procedencia, ideológica y de intereses, que era también estrecha homogeneidad con la clase o grupo del poder. Algo bien distinto es lo que se produce con la, ciertamente trabajosa, penetración del pluralismo social en el ámbito de las instituciones, merced a la vigencia del sufragio. Un pluralismo, por lo demás, que todavía tardaría en hacerse sentir en la judicatura, durante mucho tiempo connotado enclave del ancien régime. Pero lo cierto es que hay un momento en el que ese fenómeno expresivo de diversidad entra también en el palacio de justicia, con el resultado de que sus habitantes —que, como se ha dicho, podrían ser tendencialmente clónicos en el orden

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técnico-jurídico— empezarán a no serlo en el plano políticocultural y de las actitudes. Es en ese contexto donde se hace patente la necesidad de distribuir de manera aleatoria tales legítimas diversidades, con las que necesariamente hay que contar, incluso contando también con el debido esfuerzo de los jueces para mantener un mínimo de distanciamiento autocrítico respecto de las propias opciones político-culturales de valor, para homogeneizarlas con el patrón constitucional. En definitiva, es una evidencia, y también un problema, que las actitudes político-culturales del juez cuentan. Donde contar quiere decir que tienen cierta relevancia paranormativa; porque, aunque unas veces más y otras menos, siempre se filtran de algún modo en la decisión, intervienen, interfieren su proceso de elaboración en algún grado. Y se sabe bien que la sentencia es la ley del caso concreto. A esa peculiaridad del factor cultural se une la del hecho de que opera desde dentro y desde atrás, pues la conciencia se tiene a partir de ciertos presupuestos de esa clase, que actúan como una suerte de diafragma a través del cual el juez ve el orden jurídico y la realidad social, y se percibe a sí mismo, concibe su propio rol. Pero es obvio que hay materias o asuntos en los que tal influencia se produce con mayor intensidad. Son los de más carga o densidad valorativa, que con frecuencia no han sido cerrados por el legislador, porque incorporan cuestiones abiertas, en proceso de debate social;6 sin contar con los casos en los que el legislador, por indecisión o por conveniencia, delega en el juez de forma implícita. Históricamente, esta cuestión de la cultura del juez no ha sido abordada de forma directa; seguramente porque no era preciso, al tratarse de un cierto va de soi, dado en el sistema orgánico.

6

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Cfr. S. Rodotà, “Modelli culturali e orizzonti della bioetica”, en S. Rodotà (comp.), Questioni di bioetica, Laterza, Roma-Bari, 1993, p. 422.


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El juez del primer Estado liberal, ya se ha dicho, era en cierto modo clónico, por el efecto coordinado de una serie de factores, tales como la extracción social, la socialización jurídico cultural en la ideología del positivismo dogmático, el juego de los filtros impresos en el sistema de acceso a la función, y la marcada tendencia a la endogamia; a lo que se une el fuerte control interno, hecho posible por la carrera. En efecto, dado el impulso hacia arriba que el cursus honorum imprime en los integrados en él, lo cierto es que propiciaba, como propicia, la administración de las expectativas profesionales en clave de control: ascender por el escalafón es algo que conlleva mejoras económicas y prestigio social, y, en el contexto, la promoción se encuentra subordinada a que se den determinadas condiciones de adaptación al rol, tal como éste es entendido y postulado por el vértice. Además, cuando éstas no resultasen debidamente satisfechas de una forma espontánea, entraría en juego la disciplina, presidida por similares criterios, y orientada del mismo modo a compactar el cuerpo formado por los jurisdicentes. La mejor prueba, la prueba de los hechos, de esta virtualidad del (anti)modelo a examen la constituye la forma, diría que natural en la que se produjo la integración de los jueces recibidos del Estado liberal, en términos de la máxima funcionalidad, en las experiencias de los nazifascismos y, en general, de los diversos autoritarismos; y la manera encendida como estos mismos jueces rechazaron las nuevas constituciones normativas en el momento de producirse el retorno de la democracia. Y es que, no cabe duda, ningún sistema de organización es neutro. Todos contienen valores o contravalores implícitos. Y en el caso del normalmente denotado como napoleónico, esto resulta especialmente visible. En efecto, el juez de este modelo presenta, primero, en el orden cultural, ciertos rasgos muy definidos, tales como el culto a la ficción interesada del apoliticismo, cuando no podía ser más patente su impregnación política; la banalización o negación del conflicto social, precondición para autopostularse como paradigma de agente estatal en una posición desinteresada de cualquier 37


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otro interés que el de la justicia del caso; la autoconsideración de operador independiente, no obstante estar dotado de un estatuto que dificulta, hasta el punto de hacer casi imposible esa condición; la pretensión de ejercer de puro técnico, de bata blanca, casi, más que de toga, mientras administraba un derecho parcial, por excluyente; la marcada inclinación a confundir, a hacer pasar legalidad por justicia, una forma de legitimar la primera; el perfil confesional, hecho patente no sólo en las actitudes sino también en las formas, en la liturgia y el folclore del rol, en la tendencia a presentar socialmente la propia función como una suerte de sacerdocio. Todo este conjunto de ingredientes contribuía a generar en el juez, entre otras cosas, una acusada falsa conciencia del propio papel, cuyo ejercicio tendría la legitimidad que supuestamente aporta el carisma. De “unción carismática”7 habló un personaje tan caracterizado como De Miguel Garcilópez, director de la Escuela Judicial, presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, celebrador entusiasta de los (pretendidos) valores de aquella jurisdicción y, al mismo tiempo, connotado ultraderechista de conocida beligerancia antidemocrática. Su caso, de máxima proximidad —inserción más bien— en el núcleo político del franquismo, hizo de él un claro exponente de convivencia de la mística falseadora a la que se viene haciendo alusión, con hábitos y prácticas de intensa subalternidad política. En el plano de la cultura jurídica, en su dimensión más general, el juez a examen vive (de) la ilusión del derecho vigente como code, marcado por las presuntas plenitud y coherencia inmanentes; y participa de la ideología del formalismo interpretativo, es decir, de la autosuficiencia del lenguaje legal y de la existencia en él de un sentido puesto por el legislador. De aquí la creencia en una metafísica certeza del derecho que fluiría de éste de forma espontánea y natural como resultado, cuando lo cierto es que la 7

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A. de Miguel Garcilópez, “Ley penal y Ministerio Público en el Estado de derecho”, en Anuario de derecho penal y ciencias penales, 16/1963, p. 266.


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regularidad y previsibilidad de las soluciones judiciales traían causa, más precisamente, del control político que posibilitaba el dispositivo jerárquico. Cuando se proyecta la observación en el terreno estrictamente profesional, esto es, en el modo de ejercicio de la jurisdicción, lo que se percibe de inmediato es una consolidada tendencia al autoritarismo (hacia abajo), que coexiste con la, ya apuntada, obsecuente predisposición a aceptar las sugestiones que pudieran llegar, como llegaban, desde arriba. También resulta fácilmente constatable una convencida banalización de las garantías, que no es que, simplemente, no existieran, sino que —era el argumento— tal ausencia se debía a la falta de necesidad de las mismas, en presencia de un juez esencialmente virtuoso, con algo de pater familias. De aquí otro rasgo altamente significativo, que es la práctica regular del decisionismo inmotivado, del hermetismo de las resoluciones, ayunas de justificación en lo que se refiere a la valoración de la prueba, que es lo propio cuando se decide en régimen de intime conviction. En fin, del mismo marco de referencias culturales, de la misma subcultura del rol, forma parte la intolerancia frente a la crítica, con expresión en una nutrida jurisprudencia sobre el delito de desacato; y la existencia de evidentes problemas de comunicación, que es la distancia respecto del justiciable y, en general, de la sociedad civil, en pacífica convivencia —vale la pena reiterarlo— con la ya señalada permeabilidad a las sugestiones del vértice político-judicial y, por este cauce, también del político-general. A la presencia de estas constantes se deben dos rasgos esenciales del modelo: uno es el papel regularmente jugado por la justicia como barrera frente a cualesquiera avances en materia de derechos; otro es la dócil inserción, como instrumento, de este tipo de juez en el aparato del poder, de cualquier poder. El constitucionalismo de la segunda postguerra encarna un modelo alternativo de Estado y, en consecuencia, también de ordenamiento jurídico. En este punto, mediante la colocación de los históricos derechos humanos, ahora como derechos 39


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fundamentales dotados de fuerza normativa, en el vértice de la pirámide; lo que, es claro, implica un cambio verdaderamente sustancial en el modo de ser de aquél. La consecuencia es que de tales innovaciones se sigue la demanda de otro modelo de juez, efectivamente prefigurado ya en las nuevas constituciones, en la italiana, sobre todo. Pero, naturalmente, en esto hay más que una cuestión de Boletín Oficial del Estado (BOE), pues la inserción práctica del nuevo paradigma, dada la relevancia del momento cultural, exige un cambio también, no menos esencial, en este plano. Buena prueba de ello es, en el caso de Italia, la gráficamente descrita como “guerra de las Cortes”, en los años del rodaje constitucional. Es decir, el enfrentamiento de la Constitucional con la de Casación, reducto de la magistratura transfascista, que protagonizó una encarnizada oposición a todo empeño de introducir el nuevo texto fundamental en el circuito de la interpretación legal; un denodado esfuerzo por hibernarlo en el limbo de lo meramente programático, para privarlo de influencia real. Algo de esto se hizo también visible en España durante la transición. Y un buen exponente, aunque de mucha menor beligerancia, está en la forma como el Tribunal Constitucional se dividió en 1981 con la primera sentencia sobre presunción de inocencia, cuando los miembros de éste de procedencia judicial interpretaron como una invasión de las atribuciones de la jurisdicción ordinaria la descalificación del atestado policial como prueba de cargo hábil para la condena.8 De la señalada trascendencia paranormativa del bagaje del juez resulta la relevancia de la opción que se considere para promover un determinado tipo de éste, que implica, es obvio, una

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Una jurisprudencia contra legem, recientemente rehabilitada por la Sala Segunda del Tribunal Supremo: “Las declaraciones válidamente prestadas ante la policía pueden ser objeto de valoración por el tribunal, previa su incorporación al juicio oral en alguna de las formas admitidas por la jurisprudencia” (Acuerdo de pleno de 28 de noviembre de 2006).


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opción de cultura. Una cultura que, como hemos visto, aquí se proyecta necesariamente y, por ello, debe ser contemplada en varios planos. Un primer plano es el político-constitucional, en el que una dotación a la altura de lo que reclama el vigente modelo de Estado exige del juez una clara conciencia de la relevancia del papel de la jurisdicción como instancia de garantía de los derechos fundamentales frente a todos; un rol institucional que precisa y justifica la ajenidad e independencia del circuito de la política, y brinda la razón de ser de una legitimidad que es constitucional y no directamente democrática, en cuanto no asociada al sufragio. En efecto, el juez se legitima —acto por acto— por la estricta observancia de la legalidad, que ahora es ley más Constitución. En este sentido, sus actitudes deben responder a una lógica que no puede ser la de la política, y menos todavía la de ésta en su degradación partitocrática. Pues tal es lo que corresponde a una función con cierta, inevitable, dimensión de contrapoder, también presente en la misma categoría de los derechos fundamentales, cuya tutela puede demandar, y con frecuencia impone, actuaciones y decisiones contramayoritarias. Naturalmente, un estatuto del juez como el constitucional vigente, que le dota de más independencia, que equivale a decir mayor capacidad de intervención, requiere un autoexigente sentido de la responsabilidad, y una más intensa carga de justificación de las decisiones. En el plano jurídico-constitucional, lo nuclear es la sujeción (sólo) a la ley, con toda la deferencia hacia el legislador que permita la lectura más constitucional de aquélla, y el respeto a la jerarquía normativa, que en este caso tiene su punto de partida inexcusable en el aludido vértice de la kelseniana pirámide, ocupado por los derechos fundamentales; y también en el punto de llegada del trabajo judicial, que ha de tender al máximo de optimización de los mismos. En la doble vertiente representada por los de carácter sustantivo y por los de naturaleza procesal, que, como es bien sabido, aunque a veces se olvida, son esencial-

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mente garantías frente al juez, que él ha de prestar con particular cuidado. El juez debe operar con los valores constitucionales como referencia, y cuidando que no se sobrepongan o interpongan en la decisión del caso los de otra índole, por más legítima que pudiera ser su profesión en el ámbito privado o en otro distinto al de la jurisdicción. Como escribiera con gran fortuna Giuseppe Borrè, obediencia a la ley implica “desobediencia a lo que no es la ley”;9 de lo que se deriva la ilegitimidad de la sujeción a cualquier disciplina de partido, Iglesia, poderes formales o fácticos, y a las posibles sugestiones procedentes de la cima de la propia organización. El Estado constitucional de derecho impone también un verdadero cambio de paradigma en el orden jurídico-cultural. En este plano es hoy más clara que nunca la inviabilidad del juez “boca de la ley”, a pesar de que este ingenuo, por impracticable, modelo-límite sigue latiendo con total claridad en el vigente sistema de selección, mediante posiciones que privilegian, en términos casi absolutos, la asimilación para la repetición mecánica de un empobrecido sistema de nociones jurídicas desproblematizadas, reducido a contestaciones. Al mismo tiempo que salta a la vista lo inadecuado de ese modo de (no) ver el orden jurídico, se hace también patente la necesidad de un diseño formativo acorde con los perfiles reales del derecho actual; los propios de un ordenamiento multinivel, que reserva un notable campo de actuación a los principios, que acumula tensiones intranormativas, de fuente ya no sólo estatal, y que no permite engaños en lo relativo a la naturaleza y la clase de certeza que hace posible, que, en las situaciones conflictivas, sólo puede alcanzarse como resultado de una correcta mediación judicial que se produzca con la necesaria regularidad y coherencia.

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En L. Pepino (ed.), L’eresia di Magistratura Democratica. Viaggio negli scritti di Giusseppe Borrè, Franco Angeli, Milano, 2001, p. 235.


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Situados ya en el marco jurídico-procesal o jurisdiccional, la vigente disciplina constitucional del proceso, que es la consagrada también en los más importantes instrumentos internacionales en la materia, impone al juez juzgar conforme a las reglas del proceso acusatorio y del juicio contradictorio. En este sistema hay que distinguir dos dimensiones. Una propiamente jurídica, que se cifra esencialmente en la adecuada prestación de la garantía de los derechos de los justiciables, que es, ciertamente, precondición de la imparcialidad del juzgador, pues ésta sólo concurrirá donde el juez ocupe todo su espacio, pero sólo su espacio, velando por que las partes hagan otro tanto, y evitando con ello impropias e inadmisibles subrogaciones en el papel de alguna de éstas. Sobre todo, tratándose del proceso penal, en el de la acusación, un tipo de recusable desplazamiento al que los jueces y tribunales son particularmente proclives. Juzgar, aquí, es sólo juzgar en derecho y juzgar sólo hechos, no personas, ateniéndose en exclusiva a los datos acopiados en la causa, en el respeto a las reglas constitucional-procesales del juego. El principio de libre convicción rectamente entendido, conforme a un paradigma que tiene raíces ilustradas, abre el área del enjuiciamiento, mejor, lo traslada, al campo de la epistemología. En efecto, pues ese principio no resuelve el problema de cómo juzgar, debido a que conocer de hechos mediante la prueba equivale a operar en y con la inducción probatoria. Es un método de trabajo que impone neutralidad en el punto de partida (que es, precisamente, lo que reclama el principio de presunción de inocencia), y obliga a servirse exclusivamente de las aportaciones probatorias adquiridas de manera legítima como única fuente de conocimiento; y de todas ellas, es decir, sin fragmentaciones ni sesgos interesados, procediendo con tal fin, primero, a la individualización de todos los elementos de juicio, para comprobar después su adecuación o falta de ella a las hipótesis en presencia; justificando tanto la atribución de algún valor convictivo a tales datos como los eventuales descartes, cuando se considere que carecen de él. 43


PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

La decisión deberá ser honesta en el plano intelectual, adoptada en conciencia, pero donde conciencia remite a conocimiento, y no a inspiración o iluminación (como en la intime conviction). Y exige un iter discursivo dotado de transparencia, que discurra dentro de lo racional y jurídicamente justificable, para que el fallo pueda ser motivado de modo eficaz. La epistemología del juicio ha sido, y es aún hoy, un asunto totalmente descuidado, francamente desatendido en los planes de formación; y lo peor es que, en muchos casos, no existe la menor conciencia de lo negativo que hay en semejante déficit cultural, que afecta, precisamente, al núcleo de la actividad jurisdiccional. El asunto tiene una enorme y objetiva gravedad, que se hace aún más patente cuando se repara en la cantidad de tópicos rigurosamente insostenibles que pueblan la jurisprudencia relativa al juicio de hecho, en el que tantas veces prevalece, aún hoy, una forma de aproximación marcadamente intuitiva, peligrosa puerta de acceso a la sentencia de los más variados sesgos y connotaciones ideológicas; a pesar de que en estos años se han producido importantísimas aportaciones doctrinales a las que debería prestarse una atención preferencial para salir al paso de tal endémica deficiencia formativa. En la materia existe, pues, una grave responsabilidad, que concierne a los diseñadores de los programas de selección y formación; pero también a los jueces considerados de forma individual, con buenos motivos para saber que el correcto ejercicio de la función reclama de ellos un esfuerzo de formación suplementario. En efecto, pues no pueden ignorar que la suya es función de poder, poder que, en rigor, consiste en decir el derecho frente a todos, pero desde presupuestos culturales que, ya se ha visto, desbordan de manera inevitable el marco representado por la legalidad entendida en sentido estricto. Pues bien, si como función de poder y sólo por esto, ya estaría abierta al abuso, cuando concurren, como sucede, los márgenes de apreciación inevitables a los que se ha hecho referencia, nunca cubiertos por la legalidad de manera suficiente, las posibilidades 44


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de que el abuso se produzca experimentan un incremento sensible. De ahí proviene el inevitable déficit de legitimidad, bien señalado por Ferrajoli, siempre presente en alguna medida, incluso en el mejor de los casos; pero que podía dispararse, y en efecto se dispara —diría que con demasiada frecuencia— en el supuesto de ejercicios poco cuidadosos, prepotentes, a los que tanto se prestan cometidos como éste, en los que pesan sobremanera el ethos y, más aún, el pathos de quien los ejerce. Riesgo del que advertía con lucidez hace algunos años Elena Paciotti: el de que la “aspiración a un rol de administradores de justicia estimule vocaciones de sujetos carentes de la virtud de la modestia”,10 donde, como ha recordado Atienza, está llamada a jugar un papel central la virtud de “la templanza”, que, dice, […] podría llamarse autorrestricción […] la cualidad que debe disponer al juez a usar moderadamente el —extraordinario— poder de que está investido.11

A tenor de estas consideraciones, se hace patente la necesidad de que el juez esté profundamente impregnado de una cultura, que es, al fin, una ética de la función, idónea para generar potentes antídotos frente al peligro bien real de usos abusivos, es decir, degradados y degradantes de la misma. Al respecto, tiene el carácter de verdadera, previa, condición de posibilidad, la concurrencia en el juez de una conciencia clara del problema, que tendría que traducirse en cierta (moderada) mala conciencia, informada por la asunción de ese dato altamente significativo que es la inevitable, con frecuencia elevada, tasa de discrecionalidad que propicia administrar el poder de juzgar y le dota de la ineliminable dimensión personal y del margen de autonomía ya aludidos. Es obvio que no se trata de pedir per10

E. Paciotti, Sui magistrati. La questione della giustizia in Italia, Laterza, RomaBari, 1999, p. 12.

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M. Atienza, Cuestiones judiciales, Fontamara, México, 2001, p. 140.

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miso para ejercerlo, y menos aún de caer en la indecisión o en la parálisis, algo que normalmente se daría en beneficio del justiciable fuerte. Lo que aquí se postula es la proscripción de algunas actitudes ciertamente nefastas en un juez, como la seguridad blindada y a priori; la predisposición a “no enmendalla” una vez se ha avanzado un punto de vista; la tendencia a confundir reflexión autocrítica con debilidad y la duda con la falta de criterio. Cuando, precisamente, la duda —con la disposición a salir de ella sólo sobre la base de razones y a retornar a la misma cuando éstas no se sostengan— es el incancelable presupuesto de todo proceder jurisdiccional consciente y responsable. En la misma línea de actitudes, deberá seguirse a Ferrajoli en su propuesta de invertir el modo tradicional de la relación “saber/poder”,12 que ocupa el centro de la tarea de administrar justicia, a fin de privilegiar el primer momento, donde es el segundo el que ha prevalecido y contribuido a hacer de la historia de aquella un inventario de “errores y horrores”. Y es que el juez debe ser un conocedor racional, para que sus decisiones gocen del fundamento preciso, y para que aparezcan dotadas de la imprescindible legitimidad. Podría decirse que el cuadro de principios que han de presidir y resultar efectivos en el modo de operar judicial es hoy teóricamente claro, a partir de las imprescindibles referencias constitucionales. Pero lo cierto, lo dramáticamente cierto, es que siguen estando realizados de modo insuficiente e incluso negados en el modelo organizativo; en el sistema de selección inicial; también —aquí, crónica y escandalosamente— en las prácticas institucionales del Consejo General del Poder Judicial. Y no venden en materias tan sensibles como la valoración de los méritos profesionales y la política de nombramientos, situadas en un atípico, con frecuencia indecente, tráfico de influencias diversas. Sin embargo, la calidad constitucional y humana de la función, su trascendencia para los destinatarios, reclama del profe12

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En L. Ferrajoli, Derecho y razón, op. cit., pp. 45-47.


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sional honesto y consciente un reflexivo autoblindaje moral ante la realidad de estos datos, a fin de que el desasosiego, e incluso el despecho, para los que hay sobradas razones, no tiñan, degradándolas, sus actuaciones. A sabiendas de que hacerlo impone un sobreesfuerzo, y la asunción de cierta capacidad de riesgo, el que depara la calidad de políticamente incorrecto en un contexto tan indeseablemente politizado; algo inevitable si lo que se profesa como juez es la sola política de los derechos fundamentales y de su garantía erga omnes. La cuestión cultural de la magistratura tal como aquí ha sido entendida, por su relevancia, demanda un clima idóneo de reflexión permanente, que, a su vez, precisa de un espacio adecuado, de una particular “esfera pública” interna a la jurisdicción, pero francamente abierta a la más general, a la propiamente dicha, en el sentido de Habermas. Algo bien distinto del “cuarto oscuro” de gestación de la vieja subcultura judicial. La creación y alimentación de este espacio es una responsabilidad, aquí masivamente desatendida, del asociacionismo judicial, colonizado, como se sabe, en nuestra experiencia de estos años, por las instancias partidistas, filtradas sin mediaciones, por su irresponsable conducto, en el interior de la propia jurisdicción. En fin, a estas alturas, no creo que nadie dude de que la cultura del juez representa un momento relevante de mediación entre el universo social, el del derecho y el de la jurisdicción como prestación estatal. Por eso es tan necesario asegurar una fluida comunicación multidireccional entre la totalidad de los actores que pueblan ese contexto plural: para hacer posible la necesaria reelaboración permanente de las claves que han de informar la lectura de la realidad social y de los textos legales en permanente, a veces frenética evolución; la formación de los estándares de apreciación de la prueba; la reflexión crítica de los operadores acerca de las propias actitudes y de sus relaciones con los centros de poder y con la ciudadanía.

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CULTURA(S) DE LA JURISDICCIÓN1

Es por demás evidente que el desempeño de cualquiera de las funciones institucionales implicadas en el ejercicio de la jurisdicción tiene como presupuesto, se nutre, de una cierta cultura, hunde sus raíces en un humus cultural. Lo es también que, vista desde esa perspectiva, la función de juzgar y las que contribuyen a su ejercicio pueden/suelen ser entendidas y profesadas de modos relativamente diversos, incluso dentro del mismo marco constitucional. Éste, sin embargo, es un dato de aparición relativamente tardía, pues se ha hecho presente en una época todavía próxima; en concreto, en las magistraturas de nuestro ámbito europeo-continental, a partir del momento de la irrupción en ellas del pluralismo político-cultural, trabajosamente aceptado, y, en el fondo, siempre cuestionado en su legitimidad por quienes se ven a sí mismos como depositarios de ciertas esencias intemporales de la corporación. Es por lo que, a pesar de la radical importancia de la dimensión cultural en tareas que operan a partir de la lectura de textos,

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Texto presentado en el XXV aniversario de la fundación de la Revista do Ministério Público.

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la misma ha sido muy tardíamente tematizada como cuestión dotada de una propia sustantividad. En efecto, hasta hace poco nunca había sido objeto de discurso. Creo, puede decirse, que fue la demoledora experiencia de los fascismos europeos lo que puso en la pista del problema. Cuando la reflexión acerca de lo ocurrido, es decir, sobre el porqué de la fácil integración funcional de ciertas magistraturas del Estado liberal en tales procesos de involución criminal de la política, hizo necesario llevar la indagación más allá del dato puramente organizativo, porque la sola inserción en un determinado marco burocrático, aun de acusado perfil jerárquico, no podía explicarlo todo. Y es que, en efectivo, no sólo de organización se trataba, sino de organización más cultura. Un factor cultural propio del orden judicial de matriz napoleónica heredado, en apariencia carente de relevancia. Pero, en realidad, con un papel de primer orden, consistente en operar como cemento del sistema, favoreciendo la permanencia y reproducción de éste en sus constantes vitales. Semejante fermento tiene su manifestación más genuina en la ideología del cuerpo separado, de la magistratura y del ministerio público (auto)concebidos como instancias inmunes a la política y a los juegos de poder, pero, en realidad, profundamente integradas en éstos y sólo extrañadas de la sociedad. Mejor, del más amplio sector de ésta, carente de presencia en los medios institucionales de la sociedad monoclase, y con una presencia siempre muy limitada, no obstante la posterior generalización del sufragio. Hoy, puede decirse, se ha hecho luz sobre los aspectos más soterrados de ese subconsciente organizativo. Pero el mismo sobrevive y sobredetermina las prácticas de los operadores, y reina con bastante eficacia en ese tejido casi impenetrable y tan resistente al cambio formado por las rutinas burocráticas, con una preocupante vigencia, favorecida por la infravaloración del negativo alcance de éstas, incluso por parte de quienes, manteniendo un discurso crítico al respecto, conviven pacíficamente 50


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con infinidad de proyecciones prácticas nada inocentes del (anti) modelo, sólo supuestamente abolido, por tanto. El día a día del palacio de justicia está plagado de esta clase de manifestaciones, que tienen su apoteosis en las conocidas escenificaciones litúrgicas del rancio folclore judicial; pero que se hacen patentes asimismo, de manera habitual, en cuestionables modos de ejercer la jurisdicción, con particular incidencia negativa en los derechos de quienes precisan acudir o son llevados a ella. Es por lo que creo que, lamentablemente, el juez y el fiscal heredados gozan de bastante buena salud. La misma de su cultural caldo de cultivo, el positivismo ideológico y su cuadro de falsos valores. De éstos, unos se predican del orden jurídico en general. Así, la inocencia política, debida, supuestamente, a que las determinaciones de esta clase no trascenderían a las páginas de la gaceta oficial; la plenitud y la coherencia, como inmanentes connotaciones del propio ordenamiento; la univocidad de la ley porque está dotada de un único sentido correcto, el puesto en ella por el legislador; y la certeza del derecho como precipitado que fluiría de manera natural, mecánica casi, en su aplicación. Otros de estos supuestos valores tienen más directamente que ver con la jurisdicción. Así, el de la legitimación como un a priori fruto del acto sacramental de la investidura; la independencia y la imparcialidad, como atributos metafísicos, función del carisma y no de un concreto cuadro de garantías; la neutralidad por principio del operador, que haría de él un técnico caracterizado por la asepsia; y el acceso como por iluminación a la verdad de los hechos… Fruto de esas variables culturales es un cierto perfil de juez y de fiscal, que —como he dicho— en modo alguno puede decirse desterrado de nuestros medios, y que se distingue por unas precisas señas de identidad. Tales son la marcada tendencia al autoritarismo; la intolerancia frente a la crítica; la incapacidad para la autocrítica; la propensión al decisionismo inmotivado; el hermetismo del lenguaje; y las dificultades de comunicación con la gente, en y fuera de la sala de audiencias. En la convergencia 51


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y el tendencial reforzamiento recíproco de esta peculiar serie de elementos está la explicación más plausible del modo de ser de ese juez/fiscal heredado, dócil instrumento del poder, y no desinteresado operador del derecho, porque, siendo función real de un articulado universo de contravalores, no es traducción de ninguna esencia, sino expresión, factor y coeficiente de unas concretas relaciones de fuerza, frente a las que sólo muy trabajosamente se ha ido abriendo camino el constitucionalismo de los derechos fundamentales. Éste, no hay que olvidarlo, encarna un momento de ruptura con el Estado liberal de derecho. El Estado del paradójico constitucionalismo de ley ordinaria, caracterizado por la omnipotencia de la mayoría, la radical autonomía de la política y la rigurosa subalternidad del momento judicial, con la consiguiente precariedad o virtual inexistencia de la garantía jurídica; y porque en él, en consecuencia, los valores de jurisdicción, como, en general, los del orden jurídico, lejos de integrar una esfera ideal de normatividad, son el trasunto o mera racionalización de un statu quo del poder, del poder de los menos sobre los más. Es a la luz de este conjunto de determinaciones o presupuestos que resulta claro y se hace bien perceptible el sentido y el papel de ese juez o fiscal dotados de una homogeneidad interna casi clónica, y de una asimismo patente homogeneidad con la clase en el poder; tanta que, bajo la aparente separación, lo que hay es, en realidad, todo un continuum. En semejante contexto, la ausencia de pluralismo ha hecho históricamente imposible el más mínimo apunte de autonomía cultural. Y lo que en él corre como cultura es sólo un mero subproducto del momento organizativo. El neoconstitucionalismo de la segunda postguerra —que tuvo una escenificación privilegiada, en lo que a la magistratura se refiere, en la asamblea constituyente que alumbró la Constitución italiana de 1948— fue un verdadero ajuste de cuentas con el statu quo judicial precedente; pero que limitó su proyección casi exclusivamente —aunque no es poco— al aspecto organi-

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zativo. Así, la dimensión cultural del asunto quedó en un cierto segundo plano. Pero la ruptura cultural estaba implícita en los rasgos del nuevo modelo, y no podía dejar de manifestarse al hilo de la progresiva realización práctica de éste. En efecto, el constitucionalismo de constitución normativa, al introducir un nuevo plano de superlegalidad, precisamente en el vértice de la kelseniana pirámide, dotaba al orden jurídico de un interno dinamismo conflictual; y atribuía al juez, como agente del control de constitucionalidad, una inédita tarea de lectura crítica del texto de la ley. Al mismo tiempo, la rescisión o sensible atenuación de la dependencia del ejecutivo, y el debilitamiento del dispositivo jerárquico, no podían dejar de producir consecuencias en el plano de la independencia y en una mayor apertura a la incidencia social, favorecida a su vez por la progresiva difusión del pluralismo entre los operadores. Es así como en el campo de la jurisdicción se abrió camino una inédita dinámica cultural, en la que este fermento pudo operar con una autonomía hasta ahora desconocida, y entrar en conflicto —en agudo conflicto— con la vieja y resistente cultura corporativa. El resultado, en breve, fue un cambio de clima en el palacio de justicia. Este fenómeno ha tenido muy diversas formas de proyección y distintos ritmos, a tenor de las distintas realidades sociopolíticas. Hay casos, como el de Italia, en el que el proceso de cambio se vio favorecido por profundas reformas institucionales. Otros, como el de Francia, en el que, manteniéndose en lo esencial las viejas constantes de esa índole, la transformación ha sido de carácter casi únicamente cultural, pero se ha dado. En otros supuestos, como el de España, cabría hablar de una confluencia de ambos factores. En cualquier caso, lo cierto es que la vieja cultura, unidimensional y unidireccional de la jurisdicción, instrumento de control interno y de difusión de falsa conciencia acerca del rol de la institución, aún sobreviviendo y con las formas de manifestación a las 53


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que he aludido, tiene un claro contrapunto en otro(s) modo(s) de entender la función y su papel constitucional, así como de ejercerla. Buena prueba de ello es, por ejemplo, la respuesta judicial que las ilegalidades de sujetos públicos han recibido en estos años en nuestros países, impensables hace muy poco. Todo este cúmulo de circunstancias ha contribuido a generar conciencia acerca de la relevancia del factor cultural en el ejercicio de la jurisdicción, y de la necesidad de que éste tenga dentro de ella un espacio propio, regido por las reglas que deben imperar en el libre intercambio de ideas. Cuando éstas, en vez de ser impuestas unilateralmente desde el vértice, y ser transmitidas por los cauces del dispositivo jerárquico con fines de control, se generan y difunden a partir de una pluralidad abierta de fuentes, en un plano horizontal, la cultura del juez y del fiscal se convierten en un relevante momento de mediación entre el universo social y el del derecho; en un momento de conexión de ese mundo de operadores con la sociedad, llamado idealmente a desempeñar una fructífera forma de comunicación bidireccional. Tal es el cauce idóneo para que, socialmente, lleguen a los jueces y fiscales los estímulos necesarios para la permanente reelaboración de las claves de lectura de los textos legales; para la imprescindible evaluación y reconsideración de los estándares de uso en la apreciación de las pruebas; para la reflexión crítica acerca de la calidad de las propias actitudes en relación con los centros de poder y con los ciudadanos. Luigi Ferrajoli, a quien se debe la más depurada reflexión crítica y propositiva sobre la jurisdicción en el vigente orden constitucional, ha puesto de manifiesto que el poder del juez (y, por extensión, el del fiscal) tiene siempre una incancelable dimensión personal, debido a que no todo el campo de las decisiones que adoptan está cubierto por la norma. De aquí lo que él llama “poder de disposición”, una suerte de extrapoder que se concreta en lo que inevitablemente ponen ellos de su cosecha, cuando resuelven; de donde se sigue un también inevitable déficit de legitimación. Esto es aún más patente en ese terreno 54


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extraordinariamente abierto que es el de la quaestio facti, donde, más allá de las reglas de derecho relativas al modo de operar con los medios de prueba, se extiende un campo inmenso, librado en buena medida al uso de la propia racionalidad y del deber de motivación que pueda (o quiera) hacer el operador en cada caso. Pues bien, si cuenta tanto la actitud personal de este último —dando por sentado el papel de las garantías orgánicas y procesales—, será también clara la importancia de su perfil cultural e incluso de su talante moral, de su ethos y de su pathos. Y, siendo así, no parece necesario un gran esfuerzo argumental para hacer patente la relevancia de la cultura del juez y del fiscal. Precisamente por eso, es necesario reflexionar sobre un primer aspecto del problema, que consiste en que entre aquéllos falta conciencia acerca de que el mismo exista como tal. Porque, justamente, de la (vieja) cultura del rol forma parte una fuerte adhesión acrítica al recusable paradigma de la libre convicción como intime conviction, que es consagración del motus animae como factor determinante y principio de legitimación de las decisiones; con el efecto inevitable de generar una suerte de potente blindaje frente a la introspección autocrítica y una también fuerte resistencia a la justificación de aquéllas. Esa conciencia ensimismada, que implica un fuerte riesgo de uso arbitrario del propio poder, debe ser sustituida por una acerada conciencia crítica, por una fuerte vocación de autocontrol racional del propio discurso y una generosa disposición a la motivación de las decisiones; también —¿por qué no?— por una cierta mala conciencia, en vista de que, según se ha visto, sobre el modo de operar de jueces y fiscales pesa cierto, inevitable, coeficiente de deslegitimación, según se desprende del penetrante análisis de Ferrajoli. Se trata de recursos llamados idealmente a operar en el plano cultural y, por tanto, además del régimen constitucional de garantías. Así las cosas, es claro que sigue en gran medida pendiente el inaplazable cambio de paradigma en la materia, a través del riguroso cuestionamiento del señalado (anti)modelo de juez y 55


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de fiscal, que debe ser removido de nuestros medios. Y, entre otras razones, por una potentísima: porque la cultura de éstos —visto el amplio espacio que los vigentes ordenamientos abren a la discrecionalidad del intérprete, en materia de derecho, y no se diga en la de hechos— tiene, en términos prácticos, auténtica trascendencia normativa. En efecto, el bagaje del juez y del fiscal cuenta, puesto que incide, a veces de manera determinante, en el sentido de sus decisiones. Y lo hace de manera particular en las que tienen que ver con cuestiones conflictivas (el caso de la bioética es un buen ejemplo), que el legislador —consciente o inconscientemente— deja abiertas, confiando, así, sin apenas mediarlas, parte de su propio papel a la jurisdicción. Pues bien, creo que este es el marco de referencias, el contexto de actuación, que reflexivamente debe ser adoptado como propio por iniciativas como la representada por la Revista do Ministério Público; de manera que su línea de actuación exprese un compromiso fuerte con este sentido y papel de la cultura de la jurisdicción, que deberá impregnar, también fuertemente, el desempeño de sus propios roles por los respectivos operadores; que, por lo que acabo de decir, tendrían que sentirse además intensamente interpelados en el plano deontológico, debido a que este asunto está cargado de implicaciones éticas. La existencia de una verdadera esfera pública, en el sentido de Habermas, es precondición de democracia; y, por lo mismo, la existencia de una esfera pública como espacio habitual de elaboración y de reflexión sobre esta dimensión de la jurisdicción es presupuesto de la calidad constitucional de ésta. Contribuir activamente a la construcción y mantenimiento de ese espacio, abriendo ventanas en el cuarto oscuro de la vieja subcultura de lo judicial —mediante la ruptura de la omertà corporativa, a través de la crítica interna como medio para potenciar la crítica externa— es un noble empeño necesario. Es la verdadera razón de existir de este género de publicaciones, que no son un lujo cultural, sino parte relevante del ecosistema im56


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prescindible para que pueda existir una jurisdicción de calidad. Con la particularidad de que ahora el esfuerzo debe ser también de imaginación creadora, para estar a la altura de las necesidades. Hubo un tiempo en que bastó romper con los planteamientos autoapologéticos y encubridores, propios de la tópica literatura de juristas, pretendidamente aséptica, por sólo técnica. Fue suficiente abrir la óptica al tratar los problemas, estimulando la interdisciplinariedad y, sobre todo, trayendo a primer plano, junto a los perfiles propiamente jurídicos, sus determinaciones extrajurídicas. Con ello se produjo un avance extraordinario, que se tradujo, entre otras cosas, en franquear nuestro campo a la interlocución a muchas voces. Hoy esa estrategia sigue teniendo la misma vigencia, pero reclama la incorporación de nuevos ingredientes. Por ejemplo, es patente que el jurista y el juez ya no pueden serlo sólo de derecho interno; que la perspectiva interdisciplinaria tiene que ampliarse integrando la perspectiva intercultural; que es preciso incorporar a nuestras prácticas, como táctica, una suerte de reflejo, fundado en el mecanismo que subyace al “efecto mariposa”: la capacidad de sentirse, de sentirnos, interpelados aquí, con la intensidad necesaria, por los gravísimos problemas que las personas de carne y hueso experimentan a toda hora, allí. Un allí que en el momento actual debe ser cualquier parte del mundo… Creo que Revista do Ministério Público está con eficacia en esa línea; en la que, en los tiempos que corren, tiempos de resistencia constitucional, será cada vez más necesario perseverar con entusiasmo. Y hacerlo según el clásico sistema, tan conocido y practicado por nosotros, tan acreditado en la difícil historia de los derechos, que consiste en potenciar el optimismo de la voluntad —de una voluntad cargada de sentido—, porque son muchas las razones para el pesimismo de la inteligencia.

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JURISDICCIÓN Y DEMOCRACIA POLÍTICA: LECCIONES DE UN SIGLO1

PRESENCIA DEL JUEZ Los últimos años del siglo XX, en lo que aquí interesa por razón de la materia, se distinguieron por una intensa y constante —inédita— presencia de la jurisdicción en la escena pública, que sigue viva, y parece que de manera estable. Si se toma a los medios de comunicación como indicador, esa presencia del juez, de lo judicial, literalmente asalta al lector ya desde la portada de cualquier medio escrito y en la apertura de cualquier informativo de la televisión. Los temas judiciales, antes recluidos en las últimas páginas y abandonados a la pluma del “último gato” de la redacción, hoy sirven para abrir, y están confiados a cronistas y analistas de prestigio. Y no es para menos. El fenómeno es extraordinariamente rico en perfiles problemáticos y fértil también en exigencias de reflexión. De las formas 1

Texto publicado en la revista Plenario, junio/2001. Posteriormente incluido en J. Rivero Sánchez y J. Llobet Rodríguez (comps.), Democracia, justicia y dignidad humana, libro homenaje a Walter Antillón Montealegre, Jurídica Continental, San José de Costa Rica, 2004.

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posibles de aproximación al mismo, hay una de marcado cariz político-instrumental, a la que me referiré en primer término, porque es la que más se ha hecho notar en este asunto y evoca una antigua cuestión polémica. Me refiero a la que se expresa en la recuperación de un conocido eslogan: el “gobierno de los jueces”, intensamente blandido en estos años, en general y de forma sospechosa, por políticos en apuros judiciales, por imputados excelentes, desazonados ante una posible experiencia incómoda de banquillo. Lo curioso es que, en ocasiones, se trata de políticos que —no mucho antes—, estando en la oposición, se habían distinguido por un judicialismo casi fundamentalista, usado como táctica de desgaste del poder del gobierno en acto. En España tenemos algunos ejemplos interesantes. Supongo que también en otros países. El gobierno de los jueces (1921) es el título de la obra de un autor francés, Édouard Lambert, que tiene como subtítulo La lucha contra la legislación social en los EE.UU. La experiencia americana del control judicial de la constitucionalidad de las leyes. Un subtítulo tan específico, que debería predisponer a cierta prudencia en la aplicación de la sugestiva fórmula a contextos políticos de corte europeo-continental, a ochenta años de distancia. Más aún, después de reflexiones tan autorizadas como la que Bachof había dedicado, en una famosa lección universitaria, Jueces y Constitución (1959), a los entonces preocupados por la relevancia del papel que la Ley Fundamental de Bonn atribuía al “Poder Judicial”. Lo postulado por Bachof era la necesidad de asegurar un plano de garantía de los derechos fundamentales, a cargo de una autoridad judicial independiente, frente a eventuales degradaciones de la política. No hace falta decir que en la memoria de Bachof, como en los antecedentes de la propia Ley Fundamental de Bonn, latía el recuerdo de la dramática experiencia alemana del nazismo, entonces todavía reciente.

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JURISDICCIÓN Y DEMOCRACIA POLÍTICA : LECCIONES DE UN SIGLO

Con diferentes inflexiones y perspectivas, pero con seriedad equivalente, Lambert y Bachof se enfrentaron en sus trabajos a las relaciones siempre conflictivas entre los órganos judiciales y los propios de la democracia representativa, en situaciones de independencia (mayor o menor) de los primeros. Una cuestión bien digna de reflexión. Pero la reciente y actual utilización como eslogan de la parte más citada del título del libro del primero por políticos como los aludidos, ha tenido y tiene otro contexto bien distinto: el afianzamiento de una respuesta jurisdiccional desde la legalidad a las ilegalidades del poder, que giran habitualmente bajo el nombre genérico de corrupción. Los enfoques de Lambert y Bachof, y el de quienes de manera oportunista han tratado de llevarlos abusivamente a su propio resbaladizo terreno, merecen ser objeto de análisis, porque señalan dos órdenes de problemas, centrales en la consideración del tema que aquí se aborda, ambos muy relacionados. Uno es de carácter más bien teórico-abstracto, y remite a cuestiones de articulación del modelo de Estado y de instalación en él del poder judicial. El otro conecta más directamente con la realidad empírica, con la evidencia de que, en una experiencia reciente y bien conocida, la democracia política, manifiestamente incapaz de garantizar por su sola propia dinámica la calidad constitucional de sus prácticas, precisa de límites de derecho, sólo eficaces en presencia de una jurisdicción independiente. La reflexión tiene que completarse con otra que trate sobre los mecanismos de garantía de un poder judicial independiente, que, como poder, está él mismo abierto al abuso.

EL JUEZ DEL ESTADO LIBERAL Mirando hacia atrás, con la amplitud de perspectiva que permite el horizonte de un siglo, cabe hacer algunas afirmaciones, cuya demostración no precisa de un gran esfuerzo argumentativo. La primera es que el Estado liberal de derecho albergaba una evidente contradicción, que está en la raíz de su crisis. Consis61


PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

te en que su dimensión política de omnipotencia de la mayoría implicaba la banalización práctica de la dimensión de derecho como momento de garantía. En el Estado liberal de derecho no hay separación, sino identificación o confusión de ambas esferas: la ley —que es siempre ley ordinaria— no representa un límite eficaz a la acción de una mayoría de gobierno, que puede disponer de ella en la forma que coyunturalmente más le convenga. A la lógica de ese sistema de poder y de legalidad pertenece el tipo ideal de organización judicial propia del diseño napoleónico, cuyos rasgos caracterizadores son bien conocidos: – Integración subordinada en el marco del ejecutivo. – Gobierno de la justicia desde un ministerio. – Cooptación política de la cúpula judicial. – Organización jerarquizada en carrera y dependencia de las expectativas de promoción del juez de su docilidad y aceptación acrítica de los criterios del vértice judicial-político. – Intensa interferencia de lo jerárquico-político en lo jurisdiccional. – Dependencia política del ministerio público. – Selección de los operadores con criterio —inmediata o mediatamente— político. – Como consecuencia necesaria, la ausencia de independencia externa e interna de la magistratura y del juez. Hay una fase en la historia del modelo que representa su “momento de la verdad”. Es el modo en el que ha acostumbrado comportarse en las situaciones de involución autoritaria. Del resultado de la observación de tal actitud cabe extraer dos constataciones: la primera es que el Estado liberal de derecho ha permitido que opciones políticas como el nazismo accedieran al poder por la vía de la legalidad, sin luego encontrar en ésta un límite infranqueable; y la segunda, que, en lo que aquí más interesa, la magistratura y el juez de ese modelo demostraron

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JURISDICCIÓN Y DEMOCRACIA POLÍTICA : LECCIONES DE UN SIGLO

una extraordinaria capacidad de integración funcional en tales experiencias autoritarias. Los liberales jueces “apolíticos” de este modelo de Estado, en general, se acomodaron sin plantear dificultades a las exigencias antiliberales de los “nuevos Estados” totalitarios; del mismo modo que —en un momento posterior, a la caída de éstos— se resistieron a aceptar por abusivamente politizadas las constituciones normativas, con sus tablas de derechos, de la inmediata postguerra. Resulta curiosa la asimetría de las actitudes, muy propia del perfil cultural de los epígonos del positivismo ideológico.

ESTADO DE DERECHOS Y JURISDICCIÓN El Estado liberal de derecho como modelo, en su versión canónica, es ya en buena medida historia, pues la mayoría de los países se han dotado a lo largo de la segunda mitad del pasado siglo de constituciones de nueva generación. Esto implica la ampliación hacia arriba de la pirámide normativa, con la inclusión en ella de un plano de superlegalidad que comprende un ambicioso elenco de derechos, tratados como fundamentales, y como tales dotados de eficacia vinculante para todos los poderes públicos, incluido el legislativo. Esta nueva esfera de legalidad reforzada supuso introducir la garantía jurídica allí donde la consagración de los derechos era sólo política y, por tanto, débil frente al poder. Una implicación lógica necesaria de este orden constitucional fue el coherente reforzamiento sensible de la independencia judicial, precisamente, como función de la efectividad de aquélla. La independencia judicial se consolida como valor constitucional y, en ciertos países, además, mediante la creación de un nuevo órgano de gobierno de la magistratura, que, así, deja de estar gobernada desde/por el ejecutivo. En otros, en cambio, el modelo de organización judicial no ha experimentado en sí mismo transformaciones sustanciales, desde el punto de vista institucional. Pero, no obstante la permanencia del antimodelo 63


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heredado en lo esencial de sus constantes organizativas, el cambio del entorno constitucional y la difusión entre los jueces de una nueva cultura de la independencia ha favorecido el fortalecimiento práctico de ésta. El caso de Francia me parece paradigmático. En este país, la fidelidad a la tradición histórica —el mantenimiento en sustancia del modelo napoleónico de organización judicial— no ha sido obstáculo para que en los medios de la magistratura, en los últimos treinta años, se haya producido un relevante cambio de clima. Algo en lo que tiene buena parte de responsabilidad el Syndicat de la magistrature. En todo caso, con ritmos diversos, la teoría y la práctica de la jurisdicción han experimentado variaciones significativas. Sin tomarlas en consideración sería imposible explicar ciertos fenómenos de singular importancia, de años recientes. La transformación del plano de la legalidad al que he hecho mención contribuyó a acentuar la crisis del paradigma positivista del juez “boca de la ley”; amplió la libertad interpretativa, sobre todo, por la introducción de una referencia a valores favorecedora de la apertura a una nueva comprensión y tratamiento de los conflictos sometidos a la consideración judicial; todo esto acentuado, además, por la implicación del juez ordinario en las cuestiones de constitucionalidad. Al tiempo, un complejo conjunto de factores contribuyó a incrementar de manera sensible la demanda social de justicia, mediante el recurso a los tribunales. A veces, como forma prácticamente simbólica de hacer valer pretensiones que de otro modo carecerían de posibilidades de acceso al circuito institucional. La revalorización de la independencia del juez como principio constitucional, acompañada o no, según los países, del debilitamiento de los mecanismos jerárquicos de cohesión interna, ha hecho a los jueces más libres dentro de su propio marco orgánico; ha alentado también nuevas formas de presencia del juez como ciudadano y agente —individual y colectivo— de la creación de opinión. En este plano, ha tenido y tiene un papel 64


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importante el movimiento asociativo, potente factor de ruptura del aislamiento burocrático, de apertura a la sociedad civil y de enriquecimiento cultural. Estas dinámicas están en la raíz de los nuevos modos de operar judicial registrados en un significativo abanico de países ya no sólo europeos, pues empieza a tener significativa presencia en América del Centro y del Sur. De tales nuevos modos de operar son parte actuaciones a gran formato; así, las que en algunos casos han servido para descubrir y tratar como delitos situaciones masivas de ilegalidad con arraigo en el corazón de las instituciones, e incluso en los mismos fundamentos del sistema político en acto; mas también multitud de fenómenos de menor envergadura en procesos cuya noticia puede no haber trascendido las fronteras locales, pero que ilustran con la misma eficacia cierto rearme de la legalidad democrática, frente a todos, incluido el poder político.

¿QUIÉN TEME A LA LEGALIDAD? Actuaciones judiciales de esta naturaleza son las que han llevado a algunos políticos a resucitar el fantasma del “gobierno de los jueces”. En algunos casos se ha hablado también de “asalto” a no se sabe bien qué, de “revolución”… A lo infundado de la primera acusación ya me he referido, y sólo remataré con palabras del propio Bachof: No se puede designar realmente como ‘soberano’ a quien no puede actuar más que represivamente, a quien carece de toda iniciativa propia para la configuración política […].

De “asalto” sí podría haber algo: se ha visto a jueces allanando, claro que con la ley en la mano, sedes de partidos y de organismos públicos, en actuaciones obligadas por la previa constatación de vehementes indicios de delitos, a veces gravísimos. Pero me interesa especialmente ese ilustrativo exceso verbal que ha llevado a calificar de “revolucionarias” algunas acciones 65


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togadas, de aplicación de la legalidad vigente. Y, en este punto, quiero llamar la atención sobre una cosa: en esta clase de ocasiones la censura no era de ilegalidad. Raramente se ha reprochado a los jueces en este tipo de supuestos operar sin un referente legal: la tipicidad de las conductas objeto de interés judicial ha estado generalmente fuera de duda. El abuso denunciado sería político: de supuesta invasión de esferas impropias y ajenas, con la inducción del consiguiente desequilibrio en las relaciones de poder. Hay un reproche recurrente dirigido a los jueces: no tener el Estado en la cabeza. No ser suficientemente de Estado. Esto es, desoír la razón de Estado, ganados por la razón legal (en el caso de una sentencia muy conocida en España, por la que se condenaba al jefe de los servicios secretos en un asunto de escuchas telefónicas ilegales, se dijo, en términos críticos, que “se había condenado a un hombre de Estado”. En este discurso, es obvio que los jueces no lo eran, o no lo suficiente). El reproche suele proceder de quienes ejercen alguna función representativa debida al sufragio, y se proyecta sobre quien, como el juez, carecería de esa clase de legitimación. Pues bien, me parece que se impone una pregunta: ¿qué tiene que haber sucedido antes para que aplicar la ley pueda tener algo de revolucionario? ¿Qué decir de la calidad de coherencia de un sistema que experimenta como subversiva —que no soporta— la aplicación de su propia legalidad vigente? ¿Dónde está el problema? ¿Quién y qué lo plantea realmente? La clase de experiencias a las que estoy aludiendo tienen, entre otras cosas, la virtud de que permiten hacernos ver el vigente estado de cosas de nuestros estados de derecho —salvando, obviamente, las distancias que haya que salvar— como auténtico caso clínico. Peculiares, incluso patéticos, estados de cosas en los que los límites de lo fisiológico y de lo patológico se han hecho tan imprecisos como para confundirse, para hacer virtualmente imposible un deslinde de campos. Creo, con sinceridad, en la bondad del modelo. Creo que difícilmente sería posible idear en un ejercicio hipotético de in66


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geniería política otro tan acabado como el representado por el que hoy se conoce como Estado constitucional de derecho, que Ferrajoli ha tematizado como sistema. Y entiendo que, precisamente, una de las virtualidades del mismo sistema radica en que ofrece instrumentos inéditos de detección de las desviaciones de ese paradigma, y también para el tratamiento legal e institucional. Las insuficiencias del Estado liberal de derecho fueron en buena medida ocasionadas por la inexistencia de mecanismos normativos e institucionales de control. En el modelo, las pretensiones de eficacia no trascendieron del plano puramente políticoformal. El problema del Estado constitucional de derecho es que, contando como cuenta con una esfera de derecho que encierra potencialmente todas las posibilidades de garantía, e incluye in nuce un programa de desarrollo social, una parte relevante de tales recursos y de los correspondientes dispositivos institucionales ha estado permanentemente de vacaciones; ausente, en la práctica. Es el caso de los mecanismos de control parlamentario y político-administrativo. Sin el dato de la inefectividad de una parte considerable del orden jurídico y de esos dispositivos institucionales de control, y del malestar y la consiguiente demanda social generados por semejante situación, no se entendería la entrada en el campo del poder judicial de la forma en que ha tenido lugar en los últimos tiempos. Naturalmente, se trata de un poder judicial que, por las razones antes expuestas, tiene en su propia configuración las precondiciones institucionales y culturales para responder a esos requerimientos. De esos presupuestos forma parte esencial el imperativo de legalidad dotado de una intensa pretensión de eficacia normativa frente a todos, incluido el poder público y los poderes privados; también, la aludida relevancia constitucional del principio de independencia, en general fortalecido en su dimensión institucional y reforzado por la difusión entre los jueces de una nueva cultura en la materia.

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Lo acontecido en/con la jurisdicción a partir de esas circunstancias pertenece a la más profunda y genuina lógica constitucional del sistema. Es así, puesto que sus intervenciones se han producido: – A instancia de diversos sujetos sociales, por cierto, raramente institucionales, pues el fiscal, salvo, quizá el caso de Italia —país en el que el ministerio público goza de una alta tasa de independencia—, en la generalidad de los países, frente a las ilegalidades del poder, es como si no hubiera existido. – Con el carácter de ultima ratio, por el previo fracaso o indiferencia de las instancias parlamentaria y político-administrativas de control. – En el ámbito penal, preferentemente, por la relevancia criminal de los hechos motivadores de la intervención. En efecto, se ha tratado de actuaciones cargadas con frecuencia de alta significación política; como política ha sido muchas veces la demanda de actuación; pero por la razón evidente de que eran políticos en su origen los incumplimientos y los sujetos infractores. Ese perturbador y desazonante factor político no lo ha puesto el juez, estaba ya dado en la calidad de los mismos hechos. Lógicamente, el acceso a la jurisdicción de este tipo de desviaciones no podía darse sin consecuencias. Entre otras cosas, porque las estructuras judiciales no estaban preparadas para hacer frente a tal clase de casos; más bien, todo lo contrario. Hay que pensar que se trata de supuestos que exigen investigaciones de alta complejidad, y que van dirigidas contra sujetos de poder, con notable capacidad para desarrollar estrategias de ruptura. Son las que en la conocida tipología de Vergès habían protagonizado los históricos “enemigos del sistema”, que en estos años han sido sustituidos en semejante subversivo papel por conocidos hombres de Estado, más interesados en hacer saltar los procesos que les afectaban que en defenderse dentro de ellos.

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Además, y de forma simultánea, esas estrategias han sido regularmente acompañadas de eficaces campañas de deslegitimación, aprovechando para estos fines la tradicional ineficiencia de la justicia, en buena parte, precisamente, inducida por quienes ahora obtenían de ella un valor añadido para su posición de justiciables privilegiados.

JUSTICIA: LEGITIMACIÓN Y EFICACIA Lo expuesto nos sitúa en un plano que tiene, a mi juicio, verdadero interés, porque sirve para ampliar la reflexión a una perspectiva interna o propia de la institución judicial y de la jurisdicción, que debe ser también abordada críticamente en diversos aspectos. Uno, primero por su radicalidad y su importancia, es el de la legitimación del juez en el sistema constitucional vigente. Se trata de una cuestión raramente planteada con anterioridad. Está inicialmente asociada a la toma de conciencia del reforzamiento constitucional del papel del juez, y se concreta como reproche en estrategias desestabilizadoras de ciertos procesos, a las que me he referido. Si por legitimidad se entiende la de origen, el hecho de que en el vigente modelo la del juez no sea democrática no representa ningún déficit, sino, todo lo contrario, un plus de garantía; precisamente la que demandan los derechos fundamentales y todas aquellas posiciones de valor, especialmente sensibles y vulnerables con facilidad, que precisan de protección frente a diversas formas de poder, político o económico, formal o fáctico. En este sentido, la garantía legal-racional y constitucional es la que mejor se ajusta a la naturaleza de la función, siempre que se le dote del adecuado desarrollo estatutario y del necesario soporte institucional. Ese plano de legitimación formal de origen no basta, el juez precisa dotar a su trabajo de una consistente legitimidad de ejercicio, que tiene su fuente de forma exclusiva en la rigurosa 69


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funcionalidad del trabajo judicial al fin constitucional de la garantía de los derechos, en un marco de estricta observancia de las garantías procesales. Tal exigencia se concreta en una serie de deberes deontológicos cuyo cumplimiento no puede quedar librado al arbitrio de cada juez, como lo ha estado por tradición. Aquí se abre un amplio campo, escasas veces recorrido con la eficacia que hace falta. Me refiero al de la responsabilidad profesional del magistrado. El tratamiento de la materia se ha orientado preferentemente a asegurar la sumisión del juez a los órganos de poder interno de la propia institución, e indirectamente al poder político. En esa perspectiva han importado muy poco los incumplimientos que se han dado en perjuicio del justiciable; al extremo de que ha podido hablarse con fundamento de un pacto implícito en el sistema, en virtud del cual el poder político ofrecía al juez inmunidad frente a las demandas externas, a cambio de una adhesión incondicional en el ejercicio del papel de puro instrumento de control social. Es este el contexto en el que se explican tantos incumplimientos intolerables de deberes profesionales elementales, y actitudes despóticas y prepotentes de los jueces para con los demandantes de justicia y los acusados, en particular tratándose de gente de a pie, en contraste con la obsequiosidad frente a los titulares de poder. Esas actitudes han sido una fuente inagotable de descrédito de la jurisdicción, y han contado con el silencio cómplice de los propios jueces y, muchas veces, también de las corporaciones de abogados. Otra cuestión —estrechamente asociada a la anterior en la práctica, en la percepción social— es la de la eficacia; es decir, la ineficacia, como predicado que acompaña siempre a la prestación judicial. La ineficacia (por razón de morosidad y de costes) de la prestación ordinaria de justicia es tanta, tan universal y tan arraigada desde antiguo, que autoriza a preguntarse si en ella no late una forma de eficacia realmente inscrita en algún estrato profundo de la lógica del sistema. En efecto, en materia judicial, 70


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el sistema puede permitirse disfunciones y grados de insatisfacción de las expectativas de la mayor parte de los demandantes de justicia que serían impensables en otros ámbitos de la institucionalidad estatal. En el caso de España, por ejemplo, la informatización ha llegado a los tribunales hace tiempo. Hoy, no hay en nuestras instituciones judiciales mesa sin ordenador. Pero lo realmente informatizado son en gran medida las rutinas burocráticas de origen decimonónico. En este punto hay que decir, no obstante, que no toda disfuncionalidad resulta sin más atribuible al modo de organización del trabajo. En ese notable déficit de calidad del servicio hay una cuota de responsabilidad que corresponde a los propios jueces, que, al mismo tiempo, tienen en el desastre burocrático una fácil justificación para actuaciones profesionales de bajo perfil. Me he preguntado si la ineficacia de la justicia no tendrá objetivamente asociada alguna forma de eficacia. Algo que en el caso de la justicia penal podría explicarse en términos de resultado de control social y merced al uso —siempre demasiado generoso— de ese problemático instrumento que es la prisión provisional. Pero si esa pregunta resulta obligada también lo es una afirmación: la ineficacia es una fuente inagotable de deslegitimación, muy bien utilizada, con frecuencia, por los responsables políticos del statu quo en la materia, para defenderse en, o mejor, contra las legítimas acciones judiciales que les afectan.

ALGUNAS CONCLUSIONES El título que he dado a esta intervención reclama un capítulo de conclusiones, a tenor de la experiencia sobre la que he discurrido. Podrían parecer obvias, pero me parece que, conforme a los tiempos que corren y a los que podrían esperarnos, quizá no lo sean tanto. Las apuntaré de manera esquemática:

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1. Creo que hoy sabemos lo bastante para que resulte legítimo afirmar que toda forma de poder entraña un alto coeficiente de riesgo de prevaricación y abuso, y que si hay algún lujo que la ciudadanía de un Estado constitucional de derecho no puede permitirse es el de la banalización de alguno de los dispositivos de control trabajosamente acuñados por el constitucionalismo en la experiencia histórica. 2. El modelo denotado como Estado constitucional reúne todas las condiciones para responder de manera satisfactoria a las necesidades de tutela de los derechos fundamentales en todos los planos, es decir, frente a los poderes públicos y también frente a los poderes privados, aunque es de notar que hay una clara precariedad en la reflexión teórica y en la práctica relativa a esta segunda vertiente. 3. Los actores de la democracia política precisan de un espacio de autonomía en el cual desarrollar su función; si bien el ejercicio de ésta debe llevarse a cabo dentro de los límites representados por los derechos fundamentales y el respeto a la legalidad. 4. En un marco de democracia constitucional no puede tener cabida una política al margen de la ley. Una afirmación que hoy dista mucho de ser obvia. Es verdaderamente escandaloso que la necesidad de recordarlo no escandalice lo bastante. 5. La existencia de una efectiva garantía jurisdiccional, frente a todos, incluida la penal (en última instancia) es una exigencia estructural del modelo, concebida dentro de él como función del principio de legalidad. 6. La garantía política es insuficiente para asegurar la efectividad de los derechos fundamentales. Ésta precisa de una instancia, la judicial, imparcial, ubicada en el plano de la legalidad, en condiciones estatutarias de asegurarla frente a todos, incluida la mayoría parlamentaria en el poder. 7. La vinculación del juez a la ley (entendiendo ésta como ley más Constitución), para que sea real y exclusiva, exige que la

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función judicial se encuentre a salvo de interferencias de parte, sea ésta política o de otro género. 8. La legitimidad del juez en el Estado constitucional de derecho es constitucional en su origen; y, por tanto, democrática, en la medida en que la Constitución y la ley son el producto más decantado de la soberanía popular. 9. La legitimidad de origen del juez debe complementarse necesariamente con la que sólo se alcanza mediante un ejercicio de la jurisdicción de auténtica calidad constitucional, por su funcionalidad efectiva a la garantía de los derechos fundamentales. 10. Así, pues, no hay legitimidad de naturaleza sacramental, y por el solo acto formal de la investidura. El juez debe relegitimarse (o, de lo contrario, se deslegitimará) en cada uno de los actos propios de su oficio. 11. No cabe hablar de independencia judicial sin una eficaz garantía de la independencia de la magistratura como institución, y del juez dentro de ésta, en el desarrollo de su función. 12. En materia criminal, no es pensable una sólida independencia de la jurisdicción si el ejercicio de la acción penal no se da en condiciones de efectiva independencia y es auténticamente funcional al principio de legalidad. 13. Se requiere, en consecuencia, la predisposición de un órgano adecuado para el ejercicio de esa función. 14. El llamado “gobierno de la justicia” no es, en este modelo, una función de gobierno político, sino de garantía de la independencia judicial y de “administración de la jurisdicción” (Pizzorusso). 15. Tal función debe ser ejercida por un órgano con capacidad para actuar, dentro de la Constitución y de la ley, en defensa de la independencia judicial erga omnes. 16. Este órgano, aparte de la presencia en él de exponentes de designación parlamentaria, debe contar con otros de procedencia judicial en una proporción equilibrada, designados mediante sufragio por los propios jueces. Es muy importante que el órga-

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no de gobierno goce de la legitimación derivada de una relación genética directa con los propios gobernados. 17. Gobernar, cuando se trata de jurisdicción, quiere decir: a. Defender la independencia judicial siempre que sea necesario. b. Contribuir activamente a promover una buena cultura constitucional de la independencia judicial. c. Gestionar, con imparcialidad, objetividad y estricta sumisión a la ley, el acceso la función judicial, que debe quedar al margen de condicionamientos políticos y de oportunidad. d. Disponer los nombramientos discrecionales con criterios de mérito, conforme a pautas de valoración previamente establecidas, y de forma motivada. e. Dictar, de la misma forma motivada, todos los actos reglados en materia de estatuto del juez. f. Ejercer con rigor, sin dilaciones y con garantías —de legalidad y procedimentales— la función disciplinaria sobre los incumplimientos profesionales. g. Señalar al gobierno y a las cámaras las necesidades en materia de organización y dotación judicial, y contribuir al diseño de la política de la justicia. h. Actuar con total transparencia en la adopción de las decisiones. 18. Los jueces deben distinguirse entre sí únicamente por la función que desempeñen. Ninguna jerarquía administrativa puede interferir en el ejercicio de la función jurisdiccional. 19. La independencia judicial no es un privilegio de grupo o de casta, sino una garantía del ciudadano. 20. Una independencia del juez debidamente garantizada demanda, como contrapartida, un régimen disciplinario profesional exigente y riguroso, administrado con garantías.

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21. El ejercicio de la acción disciplinaria debe incidir en los incumplimientos profesionales, pero no interferir en el ejercicio de la función jurisdiccional. 22. Los jueces son ciudadanos de pleno derecho, pero en la medida en que ejercen una función de poder, y deben hacerlo de manera imparcial: a. No deberán militar en partidos políticos ni sindicatos. b. Habrán de abstenerse de emitir opiniones en los asuntos sometidos a su decisión. c. Tendrán derecho a integrarse en asociaciones según sus afinidades ideológicas, para mantener un debate abierto a la sociedad sobre los problemas de la jurisdicción y defender sus legítimos intereses profesionales. 23. La crítica pública de las resoluciones judiciales es una garantía de la calidad de éstas. La crítica interna de las mismas, esto es, la ejercida por los propios jueces en el libre ejercicio de la expresión, es una relevante contribución al desarrollo de la primera. 24. Los jueces deben desarrollar reflexivamente una cultura de rechazo del corporativismo, que implica la ausencia de complicidad e incluso la denuncia de los incumplimientos profesionales de los colegas. 25. Los jueces deben ser sumamente rigurosos en la exigencia (y autoexigencia) de la motivación de las decisiones. Luigi Ferrajoli ha puesto de manifiesto que el ejercicio del poder del juez no puede resultar nunca plenamente reglado por la ley, que deja márgenes inevitables de discrecionalidad, a veces de gran amplitud. De aquí se deriva un inevitable coeficiente de relativa ilegitimidad (que obviamente comparece en todos los momentos de poder). Pues bien, el juez tendría que ser muy consciente de que en sus actuaciones —incluso las realizadas con el mayor respeto de las garantías— se da una cierta tasa de poder

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personal sobre el que debe extremar el autocontrol y favorecer el control externo. Creo, en fin, que el periodo sobre el que versan estas consideraciones ofrece un ingente material de reflexión y de experiencia que no debería desperdiciarse. Sobre todo, con vistas a profundizar el modelo de juez que reclama el Estado constitucional de derecho; y, seguramente, también a defenderlo, en el plano cultural y político, frente a posibles replanteamientos a la baja, en los que ya se afana una curiosa internacional de “perjudicados” por la jurisdicción (léase sujetos de poder implicados en procesos por corrupción) y conocidos epígonos de la vieja y sórdida razón de Estado. Me parece que los rasgos que deberían caracterizar a ese tipo ideal de juez y al correspondiente de jurisdicción están dados en ese modelo de Estado que, realmente, no ha contado con la posibilidad de un serio y coherente desarrollo, allí donde ha tenido alguno digno de ese nombre. Es, precisamente, en la profundización de ese paradigma exigente, como alternativa a los tratamientos reductivos que, por lo regular, el mismo ha sufrido, donde se encuentra la clave de un futuro en el que los valores de la legalidad constitucional puedan reconocerse en la práctica de todas las instituciones.

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UNA CATEGORÍA EN TENSIÓN La expresión “derecho fundamental” denota la forma jurídica de la cual, en los actuales ordenamientos, se dota a ciertos intereses y expectativas de necesaria satisfacción en la concreta experiencia vital de cada individuo, por razón de su sola condición de persona. Es por lo que se entiende que corresponden universalmente a todos los seres humanos. Por su propia naturaleza, es claro, representan un ideal, cuya realización, no ya plena, sino al menos en un grado estimable, será una tarea siempre, en mayor o menor medida, pendiente. También porque cada avance en la materia contribuye a desplazar hacia adelante el horizonte, con la apertura de nuevas posibilidades de ampliación y profundización de los contenidos; lo que quiere decir, por tanto, que debido a ese carácter modélico que los connota, los derechos fundamentales están llamados a soportar cierto grado de frustración permanente. 1

Este texto es una elaboración del artículo “La garantía judicial de los derechos humanos” publicado en la revista Claves de Razón Práctica, 9/1999.

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Así, de ellos puede decirse que son una categoría jurídica en tensión. Por arriba, ya que, incluso constitucionalizados, los derechos fundamentales como normas están abiertos a la perspectiva externa, es decir a la incorporación de contenidos inéditos. Por abajo, debido a que, ya en el plano de la legalidad ordinaria, existe cierta tendencia, diría que natural, a hacerlos objeto de interpretaciones reductivas, que tienden a acentuarse aún más en el curso de las prácticas institucionales. En consecuencia, puede —incluso debe— decirse que nuestros Estados constitucionales soportan una, a veces fuerte, tensión inmanente entre su dimensión de Estados de derecho y el estado de cosas que objetivamente contribuyen a sostener. La consagración normativa de los derechos fundamentales sólo es posible a partir de ciertos antecedentes político-culturales e institucionales. Pero esto solo no basta para que, además, puedan alcanzar un grado estimable de efectividad práctica, que tampoco depende únicamente de la regular observancia de las reglas de la democracia representativa. Hay una dimensión de contenidos que exige un compromiso profundo de la ciudadanía con los valores correspondientes, como sustrato adecuado para nutrir las prácticas de los sujetos públicos. Y, en último término, cuando el reconocimiento no fluya del normal desarrollo de la actividad de los órganos político-administrativos y en las relaciones entre particulares, la garantía tendrá que ser judicial. Es decir, deberá estar encomendada a un órgano que ostente la condición de tercero en relación con los sujetos en conflicto y respecto de quienes gestionan los ámbitos o sectores de la institucionalidad estatal en cuyo contexto y bajo cuya responsabilidad pudiera haberse producido la vulneración de la norma fundamental concernida.

ANTECEDENTE LIBERAL El moderno constitucionalismo de derechos tiene un antecedente ilustrado y liberal, que se inscribe en una vieja línea de tendencia

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expresiva del esfuerzo, también antiguo, orientado a hacer prevalecer el gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres. El Estado legislativo de derecho, heredero de ese impulso teórico, representa un momento significativo en la historia de los intentos de realización de un gobierno de las leyes, mediante el establecimiento de límites de carácter jurídico al ejercicio del poder. Pero la delegación en el mercado de la gestión de los presupuestos materiales de tal empresa confirió un carácter meramente formal a la garantía, haciendo que el modelo de Estado fuera de derecho sólo en sentido legal, pues sus gestores, vinculados en el orden de los procedimientos de emanación de las normas, son en esencia libres en el de los contenidos y los fines. Es el triunfo del principio de legalidad como expresión de una mayoría con poder soberano, tendencialmente absoluto. En síntesis, en el modelo estatal a examen, el momento democrático se corresponde con la omnipotencia de la mayoría, mientras el momento de derecho se agota en la primacía de la ley; pero ley ordinaria, y, por tanto, mera manifestación prácticamente incondicionada de esa misma voluntad mayoritaria. Pues, en efecto, la Constitución sólo vincula en lo relativo al quién y al cómo de las decisiones, y se detiene en las fronteras de la política y del mercado, a los que se encomienda la gestión de la auténtica constitución material. Esta concepción de la soberanía y del papel atribuido a la ley condiciona y prefigura el papel de la jurisdicción en el modelo. El juez es juez de ley ordinaria, juez sin Constitución; e independiente sólo de manera retórica, al estar integrado en el ámbito del ejecutivo, como una más de sus articulaciones burocráticas, a través de la cúpula judicial y del ministerio de justicia. Este diseño organizativo tiene su artífice en Napoleón Bonaparte, para quien “le plus grand moyen d’un gouvernement, c’est la justice”; administración de justicia concebida, por tanto, como instrumento de gobierno político, y no como dispositivo institucional de garantía. De este modo, en la generalidad de los países de la Europa continental y en los de su ámbito de influencia, la institución, 79


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como un todo compacto, pudo prestar el servicio político de desactivar y, cuando fue necesario, criminalizar el conflicto social, desde la supuesta neutralidad; constituyéndose, de este modo, en un firme baluarte de la reacción, mediante la regular reducción, por vía interpretativa, de los avances que en materia de derechos pudieran producirse en el ámbito de la legislación, cuando ésta fue abriéndose a nuevos valores, merced a la ampliación del sufragio. Si hubiera que caracterizar en pocas palabras la ejecutoria de ese modelo constitucional en la perspectiva que aquí interesa, bastaría con decir que en él alcanzó el máximo de realización la autonomía de la política, mientras se mantuvo en las cotas más bajas la calidad de la garantía jurídica; faltando así los presupuestos políticos y jurídicos del reconocimiento de los derechos humanos como derechos fundamentales.

CONSTITUCIONALISMO DE DERECHOS El Estado legislativo de derecho tuvo su momento de la verdad en el proceso de involución autoritaria representado en Europa por la dramática experiencia de los fascismos. Hitler llegó al poder por las urnas, cuando era evidente que iba a utilizarlo para destruirlas, con todo lo que ellas representaban. Como ha recordado Ferrajoli, el Estatuto Albertino fue vaciado de contenido por Mussolini haciendo uso de la legislación ordinaria, sin denuncia y ni siquiera conciencia, por parte de políticos y juristas, de que eso suponía atentar contra la Constitución. En España, el franquismo no tuvo que cambiar una letra del ordenamiento judicial preexistente para hacerlo funcional a su proyecto político. Estas vicisitudes sirvieron para poner de manifiesto de modo brutal que la democracia no es sólo cuestión de procedimientos; que la sola dinámica de la democracia representativa no basta para garantizar la calidad democrática de la política; y que ésta, por sí sola, no puede asegurar la vigencia y el respeto de los derechos.

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Es así como la añosa cuestión del “gobierno de las leyes” se hace presente en la agenda de las mayorías constituyentes de mediados del siglo pasado; aunque con una nueva y significativa inflexión. Ahora se trata de imponer verdaderos límites de derecho al ejercicio de la política y al desarrollo del derecho mismo; dotando a una y a otro de aquello que para Ferrajoli es una previa “dimensión sustancial”, representada por los derechos fundamentales concebidos como auténticas normas, las de máximo rango, vinculantes en el plano de los contenidos, y a las que deberán ajustarse de modo imperativo todas las prácticas estatales para poder gozar de legitimidad y ser consideradas válidas. Esto es, los desarrollos legislativos, la acción de gobierno, el ejercicio de la jurisdicción. Al decir de Häberle, los derechos fundamentales pasan de ser una suerte de punto de referencia externo a constituirse en “fundamento funcional de la democracia”, pues es sólo “a través del ejercicio individual de los derechos fundamentales como se realiza el proceso de libertad que es elemento esencial” de aquélla. De esta ampliación hacia arriba de la pirámide normativa, y del carácter material del imperativo de coherencia que la recorre desde el vértice, se deriva, pues, un nuevo sentido de la validez, que, como asimismo ha señalado Ferrajoli, no es una simple connotación o valor implícito en la mera vigencia de los actos normativos, sino una cuestión de coherencia constitucional en el orden de los contenidos; la cualidad que sólo puede predicarse de una norma después de un juicio, que el legislador constituyente ha encomendado al juez-intérprete. El patrón sustancial conforme al cual debe llevarse a efecto ese control de validez está integrado por los derechos fundamentales, que son, así, el parámetro de legitimidad del derecho aplicable, y, como luego se verá, también el parámetro de legitimidad de la actividad jurisdiccional. Este nuevo paradigma no sólo implica un cambio en la relación legislador/ley-juez, sino que produce consecuencias relevantes en el plano de la legitimación

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de la jurisdicción, que halla en él la razón de ser constitucional de su independencia.

LA JURISDICCIÓN COMO INSTANCIA DE GARANTÍA Si los derechos fundamentales son una esfera de derecho que debe prevalecer sobre la legislación ordinaria y proyectarse imperativamente sobre la política, reclaman de manera necesaria la existencia de una instancia, estrecha y exclusivamente vinculada por ellos, puesto que debe garantizar su efectividad erga omnes. En el constitucionalismo actual esta instancia es la jurisdicción, que goza, precisamente para ese efecto, de un estatuto de independencia reforzado. Se trata de una institución peculiar, al estar sometida exclusivamente al imperio de la ley (ahora ley más Constitución), y que, como garantía de eficacia de esta vinculación, se halla situada al margen del circuito político-parlamentario. Y es que, en efecto, por razón de su cometido, no es una instancia representativa y tampoco de participación. Recibe, ciertamente, su legitimidad del ámbito de la soberanía popular, pero no a través del sufragio, sino por su sujeción a la legalidad, que es el producto más decantado de aquélla. Borré ha señalado de modo muy gráfico que obediencia a la ley quiere decir desobediencia a todo lo que no es la ley. En particular, a las ocasionales sugestiones del poder político y de los poderes fácticos, posible función de intereses que pueden entrar en colisión o no coincidir con los de carácter general consagrados en aquélla, leída en la obligada clave constitucional. La función de garantía de la legalidad como eficaz expresión de los derechos fundamentales puede exigir de quien la desempeña, es decir, de la jurisdicción, la adopción de decisiones eventualmente contramayoritarias, es decir, puntualmente contrarias a una expresión concreta —legislativa o político-administrativa— de la voluntad de la mayoría gobernante. Pues bien, el estatuto de independencia al que acaba de hacerse mención 82


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responde al fin de asegurar una posición institucional idónea para operar de ese modo, cuando fuera necesario. Se trata de una posición institucional de independencia, con proyección en una doble vertiente: externa e interna. Es decir, como garantía de que la institución judicial en su conjunto no va a estar políticamente subordinada a alguno de los otros dos poderes del Estado; y como garantía, asimismo, de que el juez concreto, en su relación con la ley, no sufrirá interferencias procedentes de centros de poder administrativo internos a la propia magistratura. Para hacer posible lo primero, se rompe con la tradicional integración subordinada del orden judicial en el poder ejecutivo; para posibilitar lo segundo, se sustrae al juez de la disciplina corporativa en el ejercicio de la jurisdicción.

¿UN “GOBIERNO” DE LOS JUECES? Como se acaba de ver, en el Estado constitucional de derecho el legislador tiene en la Constitución no sólo un marco de reglas de procedimiento, sino un programa de auténtico carácter normativo, que lo obliga a tomar decisiones coherentes con aquélla en el plano de los contenidos, so pena de ilegitimidad de las decisiones y de los actos. Por su parte, el ejecutivo tiene también en la norma fundamental un mandato de actuación que le constriñe, y un marco-límite que no puede transgredir. El juez, por su parte, está sujeto, asimismo por imperativo constitucional, al deber de hacer una lectura crítica de las leyes antes de aplicarlas; y de ejercer, en última instancia, un control de legalidad de las actuaciones político-administrativas; todo con respeto al marco de garantías de relieve constitucional y legal que debe circunscribir su actuación. Es, precisamente, el ejercicio de este cometido jurisdiccional en ámbitos públicos antes exentos de tal clase de fiscalización lo que ha dotado a la jurisdicción de una inédita e incómoda presencia, particularmente llamativa en la respuesta a los fenómenos conocidos en estos años como de corrupción. Se trata de una 83


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proyección de la instancia judicial que no hubiera sido posible de no tener encomendada la función a la que se viene aludiendo y de no haber gozado del estatuto de independencia previsto por la Constitución. Con todo, en nuestro país, y no sólo en él, esa clase de intervenciones ha suscitado formas de reacción que, más allá de la contestación de las actuaciones concretas, comportan una suerte de cuestionamiento del propio modelo constitucional. El reproche es de “gobierno de los jueces”, que —supuestamente— habrían venido a invadir de manera abusiva e ilegítima el territorio de la política, rompiendo los delicados equilibrios a que ésta obliga, e interfiriendo las dinámicas de la soberanía popular. La denuncia no es nueva, tampoco bienintencionada, y, por descontado, carece totalmente de fundamento. En efecto, no es nueva. Ya había sido formulada en el momento de promulgarse la Ley Fundamental de la República Federal Alemana, y tuvo cumplida respuesta en un expresivo texto de Bachof: No se puede designar realmente como “soberano” a quien no puede actuar más que represivamente, a quien carece de toda iniciativa propia para la configuración política, a quien sólo puede actuar a petición de otro órgano estatal o de un ciudadano lesionado, a quien, finalmente, en el desempeño de su función de control, tiene que limitarse a los asuntos que —considerados desde el punto de vista del órgano de control— le llegan casualmente. Tampoco se puede pasar por alto que la función de control de los tribunales no implica solamente una disminución de poder del legislativo y del ejecutivo, sino también un fortalecimiento de la autoridad de los poderes controlados.

Es cierto que en el paso del Estado legislativo al Estado constitucional de derecho hay un cambio de modelo que lleva implícita cierta redistribución de competencias, de la que son expresión las atribuidas al poder judicial. Pero también lo es que las mismas 84


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se encuentran circunscritas a los límites conceptuales que ilustra Bachof; deben ser ejercidas, a su vez, en un marco de legalidad y siempre a instancia de terceros; y no es en modo alguno cierto que supongan una suerte de invasión y menos reducción intolerable del espacio de la política. A propósito de esto último, que ha dado contenido a ocasionales denuncias, cabe hacer una objeción elemental, y es que entre lo indiferente para el derecho y lo abiertamente ilegal, sea esto o no de código penal, hay todo un inmenso campo abierto al ejercicio legítimo de la política, que debe gozar, obviamente, de un ámbito de autonomía, pero que no puede ser autónoma frente a la Constitución y la ley, y tampoco ejercerse de espaldas y menos en contradicción con los derechos fundamentales. Al mismo tiempo, existe una dilatada experiencia, remota, y, sobre todo, próxima, que ilustra sobre la necesidad de que el ejercicio de la política se desarrolle en un marco de límites de derecho, cuya preservación, cuando fracasan los controles preventivos dispuestos en las sedes parlamentaria y políticoadministrativa, tiene que ser judicial. Lo que significa de manera implícita que está en la mano de los operadores políticos mismos la posibilidad real de reducir drásticamente, e incluso eliminar, las ocasiones de intervención de la jurisdicción por causas de ilegalidad, impidiendo la emergencia de éstas en sus propias prácticas; cuando, como es patente, la generalidad de los supuestos más llamativos de lo que impropiamente se ha llamado judicialización de la política, tuvo su antecedente en el escandaloso deslizamiento de manifestaciones concretas de ésta en el campo de la ilegalidad, incluso de la ilegalidad criminal, favorecido por la previa amortización de los diversos momentos de control, ya fueran parlamentarios o administrativos. Naturalmente, de lo expuesto no se sigue la conclusión simplista (e incluso estúpida) de que el judicial sea el único poder bueno en un concierto de poderes proclives a la perversión del abuso; pues él mismo, precisamente como momento de poder, está abierto al riesgo de la extralimitación prevaricadora; y, como 85


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en todos los demás, también en su caso, la única bondad que cabe esperar de su proyección está condicionada a la rigurosa observancia de las reglas; es decir, a la aplicación de la ley constitucionalmente entendida y al respeto de la disciplina constitucional del proceso, en todos los órdenes jurisdiccionales. La necesidad de dotar de satisfacción a estas exigencias plantea otras con valor de presupuestos o antecedentes. Unas son de carácter organizativo y se concretan, esencialmente, en la gestión del estatuto del juez; en la distribución racional de los efectivos judiciales en el territorio; en la también racional distribución entre ellos de la carga de trabajo; en la adecuada vigilancia del cumplimiento de los deberes profesionales y la consiguiente respuesta disciplinaria a los incumplimientos; y en la predisposición de medios materiales. Otras son de carácter cultural: de formación técnico-jurídica, inicial y permanente, que ha de estar a la altura de las exigencias de cada cargo; y de formación, también, de la sensibilidad en los valores constitucionales de la jurisdicción, muy en especial en lo relativo al papel de las garantías. Aquí se abre un doble capítulo ciertamente poco cuidado, el de la ética y la deontología judiciales. El primero hace referencia a posiciones de principio en torno a las cuales generar adhesión y consenso, propiciando el debate con y entre profesionales, en marcos regidos por las reglas del discurso racional. El segundo tiene que ver con la existencia de previsiones disciplinarias concretas, exclusivamente orientadas a asegurar la calidad del trabajo jurisdiccional, sin interferir en el ejercicio de la independencia. Algo bien distinto de lo acontecido en la experiencia preconstitucional, en la que la amenaza de la disciplina cumplía esencialmente la función de generar dependencia político-ideológica.

LA GARANTÍA JUDICIAL EN LA ECONOMÍA DE LOS DERECHOS

Se sabe bien que, aunque un derecho sea reconocido constitucional y legalmente, el dispositivo jurídico de garantía que asegure 86


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su efectividad ante una acción u omisión que comporte su desconocimiento puede o no funcionar. La relevancia práctica de la garantía en términos de experiencia es tal, que para manifestar lo que produce su ausencia se ha acuñado la expresión “no hay derecho”. Con la que, normalmente, no quiere denotarse una imprevisión legal de naturaleza sustantiva, sino el defecto de previsión del correspondiente mecanismo reactivo frente a la violación o incumplimiento. Según este modo de ver, que ha hecho fortuna en el sentido común, esa incapacidad de reacción desmentiría, hasta hacerlo virtualmente inexistente, el enunciado normativo conculcado; y se trata de un tópico que tiene también arraigado estatuto teórico. Así, para Kelsen, tener derecho es tener acción; y Zolo ha afirmado que el derecho no justiciable es un derecho inexistente. Una formulación sugestiva de ese mismo punto de vista es la de Häberle, cuando señala que […] la afirmación y la tutela procesal de un derecho fundamental pertenecen a su esencia […] [por lo que] la idea de una efectiva tutela jurídica procesal se ha añadido al contenido esencial del derecho fundamental.

Estos planteamientos han sido eficazmente contestados por Ferrajoli, para quien el enunciado constitucional crea el derecho fundamental, que desde ese momento tiene existencia normativa, existe como norma; de donde se sigue que en presencia del derecho constituido como tal, el legislador no es libre de disponer o no la garantía. Si lo hace habrá dado realización al imperativo constitucional y cumplido con su deber; en otro caso, estará ocasionando una laguna. La concepción de autores como Kelsen, Zolo y Häberle, que es sugestiva y coincide con la aludida percepción de sentido común, parece guardar cierta relación de coherencia con la importancia de la que goza la garantía jurisdiccional de los derechos fundamentales en el vigente constitucionalismo, y en 87


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una perspectiva elemental empírica parece estar dotada de cierto realismo. Por otra parte, la incorporación del momento de la garantía al propio núcleo del derecho —que postula Häberle— atribuye a aquélla una relevancia sustancial en la vida del mismo, y comporta un indudable reconocimiento del papel de la jurisdicción en este punto. Pero, de nuevo con Ferrajoli, hay que decir que el planteamiento de referencia es objetable en dos sentidos. Primero, porque implica desconocer la significación normativa del acto constituyente, cuando, como es el caso del vigente constitucionalismo, quien lo realiza lo hace dotándolo de positividad, es decir, con pretensiones de vigencia inmediata. En segundo término, porque el aparente realismo de la posición contestada no es tal, ya que encierra una percepción engañosa de la relación que existe entre derecho y garantía. En efecto, allí donde el primero, además de gozar de consagración normativa, esté garantizado, la garantía gana en relieve como elemento nuclear del derecho fundamental. Pero cuando la misma no exista, el derecho pierde de modo ostensible, pues no será simplemente un derecho sin garantía, sino un derecho inexistente, una suerte de no-derecho. Lo que en modo alguno puede admitirse en ordenamientos dotados de constitución normativa, en los que los derechos se hallan blindados, como normas de carácter fundamental que son en sí mismos.

LOS DERECHOS SOCIALES Y SU DEBATIDA JUSTICIABILIDAD En una concepción como la que acaba de discutirse, los conocidos como derechos sociales —“derechos fundamentales sociales”, al decir de Alexy— serían la expresión más típica de esos derechos inexistentes o no-derechos, cuando se considere, con un relevante sector doctrinal, que su sola enunciación, sin la interposición del legislador y la correspondiente dotación presupuestaria hace de ellos apenas un mero flatus vocis. Esta posición tiene su presupuesto de partida en la afirmación de que, en rigor, desde el punto de vista de la exigibilidad, sólo 88


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cabe hablar de verdaderos derechos cuando lo normativamente establecido es una prohibición de hacer, que reclama del Estado un comportamiento negativo, una abstención. Siendo así, y si los derechos sociales imponen obligaciones positivas, existiría cierta incompatibilidad conceptual entre éstos y los habituales dispositivos jurídicos de garantía, el judicial en particular. Como Abramovich y Courtis han ilustrado con eficacia, tal planteamiento está hoy sometido a una profunda revisión, que parte de señalar que entre las dos tópicas categorías aludidas no existe una esencial diversidad de naturaleza. Ambas comparten cierta identidad estructural, en el sentido de que imponen siempre al Estado un conjunto de obligaciones negativas y positivas, y así las diferencias se dan, más bien, por la colocación del acento, de manera preferente, en unas u otras. Pues no hay derecho civil y político cuya garantía no obligue al Estado a predisponer recursos y medios de diversa índole, con la consiguiente repercusión presupuestaria; del mismo modo que hay violaciones de derechos sociales que tienen su origen en el incumplimiento de obligaciones negativas por parte de aquél, en especial, la de no discriminar (Artículo 14.1 de la Constitución española [CE]). Por otra parte, como ha escrito Prieto Sanchís, “todos los enunciados constitucionales, por el mero hecho de serlo, han de ostentar algún contenido o núcleo indisponible para el legislador”; y el Artículo 53.3 de la Constitución española establece que, si bien “los principios reconocidos en el Capítulo III” (del Título I), que son los derechos de los que aquí se trata, sólo podrán alegarse ante la jurisdicción ordinaria “de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen”, en todo caso, “informarán […] la práctica judicial”; o, lo que es lo mismo, serán tomados en consideración como criterio interpretativo en la resolución jurisdiccional de conflictos, que deberá orientarse a dotarlos del máximo de efectividad posible en el contexto legal, en cada caso. Los mismos Abramovich y Courtis han subrayado la necesidad de replantearse la cuestión de la justiciabilidad de los dere89


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chos sociales en el marco del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, cuyo Artículo 2 obliga a los Estados […] a adoptar medidas […] hasta el máximo de los recursos de que dispongan, para lograr progresivamente por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción de medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí reconocidos.

Recordando que el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), partiendo de este precepto, ha declarado que si bien el logro de la plena efectividad de los derechos puede ser de realización progresiva, existen obligaciones con “efecto inmediato”, como es la de garantizar que los derechos de los que se trata se ejercerán sin discriminación, y la de “adoptar medidas” hasta el máximo de los recursos de los que se disponga. De aquí resulta que si, ciertamente, el incumplimiento en términos absolutos de un determinado deber estatal en materia de derechos económicos, sociales y culturales fuera con toda probabilidad judicialmente irremovible (por el radical defecto de ley ordinaria), cuando lo producido fueran incumplimientos parciales o de grado, el precepto citado abre un espacio evidente a la intervención jurisdiccional, inspirada en el principio de no discriminación, en el deber de progresividad y la obligación de no regresividad, que prohibe adoptar medidas y sancionar normas jurídicas que degraden la situación actual de la población en relación con los aludidos derechos. No se trata, es obvio, de sugerir que en esta materia la jurisdicción pueda desempeñar alguna función de suplencia para contrastar el posible vacío de políticas sociales; tampoco de estimular cualquier forma de activismo judicial, en clave puramente voluntarista. Pero del mismo modo en que la asunción acrítica por parte de un amplio sector de la cultura jurídica y de la judicial del punto de vista más negativo sobre los derechos sociales 90


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ha llevado a un marcado déficit de garantía de éstos, una actitud inspirada en esa otra concepción, que se ha ilustrado brevemente, tendría que abrir muy otras perspectivas. El deber constitucional de tutela de (todos) los derechos lleva implícita la obligación de mantener —por supuesto que con rigor y consistencia argumental— un esfuerzo permanente hacia la dilatación de sus límites, para dotarlos del máximo de efectividad. Se trata, como ha escrito García Herrera, “de mantener vigente la inspiración transformadora de la Constitución y de preservar la tensión que el propio texto alienta entre realidad y proyecto”.

LAS NUEVAS FRONTERAS DE LOS DERECHOS: UN PLUS DE JUDICIALIZACIÓN INEVITABLE

Los avances científicos en ciertos campos, como el de la genética, y el altísimo potencial para destruir bienes comunes esenciales, como el ambiente, que caracteriza a muchas actividades industriales, ha hecho evidente la necesidad de poner a punto nuevas modalidades de tutela de los derechos concernidos, a la altura de los riesgos planteados por esas y otras formas de intervención, en marcos de legalidad flexible. En general, en esta clase de supuestos, como ha escrito Rodotà, lo que se plantea con particular intensidad es la necesidad de optar entre dos modelos culturales de tratamiento de los asuntos: el de la jurisdicción y el de la legislación. Naturalmente. No se habla de una alternativa tajante que fuerce a optar de forma excluyente por alguno de los términos del par, pues, ni el legislador podría eludir su responsabilidad, ni en presencia de una colisión de derechos sería posible decidir en concreto al margen del juez. La cuestión está en que, a juicio de ese autor, los problemas suscitados en las materias de referencia no suelen admitir una respuesta legislativa capaz de mediar el antagonismo de los intereses, primando de forma clara y estable uno de ellos, que sería la forma de pacificar normativamente el conflicto de forma general y estable. Ya sea porque se trate de asuntos socialmente 91


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muy debatidos, como sucede con los que tienen que ver con la bioética, o porque resulte preciso operar en situaciones-límite de forma ponderada, el legislador se ve constreñido a admitir una relevante intervención del juez, en el marco de formulaciones legales particularmente elásticas. Es claro, pues, que aquí cabe ver una cierta redistribución de poder entre el legislativo y el judicial, que demanda del primero un serio esfuerzo técnico por extremar la precisión de sus disposiciones; y de quienes actúan dentro del segundo, el máximo rigor en la lectura de éstas y en la justificación de las decisiones.

LA GARANTÍA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EN EL PLANO INTERNACIONAL

Mientras que en el orden interno de los Estados convencionalmente considerados democráticos, aunque sea trabajosamente, y siempre de forma insatisfactoria, los derechos fundamentales han ido afirmándose de manera progresiva en perjuicio de la vieja concepción de la soberanía como suprema potestas; no puede decirse otro tanto en la perspectiva del orden internacional. Aquí, en general, las relaciones siguen dándose entre naciones soberanas al viejo estilo, y, por tanto, fuertemente predispuestas a considerar que todo lo relativo al ámbito de los derechos humanos pertenece a la autonomía política de cada Estado. De este modo, y a despecho de los pactos internacionales, prevalece un punto de vista de derecho interno, que ha demostrado ser en la práctica una garantía de no-derecho de las ciudadanías sometidas a poderes salvajes; al punto de que sigue siendo válida la doble afirmación de Kelsen de que en el espacio interestatal reina el dogma de la soberanía, “máximo instrumento de la ideología imperialista del derecho contra el derecho internacional”; y de la consecuente necesidad de “despolitizar” las relaciones internacionales por la vía de la “juridificación” para acabar con

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ese aberrante estado de cosas. Es obvio que no se trata de cuestionar el espacio de la política en ese campo, sino de reivindicar en él el papel que corresponde al derecho, como momento de garantía de los derechos. No cabe desconocer que el Tratado de Roma, de julio de 1998, representa un indiscutible paso en esa dirección, al tipificar definitivamente crímenes como los de genocidio, de lesa humanidad y otros, y prever la instauración de un Tribunal Penal Internacional de carácter permanente para conocer de los mismos. Pero, aparte de que el proceso de desarrollo institucional pendiente va a estar rodeado de dificultades sobre las que aquí no cabe detenerse, el escenario internacional, sobre todo en años recientes, se ha visto poblado de nuevos sujetos dotados de una inédita capacidad de incidir de forma negativa y masiva en los derechos de amplios grupos humanos, en los más diversos lugares del planeta, obviamente, los más deprimidos: Bophal enseña. Se trata de los grandes agentes de la economía globalizada, dotados de capacidad para provocar actuaciones materialmente criminales de gran proyección y de muy difícil persecución en un contexto de jurisdicciones nacionales; e incluso de agentes dotados de una dimensión institucional, como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, cuyas políticas de ajuste duro —según denunció el Tribunal Permanente de los Pueblos—, de ser valoradas con criterios al uso en derecho penal cuando se trata de conductas lesivas para la vida de las personas, merecerían ser calificadas de dolosamente homicidas, por su segura incidencia, bien conocida ex ante, sobre las tasas de morbilidad y mortalidad de las poblaciones de los países afectados. Por lo anterior, en definitiva, el modelo de respuesta desde el derecho en el que se inscribe el Estatuto de Roma se encuentra hoy ampliamente desbordado, lo que representa todo un desafío para la cultura jurídica comprometida con los derechos humanos fundamentales.

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LOS DERECHOS FUNDAMENTALES DEL IMPUTADO Hasta aquí he hablado de la jurisdicción como instrumento esencial de garantía de los derechos fundamentales. Pero es sabido que, en virtud de una dilatada experiencia, éstos también pueden padecer, y por lo general lo hacen, en la propia práctica jurisdiccional, la penal en particular, a la que —por ello— dedicaré unas últimas reflexiones. Al respecto, expresan un tópico bien fundado las palabras de Carnelutti que señalan que en el sistema punitivo no sólo se hace sufrir a los culpables sino a los imputados en general, “para saber si son culpables o inocentes”. A esta evidencia innegable —viejo objeto de fundada denuncia— se debe la apertura en las actuales constituciones de un significativo espacio a la disciplina del proceso, con la atribución del carácter de fundamentales a los derechos esenciales del justiciable, y del imputado, sobre todo. Esta relevante opción se proyecta, en particular, en dos direcciones. La primera es el plano de la legitimación de la jurisdicción misma, que, precisamente por el problema —verdadera aporía— que acaba de apuntarse, sólo puede considerarse ejercida con plena legitimidad cuando, además de prestar garantía a los derechos fundamentales sustantivos, respete en las propias prácticas los también fundamentales de naturaleza procesal, previstos en beneficio del justiciable. Lo anterior reclama que la más alta consagración normativa de éstos se prolongue en la declaración de ilegitimidad y consiguiente expulsión del proceso de cualquier dato obtenido mediante actuaciones policiales o judiciales que impliquen su vulneración. La segunda de las proyecciones aludidas se concreta en la proclamación del principio de presunción de inocencia, en su doble dimensión de regla de trato del imputado y regla de juicio. Este primer aspecto impone a la administración de justicia un modo de actuar que evite la asimilación de la condición de imputado a la de condenado; exigencia que plantea obvias dificultades de compatibilidad con el uso de la prisión preventiva, cuya general 94


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aceptación instala en el centro de la institución procesal un relevante momento de contradicción. Como regla de juicio, la presunción de inocencia impone un proceso de estructura acusatoria, es decir, regido por el principio de contradicción, celebrado ante un juez imparcial, y en el que el afectado tenga inmediato y pleno conocimiento de la imputación y todas las posibilidades de proponer pruebas y defenderse. En esta perspectiva, el principio tiene a su vez dos proyecciones: una, estrictamente jurídica, que se cifra en el aseguramiento de los derechos procesales de las partes, y reclama equidistancia de cada una de ellas respecto del juez e igual derecho a la interlocución entre ellas y con este último; otra, de método, que demanda del juez la adopción de una reflexiva posición de neutralidad en el punto de partida, esto es, de ausencia de prejuicios (por razones personales o de implicación en la investigación previa). Esta actitud inicial ha de prolongarse en un modo de operar, con la información probatoria, dotado del necesario rigor inductivo y sujeto a las reglas del discurso y la argumentación racionales. Ello exige del juez claridad en la identificación de los elementos fácticos tomados en consideración, un tratamiento de los mismos conforme a máximas de experiencia de calidad acreditada y control de los pasos del propio discurso inferencial. Todo lo anterior debe estar presidido por la conciencia reflexivamente asumida del deber de dotar al discurso probatorio de la transparencia necesaria, mediante la debida motivación, de manera que los destinatarios inmediatos de la sentencia, y el eventual lector, puedan tener suficiente conocimiento de la ratio decidendi, tanto en lo que se refiere a la determinación de los hechos como a la cuestión de derecho. Creo que no se debe concluir sin poner de manifiesto que este terreno, es decir, el de la garantía de los derechos en juego en el proceso penal, está en la actualidad recorrido, más que nunca, por una lacerante paradoja. Nunca como en el constitucionalismo vigente el tratamiento de aquélla había sido tan completo y bien articulado, y nunca como hoy había existido una cultura 95


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tan difusa y acabada en la materia. Pero, lamentablemente, al mismo tiempo es de advertir cómo la peor cultura de ley y orden, un planteamiento decididamente emergentista, se halla profundamente instalado en los actuales desarrollos legislativos. Esto se hace patente en la expansión del derecho penal como regular instrumento de gobierno de relevantes aspectos de nuestras realidades, como los representados por las toxicodependencias y la emigración; en el creciente papel de la prisión preventiva; en el progresivo desplazamiento del juicio oral por fórmulas de justicia negociada a la estadounidense. Lo anterior, en nombre de la, ciertamente, necesaria deflación del proceso penal, que, sin embargo, no tendría que plantearse eliminando garantías y envileciendo culturalmente a sus operadores. Si se trata, como debería tratarse, de reducir las dimensiones del sistema penal, el único camino serio y constitucionalmente aceptable pasa por hacer de la aplicación de ese derecho la verdadera ultima ratio (que jamás ha sido), afrontando los graves problemas sociales que son el endémico antecedente de variadas formas de delincuencia en su terreno específico; y potenciando al mismo tiempo —sería el complemento necesario— la acción preventiva extrapenal, y la capacidad y el rigor de la respuesta punitiva a los delitos debidos a diversas formas de poder, los más graves por sus consecuencias sociales y nunca suficientemente perseguidos.

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IMPARCIALIDAD JUDICIAL E INDEPENDENCIA JUDICIAL1

I Salvatore Satta se preguntaba por la existencia de algún dato representativo de la “esencia del juicio” de una centralidad tal que este último sería inexistente en su ausencia. Decía: Es necesario indagar y fijar, si es posible, cuál sea el elemento constitutivo del juicio, aquél que, si falta, impide que se pueda de algún modo hablar de juicio. Me parece que este elemento es identificable y sólo uno: que el juicio se lleve a cabo por un tercero. No es un descubrimiento, es un principio tan viejo como el mundo que nadie puede ser juez en causa propia, es decir, quien juzga en causa propia no hace un juicio.2

1

Este texto es la reelaboración de una ponencia presentada durante el curso Imparcialidad e Independencia Judicial, organizado por el Servicio de Formación Continuada del Consejo General del Poder Judicial, en junio de 2008. Posteriormente incluido en C. Gómez (ed.), La imparcialidad judicial, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2009.

2

S. Satta, Il mistero del processo, Adelphi, Milano, 1994, p. 32.

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En italiano se ha acuñado el término “terzietà” para denotar esta condición. Quizá por la influencia de Hobbes, pues el teórico del absolutismo tenía clara la necesidad de que el llamado a juzgar entre contendientes “no sea uno de ellos” sino “un tercero”.3 Foschini habló de “estraneità”,4 término también sumamente expresivo: el juez como extraño, esto es, ajeno a los intereses presentes en el conflicto, y que interviene para mediarlo desde la exterioridad. La obtención de esa garantía, como presupuesto de la calidad del juicio jurisdiccional, ha generado desde antiguo notable preocupación. Al extremo de que, en algunas experiencias históricas, se llega a considerar que en nadie se daría de manera tan genuina esa condición como en el sujeto reclutado fuera de las propias fronteras,5 pues el extranjero es, en efecto, otro, el extraño por antonomasia. En los municipios medievales italianos ésta fue una práctica regular, y a ello se debe que juristas de la categoría de Baldo, Bartolo y Gandino fueran con frecuencia contratados como jueces. Muratori se refiere a tal práctica: […] introdujeron la costumbre de nombrar por Potestades y Jueces a sujetos forasteros, a fin de que no tuviesen en el país parientes ni amigos, que trastornasen sus juicios.6 3

T. Hobbes, Tratado sobre el ciudadano, edición de J. Rodríguez Feo, Trotta, Madrid, 1999, p. 38.

4

G. Foschini, Sistema del diritto processuale penale. I, Giuffrè, Milano, 1965, p. 335. Para el autor, este concepto denota “la trascendencia de la función con respecto a las particularidades individuales implicadas en el supuesto de hecho”, y se concreta “en los dos aspectos de la impersonalidad y la imparcialidad”.

5

Al respecto, cfr. A. Giuliani y N. Picardi, La responsabilità del giudice, Giuffrè, Milano, 1987, p. 132: “El juez del municipio no era un funcionario de carrera condicionado por vínculos burocráticos, sino prevalentemente extranjero, y por tanto al margen de las facciones ciudadanas: esto con el fin de garantizar su independencia e imparcialidad”.

6

L. Muratori, Defectos de la jurisprudencia, traducción de V. M. de la Tercilla, Viuda de D. Joachin Ibarra, Madrid, 1794, p. 131.

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Calamandrei se hace eco de ella, y alude también a una singular búsqueda de la imparcialidad, la consistente en asegurar “a los litigantes el juicio matutino de hombres en ayunas y por esto más serenos”;7 lo que introduce un matiz que, aun en su pintoresquismo, es digno de consideración, por enriquecer la reflexión en la materia; más recientemente profundizado por Foschini, como se verá, de un modo particularmente sugestivo. En efecto, ya no se trata de neutralizar los posibles efectos que, en la relación juez/partes, pudieran proyectar sobre el primero los intereses de éstas, sino de prevenirle a él frente a sí mismo. En el caso del ejemplo, ingenuamente, frente a los propios humores, incluidos los provocados por la digestión, que, en hipótesis, podrían predisponer a un juicio complaciente, por más relajado, menos riguroso. Hoy, en la aproximación a la imparcialidad como principio inspirador de la jurisdicción, creo que se da una cierta paradoja. Por un lado, la imparcialidad, como tal, está recibiendo un intenso tratamiento jurisprudencial, sobre todo en la vertiente llamada “objetiva”, que históricamente no había merecido especial reflexión. Antes al contrario, incluso hasta en momentos bien próximos a nosotros, la previa relación del juez o tribunal con el objeto del juicio podía ser abiertamente valorada en la jurisprudencia como una ventaja al propiciar (supuestamente) un mejor conocimiento de los hechos.8 Sin embargo, creo que a una pregunta sobre el valor nuclear de la jurisdicción, como la que se hacía Satta, dirigida ahora al ciudadano medio, la respuesta sería, con seguridad: la independencia. Ello tiene que ver (aparte de la estrecha relación conceptual de ambas categorías) con que en la configuración histórica 7

P. Calamandrei, “Governo e magistratura”, en Mauro Cappelletti (ed.), Opere giuridiche. II, Morano, Napoli, 1966, p. 198.

8

Una sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid, de 4 de junio de 1982, en su “1º Considerando”, decía: “que el Juzgado de Instrucción ha hecho una correcta apreciación y valoración del conjunto de las pruebas practicadas con la ventaja de haber instruido las diligencias y haber celebrado el juicio oral” (cursiva mía).

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del hoy “poder judicial”, a partir de Montesquieu, prevalece una perspectiva política, que ha contribuido a situar la independencia de ese carácter en el primer plano; y también con vicisitudes en curso, en particular, con la forma en que —en nuestro país, como en otros— la política ha reaccionado frente a/contra la jurisdicción, a raíz de los procesos por corrupción.

II Situados en la aludida perspectiva histórica, es de señalar que en la sociedad medieval la jurisdicción es el primero y esencial atributo de la soberanía, simbólicamente encarnada en el rey-juez, inspirado a su vez en el paradigma del Dios-juez,9 por lo que se ha dicho, con razón, acerca de que en ese periodo histórico el ejercicio del poder político tiene lugar sub specie de jurisdicción. La actividad de gobierno es, en efecto, de naturaleza judicial, ya que la sociedad estamental, de pluralidad de estamentos y corporaciones con derechos originarios, es fuente de conflictos horizontales que hay que componer. Lo explica muy bien Mannori, que atribuye precisamente a esta circunstancia el hecho de que “las instituciones supracorporativas se presentaban más que como titulares de poder como dispensadoras de justicia”.10 Ahora bien, en el contexto, el ejercicio en concreto de la jurisdicción se desarrollaba en el marco del señorío. Así, debido a la estructura de la propiedad —con la “amalgama jurídica de explotación económica con autoridad política” a la que se refiere Anderson—11 en expresión de Filangieri, correspondía a un 9

Cfr. M. García Pelayo, El reino de Dios, arquetipo político, Revista de Occidente, Madrid, 1959, p. 151; y Del mito y de la razón en el pensamiento político, Revista de Occidente, Madrid, 1968, pp. 69 y ss. y 86-88.

10

Cfr. L. Mannori, “Giustizia e amministrazione tra antico e nuovo regime”, en R. Romanelli (ed.), Magistratura e potere nella storia europea, Il Mulino, Bologna, 1997, p. 28.

11

P. Anderson, Transiciones de la antigüedad al feudalismo, traducción de S. Juliá, Siglo XXI de España, Madrid, 1979, p. 149.

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“magistrado […] que es a un mismo tiempo pesquisidor, fiscal y juez […] un miserable y vil mercenario del barón”;12 por lo que la aspiración a una cierta calidad de justicia en el juicio dispensado por o en nombre del titular de esa patrimonial potestad jurisdiccional se inscribía, de manera comprensible, más en la actual perspectiva de la imparcialidad que de la independencia (política) como hoy la concebimos.13 En tal marco iría haciéndose presente de forma progresiva una diferenciación/tensión de dos dimensiones en el ejercicio del poder: gubernaculum y iurisdictio, origen de la moderna distinción de esas funciones, luego poderes estatales. Un fenómeno muy visible en la experiencia inglesa, especialmente tratada por McIlwain,14 en la que esa tensión adquirirá especial y ejemplar visibilidad en el enfrentamiento del juez Coke con Jacobo I, por la defensa del primero de la (entonces, incipiente y muy precaria) autonomía funcional de la jurisdicción, que entendía fundada en “la razón artificial y el juicio acerca de lo que es el derecho”, frente a la prerrogativa regia.15

12

G. Filangieri, Ciencia de la legislación. III, traducción de J. Ribera, Imprenta de D. Fermín Villalpando, Madrid, 1821, p. 203. Las páginas de este autor sobre la justicia de la feudalidad, “precaria y servil [… en la que] la vindicta pública se convierte en una renta feudal” (pp. 204 y ss.) son de gran interés, por su extraordinaria plasticidad.

13

Debido a que “las relaciones de producción feudales se configuran a partir de la peculiaridad que tienen propietario y trabajador. El propietario (señor) tiene no sólo la propiedad sobre la tierra y los derechos de naturaleza económica o productiva correspondientes, sino que de esa propiedad derivan también derechos y medios de naturaleza jurídico-política que se convierten en medios coactivos para actuar sobre los trabajadores de esa tierra (señorío)”, C. de Cabo, Teoría histórica del Estado y del derecho constitucional. I (Formas precapitalistas y Estado moderno), Promociones y Publicaciones Universitarias (PPU), Barcelona, 1988, p. 243.

14

C. H. McIlwain, Costituzionalismo antico e moderno, con introducción de N. Matteucci, Il Mulino, Bologna, pp. 99 y ss., por el que cito (hay una traducción castellana de J. J. Solozábal, Constitucionalismo antiguo y moderno, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1991).

15

Cfr. R. Pound, El espíritu del “common law”, traducción de J. Puig Brutau, Bosch,

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Con el absolutismo, en la formación de los Estados nacionales y del Estado moderno, la administración de justicia irá consolidando esa diferenciación funcional. Pero, obviamente, sin independencia, pues se reforzará incluso en su papel de potente instrumento de gobierno.16 Al propio tiempo y de manera simultánea, la función de juzgar, con la evolución del sistema políticojurídico y la progresiva concentración del poder, se hará más precisamente “superestructural”, más definidamente política. Esto ocurre, es claro, en perjuicio del estamento nobiliario, que —en Francia, que registra de forma emblemática este proceso, reacciona, con Montesquieu como distinguido portavoz— demanda una instancia judicial ya políticamente “separada” (dado el contexto, quería decirse imparcial), porque no le vale la justicia del rey, implicado en el conflicto. Montesquieu, aunque, como noble, participa del imaginario de la sociedad estamental, introduce un matiz esencial que dota a su obra de incuestionable modernidad: la independencia judicial como garantía, pero ya asociada a la generalidad de la ley: de ahí la exigencia de un aplicador políticamente neutral, “nulo”.17 El Estado liberal conocerá una administración de justicia funcionalmente diferenciada, independiente en la retórica, pero políticamente integrada en el marco del ejecutivo y gobernada por él. El modelo rinde culto a Montesquieu, aunque debe más a Rousseau en lo relativo a la concepción del poder, y realiza el Barcelona, pp. 73-75; M. García Pelayo, Del mito y de la razón en el pensamiento político, op. cit., pp. 109-110; y N. Matteucci, Organización del poder y libertad. Historia del constitucionalismo moderno, traducción de F. J. Ansuátegui Roig y M. Martínez Neira, y presentación de B. Clavero, Trotta, Madrid, 1998, pp. 89 y ss. 16

Es singular el caso de Francia, donde la venta de los oficios judiciales dotará a los parlements de cierta independencia frente al poder real. Al respecto, pueden verse G. Silvestri, La separazione dei poteri. I, Giuffrè, Milano, 1979, pp. 118 y ss.; y P. Alatri, Parlamenti e lotta politica nella Francia del ‘700, Laterza, RomaBari, 1977, pp. 193 y ss.

17

Sobre la relevancia de la aportación de Montesquieu en este punto, cfr. también G. Silvestri, La separazione dei poteri. I, op. cit., pp. 305 y ss.

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paradigma de Bonaparte, para el que la justicia es “le plus grand moyen d’un gouvernement”.18 En el contexto al que remiten estas observaciones, la independencia (frente a/de la) política ocupa ya un lugar preferente en el tratamiento y en la opinión sobre la jurisdicción. Pero es importante reparar en un matiz: la justicia que especialmente inquieta es la penal, en la que el juez, instrumento de control social, es mera prolongación del poder político; por tanto, parte interesada en el ejercicio del ius puniendi. De este modo, reivindicar independencia es pedir también, o sobre todo, imparcialidad en la aplicación del mismo. Por eso, el valor imparcialidad aparece formando parte de un todo (relativamente) indiferenciado con el de independencia. Y en la consideración común acaba por ser un cierto “va de soi”, pues, implícitamente, se entiende que, existiendo ésta, aquélla se daría como por añadidura.

III En cualquier caso, puede decirse que la independencia como cuestión mira preferentemente a la dimensión política de la justicia-instancia-de-poder en su consideración más general, mientras la imparcialidad aparece como un atributo de la jurisdicción en la vertiente del caso. Tiene, pues, menos densidad política, pero esto ya en el moderno constitucionalismo, que combina, de un lado, la idea de la jurisdicción como instancia independiente de garantía; y, por otro, una depurada disciplina constitucional del proceso contradictorio, del que la imparcialidad es un elemento estructural.19

18

J. P. Royer, Histoire de la justice en France, Presses Universitaires de France, Paris, 1955, p. 407.

19

Cfr. L. Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, traducción de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, R. Cantarero, A. Ruiz Miguel y J. Terradillos, Trotta, Madrid, 2007, pp. 581 y ss.

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La preocupación por la imparcialidad en concreto había gozado de una presencia notable en los máximos exponentes del pensamiento ilustrado. Beccaria ve idealmente al juez como “un indiferente indagador de la verdad”, gestor de un proceso “informativo”, que consiste en “la indagación indiferente del hecho”.20 Tan expresivo o más es Muratori, quien dedica todo un capítulo de su obra Defectos de la jurisprudencia a este asunto, rotulándolo “De la indiferencia necesaria en los jueces”.21 Muratori profundiza también en la ya aludida dimensión más intensamente subjetiva de la imparcialidad, la que se cifra en la relación del juez consigo mismo: “el juez cuando se le presente alguna causa, debe desnudarse enteramente de todo deseo, amor y odio, temor o esperanza”.22 Para ello, dice el mismo autor, […] antes de examinar las razones, se ha de sondear el corazón para ver si se oculta en él algún impulso secreto de desear y de hallar mejores y más fuertes las razones de la una parte que de la otra.23

Y, en cuanto a la “esperanza”, explica, gráficamente, “esperar alguna utilidad propia” de la decisión, no sería “administrar justicia […] sino venderla”.24 En fin, a propósito del “temor”, sentencia que “el que no tenga fortaleza no se ponga en el cargo de juez”.25 En ambos planteamientos late una clara conciencia de que, dicho con términos de Ferrajoli, la jurisdiccional es una función de naturaleza esencialmente cognoscitiva.26 En efecto, todas 20

C. Beccaria, De los delitos y de las penas, traducción de J. A. De las Casas, introducción de J. A. del Val, Alianza, Madrid, 1998, p. 59.

21

L. Muratori, Defectos de la jurisprudencia, op. cit., cap. XII, p. 119.

22

Ibíd.

23

Ibíd., p. 121.

24

Ibíd., p. 124.

25

Ibíd., p. 128.

26

L. Ferrajoli, Derecho y razón, op. cit., pp. 43-44, 538-546, 578.

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estas indicaciones buscan neutralizar la subjetividad del juez; colocarle ante la causa en una actitud que le permita tratarla, en la intersubjetividad, de la manera más objetiva, único modo acreditado de obtener un conocimiento de calidad. De manera que, cabe decir, la independencia es a la imparcialidad lo que ésta a la objetividad del juicio. Dicho por otro ilustrado, Massimiliano Murena: “la palabra juez lleva consigo la idea de la justicia y de la verdad” y “la justicia depende de la verdad de los hechos”.27 Murena, diríamos hoy, es también cognoscitivista en materia de aplicación de la ley, ya que entiende que, por razón de imparcialidad, el juez no puede “apartarse jamás de la verdad de la ley”;28 lo que presupone la inteligencia de que cabe una aproximación tendencialmente objetiva del intérprete al contenido de la norma, en el marco de la interpretación.29 Calamandrei imaginaba un juez “sereno e imparcial como el científico en su gabinete de trabajo”;30 y en parecido sentido Bobbio, quien asimiló tendencialmente la imparcialidad del juez a la neutralidad del científico.31

IV En la actualidad, es patente que los valores constitucionales de independencia e imparcialidad, centrales de la jurisdicción, 27

M. Murena, Tratado sobre las obligaciones del juez, traducción del francés de C. Cladera, Plácido Barco López, Madrid, 1785, pp. 56 y 66, respectivamente.

28

Ibíd., p. 79.

29

L. Ferrajoli, en Derecho y razón, op. cit., p. 67, se refiere a “la legitimación cognoscitivista de la jurisdicción”, a la que inequívocamente se orienta la exigencia de imparcialidad —en este plano, de exclusiva sujeción a la ley— como garantía (pp. 588 y ss.).

30

P. Calamandrei, “Governo e magistratura”, op. cit., p. 201.

31

N. Bobbio, “Quale giustizia, quale legge, quale giudice”, en Quale giustizia, 8/1971, p. 270. También recogido en A. Pizzorusso (ed.), L’ordinamento giudiziario, Il Mulino, Bologna, 1974, p. 165.

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guardan entre sí una estrecha relación conceptual, pues la independencia busca garantizar lo que, en realidad, es una forma de imparcialidad. Tiene por objeto evitar que el juez, por razón de su modo de encaje en el marco estatal, por su estatuto, se vea constreñido o inducido a operar como actor político, es decir, como parte política en el proceso, en perjuicio de la exclusiva sujeción a la ley. Romboli y Panizza, al discurrir sobre estos valores, ven entre ellos una relación asimilable a la existente entre […] una serie de cajas chinas, en la que hay una más grande que es la de la independencia externa; luego otra más pequeña, la de la independencia interna y una aún más pequeña que es la de la imparcialidad. Todas tienden a la persecución y a la realización del valor que representa el núcleo esencial contenido en las cajas, que es precisamente la libertad del juez en el momento del juicio.32

Interimplicados de forma estrecha, independencia e imparcialidad son, pues, términos conceptualmente susceptibles de deslinde, mediante el análisis, que hace ver que la relación que mantienen, en el plano constitucional, es de funcionalidad del primero respecto del segundo; y de ambos al principio de legalidad: sujeción del juez sólo a la ley, quien, a su vez, procura hacer efectivo el principio de igualdad. Por tanto, la independencia guarda relación con la posición de la magistratura en el marco estatal, y con la del juez en el contexto orgánico. La imparcialidad tiene en la independencia un presupuesto o condición de posibilidad, y su espacio propio de actuación en el enjuiciamiento. Condición de posibilidad, y como tal, necesaria pero no bastante, porque es claro que un

32

R. Romboli y S. Panizza, “I principi costituzionali relativi al ordinamento giudiziario”, en S. Panizza, A. Pizzorusso y R. Romboli (eds.), Testi e questioni di ordinamento giudiziario e forense I. Antologia di scritti, Edizioni Plus-Università di Pisa, Pisa, 2002, pp. 37-38.

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juez o tribunal no políticamente condicionados en el ejercicio de su función podrían, al mismo tiempo, no estar en posición de equidistancia en la relación con las partes procesales y con el objeto del juicio. En este sentido, mientras la independencia es una garantía de carácter orgánico, la imparcialidad lo es de naturaleza más bien procesal, en cuanto despliega sus efectos dentro del proceso, proyectándolos sobre las partes y el asunto litigioso. Sin embargo, conviene insistir en que son dos valores estrechamente interrelacionados que en su unidad/distinción integran un valor complejo, con una pluralidad de dimensiones: política, jurídica, epistémica y ética. La dimensión política es la concerniente al modo de inserción de la magistratura, como instancia, en el aparato estatal. Aquí prevalece la vertiente de la independencia que, por eso, se conoce como externa en relación con el juez individualmente considerado. Del tratamiento constitucional de esa primera dimensión depende la posición del juez en su entorno institucional más inmediato, es decir, su propio estatuto, que, con ese antecedente político, abre ya un haz de cuestiones de naturaleza orgánica, de carácter, por tanto, más bien político-jurídico, que son las relativas a los derechos y deberes del juez, a su estatuto como operador estatal. Entre este momento y el proceso concreto se encuentra un espacio organizativo-procesal, de particular significación desde el punto de vista de la imparcialidad. Es el que gira en torno a las categorías de “juez natural” y se instrumenta con el recurso técnico de la “predeterminación legal”. Ambas tienen que ver con el hecho acreditado de que los jueces, que podría decirse que son más o menos fungibles desde el punto de vista de su preparación técnico-jurídica, no lo son en absoluto o lo son mucho menos desde el punto de vista político-cultural e ideológico.33 Es 33

Cfr. M. Nobili, en su comentario del Artículo 25,1 de la Constitución italiana, en G. Branca (ed.), Commentario della Costituzione. Rapporti civili, Zanichelli-Il Foro Italiano, Bologna-Roma, en particular, p. 165.

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por lo que se trata de administrar este factor, no indiferente en la administración de justicia, de la manera más aleatoria posible, evitando la designación o elección de jueces ad hoc en función del mismo, lo que se logra mediante la asignación de las causas con criterios objetivos. Es una forma de neutralizarlo tendencialmente, en una perspectiva general. El juez, con un perfil institucional y un estatuto definidos en aquel primer momento, y a través del filtro al que acaba de aludirse, entra en el proceso, y esto trae a primer plano su rol en ese ámbito que tiene ya una —primera— vertiente netamente jurídica, que se concreta en el régimen de garantías procesales, relativas a la relación con las partes y con el objeto del juicio. El tratamiento de este último, o sea, la forma de aproximación al thema probandum, esto es, a las fuentes de prueba y al material probatorio, halla, como es sabido, en las leyes de procedimiento un conjunto bien articulado de pautas a las que el modo de operar judicial deberá ajustarse. Pero también se sabe, o debería saberse, que la regulación legal disciplina la periferia del juicio, porque el enjuiciamiento stricto sensu discurre por los cauces de la inducción probatoria, y ésta se rige por reglas que no son jurídicas, sino las propias del método hipotético-deductivo, que es lo que desplaza el asunto al terreno de la epistemología. Versando como versa sobre conductas humanas, finalmente, el ejercicio imparcial de la jurisdicción ingresa en un nuevo campo, analíticamente bien diferenciable de los anteriores: el de la ética. Porque juzgar de forma correcta requiere que en el juez estén presentes hábitos intelectuales, pero también hábitos morales, sobre los que es preciso discurrir.

V La reflexión político-constitucional sobre la independencia judicial como principio informador de la organización judicial y del ejercicio de la jurisdicción se ha enriquecido de manera 110


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sensible en un tiempo reciente. En efecto, antes se encontraba esencialmente polarizada sobre lo que ahora se entiende como independencia externa, es decir, la de la magistratura en su conjunto en relación/frente a las demás instancias de poder, en un marco estatal de división de poderes; y hoy ha ampliado y profundizado su objeto hasta comprender dentro de él a la propia manera de estar el (cada) juez en la organización judicial, cuyas particularidades no son indiferentes para la calidad del juicio. En este sentido, se habla de independencia interna. Ambas dimensiones integran el principio de manera esencial, y deben concurrir en la definición del modelo de juez, que no podría ser políticamente independiente si no lo es el espacio institucional en el que se enmarca su actividad; y tampoco si en el ejercicio concreto de ésta experimenta o debe soportar alguna dependencia de naturaleza jerárquico/administrativa. En el constitucionalismo actual, el punto de arranque de tal modo de concebir la independencia judicial —con antecedentes en autores como Mortara, que ya muy tempranamente había visto la conveniencia de instituir un “Consiglio superiore di giustizia”, para “hacer menos directa e influyente la acción del gobierno sobre los nombramientos y disposiciones en el personal de la magistratura”—34 está localizado en la Constitución italiana de 1948, que buscó hacer posible la independencia de la judicatura como tal en el plano organizativo (externo), mediante la introducción del Consiglio Superiore della Magistratura,35 que suponía rescindir la histórica relación de subordinación de la misma al

34

L. Mortara, Lo Stato moderno e la giustizia, Unione Tipografico-Editrice, RomaTorino-Napoli, 1885, p. 69.

35

Sobre las vicisitudes del Consiglio Superiore della Magistratura en la Asamblea Constituyente italiana, véase F. Rigano, Costituzione e potere giudiziario, Casa Editrice Dott. Antonio Milani (Cedam), Padova, 1982, pp. 124 y ss. Acerca del Consiglio, A. Pizzorusso, L’organizzazione della giustizia in Italia. La magistratura nel sistema politico e istituzionale, Einaudi, Torino, 1990, pp. 105 y ss.; y E. Bruti Liberati y L. Pepino, Autogoverno o controllo della magistratura?, Feltrinelli, Milano, 1998.

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poder político, determinada por su inserción en el ámbito del ejecutivo. También dio un paso esencial hacia la independencia del juez en el plano interno, al prescribir: “los magistrados se distinguen entre sí únicamente por la diversidad de sus funciones” (Artículo 107.3 de la Constitución Italiana [CI]). Este precepto expresa un verdadero imperativo de abolición de la carrera,36 es decir, de la tradicional integración de los jueces en un cuerpo jerárquico, que, como se sabe, comportaba la nada sutil interferencia de cada momento jurisdiccional de la jerarquía de instancias por un momento político-administrativo, fuertemente condicionante del primero. La consecuencia de este sistema perverso consistía en el establecimiento de un verdadero diafragma de naturaleza política entre el juez y la ley, la auténtica administrativización de esta relación. Porque, en efecto, en la práctica producía, aun sin stare decisis, la vigencia del precedente vinculante, pero no vinculante por razón de la colocación superior en el orden procesal del órgano emisor de la resolución llamada a prevalecer, sino por el carácter preordenado del mismo en el plano político-administrativo o de “la carrera”. Se debe a Calamandrei —presente en la constituyente italiana— una lúcida reflexión en la materia, bajo el título bien significativo de “Los peligros de la ‘carrera’”.37 En ella el autor pone de manifiesto los efectos perversos para la independencia decisional que se derivan de ese modo de articulación burocrática, y concluye que sólo la atribución de una igual dignidad judicial a todos los cargos judiciales podría neutralizarlos. Tal es el criterio que se llevó en Italia a la legislación orgánica, como desarrollo

36

Cfr. E. Bruti Liberati y L. Pepino, Autogoverno o controllo della magistratura?, op. cit., pp. 100 y ss.

37

Es el título de uno de los epígrafes del capítulo dedicado a “Independencia y sentido de la responsabilidad del juez”, en P. Calamandrei, Proceso y democracia, traducción de H. Fix Zamudio, Ediciones Jurídicas Europa-América (EJEA), Buenos Aires, 1960, p. 98.

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del precepto constitucional citado, producido no sin esfuerzos, y que la reforma de Berlusconi habría tratado de banalizar en aspectos significativos.38 Y hay que decir que aquel tratamiento legislativo coherentemente constitucional, además de los consiguientes efectos en el plano orgánico, produjo otros ciertamente importantes de naturaleza cultural. Me refiero a la promoción de una nueva, por distinta, cultura de la independencia, alternativa a la tradicional de la sumisión al superior, que lo era regularmente en el plano jerárquico-administrativo y en el jurisdiccional. Una sumisión inducida por la formal, inevitable, subordinación de cada juez quien, además de ser controlado en el contenido de sus decisiones como subordinado, estaba en situación de condicionar, de manera positiva o negativa, sus aspiraciones de carrera. A esa clase de actitud, extraordinariamente negativa desde el punto de vista de la independencia-imparcialidad, se refirió críticamente Calamandrei en el mismo texto, haciendo una gráfica referencia al “gusanillo” que la dinámica de la promoción y las expectativas de “ascenso”39 inoculan en el juez de ese (anti)modelo, empujándolo a la subalternidad, y minando su capacidad de autonomía de juicio. Se trata de una actitud, con fuertes raíces subliminales, tan generalizada como generalmente reprimida y no vista por los propios afectados. Al extremo de que sólo muy raramente ha sido objeto de crítica interna, y de que lo que prevalece en los jueces es un alto sentido (ideológico) de la propia independencia, que suele verbalizarse en el tópico insustancial y estúpido de que a uno “nadie le ha dicho nunca en qué sentido debía decidir en 38

Cfr. al respecto, con contribuciones de distintos autores, los monográficos “Obiettivo. La giustizia secondo il ministro Castelli”, en Questione Giustizia, 4/2002, pp. 781 y ss.; “Obiettivo. La controriforma dell’ordinamento giudiziario alla prova dei decreti delegati”, en Questione Giustizia, 1/2006, pp. 53 y ss.; y L. Pepino, “Quale giudice dopo la riforma dell’ordinamento giudiziario?”, en Questione Giustizia, 4/2007, pp. 651 y ss.

39

P. Calamandrei, Proceso y democracia, op. cit., p. 100.

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algún asunto”, cuando lo cierto es que no hay nada tan obvio como el hecho bien acreditado de que, en esa clase de estructuras, las indicaciones o sugerencias están ya impresas con suficiente precisión en el mismo complejo organizativo y su dinámica, y por eso preactúan en la propia política de nombramientos. Precisamente tal es la virtud del (anti)modelo: que hace innecesarias las órdenes explícitas. La dificultad psicológica (y ética) de aceptar que se está inmerso en esta dinámica, y gravemente expuesto a su demoledora influencia, ha suscitado toda una retórica de la independencia (y de la imparcialidad) como valor de carácter exclusiva o preferentemente moral, radicado en lo más profundo de la conciencia del juez, que —por la “unción carismática” de la que habló De Miguel Garcilópez—40 estaría a salvo de todo condicionamiento al respecto. En el mismo sentido Martínez Calcerrada afirma que […] El juez es sólo y siempre juez […], que es por lo cual el órgano judicial, sometido a la contemplativa de personalidad que lo regenta, discurre por el concierto social, impregnado de su carisma profesional.41

De este modo, es decir, por esa vía, rigurosamente ideológica, de la creación de falsa conciencia, se sublimaría la falta de garantías como el supuesto objetivo carácter innecesario de las mismas, dada la calidad del perfil espiritual del juez. El planteamiento explícito en las citas que acabo de hacer introduce, quizá, por lo grotesco, cierto factor de distancia, que podría llevar a pensar que el problema apuntado es de otra época, de otro contexto. Pero creo que no es así, y diré brevemente por qué. 40

A. de Miguel Garcilópez, “Ley penal y Ministerio Público en el Estado de derecho”, en Anuario de Derecho Penal, 1963, p. 266.

41

L. Martínez Calcerrada, Independencia del Poder Judicial, Revista de Derecho Judicial, Madrid, 1970, p. 208.

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Aunque la Constitución de 1978 acoge de forma explícita “la carrera”, cuando en el Artículo 122.1 y 2 se refieren a ella y al régimen de ascensos, lo cierto es que se separa en una importante medida del modelo propio del Estado liberal, de estirpe napoleónica, pues la entrada en escena del Consejo General del Poder Judicial supuso el fin del gobierno de la judicatura por el Ministerio de Justicia, un cambio de gran relevancia en el plano externo de la independencia, que tuvo asimismo una consecuencia importante en el orden interno, porque el desplazamiento de tal función al Consejo desposeyó de sus atribuciones de esa índole al Tribunal Supremo, reduciéndole al papel estrictamente jurisdiccional. Como consecuencia, también desaparecería el control disciplinario intrajurisdiccional de los tribunales, que antes podían sancionar de plano, cuando conocían en vía de recurso. Ese tratamiento constitucional y legislativo llevó consigo una significativa desactivación del componente jerárquico, y limitó de manera sensible la interferencia de lo jerárquico-administrativo en lo jurisdiccional. Pero, lamentablemente, la demoledora experiencia del Consejo —con su nefasta política de nombramientos42 (política sin más),43 rebosante de diversos tipos de arbitrariedades y desprovista de objetividad— ha neutralizado en parte no desdeñable ese positivo impulso, pues induce en

42

Incapaz, más bien resistente a autorregularse en el uso de la propia discrecionalidad mediante el establecimiento de parámetros tendencialmente objetivos de valoración, y escandalosamente resistente al cumplimiento del deber de motivar (Artículo 137.5 de la Ley Orgánica del Poder Judicial [LOPJ]).

43

Cfr. P. Andrés Ibáñez, “Racionalizar (y moralizar) la política de nombramientos”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 52/2005; J. Hernández, “La inaplazable necesidad de reforma del sistema de nombramiento de altos cargos judiciales”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 57/2006; J. Igartua Salaverría, “Motivación de nombramientos discrecionales (Posterioridades de la STS 3171/2006 —caso Gómez Bermúdez—)”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 58/2007; M. Atienza, “Discrecionalidad y juicios comparativos”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 61/2008; y J. Igartua Salaverría, La motivación de los nombramientos discrecionales, Civitas, Madrid, 2007.

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

los jueces, explicablemente interesados en la propia promoción profesional, actitudes sumamente negativas desde el punto de vista de la independencia. El modo de operar del Consejo en la materia deja claro que el acreditado rigor en la práctica de la independencia judicial, la profesionalidad más exigente, por sí misma, no vende; que lo que en general cuenta son factores como el tipo de relaciones asociativas y de otra índole, cuando no la afinidad política o ideológica; lo que constituye un estímulo a la persecución de esa clase de influencias e incentiva el clientelismo y, en fin, para qué engañarse, alguna forma de dependencia, o, si se quiere, dicho en términos más suaves, la promoción, como lo más políticamente correcto y más rentable, de un estándar de independencia de bajo perfil. En efecto, si desde el “gobierno” heterogobernado de la magistratura se suscitan o favorecen actitudes, esto es, hábitos de no-independencia o de independencia débil: ¿se promueve y difunde la independencia como valor? Y un juez con la baja autoestima y la mala conciencia, que sin duda deberá generar la propia aceptación de esa dinámica envilecedora (la que se expresa, por ejemplo, en el patético deambular por los pasillos del Consejo y por otros pasillos en busca de o para apoyar un nombramiento): ¿podrá ser independiente? ¿Podrá ser imparcial, si, sabiendo cómo se administran las aspiraciones de carrera, le consta que el modo de actuar más constitucional en una cierta causa le convertirá en profesionalmente incorrecto o incómodo? En ciertos discursos comparece la sospechosa expresión “sentido de Estado”, atribuido, como supuesta virtud, a algunos jueces, o echado de menos, como defecto o inconveniente, en otros, poco predispuestos a tomar en consideración más elementos de juicio que los de la causa en sentido estricto. Lamentablemente, no puede decirse que el asociacionismo haya contribuido a suscitar y difundir entre los jueces una cultura eficazmente alternativa en la materia; porque, en realidad, las propias asociaciones han acabado por integrarse ellas mismas en ese degradado universo, hasta el punto de que, con la mayor 116


IMPARCIALIDAD JUDICIAL E INDEPENDENCIA JUDICIAL

frecuencia, sus puestos de dirección son un primer paso, o un paso más, en el cursus honorum del afiliado.

VI La dimensión jurídica de la imparcialidad despliega sus efectos en dos terrenos: el de las relaciones del juez con las partes y de éstas entre sí; y en el de la práctica de las pruebas y el uso de los medios probatorios. Desde el primer punto de vista, el juez tiene la responsabilidad de velar por la distribución equilibrada del espacio escénico del juicio y, en general, del proceso. Se trata de un espacio que no es elástico, de manera que lo que alguno de los tres roles implicados en él (en el esquema: el judicial y el de cada una de las dos posiciones parciales) ocupe de más, será de menos, es decir, lo será en perjuicio del otro o de los otros. Por eso es tan fundamental que las partes gocen de todos los derechos procesales y accedan a un disfrute igual de los mismos. En efecto, sólo en presencia de partes con plenitud de derechos el juez estará en su lugar, en posición de equilibrio, guardará la necesaria equidistancia. Porque, escribió Meyer, “quien [como él] sostiene la balanza no puede moverse de su puesto sin que ésta se incline para un lado”.44 Desde esta perspectiva no cabe cerrar los ojos a una evidencia. El papel del juez (que desempeña un rol de poder) es tendencialmente invasivo; también, y por la misma razón, el del fiscal. Por otro lado, al tratarse de sujetos institucionales, entre ellos media una cierta tendencia a la complicidad; algo que puede advertirse en el campo penal, en el que no es nada infrecuente que el fiscal disfrute de una consideración privilegiada en la administración del tiempo para la evacuación de algunos trámites, 44

G. D. Meyer, Spirito, origine e progressi delle istituzioni giudiziarie dei primari stati d’Europa. V, traducción italiana de M. Malagoli-Vecchj, Tipografia Aldina, Prato, 1839, p. 156.

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en la subsanación de algunas omisiones en materia de proposición de pruebas… Por otro lado, es también usual que en los juicios penales se dé cierta tendencia del juez o tribunal a subrogarse en posiciones propias del fiscal, supliendo sus omisiones: en el recurso a la instrucción probatoria, en el uso de la palabra en los interrogatorios, para solventar alguna duda, muchas, si no las más de las veces, contra reo. Es verdad que la Ley de Enjuiciamiento Criminal (Lecrim) contempla el recurso, complementario, de la instrucción probatoria que hace posible su Artículo 729.2. Pero también lo es que constituye un instrumento procesal muy problemático, del que tendría que hacerse un uso especialmente prudente; y más aún de la “tesis” de su Artículo 733. Entiendo que el imperativo de la imparcialidad veda al juez penal toda posibilidad de subrogarse en el cometido de la acusación; por el papel central, preferente, que tiene en la materia el principio de presunción de inocencia; y porque, en función de la vigencia, absoluta e incondicionada, del mismo, que no admite restricciones, la iniciativa de aquélla corresponde exclusivamente a quien la ejerce en lo formal. Las leyes de enjuiciamiento regulan con pormenores la dinámica probatoria y, en general, lo hacen de un modo que responde al principio de “igualdad de armas”. En tal sentido, es decir, el de la búsqueda de una relación de equilibrio en las posiciones parciales y en las correspondientes aportaciones, ese tratamiento de la materia es una garantía jurídica de imparcialidad, que tiene su complemento necesario en la posición ideal de pasividad del juzgador. El principio de imparcialidad halla, en el mismo plano jurídico de la reglamentación de la prueba, otra importante proyección, que se concreta en el deber del juez de velar por la legitimidad constitucional de las actividades de producción de la misma; tal y como aparece previsto en el Artículo 11.2 de la LOPJ. En efecto, pues si el ordenamiento jurídico prescribe 118


IMPARCIALIDAD JUDICIAL E INDEPENDENCIA JUDICIAL

que sólo las pruebas practicadas en el respeto de los derechos fundamentales pueden producir efectos, la desaplicación de esta norma, con la atribución de eficacia a datos obtenidos de modo ilegítimo, implica la ilegal alineación del juez o tribunal junto a una parte, por lo general la acusación pública, y en perjuicio de otra (en general, el imputado al que habría favorecido la exclusión probatoria). Es por lo que creo que la desafortunada jurisprudencia, hoy generalmente imperante, con origen en la Sentencia del Tribunal Constitucional (STC) 81/1998, que consagró la llamada “conexión de antijuridicidad”45 genera, junto a efectos tan demoledores como la abrogación del Artículo 11.1 de la LOPJ, el de afectar de forma muy negativa el principio de imparcialidad. En fin, es bien sabido que la valoración probatoria no admite pautas legales de decisión sobre el fondo, que es por lo que las leyes procesales establecen sólo reglas que disciplinan en exclusiva el uso de los medios probatorios; y por lo que en aquella materia rige el principio de libre convicción, durante largo tiempo entendido de manera aberrante por los jueces y tribunales, como consagrador, no sólo de la inexistencia de reglas jurídicas de valoración probatoria, sino de la ausencia de cualquier clase de reglas en este campo. La consideración rigurosa de este principio lleva necesariamente a la dimensión epistémica del enjuiciamiento.

VII Es el espacio en el que, aun tratándose de una previsión normativa, hay que situar el principio de presunción de inocencia. Éste 45

Al respecto, cfr. J. Díez Cabiale y R. Martín Morales, La garantía constitucional de la inadmisión de la prueba ilícitamente obtenida, Civitas, Madrid, 2001; M. Miranda Estrampes, El concepto de prueba ilícita y su tratamiento en el proceso penal, Bosch, Barcelona, 2004, pp. 129 y ss.; y P. Andrés Ibáñez, Falacias en la jurisprudencia penal, en I. Rivera, H. C. Silveira, E. Bodelón y A. Recasens (eds.), Contornos y pliegues del derecho. Homenaje a Roberto Bergalli, Anthropos, Barcelona, pp. 314-316.

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da contenido a un derecho que tiene evidente densidad epistémica, pues, en cuanto regla de juicio, impone al juez la adopción de una posición de neutralidad,46 de ausencia de pre-juicios en el punto de partida del enjuiciamiento, y, como corolario, la absolución en ausencia de datos probatorios de cargo. El trabajo del juez con el material probatorio es el propio del método hipotético-deductivo, que es el mismo que rige en la actividad historiográfica y, en general, en la científica. Situados en este punto, el trabajo del juez debe ser imparcial, no por dar satisfacción a una exigencia moral (que también), sino prioritariamente porque el proceso ha de ser, antes que otra cosa, proceso de adquisición de conocimiento, y el juez debe ser, valga la expresión, un conocedor racional que, en el momento de decidir, pueda afirmar con fundamento que ciertos hechos ocurrieron o no en la realidad, y, en el primer caso, de una cierta manera. Es por lo que el deber de independencia-imparcialidad, de carácter político en un primer momento, es (de imparcialidad) más bien jurídica en otro; y termina por ser la traducción procesal de ciertas pautas muy acreditadas en el ámbito del saber científico. Con pleno fundamento, ya que el juez tiene que ser imparcial, precisamente, para conocer, para saber bien del objeto de la causa. Como es obvio, el juez no puede adquirir constancia directa, es decir, verificar por sí mismo “el hecho” objeto de conocimiento; hecho eventualmente producido en un momento anterior, pasado, por tanto, y en sí mismo (aun habiendo sucedido, ya) inexistente en la realidad actual, que, no obstante, sí podría ofrecer (como normalmente ofrece) vestigios de su acaecimiento. Pues bien, el juez debe operar de la manera más objetiva con estos vestigios y con los datos que acerca de la eventual existencia del hecho del que se trate pudieran proporcionarle las personas que hubiesen tenido alguna relación con él, como afectados o 46

Escribió, gráficamente, P. Calamandrei: “La conciencia del juez cuando afronta la decisión de un litigio debe encontrarse como una página en blanco”, en Proceso y democracia, op. cit., p. 89.

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IMPARCIALIDAD JUDICIAL E INDEPENDENCIA JUDICIAL

espectadores. En tal sentido, el acceso al hecho imputado en el proceso penal (hecho principal, jurídicamente relevante a tenor de algún precepto) tiene lugar por la comprobación de la concurrencia efectiva de otros hechos (secundarios, no jurídica sino lógica o probatoriamente relevantes) de los que cabe inferir la producción del primero.47 Por tanto, el juez tiene a su alcance —en el presente— sólo datos fácticos eventualmente indicadores de la existencia —en el pasado— del hecho objeto del proceso, que sería el resultado de una acción humana, a la que, como posible causa, y para comprobar si en efecto lo fue, habría que remontarse en el curso de la actividad probatoria y con los recursos que ésta le brinda. El deber de actuar de manera imparcial tiene, pues, una consistente dimensión de método. Método, el carácter genuino de cuya aplicación tratan de asegurar las reglas procesales que persiguen garantizar la confrontación dialéctica, la interlocución activa de las partes sobre el objeto del juicio, y colocar al juzgador en una situación de positiva, de pasiva equidistancia. Método que está inscrito en la propia estructura del juicio contradictorio, y cuya aplicación exige atribuir la iniciativa de la persecución (de la indagación) a un sujeto distinto del juez, y distribuir los distintos roles entre los participantes, del modo indicado. Foschini opera con el aludido concepto de “estraneità del juez con respecto a todas las particulares situaciones individuales”, que —dice— consiste en la “tendencia a la eliminación del yo de la ratio decidendi”, y se desdobla en dos conceptos: “imparcialidad” propiamente dicha, e “impersonalidad”.48 Desde el punto de vista de la “estraneità” así entendida, explica:

47

Cfr. M. Taruffo, La prueba de los hechos, traducción de J. Ferrer Beltrán, Trotta, Madrid, 2002, pp. 455 y ss.

48

G. Foschini, Sistema del diritto processuale penale, op. cit., p. 336.

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

Óptima decisión es la que habría sido siempre la misma en el caso de que otros individuos hubieran ocupado la situación de partes y cualquier otro individuo la situación de disidente.49

Para él, la imparcialidad consiste en que las partes no tengan “un valor diverso del que se resume únicamente en su situación que constituye materia del juicio”. Así, “imparcialidad del juez quiere decir su indiferencia para todo elemento individual y singular de las partes fuera de la situación jurídica en función de la cual son partes”. En otros términos, y según el mismo autor: “imparcialidad implica despersonalización de las partes”.50 La “impersonalidad” denota “una situación de indiferencia del juez hacia la propia singularidad, es decir, hacia sí mismo entendido no como órgano sino como persona”. Algo necesario, porque el enjuiciamiento debe ser “expresión de verdad, es decir, un modo de ser el menos personal posible, tendencialmente el más próximo a lo universal”.51 En este planteamiento de Foschini es de ver cómo la perspectiva de método se integra con la más bien moral antes apuntada, que reclama del juez: honestidad intelectual y la más franca, convencida y empática aceptación de los principios que deben orientar su actividad cognoscitiva, en particular, en el caso de la justicia penal, el de presunción de inocencia. Ya Calamandrei había reflexionado en esa misma clave sobre la imparcialidad como “la resistencia a todas las seducciones del sentimiento […,] esa serena indiferencia casi sacerdotal”, para él, representada en la toga, […] por su uniformidad estilizada, que simbólicamente corrige todas las intemperancias personales y difumina las desigualdades individuales del hombre bajo el oscuro uniforme de la función. 49

Ibíd.

50

Ibíd., p. 337.

51

Ibíd., p. 339.

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IMPARCIALIDAD JUDICIAL E INDEPENDENCIA JUDICIAL

Una función que concibe “estática”, ejercida “sin impaciencia y sin curiosidad”, porque, a su entender, la imparcialidad reclama en el juez “inercia […, que es] garantía de equilibrio”, donde “actuar significaría adoptar un partido”.52 Por lo anterior, en la estructura del juicio contradictorio, pedir, instar, la iniciativa, por tanto, es función de parte. De ahí que, también muy gráficamente, el mismo Calamandrei vea en el escenario de aquél un “momento estático” y un “momento dinámico”, perceptible, dice, incluso […] en los aspectos externos y en los juicios que se ven en audiencia: el juez, sentado, el abogado, de pie; el juez, con la cabeza entre las manos, reconcentrado e inmóvil, el abogado con los brazos extendidos y en actitud de hacer presa, agresivo e inquieto.53

VIII En este terreno, la honestidad intelectual tiene reservado un papel central, que conecta con una ética del enjuiciamiento. A mi modo de ver ésta halla un campo privilegiado de actuación a través de la asunción rigurosa del deber de motivar las resoluciones judiciales; mediante la atribución al mismo por parte del juez de una efectiva vigencia ex ante en la propia práctica jurisdiccional. Lo que, en materia de hechos, quiere decir que el ámbito de la decisión tendrá que ser coextensivo con el de lo motivable, circunscribirse a lo susceptible de verbalización y de justificación expresa. Y, en materia de fundamentación jurídica, reclama dotar de la necesaria transparencia a las auténticas razones puestas como real fundamento de la misma. El deber de imparcialidad, en la perspectiva del deber de motivar tomado como acaba de decirse, exige del juez que alimente 52

P. Calamandrei, Elogio de los jueces escrito por un abogado, traducción de S. Sentís Melendo, EJEA, Buenos Aires, 1980, pp. LXIX, 41, 52.

53

Ibíd., pp. 52-53.

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

un cierto estado de tensión moral consigo mismo, orientado a la neutralización de aquellas pulsiones o inclinaciones que, dejadas a su propia dinámica, podrían llevarle a dar relevancia, incluso, o sobre todo, de orden subliminal, a elementos o razones que no deben entrar en el plano de la decisión, ni condicionarla. Y, cuando por la textura del precepto legal resulte inevitable realizar una opción de especial implicación personal en el orden valorativo, el juez, además de atenerse con exquisito rigor al marco constitucional, tendría que dar a la ratio decidendi, sobre todo en ese segmento de mayor apertura y permeabilidad al propio criterio, la máxima transparencia. Expresivamente, Stammler ve necesario que “el juez esclarezca críticamente ante sí mismo el contenido de su propio fallo”,54 apuntando con claridad a la necesidad de esa especie de desdoblamiento intelectual, que le impone extender a su propio modo de razonar la operatividad del fundamental principio de contradicción. Tratándose del enjuiciamiento penal, ese esfuerzo de racionalización debe proyectarse de igual forma como autorrestricción del área del enjuiciamiento, que versa sobre un hecho y no sobre la personalidad del autor. El juez tendrá que impedir que su juicio acabe vertiendo de manera subrepticia sobre ella; o que datos de ésta, que, en rigor, carecerían de valor probatorio de cargo, se inscriban de facto en el contexto de la decisión. El principio de imparcialidad impone al juez desatender con eficacia los datos o elementos que no pueden formar parte del cuadro probatorio de modo legítimo. En esto, no hay duda, deberá ser necesariamente principialista, porque lo que la ley (en este caso, por ejemplo, el Artículo 11.1 de la LOPJ) le impone es un modo de operar por principio en la apreciación del carácter inconstitucional, en su caso, de lo aportado por un medio de investigación o de prueba; desatendiendo las consecuencias que, en el orden de la convicción, podrían haberse derivado de 54

R. Stammler, El juez, traducción y prólogo de E. F. Camus, Cultural, La Habana, 1941, p. 92.

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IMPARCIALIDAD JUDICIAL E INDEPENDENCIA JUDICIAL

la eventual introducción de ese elemento de pruebas en el cuadro probatorio. Según Meyer, el juez “debe poner en olvido todas las consecuencias de su juicio para examinar solamente lo que pertenece a las partes”.55 Es claro que la afirmación tiene un marco distinto del propio de estas consideraciones, pero encaja perfectamente en las mismas, porque en el supuesto de una prueba obtenida de forma ilícita, en nuestro ordenamiento y por imperativo del precepto citado, pertenece a la parte favorecida por la regla de exclusión el derecho a que ésta se aplique en los términos estrictos de la ley, sin que tal imperativo pueda dejarse de lado en atención a alguna otra exigencia, por ejemplo, de carácter pragmático. Y es que tomar en consideración en el enjuiciamiento otro interés que el desinteresado de atenerse a lo rigurosa y legítimamente probado, supone atribuir subrepticia e indebida presencia en él a alguna parte impropia, romper la estructura triangular de la relación. Esto sucede, desde luego, cuando lo ajeno al juicio que interfiere es un motivo privado del juez; pero también, de nuevo con Meyer, cuando se trata de algo relativo “a la utilidad pública” porque, dice este autor, el juez “no puede atender más que al supuesto sometido a su juicio”.56 Como la independencia, según se ha visto, es presupuesto político y orgánico de la imparcialidad, ésta padece, generalmente, cuando aquélla experimenta alguna cesión. Por eso, las garantías de independencia tienen reflejo, positivo o negativo, en la imparcialidad de los juicios. De este modo, por ejemplo, una línea de nombramientos interferida políticamente no se dará sin consecuencias en el plano de la imparcialidad, en particular, cuando se trate de juicios de relevancia política. Y éste es también el efecto buscado con la previsión de fueros especiales en materia penal, que suponen la atribución del 55

G. D. Meyer, Spirito, origine e progressi delle istituzioni giudiziarie dei primari stati d’Europa. V, op. cit., p. 38.

56

Ibíd., p. 38.

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

conocimiento de las acciones de imputados de singular rango a tribunales de los históricamente calificados de superiores, formados (en todo o en parte) en régimen de discrecionalidad, que en algunos momentos fue exclusiva o preferentemente política; propiciando con ello una clase de juez más cercano a los centros de poder o de intereses que pudieran resultar afectados en esta clase de causas. En nuestras sociedades contemporáneas hay, en fin, un campo en el que la imparcialidad corre un particular riesgo. Es el de los medios de comunicación. Y esto, tanto por razón de la poderosísima influencia que pueden ejercer, como porque se prestan a cierto uso judicial especialmente perverso. Los medios de comunicación, es bien obvio, son un instrumento de poder de excepcional capacidad de incidencia, que, en ciertos casos, puede ser realmente intimidatoria; pero que asimismo puede resultar fuente de gratificación, en particular en el terreno de la imagen, que hoy tanto cuenta. Es por lo que están en situación de condicionar las actitudes de los jueces, al igual que las de otros sujetos institucionales. Además, el juez, muy en particular el que ejerza funciones de instrucción, puede hallarse, sobre todo en supuestos de excepcional interés mediático, en una posición que le habilite para entrar con los medios de comunicación en una espuria relación de do ut des (mediante el uso de la información de la que disponga); con el perverso resultado de que este modus operandi lo convertirá en parte interesada, en este negocio concreto con el medio implicado; lo que equivale a introducir en la gestión de la causa un interés ajeno a la propia relación procesal y, por lo tanto, perturbador, por desequilibrador, de su dinámica. El asunto tiene una indudable relevancia negativa y una presencia práctica que ha llevado al Consejo consultivo de los jueces europeos, que asiste al Consejo de Europa, a advertir a los jueces que deben preservar “su independencia y su imparcialidad, absteniéndose de toda explotación personal de sus eventuales

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IMPARCIALIDAD JUDICIAL E INDEPENDENCIA JUDICIAL

relaciones con los periodistas”.57 A mi juicio, esa precaución debería extenderse a todos los ámbitos de esa relación, con el objeto de poner coto a la habitual permeabilidad informal que la relación privilegiada del magistrado con el periodista confiere a ciertas causas, o al contenido de las deliberaciones en curso, en claro perjuicio de la imparcialidad del enjuiciamiento. Como se ha visto, y se sabe, los principios constitucionales de independencia e imparcialidad cuentan con un régimen de garantías que, suficientemente observado, podría dotarlos de la necesaria eficacia: la que precisa una jurisdicción digna de ese nombre. Pero, como también ha podido verse, en el propio tejido institucional —supuestamente al servicio de aquéllos, y en las prácticas que alberga— cabe registrar una pluralidad de momentos que son otros tantos supuestos de atenuación o de práctica derogación de esos imperativos, francamente tolerados cuando no estimulados de modo eficaz; con lo que buena parte de la vida de esos principios discurre, permanece confinada, en el marco evanescente de los diversos discursos oficiales, que brindan un espeso manto de cobertura ideológica a pequeñas y grandes rupturas del cuadro de valores (supuestamente) rector del cometido jurisdiccional; que alimentan la falsa conciencia de los jueces y contribuyen a hacer más llevadera la mala conciencia, si es que —en el mejor de los casos— ésta existe, con su inevitable coeficiente de desazón. Los principios a examen, en todas sus dimensiones, incluida la de método, para hacerse realmente presentes en las prácticas de la jurisdicción necesitan, como factor sine qua non, de un humus cultural nutricio, hecho de la genuina e intensa asunción de

57

Conseil Consultatif des Juges Européens, “Avis à l’attention du Comité des ministres du Conseil de l’Europe sur les principes et règles régissant les impératifs professionnels applicables aux juges et en particulier l’idéologie, les comportements incompatibles et l’impartialité”, en D. Salas y H. Épineuse, L’éthique du juge: une approche européenne et internationale, con prefacio de G. Azibert, Dalloz, Paris, 2003, p. 198.

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

los valores de referencia, en todas sus implicaciones, por parte de los actores principales de aquélla, los jueces. Pues bien, tal intensa asunción de los valores constitucionales de la jurisdicción dista mucho de ser una realidad entre nosotros. No lo es, desde luego, en el modo de operar habitual de una instancia tan relevante en la materia como el Consejo General del Poder Judicial, ni en el antimodelo de juez que difunde. Así, mal podría estar presente en la composición de lugar que los jueces se hacen del propio oficio y en la forma de ejercerlo. Y es lógico que así sea cuando resulta y se sabe que, según se ha visto, son otros los valores que cotizan de hecho en el mercado de la carrera. Tan insatisfactorio estado de cosas contribuye de manera muy especial a reforzar la importancia de la dimensión ética de los principios que han sido objeto de examen. Porque, en efecto, si lo que impera, se difunde y promueve desde el Consejo es una concepción de los mismos y una invitación a su práctica en términos de bajo perfil, es claro que sólo un autoexigente compromiso personal del juez, con el soporte de una cultura alternativa en la materia, que habrá que alimentar, podría —saltando sobre el lamentable estado de cosas— desbordar ese estándar y dar aliento a actuaciones jurisdiccionales presididas por una fuerte tensión a la excelencia en el modo de profesar esos y otros valores centrales de la experiencia jurisdiccional.

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POR OTRA LECTURA DE “LA JURISPRUDENCIA”1

En la estela del autor de El espíritu del derecho romano —que algo sabía de interpretatio y de iurisprudentia—, ha adquirido carta de naturaleza la idea de que “interpretar” es siempre actividad de mediación. Es así ya sólo en una aproximación meramente etimológica, pues el prefijo inter evoca la figura del medium, al que corresponde una labor de interposición. Ésta, como le sucede a cualquier tarea de naturaleza relacional, está condenada a discurrir siempre en una cierta tensión inevitable. No es, sin embargo, lo que sostienen algunos autores, cuya preocupación por limitar la trascendencia del momento judicial les lleva a proponer un modelo normativo de operar jurisdiccional tan ingenuo como alejado de la realidad. Así sucede, de forma paradigmática por extrema, en el caso de Requejo Pagés, con su presentación del orden jurídico cual metafórica “red de distribución de agua”, y del juez como el mero encargado de manejar (se supone que mecánicamente) una “llave de paso”,

1

Texto publicado como prólogo del libro Jurisprudencia procesal-penal del Tribunal Supremo (un análisis crítico), Aranzadi, Cizur Menor, 2007.

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

para “limitarse a recoger en el continente de sus resoluciones el producto que le llega desde las primeras fases del ordenamiento”. Este punto de vista evidencia que el tópico de que las reglas generales bastan por sí mismas para resolver los casos particulares no es hoy sólo cosa de (algunos) jueces imbuidos de cierta tranquilizadora y cómoda concepción del propio oficio. En realidad, en el planteamiento late un postulado central del positivismo dogmático que aun sin adoptar, y menos hoy, expresiones tan radicales como la que acaba de ilustrarse, no deja de tener vigor (la inocencia le abandonó hace ya mucho tiempo). Sin embargo, lo realmente sorprendente es que tal paradigma no impere de la manera más absoluta en los medios de la judicatura, cuando se repara en el escasísimo interés institucional por el asunto de la interpretación y sus problemas que evidencia el programa rector del acceso a la función; que, además, sólo se logra acreditando una depurada habilidad en la fonográfica reproducción de temas, previamente memorizados en su literalidad. Por fortuna, la praxis jurídica universal ofrece pruebas exuberantes de que —según escribió Puig Brutau, discurriendo con su proverbial lucidez sobre la jurisprudencia— “el sistema jurídico […] existe gracias a una situación de pluralismo en la función creadora del derecho”, de la que una parte no desdeñable compete a la jurisdicción, como conocen, al menos por experiencia, los que la ejercen con un mínimo de lucidez. Otra cosa es que ajusten siempre su modus operandi a esta conciencia, cargada de comprometedoras implicaciones deontológicas, epistemológicas y técnicas. Con todo, la dimensión creativa del papel del intérprete-aplicador judicial del derecho dista mucho de gozar de la atención explícita y constructiva que reclama su importancia en el plano de las consecuencias, donde significa discrecionalidad, que es, como nadie ignora, fuente de poder y, por ello, un inevitable factor de riesgo. Como en el caso de las aplicaciones informáticas de tratamiento de textos, el carencial estado de cosas aludido no sólo genera un déficit cultural, también da lugar a que se imponga por 130


POR OTRA LECTURA DE

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JURISPRUDENCIA ”

omisión todo un bien trabado complejo ideológico. Éste puede ser caracterizado mediante la individualización de algunos de sus rasgos más relevantes. Primero, el determinado por la perturbadora proyección del factor jerárquico sobre el quehacer jurisdiccional. A ello se debe que, en nuestro país, hablar de “jurisprudencia” sea el modo usual de referirse (exclusivamente) a la del Supremo, no en vano histórico vértice político-judicial; también, que los magistrados de éste gocen de un “estatuto especial”, como algo supuestamente requerido por la, desde luego inexistente, singularidad ontológica de la función; y, en fin, la consolidada práctica de los plenos paralegislativos de ese órgano, cuyos acuerdos vierten, en cuanto tales, hacia afuera como normas de carácter general. Un tipo de praxis que, ciertamente, podría adoptar, con el mismo problemático fundamento, cualquier otro tribunal en el ámbito de su competencia, a fin de orientar el criterio de sus subordinados, en las materias para las que no está prevista la casación. La negativa interferencia del cursus honorum administrativo en el sistema de instancias no se agota en esas expresivas particularidades. También induce en los titulares de los tribunales procesalmente supraordenados a otros la falsa impresión de ostentar algún plus de cualificación jurisdiccional, por eso solo; en la organización judicial en su conjunto, un impulso hacia arriba con negativos efectos sobre las actitudes profesionales e, indirectamente, sobre los mecanismos de selección interna; y al fin, sobre la calidad de la independencia y, en general, del trabajo mismo. Es un dato contrastado que, mucho antes de que tuviera vigencia formal el régimen de libre convicción en las magistraturas europeas, las altas cortes se consideraron en el derecho de hacer uso de él. Un uso propiciado por la privilegiada colocación de las mismas en el ranking de tribunales, y que se tradujo en decisiones sin otro fundamento que el de tan mal entendido principio de autoridad. Pues bien, constante la articulación de los jueces bajo la forma de carrera, la ya aludida incidencia de ésta en el sistema 131


PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

de recursos explica la permanencia de un arrastre histórico en lo jurisprudencial, que admite esta formulación: a mayor altura del rango administrativo y de la posición de la instancia, mayor legitimidad en el uso de la discrecionalidad con menos carga de justificación. La dinámica interconexión de estos factores, junto con otros a los que ahora no cabe aludir, ha favorecido —para lo que aquí interesa— una acusada inhibición de la crítica interna de la jurisprudencia, cuando no una contemplación beata de la misma, tomada como objeto de culto y no como instrumento o material de trabajo. Esta clase de actitudes ha sido estimulada desde el propio exclusivo centro de irradiación de aquélla, proclive a considerarla como resultado de un flujo rígidamente unilateral, de arriba hacia abajo. Con ello, se ha perdido de vista que la función de decir el derecho es de naturaleza coral, dado que se practica objetivamente a muchas voces; y que todos los que contribuyen, cualquiera que sea su lugar en la geografía judicial, a la realización de esa tarea, interactúan y se relacionan de modo dialéctico, de forma que el producto final es necesariamente cooperativo. Concurre, además, la particularidad de que ni siquiera tiene sólido fundamento empírico el tópico de que la mayor contribución a ese resultado compartido procede siempre y naturalmente del vértice. Por un lado, porque es generalmente en la primera instancia donde se fijan las situaciones, predeterminando en gran medida el tratamiento jurídico final de los problemas. Y por otro, porque, a tenor de los criterios de selección imperantes, ni siquiera podría sostenerse que el mayor y mejor grado de conocimiento esté, por definición, en la cúspide de la pirámide del escalafón, a la que tampoco corresponde necesariamente la parte más difícil de lo jurisdiccional. Ninguna de estas afirmaciones quita un ápice de relevancia a la función de los tribunales de casación. Tiene, desde luego, la que resulta del hecho de que resuelven en última instancia, decidiendo, por lo general, de modo inapelable los litigios. También 132


POR OTRA LECTURA DE

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la esencial, pedagógica, de la posibilidad de proponer —dada su altura— al más amplio auditorio, cuando las sentencias se cargan de razón, una forma ejemplar de abordar y resolver con racionalidad los conflictos jurídicamente más significativos. Pero, al contrario de lo que sucede en otros ámbitos de la institucionalidad estatal, en éste, cada núcleo decisional es, por imperativo constitucional, autónomo, y en el curso de su actividad realiza contribuciones, en general, irrepetibles, de imprescindible consideración en los sucesivos momentos procesales. Es por lo que, en rigor, el criterio jerárquico y unidireccional de lectura resulta tan poco pertinente en el contexto para definir la verdadera importancia de los respectivos papeles implicados. Sin duda, esto vale en una aproximación jurídico-cultural al fenómeno jurisprudencial y del enjuiciamiento, pero no sólo; también si se adopta una perspectiva estrictamente funcional, por la rigurosa intercomplementariedad y lo decisivo de las diferentes aportaciones. De estas consideraciones se infiere la necesidad de una ambiciosa cultura de la jurisdicción que tome a ésta en serio como referente, pero no a tenor del antimodelo heredado, sino del modelo constitucional del juicio contradictorio con todas las garantías, en la plenitud de sus implicaciones, para profundizarlo. El paradigma expresa una idea de jurisdicción como ejercicio de poder, pero de base esencialmente cognoscitiva. Así, la dimensión de saber referida al objeto del proceso adquiere un papel central, que trae a primer plano la vertiente epistémica del juicio, en la que el juzgador se juega la justicia de la decisión y la propia legitimidad; de donde se sigue la necesidad de adoptar una distinta clave de lectura de las sentencias, atenta a la razón de la calidad de su textura argumental. Y, por tanto, implícitamente, una concepción horizontal de la jurisprudencia. Con ello se pone de manifiesto —no importa insistir— la enorme relevancia del factor cultural. Porque el bagaje, el ethos y el pathos del juez, inciden de algún modo en cómo falla, y llegan a adquirir cierta trascendencia prescriptiva, e incluso —confío en que se me entienda bien— indirectamente normativa. Siendo 133


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así, es rigurosamente imprescindible que quienes operan en este ámbito contribuyan de manera activa a crear y alimentar en la materia un espacio propio de debate, momento de elaboración cultural y de reflexión sobre los presupuestos indicados, de tanta incidencia en cada acto de decir el derecho. Un espacio permeable que se sitúe, como círculo concéntrico, dentro del más amplio de la cultura jurídica, al igual que éste se inscribe, a su vez, en el marco más abierto de la cultura civil imperante en la sociedad pluralista. Para que esto sea posible es preciso que los propios jueces asuman la cuota de responsabilidad que les corresponde, contribuyendo a formar buena opinión crítica sobre el quehacer de los demás jueces. Se trata de un esfuerzo que debe comenzar en la elaboración de las propias decisiones, en las que la independencia ha de proyectarse también como honesta autonomía intelectual al abordar los asuntos, sin rehuir la prudente confrontación dialéctica con los criterios jurisprudenciales no compartidos (aunque fueran superiores), hasta donde lo permita el marco legal-constitucional; y más aún si éste lo reclama desde su línea de principios, a partir de la cual —en palabras de Ferrajoli— el jurista, por tanto el juez, debe operar como verdadero “reformador profesional”. Es muy importante que el compromiso y el impulso no queden encerrados en ese solo momento, sino que, tratándose de cuestiones técnicas, tengan continuidad en una discusión abierta al mundo de los juristas y no sólo de los jurisdicentes. Y, en general, al de los potenciales interesados.

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Partiré de un hecho notorio, y remontándome a sus antecedentes causales trataré de dar cuenta del porqué de esta condición. Lo cierto es que Luigi Ferrajoli ocupa hoy un lugar central en la reflexión teórica sobre el derecho; y lo hace de manera muy singular, de un modo del que —diría— no existen precedentes en tal ámbito disciplinario. Porque en este autor se da la más afortunada combinación de rigor lógico-formal y riqueza de contenidos; de formación filosófica y conocimiento jurídico (experiencia práctica incluida); de empeño cultural y compromiso civil. La que era hasta hace poco su principal obra, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal,2 ha tenido enorme difusión en su lengua original y ha conocido, además, un importante número de reimpresiones en castellano. También ha sido editada y reeditada en portugués,3 en Brasil. Y me consta la existencia de un serio 1

Texto publicado en la revista Nexos, 366/2008.

2

Diritto e ragione. Teoria del garantismo penale, prólogo de Norberto Bobbio, Laterza, Roma-Bari, 1989; traducción castellana de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, R. Cantarero, A. Ruiz Miguel y J. Terradillos, Trotta, Madrid, 2007.

3

Direito e razâo. Teoria do garantismo penal, traducción de A. P. Zomer, F. H. Choukr, J. Tavares y L. F. Gomes, Revista dos Tribunais, São Paulo, 2002.

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intento de verterla al inglés para una editorial prestigiosa; lamentablemente, fallido por la dificultad técnica de la empresa, dada la heterogeneidad de los marcos jurídico-culturales implicados. Es asimismo bien sabido que Derecho y razón, libro de un millar de páginas y de notable densidad, ha circulado ampliamente en los medios del profesorado, lo que se entiende; pero también, y con extraordinaria profusión, en los del estudiantado, en especial el de América Latina. No sólo en esta área —durante decenios reino del abolicionismo, es decir, de una forma de escepticismo, e incluso de nihilismo frente al derecho, el penal en particular, bien comprensible, por otra parte— prevalece hoy el garantismo, donde decir “garantismo” es hacer referencia a la concepción de Ferrajoli, articulada en torno al potencial de la forma jurídica (la del Estado constitucional de derecho) como instrumento de garantía erga omnes de los derechos fundamentales. Una concepción nacida inicialmente en y para el campo del sistema punitivo, y extendida, a partir de Principia iuris. Teoria del diritto e de la democrazia,4 con carácter general, a todo el orden normativo, al sistema político en su conjunto, y a cualquier forma o expresión de poder. Como he dicho alguna vez, la imagen, recurrente en las atormentadas realidades latinoamericanas, de muchachos en edad universitaria manejando y, sobre todo, conociendo y discutiendo de Derecho y razón; la emergencia de jóvenes docentes formados y formando en el poderoso aparato conceptual de ese texto y de otros5 de su autor (mil veces fotocopiados), es una alentadora me-

4

La obra, en tres gruesos volúmenes —1. Teoria del diritto; 2. Teoria della democrazia; 3. La sintassi del diritto— ha sido editada por Laterza, Roma-Bari, 2007. Actualmente se encuentra en curso la traducción para Trotta.

5

Derechos y garantías. La ley del más débil, Trotta, Madrid, 1999; El garantismo y la filosofía del derecho, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2000; Los fundamentos de los derechos fundamentales, edición de A. de Cabo y G. Pisarello, Trotta, Madrid, 2001; Razones jurídicas del pacifismo, edición de G. Pisarello, Trotta, Madrid, 2004; Epistemología jurídica y garantismo, Fontamara, México, 2004; Garantismo. Una discusión sobre derecho y democracia, Trotta, Madrid,

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táfora, que, indudablemente, tiene que ver con el hecho de que el pensamiento de Luigi Ferrajoli es una admirable construcción teórica, un hermoso fruto de la inteligencia, un acabado producto cultural, pero que se explica, sobre todo, porque también se percibe como lo que ciertamente es: una poderosa herramienta de transformación del papel del jurista y del derecho mismo y, en consecuencia, de las propias relaciones sociales. En efecto, pues en Ferrajoli el paradigma jurídico del Estado constitucional adquiere una coherencia radical, que irradia desde el vértice de la kelseniana pirámide, actual sede de esa supernormatividad que forman los derechos fundamentales, con profundas consecuencias en los órdenes normativo, teórico y práctico; y porque, como él mismo demuestra, el profesional del derecho en cualquiera de sus proyecciones ya no podrá operar de espaldas a esa lógica esencial sin deslegitimarse. La obra imponente de Ferrajoli y lo que él mismo representa en el plano cultural y ético-político, tras más de cuarenta años de producción teórica y de un esfuerzo generoso y cristalino volcado en la lucha por los derechos de todos, expresa la convergencia de tres vectores, tres líneas de fuerza, tres almas que no acostumbran a presentarse juntas, y menos con tanta fortuna en materia de resultados. Una, la del estudioso con infinita capacidad de interrogar e interrogarse, dispuesto a llegar hasta donde la razón le lleve, sin ninguna pereza, y con la audacia necesaria para aventurarse por caminos inciertos. Otra, la del jurista práctico, juez durante años, ocupado en primera persona en dar soluciones concretas a problemas concretos y a la vez inmerso, con un papel destacado, en el desarrollo del más notable esfuerzo de transformación en clave constitucional del rol de la jurisdicción, protagonizado 2006; Derecho penal mínimo y otros ensayos, Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH), Aguascalientes, 2006. Acerca de la obra de Ferrajoli anterior a Principia iuris, cfr. M. Carbonell y P. Salazar (eds.), Garantismo. Estudios sobre el pensamiento jurídico de Luigi Ferrajoli, Trotta-Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Madrid, 2005.

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en Italia por Magistratura Democratica. Y otra, en fin, la del ciudadano cosmopolita militante, profundamente implicado en diversas articulaciones de una sociedad civil sin fronteras, como bien lo acredita su participación en el Tribunal Permanente de los Pueblos, expresión de un sentido tempranamente global de la preocupación activa por los derechos humanos. Licenciado por la Universidad La Sapienza, de Roma, en 1962, trabajó inicialmente con Emilio Betti, quien, vistas las inquietudes teóricas del joven discípulo, preocupado de manera inusual por la lógica y por su aplicación al derecho, lo puso en contacto con Norberto Bobbio, quien sería a partir de aquí su maestro. En simultaneidad con esa dedicación académica, preparó y obtuvo el ingreso en la magistratura, y ejerció como pretore en la ciudad de Prato, hasta 1975, año en el que consiguió la cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad de Camerino, optando por la docencia ya en exclusiva. De este tiempo de intenso trabajo judicial y apasionada dedicación académica son fruto textos de singular valor y originalidad, como “Sulla possibilità di una teoria del diritto come scienza rigorosa” (1963), “Saggio di una teoria formalizzata del diritto” (1965), “Interpretazione dottrinale e interpretazione operativa” (1966), “Linguaggio assertivo e linguaggio precettivo” (1967), aparecidos todos en la prestigiosa Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto. A ellos seguiría el libro Teoria assiomatizzata del diritto (1970), del que vale la pena indicar que fue reseñado y discutido por Jerzy Wróblewski, en “Axiomatization of Legal Theory” (1972), en la misma revista. Wróblewski, además, acogería la categoría “interpretación operativa” acuñada por Ferrajoli.6 A esta época pertenece también una importante reflexión, igualmente innovadora, en torno al poder judicial y al papel del juez intérprete, que se plasmó en artículos como “Per una riforma democratica dell’ordinamento giudiziario” (1973), 6

“L’interprétation en droit: théorie et idéologie”, Archives de Philosophie du droit, XVII/1972.

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“Magistratura Democratica e l’esercizio alternativo de la funzione giudiziaria” (1973).7 Ya plenamente integrado en la docencia, publicaría, con Danilo Zolo, Democrazia autoritaria e capitalismo maturo (1978).8 Y de entonces son también las originalísimas voces de su autoría en C. Donati (ed.), Dizionario critico del diritto (1980), donde discurre en términos comparativos sobre los “perfiles teóricos” y los “perfiles reales” de algunas de las instituciones centrales del sistema penal, haciendo patente la profunda y creciente divergencia entre unos y otros, sintomática de una línea de involución autoritaria del Estado de derecho. En tales trabajos hay que ver el inmediato antecedente de Derecho y razón; y en ellos y en esta obra monumental la nada casual reiteración de un sugestivo tópico ilustrado, consistente en la elección del orden punitivo y sus prácticas como punto de partida de una reflexión, que, en el caso de Ferrajoli, es enseguida general sobre las relaciones entre autoridad e individuo, poder(es) y fuerza(s) de toda índole y derecho(s) en nuestra sociedad; pues desemboca en lo que, ya en la última parte de Derecho y razón, se perfila como la teoría del derecho propia del Estado constitucional, verdadera “teoría general del garantismo”. El proyecto madurado en Derecho y razón alcanza plena realización en Principia iuris, obra que se articula en una teoría del derecho y una teoría de la democracia, dos dimensiones interimplicadas de forma estrecha, del mismo macrodiseño conceptual.

7

De ambos existe una traducción castellana de P. Andrés Ibáñez, en P. Andrés Ibáñez (ed.), Política y justicia en el Estado capitalista (que incluye también textos de Salvatore Senese, Gian Carlo Scarpari y Vincenzo Accatatis), Fontanella, Barcelona, 1978.

8

Hay una traducción castellana de P. Andrés Ibáñez, Democracia autoritaria y capitalismo maduro, Ediciones 2001, Barcelona, 1980, que recoge dos de los cuatro ensayos de la edición original italiana: “¿Existe una democracia representativa?” y “Marxismo y cuestión criminal”. Los dos restantes, “El caso italiano” y “Democracia corporativa, producción del consenso, socialismo”, aparecieron como artículos en la revista El Viejo Topo.

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La primera rigurosamente formal, axiomatizada; la segunda —en palabras del propio autor— es “empírica y normativa”, y en ella la democracia constitucional se presenta como un todo articulado de […] instituciones, funciones y prácticas disciplinadas por reglas no sólo formales sino también sustanciales a las que están sometidos todos los poderes.

Este modo de operar de Ferrajoli deparará, con seguridad, a más de un lector cierta sorpresa, por el hecho de que, en Principia iuris, un tratamiento del orden jurídico del máximo nivel de abstracción y formalización conduzca directamente a la más plena y acabada concepción de la democracia, como democracia no sólo procedimental (relativa al quién manda y al cómo debe hacerse), sino de contenidos (referida al qué o qué no debe mandarse); debido a que la misma incorpora la dimensión “sustancial”, representada por los derechos fundamentales y su garantía; derechos, todos, connotados por una “estructural vocación a la rigidez”, dado que no pertenecen a la mayoría (que así no puede disponer de ellos), sino “inderogablemente a todos y cada uno” de los individuos de carne y hueso. Con ello, dice bien Prieto Sanchís,9 este “constitucionalismo sustancial” cancela “la tradicional tensión entre democracia y constitución, entre decisión mayoritaria y derechos”; porque éstos (los derechos fundamentales) operan como una y la misma fuente de legitimidad, radicalmente democrática, en ambos terrenos; y proyectan su normatividad sobre el derecho mismo; como deber ser, no simplemente ideal-externo, sino ahora jurídico-interno.

9

Cfr. “Principia iuris: una teoría del derecho no (neo)constitucionalista para el Estado constitucional (notas de lectura)”, ponencia presentada en el seminario “Diritto e democrazia costituzionale. Discutendo Principia iuris de L. Ferrajoli”, organizado por Tecla Mazzarese, Brescia, Italia, 6-7 de diciembre de 2007.

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En esta observación se expresa un rasgo central del vigente orden jurídico. En efecto, mientras en los ordenamientos elementales (dotados de un solo rango normativo, el de la legalidad ordinaria) las normas y los hechos regulados por ellas pertenecen a mundos esencialmente distintos, los que responden al vigente paradigma constitucional tienen una estructura compleja, por la diversidad de niveles normativos —constitucional y de legalidad ordinaria— que alojan. Esto da lugar a que las normas pertenecientes al plano normativo inferior tengan también la condición de “actos (como tales virtualmente divergentes) en relación con las normas de nivel superior que regulan su producción”, con lo que, señala Ferrajoli, en el marco del Estado constitucional se abre un espacio inédito, el determinado por la posibilidad de existencia del derecho ilegítimo. Es decir, del vigente en cuanto regularmente formado con observancia de las reglas de competencia y procedimiento que rigen en su elaboración, pero, no obstante, en contradicción con los principios y derechos fundamentales, y por ello materialmente aquejado de esencial ilegitimidad. Y éste es un dato del que debe hacerse cargo la teoría. Ferrajoli ha asumido el reto construyendo una teoría jurídica que es de naturaleza formal, en el sentido de que busca definir con el máximo rigor los conceptos (de norma, derecho fundamental, obligación, validez, etcétera), establecer sus relaciones y desarrollar sus implicaciones, como modo de conocer la forma lógica, la estructura normativa de los actuales ordenamientos. Y es, precisamente —dice—, ese carácter formal, en el sentido de meta-teórico, de la teoría lo que hace de ella el terreno de confluencia de las distintas formas de abordar el estudio del derecho, hasta la fecha con habitual expresión académica en tres disciplinas: la dogmática jurídica, la filosofía política y la sociología del derecho, que han operado cada una por su lado y de espaldas a las otras, en indudable perjuicio de la calidad del conocimiento resultante. Así configurada, es decir, de modo estrictamente formal (en el aludido sentido de meta-teórico), la dimensión sintáctica de 141


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la teoría, cabe operar con ella en tres planos, que integran otra dimensión (semántica) de la misma, y que son los hasta ahora correspondientes a cada una de las disciplinas aludidas. Ello permite abordar la señalada connatural ambivalencia de los fenómenos normativos, distinguiendo “su existencia o vigencia tanto de su validez como de su efectividad”, y dar cuenta de éstas como caras que son del mismo complejo fenómeno, expresión de distintos momentos de divergencia: divergencia entre el “deber ser externo o ético-político del derecho” y el “ser de los sistemas jurídicos en su conjunto”, que remite a la histórica separación entre derecho y moral; divergencia “entre validez y vigencia”, o lo que es lo mismo, “entre el ‘deber ser interno’ o en el derecho y el ‘ser’ de las normas legales”; y divergencia entre “vigencia y efectividad […] entre el ‘deber ser jurídico’ (o de derecho) y la concreta experiencia jurídica”. Esas tres proyecciones de la teoría iluminan las tres clases de divergencia señaladas, pues posibilitan, en fin —según el autor—, otras tantas modalidades de juicio y de aproximación crítica al derecho y a la práctica jurídica, en una clave que es ahora pragmática. La crítica de las leyes vigentes desde el punto de vista (interno) de su validez constitucional, propio de las disciplinas jurídico-positivas; la que, desde una perspectiva axiológica (externa) de la justicia, tiene por objeto al derecho positivo en su conjunto, que corresponde a la filosofía política; y la que trata sobre las prácticas jurídicas, desde el punto de vista (asimismo externo) de la efectividad. De las divergencias señaladas, la que más concierne a la ciencia del derecho es la que se manifiesta en la relación de los elementos del par vigencia/validez, al ser traducción del rasgo de identidad más característico del ordenamiento jurídico del paradigma constitucional: la “sujeción de la ley a la ley misma”, por la doble vía de la vinculación en el orden de los procedimientos de su elaboración y de los contenidos normativos.

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Si, como sucede, el ordenamiento constitucional incorpora el “deber ser del derecho” como uno de los planos, precisamente el de superior rango, de ello se sigue necesariamente, a juicio de Ferrajoli, un cambio en el rol de la ciencia jurídica en relación con su objeto. En efecto, pues su función no podría ser la (pretendida) asépticamente descriptiva del “ser” actual del derecho, sino que habrá de ocuparse de éste —de manera crítica— en la tensión con su “deber ser” jurídico; con lo que el mismo aparato de principios lógicos usado en la formalización de la teoría, aun siendo un instrumento externo al derecho, se impone normativamente a éste por un elemental imperativo de coherencia entre niveles, a partir del vértice de la pirámide normativa; con lo que —es la conclusión del autor— en el paradigma constitucional, la teoría axiomatizada del derecho resulta investida de un papel normativo en relación con el derecho mismo. Y, en consecuencia, la función del jurista no puede reducirse a la descomprometida constatación de lo que el derecho es, sino que, cuando esta dimensión no se ajuste al deber ser constitucional, tal cometido tendrá que prolongarse en la denuncia de tal ilegítimo modo de ser. Como he apuntado, una interpretación semántica de su teoría permite a Ferrajoli, “tomando en serio —como él mismo dice— el ‘deber ser’ jurídico del derecho según se encuentra formulado en las constituciones rígidas de los ordenamientos avanzados”, construir una “teoría empírica y normativa de la democracia constitucional”; alumbrando, sin nada de paradójico, a partir de aquel riguroso aparato conceptual hiperformalizado, la concepción de la democracia más rica en la perspectiva del ciudadano; plena de contenidos materiales concretos, que son otras tantas implicaciones de los derechos fundamentales, desarrollados de forma coherente hasta sus últimas consecuencias y garantizados con eficacia. De lo anterior resulta, en palabras de Tecla Mazzarese,

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[…] una teoría unitaria y completa en la que derecho y democracia son dos dimensiones, recíprocamente complementarias, del mismo planteamiento conceptual y del mismo proyecto político.10

Así, en el planteamiento de Ferrajoli, la dimensión formal o procedimiental es (sólo) condición sine qua non de la democracia, que, por ser constitucionial no podría construirse de espaldas al paradigma garantista del Estado de derecho, pues la soberanía popular pertenece al pueblo en el sentido de que equivale a […] la suma de esos poderes y contrapoderes de todos […] que son los derechos fundamentales constitucionalmente establecidos, [que] no son solamente límites al concreto ejercicio de la misma sino, además, su sustancia democrática.

Por tanto, es democracia constitucional por la integración de dos dimensiones: “la política o formal” y la “sustancial”; un “paradigma complejo”, cuya “razón social […] está en la garantía de la paz y de los derechos vitales de todos”. De ahí que, en este contexto, decir “derechos fundamentales” sea hablar también, necesariamente, de los derechos sociales, al ser la satisfacción de éstos lo que “asegura los ‘pre-requisitos’ de la democracia política”, en cuanto sólo su garantía es capaz de aportar “los presupuestos materiales” imprescindibles para el disfrute de los demás derechos; con la consecuencia de ser, precisamente, la existencia de esa esfera —jurídicamente blindada como de “lo indecidible” frente a la discrecionalidad de la política— la que dota a la propia política de su verdadero sentido, por lo autocontradictorio, e incluso constitucionalmente inconcebible que habría de resultar —que resulta— una democracia de ciudadanos sin derechos.

10

T. Mazzarese, “L’indicibile legame della democrazia”, en Il Manifesto, 5 de diciembre de 2007.

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Desde estos presupuestos, Ferrajoli discurre de manera ejemplar con apasionado rigor, desgranando todos los contenidos de ese modelo de democracia, que, en el momento presente —afirma—, por imperativo de realidad, por la necesidad de garantizar los derechos en la misma escala en la que se hacen efectivos actualmente sus riesgos, debe ser pensada como democracia cosmopolita; bien consciente de las dificultades del necesario “constitucionalismo global”, que tiene como “condición pragmática de efectividad […] la formación de un sentido cívico ampliado, anclado en nuestra común identidad de seres humanos”; pero movido por un […] optimismo [que], en cuanto perspectiva de la transformación posible, debe [a su juicio] ser consecuentemente asumido como un principio metodológico de la acción política y, antes aún, de la filosofía política.

En ocasiones se ha objetado a Ferrajoli que la aplicación práctica de su exigente modelo llevaría consigo la reducción, la virtual anulación incluso, del ámbito de la política. Pero no es cierto, porque en el marco del Estado constitucional concebido como él lo hace, queda para ésta el amplísimo campo de actuación representado por la esfera de “lo decidible”, que comprende las funciones legislativa y de gobierno, de desarrollo normativo y de dirección política; y también la de dotar las funciones de garantía con la puesta a punto y el mantenimiento de las instituciones correspondientes. Lo que sí se hace impracticable para la política es el campo de la ilegalidad (tantas veces, incluso, de Código Penal) en el que, hasta la fecha y bien lamentablemente, transcurre gran parte de su existencia. Pero esto, al menos constitucionalmente, no deberá ser un problema. Rossana Rossanda, que no se distingue, precisamente, por una actitud platónica ante el derecho, ha escrito de Principia iuris:

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Este libro no ha sido pensado solamente para experimentar hasta el fondo un itinerario metodológico, sino para ser actuado. Para el quehacer político, arendtiano. Como si la plenitud de la investigación, la tersura del texto fuese un desafío sobre todo para su autor, necesitado de no dejar zonas fuera de control. Los demás, gente ajena a la obra, que no se aburran, no se cansen, vayan a las conclusiones, al núcleo útil, necesario, que es el cómo de la democracia. La apuesta ha sido también escribir una argumentación inatacable en el que Ferrajoli llama “el lenguaje común”, para ese empeño común que consiste en definir nuestras relaciones con el otro y con los otros.11

11

R. Rossanda, “La passione del fare politico”, en Il Manifesto, 5 de diciembre de 2007.

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En la materia hay dos lugares comunes que quiero situar en el punto de partida de estas consideraciones: uno es la persistente tendencia a tratar el asunto del encuentro del juez con la ley como si consistiera en una interrelación descontextualizada de los dos polos del par; el otro es la obviedad, que no siempre se presenta como tal, de que la jurisdicción es per se, y no podría dejar de serlo, función efectiva de la legalidad como principio. Que la jurisdicción es función de legalidad no suele discutirse. Pero no se trata de un va de soi, que logre efectividad de forma mecánica y como por una suerte de automatismo. Que al fin responda o no a tal exigencia, y en qué grado, dependerá de una constelación de factores, de orden cultural y organizativo, preferentemente. La experiencia histórica demuestra que entre la legalidad como principio, la cultura jurídica y el modo de ser orgánico de la jurisdicción no siempre se ha dado la necesaria relación de funcionalidad y coherencia, más bien lo contrario. La atormentada 1

Este texto es el desarrollo de una exposición oral sobre el mismo tema, realizada durante el curso Formación sobre la Aplicación de la Ley, organizado por el Consejo General del Poder Judicial en Madrid, en noviembre de 2008.

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historia del Estado de derecho es, cabe decir, la escenificación de una patente disfuncionalidad, que raramente suele ser objeto de abordajes críticos. El factor cultural es claramente determinante del modo en que se produce la relación del juez con la ley. En efecto, una adecuada comprensión del modo de ser real del orden jurídico, del papel constitucional del juez, del tipo de interacción con la ley que éste imperativamente demanda, propiciaría un ejercicio profesional de calidad y responsable, a la altura de las verdaderas necesidades del Estado de derecho como forma de organización. En cambio, una inteligencia mistificada del papel del juez en su relación con la ley se interpondría entre ambos términos como un diafragma distorsionador, de consecuencias perversas, induciendo a un deficiente ejercicio profesional y a una figura de juez no idónea. Un punto de vista teórico de ese segundo tipo, disfuncional a una adecuada relación ley/juez, es el avanzado por Requejo Pagés hace no tantos años. El autor veía el orden jurídico como una “red de distribución de agua”, y en el juez el encargado de manejar la “llave de paso”, para recoger en el “continente” de sus resoluciones el producto que le llegaría de las primeras fases del ordenamiento.2 La formulación, de una sinceridad poco habitual, tiene interés en cuanto expresa una versión extrema del positivismo ideológico que ha imperado en la formación de jueces y juristas. Es obvio que la desafortunada metáfora, contrafáctica donde las haya, carece de pretensiones descriptivas. Nadie mínimamente familiarizado con el instrumental jurídico habrá visto desenvolverse en la práctica un modo de actuar judicial de esa clase. Y es que, en efecto, tan cuestionable propuesta responde a un propósito prescriptivo, postula un deber ser: el del juez exegeta

2

J. L. Requejo Pagés, Jurisdicción e independencia judicial, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, pp. 153-154.

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del modelo subsuntivo, “fonográfico”,3 se ha dicho también, idealizado por Montesquieu. Ciertamente, en un momento en el que había buenas razones para alimentar esa perspectiva ideal y, en la práctica, faltaba bagaje teórico y experiencia técnica acerca de su inviabilidad. La añosa concepción ha sido rehabilitada últimamente como supuesta alternativa a los gastados fantasmas del “gobierno de los jueces”,4 del “intervencionismo judicial”5 y del “uso alternativo del derecho”.6 Fantasmas blandidos de forma demagógica desde posiciones políticas diversas, no necesariamente “de derechas”, incluso dentro de la propia magistratura. Semejante modo de (no) ver la jurisdicción y el papel del juez es tributario de un marco teórico, cuyos rasgos caracterizadores, en apretada síntesis, son los siguientes: la idea de la legalidad como un ámbito armónicamente integrador de la generalidad de los intereses presentes en el marco social; el derecho concebido sub specie de code, cual sistema coherente y completo, exento de lagunas; cierta concepción mecanicista de la interpretación, fundada en la idea de la existencia de un único sentido, contenido de voluntad, puesto o impreso, de una vez para siempre, en la norma por el legislador, inmediatamente cognoscible; una idea del lenguaje legal como universo de significantes autosuficiente y 3

F. Neumann (en Lo stato democratico e lo stato autoritario, traducción de G. Sivini, Il Mulino, Bologna, 1973, p. 261) califica en este punto a la teoría de Montesquieu de “fonográfica”.

4

La expresión resultó consagrada en el título de la clásica obra de E. Lambert, Le gouvernement des juges et la lutte contre la législation sociale aux États-Unis. L’expérience américaine du contrôle judiciaire de la constitutionnalité des lois, Marcel Giard & Cie.-LGDS, Paris, 1921 (próxima publicación por Editorial Tecnos).

5

Cfr. al respecto, C. Guarnieri y P. Pederzoli, La democracia giudiziaria, Il Mulino, Bologna, 1997, pp. 128 y ss. (hay una traducción castellana de M. A. Ruiz de Azua, Taurus, Madrid, 1999).

6

Cfr. P. Andrés Ibáñez, “¿Desmemoria o impostura? Un torpe uso del ‘uso alternativo del derecho’”, en este volumen, publicado originalmente en Jueces para la Democracia. Información y debate, 55/2006, pp. 8 y ss.

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apto para dotar del necesario rigor formal a la interpretación. Por todo, la de interpretar sería una función neutra, sin otro apoyo que el de los obvios recursos lógicos, destinada a clasificar los hechos que el juez recibiría ya dados como tales, tomados en su existencia real fuera del proceso. De este modo, el momento político de la legalidad se agotaría en el ámbito legislativo; el juez, totalmente ajeno al mismo, sería un puro técnico; y el producto de su trabajo como operador del sistema, la sentencia, tendría la mejor descripción en el silogismo. El juez “boca de la ley”,7 añorado por Montesquieu en el tópico de origen ilustrado, encarnó la vieja, saludable, aspiración al “gobierno de las leyes”, en este caso como explicable reacción frente a las arbitrariedades de la justicia del ancien régime. Luego será el paradigma de soporte del primer Estado liberal en la materia. Tal paradigma es ideológico, pues encubre la realidad de un ordenamiento jurídico que en el momento de referencia es la, prácticamente, unilateral y exclusiva expresión de un solo sector social, con continuidad en una jurisdicción, empírica boca de la política del poder en acto. Ese modelo, que acompañará al Estado liberal de derecho en sus vicisitudes, falsea/oculta el auténtico modo de ser de la jurisdicción y el perfil real de la relación ley/juez. Falsea también, de entrada, la naturaleza del momento normativo, porque, como se sabe, entre la producción y la aplicación de la legalidad lo que hay no es tanto una drástica cesura como un continuum. El texto de la ley no es autosuficiente; la interpretación no se resuelve en mera aplicación; y la sentencia que, en su estática, debe traducir idealmente, por razón de coherencia inter-

7

Este punto de vista no es compartido por un contemporáneo de Montesquieu, M. Murena, para quien “lo que la ley prescribe es una regla general, pero los casos particulares exigen que cada uno haga de ellas una aplicación particular”, que es por lo que “un juez no debe atenerse a los simples términos de la ley, debe atender a su espíritu”, Tratado sobre las obligaciones del juez, traducción del francés de C. Caldera, Plácido Barco López, Madrid, 1785, pp. 36-37 y 61.

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na, la figura del silogismo,8 tiene un proceso de formación que, en su complejidad y dinamismo, no es susceptible de reducirse a tal esquema unidireccional y simplificador.9 Básicamente, porque el verdadero problema radica en la formación e interacción de las premisas, tanto fáctica como normativa. Y esto no sólo en el plano técnico de la adecuada comprensión del modus operandi en la materia, sino asimismo en el del control de la inevitable discrecionalidad del juzgador. Los rasgos que en el planteamiento del positivismo ideológico se predican tópicamente de la ley y del orden jurídico en general y de la jurisdicción, no son cualidades intrínsecas de la legalidad, sino, realmente, el resultado del juego en ese espacio de la política tout court, y de la del derecho y la justicia en particular, propiciado por un modo de organización judicial y de encuadramiento político-administrativo de los jueces. La postulada fiel representación de los intereses generales no es, en realidad, sino desequilibrio en perjuicio de los intereses mayoritarios. La consagración de derechos en régimen de ley ordinaria equivale a la proclamación (sólo) formal de los mismos en términos que los hacen, objetivamente, de muy difícil, si no imposible, universalización y, con ello, al aseguramiento de la efectiva subordinación y funcionalidad de todas las articulaciones institucionales a los intereses y expectativas de un sector social. No menos falseado resulta también el perfil institucional del juez, cuya predicada neutralidad es homogeneidad con la clase del poder, mientras lo denotado como independencia es férreo encuadramiento en el marco político. La consecuencia es 8

Así, en C. Beccaria, De los delitos y de las penas, traducción de J. A. de las Casas, con introducción de J. A. del Val, Alianza, Madrid, 1968, p. 31.

9

L. Ferrajoli ha hecho ver que en el razonamiento judicial que articula la sentencia hay, no un silogismo, sino tres inferencias: una inferencia inductiva (prueba o inducción fáctica); una inferencia deductiva (subsunción o deducción jurídica); y un silogismo práctico (o disposición), en Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, traducción de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, R. Cantarero, A. Ruiz Miguel y J. Terradillos, Trotta, Madrid, 2007, pp. 64 y ss.

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una peculiar relación del juez con la ley, y una también singular certeza del derecho, que es el nombre que recibe la regularidad de las respuestas directamente debida a la selectividad/unilateralidad del orden jurídico; a la total ausencia de pluralismo en la magistratura; al hecho de que ésta es objeto de un gobierno directamente político, canalizado a través del propio vértice judicial, longa manu del poder ejecutivo. En el contexto, el precedente judicial resulta ser eficazmente vinculante aun sin stare decisis, a causa de que la jerarquía administrativa, en último término política, no sólo interfiere y permea la carrera judicial, sino también el sistema de instancias y recursos, calcado sobre ésta. A su vez, el juez de este peculiar sistema aparece connotado por determinados rasgos, como son la marcada tendencia al decisionismo inmotivado; el hermetismo; la predisposición a hacerse eco de la razón de Estado, en el improbable supuesto de que alguna de las articulaciones de la política pudiera hallarse en dificultades judiciales; y, en fin, una demostrada aptitud para la más funcional inserción en las experiencias autoritarias, y el ulterior rechazo a las nuevas constituciones de derechos, en el momento de restablecerse la democracia. Por todo, la perspectiva positivista a la que se viene aludiendo propicia una visión distorsionada de la relación del juez con la ley en el Estado de derecho, debido a la mistificación del propio modo de ser del orden jurídico, y a la señalada capilar incidencia de la política en la jurisdicción, que hace que esa relación resulte políticamente interferida de manera intensa. Hoy, en el contexto constitucional, existe una marcada tendencia a considerar que el antimodelo se encuentra en decadencia, pero lo cierto es que, entre nosotros, el mismo sobrevive, por efecto de determinados mecanismos, presentes en el sistema de selección; en la articulación en carrera y consiguiente control de las expectativas de los jueces, con su efecto fuertemente inductor de la sumisión; en el resistente decisionismo y la tendencia

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a resolver en régimen de intime conviction, y en la consiguiente práctica limitativa de la motivación. En cuanto a la idea del modo de ser del orden jurídico realmente presente en el imaginario de los jueces, cabe temer que guarde relación, en algún grado inevitable, con la vigencia del sistema de oposiciones, que es mucho más que un tipo de examen. Fundado, como se sabe, en la asimilación y reproducción memorística de nociones aproblemáticas y simplificadas sub specie de “contestaciones”, sigue haciendo buena la descripción ofrecida por Oliet y Serena, en el prólogo a un libro, en su día muy conocido en los medios de preparadores y aspirantes: […] la oposición es sustancial e inevitablemente por tanto, la ejecución en el acto del examen de los “discos” previamente impresionados en el cerebro del opositor con arreglo al programa.10

En esta fórmula no parece exagerado ver todo un punto de vista sobre el orden jurídico y sobre el papel del juez-intérprete, que expresa la concepción veteropositivista del primero como susceptible de condensarse en un conjunto cerrado de fórmulas estereotipadas; y que reclama del segundo un saber formado por la mera acumulación de nociones. Asimiladas de manera mecánica, precisamente, porque están destinadas a la reproducción también mecánica en el proceso de selección; cuya índole obliga a evocar un tipo de aplicación del derecho, el postulado por Montesquieu, con el que, al menos de forma ideal, tendría que guardar alguna relación de funcionalidad; que es también lo que puede decirse de la atención, apenas marginal, y muy secundaria, dedicada al asunto de la interpretación, el tradicional desentendimiento de la quaestio facti y la asimismo crónica falta de atención a los problemas de justificación de las decisiones.

10

B. Oliet y C. Serena, Apuntes sobre organización de los tribunales españoles, Imprenta Provincial, Huesca, 1948, p. 5.

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Lo cierto es que el vigente sistema de selección, con todas sus implicaciones, choca tanto con el modo de ser real y actual del orden jurídico como con el papel, asimismo real, del juez en el ejercicio de la jurisdicción. El punto de vista sobre la jurisdicción y el juez hasta aquí tomado en consideración experimentó una profunda revisión en los marcos constituyentes de la segunda postguerra mundial. Paradigmático es el caso del italiano, que alumbró la Constitución de 1948, en la que se concreta un movimiento reflexivamente orientado al replanteamiento profundo del sistema de organización judicial y, en último término, de la forma de relación del juez con la ley; donde ésta es ahora ley más Constitución; la pirámide normativa crece hacia arriba, enriqueciéndose con un nuevo vértice de derechos fundamentales, como norma suprema y positiva, a partir de la que el juez —un juez de independencia reforzada— debe emitir un juicio crítico de legitimidad constitucional sobre la ley misma. Semejante contexto normativo y una tal inteligencia de la legalidad reclaman un juez con exclusiva sujeción a la ley de ese modo entendida. Por eso, la abolición de la carrera y de toda jerarquía entre jurisdicentes: los jueces se distinguirán sólo por la función que ejercen, y la separación del vértice jurisdiccional y de la administración de la jurisdicción, y ya no gobierno (político) de la magistratura. Dicho de otra forma, la exclusividad de la sujeción del juez a la ley no admite otra modalidad de relación de los jueces entre sí que la meramente jurisdiccional, y en el marco del sistema de instancias. La segunda mitad del siglo pasado conoció dos movimientos culturales importantes para lo que aquí interesa. Por una parte, una teoría del derecho particularmente atenta a la morfología actual del orden jurídico; a la relación de los momentos legislativo e interpretativo; a las peculiaridades de este último; a la relevancia del papel del intérprete; a la importancia de la quaestio facti. Por otra, un constitucionalismo del poder judicial implicado tanto en la revisión crítica del modelo heredado, por su inadecuación 154


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al cometido jurisdiccional rectamente entendido, como en la profundización del tipo de juez reclamado por el Estado constitucional de derecho. El resultado fue otra manera de aproximación a la relación ley/juez, como efecto de la constatación de los cambios operados en el perfil de los factores en relación, y en el modo en el que se produce la relación misma. Y es que, en efecto, el orden jurídico ha cambiado, cualitativamente, en términos significativos, por el carácter normativo de las constituciones y el papel atribuido en ellas a los principios en el juego interpretativo, que ahora se desarrolla en marcos multinivel, potencialmente conflictivos, interpelados desde afuera por cuestiones cada vez más nuevas y abiertas. Tanto, que han impuesto al legislativo un modo de intervención que lo lleva incluso a legislar puntualmente en la misma coyuntura, mediante disposiciones ad hoc, “leyes medida”, contratadas, más que debatidas para el caso. Cambios como los apuntados de modo somero difícilmente podrían darse sin alteraciones de relieve, tendenciales siquiera, en la identidad cultural y profesional del juez. Muy significativo al respecto es que el pluralismo, ya no expulsado sino presente en el ordenamiento, resulte también patente en la jurisdicción, donde goza de una proyección bien expresiva en la asunción como principio constitucional de la idea del “juez natural”. Pues bien, de los jueces cabe afirmar que, en general, son virtualmente clónicos desde el punto de vista de su formación jurídica. En efecto, pues su formación inicial está esencialmente cortada por el patrón de los mismos programas, se gesta en parecidas fuentes bibliográficas, bajo direcciones técnicas equivalentes, y se decanta y evalúa en el mismo tipo de pruebas. En cambio, no es posible decir lo mismo de sus actitudes político-culturales, que, dentro de ciertos límites, presentan diversidades legítimas, tan fácilmente apreciables como imposibles de eliminar. Diversidades que nunca es posible neutralizar del todo y que menos aún cabrá hacer desaparecer, y por ello deben ser administradas con precaución, a fin de evitar su manipula155


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ción interesada en la perspectiva de la decisión sobre el caso. De aquí el recurso a la predeterminación legal del juez, que busca la distribución más aleatoria que quepa de tales diversidades entre los demandantes de justicia, contando además con que los jueces, conscientes de esta dimensión incancelable de su quehacer, traten de objetivar al máximo la ratio decidendi de sus fallos en la motivación. Todo esto tiene todavía más importancia cuando se considera que el papel del juez ha experimentado un sensible reforzamiento de su autonomía, por efecto de algunas de las circunstancias del contexto de la jurisdicción ya apuntadas, como el dato de la intensa evolución y la creciente complejidad interna de los ordenamientos; y el hecho de que las modernas constituciones le impongan la aludida lectura crítica de la ley, e incluso, en su caso, la eventual denuncia de inconstitucionalidad de ésta, en una hipótesis más que teórica, aunque sólo fuera por el grado de improvisación que impone el frenesí de la producción normativa. Todos estos son factores de intensificación del dinamismo en el campo jurídico-normativo que convergen con el ya aludido dinamismo de las demandas sociales, y comportan, en el conjunto de otros factores ya contemplados, una sensible ampliación del campo propio del intérprete. Rodotá, con su habitual lucidez, se ha referido a la concurrencia de dos modelos culturales en la forma de afrontar jurídicamente los problemas emergentes en la sociedad: el legislativo y el jurisdiccional.11 El primero, ciertamente ideal, permite el cierre normativo de las cuestiones objeto de regulación, y puede producirse con eficacia cuando éstas son más o menos socialmente pacíficas, por haber sido decantadas de forma suficiente en un cierto consenso básico; algo que no se da cuando se trata de cuestiones abiertas y en movimiento, que generan polémica e incluso enfrentamientos de difícil composición, lo que obliga 11

S. Rodotà, Modelli culturali e orizzonti della bioetica, en S. Rodotà (ed.), Questioni di bioetica, Laterza, Roma-Bari, 1993, p. 422.

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a acudir a un derecho flexible y a la mediación judicial, y, por tanto, a transferir al juez un plus de poder, y, en consecuencia, de responsabilidad y de exposición. Por cierto, habría que decir que esta clase de opciones de política legislativa no siempre responde a los rasgos de dificultad objetiva de las situaciones necesitadas o pendientes de regulación, pues no faltan las ocasiones en las que lo protagonizado por el legislador es una verdadera y propia huida del conflicto, que, así, resulta prácticamente desplazado en sus términos originales, y con toda su crudeza, al campo de la jurisdicción. Un caso paradigmático es el del tratamiento penal del aborto en nuestro país, que fue afrontado legislativamente conforme al sistema de las indicaciones, y remitido a los jueces por la mayoría socialista, a la sazón gobernante, con el mensaje implícito, e incluso explícito, de cerrar un ojo y hacer encajar en la previsión legal el sistema de plazos. A tenor de las precedentes consideraciones, se impone una pregunta: ¿en qué términos se da hoy la relación ley/juez? Pues bien, no parece aventurado hablar de una atenuación de la distancia entre legislación y jurisdicción, como tareas. En efecto, Silvestri ha explicado que el juez concurre a la aplicación y a la creación del derecho,12 lo que parece especialmente cierto, pues siendo clara la diferenciación de roles en el plano orgánico, la notable ampliación experimentada por el campo de la interpretación/aplicación, con la dilatación del papel del juez, hace que, en ocasiones, la distinción sea más bien cuestión de grado y el juez un cierto paralegislador. Tal es también el punto de vista de Cappelletti, que propuso como criterio de demarcación el “grado de creatividad y de los modos, límites y aceptabilidad de la creación del derecho por los tribunales”.13

12

G. Silvestri, La separazione dei poteri. II, Giuffrè, Milano, 1984, p. 202.

13

M. Cappelletti, Giudici legislatori?, Giuffrè, Milano, 1984, p. 10.

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Cuando las cosas se producen de esta manera, es obvio que el asunto, además de incidir en la dimensión técnica, refuerza la vertiente política de la labor judicial, al hacer de ella un verdadero continuum, sin clara solución, de la del legislador, con el consiguiente fortalecimiento de la discrecionalidad interpretativa. Negarla o no querer verla no sólo no la elimina, sino que estimula un ulterior riesgo, el representado por un ejercicio de la jurisdicción lastrado por la falsa conciencia acerca del verdadero sentido y alcance de la misma, que equivale a decir que está aquejado de un marcado déficit de sentido de la responsabilidad por lo que se hace. Si el juez no es un mero subsumidor o clasificador inerte, tampoco es una mónada recluida en un supuesto espacio virtual que lo sitúa “a solas” con la ley, según cierta imagen tópica, muy presente en alguna literatura corporativa, e incluso en la propia de algún marco teórico, en el que existe cierta propensión a considerar al juez como una individualidad aislada dentro de la conocida relación. Ciertamente, esa clase de soledad sería un problema; pero no es en realidad el problema, porque no se da y tampoco se ha dado: el juez no opera con/sobre la ley en la soledad. Lo problemático del asunto ha estado más bien en las malas compañías. En efecto, porque la jurisdicción se ejerce en un espacio institucional muy concurrido, recorrido por relaciones de poder, con inevitable apertura al medio social, y, en fin, con la ley, pero con vistas a decidir el litigio que fuera objeto del proceso. Por lo anterior, en este plano habría que hablar de una doble mediación: la ejercida en la relación ley-caso, a fin de mediar jurídicamente un conflicto entre partes. Al juez le corresponde realizar una interpretación del texto, pero una interpretación bien calificada por Ferrajoli de “operativa” porque lo toma por objeto, no en su mera forma lingüística, sino en cuanto fragmento de la experiencia jurídica.14 Es decir, 14

L. Ferrajoli, “Interpretazione dottrinale e interpretazione operativa”, en Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, I/1966, p. 292.

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como polo normativo interpelado por ciertos hechos, a partir de una situación de conflicto a la que debe darse respuesta. El acto de interposición judicial constituye una intervención decisiva para la existencia de la norma individual en el caso concreto. Tarello15 y Guastini16 han escrito que la norma emerge como efecto de la atribución de significado a una disposición, y que, por eso, no es imaginable ni antes ni fuera de la interpretación. Para Lombardi, expresivamente, en ésta se da cierta “invención del derecho”.17 Algo que también Ross había apuntado, de manera menos drástica, al caracterizar el del intérprete judicial como un acto de naturaleza constructiva, no de puro conocimiento.18 La experiencia jurisdiccional enseña que hay pocos casos en los que el papel del juzgador, como intérprete, no entrañe particulares dificultades, y podría ser (casi) reconducido al esquema cognoscitivista, pues el texto, con total plasticidad, contempla un único, elemental, supuesto, fácilmente identificable; así, cuando se fija la mayoría de edad en los 18 años. Pero esto no quita para que en muchos otros casos, tensionados, además, como suele ocurrir, por una dimensión de conflicto, las cosas discurran de distinta manera, y sean varias las posibilidades de lectura de aquél, que, así, confiere al juez un margen de discrecionalidad en la decisión. El espacio que de este modo se abre para él puede tener unos límites bien definidos, que circunscriben las opciones posibles, caso que, cabe decir, estaría dentro de la fisiología del sistema; pero, de no ser así, habría que hablar de una forma de patología de éste. Lo primero suele producirse siempre que, como aquí ocurre, se trata de la lectura de una previsión abstracta, que propicia lo que Betti describió como una forma de discrecio-

15

G. Tarello, L’interpretazione della legge, Giuffrè, Milano, 1980, pp. 63-64.

16

R. Guastini, L’interpretazione dei documenti normativi, Giuffrè, Milano, 2004, pp. 4-5.

17

L. Lombardi, Saggio sul diritto giurisprudenziale, Giuffrè, Milano, 1975, p. 513.

18

A. Ross, Sobre el derecho y la justicia, Eudeba, Buenos Aires, 1970, p. 135.

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nalidad “subordinada”.19 Lo segundo puede ser consecuencia de una imprecisión no querida, y también de una imprecisión reflexivamente buscada. Ferrajoli, al tratar de estos casos, en los que se expresa un claro déficit del principio de legalidad como garantía, ha hablado de un “poder de disposición”,20 que, quisiera o no, el legislador habría puesto en las manos del juez. Se trata de una suerte de extrapoder, de poder praeter legem, que potenciará de modo inevitable el aludido coeficiente de discrecionalidad. Una situación en la que la fundamental garantía radicará en la capacidad del juez de hacerse cargo de la misma, para imponerse un deber de autorrestricción y acentuar el de justificación de las decisiones que le conciernen. Guarnieri se ha referido al “nuevo poder” del juez, que nace de la “‘incertidumbre’ del derecho” y tiñe su papel de una “politización” sobreañadida.21 Un poder, con la consiguiente connotación política, que está presente ya en la discrecionalidad fisiológica que subyace en general a toda forma de interpretación, pero que se potencia en especial cuando concurra, como con harta frecuencia sucede, el “poder de disposición” estudiado por Ferrajoli. De esto se sigue una cierta paradoja, pues el juez, que participa en la función normativa, presente de algún modo en todos los centros de poder, tiene al mismo tiempo una función político-constitucional específica, que es la reducción jurídica de las determinaciones políticas, y que consiste en hacer prevalecer la opción de política del derecho que se exprese en el ordenamiento, aplicándolo con imparcialidad según su propia lógica y conforme a sus propias reglas, sobre las concretas opciones políticas presentes y activas en la coyuntura. Una función que, 19

E. Betti, Interpretación de la ley y de los actos jurídicos, traducción de J. L. de los Mozos, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1975, p, 147.

20

L. Ferrajoli, Derecho y razón, op. cit., pp. 38 y ss.

21

C. Guarnieri, L’indipendenza della magistratura, Casa Editrice Dott. Antonio Milani (Cedam), Padova, 1981, pp. 47 y ss.

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sin duda, padecerá en su calidad allí donde el juez resulte constreñido o impulsado por el propio legislador a aportar ese plus de politización indeseable, pero inevitable, al que se ha aludido. El ordenamiento impone al juez que cumpla su papel con independencia e imparcialidad, con exclusiva sujeción a la ley, y respetando las reglas del juego en su lectura. Es decir, leyendo el texto con deferencia hacia el legislador, conforme a los usos lingüísticos, y en el contexto legal-constitucional, según criterios que, normalmente, se habrán depurado en la dialéctica del proceso contradictorio. Pero, como escribiera Borrè, la sujeción sólo a la ley exige desobediencia a todo lo que no sea ésta.22 Y no es ley, y, por tanto, habrá que desatender las sugerencias o expectativas del poder (formal o fáctico), las procedentes de la jerarquía judicial, y el sentido de lo conveniente en función de la propia carrera. Esto último adquiere particular importancia cuando la política de nombramientos, como aquí ocurre, está fuertemente contaminada y abierta al tráfico de influencias diversas, que, conocidas, como es obvio, e incidentes en el ambiente judicial, terminan por filtrarse en las actitudes y las prácticas de los jueces. En nuestro vigente sistema orgánico se registran, lamentablemente, estos y distintos factores de interferencia, y, por consiguiente, de distorsión de la relación ley/juez. Por ejemplo, los que abren el campo de la jurisdicción a una verdadera lucha política, que es en lo que regularmente desembocan los procesos de renovación del Consejo General del Poder Judicial y, como consecuencia, también la cobertura de puestos jurisdiccionales. En la correcta aplicación de la ley tiene reservado un papel ciertamente importante la honestidad intelectual del juez, con traducción en un esfuerzo positivo de asunción valores constitucionales del ordenamiento, que deben prevalecer sobre 22

G. Borrè, “Le scelte di Magistratura Democratica”, en G. Borrè, L’eresia di Magistratura Democratica. Viaggio negli scritti di Giuseppe Borrè, edición de L. Pepino, Franco Angeli, Milano, 2001, p. 235.

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cualesquiera otros, incluidos los de la ley misma, que es por lo que el juez está obligado a cuestionar la constitucionalidad de ésta cuando le embargue una duda razonable al respecto. Este imperativo tiene particular importancia en los casos en los que los valores constitucionales pudieran entrar en colisión con las propias opciones personales del juez, en razón, por ejemplo, de su adscripción religiosa. Pues bien, en tal clase de supuestos, éste no tendrá más alternativa practicable que la de decantarse por la efectividad de los primeros. Se sabe bien que las propias opciones morales y políticas cuentan. Y, por ello, es obligado que el juez opere con clara conciencia de este dato, para poner, siempre que sea preciso, la necesaria distancia crítica entre ellas y los criterios válidos de decisión. Esta actitud le exigirá una especie de desdoblamiento, como cuando las impresiones obtenidas de un juicio le inclinen a acoger la hipótesis de la acusación, pero resulte imposible fundarla de forma explícita objetivando los elementos de prueba, con el necesario rigor argumental. No es impensable el caso de que la propia ley abriese algún espacio a la incidencia legítima de los valores personales del juez. Pues bien, cuando así fuera, lo intelectualmente honesto sería presentarlos como tales, hacer visible la opción y justificarla en vez de revestirla de un falso sello de neutral objetividad. Como ha señalado Ross, la interpretación no tiene un punto de partida lingüístico independiente, y en ella cuentan sobremanera lo que él llama “factores pragmáticos”, es decir, “consideraciones basadas en valoraciones de razonabilidad práctica del resultado, apreciado en relación con ciertas valoraciones presupuestas”.23 El fenómeno se manifiesta en cualquier ámbito jurisdiccional, aunque, seguramente, es en el penal donde puede tener la forma de presencia más llamativa.

23

A. Ross, Sobre el derecho y la justicia, op. cit., pp. 140-141.

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No haría falta decir que esta clase de factores deberá ser objeto de la atención crítica más depurada y despierta; porque son, seguramente, de los más insidiosos, sobre todo cuando, como suele ocurrir, proceden del lado de lo “políticamente correcto”, ya que introducen criterios infraconstitucionales, incluso infralegales de lectura, dotándolos del grado de aceptabilidad que la opinión suele conferir a las decisiones que son “de sentido común”; por contraste con el rechazo que suscitan las que van en contra de éste, aunque cuenten con el soporte de principios tan consistentes como el de presunción de inocencia. Con mucha frecuencia, los “factores pragmáticos”, con su aparente look de racionalidad legal, se integran con facilidad, de forma subrepticia, en la ratio decidendi, sobre la que operan desde atrás, sin objetivarse, y sin necesidad de particular justificación. Aunque son también muchas las veces en que exigen forzamientos interpretativos, lamentablemente bien aceptados en razón del supuesto buen fin. Es lo que ha sucedido entre nosotros con la retrolectura abrogatoria del Artículo 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), llevada a cabo por el Tribunal Constitucional, a través de la llamada “conexión de antijuridicidad”; o en el caso Parot y el caso De Juana; o, en un plano bien distinto, en el caso Botín; o, en fin, con la rehabilitación del atestado como medio probatorio por parte de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Nadie negará que en ordenamientos como el vigente en España, la Constitución introduce una tensión hacia arriba, trazando con ello una línea interpretativa que es la realmente constitucional. Sin embargo, con mucha frecuencia, prevalecen indicaciones que apuntan en la dirección contraria, sobre todo a través de la interpretación a la baja del régimen de garantías, merced, por lo común, a que diversos “factores pragmáticos”, procedentes de distintos estratos del sistema político y social, se imponen a la línea constitucional de principios. El fenómeno es altamente negativo, y entraña, incluso, una verdadera subversión del sistema. Pero, con todo, lo peor es que es asumido como la 163


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normalidad de éste. Esto hace que “factores pragmáticos”, que expresan una línea orientación de política del derecho infra o extraconstitucional, se conviertan en un diafragma oculto que obstaculiza la aplicación constitucional de la ley. Luis Prieto ha escrito que, siendo la Constitución una norma, además, norma suprema, no requiere la interposición de ningún otro acto jurídico para desplegar su fuerza vinculante, por lo que, en la medida en que sus preceptos sean relevantes al caso, su aplicación resultará obligada para el juez,24 y ha puesto de relieve que, de esto y del hecho de que el texto fundamental contiene el criterio de lectura del orden jurídico en toda su extensión resulta que “la justicia constitucional verdaderamente indispensable no es la del Tribunal Constitucional sino la jurisdicción ordinaria”.25 Y ciertamente es tal lo que se impone si, como es debido en el caso del juez, se toma la Constitución y su rango normativo en serio, es decir, como referente imprescindible, como momento ineliminable de la tarea interpretativa en la aplicación del derecho. El juez está obligado a ejercer su labor con la Constitución como verdadero punto de partida, y no puede prescindir de ella de modo legítimo en su inteligencia de la ley. En esto hay, obviamente, un primer componente esencial de deber ser jurídico, pero que debe traducirse también en un verdadero hábito cultural que, como tal, ha de impregnar profundamente el ethos profesional del juez. Aunque, lamentablemente, con frecuencia no lo haga: y ahí están para demostrarlo tantísimas decisiones en las que prevalece un recurrente sentido común de ley ordinaria, lo que equivale a desplazar el imperativo constitucional al plano de lo extrajurídico. E. Schmidt ha discurrido sobre el papel central asignado a la desconfianza como principio de articulación del Estado de de-

24

L. Prieto Sanchís, Apuntes de teoría del derecho, Trotta, Madrid, 2005, p. 184.

25

L. Prieto Sanchís, Justicia constitucional y derechos fundamentales, Trotta, Madrid, 2003, p. 170.

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recho.26 Pues bien, creo que se trata de un rasgo del modelo que tiene la mayor pertinencia en la consideración de la jurisdicción como función de la legalidad constitucional; una función que no se legitima por la mera formalidad de la relación que prejuzga y expresa este dato, sino sólo por la calidad del ejercicio, y acto por acto. El juez, como todo sujeto de poder, en el Estado constitucional de derecho, en contra de lo que suele decirse, no goza de presunción de legitimidad, y por eso, precisamente, le incumbe el deber de justificación de las decisiones. Se legitima, por tanto, despejando de manera eficaz esa razonable desconfianza de partida, dotando de limpieza a sus actuaciones, mediante el respeto de las garantías en el modo de proceder, y de racionalidad a sus decisiones, por la justificación. En tal sentido, su modo de operar deberá contar con varios pilares de apoyo: la estricta sujeción a la ley, entendida como ley más Constitución; la desobediencia activa a todo lo que no es la ley; la observancia rigurosa de las reglas del contradictorio; y la motivación intelectualmente honesta y rigurosa de las resoluciones que dicte. El papel del juzgador en la relación con el orden jurídico es justamente preocupante, al haberse intensificado, según se ha visto, su importancia práctica, por las peculiaridades del orden jurídico y por la calidad de los problemas que acceden a la jurisdicción. Esto también, en buena parte, debido a que, con frecuencia, las instancias estatales de control, a las que correspondería conjurar preventivamente los problemas y evitar eventuales ilegalidades, no cumplen su papel con eficacia. Por todo, no me parece necesario un gran esfuerzo argumental para subrayar la necesidad de que los jueces se hagan cargo, con el máximo de conciencia, de la importancia de ese dato. Conciencia que implica una adecuada comprensión cultural del mismo, 26

E. Schmidt, Los fundamentos teóricos y constitucionales del derecho procesal penal, traducción de J. M. Núñez, Bibliográfica Argentina, Buenos Aires, 1957, p. 24.

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como presupuesto imprescindible de un ejercicio responsable de la jurisdicción. A pesar de lo que a veces suele temerse por quienes se encuentran en las posiciones a las que antes se ha hecho alusión, la conciencia de la verdadera relevancia de ese papel no es una invitación al abuso o al exceso. Por el contrario, saber bien qué es lo que realmente se hace en y mediante la aplicación de las leyes es un imprescindible factor de responsabilización.

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LA FUNCIÓN DE LAS GARANTÍAS EN LA ACTIVIDAD PROBATORIA1

INTRODUCCIÓN Entre nosotros, el tema de las garantías ha pasado de apenas existir como un lejano punto de referencia cultural, a constituir un topos central del discurso de quienes se ocupan del proceso penal, tanto si lo hacen en una perspectiva doctrinal, como cuando su dedicación es preferentemente práctica. En el plano empírico, es ya una obviedad decir que la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, como la de amparo del Tribunal Constitucional relativa al derecho punitivo, en esencia versa sobre cuestiones procesales que precisamente guardan relación con eventuales quebrantamientos de los límites legales impuestos al ejercicio de la acción penal. Mientras tanto, resulta curioso observar que, si bien los textos sobre el proceso penal producidos en estos años se han hecho eco de la nueva problemática, con el resultado de enriquecer el

1

Texto publicado en La restricción de los derechos fundamentales de la persona en el proceso penal, Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 1994.

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tratamiento de las exigencias que la disciplina constitucional del proceso proyecta sobre los distintos medios de prueba, suelen ser menos frecuentes, o faltar sin más, los intentos de aproximación al significado global de las garantías; al papel que están llamadas a desempeñar, no sólo como límite (ético-político) frente a eventuales excesos del poder, sino —y diría que sobre todo— como elementos estructurales del proceso penal de inspiración liberaldemocrática, en cuanto medio de adquisición de conocimiento sobre hechos. La ausencia, o al menos el limitado alcance, de esa clase de reflexión lleva consigo, además, consecuencias seriamente negativas para la comprensión de toda la trascendencia práctica de una disciplina del proceso con fundamentación constitucional, exigente y coherentemente garantista. Lo ha puesto muy bien de relieve Ferrua, al destacar el equívoco al que se presta la idea, tan común, […] de concebir el principio de contradicción como mera garantía individual que tutela eficazmente al imputado, pero que entra en conflicto con las exigencias de reconstrucción de los hechos. Principio de contradicción versus búsqueda de la verdad.2

Es malo que este punto de vista pueda ser moneda corriente en la cultura procesal del hombre de la calle; pero es todavía peor que, con frecuencia, impregne también argumentos y posiciones de los profesionales de la justicia, con marcada predisposición a hacer prevalecer datos inculpatorios de cuestionable relevancia —por lo general de procedencia policial—, en virtud de una convicción íntima no procesalmente motivable, o que lo sería sólo al precio de una evidente distorsión de las reglas constitucionales de producción y valoración de la prueba. En esta clase de 2

P. Ferrua, “Contradittorio e veritá nel processo penale”, en Studi sul processo penale. II. Anamorfosi del processo accusatorio, Giappichelli, Torino, 1992, p. 47.

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LA FUNCIÓN DE LAS GARANTÍAS EN LA ACTIVIDAD PROBATORIA

supuestos se da una visión reductora del papel de las garantías, implícitamente tributaria de la concepción del proceso acusatorio como una suerte de renuncia a la eficacia en la persecución de los delitos, como una especie de concesión a la delincuencia.

“SABER” Y “PODER” EN EL PROCESO PENAL El juicio penal —como por lo demás toda actividad judicial—, ha escrito Ferrajoli, es un “saber-poder”, es decir, una combinación de conocimiento (veritas) y de decisión (auctoritas). En esa trama, cuanto mayor es el poder tanto menor es el saber, y viceversa. En el modelo ideal de la jurisdicción, tal como lo concibió Montesquieu, el poder es “nulo”: en la práctica sucede a menudo que sea nulo el “saber”.3

En efecto, en la experiencia histórica, el proceso ha encontrado la justificación racional de su existencia en la condición de medio idóneo para alcanzar la verdad. Hoy diríamos un cierto tipo de verdad, porque es precisamente —cuando menos en teoría— en la diferencia específica que implica la relativización del concepto de verdad donde radica el principal criterio de discernimiento de lo que podría llamarse un proceso penal moderno. Esto, en contraste con el proceso inquisitivo, que representa la máxima concentración de poder que cabe en el marco procesal, supuestamente en garantía de la verdad; de una verdad en sentido fuerte que, por su relevancia, por su carácter absoluto, justifica y reclama la utilización de cualquier medio preciso para su obtención, incluida la tortura. De aquí la constitución del reo en puro objeto de indagación, y la reducción del proceso a pura investigación, con reconocimiento al juez de plena soberanía en 3

L. Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, traducción de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, R. Cantarero, A. Ruiz Miguel, J. Terradillos, Trotta, Madrid, 2001, pp. 45-46.

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la administración de los instrumentos disponibles para tal fin. El proceso como monólogo, puesto que tiene un único sujeto: el sujeto activo. Como es sabido, los abusos a que dio lugar este régimen condujeron, por un lado, en la instrucción, a una reglamentación de la tortura; y, por otro, en el enjuiciamiento propiamente dicho, al sistema de valoración legal de la prueba. En ambos supuestos puede advertirse un apunte de atenuación del principio inspirador del sistema: por razones de humanidad, en el primer caso; y por motivos de eficacia probatoria en el segundo, que buscaba la acomodación del juicio a reglas de experiencia de supuesta validez universal. Tales temperamentos no consiguieron eliminar la profunda inhumanidad e irracionalidad del modelo, puesta de manifiesto de forma reiterada y eficaz por el pensamiento ilustrado. A este respecto es significativo que las críticas se centren, desde luego, en el primer aspecto; pero también, de manera bien patente, en el segundo: el proceso inquisitivo, además de ser cruel, no conduce a la verdad, ni siquiera con la introducción de la prueba tasada. Así, es evidente que la propuesta ilustrada —no obstante la ingenuidad de su concepción de la ley y del papel del juez— responde, no sólo a imperativos de carácter ético, sino también, de forma clara, a exigencias de naturaleza epistemológica. En ella se hace ostensible la necesidad de que el proceso penal, en cuanto instrumento complejo, que implica un ejercicio de “poder” que se concreta en un tipo de actividad orientada hacia un “saber” sobre determinados acontecimientos de la experiencia, resulte simultáneamente funcional a dos valores: libertad y verdad.

ACERCA DE LA VERDAD PROCESAL Descartado el supuesto de que sea posible aspirar a alguna categoría de verdad absoluta, como ya preconstituida fuera del proceso y que pudiera alumbrarse en éste, y descartado ya hoy también el ideal ilustrado de una mecánica aplicación de la ley 170


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según el modelo silogístico, no cabe duda de que la verdad procesal es una verdad necesariamente relativa, una verdad probable. En este sentido los autores la han asimilado a la verdad histórica, buscando con frecuencia un cierto parangón entre la actividad del juez y la del historiador. La verdad procesal acerca de los hechos tiene un indudable parentesco con el género de verdad que es objeto del conocimiento histórico, en cuanto versa sobre hechos pasados, que no son susceptibles de ser conocidos en sí mismos, puesto que sólo cabe acceder a ellos de forma mediata, es decir, a través de los vestigios que pudieran conservarse y ser rastreados en la experiencia actual. Sin embargo, la actividad del juez suele diferenciarse de la del historiador en que versa sobre hechos recientemente acaecidos, lo que hace posible el acceso a fuentes más vivas de conocimiento. Hay también otra diferencia entre la verdad procesal y la verdad histórica: consiste en que la producción de la primera está sujeta a ciertas reglas y consiste básicamente en la verificación de si han llegado a acontecer ciertos hechos tenidos por legalmente relevantes; en ese sentido es también una verdad formal. Sólo teniendo en cuenta estas particularidades puede aceptarse la afirmación de uso habitual de que el proceso tiene como objeto la averiguación de la verdad; y ello siempre que a las consideraciones antes expuestas se añada otra, ya puesta de manifiesto por Carrara: lo que se trata de verificar en el proceso es “la verdad de una proposición”;4 o sea, de un conjunto de proposiciones, relativas a actos humanos ya acontecidos, articuladas en forma de hipótesis por la acusación.

PRINCIPIO DE CONTRADICCIÓN Y GARANTÍAS PROCESALES Como es sabido, con el término garantías se hace referencia a un conjunto de prevenciones o cautelas, institucionalizadas en los 4

F. Carrara, Programa de derecho criminal, traducción de J. J. Ortega y J. Guerrero, Temis, Bogotá, 1957, vol. II, p. 381.

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modernos ordenamientos bajo la forma de límites al ejercicio del poder estatal, que se traducen para el ciudadano en el derecho a no ser interferido en el ejercicio de su libertad a menos que se den algunas circunstancias predeterminadas; y también en el derecho a que la acción del Estado, cuando la Constitución y la ley lo habiliten para penetrar en ese ámbito de autonomía individual, se desarrolle conforme a determinadas reglas. Desde tal punto de vista, el proceso penal, en cuanto cauce —constitucional y legalmente reglado— para el ejercicio de la potestad punitiva a través del enjuiciamiento, está informado por la misma idea de límite que alienta, en general, en la categoría de la que se trata. Pero, en este caso, la garantía lleva implícita la preordenación a un fin. Al decir de Carrara, “el de procurar que el juicio intelectual resulte conforme a la verdad”.5 A tal punto es esto importante, que la concepción del Estado constitucional de derecho y, precisamente, en virtud de esa exigencia, ha reservado al juez un particular estatuto de independencia, rodeando el ejercicio de su función de determinadas garantías orgánicas funcionales a aquel objetivo. Tales garantías, en cuyo análisis no cabe entrar aquí, representan el presupuesto o antecedente institucional de las garantías procesales en sentido propio, en la medida en que son condiciones de posibilidad de estas últimas, y tienen como finalidad poner al juez al reparo de influencias que pudieran separar su actividad de aquel objetivo. En general, puede decirse que las garantías procesales son los elementos configuradores del modelo teórico identificado como proceso acusatorio. Ferrajoli6 las ha sistematizado del modo siguiente: A. Garantías primarias (o epistemológicas): a. Formulación de la acusación. 5

Ibíd., p. 282.

6

L. Ferrajoli, Derecho y razón, op. cit., pp. 606 y ss., que se han seguido en la redacción de este apartado.

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b. Carga de la prueba para el acusador. c. Derecho de defensa del imputado. B. Garantías secundarias: a. Publicidad. b. Oralidad (inmediación y concentración). c. Legalidad del proceso (nulidad). d. Motivación. Las particularidades de las garantías del primer nivel consisten en que se traducen en actividades de carácter cognoscitivo. Las del segundo grupo tienen como finalidad facilitar el juego de las primeras y evitar posibles desviaciones en la prestación de las mismas. En ese sentido, dice el autor citado, son “garantías de garantías”. Cuando la acusación formula su hipótesis acerca de los hechos, se da el primer paso de la confrontación dialéctica, que es el desarrollo de la contradicción procesal. La acusación, recuerda Carrara, presenta su propuesta —de dar como acontecidos y de cierta manera unos hechos— “en forma de teorema, (y) aunque para el reo lo sea, siempre será un problema para los demás”.7 Precisamente en eso consiste el papel de la defensa: la problematización de lo que se presenta como tesis, pero que constituye sólo una hipótesis de trabajo. Es evidente que tal hipótesis —que se propone con una pretensión de eficacia descriptiva, y con la de ser acogida como efectivamente explicativa de lo sucedido— tendrá que estar formulada de manera rigurosa, rica en datos, y éstos a su vez habrán de contar con un presumible suficiente apoyo probatorio. La máxima garantía del proceso acusatorio consiste, a partir de aquí, en la abierta exposición de la acusación a la discusión y eventual refutación por la defensa, en el uso de las mismas po7

F. Carrara, Programa de derecho criminal, op. cit., p. 290.

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sibilidades argumentales y probatorias. En este punto, no hace falta llamar la atención sobre la importancia del medio oral para la controversia, y también sobre lo relevante de la circunstancia de que ésta se produzca en presencia y contacto directo con el tribunal llamado a resolverla (inmediación). Tanto es así, que la doctrina procesal ha ido evolucionando de una consideración básicamente política del principio, a la hoy prevaleciente, que incide sobre todo en la significación gnoseológica del mismo.8 A este respecto, es cierto que la definitiva revalorización y recuperación, en sentido moderno, de la oralidad y la publicidad de los juicios correspondió históricamente a la Asamblea Constituyente francesa de 1789. Pero la asociación de esos principios a la tarea jurisdiccional tiene antecedentes mucho más remotos, que hay que situar en la Grecia clásica, donde, de manera puramente empírica, tuvo lugar el nacimiento de la retórica, ligado, como recuerda Giuliani, “al arte judicial”.9 La fórmula del contradictorio incorpora valores de indudable carga política, incluso en sus antecedentes más remotos: “la retórica, como expresión de la libertad de palabra, se opone al ejercicio autoritario del poder”;10 pero también, desde siempre, se ha advertido en ella una dimensión epistemológica, sobre la que ahora interesa especialmente llamar la atención. En efecto, las reglas de la confrontación procesal tienen la dimensión de garantías, que constitucionalmente se les atribuye precisamente porque se orientan a asegurar la limpieza del procedimiento que se estima más adecuado para evaluar la consistencia de una hipótesis. Si la trascendencia y el valor de esas garantías no se limitan al ámbito cognoscitivo, sino que se revisten de sig-

8

Cfr. al respecto M. Menna, Logica e fenomenologia della prova, Jovene, Napoli, 1992, pp. 141 y ss.

9

A. Giuliani, Il concetto di prova. Contributo alla logica giuridica, Giuffré, Milano, 1971, p. 10.

10

B. Mortara Garavelli, Manual de retórica, traducción de M. J. Vega, Cátedra, Madrid, 1991, p. 19.

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nificación política, es porque la hipótesis que debe confirmarse o refutarse en este caso es una hipótesis acusatoria, de cuyas vicisitudes se derivan consecuencias extraordinariamente relevantes para la libertad personal. Pero, por lo demás, el método acusatorio, fundado en el principio de contradicción, es en su esencia el que se sigue en la investigación científica; el más adecuado, desde un punto de vista epistemológico, para la reconstrucción fiel de los hechos, al que tiende como objetivo el proceso penal. Naturalmente, la búsqueda de la verdad que tiene lugar en el proceso no es una búsqueda cooperativa, porque es evidente que el imputado (en el caso de ser efectivamente culpable) carecerá del mínimo interés en contribuir al éxito de semejante empresa. Pero el modelo funciona objetivamente, al margen y por encima de la intención de las partes, en la medida en que pueden interrogar y debatir con libertad, y el tribunal forma su convicción en la percepción directa de los argumentos.11 De ahí la importancia del juicio oral, y lo importante que resulta, en consecuencia, que el desarrollo de éste no resulte interferido o contaminado por actuaciones precedentes ajenas a él.

DESARROLLO COGNOSCITIVO DE LA ACTIVIDAD PROBATORIA

La concepción de la actividad probatoria en el proceso acusatorio tiene en su punto de partida una falacia, en la que prevalece, sobre el aspecto epistemológico del juicio, la pretensión de garantía frente al ejercicio del poder. Se trata de la falacia conocida como argumentum ad ignorantiam (o argumento por la ignorancia), que se comete “cuando se sostiene que una proposición es verdadera simplemente sobre la base de que no se ha demostrado

11

Cfr. P. Ferrua, “Contradittorio e veritá nel processo penale”, op. cit., pp. 75 y ss.

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su falsedad”.12 Es un argumento que, insostenible en cualquier otro ámbito, constituye el punto de partida del discurso judicial penal que, como es notorio, se funda en una afirmación: la de inocencia, que no sólo no ha sido demostrada, sino que incluso no se admite que haya de serlo. La asunción de tal principio como premisa del razonamiento probatorio hace que la imputación se convierta, como se ha anticipado, en mera hipótesis de trabajo. Es decir, una afirmación de algo cuya existencia debe ser probada, cuando todavía no se ha iniciado el proceso de comprobación. De este modo, si la hipótesis no puede ser confirmada en la actividad probatoria de cargo, tanto por razón del no acaecimiento objetivo del hecho afirmado en ella, como porque la misma no sea suficientemente explicativa de todo lo acontecido en realidad, prevalece la presunción; en lo que hace que el principio in dubio pro reo no pueda ser considerado más que como mera implicación del principio de presunción de inocencia. Una exigencia fundamental para que el modelo funcione es la formulación de la hipótesis acusatoria de manera adecuada. “Los hechos” a los que se refiere el Artículo 650 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal demandan la descripción de un acaecimiento empírico, debido a una actuación humana, realizada de forma que comprenda todos sus elementos factualmente relevantes. Así, nunca daría satisfacción a la exigencia de consignación de “los hechos” un relato ambiguo, impreciso, que no expresase, o diese por supuestos algunos de aquéllos elementos fácticos que deban ser objeto de prueba; o una exposición en la que referencias empíricas aparecieran sustituidas por juicios de valor. Y ello no tanto porque una acusación fundada en un antecedente de tales características, procesalmente hablando, daría lugar a indefensión, como, antes incluso, porque, en el plano epistemológico, carecería de aptitud para ser objeto de prueba: 12

Cfr. I. M. Copi, Introducción a la lógica, traducción de N. Miguez, Eudeba, Buenos Aires, 1962, p. 65.

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en un caso, el de la imprecisión, porque no se sabría qué es lo que tendría que discutirse; en el otro, porque los juicios valorativos no pueden ser objeto de verdadera comprobación. En consecuencia, en el juicio se trata de poner en circulación, para que sea debatida, una afirmación o un conjunto de afirmaciones de naturaleza descriptiva, referidas a una situación de hecho que se pretende efectivamente producida de una cierta manera, y de apoyar tal propuesta con determinados datos probatorios, con el fin de llegar a una conclusión. La mecánica de este modo de operar es la propia de la inferencia inductiva, que, como se sabe, produce sólo conocimiento probable; de ahí el abandono del viejo criterio de la prueba legal, porque en materia de inducción no hay reglas que permitan asegurar la certeza de una conclusión. Es decir, algo diferente de lo que ocurre en el caso del razonamiento deductivo, donde si las premisas son verdaderas y la inferencia correcta, por aplicación de una ley general, se llega a una conclusión también verdadera, porque toda la información o el contenido de la conclusión estaba ya contenido, al menos de forma implícita, en las premisas. En cambio, en el razonamiento inductivo, la conclusión aporta información que no se hallaba en las premisas. Lleva el conocimiento más allá de lo que se sabía previamente, pero en ese salto hacia delante hay un riesgo. De ahí la importancia del rigor en la inferencia, y de que exista clara conciencia de la calidad de verdad (verdad probable) que es posible obtener por este medio. En el caso de la inferencia judicial, a las reglas que deben presidirla en cuanto inferencia inductiva se yuxtaponen las que regulan el procedimiento probatorio desde el punto de vista procesal. Éstas se orientan esencialmente a preservar el momento del juicio de influencias externas, con el objeto de que sea lo actuado en él la auténtica fuente del conocimiento judicial en lo relativo a la cuestión de hecho. A este respecto, salta a la vista que la Ley de Enjuiciamiento Criminal expresa una preocupación que se traduce en predisponer una serie de cautelas que son garantía de la calidad de 177


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conocimiento. Así, las que en el sumario tratan de asegurar los vestigios del delito, disponiendo que se documenten, describiéndolos, todos los datos existentes al respecto (artículos 326, 327 y 334); y las que prevén la conservación de los instrumentos de aquél (Artículo 338), con el fin de hacerlos llegar al acto del juicio. En el mismo sentido, las reglas que presiden la identificación mediante ruedas de reconocimiento (Artículo 369); las que imponen al juez indagar la autenticidad de la confesión del indagado; y contrastar con otras fuentes de información los datos que aporte al respecto (Artículo 406). Y también el minucioso tratamiento dado a la entrada y registro en domicilios (Artículo 569), incluida la presencia del secretario, con el fin de dar el máximo de fiabilidad a los datos obtenidos mediante esa diligencia, consciente el legislador de su futura trascendencia probatoria. En la misma dirección de favorecer la genuinidad de las aportaciones se inscriben las reglas de la deposición testifical, evitando preguntas contaminantes (artículos 709 y 439); obligando a los declarantes a explicitar sus fuentes de información; evitando que se dé a las declaraciones de ciertos testigos (autoridades, funcionarios policiales) otra trascendencia de la que pueda derivarse de su valoración racional (Artículo 717). Todas estas cautelas responden a la convicción definitivamente adquirida de que en materia de apreciación judicial no existen reglas que posibiliten acceder a una certeza objetiva; que sólo es posible tender al máximo de objetividad en el acopio de datos, pero que su valoración es siempre subjetiva y en términos de probabilidad; de “certeza práctica”.13 Si así no fuera, el principio in dubio pro reo, tomando el concepto de duda en sentido objetivo, haría siempre imposible la sentencia condenatoria, dado que toda hipótesis —y por tanto

13

Tomo la expresión de C.G. Hempel, Filosofía de la ciencia natural, traducción de A. Deaño, Alianza, Madrid, 1973, p. 93.

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también la acogida por el juez en la sentencia— corre el riesgo de ser objetivamente falsa.14

LA MOTIVACIÓN DE LA CONVICCIÓN COMO GARANTÍA La Ley de Enjuiciamiento Criminal (Artículo 142.2) exigía la constancia expresa en la sentencia de “los hechos […] que se estimen probados”. De esa exigencia derivó, como es bien sabido, una práctica consistente en la expresión de un relato escueto, por lo general redactado en un único párrafo, muchas veces de dudosa eficacia descriptiva. La Ley Orgánica del Poder Judicial (Artículo 248.3) requiere que las sentencias contengan lo que se llama “antecedentes de hechos” y también los “hechos probados”. A partir de la entrada en vigor de esta última, en efecto, las sentencias penales suelen incluir un apartado que aparece presidido por la rúbrica “Antecedentes de hecho”, pero cuyo contenido, paradójicamente, carece de la menor referencia fáctica, porque en él se da cuenta a lo sumo de algunas vicisitudes procesales, relativas a la marcha del procedimiento. En general, ahí se deja constancia de la acusación o acusaciones, pero, curiosamente, de los aspectos no-de hecho de las mismas, puesto que, por ejemplo, se recogen los títulos de imputación, pero nunca los antecedentes fácticos de la calificación provisional. Una tentativa de exégesis del precepto obliga a preguntarse, no tanto por lo que hubiera querido decir el legislador, como por lo que efectivamente dice la ley. A tal respecto, no cabe la menor duda de la relevancia que la Constitución da a la motivación, y lo hace en dos sentidos: primero, mediante “la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos” (Artículo 9.3), que determina que la decisión jurisdiccional, por lo que tiene de ejercicio de poder, esté fundada, tenga motivos bastantes; después, al

14

Cfr. L. Ferrajoli, Derecho y razón, op. cit., p. 149.

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imponer al tribunal el deber formal de explicitar de estos últimos (Artículo 120.3), teniendo en cuenta que las resoluciones están destinadas a ser públicas, es decir, a ser entendidas por el público, porque tienen un destinatario colectivo que va más allá de las partes directamente interesadas. Siendo así, la intensidad y el alcance de la motivación están dados por las características mismas del acto decisorio. En este sentido, es bastante obvio que, como regla, en derecho penal, el momento del ejercicio de poder por antonomasia radica en el pronunciamiento acerca de los hechos. De modo que es sobre todo el motivo, el porqué, de dar por ciertos unos hechos determinados, lo que tendrá que explicarse para que la resolución pueda decirse realmente motivada y para que pueda ser convincente; o eficazmente discutida, si no convincente. Por eso, creo que es este contexto en el que debe interpretarse el deber de dejar constancia de los “antecedentes de hecho”. Parece evidente que con la expresión no se hace referencia a los datos fácticos preprocesales, es decir a los constitutivos de la notitia criminis que desencadenó en su momento la investigación judicial, sino a datos intraprocesales de carácter fáctico, que son un precedente discursivo de los hechos que posteriormente se consignan como probados; por tanto, a la dinámica procesal relativa a la determinación de los primeros como premisa de un conjunto de inferencias que permiten llegar a los segundos. En definitiva, al desarrollo concreto de la actividad probatoria, y a cómo ésta se ha traducido en la convicción judicial, cuyo resultado se exterioriza a renglón seguido en un capítulo de “hechos probados”. Se tratará, pues, de dar precisa cuenta de los actos de prueba producidos, de sus resultados, y de la razón del tratamiento valorativo del cual han sido objeto: de los criterios aplicados en cada caso. Así, nunca será suficiente respuesta a esa exigencia legal decir que una determinada convicción deriva, por ejemplo, de la testifical o de la documental practicadas; porque tal derivación no es cierta, o no lo es que pueda producirse como por mecánica proyección sintética. 180


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En efecto, “la testifical”, como tal, no existe, sino cada uno de los singulares testimonios en relación dialéctica con los demás, que, aún siendo concordantes, tendrán seguramente matices diferenciales entre sí. Y otro tanto podría decirse de los restantes medios de prueba. Pero el imperativo de motivar no sólo responde a la necesidad de acreditar, hacia fuera y ex post, que ha habido un esfuerzo de elaboración y ponderación del material informativo procesalmente relevante. Por el contrario, tiene una eficacia ex ante,15 que se proyecta —como garantía de indudable relieve epistemológico— sobre todo el curso de la actividad probatoria, a través de la actitud del juez. El deber de motivación, interpretado como aquí se entiende, obliga al juez a depurar el proceso interno de formación de la propia convicción, desechando desde el principio las inferencias no racionalizables, y las que no sean susceptibles de verbalización. Excluye toda posibilidad de asimilar la convicción íntima a la corazonada, porque el juez no puede permitirse el lujo de intuiciones, de peligrosas certezas morales, que no tengan un apoyo probatorio explícito y explicitable. En ese sentido, el deber de expresar los motivos, el porqué de la convicción, se traduce, por tanto, en verdadera garantía de la actividad probatoria, de la racionalidad de la adquisición de los datos probatorios y del rigor del proceso inferencial que lleva de éstos a los hechos probados.

ALGUNOS ASPECTOS DE LA ACTIVIDAD PROBATORIA EN ALGUNA JURISPRUDENCIA DE LA SALA SEGUNDA DEL TRIBUNAL SUPREMO En la jurisprudencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo relativa al tema del que se trata, es posible identificar algunos 15

Cfr. J. Fernández Entralgo, “La motivación de las resoluciones judiciales en el proceso penal: doctrina del Tribunal Constitucional”, en Poder Judicial, número especial IV/1989: “Protección jurisdiccional de los derechos fundamentales y libertades públicas”, p. 71.

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lugares comunes, expresivos de lo que, en términos generales, constituye la doctrina consolidada al respecto.

1. TAJANTE DISTINCIÓN ENTRE PRESUNCIÓN DE INOCENCIA E “IN DUBIO PRO REO” La primera, se afirma, es un derecho fundamental que “reduce su ámbito de aplicación a los hechos y a la participación en los mismos” (Puerta Luis, 24 de junio de 1993). Prevalece en situaciones calificables como de “vacío probatorio” (entre otras muchas, Ruiz Vadillo, 7 de mayo de 1991). La infracción del principio, como infracción de ley, tiene acceso a casación (Bacigalupo Zapater, 15 de mayo de 1990). Al segundo, que “no conecta” con la presunción de inocencia (Manzanares Samaniego, 5 de abril de 1989), o del que incluso llega a decirse que responde a “exigencias distintas y en algún modo contradictorias” con las del anterior (Puerta Luis, 11 de marzo de 1993), se le considera circunscrito exclusivamente al ámbito de la valoración de la prueba y se entiende que carece de expreso reconocimiento legal o constitucional (entre muchísimas, por ejemplo, Puerta Luis, 24 de junio de 1993). Entra en juego cuando, habiéndose producido prueba de cargo y prueba de descargo, resulta preciso sopesar una y otra para tomar la decisión. Se considera que aparece de tal modo asociado a la inmediación, que otro tribunal no podría subrogarse o sustituir en su actividad valorativa al de instancia. Por eso no cabe casación en la materia, salvo que la duda, la incertidumbre del juzgador, tenga expresión en la sentencia (Ruiz Vadillo, 6 de julio de 1992). En algún caso se ha entendido (Bacigalupo Zapater, 6 de julio de 1992) que cabe distinguir, en materia de in dubio pro reo, lo que sería la “convicción del tribunal sobre la prueba de los hechos”, de lo relativo al “aspecto normativo del principio”, es decir “si el tribunal aplicó la norma que le indica que en caso de duda debe absolver o inclinarse por la hipótesis más favorable al acusado”. Este aspecto normativo del principio sí sería suscepti182


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ble de casación, al amparo del Artículo 24.2 de la Constitución española (CE).

2. TAJANTE DISTINCIÓN ENTRE PRUEBA DIRECTA (O “DE CARGO”, SE DICE A VECES) E INDIRECTA Por esta segunda, como es sabido, se entiende la prueba que a partir de la acreditación de un determinado hecho (indicio), que no es típico, mediante un razonamiento (deductivo en la terminología predominante en la Sala Segunda), se llega a la determinación como efectivamente producido de otro que es el que se quiere probar, que sí es típico. La directa “o de cargo” (Hernández Hernández, 5 de abril de 1993) —que concurre cuando el hecho objeto de la prueba es precisamente el que se quiere probar— se considera de tal plasticidad y perceptibilidad per se como para hacer innecesaria la motivación, puesto que “las partes (la) conocieron por su intervención en el proceso” (Hernández Hernández, 5 de abril de 1993). La convicción que produce la prueba directa “depende de una serie de circunstancias de percepción, experiencia y hasta intuición, que no son expresables a través de una motivación” (Conde-Pumpido Ferreiro, 12 de febrero de 1993). En la indirecta, en cambio, debe expresarse el razonamiento. Y éste es revisable en casación, dado que “no depende de la sola inmediación” (Bacigalupo Zapater, 30 de enero de 1989), puesto que exige un razonamiento de cierto grado de complejidad.

3. LA CONSIDERACIÓN DE LOS HECHOS PSICOLÓGICOS COMO “JUICIOS DE VALOR” Se trata de una constante en la jurisprudencia de la Sala Segunda, expresada en ocasiones de forma tan exuberante como cuando se dice que

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[…] el ánimo homicida, o animus necandi, se ha de sustentar en un juicio de valor, juicio de inferencia propiamente dicho, para deducir, racional y lógicamente, nunca de manera arbitraria, esa intención, deseo o dolo que en lo más profundo del alma humana se esconde habitualmente, para conocer el cual […] los jueces han de actuar en funciones propias de psicoanálisis. (De Vega Ruiz, 7 de abril de 1993)

A veces se afirma, incluso, que “el ánimo del sujeto es un juicio de valor” (Ruiz Vadillo, 6 de noviembre de 1991), y también que […] los llamados juicios de valor, “juicios” o “pareceres” de los jueces […] no deben ser incluidos en el factum de la sentencia por ser meras apreciaciones subjetivas […] [sino que al ser] inaprehensibles por los sentidos [deben dejarse] a la vía deductiva que, razonablemente, ha de estar inmersa en los fundamentos de derecho. (De Vega Ruiz, 30 de octubre de 1991)

De tal planteamiento se deriva la consecuencia de que sólo cabe “el tratamiento en casación de los llamados juicios de valor, a través del error de derecho” (De Vega Ruiz, 30 de octubre de 1991).

4. CIERTA CONCEPCIÓN —PODRÍA DECIRSE QUE— ALEATORIA DE LA PRUEBA (EN DETERMINADOS CASOS) De tal criterio es manifestación, por ejemplo, la afirmación de que “el delito flagrante es el que no necesita prueba dada su evidencia” (De Vega Ruiz, 11 de diciembre de 1992), o la que sostiene que […] así como los perjuicios materiales han de probarse, los morales no necesitan, en principio, de probanza alguna cuando su existencia se infiere inequívocamente de los hechos. (Ruiz Vadillo, 7 de julio de 1992) 184


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O la que expresa la inteligencia de que cuando […] los atestados […] se refieren a datos materiales y objetivos como la aprehensión de la droga, la cantidad y clase ocupada y su ocultación por el recurrente suponen prueba sobrada para desvirtuar la presunción de inocencia, constituyendo por sí misma prueba suficiente de cargo. (entre otras muchas, Martínez-Pereda Rodríguez, 3 de julio de 1991)

5. ALCANCE DADO AL CONCEPTO DE MEDIO INDEPENDIENTE DE PRUEBA EN CONCURRENCIA CON OTRO DECLARADO NULO

Es el caso producido en ocasión, por ejemplo, de entradas y registros domiciliarios declarados nulos, en supuestos en los que, sin embargo, se dicta sentencia condenatoria como consecuencia del reconocimiento por el acusado de ser cierta la existencia de alguna droga ilegal en su domicilio, estimado como medio de prueba independiente y no viciado de nulidad (por todas, Martín Pallín, 3 de diciembre de 1991).

VALORACIÓN CRÍTICA 1. PRESUNCIÓN DE INOCENCIA E “IN DUBIO PRO REO” El principio de presunción de inocencia, reconocido de manera inequívoca como derecho fundamental a partir de la sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de junio de 1981, lo es en la medida en que se le considera una garantía esencial e imprescindible para el imputado en el proceso; y lo es por la razón ya expuesta de haber sido asumido como “criterio base de la gnoseología judicial”.16 En este sentido, la profunda trascendencia material de la opción del legislador no puede ser más evidente, puesto que no se 16

G. Illuminatti, La presunzione d’innocenza dell’imputato, Zanichelli, Bologna, 1979, p. 79.

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detiene en la exigencia de una observancia ritual de determinadas reglas, sino que reclama una actividad que, si está reglada, lo está con la finalidad de hacer posible la formación de una convicción racional y racionalmente expresable. Como se ha dicho de forma reiterada, la vigencia del principio de presunción de inocencia supone básicamente que el juez ha de tomar la acusación como simple hipótesis, que sólo puede llevarle a la afirmación de culpabilidad a través de la comprobación cuidadosa del fundamento de todos y cada uno de los elementos de la imputación en el curso de la dialéctica probatoria. Cuando aquella hipótesis no pueda entenderse confirmada, habrá de prevalecer, sin reservas, frente a la afirmación de culpabilidad, la afirmación constitucional previa (no la llamaría nunca “interina”, término que sugiere la idea de provisionalidad necesaria) de inocencia del acusado. Desde este punto de vista parece difícil establecer alguna diferencia sustancial entre lo que procesalmente se entiende por presunción de inocencia y el juego del principio in dubio pro reo. Este último carece de autonomía conceptual respecto de la primera, porque todo lo que no es acreditada culpabilidad queda comprendido en el ámbito del principio de presunción de inocencia, cuya afirmación definitiva después de un juicio sólo puede ser incondicionada. Siguiendo el discurso argumental de la Sala Segunda, que es el del Tribunal Constitucional, se diría que la distinción se resuelve en una cuestión de grado, en la determinación de cuando no ha existido en absoluto prueba de cargo frente a los supuestos en que la misma se ha dado en alguna medida. Así, según tal punto de vista, en el curso de la actividad probatoria podrían delimitarse dos momentos: uno de simple comprobación externa, necesario para fundar la afirmación de si han concurrido o no datos eventualmente valorables como probatorios (la “mínima actividad”), que sería el espacio propio del principio constitucional de presunción de inocencia; y otro en el que, superado ese umbral por la apreciación de la existencia 186


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objetiva de datos probatorios de carácter prima facie inculpatorio, se abriría el ámbito (subjetivo) de la valoración de su aptitud o carencia de ella para prestar fundamento a la acusación; es decir, el campo de aplicación del principio in dubio pro reo. Pues bien, parece evidente que, en general —salvo en los casos de prueba ilícitamente obtenida que, por ausencia de otros medios alternativos, den lugar a un verdadero, e incluso podría decirse que objetivo, vacío probatorio— aquel criterio de demarcación sería siempre extremadamente relativo, al hallarse fundado en una apreciación de grado, es decir cuantitativa, que difícilmente podría hacerse, en la práctica, sin trascender en alguna medida el umbral de la valoración. Ello impide hablar de una verdadera diferencia de cualidad en la manera de operar y en los presupuestos del juego de uno y otro de ambos principios, tomados según la doctrina que se comenta. De este modo, en términos empíricos, y a falta de parámetros más objetivos, hay que llegar aquí a la conclusión de que no existe otro criterio en la materia que el que pudiera expresar, ex post, el Tribunal Supremo, en el caso de que el supuesto concreto llegara a ser sometido a su consideración. Así, la opción presunción de inocencia/in dubio pro reo sería una especie de válvula usada por la alta instancia para administrar el acceso a la casación. Una nueva versión de la elástica tradicional distinción entre cuestiones de hecho y de derecho; instrumento cuya necesidad de uso viene sin duda impuesta por el actual estado de cosas y el limitado papel de la segunda instancia, pero cuya dimensión exclusivamente pragmática lo hace inadecuado para fundar una toma de posición de trascendencia conceptual como la que es objeto de consideración. Por otra parte, diríase que el criterio de demarcación que se examina supone admitir implícitamente la existencia de absoluciones de diferente calidad, de acuerdo a si tienen como fundamento la aplicación del principio de presunción de inocencia o del de in dubio pro reo autónomamente considerado, en la línea

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de la histórica absolución provisional o absolución en la instancia, por estimar insuficiente la prueba de cargo. En definitiva, no me parece correcto remitir, como suele hacerse, la incidencia del principio in dubio pro reo al ámbito de la valoración (que no de la existencia) de la prueba, considerándolo algo ajeno a la presunción de inocencia. El momento de la valoración de la prueba, de la evaluación de la consistencia de cada medio probatorio, no se encuentra jurídicamente vinculado por otro imperativo que el de la racionalidad motivada y justificable de las distintas aportaciones probatorias. Por eso, su relación con el principio de presunción de inocencia es de la misma naturaleza que la que guarda con el in dubio pro reo, en la medida en que éste no constituye una regla de juicio autónoma en relación con el anterior. Incluso dando por cierto que entre ambos cupiera una diferenciación por razón de su naturaleza —lo que no creo—, siempre tendrían que operar a partir del resultado de tal valoración. Es decir, después de17 realizada, pues la decisión sobre el hecho18 está jurídicamente condicionada y, precisamente, por el principio de presunción de inocencia, que impone dar un determinado sentido a la decisión cuando la prueba se ha valorado como inexistente, y en el caso de duda acerca de su suficiencia. Este punto de vista tiene también reflejo, en lo fundamental, en alguna jurisprudencia. Así, en Bacigalupo Zapater (6 de julio de 1992), que lo expresa por la vía de distinguir (como antes se expuso), dentro del principio “in dubio pro reo”, dos momentos: el de la formación de la convicción y el (subsiguiente) que se identifica como aspecto normativo, puesto que en él se trata de aplicar al resultado de esa convicción la norma que impone a los jueces el deber de absolver en defecto de confirmación probatoria de las hipótesis de la acusación. Esta norma, como ha señalado Bacigalupo Zapater en otra parte —aunque entiende que el prin17

Un después que debe tomarse como referencia a un momento lógico o metodológico, no estrictamente cronológico.

18

Cfr. G. Illuminatti, La presunzione d’innocenza dell’imputato, op. cit., pp. 77 y ss.

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cipio “in dubio pro reo” no está expresamente regulado en la Constitución—, tiene su asiento en el Artículo 24.2 de la misma.19

2. PRUEBA “DIRECTA” E “INDIRECTA” Como se ha puesto de manifiesto en ocasiones, la distinción, que se remonta a Bentham,20 tiene no poco de falaz, puesto que en la prueba siempre hay que pasar de un hecho de presumible eficacia probatoria, que no es en sí mismo constitutivo del thema probandum, a otro que es el que se trata de probar y que, si concurren una serie de confirmaciones, podrá entenderse probado. En la evaluación del rendimiento de cualquier medio probatorio de los llamados directos entran siempre en juego, de manera inevitable, toda una serie de procesos discursivos, que obligan al juez a moverse en “un mar de hipótesis”.21 Por eso, hay autores que se han mostrado partidarios de hacer uso de otras categorías que se ajustarían mejor al tipo de procesos mentales en juego: así, Carnelutti prefirió llamar a la primera prueba histórica,22 porque en general se resuelve en la narración de un hecho; y Cordero ha optado por referirse a ella como representativa,23 porque lo que la define es la existencia de un medio que hace presente (representa) un hecho. A la segunda la denominaría prueba crítica,24 debido a que muestra al juez un hecho con las técnicas y según la esencia de 19

E. Bacigalupo Zapater, “La impugnación de los hechos probados en el recurso de casación penal”, en Estudios de Jurisprudencia, 1/1992, p. 54.

20

J. Bentham, Tratado de las pruebas judiciales. I, traducción de M. Ossorio Florit, Ediciones Jurídicas Europa-América (EJEA), Buenos Aires, p. 27.

21

Tomo la expresión de L. Muñoz Sabaté, Técnica probatoria. Estudio sobre las dificultades de prueba en el proceso, Praxis, Barcelona, 1967, p. 173.

22

F. Carnelutti, Lezioni sul processo penale. I, Edizioni dell’Ateneo, Roma, 1947, p. 214 (hay una traducción castellana de S. Sentís Melendo, Lecciones sobre el proceso penal, EJEA, Buenos Aires, 1950).

23

F. Cordero, Tre studi sulle prove penali, Giuffrè, Milano, 1963, pp. 7 y ss.

24

Cfr. F. Carnelutti, Lezioni sul processo penale. I, op. cit., p. 226; y F. Cordero, Tre studi sulle prove penali, op. cit., pp. 12 y ss.

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la prueba histórica o representativa. Se trata de un hecho que no coincide con el thema probandum, pero que, por la relación que guarda con él, hace posible llegar a tenerlo como efectivamente acontecido, en virtud de la aplicación de determinadas reglas de experiencia. Según Cordero, en estos casos el juez, más que controlar un juicio ajeno, debe expresar el propio, conforme a las reglas de la experiencia y de la lógica. Debe construir la proposición probatoria, más que ensayar la aportada por el interlocutor. No actúa como crítico de una representación, sino que formula críticamente el enunciado sobre el thema probandi.25 Estas consideraciones son las que hacen cuestionable el uso de la distinción entre pruebas directas e indirectas, como para sugerir la existencia de algún medio probatorio que por sí sólo pueda, casi físicamente, verter en el ánimo del juez una convicción de la que sería poco menos que pasivo receptor, en términos que a él mismo le resultaría difícil, si no imposible, explicar; que es lo que lleva a la atenuación de la exigencia o a que no se exija siquiera —o incluso se sugiera que no cabe— motivación en tales casos. En efecto, incluso en el supuesto del testigo más persuasivo y del testimonio más plástico,26 el juez, en la formación de la

25

En F. Cordero, Tre studi sulle prove penali, op. cit., p. 17.

26

Vale la pena traer aquí, a este respecto, una experiencia relatada por el estudioso alemán Hugo Munsterberg: “Hace un par de años, tuvo lugar en Gottinga, un encuentro organizado por una asociación científica, en el que participaron juristas, psicólogos y médicos, es decir, todas personas habituadas a una atenta observación. Ocurrió que, casualmente, en la misma calle tenía lugar un desfile de carnaval. De improviso, en el curso de la sesión, las puertas se abrieron de par en par y un clown vestido con un traje de vivos colores irrumpió en la sala seguido de un negro con un revólver en la mano. Primero uno y luego el otro, gritaron frases agresivas, después uno cayó por tierra y el otro se le echó encima. Se produjo un disparo. Inmediatamente después ambos abandonaron el lugar. El episodio duró menos de veinte segundos. Cogió a todos por sorpresa, y ninguno de ellos, a excepción del presidente, se dio cuenta de que la escena había sido cuidadosamente preparada y fotografiada durante su desarrollo. Parece natural que el presidente pidiera a los presentes que cada uno hiciese

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convicción, tendrá siempre que dar pasos como los constituidos por el análisis del discurso narrativo de aquél, desde el que habrá de remontarse al referente externo, con objeto de valorar la calidad representativa de sus impresiones, la coherencia de las mismas entre sí y con otros datos… De ahí que resulte ciertamente arriesgado dar por supuesto que la sola acreditación de la existencia de inmediación garantiza sin más el rigor de la valoración, dejándola, como habitualmente se hace, a la subjetividad incontrolada del juzgador. El paso del hecho constituido por la declaración testifical, al hecho probatorio narrado, y de éste al hecho probado, es siempre una operación compleja. Que la misma se lleve a cabo con criterio racional exige como presupuesto la existencia de inmediación, pero ésta a su vez tiene sólo un valor instrumental que la hace factor necesario, pero no suficiente, para la obtención de certeza. En efecto, también el cadí juzga con inmediación, pero su juicio se legitima por el carisma, no por el razonamiento. Y la existencia y corrección de éste, al contrario de lo que sucede con el carisma, no pueden presumirse. El razonamiento probatorio ha de expresarse, ha de verbalizarse, porque es difícil pretender que pueda llegar a darse efectivamente con el rigor requerido, si el juez no actúa ya desde el principio con la clara conciencia un informe sobre el hecho, puesto que la cosa habría podido tener relevancia judicial. De los cuarenta escritos presentados sólo hubo uno en el que faltaran menos del 20% de los datos caracterizadores del extraño episodio; catorce presentaban lagunas entre el 20% y el 40%; en doce las lagunas alcanzaban del 40% al 50%; en trece superaban el 50%. Además de las omisiones, fueron sólo seis personas, sobre cuarenta, las que no refirieron las cosas erróneamente; en veinticuatro de los informes al menos el 10% de lo relatado eran puras invenciones; en diez respuestas (es decir, una de cada cuatro) más del 10% de lo referido era absolutamente falso. Esto no obstante el hecho de que todos los espectadores de la escena fueran observadores bien adiestrados”, en H. Munsterberger, On the Witness Stand. Essays on Psychology and Crime, New York, Clark-Broodman, 1908, p. 51, citado por D. Carponi Shittar, Esame diretto e contraesame nel processo accusatorio, Casa Editrice Dott. Antonio Milani (Cedam), Padova, 1989, pp. 79-80.

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de la obligación de rendir cuentas de la existencia y calidad del mismo.27 Por eso el discurso motivador explícito es igualmente esencial en cualquier supuesto de prueba, y limitarse, como con frecuencia se hace cuando se trata de la llamada prueba directa, a la verificación de si ha existido inmediación, para, en caso positivo, dar por adecuada y racional la convicción así formada, es tanto como renunciar a la racionalidad de ésta. Se dirá, y es cierto, que motivar de forma correcta la convicción no resulta necesariamente fácil. Pero eso no libera de la obligación de hacerlo; y no mediante el socorrido recurso a la “apreciación en conjunto”, sino analíticamente, poniendo de manifiesto cuál es la información que cabe derivar de cada medio probatorio, para contrastarla con la procedente de todos y cada uno de los demás.

3. LOS LLAMADOS “JUICIOS DE VALOR” El criterio tantas veces exteriorizado por la Sala Segunda supone la negación de la existencia de los hechos psicológicos como tales hechos. Esto, desde luego, cuando se afirma que la comprobación de la existencia, por ejemplo, de un determinado ánimo o intención se produce a través de un juicio de aquella naturaleza; pero todavía más si se afirma, como en una de las sentencias citadas, que el ánimo como dato es un juicio de valor (del que juzga, naturalmente). Tanto en uno como en otro caso se niega consistencia fáctica a lo que en cualquier ámbito disciplinario

27

Como escribiera Frank, “hará mucho bien exigir la publicación de los fundamentos, aunque no constituye una panacea, porque el mismo acto de escribir su versión de los hechos tiende a inducir al juez a escudriñar y criticar cuidadosamente sus motivaciones y a confrontar sus creencias con la prueba testimonial”, en Derecho e incertidumbre, traducción De C. M. Bidegain, revisada por G. R. Carrió, con prólogo de J. Cueto Rúa, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1968, p. 97.

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relacionado con las ciencias de la conducta tiene la consideración de elementos de ésta. Pero se va incluso más allá, puesto que los juicios de valor (“bueno”/“malo”, “bonito”/“feo”) son proposiciones que, en rigor, no transmiten información sobre un referente empírico, sino que dan cuenta de las impresiones que el mismo suscita o sugiere al observador. Porque el contenido del juicio de valor no pertenece al enjuiciado, sino al sujeto que juzga. Los juicios de valor, por otro lado, se inscriben en el área del lenguaje prescriptivo y, en consecuencia, no son susceptibles de confirmación o refutación; cuando lo cierto es que la intención de matar o el ánimo de engaño son ingredientes que pueden haber o no concurrido, pero siempre en el contexto de una conducta determinada. El aserto de que la acción de algún sujeto merece ser tenida conforme a derecho como un acto homicida no puede ser tratado de simple “parecer”, ni como “mera apreciación subjetiva”. Debe ser, por el contrario, el producto de un razonamiento siempre inductivo, que es el que permite inferir de ciertos datos singulares otros del mismo carácter, mediante la aplicación de algunas reglas de experiencia y en un curso argumental que nunca podría discurrir al margen de otras reglas, que son las elaboradas por la lógica para esa clase de juicios. No cabe duda de que la naturaleza de los factores intencionales hará el proceso intelectual dirigido a la determinación de su eventual existencia más delicado y más difícil, pero esto no elimina la necesidad del esfuerzo de racionalización, sino que, por el contrario, la acentúa. Es decir, justamente lo opuesto de lo que sugieren fórmulas jurisprudenciales como las recogidas, que parecen remitir en tales casos la formación de la convicción a una especie de arcano indescifrable e incontrolable, hasta convertirla casi en una suerte de experiencia mística; como en el caso de la sentencia en la que se expresa, casi con lenguaje de copa, que

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[…] la determinación de los deseos, intenciones o quereres de las personas es […] una tendencia emocional […] escondida en lo más profundo del alma […] (De Vega Ruiz, 18 de noviembre de 1991).

Es cierto que, como se sabe, con semejante opción metodológica —licencias literarias aparte— se buscaba, la extensión del control casacional a la determinación probatoria de tales elementos, mediante su previa consideración como no fácticos. Pero, al margen de que seguramente ni siquiera esto haría necesario llegar a grados de distorsión del lenguaje y de categorías elementales de la psicología como los producidos en algunos casos, el precio pagado en términos de pérdida de rigor, confusión conceptual, e incluso posible inseguridad jurídica, parece demasiado alto.

4. ACERCA DE LA RELATIVIZACIÓN DE LA EXIGENCIA DE PRUEBA

Hay una tendencia, al menos implícita, en alguna jurisprudencia, a dar a entender que ciertos hechos, por su propia evidencia, podrían “hablar por sí solos”. Este punto de vista es arriesgado, cuando menos, desde una triple perspectiva. En primer lugar, porque sugiere que puede haber supuestos en los que el juez tendría ante los ojos hechos en cuya plasticidad radicaría la aptitud para convencer. En segundo término porque minimiza tendencialmente el nivel de exigencia en materia de motivación. En tercer lugar, porque parece sugerirse que en tales casos sería bastante con que el juez estuviera convencido, sin necesidad de que la sentencia fuera convincente. Así, en el caso de la sentencia citada que afirma que “el delito flagrante es el que no necesita prueba”, se olvida que el delito no suele ser flagrante para el juez y que, si en algún caso llegara a serlo, ello le impediría actuar como tal, debiendo hacerlo como testigo del hecho ante otro juez. Es decir, no es el acto en su curso de ejecución el que se autopresenta directamente en la sala de audiencia, sino un conjunto de afirmaciones que lo describen y 194


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tratan de acreditarlo como tal, y cuyo valor de veracidad habrá de evaluar el tribunal. Siendo así, y si la evidencia no es objetiva para el juez, cuanto menos para el encargado de una revisión del juicio en otra instancia procesal, y, no digamos, para terceros, ajenos a las vicisitudes procesales, y, sin embargo, destinatarios también de la motivación. De ahí la necesidad de que ésta sea explícita y rica en detalles. Un asunto de singular importancia es el de los llamados “elementos objetivos del atestado”, que, conforme se infiere de sentencias como la citada, una entre muchas que podrían citarse, tendrían la extraordinaria virtualidad de destruir la presunción de inocencia in situ, es decir en una sede cronológica y topográficamente extraprocesal. Digo esto porque no es la afirmación de los agentes policiales relativa al hallazgo de una determinada cosa en cierto lugar lo que desvirtúa la presunción, sino la presupuesta objetividad del propio hallazgo, que en la jurisprudencia de referencia recibe el tratamiento de una verdadera prueba legal. Como en la experiencia procesal histórica la declaración de dos testigos era acreditación suficiente, ahora, la afirmación contenida en un atestado policial, acompañada de la presentación de algún objeto, constituye plena probatio. Siendo así, tales supuestos quedarían al margen del principio de libre convicción. Pues bien, parece que semejante criterio no resulta aceptable, porque desde un punto de vista gnoseológico las afirmaciones relativas al hallazgo de objetos pertenecen semánticamente a la misma clase de todas las demás de contenido fáctico que pudieran hacerse en un atestado policial. Sólo podrían tenerse por más verosímiles al aparecer acompañadas de la presentación de la cosa de referencia si ésta es criminalmente relevante, siempre que se justifique de manera adecuada la forma de obtención de la misma; pero nunca dejaría de hacer necesaria la comprobación de las condiciones en que aquélla se produjo; comprobación que, además, tendría que hacerse en el marco procesal adecuado, y conforme a las reglas generales del procedimiento probatorio.

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Por otro lado, resulta obligado estar al tanto de la declaración relativa al valor, en ningún caso legalmente privilegiado, de los contenidos del atestado y al de las declaraciones testificales de los funcionarios (artículos 297 y 717 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (Lecrim)). En una palabra, todo lo que constituya el objeto de una afirmación de contenido inculpatorio tendrá que acreditarse probatoriamente y ser valorado conforme a las reglas de la sana crítica, con criterios racionales explícitos.

5. SOBRE EL ALCANCE DE LA NULIDAD EN EL TEMA DE LA ACTIVIDAD PROBATORIA

En alguna jurisprudencia tan significativa por su relevancia como la relativa a las entradas en domicilios, por lo general en asuntos de tráfico de estupefacientes, se ha registrado una interesante evolución. Esta va, desde la clara inaplicación del precepto contenido en el Artículo 569,4 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en su anterior redacción, hasta la consolidación de una seria doctrina que opta por la declaración de nulidad insubsanable de los registros realizados con incumplimiento de aquella norma. Sin embargo, en esta misma jurisprudencia puede advertirse cierta propensión a limitar el alcance de la nulidad, que se manifiesta en la generosa atribución de la calidad de ajenos o autónomos a ciertos medios de prueba relativos al mismo thema probandum. Arquetípico al respecto es el caso aludido, del inculpado cuyo domicilio ha sido registrado de forma ilícita que reconoce en la declaración durante el juicio que tenía en su poder la droga ilegal. En la sentencia citada se razona a base de considerar esta manifestación como constitutiva de una actividad probatoria que nada tendría que ver con la rechazada como ilícita, siendo esto lo que la hace válida y eficaz como de cargo; al contrario de lo que sucedería tratándose de una testifical debida a los mismos policías que realizaron el registro considerado ilegal, cuyo testimonio no podría ser aceptado como tal sin incurrir en “un verdadero fraude de ley” (Martín Pallín, 3 de diciembre de 1991). 196


LA FUNCIÓN DE LAS GARANTÍAS EN LA ACTIVIDAD PROBATORIA

Pues bien, aunque es claro que hay diferencias morfológicas entre uno y otro caso, determinadas por el hecho de que la manifestación de los agentes no podría dar cuenta de otra cosa que de la propia irregularidad de su comportamiento; no, sin embargo, la que se pretende. En efecto, si la nulidad del registro es absoluta e insubsanable, ello quiere decir que dejarían de tener relevancia procesal los objetos hallados en el mismo. Y, siendo así, no se entiende con base en qué fuente de información podría ni siquiera formularse por la acusación al imputado pregunta alguna acerca de algo jurídicamente inexistente. Habría incluso que cuestionar si, de llegar, no obstante, a hacerse la pregunta, ésta no daría lugar a una confesión o testifical ilícita, por la ilicitud de la fuente de información utilizada para formularla; y, además, generadora de indefensión, puesto que la misma se habría hecho al hacer prevaler la circunstancia de que, normalmente, el acusado medio carece del conocimiento requerido para distinguir entre las existencias o inexistencias fácticas, y las de carácter jurídico-formal. Se ha rechazado algunas veces el planteamiento riguroso del alcance de la nulidad que aquí se sugiere, asimilándolo a la doctrina de “los frutos del árbol prohibido” de matriz estadounidense. Sin embargo, lo cierto es que el mismo pertenece al más tradicional de los conceptos de la nulidad de los actos procesales. Así lo puso de manifiesto Lucchini, al escribir que la primera idea que surge frente a una inobservancia del rito, es que el acto a que se refiere la inobservancia sea nulo, es decir como no acontecido. Las prescripciones deben ser claras, simples, y sólo las necesarias, indispensables para garantizar el buen derecho a la tutela de los intereses procesales; pero no se debe permitir violación, que en la lógica del proceso lleva consigo defecto de garantías e incertidumbre sobre los resultados del juicio. No basta, sin embargo, que la inobservancia de la ley acarree la nulidad del acto a que se refiere. Conviene examinar la relación que el hecho otorga con el ulterior desarrollo del proceso. Si hay 197


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nexo de relación con los actos sucesivos, es natural que deba seguirse también la nulidad de éstos, hasta donde llegue tal nexo, como en una cadena que resulta interrumpida por la falta de un eslabón intermedio.28

UNA FUNCIÓN IMPLÍCITA DE LAS GARANTÍAS PROBATORIAS Parece bastante claro, que, como se ha dicho siguiendo a Ferrajoli, las garantías procesales relativas a la actividad probatoria cumplen una función de relevancia epistemológica, en la medida en que aseguran que la actividad judicial discurra por cauces acreditados como eficaces para la obtención de conocimiento en otros campos del saber. Y, puesto que aquí se trata de una actividad que es además ejercicio de un poder, que incide como tal en el área de autonomía individual de los ciudadanos, las garantías procesales responden al mismo tiempo a la idea de límite. Pues bien, el rigor en la exigencia de cumplimiento de las prescripciones legales al respecto está llamado a cumplir asimismo una función implícita en las otras dos, que es la de inducción a los agentes estatales a la observancia de aquéllas, mediante la privación de eficacia a los actos irregulares. Esto vale tanto para los funcionarios de policía como para los jueces que realizan actuaciones ilegales. Y debe proyectarse, procesalmente hablando, en la declaración de nulidad y consiguiente ineficacia, por la inutilización de los conocimientos mal obtenidos, a efectos de formación de la convicción, en el rechazo de las sentencias motivadas de manera insuficiente. De que esto se haga con rigor depende, en buena parte, la regularidad de ulteriores actuaciones, como la irregularidad endémica de muchas de las que habitualmente se producen entre nosotros depende de la escasa relevancia y alcance que —en general por razones defensistas que no acostumbran a explici28

L. Lucchini, Elementi di procedura penale, Barbera, Florencia, 1905, pp. 243244.

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tarse— suele atribuirse a algún género de incumplimientos. A pesar de lo contradictorio y poco edificante que resulta comprobar que, con frecuencia, y por decirlo con palabras del juez Marshall, “los actos prohibidos y los permitidos tienen igual fuerza yusiva”.29

29

Citado por F. W. Friendly y M. J. H. Elliot, en Frenos y contrafrenos del poder. El ejemplo de los 200 años de Constitución americana, traducción de J. Aparicio Verdoy, Tesys y Bosch, Barcelona 1987, p. 29.

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SOBRE PRUEBA Y PROCESO PENAL1

“EXCUSATIO NON PETITA” PERO NECESARIA Si el término que da título a esta revista —Discusiones— se tomase al pie de la letra a la hora de prefigurar el contenido del presente número, el que esto escribe carecería de legitimidad para intervenir en él como participante en un debate con Michele Taruffo. Por un lado, sinceramente, por razón de (in)competencia teórica para una hipotética aproximación crítica a sus planteamientos sobre la prueba; y, por otro, por lo mucho que mi actual modo de concebir la experiencia jurisdiccional en la materia le debe a él; hasta el punto de que en la actualidad me resultaría imposible ejercerla o pensarla al margen de lo aprendido en sus textos. Por más que, es obvio, el eventual desacierto en la aplicación sea sólo de mi exclusiva responsabilidad. Pues bien, tal es la razón de que, gracias a la benevolencia de los anfitriones, haya optado por una aproximación —(dicho sea con la mayor modestia y a reserva de lo que él opine al respecto) desde Taruffo, es decir desde su modo de entender la cuestión probatoria— a algunas cuestiones y tópicos de la justicia penal, 1

Texto publicado en la revista Discusiones, 3/2003.

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tomando, claro está, las necesarias referencias de la práctica actual de los tribunales españoles. También, por la misma razón, en la exposición que sigue, no citaré expresamente a Taruffo, porque sería redundante, ya que está bien presente en mi discurso, con el optimismo de la razón, consecuentemente razonado, que late en su diamantina concepción de la prueba.

CAMBIOS EN LA CULTURA JUDICIAL SOBRE LA PRUEBA En una sentencia de apelación de la Audiencia Provincial de Madrid, del año 1982, se ponía de relieve la indudable ventaja —en la calidad de la apreciación de la prueba— representada por el hecho de que el juez que había decidido en primera instancia hubiera sido, además, instructor de la causa y gozado así del máximo de inmediación en todas sus fases.2 Hoy, una circunstancia de ese género sería causa de nulidad del juicio y de la decisión, por manifiesta falta de imparcialidad objetiva del juzgador. Pues, en efecto, al haber desarrollado previamente funciones de investigador en la misma causa, habría pre-juzgado. En un texto sumamente difundido entre los juristas prácticos de finales de los años sesenta y buena parte de la década siguiente podía leerse: […] no hay por qué razonar, y sería procesalmente incorrecto hacerlo, sobre qué elementos de juicio han contribuido a formar la convicción del sentenciador o de los sentenciadores. La ley quiere simplemente que formen un estado de juicio, de conciencia, de opinión y que tal estado se proyecte al resultando de hechos probados.3 2

En esa época, y hasta que el sistema fue declarado inconstitucional, la legislación española preveía —para delitos considerados menores— la figura de un juez que acumulaba las funciones de instruir y juzgar. Ésta, ajena al modelo original de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, de 1882, había sido introducida con posterioridad, a mediados del siglo XX, buscando una mayor rapidez en el enjuiciamiento, por la vía de rentabilizar la plantilla orgánica ya existente.

3

J. Sáez Jiménez y E. López Fernández de Gamboa, Compendio de derecho procesal civil y penal, tomo IV, vol. II, Santillana, Madrid, 1968, p. 1287.

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SOBRE PRUEBA Y PROCESO PENAL

Es también obvio que hoy, una sentencia dictada conforme a este paradigma debería ser asimismo anulada, para que el juez o tribunal redactase otra en la que la valoración de la prueba apareciera expresa y debidamente motivada. Creo que ambas referencias aportan otras tantas buenas razones para pensar que algo —incluso bastante— se mueve y se ha ganado en nuestra cultura procesal en materia probatoria. Pero, al mismo tiempo, un breve apunte de trabajo de campo, como el que trataré de hacer en lo que sigue, pondrá de relieve que el progreso no discurre por un camino de progreso lineal y sin retorno posible, y que ciertos hábitos de profunda raigambre inquisitiva, profundamente enraizados en la formación heredada, siguen estando vigentes, aunque sea de forma soterrada, en el bagaje de los (de muchos) jueces. Muy en particular, en el tratamiento de la quaestio facti. Quizá el primer problema latente en la materia es que ha faltado conciencia explícita de ella como realmente problemática. En general, ha sido frecuente cierta indiferencia al respecto, que es una forma de tratamiento por omisión, operando en el asunto como si la valoración de la prueba fuese algo que sólo tuviera que ver con la disposición moral del juez, de manera que, asegurada la buena calidad de ésta, lo demás se daría por añadidura (no hace falta decir que semejante forma de aproximación al tema es la que mejor casa con cierta ideología corporativa y autoritaria del rol, muy difundida). El tópico aludido no se explicaría, seguramente, sin tener en cuenta la influencia ejercida, en los hábitos profesionales del juez y del jurista, por el positivismo dogmático, con su banalización de las dificultades de la interpretación y la consecuente negación de autonomía conceptual y relevancia a la cuestión de hecho en la experiencia jurídica y, muy particularmente, en la procesal. Es un contexto en el que de la afirmación de la inexistencia de reglas legales de valoración probatoria a la de la inexistencia de reglas de cualquier clase en la materia no había más que un paso, que se dio con facilidad. Es como emerge el juez que llega hasta 203


PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

nosotros, tributario de cierta interpretación de conveniencia del da mihi factum…, y de una confortable concepción de la convicción judicial como experiencia mística, o casi. Se trata de un (anti)modelo de juez que carece objetivamente de espacio en la disciplina del proceso constitucionalmente vigente en la actualidad en muchos de nuestros países. Pero se trata de una disciplina que no suele tomarse con rigor en la profundidad de sus implicaciones de método o epistemológicas y de garantía, con el resultado de que sigan prevaleciendo muchas prácticas odiosas, eso sí, de indudable rendimiento en una perspectiva de mero control social.

INMEDIACIÓN Y JUICIO ORAL El juicio oral recibido en la española Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, inspirada en el napoleónico sistema acusatorio formal, ha experimentado una sensible revalorización a partir de la Constitución de 1978, pero con indudables limitaciones. Por un lado, porque —con demasiada frecuencia— sigue dándose valor, en determinadas condiciones, a los datos probatorios de cargo de fuente personal obtenidos en la fase de investigación, merced a la ficción de que el examen de su transcripción documental en la vista pública produce prueba realmente formada en régimen de contradictorio. Y, por otro, y es lo que aquí me interesa destacar, porque tiende a operarse de manera habitual con un concepto de la inmediación francamente cuestionable, entre otras cosas porque conecta con una concepción profundamente irracional de la prueba.4 La idea, nada discutible, de la necesidad de que el juzgador tome contacto directo con las fuentes de prueba suele encontrar prolongación mecánica en la de que esto se justifica, en especial, porque le permite captar aspectos o matices singulares, cuya 4

Cfr. sobre este asunto mi artículo titulado “Acerca de la motivación de los hechos en la sentencia penal”, en Doxa, 12/1992, p. 297.

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percepción no estaría al alcance de quien no haya podido gozar de esa relación presencial privilegiada. Obviamente, se piensa en ciertos rasgos particulares de la escenificación del testimonio o de la declaración del imputado.5 El punto de vista es sugestivo, en buena medida, porque conecta con algún tópico de sentido común. Pero su general aceptación acrítica en los tribunales se debe, a mi entender, a que enlaza con la interpretación psicologista de la libre convicción como intime conviction, muy presente todavía en cierta (sub)cultura de la jurisdicción. El asunto dista mucho de ser banal. Por el contrario, es particularmente rico en implicaciones negativas, desde el punto de vista de una concepción racional de la valoración probatoria. La primera es que en ese modo de entender la inmediación se sobrevalora la significación de datos, cierto, sólo apreciables para quien los percibe en directo, pero que son los más ambiguos y equívocos, los más abiertos al uso incontrolado del arbitrio y a la inducción al error en el juicio. Curiosamente, escribe De Cataldo Neuburguer […] muchos jueces y abogados o jurados serían proclives a considerar que un observador puede descubrir más fácilmente la mentira en una conversación si tiene la posibilidad de ver las caras y los cuerpos de los que hablan. La investigación psicológica ha demostrado que esta convicción es falsa. El descubrimiento de la mentira es más fácil si el observador tiene acceso sólo a la clave verbal de la comunicación en vez de a ésta y a la visual, al mismo tiempo.6 5

Me parece útil al respecto transcribir el siguiente párrafo, tomado de una sentencia de la Audiencia Provincial de Cádiz, de 9 de octubre de 1999. Dice así: “Muchas veces se ha dicho y ahora hay que repetirlo, que la presencia del testigo, o acusado, en el juicio oral aporta, no sólo una declaración, coincidente o no con las vertidas anteriormente, sino también unos signos —forma de decir lo que se expresa, los silencios, las miradas, los gestos, que son manifestaciones elocuentes de unos sentimientos que a veces no se saben o no se quieren expresar con claridad, por piedad, por miedo, por vergüenza, etc.—, y éstos son aspectos muy importantes de la función judicial […]”.

6

L. de Cataldo Neuburguer, Esame e controesame nel processo penale. Diritto e psicologia, Casa Editrice Dott. Antonio Milani (Cedam), Padova, 2000, p. 13.

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De donde resulta que, paradójicamente, en la obtención de la verdad judicial tendría la condición de supuesta ventaja un recurso fundadamente cuestionado como productor de calidad de conocimiento en el ámbito del saber científico, precisamente, el especializado en la psicología del testimonio. Un segundo y grave inconveniente es que la aceptación de esa dudosa máxima de experiencia en materia de inmediación conduce a blindar el juicio y la decisión de primera instancia frente a la crítica en otro plano jurisdiccional, puesto que algunos elementos de convicción, considerados fundamentales para la formación del criterio judicial en tema de hechos, por su difícil o imposible verbalización, por su práctica intraducibilidad en palabras, resultarían infiscalizables. El asunto tiene, además, notable trascendencia en el plano de la motivación, ya que produce el efecto de que ciertos aspectos de la valoración de la prueba y ciertas decisiones cuando la fuente de conocimiento sea exclusiva o básicamente personal, serían de imposible —o muy difícil— justificación.7 Por otro lado, la vigencia del tópico que se examina estimula de manera inevitable a los jueces a una (cómoda) aproximación intuitiva o preconsciente al cuadro probatorio, creando el riesgo de que acaben por no ver en él más elementos relevantes que los aprehensibles en esa peligrosa clave hipersubjetiva, que hace mucho más cómoda y fácil la decisión. Y, en fin, conduce de forma inevitable a una pérdida de significación de la segunda instancia como momento de crítica o de juicio sobre el juicio de

7

Un caso paradigmático y de cierta recurrencia en la práctica judicial es el de las causas penales por agresión sexual, en las que el cuadro probatorio se reduce en exclusiva al señalamiento del acusado como autor por parte de la víctima, y a la negación por éste de cualquier implicación en los hechos, sin corroboraciones posibles. En esta clase de supuestos, no es inusual que recaiga una sentencia condenatoria fundada en la simple afirmación —desnuda, por más retórica que se le eche encima— de que la testigo y perjudicada le pareció más creíble al tribunal.

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la primera, con la subsiguiente degradación de ese fundamental momento de garantía. No se trata de pasar de un extremo a otro: la inmediación debe jugar un papel relevante como presupuesto necesario (aunque no suficiente) de un juicio de cierta calidad, para el que los datos procedentes de fuentes personales de prueba serán siempre importantes. Si bien a condición de que los tomados en consideración sean siempre y sólo datos verbalizables y suficientemente verbalizados, para que resulten evaluables de forma intersubjetiva, susceptibles de un control racional de su valor convictivo mediante la puesta en relación con los de otra procedencia. Tendría poco sentido convocar a las partes a la interlocución rigurosa en el marco del juicio si el destinatario de lo producido en él pudiera, al fin, decidir como lo haría un oráculo.

LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA, REGLA DE JUICIO En la jurisprudencia española de la etapa postconstitucional son frecuentes las proclamaciones entusiastas del valor central de este principio en la economía del enjuiciamiento. Y hay que reconocer que, ciertamente, juega un papel relevante, pero también es cierto que se está bastante lejos de reconocerle el que constitucional y metodológicamente le correspondería en toda su profundidad y extensión. Una primera limitación es la que se expresa en la afirmación de que entre el principio de presunción de inocencia y el in dubio pro reo existe una diversidad de naturaleza, que tiene el consiguiente reflejo en la relevancia de la garantía y de las posibles vulneraciones: constitucional en el primer caso, y de mera legalidad ordinaria en el segundo. El Tribunal Constitucional español y, por su influencia, todos los restantes, entienden que el campo de operaciones del primero es el de la verificación de la existencia (objetiva) de verdadera prueba de cargo; mientras que el segundo sólo entraría en juego en un momento posterior, el de la valoración de la previamente constatada como existen207


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te. Con el resultado —conexo al aludido modo de entender la inmediación— de que así cabría que otro tribunal, en vía de recurso, pudiera apreciar una eventual vulneración del principio de inocencia en la sentencia de primera instancia, puesto que se trataría de constatar la existencia de un objetivo vacío probatorio; mientras carecería, en cambio, de aptitud para conocer tratándose del in dubio pro reo, por el carácter personalísimo e intransferible de la valoración de la prueba realmente existente, en particular las manifestaciones del imputado y de los testigos. Esta demarcación tajante entre ambas dimensiones del principio de inocencia, erróneamente tratadas como si fueran dos principios distintos, ha experimentado cierta atenuación al entenderse que el de presunción de inocencia se vería asimismo comprometido cuando, existiendo materialmente prueba susceptible de ser valorada como de cargo, lo hubiera sido con infracción o al margen de las reglas de la lógica, la ciencia o la experiencia. Pero, en todo caso, permaneciendo siempre firme el aludido criterio de pretendida delimitación conceptual, por razón de la diversidad de naturaleza de esos dos planos. La vigencia del principio de presunción de inocencia como regla de juicio impone al juez el deber de asumir, desde la neutralidad, la acusación como una hipótesis que sólo puede llevarle a la afirmación de culpabilidad a través de la comprobación cuidadosa del fundamento probatorio de cada uno y de todos los elementos de la imputación, según lo que resulte del juicio. Cuando esa hipótesis no pueda entenderse confirmada, habrá de prevalecer, sin reservas, la afirmación constitucional previa de inocencia del acusado. Así, desde este punto de vista, es claro que no cabe establecer una suerte de diferencia ontológica entre la presunción de inocencia y el in dubio pro reo, por razón de su modo de incidir en el fenómeno probatorio; antes al contrario, el segundo carece de autonomía conceptual respecto del primero, desde el momento en que todo lo que no es acreditada culpabilidad queda necesariamente comprendido en el ámbito de la inocencia, cuya afirmación definitiva después de un juicio 208


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debe ser incondicionada. Cuando se parte de la presunción de inocencia como presupuesto, el fracaso probatorio de la hipótesis de la acusación —sea cual fuere la causa— sólo puede confirmar el status de inocencia preexistente. Otro terreno en el que el principio del que me ocupo experimenta un padecimiento sensible es el de la determinación de su ámbito de incidencia en relación con los elementos del delito. La cuestión a la que me refiero tiene acabada expresión en numerosas sentencias de la sala penal del Tribunal Supremo español. Así, en la 935/1998, de 13 de julio, cuando proclama la necesidad de distinguir […] el problema de la existencia o no de prueba de cargo [del] tema de las deducciones o inferencias, llamadas también juicios de valor sobre intenciones, que por no ser hechos en sentido estricto y no ser aprehensibles por los sentidos no pueden ser objeto de prueba propiamente dicha y quedan fuera del ámbito de la presunción de inocencia.

Con otras palabras, la intención, en cuanto factor integrante de la acción, que merece la consideración de elemento subjetivo del tipo, no se probaría propiamente hablando, sino que su determinación en el supuesto concreto será el resultado de una valoración jurídica (axiológica, se dice a veces), de un juicio de valor del juez o tribunal, cuyo espacio propio es el de la subsunción.8 Este desplazamiento de la comprobación de la existencia de un elemento nuclear del delito al área de la interpretación, como si se tratase de un aspecto más de la atribución de significado al enunciado normativo, y no de la constatación de la existencia o no de un dato real que pertenece al thema probandum,

8

En esos términos se expresa la sentencia de la misma sala 2084/2001, de 13 de diciembre, en la que se lee que es “el lugar propio de consideración de tales elementos subjetivos el proceso de subsunción de tales hechos en la norma jurídica aplicable”.

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expresa una notable precariedad en el aparato conceptual, que difícilmente puede darse sin consecuencias para la calidad del enjuiciamiento. Una implicación esencial del principio de presunción de inocencia es la prohibición de valorar cualquier elemento probatorio obtenido con vulneración de un derecho fundamental en el acceso a la fuente o al medio de prueba correspondiente, ello en razón de que sólo puede condenarse en virtud de prueba de cargo válida. Tal exigencia tiene clara expresión en el Artículo 11.1 de la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial: “No surtirán efecto las pruebas obtenidas, directa o indirectamente, violentando los derechos o libertades fundamentales”. Hasta el año 1998, en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español el imperativo de exclusión de las pruebas ilícitamente obtenidas, incluidas las indirectas o reflejas, tenía plena vigencia. Pero desde la sentencia 81/1998 se produce un significativo recorte en el alcance de la garantía, con la acuñación de una categoría, la “conexión de antijuridicidad”. El nuevo paradigma puede expresarse así: no basta que la información que permite acceder a una fuente de prueba haya sido adquirida a partir de otra obtenida mediante la violación de un derecho fundamental. Es decir, en un ejemplo recurrente, no resulta suficiente la ilegitimidad constitucional de la intervención telefónica que hizo posible la incautación de la droga, para que la declaración autoinculpatoria del imputado por la tenencia de la misma, al ser interrogado sobre la base del conocimiento obtenido a través del control de su teléfono, tenga que considerarse inválida e inutilizable. Además de esa relación genética, (calificada de) natural entre los dos momentos del cuadro probatorio —dice el Tribunal Constitucional—, deberá darse una conexión jurídica, la llamada conexión de antijuridicidad. Para determinar la existencia de ésta —continúa la alta instancia— hay que operar en dos planos. En el primero, denotado como interno, se ha de comprobar si la prueba refleja puede considerarse constitucionalmente le210


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gítima, esto es, jurídicamente ajena a la vulneración originaria del derecho fundamental. En el ejemplo aludido, tal sería el caso de las manifestaciones del imputado, reputadas prueba independiente y ajena a la interceptación telefónica viciada, porque en el momento de esa declaración el derecho al secreto de las comunicaciones no habría experimentado —¡obviamente!— una (otra) vulneración actual, por lo demás ya innecesaria. En el segundo plano, calificado de externo, habría que comprobar si la prohibición de valoración viene o no exigida por las necesidades de tutela del mismo derecho fundamental. Y al respecto, en casos como el contemplado, la respuesta suele ser que no, debido a que el imputado en cuestión habría declarado con todas las garantías, al haberlo hecho de forma voluntaria y asistido por su defensor en el juicio. De este modo, mientras un acusado que, en las condiciones dadas, negase la existencia de la droga, tendría que ser absuelto por falta de prueba válida; el que, rendido ingenuamente a la evidencia física del hallazgo de la droga en su poder, aceptase este dato, resultaría condenado. Y todo, en virtud del aludido artificio formal, construido a base de ignorar que cualquier pregunta acerca de la tenencia de la sustancia sólo podría hacerse desde la premisa de una existencia de la misma, procesal y lógicamente insostenible en el contexto normativo que impone el precepto citado. En efecto, con este modo de razonar, el Tribunal Constitucional olvida que su jurisdicción no se extiende al campo del diccionario ni al de la lógica. Al primero pertenece el sentido de los términos “directa o indirectamente”, empleados por el legislador para señalar de forma imperativa el alcance de la prohibición absoluta de utilizar los elementos de prueba viciados de inconstitucionalidad. Y, al segundo, la conclusión ineludible de que la expulsión efectiva del proceso de la fuente de prueba viciada y de su rendimiento implica de forma necesaria eliminar del discurso probatorio una premisa que sería imprescindible para la identificación y el ulterior examen de la prueba indirecta o refleja. De manera que, al ser la prohibición de utilizar una 211


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prueba ilícita una implicación lógica del principio de presunción de inocencia, en la forma en que lo acoge el legislador español, la única clase de vinculación legítimamente atendible, y relevante, por tanto, es también de carácter lógico. Así las cosas, trasladar de modo arbitrario el asunto a otro terreno es una forma, también arbitraria, de redimensionar gravemente a la baja la proyección de esa garantía constitucional.

LA FORMACIÓN Y LA JUSTIFICACIÓN DE LA CONVICCIÓN JUDICIAL

Hoy cualquier profesional de la jurisdicción suscribirá sin reservas la doble afirmación de que la convicción del juez debe formarse en virtud de criterios racionales, a tenor del resultado del juicio contradictorio, y motivarse debidamente. Ahora bien, abundan las sentencias que se abren con rotundas declaraciones en tal sentido, desmentidas a continuación por un modo de operar judicial que no se ajusta a ese paradigma. Entre nosotros, la declaración del imputado ante la policía no tiene otro valor que el de simple denuncia, y el contenido de la misma no podría ser objeto de lectura en el juicio para contrastar la veracidad de lo manifestado en él por aquél.9 Sin embargo, se ha considerado prueba válida, al efecto de fundar la condena, la manifestación de un imputado que no declaró ante el juez instructor ni ante el tribunal, sólo porque los funcionarios policiales, ante los que sí lo había hecho en comisaría, comparecieron en el juicio como testigos (sentencia de la Sala Penal del Tribunal Supremo de 28 de enero de 2002). Con lo anterior, el atestado policial que, por escrito, sólo tendría valor de denuncia en versión oral, resulta transustanciado en prueba plena, con llamativa ruptura de esa lógica de fondo del proceso acusatorio que se cifra en la esencialidad del juicio en 9

Esta afirmación tiene apoyo, nunca discutido, en los artículos 297 y 714 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

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régimen de contradicción, y del principio nemo tenetur se detegere, hoy de indudable relevancia constitucional, que veta toda posibilidad de subrogación de alguien en el papel del imputado, asistido del derecho al silencio y de una singular y personalísima posición procesal; máxime cuando resulta que la opción por el modelo de proceso que se expresa en estas exigencias responde no sólo a razones de garantía de derechos, sino también a requerimientos de método, tenidos como esenciales para alcanzar una verdad procesal de calidad. En una sentencia del mismo tribunal, de 12 de febrero de 1993, se lee: […] la convicción, que a través de la inmediación forma el tribunal de la prueba directa practicada a su presencia depende de una serie de circunstancias de percepción, experiencia y hasta intuición, que no son expresables a través de una motivación.

Un conocido magistrado encontraba una buena razón para relativizar el deber constitucional de motivación en el hecho de que […] en un tribunal colegiado […] no todos sus miembros en su intimidad llegan a la conclusión de culpabilidad, y, por tanto, a la credibilidad de una prueba frente a otra, por el mismo camino y con idéntico recorrido, [por lo que no sabe] cómo habría de redactarse la sentencia condenatoria en estos casos, [pues] ni siquiera es fácil explicar por qué se inclinó un juez por uno u otro testimonio.10

Y en otra sentencia de la misma instancia, de 15 de mayo de 1992, se afirmaba:

10

E. Ruiz Vadillo, “Hacia una nueva casación penal”, en Boletín de información del Ministerio de Justicia, 1585/1990, p. 5685.

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

Si en los hechos probados se describe de manera inequívoca la participación del acusado en los hechos y su actuación voluntaria y causal del resultado lesivo que luego se declara, supone una motivación más que suficiente.

Las tres citas que acaban de hacerse ilustran con fidelidad hasta qué punto el paradigma del proceso acusatorio, con todas sus implicaciones, tiene una vigencia que puede resultar bastante limitada. Entre otras cosas, por la relativización del valor del juicio como momento de adquisición de conocimiento válido, por la deficiente asunción de la mencionada dimensión de método del proceso contradictorio, debida a la creencia, muy instalada, de que en la decisión actúa un sexto sentido incontrolable, y que el deber de motivación sólo opera ex post y ad extra, de manera que su incumplimiento no obliga necesariamente a cuestionar la calidad de la decisión. En efecto, el juicio oral, con la mayor frecuencia, tiende a convertirse en un espacio para la sanción meramente formal de informaciones obtenidas, en general, de forma unilateral en un anterior momento procesal (o incluso preprocesal), sin tener en cuenta que éstas, aunque fueran aptas para justificar la necesidad de abrir el juicio, no pueden ocupar el lugar de las pruebas, que únicamente pueden producirse dentro de aquél. El conocimiento relevante para la decisión no llega al juicio desde afuera, sino que, como regla, debe obtenerse en él, de ahí su centralidad, que no es meramente ritual o simbólica, sino de raíz epistémica: sólo en ese contexto de interlocución real entre las partes, el juez puede gozar de la condición de tercero y de la aptitud precisa para evaluar como tal, con el debido rigor, la calidad explicativa de las hipótesis en presencia. Por eso, cabe decir, el principio de contradicción sólo actúa como garantía en la medida en que resulte activamente asumido en esa primera dimensión metódica. De ahí también que la motivación, además de cumplir una función explicativa o de justificación a posteriori, debe hacerse presente como conciencia actual de deber en todo el curso del 214


SOBRE PRUEBA Y PROCESO PENAL

enjuiciamiento, bajo la forma de control de racionalidad de las propias inferencias y del propio proceso discursivo por parte del juez. Éste, en rigor, sólo está autorizado a introducir en su razonamiento decisorio aquellas impresiones que sea capaz de verbalizar, y se abstendrá de decidir lo que no pueda justificar de forma satisfactoria. Es la única manera de que el deber de motivación preactúe, haciendo que el juez se mueva sólo en el ámbito de lo justificable. Por eso, si podría decirse que no hay conocimiento válido antes y fuera del juicio, cabe afirmar que tampoco puede haberlo con independencia o al margen de una rigurosa observancia del deber de motivar. Tomar el proceso en serio, que es una condición sine qua non para hacer lo propio con los derechos, reclama asumir con coherencia la aludida polivalencia del mismo, y la recíproca interconexión y condicionamiento de las dos dimensiones o momentos reiteradamente aludidos. Sólo así podría llegarse a una eficaz superación de la lógica inquisitorial que sigue latiendo en la cultura y en la práctica de muchos jueces y fiscales, y en amplísimos sectores de juristas, con tanta fuerza como ponen de manifiesto los ejemplos traídos aquí. Es claro, pues, que la tarea —como las propias implicaciones de la experiencia procesal— reclama de forma vehemente una clase de compromiso que desborda con amplitud los límites del palacio de justicia, para interpelar vivamente a la cultura jurídica.

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MOTIVACIÓN DE LA SENTENCIA: CAMINO POR HACER1

El de motivar las resoluciones es un deber exigente y que suscita incomodidad, por varias razones. En primer lugar, debido a que implica cuestionar la bondad per se de las decisiones judiciales, vieja pretensión muy ancien régime, que aún late en algunas reminiscencias subculturales; y también porque impone al juez un plus de esfuerzo, y la reflexiva adopción de cierta distancia autocrítica respecto de las propias impresiones, en el proceso decisional. En segundo lugar, porque ese imperativo es toda una carga de profundidad en la línea de flotación del sistema, basado en la muy arraigada inteligencia psicologista y emocional de la libre convicción, y en cierta mística inaceptable del principio de inmediación, estrechamente conectadas a una concepción de la valoración de la prueba asimismo teñida de irracionalidad. Para ver hasta qué punto esto es cierto, bastará reparar en lo extendido de la falsa idea de que justificar una decisión es dar cuenta de un “estado anímico” del juzgador; en la creencia, asimismo fuertemente instalada, de que hay pruebas que lo ponen

1

Texto publicado en el Boletín de Información de Jueces para la Democracia, 2008.

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

en contacto directo con los hechos; y de que los jueces tienen no sé qué extraña facultad (sin duda carismática) para percibir el contenido latente en las declaraciones de imputados y testigos, mediante una lectura fiable de su lenguaje gestual y de la puesta en escena. La mejor muestra del vigor de estas ideas es la recurrencia de la tesis jurisprudencial de la intangibilidad del juicio de instancia; fundada en la creencia de que “lo visto y oído” en él forma una experiencia intransferible, que hace del juez una suerte de medium, cuya valoración original es inaccesible a la crítica externa. Con este modo de discurrir se rebaja de forma preocupante el estándar de racionalidad del operar jurisdicente, al desplazar el juicio judicial, en gran medida, al campo de “lo inefable”, de lo que no puede expresarse con palabras. Y se da la mayor relevancia a los aspectos menos controlables de la observación, privilegiando sobremanera la subjetividad del juez, obstaculizando la aproximación intersubjetiva a la ratio de sus decisiones, y favoreciendo el blindaje de éstas frente al lector. En el marco de tal planteamiento, es decir, de la libre convicción como intime conviction, no hay un lugar real para la motivación. Porque si lo nuclear de la decisión radica en ese plano cuasi-subliminal, difícilmente el emisor podrá dar cuenta —e incluso ser plenamente consciente— del auténtico porqué de la misma. Así, la justificación quedará en una ritual racionalización pro forma, mero cumplimiento de un trámite. Y lo mismo habrá que decir de la eventual revisión por otra instancia, si es que, como ocurre, desde luego en casación (pero no sólo), se parte de que el juicio sobre la prueba no puede juzgarse. No se agotan aquí los efectos perversos del punto de vista a examen. Porque ya ex ante, el instructor que haga suyo, según suele ocurrir, ese planteamiento, en presencia de alguna fuente personal, de las que producen la tópica prueba directa, contando con el plus de valor atribuido a ésta, carecerá de razones para profundizar en la indagación, con el inevitable empobrecimiento de la misma y del futuro cuadro probatorio. Para dotar al deber 218


MOTIVACIÓN DE LA SENTENCIA : CAMINO POR HACER

de motivación de todo su gran potencial garantista, es preciso trascender críticamente ese tópico universo conceptual, incorporando a la epistemología del juicio judicial un bagaje de conocimientos bien acreditados en otros ámbitos del saber empírico. La inmediación, no hay duda, es un medio necesario y útil, pero sólo si se usa bien. Lo que exige que el juez opere como un observador racional y no como un oráculo. La gestualidad juega en todo proceso de interlocución y, por tanto, también en el judicial: pero debe hacerlo no como supuesta fuente privilegiada de información para aquél, sino como guía para la conducción del interrogatorio por las partes. Y el juicio deberá ser el resultado, no de un “movimiento del alma” presidido por la empatía o la antipatía, sino del cruce consciente de informaciones verbalizables y susceptibles de contrastación. De este modo, el juzgador podrá no sólo dar cuenta ex post de los presupuestos probatorios de su decisión, sino que, de haber asumido el deber de motivar con la honestidad intelectual exigible, éste habrá preactuado sobre él, ex ante, al tratar el material probatorio, en el curso del proceso decisional, forzándole a discurrir dentro de lo motivable. Esta inteligencia de la motivación y su contexto hace saltar algunos lugares comunes de la jurisprudencia. Primero, el de que el justiciable no tiene derecho a cierta extensión de la motivación, de modo que ésta podría ser “sucinta”, lo que en plata quiere decir incompleta. Pues lo cierto es que existe un derecho a la claridad sobre los elementos de prueba integrantes del cuadro probatorio; y a conocer la razón del tratamiento dado a los mismos, incluido el porqué de los descartes; y derecho también a que la motivación cubra todo el campo de lo relevante para la decisión y de la decisión misma, que no deberá presentar zonas oscuras. El segundo tópico que debe ser cuestionado es que puedan disociarse las dos dimensiones del deber de motivar, como si una motivación insuficiente fuese compatible con la correcta valoración de la prueba. Quizá quepa como hipótesis, pero, 219


PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

¿cómo saberlo? Y, ¿cómo eludir la falacia de dar por bueno un trabajo jurisdiccional incorrecto sólo porque su autor es juez y lo postula como tal? La materia objeto de estas líneas tiene una evidente dimensión técnica, pero su relevancia no se agota en este aspecto, de importancia no desdeñable, porque el deber de motivación implica un modelo de juez rigurosamente alternativo al que se expresa en los tópicos examinados y en otros que lastran nuestras prácticas jurisdiccionales; y es que lleva impresa una fuerte exigencia de orden deontológico. Por eso su incumplimiento denota algo más que un defecto de técnica: un déficit de profesionalidad.

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MOTIVACIÓN “POR DELEGACIÓN” DE LAS DECISIONES JUDICIALES QUE LIMITAN DERECHOS FUNDAMENTALES1

EXPRIMERE CAVSAM Según ha escrito, cargado de razón, Fulvio Mancuso, […] cada instituto jurídico no vive sino en su propia realidad histórica [por lo que] de ontológico sólo puede haber en él una estructura mínima fundamental.2

Este mínimo estructural fundamental es aquí el propósito de hacer frente a un interrogante, a un porqué, que siempre se ha dirigido a los jurisdicentes en cuanto responsables de actos de poder. El formato y el alcance de la respuesta (y la misma demanda) han evolucionado a lo largo de los siglos, hasta llegar a nuestra época, en la que el requerimiento de justificación de 1

Texto publicado en Derecho y justicia penal en el siglo XXI. Liber amicorum en homenaje al profesor Antonio González-Cuéllar García, Colex, Madrid, 2006.

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F. Mancuso, Exprimere cavsam in sententia. Ricerche sul principio di motivazione della sentenza nell’età del diritto comune classico, Giuffrè, Milano, 1999, p. XVII.

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

las decisiones judiciales es mucho más intenso, con el resultado de una profundización en el tratamiento de la motivación, hoy deber constitucional. Como corresponde a toda dinámica interactiva entre sujetos portadores de intereses contrapuestos, también en este campo es observable un ingrediente de tensión, inherente al ontos del instituto, y presente, diríase que de manera natural, al menos en dos planos de su compleja realidad. Uno primero es el representado por el marco político-institucional en el que se inscribe la decisión jurisdiccional, cuya naturaleza de acto de potestas no puede dejar de acusar —por extraña que resulte la expresión— el statu quo actual de una cierta correlación de fuerzas. El juez es el polo permanente de esta relación, y el otro ha estado constituido, en ocasiones, por un sujeto de poder político,3 y, siempre y en todo caso, por la ciudadanía en general; si bien la de este último agente colectivo fue durante siglos una presencia silenciosa y paciente, más bien tácita. El segundo plano de tensión es intraprocesal, y tiene su raíz en el propio conflicto sometido al juez, que, obviamente, permea y se traduce en el acto decisional, cuya motivación reclama un discurso dialécticamente articulado, reflejo del contraste entre las pretensiones parciales encontradas, por lo general en términos irreductibles, que el juez debe mediar. 3

Es paradigmático en este sentido el conflicto que enfrentó a los jueces del Reino de Nápoles con el ministro Tanucci, autor de un despacho (de 23 de septiembre de 1774) que imponía que “en cualquier decisión de cualquier tribunal, relativa a la causa principal o a los incidentes […] se explique la razón de decidir, o sea, los motivos en que se apoya la decisión”. Aunque la exigencia se limitaba al fundamento de derecho, que tendría que ser —tal era la novedad— una “ley expresa para el caso”, o, a falta de ésta, y si hubiera que “recurrir a la interpretación o extensión de la ley […] las dos premisas del argumento […] fundadas sobre leyes expresas y literales”, lo cierto es que la oposición de la magistratura fue frontal y de una gran beligerancia, fundada en argumentos como que la norma equivalía a una capitis deminutio de los jueces, motivo de alargamiento de los tiempos procesales y de incremento de la carga de trabajo. Sobre estas ilustrativas vicisitudes, cfr. M. Titta, Sentenze senza motivo. Documenti sull’opposizione delle magistrature napoletane ai dispacci del 1774, Jovene, Napoli, 2000, pp. 136, 6 y ss.

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MOTIVACIÓN

“ POR

DELEGACIÓN ” DE LAS DECISIONES JUDICIALES …

En contextos normativos como el nuestro, normalizados y estables, cuando el de motivar es un deber de inexcusable observancia, universalmente asumido como tal y fuera de discusión, el primer ámbito de tensión ha perdido intensidad. El segundo, en cambio, ha seguido justamente el camino opuesto, en la medida en que la demanda ciudadana en la materia ha experimentado un crescendo, debido a la generalización de la conciencia de que la arbitrariedad anida potencialmente en todos los actos de poder, y también a la agudeza y a la relevancia social y política de ciertos conflictos que hoy acceden con relativa frecuencia al palacio de justicia. De igual forma, la exigencia y la práctica del deber de motivación han experimentado una ampliación, que es un cierto desplazamiento; pues, al menos en el campo penal, el que aquí interesa, hoy vierte muy especialmente sobre la quaestio facti. El hecho tiene que ver con la entrada en crisis del viejo (anti)modelo oracular de juez, asociado también a una inteligencia casi mística del principio de inmediación,4 según la cual, la sola asistencia de aquél al desarrollo de la actividad probatoria, y, más aún, el contacto con los medios personales de prueba, posibilitarían una especial calidad de apreciación, equivalente a una suerte de percepción directa de los hechos,5 tan genuina y segura, que haría innecesaria la justificación de la resolución dotada de este fundamento. No sólo innecesaria, sino incluso imposible, porque —según sigue entendiéndose en medios procesales ese ámbito de la decisión jurisdiccional— tiene que ver, en alguna medida con “lo inefable”,6 es decir, con lo inexpresable. 4

Me he ocupado con cierto detalle de este asunto en “Sobre el valor de la inmediación (una aproximación crítica)”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 46/2003, pp. 57 y ss.

5

“El tribunal ha percibido directamente el contenido de cuanto expresa el testigo, esto es, los hechos que vio personalmente” (Sentencia 1423/2002, de 24 de julio, de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, cursiva mía).

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Así lo manifiesta A. de la Oliva, para quien no “parece razonable pedir que se exprese lo que pertenece a los internos procesos psicológicos de convicción,

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

LA QUAESTIO FACTI EN LOS AUTOS QUE DISPONEN LA INJERENCIA EN EL ÁMBITO DE CIERTOS DERECHOS FUNDAMENTALES

El asunto en el que voy a detenerme es la motivación y, específicamente, la cuestión de hecho, si bien tomada en una perspectiva particular, pues las resoluciones consideradas no resuelven de forma definitiva la causa, ni la decisión tiene como antecedente el desarrollo de la actividad probatoria en el juicio. Aunque las consideraciones que siguen sean perfectamente extrapolables a otra clase de medidas, tomaré como referente inmediato las interceptaciones telefónicas producidas (en delitos ajenos al terrorismo) a instancias de la policía y en el marco de actuaciones —hasta ese momento— de su exclusiva responsabilidad. Es un tipo de supuesto ciertamente emblemático y el más recurrente en la experiencia de los juzgados. Como es sabido, se trata de intervenciones particularmente invasivas, pues inciden en ese ámbito nuclear del individuo en el que arraiga su dignidad, protegido por las históricas “tres inviolabilidades”: la personal, la del domicilio y la de las comunicaciones. En particular en este último espacio, el tutelado por el derecho al secreto del Artículo 18.3 de la Constitución. El secreto es una categoría jurídica estrecha y funcionalmente asociada a la de intimidad, respecto de la que actúa como un derecho fundamental-medio, preordenado a la protección de las comunicaciones, debido, precisamente, a que son el vehículo de contenidos inherentes al derecho fundamental-fin, representado por la segunda. Con la protección constitucional de aquéllas se persigue asegurar el derecho a transmitir libremente el propio pensamiento y hacerlo llegar sin interferencias perturbadoras a quien, también libremente, se elija como destinatario. Así, libermuchas veces parcialmente objetivable, sí, pero también parcialmente pertenecientes al ámbito de lo inefable”, en Varios Autores, Derecho Procesal Penal, Centro de Estudios Ramón Areces, Madrid, 2002, p. 514.

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tad y reserva, secreto y comunicación libre son valores y derechos constitucionales unidos de forma indisociable. En resumen, la esfera íntima forma parte del mínimo inviolable de la libertad humana, como valor que constituye a la persona. En ella se expresa la profunda necesidad vital de “un mundo propio” en el que el sujeto pueda replegarse sobre sí mismo; un reducto intrapersonal, espacialmente circundado por el ya interpersonal de la vida privada,7 al que desde el primero solamente fluirá lo que decida el mismo interesado; un ámbito tan esencial como para que pueda decirse en términos coloquiales de quien conoce —legítima o ilegítimamente— los secretos de alguien que “lo tiene en sus manos”. De ese marco de reserva pueden formar parte datos relativos a acciones relevantes en el ámbito penal. A ello se debe que la presencia de indicios racionalmente sugestivos de que pudiera hallarse en curso o en preparación una de aquéllas, presumiblemente dotada de especial gravedad, sea considerada como causa constitucionalmente habilitante de algún tipo de injerencia oficial orientada a obtener información sobre el particular. Así es en nuestra Constitución vigente (Artículo 18.3), que confiere estatuto exclusivamente judicial a esas medidas. El desarrollo legal de esta previsión es de una pobreza escandalosa, denunciada de manera reiterada incluso por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.8 Tanto que, al cabo de casi 7

Para C. Castilla del Pino, “lo que conocemos como ‘vida privada’ es una variante de la vida pública, porque también en el círculo que denominamos ‘privado’ las actuaciones lo son, aun cuando nos encontremos a solas. De todos modos se trata de una variante singular porque el público que lo compone y el círculo en donde tienen lugar (nuestra casa, por lo general) revisten caracteres singulares. Pero la vida privada no debe ser ni identificada ni denominada vida íntima, porque no lo es”, en Arquitectura de la vida humana, Real Academia Española-Espasa Calpe, Madrid, 2006, pp. 24-25.

8

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos en diversas ocasiones —por todas, cfr. sentencias Valenzuela contra España y Prado Bugallo contra España— ha denunciado que el tratamiento dado por el legislador español a las interceptaciones telefónicas en la actual redacción del Artículo 579 de la Ley de Enjui-

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seis lustros de vigencia entre nosotros de este derecho como fundamental, bien podría decirse que el legislador español se ha tomado unas injustificables vacaciones en la materia, dando lugar a la irresponsable creación de un vacío legal, generador de grave inseguridad jurídica; por más que a estas alturas exista un copioso corpus jurisprudencial, nunca del todo homogéneo, que si puede paliarla en algún grado, desde luego no la evita. El modelo de intervención judicial mediante resolución motivada (Artículo 579, Lecrim) a partir de la existencia de indicios de delito reclama, con claridad, un único tipo de relación juez/ policía, en la que a la segunda corresponde aportar información y al primero decidir con autonomía sobre el particular. Dado que la policía puede legalmente realizar actos de investigación por propia autoridad (aunque siempre encaminados a la eventual instauración de un proceso penal), el modo normal de operar en la materia es, según nadie ignora, que sea ella quien valore en primera instancia la conveniencia y posibilidad de instar a la interceptación de las comunicaciones telefónicas del indagado, produciendo la correspondiente solicitud.

ciamiento Criminal (Lecrim) (la procedente de la Ley 4/1988, de 25 de mayo), no satisface la exigencia de habilitación legal suficiente. Y es que, en efecto, no se ajusta al requerimiento del Artículo 8.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos expresado en el requisito de que la injerencia de la autoridad pública en el derecho de que se trata ha de estar “prevista en la ley”. Ello debido a que el precepto citado no define las categorías de personas que pudieran ser afectadas por la medida, ni la naturaleza de los delitos que podrían justificarla, ni el tiempo máximo de duración de la misma y de las eventuales prórrogas, ni el régimen de medidas y precauciones que deberían adoptarse con el material resultante de las grabaciones para asegurar su correcta utilización judicial y la efectividad del derecho de defensa. El propio Tribunal Constitucional (por ejemplo, en sentencia 184/2003, de 23 de octubre, se ve en la obligación de poner de manifiesto que el Artículo 579 de la Lecrim “adolece de vaguedad e indeterminación en aspectos esenciales, por lo que no satisface los requisitos necesarios exigidos por el art. 18.3 CE para la protección del derecho al secreto de las comunicaciones, interpretado como establece el art. 10.2 CE, de acuerdo con el art. 8.1 y 2 del CEDH”.

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Dada la naturaleza y el rango normativo de los bienes en juego, la legalidad ha incorporado desde antiguo la exigencia de principio de que la decisión policial de exponer al juez la conveniencia de adoptar una medida de semejante índole vaya acompañada del traslado de toda la información relevante en el asunto. Sin embargo, no es así y, por lo regular, lo que suele ofrecérsele es el mínimo imprescindible de aquélla para dotar a la petición de alguna regularidad formal, esto es, para cubrir el expediente. Como si la intervención del juzgado fuera un momento más dentro del continuum de la propia actuación policial, que después debería seguir su curso de manera autónoma. En este recusable modo de operar, prácticamente generalizado, hay algo más que una simple irregularidad: es el apunte de una auténtica inversión de papeles, que, según se verá, no agota en esto toda su proyección práctica. Tanto es así que, en contra de lo constitucional y legalmente previsto, ha llegado a consolidarse una verdadera reserva policial en el asunto, sobre el que el momento judicial suele tener una incidencia que, por lo regular, es meramente pro forma. En el modo de proceder más habitual, la policía se dirige al juzgado mediante un oficio en el que se alude a inconcretas actividades de investigación en curso, que no se documentan en absoluto, y de las que resultaría la posibilidad de afirmar que se halla en vías de preparación, a punto de ejecutarse, una operación —en el ejemplo más recurrente— de tráfico de estupefacientes a gran escala. No es infrecuente la invocación de noticias confidenciales, desde luego, siempre “fiables”. De los sujetos a los que se considera implicados, suele decirse que tienen antecedentes (con frecuencia simplemente policiales); que se relacionan con sujetos (es fácil que se hable de algún colombiano) implicados en actividades de narcotráfico; que carecen de actividad laboral conocida; que viven por encima de sus posibilidades; que hacen uso de vehículos de gran cilindrada; que adoptan medidas de precaución en sus movimientos…

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Como es de ver, el modus operandi que acaba de ilustrarse está dirigido a mover el ánimo del juez, enfrentándole con la responsabilidad de evitar una acción grave que se da como de realización inminente, de la que, en realidad, no se ofrece la menor información indiciaria valorable. La táctica no busca suscitar convicción racional sino adhesión acrítica, de ahí que la vía de comunicación utilizada sea preferentemente subliminal.9

9

Nada puede ilustrar mejor lo que se afirma que la transcripción del contenido de algunos oficios que dieron lugar a interceptaciones, luego tenidas por válidas por el tribunal de instancia: • “Como consecuencia de las investigaciones que funcionarios afectos a este Grupo vienen ejerciendo en torno a la persona de VMPS [siguen sus datos de identidad y domicilio] por su presunta vinculación a un grupo organizado dedicado al tráfico internacional de sustancias estupefacientes, concretamente “hachís”, ha sido el tener conocimiento de que la mayoría de los contactos que mantiene con las personas integradas en este grupo los realiza a través del teléfono número […], instalado en su domicilio y siendo titular del mismo la esposa de éste, llamada MBC. A tenor de lo expuesto y considerando necesario el poder disponer de la intervención y escucha del citado número, con la finalidad de conocer e identificar a todas aquellas personas relacionadas con este grupo organizado, es por lo que se solicita a su Autoridad la intervención del teléfono número […], utilizado por VMPS, significándose que, caso de ser concedida, las escuchas del mismo se llevarán a cabo por parte de funcionarios del Grupo”. • “Por el presente se participa a VI que se han iniciado investigaciones sobre el pub “D” sito en […] de […] al tener reiteradas noticias de un supuesto delito de tráfico de estupefacientes, preferiblemente cocaína, suministrándose en cantidades indeterminadas a otras personas que a su vez la distribuyen entre los consumidores. Las noticias confidenciales que se reciben indican la relación entre las personas que regentan dicho establecimiento con otras que con una frecuencia variable se desplazan desde Galicia con dicha mercancía, que a su vez facilitan a otros distribuidores intermediarios. Dicho establecimiento está regentado por JCB y sus hijos DTC y NTC. El negocio en cuestión está ubicado en […], teléfono […] y poseen un domicilio en el primer piso del inmueble […] con teléfono […], figurando ambos a nombre de JCB. La amplitud de la investigación precisa de la intervención telefónica de ambos números de abonado, por lo que se solicita de Su Autoridad tenga a bien conceder la autorización de la intervención con mandamiento a la Compañía

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Peticiones del estilo de las aludidas, que constituyen la inaceptable normalidad, son acogidas en resoluciones judiciales que discurren en términos absolutamente genéricos, verdaderos impresos (ahora de ordenador). Claro que sería difícil emitir decisiones dotadas de un fundamento concreto cuando lo que se pide es ciertamente el simple estampillado burocrático de una diligencia policial.10

Telefónica, para que establezca los medios técnicos necesarios, estableciéndose la observación en esta Comisaría de Policía”. • “Como consecuencia de las vigilancias y seguimientos realizados en torno al establecimiento público denominado […] sito en […], se ha venido observando que en el mismo convergen una serie de personas, conocidas en esta Unidad por el hecho de haber sido investigadas con anterioridad como integrantes de una supuesta red dedicada al tráfico de estupefacientes. De las referidas vigilancias se aprecia que estas personas cuando se reúnen en el establecimiento público, pese a que están en posesión de teléfonos móviles, utilizan el teléfono instalado en el mismo, realizando en sus traslados medidas de seguridad para evitar ser seguidos (contramarchas, itinerarios alternos y control de vehículos estacionados en las inmediaciones de sus domicilios), utilizando en determinados momentos vehículos de alquiler. Estos individuos resultan ser [se detallan la identidad y domicilio de cinco personas, dos con antecedentes cuya naturaleza no se concreta]. Considerando que el teléfono instalado en el mencionado bar podría ser utilizado por estas personas para efectuar contactos referentes a presuntas actividades ilícitas, se solicita de VI acuerde dictar el correspondiente auto […]”. 10

He aquí también algunos ejemplos de resoluciones reputadas válidas con el apoyo de alta jurisprudencia: • “Hechos: En el día de la fecha se ha recibido en este Juzgado, en servicio de guardia, escrito del área de estupefacientes de la Brigada […] solicitando intervención telefónica de los números […] cuya titular es […], domiciliada en […], solicitando dicha intervención para continuar la investigación que se está llevando a cabo en torno a un supuesto delito contra la salud pública, con posibles implicaciones incluso fuera del territorio nacional. Razonamientos jurídicos: Primero: La Constitución española. etc. Segundo: A la vista de las razones expuestas en el anterior oficio y estimándose las mismas fundamento bastante para la adopción de la medida solicitada, en cuanto permite una mejor y más amplia investigación de los hechos que se trata de depurar y que pudieran ser constitutivos del delito referido en el hecho único, de conformidad con lo dispuesto en el Art. 579 de la Ley de E. Criminal […]”.

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Autos similares a los que acaban de transcribirse, que en mi experiencia son los que prevalecen en la inmensa mayoría de los casos, hallan el aval de sentencias en las que se razona evidentemente sobre el vacío y para salir del paso, es decir, de manera asimismo formularia.11 • “Hechos: Que por el GIFA […] se presenta en este Juzgado escrito con el número de registro […] solicitando que se ordene a Telefónica le remitan los datos y listados de los teléfonos que se relacionan. Fundamentos jurídicos: De las investigaciones llevadas a cabo por dicho Grupo se desprende la posible participación de GIFA (sic) en un delito contra la salud pública previsto y penado en el art. 368 del código Penal, desprendiéndose de la solicitud la utilización para ello de los teléfonos […], y por ello se considera que los datos y listados solicitados pueden permitir el descubrimiento del delito, razón por la que los datos y listados solicitados pueden permitir el descubrimiento del delito, razón por la que al amparo de lo dispuesto en el art. 579 de la Ley de enjuiciamiento Criminal, en relación con el art. 18.2 (sic) de la Constitución Española, procede acceder a la intervención interesada”. • “Hechos: En el anterior oficio presentado por el Grupo […] se solicita la intervención, grabación y escucha telefónica del […] y del […], instalados en esta ciudad en […] y en […], con motivo de esclarecer ciertos hechos delictivos sobre los que están practicando activas diligencias policiales. Fundamentos jurídicos: Deduciéndose de lo expuesto por […] que existen fundados indicios que (sic) mediante la intervención grabación y escucha del teléfono (sic) […] y […], perteneciente al abonado […] pueden descubrirse hechos y circunstancias de interés sobre la comisión de un delito contra la salud pública en que pudiera estar implicado (sic) […], […] y […]; es procedente ordenar la intervención, grabación y escucha telefónica, que llevarán a efecto los funcionarios peticionarios, conforme autoriza el art. 18.3 de la vigente Constitución”. 11

He aquí algunos ejemplos: • “Hay que partir, no obstante, de que la medida no es posterior al descubrimiento del delito sino dirigida a su averiguación, por lo que no cabe exigir una plena acreditación. […] Cierto es que la resolución judicial se dictó exclusivamente a la vista del oficio policial, pero el Juez no está obligado a la comprobación material de los motivos que aconsejan la adopción de la medida (STS 6-11-00), sin que deba confundirse la veracidad del indicio con su posible comprobación judicial, pues el indicio que resulta verdadero no dejará de serlo por el solo hecho de no haberlo comprobado, y la comprobación de los indicios, al estar constituidos normalmente por información de confidentes […]”. • “En relación a la ponderación de la medida no es necesario que el auto autorizante explicite el juicio de proporcionalidad, sino que es suficiente que aporte elementos con que pueda ser realizado. Y en este sentido la doctrina autorizada

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UNA JURISPRUDENCIA INCONSISTENTE El reconocimiento por parte del Tribunal Constitucional (y también del Tribunal Supremo)12 de la existencia de un importante y ciertamente gravísimo defecto de tratamiento legal de las interceptaciones telefónicas suele prolongarse en el aserto de que en estos años, en efecto, se ha formado un corpus jurisprudencial lo bastante desarrollado como para que los jueces y tribunales dispongan de un referente paranormativo al cual acomodar sus decisiones, de manera que el derecho fundamental concernido pueda quedar preservado de manera suficiente. Pues bien, es cierto que tal corpus existe, pero también lo es que está lejos de ser internamente coherente, pues en él conviven (al menos) dos distintos estándares de garantía, entre los que prevalece aquel que la sitúa en el nivel más bajo, con lo cual resulta que la aparatosa laguna legal encuentra continuidad real en un débil compromiso jurisprudencial con los altos valores en juego. Lo anterior se hace especialmente patente en el tratamiento de la materia que nos ocupa. no descarta por insuficientemente motivados los autos que constituyen meros formularios impresos o que resultan incompletos, pues pese a ello pueden estar suficientemente fundados si integrados con la solicitud policial a la que se remite —motivación denominada por remisión— contienen elementos necesarios a efectos de considerar satisfechas las exigencias de ponderación de la restricción de derechos fundamentales que la proporcionalidad de la medida conlleva; de manera que los Autos de intervención y de prórroga integrados con las respectivas solicitudes policiales, pueden configurar una resolución ponderada e individualizada en cada caso, incluso cuando se da la identidad formal entre ellos. La razón de esta motivación por remisión estriba en que ubicándose las intervenciones telefónicas en una fase prejudicial caracterizada por la búsqueda de datos para consolidar sospechas cada vez más fundadas, se traduce inevitablemente en el alcance y contenido de una motivación que ha de apoyarse en las razones mismas de la policía judicial, única conocedora hasta entonces de la mayor o menor solidez de sus pesquisas en una dirección determinada”. 12

Las referencias que siguen están centradas en la jurisprudencia constitucional. Esto se debe a que es realmente la que marca la pauta en la materia, pues, en general, las demás instancias siguen sus orientaciones, y en su mayoría lo hacen moviéndose de acuerdo con la línea menos exigente en términos de garantía.

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En la sentencia del Tribunal Constitucional STC 239/1999, de 20 de diciembre (con cita de otras muchas) se recuerda cómo es doctrina reiterada del propio tribunal que la resolución judicial que, con arreglo al Artículo 18 de la Constitución española (CE), puede autorizar la injerencia en el ámbito de uno de los derechos fundamentales allí contemplados, […] debe ser motivada, con el propósito de alejar de la decisión judicial todo automatismo, que no dejaría de ser una forma de arbitrariedad del poder público prohibida en el art. 9.3 CE. […] Una motivación que no es sólo la exigible a los efectos del art. 24.1 CE, sino una motivación más intensa.

En coherencia con este planteamiento, el propio Tribunal Constitucional (TC), entre otras en su sentencia 165/2005, de 20 de junio, tratándose de “resoluciones judiciales limitativas del derecho al secreto de las comunicaciones” considera que es […] inexcusable una adecuada motivación […] que tiene que ver con la necesidad de justificar el presupuesto legal habilitante de la intervención y la de hacer posible su control posterior.

Y al respecto precisa que “la resolución judicial en la que se acuerda la medida de intervención telefónica o su prórroga debe expresar o exteriorizar las razones fácticas y jurídicas que apoyan la necesidad” de la misma. Más aún, dice que […] se deben exteriorizar en la resolución judicial, entre otras circunstancias, los datos o hechos objetivos que pueden considerarse indicios de la existencia del delito y la conexión de la persona o personas investigadas con el mismo.

Incluso, concreta que por indicios hay que entender “algo más que simples sospechas […] esto es, sospechas fundadas en alguna clase de dato objetivo”. Y, a tal fin, para que los datos 232


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gocen de esta calidad, explica que habrán de ser “accesibles a terceros, sin lo que no serían susceptibles de control”, y aptos para “proporcionar una base real de la que pueda inferirse que se ha cometido o se va a cometer el delito”. A estos requerimientos, el Tribunal Constitucional añade otro, ciertamente relevante en materia de motivación, que consiste en que —dice— no basta “determinar si en el momento de pedir y adoptar la medida de intervención se pusieron de manifiesto ante el juez”, sino que se precisa también contar con la seguridad de que “se tomaron en consideración [por éste, tales] elementos de convicción”, y que los “ponderó correctamente” (SSTC 2002/2001 y 136/2006, entre otras). Esta exigencia pertenece a la íntima esencia garantista del deber del que se trata, claramente preordenado a despejar en el justiciable cualquier posible duda acerca de que su causa fue examinada con la reflexión y seriedad necesarias. Pues bien, esa constancia de los datos fácticos idóneos para fundar la decisión judicial autorizante de la interceptación, considerados precisiones indispensables, objeto de un deber de expresión o exteriorización, en el breve espacio de tres párrafos y dentro del mismo fundamento de esta sentencia (como de otras muchas de idéntico estilo que cabría citar), pasan a ser —en un uso carrolliano y poco riguroso del lenguaje— elementos de constancia meramente deseable, que podrían legítimamente sustituirse por una simple remisión a la solicitud judicial: sic transit… Lo anterior se da porque […] la técnica13 de la motivación por remisión no resulta contraria a las exigencias constitucionales de motivación de las medidas restrictivas de derechos fundamentales (STC 127/2000).

Esta es una afirmación que se reitera, por ejemplo, en la STC 5/2002, justo unas líneas después de haber postulado como 13

Cursiva mía.

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“exigible un específico y reforzado deber de motivación de las resoluciones judiciales” que afectan a derechos fundamentales; todo, porque (STC 7/2004) cuando los autos […] se remiten expresamente a las razones expuestas por la autoridad gubernativa, haciéndolas suyas […], el contenido de los informes policiales debe entenderse incorporado al texto [de aquéllos].

Y esto sirve (STC 205/2005) incluso cuando las […] resoluciones constituyen meros impresos […] o contienen una motivación estereotipada [si, como era el caso], todos ellos, sin excepción, hacen referencia al escrito de la Guardia Civil en el que se solicita la intervención telefónica o su prórroga.

Es obvio decir que esta penosa jurisprudencia, que consagra un estándar de motivación no sólo infraconstitucional, sino incluso infralegal,14 es la más citada en las resoluciones de los tribunales para validar oficios como los transcritos, y otros de alguna mayor dignidad formal, aunque (casi) siempre nula o escasamente informativos. Cuando lo cierto es que hay otra jurisprudencia del propio TC, lamentablemente bastante menos seguida, hasta por él mismo, aunque es mucho más rigurosa intelectualmente en el tratamiento del papel del juez como garante de los derechos y mucho más constitucional en el modo de entender el deber de justificar las decisiones. Un buen exponente de esta línea está en la STC 239/1999, de 20 de diciembre (que versa sobre el derecho a la inviolabilidad del domicilio). En ella se lee:

14

En efecto, pues el Artículo 579 de la Lecrim exige acuerdo del juez en “resolución motivada”, y el Artículo 248.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) habla de “hechos” y de “razonamientos jurídicos”. Aunque de esto trataré más adelante, no parece aventurado afirmar que la voluntas legis apunta hacia un trabajo de justificación concreto y personalizado, y, por cierto, del propio juez.

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[…] la remisión de una decisión judicial a otra decisión de un poder público no es de índole semejante a las que este Tribunal ha considerado admisibles a los efectos del derecho a una resolución judicial motivada (art. 24.1 CE, por todos ATC 207/1999 y las allí citadas), dado que la remisión no se hace a otra resolución judicial sino a un oficio policial. Su función preventiva, con ser la de garante del derecho fundamental en cuestión, no consiste constitucionalmente, ni puede consistir a la luz del art. 18.2 CE,15 en una mera supervisión o convalidación de lo pedido y hecho por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Quien adopta la decisión de limitar el derecho fundamental y establece en qué términos tendrá lugar dicha restricción es, constitucionalmente, el órgano judicial, quien no puede excusar su deber de resolver y motivar lo resuelto con la simple remisión a los motivos que aduzca otro poder público no judicial.

En función de estas consideraciones, resulta evidente para el TC que […] no es de ningún modo aceptable la técnica de integración en la que la motivación de la medida limitativa singular del derecho a la inviolabilidad del domicilio se extrae de la interpretación conjunta de, cuando menos, el oficio policial interesándola y la resolución judicial autorizándola. Semejante técnica no es sino una forma de soslayar la habilitación constitucional del art. 18.2 CE, donde es patente que, no sólo permite al órgano judicial competente adoptar semejante decisión, sino que, además, le ordena que sea él quien tome esa decisión, y en esa medida sea él también quien deba motivarla expresamente. Así pues, no es posible que la falta o deficiente motivación del órgano judicial oportuno sea suplida por una interpretación de conjunto que, en definitiva, vienen a realizar otros órganos judiciales en el proceso penal, distintos de aquél que,

15

Es obvio que lo mismo vale para el Artículo 18.3 de la CE.

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con arreglo al art. 18.2 CE debió decidir sobre la entrada y registro de un domicilio.16

El correcto modo de operar judicial prescrito en esta resolución tiene el adecuado complemento en las indicaciones de método que se desprenden, por ejemplo, de las SSTC 165/2005, de 20 de junio y 299/2000, de 11 de diciembre, que discurren con encomiable claridad sobre el modo de operar con el contenido de una solicitud policial de medidas como aquellas de las que se trata. El TC sitúa en el punto de partida de sus consideraciones la afirmación —obvia fuera del marco jurisprudencial— de que “entre el dato objetivo y el delito del que aquél es indicio” existe toda una “diversidad conceptual”; pues “la idea del dato objetivo indiciario tiene que ver con la fuente de conocimiento del presunto delito, cuya existencia puede ser conocida a través de ella”; de ahí que “el hecho en que el presunto delito puede consistir no puede servir como fuente de conocimiento de su existencia”; ya que es, o debería ser obvio que “la fuente del conocimiento y el hecho conocido no pueden ser la misma cosa”. Así, cuando, como es habitual, para hacer creíble la petición de alguna medida, se dice que responde a una convicción formada a partir de investigaciones y seguimientos, […] lo lógico es exigir que al menos se detallen en dicha solicitud en qué han consistido esas investigaciones y su resultado, por muy provisionales que pudieran ser en ese momento.

Y es algo tan necesario a juicio del TC que, en el segundo caso, entendió que el juzgado —“lógicamente”— tendría que haber 16

En este caso, la propia sentencia señala que el instructor se limitó a decir en un formulario que había recibido el oficio policial del que se desprendía que en el domicilio del denunciado “exist[ían] objetos o instrumentos procedentes de delito”. Como se ve, y a fin de cuentas, algo rigurosamente asimilable, por su inexpresividad y falta de calidad informativa, a lo que consta en los autos antes transcritos.

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exigido esa información antes de decidir. Porque, aunque el tribunal no lo dice expresamente, es el corolario obligado: ¿cómo hacerlo si no con algún fundamento?

URGE RECUPERAR LA COHERENCIA Como se ha podido ver en esta breve incursión por la jurisprudencia constitucional relativa a la materia que aquí interesa, es identificable una línea de cierto rigor principialista, en la que se expresa un desarrollo coherente de los postulados que al respecto consagra la ley fundamental. Pero lo cierto es que convive —por lo regular, ya se ha visto, dentro de una misma sentencia— con descensos en caída libre, que llevan muy por debajo de ese mismo umbral, hasta producir quiebras alarmantes incluso en el plano de la racionalidad. Pues no se trata sólo de que lo “inexcusable” e “indispensable” pase sin solución de continuidad a ser simplemente “deseable”: es que cuando, ni siquiera en virtud de tal clase de ejercicios de prestidigitación lingüística, resulta salvable el contenido incriminatorio de una injerencia abiertamente inconstitucional, se acude al falaz recurso de la llamada teoría o doctrina de la “conexión de antijuridicidad” para cuadrar el círculo, sorteando el imperativo del Artículo 11.1 de la LOPJ.17 Según he anticipado, en la temática que nos ocupa, se había consolidado ya de antiguo una auténtica “reserva policial”. En efecto, en el habitual modo de proceder, la policía solicitaba la colaboración del juez para una actuación que realmente seguía sin salir de su propio ámbito y, cual simple momento del trámite administrativo, trasladaba a aquél ciertos datos, a efectos meramente formales, reservándose como propia toda la información relevante. Tanto es así, que en muchas ocasiones el subsiguiente modo de operar (tan escasamente) judicial discurría por el cau17

Me he referido a este asunto con algún detalle en “Falacias en la jurisprudencia penal”, en I. Rivera, H. C. Silveira, E. Bodelón y A. Recasens, Contornos y pliegues del Derecho. Homenaje a Roberto Bergalli, Anthropos, Barcelona, 2006, pp. 313 y ss.

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ce de las “diligencias indeterminadas”, esto es, sin dar lugar a un auténtico proceso. Y es que materialmente no lo era, visto el escaso protagonismo del instructor. Dado el perfil actual de la mayor parte de las actuaciones del género, hay que decir que el modus operandi permanece inalterado de manera sustancial —con pocas, encomiables, excepciones aisladas—, salvo en dos cosas: la primera consiste en que los oficios policiales presentan alguna mayor extensión, si bien en detalles de escaso, a veces nulo, valor informativo; y, la otra en que los autos acuerdan la práctica de una injerencia, tras un apartado de “hechos”, que no tienen nada de fáctico en el sentido que reclaman las afirmaciones de las SSTC 165/2005 y 299/2000, se extienden, por el socorrido sistema de “cortar y pegar”, en ciertas tópicas consideraciones “de derecho”, ahora de rango constitucional, que sustituyen a lo que antes era una desnuda invocación ritual del artículo correspondiente de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. De esta manera, se pasa por encima, se incumple, la exigencia que realmente cuenta en esta clase de asuntos en términos de garantía de los derechos afectados. Me refiero a la de justificar en concreto la decisión, dejando constancia expresa del porqué de haberla adoptado. Algo que, en rigor, sólo podría hacerse donde hubiera datos dotados de valor informativo susceptibles de ser valorados, en sí mismos y a partir de la necesaria constancia de los antecedentes de la investigación en que estuviera su origen. A exigencias de esta índole suele oponerse que, dada la fase, preliminar, de la investigación no es posible reclamar verdaderas pruebas; que el juez no dispone del modo de comprobar que las afirmaciones policiales son atendibles; y que, además, tampoco tendría por qué dotar a sus decisiones de una motivación “exhaustiva”. A veces, este tipo de consideraciones resultan enriquecidas con una cierta descalificación de actitudes judiciales del grado de rigor que aquí se propugna, que —se dice— traducirían una desconfianza inaceptable en la profesionalidad de los agentes policiales. 238


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Respecto a esto último hay que decir que, en efecto, de eso se trata, pues el sistema de garantías del Estado de derecho no es otra cosa que la institucionalización de un sano principio de desconfianza, que debe jugar tanto en las relaciones juez-policía, como en las que median entre aquél y el fiscal, y las que se dan entre juzgados y tribunales de distintas instancias. Por eso, lo que la ley (ahora ley más Constitución) impone y espera del juez en este asunto es, pura y simplemente, un ejercicio de racionalidad crítica de las aportaciones de fuente policial que acompañen a la solicitud de una interceptación o de un registro domiciliario. La intervención judicial, donde lo de “judicial”, como también aquí ocurre, viene de “juicio”, sólo puede ser una actuación valorativa y de control. De ahí la exigencia de que la misma opere a través de una resolución motivada; requerimiento con el que ya el legislador liberal imponía al juez una actuación autónoma, reflexiva y no simplemente mecánica, o de estampillado de oficios, que es lo que ha llegado a ser y en la mayor medida sigue siendo, a casi treinta años de 1978. Es también un tópico jurisprudencial que las investigaciones que hagan uso de esta clase de medios no pueden ser meramente “prospectivas” (por todas, STC 49/1999). Es decir, no podrán utilizarse simplemente para ver qué pasa, sino a partir de la presunción razonablemente fundada de que podría llegar a pasar o estar ya pasando algo; un “algo” que aquí sólo puede ser la conducta constitutiva de un delito de particular gravedad que se exprese en ciertos síntomas; y es lo cierto que no cabe dar este valor a cualquier información. Así —por ejemplo, STC 8/2000, de 17 de enero—, no podrían tenerlo las “noticias confidenciales”; precisamente, porque impondrían al juez un acto de fe, de confianza, cuando lo que le impone su deber institucional es dar actuación al aludido principio de desconfianza. Se trata de un modelo de actuación que se hace explícito en lo mejor de esa jurisprudencia constitucional que el propio TC confina, las más de las veces, en el ámbito de lo meramente declamatorio. Es decir, cuando reclama la aportación al juzgado no 239


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sólo de los datos indiciarios, sino de una referencia suficiente a la fuente, esto es, a la actividad de investigación policial que ha hecho posible contar con ellos. Esta jurisprudencia —aludida de forma tan reiterada como prácticamente eludida— ofrece valiosas indicaciones de método, relevantes en un doble sentido: el epistémico y el propiamente jurídico. Lo primero, porque hay las mejores razones de experiencia para saber que una actuación policial presidida por la conciencia de que sus resultados serán objeto de evaluación crítica, y seguida de una efectiva apreciación externa de este carácter, asegura mayor profesionalidad en las actuaciones; y, en el plano informativo, también mayor garantía de acierto. No en vano este esquema operativo supone dar entrada al principio de contradicción en este campo específico. Y lo segundo, porque la aproximación racional a los datos, tanto en el momento de iniciar la investigación como al tratar sus resultados, garantiza el máximo respeto al paradigma indiciario; y, con ello, un uso responsable de instrumentos tan invasivos de la intimidad personal.

JUZGAR —CONSTITUCIONALMENTE— LOS INDICIOS El modelo de análisis que el Tribunal Constitucional prescribe en algunas sentencias (por todas, la citada 299/2000) y que, antes aún, traduce las exigencias más elementales del operar racional, en presencia de una solicitud de intervención de las que aquí se trata, impone una comprobación que debe producirse en tres planos de discurso, los relativos: a) al posible delito; b) a los indicios sugestivos de que pudiera hallarse en curso de preparación o realización por personas más o menos identificadas; y, c) a la actividad de investigación que habría puesto a la policía en esa pista, permitiéndole obtener esos datos.18 18

Se trata de un requerimiento particularmente desatendido, seguramente por la aceptación implícita del tópico de que la policía tiene derecho a moverse

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Por tanto, la imputación (a), sólo será fiable si y sólo si tiene razonable apoyo empírico (b), y cuando la acción considerada pudiera ser constitutiva de un delito grave; y, a su vez, para que esa información indiciaria sea atendible, deberá aparecer como el resultado plausible de diligencias de investigación de las que se deje constancia (c). Es un tópico recurrente en la jurisprudencia de las diversas instancias, ya aludido, que, dado el momento de la indagación no cabría exigir a la policía verdaderas pruebas. Y el TC hace un uso reiterado de una especie de clave: lo requerido como indicios es “algo más que simple sospechas pero también algo menos que los indicios racionales que se exigen para el procesamiento” (por todas, STC 167/2002). Pues bien, en todo caso, deberá tratarse de una noticia atendible de delito, avanzada a partir de datos realmente observados, verbalizables o comunicables con el mínimo de concreción que hace falta para que una afirmación relativa a hechos pueda ser sometida a un control intersubjetivo de verosimilitud y plausibilidad. Un control que ha de ser racional, esto es, relativo a la ratio, la relación entre esos tres momentos del discurso de justificación de la pertinencia y la necesidad de la injerencia; extremos sobre los que el juez debe formar criterio (propio), para decidir con fundamento. Esto quiere decir que ha de pronunciarse sobre el mérito, y hacerlo de manera reflexiva en virtud de un juicio autónomo, donde autónomo significa que esta exigencia no se satisface con la mera asunción acrítica o mecánica de la valoraen cierto ámbito de reserva (también frente al juzgado). Pero lo cierto es que existe alguna jurisprudencia constitucional que expresa una inteligencia muy diferente del asunto. Así, en STC 259/2005, de 24 de octubre, se señala que “el oficio policial, cuyo contenido hace suyo el auto […], se limita a señalar que ‘se ha tenido conocimiento’ —sin especificar cómo, ni si se han llevado a cabo actuaciones policiales y en qué han consistido, ni cuál ha sido el resultado de la investigación— […]”; para afirmar enseguida que “resulta exigible que se detalle en la solicitud policial en qué han consistido esas investigaciones y sus resultados, por muy provisionales que puedan ser en ese momento, precisiones que lógicamente debió exigir el juzgado antes de conceder la autorización […]”.

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ción policial, modo de operar que daría lugar a un juicio judicial heterónomo. Por eso es tan cuestionable la llamada “técnica de motivación por referencia” en la materia, que puede muy bien encubrir —como con frecuencia sucede, en esto no cabe engañarse— intolerables automatismos burocráticos que en realidad equivalen, en el mejor de los casos, a una ocultación del juicio del juez, y, es probable, a la elusión de esta responsabilidad, que se delega de facto en el funcionario solicitante. Lo constitucional y legalmente requerido es un doble juicio: el de este último, cuya actuación no puede ser arbitraria, sino que está sujeta a reglas; y el del instructor, que tendría que enjuiciar tanto los datos que se le ofrecen como el mismo juicio policial formado a partir de ellos. Y es que se trata de una doble garantía, cuya exigencia está justificada de sobra: por la calidad y la especial sensibilidad de los derechos en juego, y el carácter extraordinariamente invasivo y perturbador de la injerencia. Las decisiones judiciales limitativas de derechos fundamentales tienen que aparecer fundadas de manera suficiente, lo que supone hacer patente en ellas que han estado precedidas de la necesaria reflexión y la obligada ponderación de los bienes y valores constitucionales en juego. La naturaleza de este deber hace que su cumplimiento en forma adecuada no pueda presumirse, pues el Artículo 120.3 de la CE en relación con su Artículo 24.1, imponen al juez la motivación como exteriorización de la ratio decidendi. Y así ha de entenderse si —como también ha declarado el Tribunal Constitucional— el deber de motivar forma parte del núcleo esencial del derecho fundamental concernido (STC 299/2000).19 19

En este planteamiento late el punto de vista de H. Kelsen en lo que se refiere a la relación que media entre el derecho y su garantía: “Tener un derecho subjetivo es encontrarse jurídicamente facultado para intervenir en la creación de una norma especial, la que impone la sanción al individuo que —de acuerdo con la misma resolución— ha cometido el acto antijurídico o violado su deber”, en Teoría general del Derecho y del Estado, traducción de E. García Máynez, Uni-

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Cuando, como es lo más normal, los autos que dan lugar a una interceptación telefónica operan por referencia al oficio policial, y mediante el empleo de un texto estándar que podría muy bien ser trasladado —por su falta de concreción— a cualquier otra causa, suele hablarse de “motivación por referencia”. Aunque, ciertamente, sería mucho más propio hablar de motivación aparente, que es la que concurre cuando la resolución incorpora una exposición de apoyo de la decisión que, en realidad, elude dar cuenta del porqué de la misma. Pues la asunción meramente ritual de lo aportado en apoyo de la solicitud de una medida no equivale en modo alguno a decidir sobre el problema —el conflicto de derechos— que esa petición plantea. Como fruto de las precedentes reflexiones cabe avanzar una doble consideración. Por una parte, es inevitable constatar que en la jurisprudencia concurren dos distintos estándares de exigencia en materia de deber de motivación de las resoluciones versidad Nacional Autónoma de México, México, 1979, p. 102. En el mismo sentido P. Häberle sostiene que “la afirmación y la tutela procesal de un derecho fundamental pertenecen a su ‘esencia’”, en Le libertà fondamentali nello Stato costituzionale, edición al cuidado de P. Ridola, traducción de A. Fusillo y W. R. Rossi, La Nuova Italia Scientifica, Roma, 1993, p. 203 (hay una traducción en castellano a partir de esta edición italiana, La libertad fundamental en el Estado constitucional, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 1997). Este modo de ver el asunto ha sido cuestionado con eficacia por L. Ferrajoli, quien frente a la tesis de la confusión entre los derechos y sus garantías propugna su distinción, con el argumento, difícilmente objetable, de que los primeros tienen existencia como tales por efecto de la norma positiva que los crea. De este modo, la ausencia de la garantía no implica que los mismos carezcan de existencia, sino que equivale a una laguna. Y es que la relación entre el derecho y su garantía no es empírica, sino normativa, cfr. Derechos y garantías. La ley del más débil, prólogo de P. Andrés Ibáñez, traducción de P. Andrés Ibáñez y A. Greppi, Trotta, Madrid, 2005, pp. 43 y 59 y ss. Es cierto que la primera de ambas concepciones, que es la tradicional del positivismo, resulta la mar de sugestiva en el plano jurisdiccional, por el relieve que en ella se atribuye al papel de la garantía de este orden, con su incorporación al núcleo del derecho fundamental. Pero lo cierto es que, como contrapartida, de faltar la misma, el derecho resulta objetivamente reducido a la inexistencia, con lo que ello tiene de negación implícita de su condición directamente normativa, que es un rasgo consustancial, definidor, del Estado constitucional de derecho.

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judiciales de las que aquí se trata: uno, el más respetuoso con la semántica de los preceptos que lo consagran y el más coherente con los requerimientos de principio a que el mismo responde; y otro, ya se ha dicho, que supone una lectura reductiva de aquéllos en ambos planos, y que viene a dar una marca de legitimidad a prácticas materialmente infraconstitucionales e incluso infralegales. El primero de esos estándares suele hacerse presente, en clave retórica, en las habituales síntesis de doctrina jurisprudencial que pueblan las sentencias de todas las instancias, a partir de las del Tribunal Constitucional. El segundo recurre a la hora de validar actuaciones policiales y judiciales problemáticas, que, eso sí, han producido como resultado, en el más frecuente de los supuestos, la incautación de alguna droga ilegal. Lo más curioso es que se opera regularmente con ellos como si integrasen uno solo y el mismo discurso, cual si el segundo fuera simple corolario o derivación fiel del primero. Pero lo cierto es que ambos se encuentran en irreductible tensión, o, quizá sería más propio decir, antagonismo, debido a que expresan formas de ejercicio de la jurisdicción francamente alternativas. Una rigurosamente constitucional y de base seriamente cognoscitiva; y otra que, en rigor, no es ninguna de las dos cosas y que, además, da pábulo a modos de actuar judiciales y policiales de escasa o ninguna profesionalidad. Esta opción tiene apoyo en dos órdenes de razones que raramente se explicitan: una, es la renuencia a favorecer situaciones de impunidad, que es a lo que objetivamente llevaría la eventual declaración de la ilegitimidad de una injerencia que hubiese producido resultado positivo; otra, que no es razonable imponer a los jueces un deber de justificación que no guardaría correspondencia con el grado de (in)madurez de las investigaciones, y que, además, sería difícilmente compatible con la carga de trabajo que soportan los titulares de muchos órganos judiciales. La primera línea de objeciones tiene traducción en la llamada teoría o doctrina de la “conexión de antijuridicidad”, una 244


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relectura claramente abrogatoria del Artículo 11.1 de la LOPJ. La segunda contribuye de forma activa a la generalización de prácticas judiciales inaceptables, que, por lo demás, sería fácil evitar. Pues —supuesto que el juez nunca podrá ser relevado del deber de leer de modo reflexivo las solicitudes de autorización de injerencias que reciba y de tomar conocimiento de las respectivas situaciones— lo cierto es que expresar con, al menos, un mínimo de concreción el juicio así formado, ni siquiera exigiría especial esfuerzo. A quien albergue alguna duda al respecto, bastaría hacerle reparar en que hay instructores que lo hacen por sistema. Y que, por cierto, no suelen ser de los que acumulan retraso en sus juzgados. Al conjunto de apreciaciones que precede hay que añadir otra, que consiste en que la idea —que late en la jurisprudencia dominante— de que cabe decidir reflexivamente sin necesidad de verbalizar la reflexión que motiva la decisión encierra, es, en realidad, una falacia, que implica desconocimiento del doble papel de tal deber constitucional. Pues, en efecto, éste vierte ad extra con objeto de ilustrar sobre el porqué de la decisión cuando ya ha sido adoptada; pero, antes —para operar con eficacia en garantía de la calidad de ésta— tendrá que haber preactuado ad intra, constriñendo al juez a mantener su iter decisional dentro de los límites de lo justificable. Algo que, en rigor, le exige someterse a la prueba del “negro sobre blanco”, esto es, del autocontrol implícito en la verbalización del propio discurso.

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EL MINISTERIO FISCAL: UNA INSTITUCIÓN EN TENSIÓN Hay un modo bastante habitual de no ocuparse realmente del tema que, sin embargo y en apariencia, se aborda. Consiste en hacer abstracción de ciertos datos centrales del marco de referencia, justificando el escamotage con el argumento de la calidad sólo teórica del enfoque elegido. Una táctica de este género aplicada al asunto del fiscal llevaría a la comparación de algunos tipos ideales en cierto marco intemporal del proceso, habitado por modelos de éste susceptibles de una pacífica comparación conceptual. Nada más lejos de mi propósito que descalificar esta clase de aproximaciones, que, en ocasiones, tienen su razón de ser y su pertinencia. Lo que ocurre es que existe un modo tradicional de evasión en perspectivas de esa clase, muy frecuentado por cierta cultura jurídica, fundado en el desentendimiento, nada inocente, de aspectos de la realidad empírica, por lo general compromete-

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Texto publicado en Teoría y Derecho. Revista de Pensamiento Jurídico, 1/2007.

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dores, sin cuya integración en el discurso difícilmente podría entenderse lo que sucede en el plano de las prácticas institucionales. En el caso del fiscal la cosa se ha tratado durante mucho tiempo de naturalezas jurídicas, mientras lo cierto es que, desde antiguo, la institución ha tenido (y tiene) algo de campo de batalla, en el que se jugaban precisas opciones políticas, dotadas de aspectos nada ideales, sobre las que los polemistas corrían el socorrido velo. Por eso, puede decirse que el fiscal, como institución, y lo referente a su papel, no ha estado nunca en paz. Y esto es hoy, si cabe, más cierto que nunca; pues, en efecto, nuestros países conocen un preocupante momento del proceso penal, de franca involución en materia de garantías, con patentes indicios de regresión neoinquisitiva, apenas cubiertos por tecnocráticas propuestas de relectura de la actual disciplina constitucional de aquél. Todo en nombre de las nuevas y acuciantes necesidades de represión, a las que el sistema penal tendría que dar respuesta con eficacia. Sin demasiados remilgos, por tanto (para la muestra un botón, baste aludir al recientísimo acuerdo del pleno no jurisdiccional de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, reescribiendo la Ley de Enjuiciamiento Criminal para atribuir valor probatorio al atestado policial, como medio de sortear el derecho al nemo tenetur del imputado, sobre todo en casos de terrorismo). Pues bien, no es infrecuente que estrategias como la aludida tengan su punta de lanza en el uso (en ciertos usos) del fiscal, notablemente favorecidos por su colocación institucional. Y eso es lo que ahora sucede en países como el nuestro, donde lo que está en curso no es una simple reforma procesal, en el tópico sentido de los términos, sino una profunda reconsideración a la baja del paradigma liberal-democrático en materia de proceso penal, de la que forma parte un perturbador sobredimensionamiento del papel del ministerio público. Pues bien, lo cierto es que éste conforma un espacio institucional siempre en tensión, por un motivo que es inherente, podría decirse, a su propia esencia, en la práctica generalidad de 248


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las versiones existentes. En efecto, postulado como agente de la legalidad, suele representar, dependiendo de las peculiaridades del marco, un modo de presencia gubernamental más o menos explícita en la administración de justicia; o, incluso, un cauce de inserción formal, o informal, a veces, de la política tout court en ese contexto. No en vano se trata de una institución del ancien régime rescatada por el Estado liberal, con ruptura de la lógica teórico-política de la separación de poderes. También rompe, en el modelo de justicia continental del Estado liberal de derecho, con la integración de la magistratura en el ámbito del ejecutivo. A lo apuntado se debe la actual, regular y universal contradicción entre los fines constitucionalmente atribuidos al fiscal y el diseño orgánico; y, como consecuencia, las conocidas dificultades de caracterización del instituto. Es también la razón de que hoy se le asigne el papel al que acaba de aludirse y de que ocupe el centro de una polémica en curso —en realidad no nueva—, en la que se hacen presentes los históricos ingredientes de antagonismo apuntados. Así, en Francia, en años recientes el ministère public ha sido fuertemente cuestionado por su dependencia ministerial, a raíz de casos como el de Juppé y tantos otros. Precisamente el estado de opinión desatado por tales asuntos fue una de las causas para que se crease la presidencial Commission Truche, con, entre varios, un encargo: repensar el estatuto de dependencia política del parquet con vistas a su relegitimación ante la ciudadanía. Al fin, un tema que parece excluido de modo definitivo del calendario de las urgencias políticas. También en Alemania la cuestión del fiscal y, en particular, su dependencia han conocido fundados cuestionamientos, de igual forma asociados a vicisitudes de trascendencia política con ribetes de escándalo, como la que dio lugar a la investigación parlamentaria de sospechosas decisiones de archivo de causas con tal clase de implicaciones en el land Baden-Württemberger. Y, más recientemente, el caso Kohl, que aportaría una significativa

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evidencia de corrupción y no persecución real de los posibles delitos. Peculiar es la situación del fiscal italiano, dotado de un alto grado de independencia, pues —en el diseño de la Constitución de 1948— sus integrantes gozan del estatuto de magistrados, y forman parte de una organización, en sí misma, horizontal, sin perjuicio de algunos momentos de articulación jerárquicofuncional (en el interior de las fiscalías y en la estructura de la Dirección Nacional Antimafia). Ahora bien, la peculiaridad italiana está afectada en este momento por una singularidad de signo contrario a las de los otros dos países aludidos, debida a la bien comprensible obsesión del imputado Berlusconi con/contra la justicia. Éste ha dejado una herencia de contrarreformas, que incluye la separación de carreras (discutida pero, en otro contexto menos sospechoso, ciertamente defendible) y el retorno a la jerarquización, en claro perjuicio de independencia. Interesante es también el caso de Portugal, donde la fiscalía es autónoma en relación con las restantes instancias de poder y está gestionada por un Consejo Superior, de composición mixta. Jerarquizada internamente, cada fiscal goza de la posibilidad de recusar las órdenes que estime ilegales, de objetar por grave violación de su conciencia jurídica, de reclamar por escrito la instrucción relativa a una causa concreta, de la cual discrepe. El estatuto del fiscal español es bien conocido. De él habría que subrayar el mismo alto coeficiente de contradictoriedad implícito en su posición institucional de dependencia (debida a la férrea articulación jerárquica y a la designación gubernamental del vértice), y en su cometido constitucional de garante de la independencia de los tribunales. Y, en íntima relación con este problema estructural, no puede dejar de apuntarse que precisamente el del ministerio público es uno de los escenarios institucionales más caracterizados del conflicto político durante la transición, y aún ahora; y uno de aquellos en los que más se echa de menos esa imprescindible cultura constitucional de la jurisdicción, cuyo desarrollo en nuestro país ha sido obstaculizado, con lamentable 250


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ceguera, por las ya crónicas instrumentalizaciones de gobierno y oposición. Los fenómenos de corrupción han sido en estos años el verdadero banco de pruebas de la independencia política de la administración de justicia. Surgidos de manera profusa en la experiencia del Estado del Welfare, por su atribución al ejecutivo de relevantes funciones económicas en régimen de desregulación, han sido determinantes de la degradación criminal de una parte significativa de la actividad política (de la ya degradada política partitocrática), e indirectamente determinantes también de una inédita forma de presencia judicial en las realidades de muchos de los países afectados. Presencia que ha contado con diferentes grados de extensión y de incisividad, precisamente, en función de la capacidad de independencia de la judicatura, muy relacionada a su vez con la tasa de independencia de la intervención del fiscal, en razón de las peculiaridades estatutarias. Aunque lo cierto es que, al respecto, puede hablarse con buen fundamento de una cierta constante de pasividad; en casos realmente emblemáticos, ha sido cabalmente calificada de verdadera complicidad objetiva con prácticas de franca ilegalidad de sujetos públicos. Así se aprecia en expresivos textos de Raoul Muhm relativos a la experiencia de su propio país, Alemania. Lo anterior permite afirmar que no sólo el índice de real independencia del juez incide en el carácter de la intervención jurisdiccional en relación con las ilegalidades de los sujetos de poder, en general; sino que la posición institucional del fiscal es, a su vez, un factor que condiciona de manera muy fuerte (en sentido negativo y positivo) la calidad de la primera. Un simple vistazo a la geografía de la corrupción y de la respuesta penal en los países europeos más significativos resulta muy ilustrativo. Ejemplar es el caso de Italia, donde ni siquiera los más críticos con los desarrollos procesales de Mani pulite podrán negar que las acciones que infectaron de modo tan masivo a la política eran penalmente típicas y de obligada persecución. Ejemplares en sentido negativo los casos de Francia y Alemania, 251


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en los que es bien advertible el peso de la dependencia política, con sus secuelas de inhibición del fiscal, cuando no de auténtico obstruccionismo a la persecución. También resulta sumamente sugestivo el caso de nuestro país, de tradicional indiferencia del ministerio público frente a esa clase de asuntos, en los que el protagonismo en la iniciativa correspondió siempre a las acusaciones particulares. Y dentro de este marco, el caso, ciertamente singular, de la conocida como Fiscalía Anticorrupción. Creada por una mayoría socialista ya en serias dificultades para mantenerse, como medio para tratar de acreditar, in extremis, la sedicente voluntad de afrontar los gravísimos casos de corrupción que le concernían de manera directa, recibió un inesperado —y seguramente no deseado— oxígeno cuando un fiscal incombustible, de acreditada adicción a la legalidad, Carlos Jiménez Villarejo, solicitó su jefatura; por cierto, ocasionando un problema con su petición que, por fortuna, no pudo resolverse políticamente (en razón de los previsibles costes de imagen que ello habría acarreado al naciente organismo y a sus promotores). Es lo que abrió el camino a una experiencia inédita de compromiso esencial del ministerio público con la ley erga omnes, cancelada de manera abrupta, ya en otro marco político de mayoría PP (Partido Popular), después de que la institución tuviera que sufrir una oposición tan beligerante como indefendible a muchas de sus iniciativas, por parte de un Fiscal General del Estado, Cardenal, que rompió olímpicamente todos los récords de sumisión y dependencia; eso sí, con singular desenvoltura. El repaso de las vicisitudes sumariamente evocadas permite reiterar un doble aserto ya enunciado al principio. En el estatuto del ministerio público se juega una relevante cuestión de poder, con directa incidencia en la proyección y los desarrollos de la acción y el proceso penal; sobre todo, cuando éste tiene por objeto formas de ilegalidad criminal producidas en el ejercicio de funciones públicas.

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LÓGICAS DE PODER Y LÓGICA DE LA JURISDICCIÓN Por lo tanto, cualquier reflexión sobre ese instituto que no quiera pecar de mistificadora necesariamente habrá de integrar una doble perspectiva: la que se refiere a la lógica del poder político; y la que tiene que ver con las exigencias propias de la jurisdicción. Ciertamente, en una perspectiva ideal del deber ser del modelo de Estado constitucional de derecho, una y otra no tendrían por qué verse enfrentadas, como, sin embargo, lo están en la realidad. El ministerio público es el órgano universalmente encargado del ejercicio de la acción penal, y puede hacerlo, según los países, en régimen de monopolio, o compartiéndolo con los particulares, cuya presencia en el proceso conoce diversas posibilidades y grados de implicación. En esa perspectiva procesal, cabe identificar dos opciones que encarnan una alternativa radical: la del fiscal como operador preferentemente político, dotado de total discrecionalidad, que tiene su mejor exponente en Estados Unidos; y la del fiscal como agente de la legalidad, en régimen de obligatoriedad de ejercicio de la acción penal, como lo es la fiscalía italiana aún vigente. Tomando ambos casos como expresión, bastante fiel, de otros tantos tipos ideales (en el sentido weberiano del término), hay que señalar que, en apoyo de la opción que representa cada uno, se manejan distintos argumentos. Así, tratándose del primero, suele señalarse que el ejercicio de la acción penal no agota sus implicaciones en la mera aplicación de la ley al caso, considerada de manera aislada; que esta función institucional tiene trascendencia política general, debido a que en ella se expresa de modo objetivo la política criminal del gobierno. Se indica, además, que no todos los delitos son realmente perseguibles, lo que introduce, en cualquier supuesto, un factor de discrecionalidad que no puede ser eliminado en las correspondientes iniciativas; y que esta discrecionalidad reclama una legitimación, que ha de ser política, como también debe serlo la eventual exigencia de responsabilidad por posibles malos usos.

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A favor de la segunda opción se razona que la acción penal es función del principio de legalidad, que lo es, a su vez, de aquel de igualdad ante la ley; que el contenido esencial de la legalidad —su auténtico deber ser— está representado por los derechos fundamentales, la “dimensión sustancial de la democracia” (Ferrajoli); que éstos demandan necesariamente una institución independiente de garantía frente a todos en última instancia, que es la jurisdiccional, cuya legitimación no debe ser consensual ni representativa, sino constitucional-legal; y, en fin, que la independencia en el ejercicio de la acción penal es un presupuesto necesario de la independencia judicial misma. La acción penal es, no cabe duda, materia de fuerte densidad constitucional, por su condición de instrumento relevante entre los dispositivos de garantía de los derechos fundamentales, y, en relación con ella, deben señalarse algunas evidencias: que en su ejercicio concurre, en efecto, un coeficiente de discrecionalidad inevitable; que en su uso hay también un inevitable ejercicio de poder político en algún grado; pero que, en las experiencias conocidas de organización del fiscal bajo la dependencia gubernamental, no se registra una eficaz contrapartida de responsabilidad política; y sí, en cambio, la proliferación de usos instrumentales de la institución, con objeto de garantizar la impunidad de los agentes públicos responsables de graves actos de ilegalidad penal. Por cierto, hablando de discrecionalidad, resulta conveniente anticipar, incidentalmente, un matiz: no es lo mismo discrecionalidad política (en sentido fuerte) que discrecionalidad técnica (ejercida en el contexto de la interpretación/aplicación de un precepto legal). También se hace preciso matizar la afirmación, en sí misma inobjetable, de la práctica imposibilidad de tratar procesalmente todas las acciones delictivas que se cometen, con el consiguiente décalage entre la cifra de éstas y aquella de las que son objeto de persecución real. Al respecto, hay que señalar que esto no tiene tanto que ver con el ius puniendi en sí mismo considerado, como con el modo de uso que, con la mayor frecuencia, contradice los 254


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rasgos estructurales que a ese instrumento normativo de intervención confiere el modelo constitucional. Así, la sobrecarga del proceso penal, que tanto compromete la vigencia del principio de legalidad, depende de factores que, en rigor, son ajenos a éste. Es el caso de la impropia y masiva utilización del derecho punitivo como instrumento de gestión de (las consecuencias de) graves problemas sociales no afrontados en sus sedes específicas, que hace de él la única y no la última ratio en tales contextos. Por eso, es necesario afirmar que el argumento económico de la objeción estadística tiene trampa, pues prescinde de los presupuestos extrajurídicos y extraprocesales, sociopolíticos, del exponencial crecimiento de los inputs del proceso penal, para centrarse en la consideración de lo que sólo es el síntomaresultado de un cierto modo de ser de la política penal, que podría (y debería) ser otro. Se fija en los costes presupuestarios de la opción, dando la misma por buena y descuidando abiertamente los que —en términos de daño para los derechos y de calidad de vida civil— conllevan tales aplicaciones eficientistas —en realidad manipuladoras— del derecho penal y, antes aún, las opciones políticas que en ellas se expresan. En fin, habrá que manifestar que el argumento de la responsabilidad política por la gestión de la acción penal es francamente retórico, al menos por una poderosa razón de experiencia que se concreta en la pregunta por los casos que se conocen de su efectiva exacción. Esto es, los de crisis de gobierno o ministeriales debidas al (a veces verdadero) vacío de persecución pública de delitos en medios oficiales, que puede constatarse en la generalidad de nuestros países de los que se tiene noticia. Como correctivo para este último inconveniente suele sugerirse la institución de fiscales independientes ad hoc para perseguir los delitos producidos en el ejercicio de funciones públicas atribuibles a sujetos de este carácter; y para el representado por las desviaciones en el uso de la discrecionalidad, la fijación parlamentaria de opciones preferenciales de persecución de los delitos (en la línea de lo establecido por la portuguesa Lei da 255


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política criminal, recientemente aprobada, dirigida a “balizar la acción del ministerio público”). Pero lo cierto es que tratándose del actual Estado intervencionista y omnipresente, con sus múltiples ramificaciones, y sus diversificadas y penetrantes formas de actuación, incluso en el mercado: ¿dónde situar el umbral de la necesidad real de ese operador de independencia reforzada? Y, de otra parte, en contextos como los de las políticas en curso en nuestros países, ¿es siquiera pensable un debate racional, y además eficaz en la coyuntura, acerca de lo que en materia de delitos se debe perseguir, o perseguir más y, sobre todo, perseguir menos o no perseguir? Una aproximación rigurosa al ministerio fiscal como objeto de análisis hace imprescindible traer a primer plano las exigencias constitucionales de la jurisdicción penal. Ésta, en tal perspectiva —como medio de tratamiento jurídico-represivo de las más graves formas de desviación, con garantías de trato humano a los justiciables y de respeto a la verdad empírica— deberá ajustarse al principio de estricta legalidad de los supuestos determinantes de su puesta en funcionamiento; activarse en un uso tendencialmente igual (legal) de la acción penal; y regirse por las reglas del proceso acusatorio, fundado en el principio de presunción de inocencia y en el paradigma indiciario, que es su implicación necesaria.

ESTRICTA LEGALIDAD En derecho penal, el principio de legalidad es de “estricta legalidad” (Ferrajoli), en el sentido de que no sólo impone que la persecución de las conductas incriminables acontezca en un marco legal; sino también, y muy especialmente, que se articule sólo en previsiones típicas formuladas mediante proposiciones lingüísticas dotadas de significado unívoco y preciso. En este contexto, la única discrecionalidad admisible es la “‘discrecionalidad’ subordinada de carácter supletorio o complementario, esencialmente diferente de la discrecionalidad 256


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soberana del legislador o de la plena discrecionalidad del funcionario administrativo”, de la cual habló Betti. Es decir, la que puede considerarse normal en una función heterointegradora de enunciados normativos de la clase aludida, o sea, de concurrencia inevitable en el ejercicio intelectual que consiste en decidir de manera motivada si una cierta acción es la denotada por un precepto legal. Algo bien distinto del acto representado por la decisión sobre si conviene, es oportuno o no, perseguir una conducta descrita en la ley como delito. Así, el principio de legalidad se manifiesta incompatible con la discrecionalidad política en el uso del ius puniendi. Y ésta y no otra es la que está presente en el uso facultativo de la acción penal, con una escenificación privilegiada en la experiencia procesal de Estados Unidos, donde —si se exceptúa el de no discriminación por razón de raza o religión, por ejemplo— ningún principio constitucional regula la iniciativa, libérrima, por tanto, del prosecutor (Fanchiotti). En el Estado constitucional de derecho la jurisdicción penal tiene por cometido la aplicación tendencialmente igual de la ley de ese carácter; donde ley quiere decir regla cierta y conocida. Para que pueda predicarse con verdad que el ministerio público tiene el carácter de agente de la legalidad es preciso que su actuación se ajuste a la lógica de este principio; lo que sólo será realmente posible si cuenta con un estatuto y una articulación orgánica funcionales a tal fin. Situados en esa perspectiva, es decir, la del principio de legalidad como de “legalidad estricta”, es advertible la existencia de una estrecha interimplicación y una esencial similitud estructural entre los roles procesales del juez y del fiscal. En efecto, los dos están obligados a ajustar sus actuaciones al principio de presunción de inocencia (en la doble vertiente, epistemológica y de buen trato al justiciable); a operar conforme al paradigma indiciario en materia de hechos, tratando con rigor inductivo, esto es, con neutralidad, los datos así obtenidos; y a calificarlos con precisión técnico-jurídica, en una interpretación restrictiva de la ley penal. 257


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Como resultado de esa básica proximidad estructural de ambos roles, se siguen también similares exigencias para el juez y el fiscal: en materia de actitudes profesionales; en el modo de operar en la relación con la ley y los hechos; en el plano organizativo, es decir, el de las precondiciones orgánicas de la independencia, como presupuesto de la sujeción sólo a la ley. Es cierto que en el juicio el fiscal, a diferencia del juez, al fin, es parte; pero lo es en nombre de un interés público, el consagrado en la ley. Además, en cualquier caso, esa toma de posición parcial, contribución del fiscal a la dinámica del enjuiciamiento, deberá haber sido precedida (sin nada de paradoja) de una imparcial valoración de la calidad informativa de la notitia criminis y de la aptitud de su sustrato empírico para fundar una hipótesis acusatoria dotada de contrastada y suficiente aptitud explicativa. Por tanto, en una inteligencia constitucional exigente del principio de legalidad —la propia del Estado constitucional de derecho, que impone la sujeción a la ley de todos los poderes—, la obligatoriedad de la acción penal no es una alternativa opcional ofrecida al legislador, sino una implicación necesaria de aquél, donde tanto la decisión de proceder como la de no proceder en relación con una acción posiblemente delictiva sólo puede estar —de forma taxativa— fundada en derecho, sin otro margen de actuación que el propio de la actividad interpretativa, es decir, de la atribución de significado a las palabras de la ley, dotada de rigor en el plano del léxico, y respetuosa con el uso habitual de las mismas en el medio social y en la comunidad jurídica. El principio de legalidad penal así entendido se opone de manera frontal a la disponibilidad de las situaciones penales, y reclama los aludidos presupuestos de carácter orgánico y sustantivo. En esa doble perspectiva, el paradigma de la legalidad no es un fetiche de culto, ni se autorrealiza de modo mecánico. Como principio constitucional, ha de ser examinado en una doble dimensión: la ideal, de categoría-límite de naturaleza fuertemente prescriptiva, pero, en cuanto tal, de imposible plena realización práctica, con lo que hay que contar; y la propia del plano 258


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empírico, en el que puede alcanzar un muy estimable grado de efectividad, a condición de que se le dote de manera suficiente con la técnica legislativa adecuada, y en el orden de los medios materiales y personales. En consecuencia, cabe hablar de dos posibles clases de quiebra del principio, que deben deslindarse netamente: una fisiológica (que, ciertamente, no es tal), asociada a la primera recién aludida dimensión, de concurrencia ineludible en cualquier caso, con traducción en cierta inevitable “selección informal” de los supuestos, implícita, pues, en todo ejercicio de la acción penal conforme a la ley, pero sin duda controlable; otra, expresiva de un desajuste que habrá que considerar patológico en una comprensión del principio de legalidad como la aquí postulada, normalmente asociado a los habituales usos abusivos del ius puniendi o a deficiencias de dotación de éste en distintos órdenes. Es obvio que la presencia de esa primera forma de (relativa) crisis del paradigma de legalidad en el ejercicio público de la acción penal —connatural al mismo como principio— no autoriza a poner en cuestión sus posibilidades reales de vigencia; y menos aún la segunda, en la que el principio como tal no tiene ninguna responsabilidad ni tiene nada que ver. La adecuada efectividad del principio de legalidad penal no implica la pretensión incondicionada de que toda forma de desviación realmente producida obtenga una respuesta institucional de corte represivo, sino el requerimiento (de estricta jurisdiccionalidad) de que —dado el exigible uso correcto del ius puniendi como “última ratio”— cada notitia criminis, digna de este nombre según la ley, tenga un tratamiento regular conforme a las reglas universalmente consagradas del justo o debido proceso. Es algo que no está reñido con la previsión legal de cursos procedimentales diferenciados, ni con la diversificación en las modalidades de respuesta en función de la calidad de las infracciones. Y la respuesta es tanto la representada por la tópica pena de prisión, como aquella que se traduzca en una decisión de no punibilidad por falta o irrelevancia de la lesión típica; e incluso 259


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la exclusión razonada de la persecución en supuestos legalmente definidos. El límite está representado por la exigencia de que la intervención punitiva se ajuste a las exigencias teóricas, hoy, en general, también constitucionales, de la jurisdicción. En esencia incompatible con el principio de legalidad jurisdiccionalmente administrable, con el mínimo de dignidad constitucional, es la actual inflacionaria y tendencialmente creciente tipificación de conductas de imposible persecución real; paradójico presupuesto ideal, en cambio, para fundar el recurso a usos discrecionales y ejercicios facultativos de la acción penal; como también para justificar la privación del enjuiciamiento a enteras categorías de imputados —induciendo su consenso al respecto mediante las conocidas técnicas procesales coactivo-disuasorias—, con el insidioso recurso al argumento “económico”. Pues bien, la opción de un ministerio público políticamente vinculado —facultado para disponer potestativamente de las situaciones penales en régimen de discrecionalidad— no es técnico-instrumental, sino de modelo. En su modalidad extrema, la del fiscal estadounidense, expresa una verdadera alternativa no jurisdiccional al proceso penal. Y en todos los supuestos (aunque la cuestión del grado no sea indiferente) comporta el desplazamiento del poder judicial a un órgano no jurisdicente, con la consiguiente ruptura del paradigma jurisdiccional. La opción cuestionada implica, en el orden procesal estricto, una verdadera regresión inquisitiva. Pues, en efecto, eliminar el juicio como momento nuclear del proceso lleva a que la decisión se apoye, en exclusiva, en datos de la investigación, obtenidos de forma unilateral; instaura la lógica puramente de negociación del “toma y daca”, en términos en los que la contratación sobre la culpabilidad o sobre la pena es meramente adhesiva, confiere singular eficacia inmediata a datos propios de la subcultura del tipo de autor y a factores pragmáticos, todos de aleatoria incidencia, a discreción del contratante fuerte, y mediante la reducción a la pasividad de la parte débil de la, así, peculiar relación procesal.

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Pero no hace falta viajar a Estados Unidos para registrar esta clase de consecuencias. Schünemann, hablando hace años muy críticamente acerca de los perversos efectos de la difusión en Alemania del llamado principio de oportunidad y de su articulación, el fiscal made in USA, señalaba los siguientes efectos indeseables de la progresiva implantación de esa corriente: la reducción del imputado a mero objeto de procedimiento; la apoteosis de la instrucción, y la degradación global del marco jurisdiccional. Todo lo anterior, con un demoledor efecto en la cultura de los agentes del orden judicial en general, atraídos a esa destructiva lógica por motivos pragmáticos de comodidad y productividad estadística, con la consiguiente crisis de profesionalidad.

UN JUEZ EN/PARA LA INSTRUCCIÓN Del contexto en el que se inscriben las precedentes consideraciones forma parte, con una incidencia cultural no desdeñable, la cuestión del juez de instrucción del sistema acusatorio formal de progenie francesa, figura tradicional y aún presente entre nosotros. Se trata de una institución bien merecedora de un balance crítico; pero que, entre nosotros, curiosamente, no lo ha tenido por sus propios méritos y deméritos, sino sólo en el marco de una estrategia dirigida —más que a reconsiderar con la objetividad exigible los perfiles negativos de tan compleja figura y su rol en el proceso— a publicitar la del fiscal-instructor, en el marco de una operación con mucho de las de imagen. Montada, por cierto, sobre la denuncia sesgada de los incuestionables defectos —y sólo defectos— del primero, y sobre el apologético sobredimensionamiento de las virtudes —y sólo virtudes— del segundo, incluida la nada ingenua recuperación en esta clave de la dependencia política, ahora supuesto factor positivo en cuanto proclamado cauce de legitimación democrática. En la dilatada ejecutoria del juez de instrucción pesarían dos inconvenientes: la calidad, sólo formal, nominal, de la conno261


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tación jurisdiccional, en realidad una suerte de coartada para atribuir tal calidad a sus aportaciones e introducirlas, como de contrabando, en el juicio; y la función de unilateral administrador de la prisión provisional, ejercida con la objetiva e inevitable parcialidad del implicado en la investigación. De este modo, el uso de la terrible medida arrojaría un plus de ineptitud para la equidistancia, pues fundado siempre en una hipótesis (también necesariamente provisional) de autoría del hecho punible, la gravedad de la decisión de privar de libertad al imputado difícilmente podría dejar de generar un potente estímulo, subliminal incluso, a la confirmación de aquélla, contribuyendo a dejar fuera del campo de la indagación datos de eventual relevancia en la perspectiva de la inocencia. Se trata de dos inconvenientes reales, de una entidad objetiva que los hace, ya por esto sólo, bien dignos de preocupación, pero que no creo que puedan ser denunciados con legitimidad bastante por quien, al mismo tiempo, esté dispuesto a conceder patente de normalidad constitucional a la exclusión tendencialmente generalizada del juicio oral, y a atribuir directo valor probatorio de cargo a los resultados de la investigación de un fiscal investido de poderes discrecionales y de funciones cripto-judiciales, en régimen de dependencia política. Además, en nombre del restablecimiento del principio acusatorio en la experiencia procesal (!). Porque, en rigor, sólo cabe hablar de proceso acusatorio donde concurra una neta separación de los roles de acusación y enjuiciamiento, de juez y fiscal (sin desplazamiento de funciones del primero al segundo), un dato que es precondición necesaria de la concurrencia de las que Ferrajoli llama “garantías primarias o epistemológicas” del proceso penal, a saber: la formulación de la acusación, la carga de la prueba y el derecho de defensa del imputado, cuyo valor central —con el complemento de las “secundarias” de publicidad, oralidad (inmediación y concentración), legalidad y motivación— radica en que hacen del proceso algo más que una sucesión regular de trámites legalmente previstos: 262


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un instrumento idóneo para la adquisición de conocimiento de calidad acerca de un hecho eventualmente punible. Así las cosas (y consideraciones meramente nominalistas al margen), lo que —a tenor de estas prevenciones de orden teórico— debe seguirse de la evidencia de los rasgos negativos del modelo francés del juez instructor es la decisión de excluirlos, pero con el preciso objeto de hacer de la instrucción un beccariano espacio, apto para la “indagación indiferente del hecho”, es decir, para la investigación imparcial, que tendrá que estar necesariamente a cargo de un sujeto que lo sea, por razón de estatuto y de su posición en ese espacio. Lo anterior es lo único que puede situarle en las condiciones precisas para acopiar toda la información relevante, en la doble perspectiva de la (eventual futura) acusación y de la defensa, ambas también necesariamente presentes, como partes bien diferenciadas, en esa fase del proceso. Por consiguiente, el “no” al juez de instrucción puede ser dirigido con toda legitimidad a esa concreta figura en su contexto procesal específico, en especial el de origen; pero dejando a salvo la necesidad incuestionable de un sujeto institucional idóneo para desempeñar de manera imparcial el protagonismo de la investigación, en posición de equidistancia de las posiciones parciales, ya en/desde ese mismo momento. Es lo que reclama la jurisdicción en su dimensión primera, tanto en el orden lógico como en el normativo, de actividad orientada al acopio de conocimiento, de función estatal dirigida a la obtención de un saber de calidad sobre hechos de eventual relevancia penal, condición de legitimidad del ejercicio de poder que lleva asociado. A tenor de estas consideraciones, ¿cuál tendría que ser el papel del fiscal en el proceso penal? En el modelo de jurisdicción presupuesto, que es hoy el constitucional, le corresponde, desde luego (aunque no en exclusiva), la capacidad de iniciativa en la promoción de la investigación, como agente estatal encargado en primera persona de promover el ejercicio del ius puniendi. Esto hace de él una parte singular, sin duda, pero parte, si bien por su 263


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pertenencia institucional y especial vinculación con el principio de legalidad, concernida por un claro deber de imparcialidad; y también sujeta al principio de presunción de inocencia como regla de juicio, que le impone un riguroso respeto del paradigma indiciario: una reflexiva tensión al autocontrol de los posibles prejuicios (de eventuales sospechas incompatibles con los datos en presencia), ya desde el punto de partida. En esta doble afirmación no hay nada de contradictorio, porque la única parcialidad tolerable en el fiscal es la objetiva; la propia del sujeto que, por hallarse directamente comprometido en la postulación de una hipótesis —aun con todas las cautelas idóneas para asegurar la tendencial objetividad de la misma—, perderá, por eso solo, la aptitud para evaluar con la neutralidad requerida su calidad explicativa. Es decir, para injerirse en el ámbito de la decisión. Imparcialidad aquí significa, por tanto, estar ajeno a otro interés que el de la averiguación de lo efectivamente sucedido, en la reconstrucción del caso, es decir, en la identificación de la acción humana que constituye el antecedente causal de un determinado resultado lesivo que, al menos en principio, podría ser relevante en el sentido de determinar la aplicación del ius puniendi. Actitud que deberá proyectarse asimismo en el momento de la subsunción de aquélla en un precepto penal, para lo cual es preciso que entre el fiscal-intérprete y la disposición de referencia no se interponga ninguna suerte de diafragma institucional, formal o informal, ni ningún interés ajeno al propio campo de la interpretación, que pueda condicionar su sentido; y tampoco consideración alguna que no pueda verbalizarse y tener expresión en el momento de justificar la correspondiente toma de postura. En definitiva, si la instrucción ha de ser contradictoria, y, en efecto, tiene que serlo, el fiscal no puede ser el órgano encargado de la misma. Este papel deberá desempeñarlo un tercero en posición no-parcial: el único idóneo para garantizar a cada una de las partes la posibilidad de ocupar todo el espacio que 264


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le corresponde en ese momento procesal, como presupuesto de una interlocución equilibrada. Es un sujeto que no tendría por qué no llamarse “juez de instrucción”, ya que ejerce funciones de dirección de ésta, con imparcialidad, aunque no sean funciones jurisdiccionales sensu stricto, que son las propias del enjuiciamiento, para las que, precisamente por su implicación en la instrucción, estaría inhabilitado. Por lo demás, es obvio que si se trata, como se trata, de que las aportaciones de esa primera procedencia no prevalezcan sobre las del juicio, bastará articular del modo más funcional a esta exigencia la relación entre ambas fases del proceso penal. Es decir, hacerlo de una manera rigurosamente opuesta a la que ahora domina, en parte por razón de ley, pero, sobre todo, en virtud de cierta jurisprudencia de naturaleza no sólo infraconstitucional, sino incluso abiertamente infralegal, como la reciente, relativa al valor procesal del atestado antes aludida. Lo cierto es que hace falta un juez de y en la instrucción, del mismo modo que en ella las posiciones parciales tienen que ser activas, estar bien demarcadas y suficientemente garantizadas. Por tanto, es necesario un juez encargado del control de la investigación, en directa interlocución con las partes, obligado a tratar con tendencial objetividad sus pretensiones y aportaciones; y también a decidir motivadamente, con audiencia de las mismas, sobre todo lo que comporte afectación a derechos (en general los del imputado). Excepción hecha de la prisión provisional, que en la medida en que —no cabe engañarse— implica un juicio previo de condenabilidad y, en caso de producirse, también una condena (anticipada), debería estar a cargo de otro sujeto institucional: no prevenido y tampoco contaminable, por ser externo a la investigación. Aquí podría entrar en juego la función del llamado “juez de garantías”, asimismo encargado de conocer de los incidentes probatorios y del envío a juicio de la causa, una vez concluida la instrucción. Hay, en fin, un aspecto de especial interés en la fase de investigación o de instrucción que, además, refuerza la evidencia 265


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de la necesidad de que la dirección de la misma corresponda a un sujeto con estatuto de juez. Me refiero a su incuestionable relevancia para el eficaz tratamiento jurisdiccional de la generalidad de los casos, sobre todo aquellos de mayor dificultad. En efecto, la idea, ciertamente atractiva, del proceso dotado de una liviana investigación, en el que el juicio, susceptible de inmediata convocatoria, ocupase prácticamente todo el espacio, es hoy, en muchísimos supuestos, casi naïf. Salvo excepciones, dada la presencia de indicios de delito, será preciso verificar con algún detenimiento la concurrencia (o no) de datos prima facie capaces de formalizar una hipótesis acusatoria dotada de aptitud explicativa. Lo anterior puede llegar a extremos de complejidad, si concurre una pluralidad de sujetos, pues se trata de conductas dotadas de cierta (a veces gran) sofisticación, de desarrollos dilatados en el tiempo, con diversidad de escenarios, distantes entre sí, y posiblemente sujetos a regímenes jurídicos diferenciados, realizadas mediante el uso de los habituales recursos informáticos y otros… Cuando se dan estas circunstancias (pero hay que insistir: incluso sin llegar a tanto), es necesario que las aportaciones instructorias alcancen un apreciable grado de concreción, y que gocen de la objetividad tendencial que sólo puede obtenerse en régimen de contradicción y con garantía judicial. Y no pienso en los típicos casos de previsible imposibilidad objetiva de aportación al juicio, que obligaría a acudir al incidente probatorio verdadero y propio. Me refiero a esos otros, tantos, en los que, simplemente, no es pensable un debate en vista pública sin contar antes con un cierto caudal de datos fijados preliminarmente de manera fiable. Así, resulta que —salvo aquellas causas relativas a los históricos “delitos naturales”, debidos a acciones elementales, cometidas en presencia de testigos, en los que instruir equivale a la fácil constatación provisional de elementos de singular plasticidad y a la identificación de algunas personas para su citación posterior— la instrucción estará llamada a tener inevitable relevancia obje266


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tiva. Cierto es que, de ningún modo, a desplazar al juicio; pero tan cierto como que su celebración, en condiciones que hagan posible un debate entre partes de algún rigor, requiere que éstas dispongan de un caudal de información, un dossier cuyo conocimiento —si se trata de preservar la genuinidad y autonomía de aquél— podría/debería hurtarse al tribunal; salvo en lo que fuese fruto de auténtica prueba anticipada que éste tenga que valorar. No se me oculta que de este cúmulo de circunstancias resulta un contexto algo aporético, pues se postula la centralidad del juicio, y, al mismo tiempo, una instrucción dotada de la calidad y entidad que resulta de las exigencias de las que he dejado constancia, pero que de ninguna manera debe prevalecer sobre aquél. Mas la aporía es sólo aparente, porque, visto el asunto en el plano epistémico (del proceso como medio de adquisición de conocimiento), en la instrucción se tratará de comprobar si hay base empírica para elaborar con rigor una hipótesis acusatoria, a fin de llevarla a un ámbito de discusión, ante un sujeto imparcial, por ajeno a la elaboración de la misma: el encargado de evaluar su calidad y aquella de las demás de eventual concurrencia. Esto en el momento del enjuiciamiento y de la decisión, realmente esencial e insustituible, no sólo por imperativos de orden jurídiconormativo, sino porque las hipótesis no se validan o invalidan a sí mismas, ni evaluarlas es una función de la que pudiera ocuparse el responsable de su formulación, sino necesariamente, por elementales razones de método, un sujeto ajeno a la misma. Toda opción política —también las de política judicial— tiene un precio; como lo tiene, ciertamente elevado y universal, la pérdida de calidad jurisdiccional del proceso penal.

EFICACIA, GARANTÍAS Y USOS DEL DERECHO PENAL En la materia, hay un topos que recorre transversal, o mejor incluso, onmidireccionalmente, el campo del proceso: es el que se expresa en la gastada contraposición de garantías y eficacia represiva. Es un tópico de consistente presencia en las prácticas 267


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jurisdiccionales de todas las instancias, en las que, como por sistema, suelen primar consideraciones pragmáticas, que conducen, por un lado, a la banalización jurisprudencial de fundamentales exigencias de principio (y de legitimidad) como —es el ejemplo más claro— las que, entre nosotros, se expresan en el Artículo 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, auténtico momento de coherencia del modelo, hoy prácticamente abrogado; y, por otro, a confirmar y contribuir a la perpetuación de prácticas policiales, judiciales y del ministerio público de notable falta de profesionalidad, que al fin valen para condenar. Ese mismo tópico late, de forma ya no sólo implícita, en un discurso político de amplia implantación en medios oficiales que lleva a computar en el plano presupuestal el gasto necesario para dotar las garantías procesales entre los costes sociales improductivos, que es como decir inasumibles. Esto, mientras crece la estadística de entradas en el proceso penal, merced en la mayor medida al actual uso ampliado e impropio del ius puniendi, en la señalada calidad de única ratio, único medio de gestión de ciertos problemas sociales emergentes, en clave de “ley y orden”, más bien de “orden” a cualquier precio. Sobre todo si el precio es sólo procesal y para el imputado estándar. Ésta puede parecer una digresión por la periferia del asunto. Pero no es así, el tema sigue siendo el fiscal o, quizá mejor, el uso del fiscal para fines que, cada vez con más desenvoltura, suelen describirse como de deflación del proceso penal. Pues tal es el sentido de las propuestas de replanteamiento de su papel, que, al menos objetivamente, contribuyen a hacer real la “marcha triunfal del proceso penal americano en el mundo”, a la que (ciertamente entre interrogantes retóricos) se ha referido con lucidez el ya citado Schünemann. En tal clase de propuestas, al argumento teórico de un (supuesto) restablecimiento del principio acusatorio —prácticamente imposible cuando, como se ha visto, los materiales de construcción son de perfil neoinquisitivo— se une la presentación táctica y llamativamente parcial de las cifras del proceso penal, 268


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debidamente descontextualizadas. El procedimiento consiste en confrontar al interlocutor con el último renglón de la cuenta de resultados, el de la comparación de los inputs y los ouputs globales de aquél; de donde resulta, que, en efecto, la diferencia acusa un crecimiento exponencial del número de casos que acceden al proceso penal. Datos que, en su elocuente objetividad, informarían de una situación de necesidad del sistema que impone la reconsideración de éste en sus constantes y, en todo caso, y desde ahora mismo, justifican la adopción de medidas extraordinarias. Pero el planteamiento que se ilustra debe ser cuestionado, por falaz; pues los valores numéricos manejados, al ser objeto de una sesgada consideración incompleta, no son todos; y, así, aunque fueran reales, tampoco lo serían del todo. Una estimación equilibrada y realista (de toda la realidad) de la concepción a examen, en la que trata de fundarse la propuesta de replanteamiento del papel del fiscal aquí cuestionada, obliga a anticipar el umbral de la atención y de los interrogantes; a proyectarlos en un antes del momento propiamente procesal, en el que habrá que preguntarse por la naturaleza del uso actual del derecho punitivo y del proceso penal mismo, éste último como instrumento de penalización inmediata. Y, todavía antes, preguntarse por las causas sociales de las desviaciones criminales en sus diversas modalidades; por lo que social e institucionalmente se hace en el plano de la prevención, para tratar de excluir con eficacia el fácil recurso al ius puniendi; y por cómo se opera en/con otros sectores del ordenamiento y de la propia institucionalidad estatal. Si de esta excursión a la periferia del sistema penal sensu stricto resultase que es en la administración de justicia donde radica el principal, si no exclusivo, modo de hacer frente a problemas de desviación que ésta, por definición, no puede afrontar con radical eficacia; y que tal opción parte de la renuncia anticipada al empleo de otros medios que sí serían eficaces por su capacidad de incidir en la verdadera raíz del fenómeno, concurrirán las mejores razones para pensar que la del proceso penal y la jurisdicción es, cuando menos, una responsabilidad limitada en la materia; inclu269


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so muy limitada; que no está justificado atribuir a uno y otra la condición de factor causal del estado de cosas; y menos aún con el socorrido argumento de la falta de productividad. En las circunstancias dadas, el notorio desequilibrio de la respuesta represiva en relación con la demanda, que luce en las cifras de uso habitual en instancias ministerial-manageriales, es real, pero no nace en el campo de la jurisdicción. Ésta, no hay duda, tiene responsabilidades; pero, de manera paradójica, no porque falte la calidad de eficacia —de eficacia sin principios, para entendernos— que se le demanda, de la que hay, por desgracia, un verdadero superávit; sino, precisamente, por el aludido déficit de garantías, es decir, de profesionalidad, que evidencian muchas prácticas consolidadas y no cuestionadas. Es una traducción procesal de la arraigada disposición política a ampliar de forma ilimitada la reacción punitiva a cualquier precio, que, por desgracia, tiene mecánico eco en el asentimiento acrítico de una gran mayoría de los profesionales de la justicia. Desde luego, lo que no cabe en modo alguno es derivar de tal desenfocado décalage entre los inputs y los ouputs del sistema penal alguna supuesta razón para cuestionar la vigente disciplina constitucional en la materia. Es cierto que ésta representa un verdadero obstáculo al masivo procesamiento de tanta desviación que produce el también vigente sistema social (global), con su brutal incremento de las desigualdades. Pero, ¿habrá que recordar que esa disciplina es algo más que una veleidad de juristas ensimismados? ¿Que si el régimen del proceso penal tiene el rango normativo que tiene es por la voluntad secularmente reiterada de mayorías abrumadoras en momentos de crecimiento democrático, como medio para cancelar esas experiencias atroces a las que conocidamente lleva la ausencia de garantías procesales? La función y la prestación jurisdiccional, constitucionalmente entendidas, plantean fuertes exigencias de principio, con necesaria traducción en el plano instrumental. Por eso, sus posibilidades de actuación en esos términos son necesariamente limitadas, pues, como ya se ha indicado, están subordinadas de manera 270


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intensa a la concurrencia de determinados presupuestos. En efecto, la jurisdicción sólo puede desempeñar su papel de modo adecuado, esto es, sin negarse a sí misma como tal, operando en última instancia. Es decir, como la última instancia del sistema sociopolítico en su conjunto; actuando, por tanto, como función de cierre, y contando con el previo correcto funcionamiento de otros momentos de aquél, institucionales y, antes, extrainstitucionales. Es una obviedad —que casi cuesta trabajo escribir, de puro tópica— que el instrumento punitivo tiene poco que hacer en la reparación de los más graves desequilibrios sociales, los que nutren los índices de la delincuencia de subsistencia, en alza permanente. Puede, al máximo, contener, sólo hasta cierto punto y temporalmente, algunos de sus efectos. Pero cuando aquéllos son lacerantes y llegan hasta hacer imposible la vida dentro de la normalidad a masas de excluidos, como ahora sucede, el orden penal entra en grave riesgo de quiebra, haga lo que haga. Ya que, de mantenerse en sus constantes de garantía (de lo que realmente no hay demasiada experiencia), incurrirá en la manida ineficacia, con la consiguiente deslegitimación ante los titulares de los bienes e intereses en riesgo. Y de optarse (como suele ocurrir) por la drástica atenuación de aquel estándar, la crisis será constitucional y de identidad, que es lo que hay, y que no importa tanto. Así, en este punto, la única eficacia posible y esperable de la jurisdicción constitucionalmente entendida reclama, por tanto, cierto equilibrio socioeconómico en el punto de partida, como presupuesto ineludible. Otras formas de delincuencia, aquellas que están relacionadas de manera estrecha con los poderes económico y político, viven y se desarrollan en gran medida a expensas de las gravísimas incoherencias del sistema institucional en sus diversos planos. Por ejemplo, a raíz de la alarmante (a veces masiva) degradación de la política, con lo que implica de banalización de toda una serie de momentos de control (parlamentario, político-administrativos); de la falta de coherencia en el plano de la legislación, que también, por ejemplo, sigue haciendo de la mercantil y la fiscal 271


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y de su proyección (a veces falta de proyección) institucional un medio sumamente apto para desdibujar conductas típicas y, en los casos en que esto no se consigue, para dificultar aún más la persecución penal. Pues lo cierto es que el sistema, tan riguroso en la prevención y persecución de los delitos generadores de la tópica inseguridad, se multiplica en la oferta escandalosa de mil y una formas de elusión de deberes civiles (nunca mejor dicho), cuya exigencia y cumplimiento haría del mundo de la política, en su convergencia con el de los negocios, algo distinto del caldo de cultivo de diversas modalidades de desviación criminal que hoy permite, cuando no estimula. De esos macrodelitos que, cada tanto —aunque siempre con cuentagotas— explotan en la mesa de un juez, y cuyo tratamiento jurisdiccional suele aportar poco en términos de reparación de los derechos lesionados, y bastante, en cambio, en términos de deslegitimación y frustración de expectativas sociales, en el caso de que todavía las hubiera. Mientras tanto, confirma la evidencia del fracaso esencial de toda una serie de dispositivos de prevención, diversamente ubicados en la geografía del sistema político-institucional, que, ciertamente, no cree ni confía en la justicia y arroja sobre ella las gravísimas consecuencias de sus múltiples inhibiciones y del precario estándar de legalidad de sus prácticas. Lo que se sigue de estas sumarias observaciones es que la seriedad de una política de la justicia penal realmente orientada, en clave de transformación, a la realización de los valores que cuentan en la materia, tendría que empezar su recorrido mucho antes y muy lejos de los límites del palacio de justicia; y que la primera y más vehemente demanda al respecto ha de partir de los propios moradores de éste, que tienen las mejores razones de experiencia para saber que la calidad de la prestación jurisdiccional está rigurosísimamente condicionada a la satisfacción de la exigencia de que esta función institucional opere como verdadera “última ratio”, es decir, en un contexto en el que las

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distintas articulaciones del sistema cumplan con razonable eficacia su propio papel constitucional. En ausencia de tales presupuestos, los correspondientes vacíos de actuación seguirán siendo otras tantas maneras eficaces de contribuir al crecimiento de las cifras de la desviación delictiva de toda índole (así como al aumento de la “cifra oscura” de la más grave de ellas); y, a la vez, a la degradación progresiva de una justicia criminal sin más horizonte que el de seguir mecánicamente a la estadística en su exponencial crescendo, al precio de negarse a sí misma, en buena parte ya satisfecho, al cargarse de finalidades sustantivas, como dispositivo penalizador en sí mismo. En el Estado constitucional de derecho, “jurisdicción” no es todo lo que resulte del funcionamiento de algún aparato judicial, sino sólo del que esté organizado en forma apta para que sus actuaciones discurran por los cauces constitucionales del debido proceso, y cuando en efecto lo hacen. Este modelo procesal requiere que cada uno de los agentes centrales del sistema, juez y fiscal (en su interrelación y en la relación con el imputado), cumpla el papel ya ilustrado, en la investigación y en el enjuiciamiento. Y para que cada una de estas dos fases del proceso juegue en relación con la otra, también debe cumplir el papel que le corresponde en la elaboración y el tratamiento de las hipótesis de delito, sin suplantaciones ni desplazamientos. La jurisdicción del Estado constitucional de derecho debe, pues, discurrir por cauces de estricta legalidad, en el orden penal-sustantivo; de jurisdiccionalidad estricta, en el procesal. Y reclama ser prestada por sujetos institucionales, con un estatuto acorde con la naturaleza (garantista) de las correspondientes funciones, de modo que se ajuste a la disciplina constitucional del proceso, a la que es inherente, como regla esencial, la centralidad e inderogabilidad del juicio. Por eso la prestación jurisdiccional, la satisfacción de un derecho a la jurisdicción (que es derecho a garantías orgánicas y procesales) es inevitablemente costosa, y, de darse conforme al régimen que le es propio, poco elástica en la oferta. 273


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El legislador puede ajustarse o no, en más o en menos, a ese paradigma; puede diseñar roles y procedimientos para la aplicación del derecho sancionador; puede, a despecho de lo que luego resulte de sus rasgos caracterizadores, llamar “juez” y “fiscal” a quienes los encarnen y gestionen; pero lo que no está a su alcance es hacer que, si en éstos, es decir, en su estatuto y en su modo de operar, no concurren determinadas constantes, orgánicas y procesales, de garantía, el producto final sea verdadera jurisdicción, en el sentido constitucional y teórico de ésta. El legislador tiene el dominio del Boletín Oficial del Estado (BOE), pero no es señor del diccionario; y tampoco de la teoría jurídica que —como bien ha explicado Ferrajoli— para merecer en serio ese título, debe desempeñar un papel normativo y crítico en relación con el derecho, sus instituciones y las prácticas a las que da lugar, llamando, para comenzar, a las cosas por su nombre. Alguien dirá que se trata de obviedades. Pero no deben serlo tanto cuando, ante nuestros ojos, hay una dinámica en curso en el escenario del proceso que gira en torno a tres ejes que son otras tantas cargas de profundidad en la base constitucional del mismo, a saber: la habitual atribución de relevancia probatoria a las actuaciones policiales; el desplazamiento al fiscal de competencias genuinamente jurisdiccionales; y la conversión del juicio contradictorio en una incidencia atípica y excepcional del proceso, en particular, del reservado al imputado estándar. Enlazando con lo que se decía al principio, es de ver que, de nuevo, de manera significativa, la línea de ruptura de la regresión inquisitiva del proceso penal en curso pasa por la desnaturalización del papel ideal-constitucional del fiscal, para rentabilizarlo como recurso; y por el mismo viejo motivo de que es —por razón de estatuto— el más disponible y más dúctil de los sujetos institucionales implicados. Piero Calamandrei, en la advertencia a la segunda edición (1949) de la obra de Beccaria que él había cuidado, decía del “pequeño libro” que “no puede volver a su lugar de reposo en el polvoriento anaquel donde se olvidan las obras de los antiguos 274


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que cumplieron su misión”, porque “no ha comenzado todavía a ser antiguo”. Sigue teniendo razón, pues el modelo de proceso “informativo” que postuló el gran milanés parece contar cada día con más vigencia. Pero sólo como paradigma ideal pendiente de realización.

NOTA BIBLIOGRÁFICA Sobre los antecedentes franceses del ministerio público en la experiencia europea continental, puede verse —con amplias referencias bibliográficas— M. Nobili, “Accusa e burocrazia. Profilo storico-costituzionale”, en G. Conso (ed.), Pubblico ministero e accusa penale. Problemi e prospettive di riforma, Zanichelli, Bologna, 1979, pp. 89 y ss. Sobre el fiscal estadounidense y su papel en el proceso, cfr. V. Fanchiotti, Lineamenti del processo penale statunitese, Giappichelli, Torino, 1987, pp. 55 y ss., 68 y ss; V. Vigoritti, “Pubblico ministero e discrezionalità della azione penale negli Stati Uniti d’America”, en G. Conso (ed.), Pubblico ministero e accusa penale, op. cit., pp. 256 y ss.; J. Brown, “Meriti e limiti del pattegiamento”, en E. Amodio y M. Cherif Bassiouni (eds.), Il processo penale negli Stati Uniti d’America, Giuffrè, Milano, 1988, pp. 131 y ss.; y R. M. Daley, “Il plea bargaining: uno strumento di giustizia senza dibatimento”, en E. Amodio y M. Cherif Bassiouni (eds.), Il processo penale negli Stati Uniti d’America, op. cit., pp. 151 y ss. Para una crítica valoración global del sistema estadounidense de justicia, cfr. W. T. Pizzi, Juicios y mentiras. Crónica de la crisis del sistema procesal penal estadounidense, introducción, traducción y notas de C. Fidalgo Gallardo, Tecnos, Madrid, 1999; y S. Thaman, “La protección de los derechos humanos en el proceso penal de los EE. UU., en Jueces para la Democracia. Información y debate, 38/2000, pp. 81 y ss. Sobre la incidencia de ese sistema procesal-penal en Alemania, véanse B. Schünemann, “¿Crisis del procedimiento penal? 275


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(¿Marcha triunfal del procedimiento penal americano en el mundo?)”, traducción de S. Bacigalupo, “Jornadas del derecho penal en Alemania”, en Cuadernos del Consejo General del Poder Judicial, 8/1991, pp. 52 y ss.; y C. Roxin, “Posición jurídica y tareas futuras del ministerio público”, traducción de J. B. J. Maier y F. J. Córdoba, en Varios Autores, El ministerio público en el proceso penal, Ad-Hoc, Buenos Aires, 1993, pp. 3 y ss. Acerca de la institución en el ordenamiento francés, cfr. F. Molinari, “Pubblico ministero e azione penale nell’ordinamento francese”, en G. Conso (ed.), Pubblico ministero e accusa penale, op. cit., pp. 195 y ss.; también J. C. Nicod, “El ministerio público en Francia”, traducción de J. R. de Prada Solaesa, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 18/1979, pp. 83 y ss.; y A. Crenier, “Il pubblico ministero in Francia”, en Questione giustizia, 4/1991, pp. 979 y ss. Sobre la institución en Alemania, véase F. Molinari, “Pubblico ministero e azione penale nell’ordinamento della Repubblica federale di Germania”, en G. Conso (ed.), Pubblico ministero e accusa penale, op. cit., pp. 217 y ss. Una interesantísima aproximación crítica al respecto puede verse en R. Muhm, “Dependencia del ministerio fiscal del ejecutivo en la República Federal Alemana (Crisis del modelo y perspectivas de reforma)”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 22/1994, pp. 94 y ss.; y “Crisis del sistema político, criminalización de la vida pública e independencia judicial: el caso alemán”, en P. Andrés Ibáñez (ed.), Crisis del sistema político, criminalización de la vida pública e independencia judicial, Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Madrid, 1998, pp. 147 y ss.; y R. Muhm y M. Muhm, “Alemania en busca de la independencia de la magistratura”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 33/1998, pp. 93 y ss. Del ministerio público en Portugal tratan: A. Cluny, Pensar o ministério público hoje, Cosmos, Lisboa, 1997; y E. Maia Costa, “El ministerio fiscal en Portugal”, traducción de C. 276


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López Keller, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 21/1994, p. 84. Para el ministerio fiscal en Italia remito a C. Guarnieri, Pubblico ministero e sistema politico, Casa Editrice Dott. Antonio Milani (Cedam), Padova, 1984; Varios Autores, Il ministero pubblico oggi (actas del congreso sobre el tema, organizado por el Centro Nazionale di Prevenzione e Difesa Sociale), Giuffrè, Milano, 1994 (de particular interés, en la perspectiva de este trabajo, las aportaciones de M. Chiavario, V. Zagrebelsky y G. Neppi Modona); y R. Romboli, “Il pubblico ministero nell’ordinamento costituzionale e l’esercizio dell’azione penale”, en S. Panizza, A. Pizzorusso y R. Romboli (eds.), Testi e questioni di ordinamento giudiziario e forense, Plus-Università di Pisa, 2003, pp. 307 y ss. Acerca de los problemas suscitados por la creación de la Direzione Nazionale Antimafia, cfr. L. Pepino, “Superprocura e dintorni… (appunti su presente e futuro del pubblico ministero)”, en Questione giustizia, 2/1992, pp. 257 y ss.; A. Gaito, “Indipendenza del pm e ‘superprocura’”, en B. Caravita (ed.), Magistratura, CSM e principi costituzionali, Laterza, Roma-Bari, 1994, pp. 149 y ss.; y V. Borraccetti, “Los fiscales antimafia”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 32/1998, pp. 78 y ss. En relación con la reforma judicial de Berlusconi, en lo que aquí interesa, G. Santalucia, “La controriforma dell’ordinamento giudiziario alla prova dei decreti delegati: il pubblico ministero”, en Questione Giustizia, 1/2006, pp. 103 y ss. Para el caso de España, cfr. F. Granados, El ministerio fiscal (del presente al futuro), Tecnos, Madrid, 1989; M. Marchena Gómez, El ministerio fiscal: su pasado y su futuro, Marcial Pons, 1992; C. Conde Pumpido, El ministerio fiscal, Aranzadi, Pamplona, 1999; y A. Del Moral García, “Ministerio fiscal y reforma de la justicia”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 43/ 2002, pp. 19 y ss.

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Acerca del instituto, en general, en la experiencia comparada, cfr. L. M. Díez Picazo, El poder de acusar, Ariel, Barcelona, 2000. El mejor tratamiento sistemático del modelo jurisdiccional en el Estado constitucional de derecho se encuentra, sin duda, en L. Ferrajoli, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, con prólogo de N. Bobbio, traducción de P. Andrés Ibáñez, J. C. Bayón, R. Cantarero, A. Ruiz Miguel y J. Terradillos, Trotta, Madrid, 2006, en particular, cap. 9, pp. 537-692. Para una crítica de la figura del fiscal instructor y sus implicaciones procesales, P. Ferrua, “Declino del contradittorio e garantismo reattivo: la difficile ricerca di nuovi equilibri processuali”, ahora en P. Ferrua, Studi sul processo penale. III, Giappichelli, Torino, 1997, pp. 39 y ss. En general, sobre el asunto de las fórmulas negociales en la justicia penal, existen hoy múltiples publicaciones. Por todas, cfr. T. Armenta Deu, Criminalidad de bagatela y principio de oportunidad: Alemania y España, prólogo de C. Roxin, Promociones y Publicaciones Universitarias (PPU), Barcelona, 1991. La cita de E. Betti fue tomada de su Interpretación de la ley y de los actos jurídicos, traducción de J. L. de los Mozos, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1975, p. 147. La que se hace de P. Calamandrei ha sido tomada de “Advertencia a la segunda edición” que acompaña a C. Beccaria, De los delitos y de las penas, con prefacio y notas de P. Calamandrei, traducción de S. Sentís Melendo y M. Ayerra Redín, Ediciones Jurídicas Europa-América (EJEA), Buenos Aires, 1958, p. IX. A propósito de la actual involución del sistema penal, en nuestra literatura más reciente pueden verse E. Larrauri, “Populismo punitivo… y cómo resistirlo”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 55/2005, pp. 15 y ss.; M. Miranda Estrampes, “El populismo penal (Análisis crítico del modelo penal securitario)”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 58/2007; y R. Sáez Valcárcel, “Una crónica de tribunales. La justicia penal en la estrategia de la exclusión social”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 58/2007. 278


¿DESMEMORIA O IMPOSTURA? UN TORPE USO DEL “USO ALTERNATIVO DEL DERECHO”1 Alguno, en los primeros tiempos del fascismo, le llamaba “el pretor rojo”; y no era en realidad ni rojo ni pardo, era sólo una conciencia serenamente altiva, no dispuesta a renegar de la justicia […] era simplemente un juez justo; y por eso le llamaban “rojo” (porque, entre los muchos sinsabores que esperan al juez justo, estará siempre el de verse acusado, por no servir a una facción, de hallarse al servicio de la facción contraria). Piero Calamandrei

“BANDERAS” E “IDEALES” Ha escrito Tzvetan Todorov que […] la memoria no se opone en absoluto al olvido. Los dos términos para contrastar son la supresión (el olvido) y la conservación; la 1

Texto publicado en la revista Jueces para la democracia. Información y debate, 55/2006.

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memoria es, en todo momento y necesariamente, una interacción de ambos.2

Por eso, si en la evocación de acontecimientos de cierta lejanía en el tiempo se pierde detalle e incluso se introduce alguna modificación de los contenidos mnésicos, en rigor, puede seguir hablándose de memoria. Al fin y al cabo, Pessoa dixit: “decir es renovar”.3 Algo bien distinto es presentar como efectivamente sucedido lo que no ha tenido lugar en la realidad histórica; cuando, por tanto, ésta no se describe sino que se inventa. Aquí, de concurrir buena fe, cabría hablar de “desmemoria”, que, según el uso, es “falta de memoria”;4 pero en otro supuesto, sobre todo si a semejante manera de obrar subyace un uso táctico-político de la mistificación, por tanto, no casual y nada inocente, habrá que hablar de impostura. Esta reflexión viene a cuento a raíz de lo afirmado por José Ramón Ferrándiz Gabriel, al presentar una publicación asociativa. En su calidad de presidente nacional de la Asociación Profesional de la Magistratura, escribe: Por ello, la bandera de nuestros ideales la levantamos con éxito ante las influencias marxistas, procedentes de la imaginativa Italia de los años setenta, a la que algunos de nuestros colegas se sometieron fácilmente en nombre de la democracia, puesta realmente en peligro con su poco original técnica del uso alternativo del derecho.5

2

T. Todorov, Los abusos de la memoria, traducción de M. Salazar, Paidós, Barcelona, 2000, pp. 15-16.

3

F. Pessoa, El libro del desasosiego, traducción, organización, introducción y notas de A. Crespo, Círculo de Lectores, Barcelona, 1989, p. 450.

4

M. Seco, O. Andrés y G. Ramos, Diccionario del español actual. I, Aguilar, Madrid, 1999, p. 1538.

5

“Salutación del Presidente Nacional”, en Tribuna Judicial. Asociación Profesional de la Magistratura en Galicia, 1/noviembre de 2005, portada.

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La verdad es que el lector medianamente avisado, ya en la aproximación más superficial, en vista de la estética y la épica del discurso —banderas levantadas (se supone que al viento) frente al marxismo— habrá hallado motivo bastante para tomarlo con prevención, sin necesidad de procurarse una específica clave de lectura. Pero, con todo, dado que en tan pocas líneas se inflige el más lamentable maltrato a los protagonistas de vicisitudes judiciales, político-judiciales y asociativas todavía recientes, bien merecedores de respeto, vale la pena ocuparse brevemente del asunto. Aunque sólo sea para hacer justicia a algunos de ellos que ya no están entre nosotros, y que empeñaron en las mismas lo mejor de sus más nobles esfuerzos. También con objeto de ofrecer a los lectores de Ferrándiz la posibilidad de contrastar ese punto de vista, tan torpe y sesgado, con una visión fiel al dato histórico, y apta para dar cuenta de la complejidad del fenómeno manipulado de manera tan burda.

“USO ALTERNATIVO DEL DERECHO” Como ya a estas alturas, probablemente, mucha gente no sepa, el sintagma “uso alternativo del derecho” fue utilizado en su origen para dar título a un encuentro de juristas, que tuvo lugar entre los días 15 y 17 de mayo de 1972, en Catania (Italia), organizado por Pietro Barcellona.6 Las actas del congreso, al cuidado de este último, vieron la luz en un doble volumen,7 que durante años se contó entre los más consultados y citados de la bibliografía jurídico-política europea del último cuarto del siglo pasado.

6

A propósito de Pietro Barcellona pueden verse las evocaciones de J. R. Capella y de M. Maresca, destinadas a formar parte del libro homenaje publicado con motivo de su jubilación, en Jueces para la democracia. Información y debate, 55/2006.

7

P. Barcellona (ed.), L’uso alternativo del diritto. I. Scienza giuridica e analisi marxista y II. Ortodossia giuridica e pratica politica, Laterza, Roma-Bari, 1973.

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En efecto, la raíz cultural de buen número de participantes era marxista pero no todos los concurrentes respondían a esta orientación, de manera que la reflexión distó mucho de ser monótona. Además, incluso vista desde aquella perspectiva, la reunión presentaba tintes decididamente innovadores, por la calidad de los sujetos, y, en general, por el modo de abordar el derecho como objeto de interés. Lo primero, debido a que, de Tarello a Galgano y Rodotá, pasando por Cerroni, Guastini y Ferrajoli, los implicados de Catania eran juristas, procedentes del campo de la filosofía y la teoría, en unos casos, y en otros de disciplinas positivas, incluso del ámbito del derecho privado. Lo segundo, porque el empeño denotaba un patente interés crítico por el derecho en serio. Y crítico de doble vertiente, pues, por un lado, en la generalidad de los planteamientos se expresaba la neta ruptura con el gastado paradigma de la vulgata marxista sobre el derecho, responsable de cierto “nihilismo jurídico”,8 debido a la banalización del mismo como instancia normativa, y a la incomprensión de la relevancia de su papel social; y, por otro, se afrontaba, también de modo muy crítico, la función real del derecho en la sociedad de clases: su carácter fuertemente instrumental, de herramienta del poder; y, coherentemente, el papel ancilar o servil del jurista, bien descrito, entonces, por Capella, como “el intelectual orgánico privilegiado de las clases dominantes en la sociedad escindida”.9 El anterior es un juicio acerca del jurista genérico, especialmente predicable del juez de estirpe napoleónica de nuestros

8

Frente a esta actitud, escribió entonces Danilo Zolo: “no sólo se afirma una instancia de recuperación del principio de legalidad y del garantismo liberal, sino bastante más profundamente […] se subraya la insuperabilidad técnico-formal de la normación típico-abstracta en una sociedad productora de mercancías y la insensatez teórica de toda negación dogmática, irracionalista o economicista, de las instituciones de la democracia representativa […]”, en La teoria comunista dell’estizione dello Stato, De Donato, Bari, 1974, p. 62.

9

J. R. Capella, Sobre la extinción del derecho y la supresión de los juristas, Fontanella, Barcelona, 1970, p. 29.

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Estados liberales de derecho; pues, cubierto por la doble mampara ideológica del apoliticismo y la independencia, practicaba con profunda dedicación —en gráfica expresión de Borrè— la “politización-dependencia”;10 confinando en el “cielo de los conceptos”, y en los gastados discursos de apertura de tribunales, valores y principios centrales de la jurisdicción, negados en la práctica con toda eficacia. En Catania se reflexionó también sobre el papel del derecho y del jurista y el juez demócratas; sobre la posible contribución de ambos, como profesionales, en la perspectiva de la transición democrática a una sociedad más justa, a través del compromiso activo con los valores más progresivos del ordenamiento, precisamente dotados de rango constitucional. Lo sucintamente apuntado permite afirmar que el movimiento jurídico-político y judicial que en los años setenta giró bajo la etiqueta de “alternativo” albergaba un importante filón crítico, pero no sólo eso: también autocrítico. Pues, en efecto, era expresión de una izquierda jurídica, que ponía en el inicio de su recorrido un significativo ajuste de cuentas con el que había sido hasta entonces su propio modo de (no) ver el derecho. Posición con presencia ciertamente cualificada y clarificadora en reflexiones como la de Cerroni,11 que contesta con el mismo rigor la reclusión del orden jurídico en el cajondesastre de una “superestructura”, mero epifenómeno económicamente determinado de manera unilateral, carente por sí mismo de algún sentido; que el normativismo formalista del jurista (y el juez) angélicos y, no obstante, hundidos hasta las cejas en las (peores) dinámicas del poder estatal, para hacerle una parte importante del trabajo 10

G. Borrè, “Le scelte di Magistratura Democratica”, en N. Rossi (ed.), Giudici e democrazia. La magistratura progresista nel mutamento istituzionale, Franco Angeli, Milano, 1994, p. 45; ahora también en L. Pepino (ed.), L’eresia di Magistratura Democratica. Viaggio negli scritti di Giuseppe Borrè, Franco Angeli, Milano, 2001.

11

Cfr., al respecto, de U. Cerroni, Marx y el derecho moderno, traducción de A. Córdova, Jorge Álvarez, Buenos Aires,1965, pp. 77 y ss.

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sucio, incluso cuando, como es el caso de las experiencias nazi, fascista, franquista, o pinochetista, la política en acto marchó por derroteros directamente criminales. Así, frente a la negación sin más a la forma jurídica de cualquier atributo y función socialmente estimable, y frente al oportunismo meramente instrumental en la consideración de la misma, se abrió paso un punto de vista muy matizado y extraordinariamente rico en potencialidades. Es como se llega a la tematización del fenómeno jurídico en su complejidad; como, distinguiendo/integrando las diversas perspectivas de método, se ha podido dar cuenta del porqué del papel real del “derecho moderno” y del qué de su naturaleza de instancia ordenadora. En lo que aquí interesa, para poner de relieve su histórica funcionalidad a las necesidades del poder; y también —con llamativa ambigüedad— lo irrenunciable de su función de garantía frente a cualquier forma de presencia de éste. A condición, eso sí, en nuestros contextos de constitución normativa, de que se dote a los derechos fundamentales de los adecuados mecanismos de protección, mediante un coherente desarrollo de la norma fundamental.12

12

María de Lourdes Souza ha constatado con acierto la existencia de “una línea de continuidad entre las tesis alternativistas y las del garantismo, a pesar —dice— de ciertas rupturas paradigmáticas habidas entre las mismas”, en “Del uso alternativo al garantismo: una evolución paradójica”, en Anuario de Filosofía del Derecho, XV/1998, p. 254. Al respecto, me parece interesante señalar que, ya a finales de los años setenta, el garantismo ocupa un lugar central en las preocupaciones y en el debate de Magistratura Democratica. Así, en la “Relazione introduttiva del Segretario” (en ese momento, Salvatore Senese) en el IV Congreso Nacional, sobre “Istituzione giudiziaria e difesa della democrazia”, celebrado en Urbino los días 28 y 29 de septiembre de 1979, se hablará de “garantismo dinámico”, como el que trasciende el marco procesal penal y también el de la mera garantía individual de carácter reactivo, para extenderse al aseguramiento de otros derechos, y de los correspondientes espacios hábiles para su ejercicio (el texto de la intervención de Senese puede verse en Quale Giustizia, 17-18/1978, pp. 699 y ss). En 1986, en el VII Congreso Nacional del grupo, Luigi Ferrajoli, con referencia al orden penal, vería en “el garantismo la específica fuente de legitimación

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Las vicisitudes de nuestros ordenamientos han dado la razón a Lelio Basso —no en vano uno de los padres de la Constitución italiana—, cuando observaba que la “lucha por el derecho” se libra en más campos que el de la legislación, al ser, en el más amplio sentido, una batalla cultural; porque todo ordenamiento es expresión “de la sociedad con sus luchas, con sus divisiones”, que se combaten “por el poder”, pero “también por el derecho”.13

LUCHA POR LA CONSTITUCIÓN Y “JURISPRUDENCIA ALTERNATIVA” Es claro que esta historia de “lucha por el derecho” no tiene su origen en “la imaginativa Italia de los años setenta” de Ferrándiz. Venía de mucho más lejos. Basta pensar en Von Ihering14 y en el emblemático ejemplo del Michael Kohlhaas de Von Kleist,15

de la jurisdicción”, “Garantismo e valori della giurisdizione”, en Magistratura Democratica, Trasformazioni sociali e ruolo della magistratura. Democrazia e cultura della giurisdizione, edición de G. Palombarini, introducción de S. Rodotà, Maggioli, Rimini, 1988, p. 107. 13

L. Basso, intervención de clausura en el Convenio sobre “Justicia y poder”, “Anno Culturale Chianciano”, en Democrazia e Diritto, año XII, 4/1971, pp. 558 y ss. Sobre Basso y su punto de vista en esta y otras materias, puede consultarse en el artículo de S. Senese, “Lelio Basso y la formación del jurista demócrata”, en Jueces para la democracia. Información y debate, 55/2006.

14

Me refiero, es obvio, al Von Ihering de La lucha por el derecho, para el que “resistir a la injusticia es un deber del individuo para consigo mismo, porque es un precepto de la existencia moral; es un deber para con la sociedad, porque esta resistencia no puede ser coronada con el triunfo, más que cuando es general”. Traducción castellana de A. Posada, con prólogo de L. Alas, Librería de Victoriano Suárez, Madrid, 1881, p. 27. Cito por la edición facsímil de Porrúa, México, 1882.

15

H. Von Kleist, Michael Kohlhaas, traducción de F. González Vicén, Espasa Calpe Argentina, Buenos Aires, 1948. En esta obra, el protagonista que le da nombre es víctima de una grave injusticia; y, cuando, tras un largo peregrinar por las instituciones, comprueba que de éstas no puede esperar reparación, se convierte en un peligroso bandido porque: “Quien me niega la protección de la ley, me lanza a la compañía de los salvajes en el desierto y me pone en la mano la espada con que protegerme a mí mismo” (pp. 63-64). Una interesante reflexión

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que el mismo glosa. Pero en lo que aquí concierne, y para este país de referencia, en esos años ese combate ya había tenido ejemplares escenificaciones. De una manera muy particular la provocada por las saboteadoras actuaciones de la magistratura transfascista.16 Ésta, que antes había aceptado sin inmutarse la mussoliniana derogación de la Constitución liberal (el Estatuto Albertino), opuso encarnizada resistencia a la innovadora y avanzada Constitución de 1948, dando lugar a la que se conoce como “guerra de las Cortes”. En ella, la Constitucional, apenas inaugurada, tuvo que poner constitucionalmente en su sitio a la de Casación, empeñada en congelar la ley fundamental, para impedir el desarrollo de sus avances más significativos en los temas de derechos y garantías. Tal es el contexto en el que la Corte de Casación calificó de meramente “programáticas”, y por tanto de una eficacia sólo retórica, a las normas constitucionales en tales materias (aunque no dudó en dotar de eficacia inmediata, sin esperar el desarrollo legislativo, al Artículo 111,2 de la Constitución, que ampliaba los poderes del vértice jurisdiccional).

sobre este trágico personaje y su significación en la perspectiva de la “lucha por el derecho” puede verse en R. Von Ihering, La lucha por el derecho, op. cit., pp. 81 y ss. 16

Recuerda Pizzorusso cómo “en el plano de la actividad jurisdiccional el periodo 1945-1959 estuvo caracterizado sobre todo por las sentencias que, casi en todos los casos, rehabilitaron a los criminales fascistas, mientras juzgaron bastante más severamente las acciones partisanas […]”, así como por “la amplia colaboración generalmente prestada por la magistratura a la labor de limitada pero insistente persecución desarrollada por la policía, en especial durante la primera legislatura republicana, contra las organizaciones sindicales, los partidos de izquierda e incluso las minorías religiosas, sobre todo a través de la aplicación del texto único de las leyes de seguridad pública de 1931, que los partidos democráticos no habían conseguido abrogar o reformar. Fueron raros en este periodo los magistrados dispuestos a reafirmar los derechos de libertad garantizados por la Constitución a costa de desmentir a las autoridades constituidas o de rechazar las tesis jurídicas más claramente antiliberales o discriminatorias”. A. Pizzorusso, “Introducción”, en L’ordinamento giudiziario, Il Mulino, Bologna, 1974, pp. 29-30.

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Del mismo laborioso esfuerzo por valorizar la Constitución frente a esa magistratura que le negaba relevancia normativa forma parte un episodio del mayor interés jurídico y simbólico. Me refiero al XII Congreso de la Associazione Nazionale Magistrati, celebrado en 1965, en Gardone,17 en el que la magistratura asociada (de la que ya antes, en 1959, se había autoexcluido la alta magistratura, organizada en Unione Magistrati Italiani (UMI))18

17

Es el conocido como “Congreso de Gardone”, que supuso un verdadero cambio de inflexión en la cultura judicial y, con razón, hizo correr ríos de tinta. Una exposición sintética de lo allí sucedido puede verse en G. Moech, La giustizia in Italia, Franco Angeli, Milano, 1970, pp. 62-64. Cfr. también R. Canosa y P. Federico, La magistratura in Italia dal 1945 a oggi, Il Mulino, Bologna, 1974, pp. 290 y ss; con cierta amplitud, Sergio Pappalardo, Gli iconoclasti. Magistratura Democratica nel quadro della Associazione Nazionale Magistrati, Franco Angeli, Milano, 1987, pp. 174 y ss.; asimismo puede verse con provecho G. Palombarini, Giudici a sinistra. I. 36 anni di Magistratura Democratica: una proposta, Edizioni Scientifiche Italiane (ESI), Napoli, 2000, pp. 53 y ss. Una interesante referencia a Gardone se hallará también en la intervención de Salvatore Senese, ponencia central del seminario sobre La magistratura italiana nel sistema politico e nell’ordinamento costituzionale (Cenni storici e problemi), celebrado en Pisa el día 28 de abril de 1977, publicada bajo el mismo título que el seminario por Giuffré, Milano, 1977, pp. 46-48; y, en fin, el mismo autor se ha ocupado del asunto en su colaboración en Jueces para la democracia. Información y debate, 55/2006.

18

El Artículo 107.3 de la Constitución italiana establece que “los magistrados se distinguen entre sí solamente por la diversidad de funciones”. Este precepto, directamente orientado a promover un modelo de organización horizontal de la magistratura, dirigido a poner fin a lo que Calamandrei denunció como “los peligros de la carrera” para la independencia, y también la politización y la sumisión al poder político en acto inducida desde el vértice, abrió camino a una contestación de la jerarquía, hasta entonces, además, arbitraria administradora de las expectativas profesionales de los jueces. Es en vista de esa contestación, y con el único objeto de organizarse al margen, en defensa de sus privilegios, por lo que surgió la UMI. No es irrelevante que uno de los pilares de la contrarreforma judicial de Berlusconi se oriente, precisamente, a recuperar ese papel de vértice político-judicial para la Casación, con la previsión de sospechosas ventajas corporativas para sus componentes. Es también significativo que tal proyecto fuera denunciado masivamente por los componentes de esta alta instancia, ya en el mismo momento de hacerse público.

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asumió un inequívoco compromiso con la norma fundamental. En sus conclusiones, el Congreso afirmaba que […] el problema de la orientación política en el ámbito de la función jurisdiccional no se plantea, obviamente, en términos de orientación política contingente, algo que corresponde a las fuerzas políticas, titulares de la función legislativa y ejecutiva, sino en términos de tutela de la orientación político-constitucional, por cuanto la Constitución ha codificado determinadas opciones políticas fundamentales, imponiéndolas a todos los poderes del Estado, comprendido el judicial y atribuyendo a éste, así como al Jefe del Estado y a la Corte Constitucional, el cometido de garantizar su respeto.

Y, entre otras conclusiones, incluía la de “aplicar directamente las normas de la Constitución, cuando ello sea técnicamente posible en relación con el hecho controvertido”, y rechazar decididamente “la concepción que pretende reducir la interpretación a una actividad puramente formalista indiferente al contenido y a la incidencia concreta de la norma en la vida del país”, porque […] el juez, por el contrario, debe ser consciente del alcance político-constitucional de la propia función de garantía, a fin de asegurar, dentro de los infranqueables confines de su subordinación a la ley, una aplicación de la norma conforme a las finalidades fundamentales queridas por la Constitución.19

Ferrajoli ha expresado con claridad, de manera sintética, después de Gardone, […] las tres principales coordenadas, estrechamente interconectadas, de la cultura de los jueces progresistas: 1) la crítica de la ideología del carácter puramente técnico y neutral de la jurisdicción; 2) 19

Tomado de A. Pizzorusso, L’ordinamento giudiziario, op. cit., p. 31.

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el descubrimiento de la Constitución como norma fundamental, y, por consiguiente, de la inevitable incoherencia entre los valores que ésta irradia en el ordenamiento y las leyes ordinarias; 3) la opción de campo por los valores constitucionales en la interpretación y en la aplicación de la ley, bajo la enseña de la máxima independencia.20

Es a partir de estos antecedentes y de los de naturaleza político-cultural a los que antes he aludido, que se fragua en el ámbito de Magistratura Democratica la propuesta de una “jurisprudencia alternativa”. Con ella, ha escrito Ferrajoli, […] no contestó nunca la legalidad positiva. Contestó sólo el monopolio ideológico de la legitimidad jurídica hasta entonces detentado por la jurisprudencia conservadora, reivindicando la superioridad de las normas constitucionales sobre cualquier otra fuente y vertiendo sobre el derecho vigente y sobre las prácticas judiciales dominantes la acusación de ilegitimidad. La falta de realización de la Constitución, o, peor aún, el hecho de que ésta fuera contradicha por los códigos fascistas y la jurisprudencia dominante, fueron impugnados, en un movimiento de lucha por el derecho como legalidad alternativa a la legalidad viciada y a las orientaciones judiciales consolidadas. Los derechos fundamentales insatisfechos, y, por otro lado, la instancia igualitaria expresada en el art. 3.221 de la Constitución, fueron a su vez percibidos como fuente de deslegitimación, ante todo jurídica, del orden políticoeconómico existente.22 20

L. Ferrajoli, “Per una storia delle idee di Magistratura Democratica”, en N. Rossi (ed.), Giudici e democrazia, op. cit., pp. 60-61.

21

El Artículo 3 de la Constitución italiana consagra en su primer apartado el principio de igualdad. A continuación, establece: “Es misión de la República remover los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impiden el pleno desenvolvimiento de la personalidad humana y la efectiva participación de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del país”.

22

L. Ferrajoli, “Per una storia delle idee di Magistratura Democratica”, en N. Rossi (ed.), Giudici e democrazia, op. cit., pp. 66-67.

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En definitiva: “jurisprudencia alternativa” como “una ‘alternativa’ constitucional a las orientaciones jurisprudenciales autoritarias entonces prevalecientes”.23 La marca “uso alternativo del derecho”24 —que, ciertamente, no traduce con fidelidad el sentido de la propuesta jurídicocultural de Magistratura Democratica— ha tenido en España, en ciertos medios judiciales y políticos conservadores (a juzgar por posiciones como la de Ferrándiz), una incidencia que es inversamente proporcional a su (escaso) grado de implantación como línea de política del derecho, asumida de manera reflexiva, en los medios de la judicatura progresista, en la que lo único constatable es la progresiva toma de conciencia del dato de que la Constitución de 1978 confería cierto inevitable carácter internamente conflictual al ordenamiento; asociada al convencimiento de que esa tensión debía ser resuelta en el sentido más favorable al imperativo constitucional. Esto, en el marco de una enseñanza, por lo demás, exquisitamente kelseniana, también asimilada de forma progresiva: a saber, que en toda interpretación de un

23

Ibíd.

24

Creo que, en España, el primer trabajo publicado al respecto es el mío titulado “Para una práctica judicial alternativa”, en Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 16/1976, pp. 155 y ss. Siguieron: J. M. Laso Prieto, “Hacia un nuevo uso alternativo del derecho”, en Argumentos, 13/1977; “Sobre el uso alternativo del derecho”, en El Basilisco, 2/1978; “Fundamento constitucional del uso alternativo del derecho”, en Boletín informativo del Departamento de Derecho Político. Universidad Nacional de Educación a Distancia, 1/1978; “Constitución y uso alternativo del derecho”, en Argumentos, 17/1978. También, N. López Calera, M. Saavedra López y P. Andrés Ibáñez, Sobre el uso alternativo del derecho, Fernando Torres, Valencia, 1978; del propio López Calera “¿Ha muerto el uso alternativo del derecho?”, en Claves de razón práctica, 72/1997. Por otra parte, en Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 30/1990, se encuentra un relevante trabajo de P. Costa, “La alternativa ‘tomada en serio’: manifiestos jurídicos de los años setenta”. De M. L. Souza, cfr. “Del uso alternativo del derecho al garantismo: una evolución paradójica”, op. cit. Advierto al lector que esta relación es puramente indicativa, por lo que podrían muy bien quedar fuera de ella aportaciones al tratamiento del tema, cuyo olvido ahora por mi parte no prejuzga en absoluto su calidad.

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texto legal hay un coeficiente de incancelable discrecionalidad, de la que —en el vigente orden jurídico— debe hacerse el uso más constitucional; del que, además, es necesario dar cuenta.

TORPE USO DEL “USO” Pero —como apuntaba— entre nosotros, aún sin “uso alternativo del derecho” y, ciertamente, con poca “jurisprudencia alternativa”, la marca, debidamente demonizada, ha sido una constante en discursos tan flamígeros como el que motiva estas líneas; por lo general a cargo de quienes se empeñan en ignorar que lo que aquí sí ha abundado y abunda (en su propio espacio) son verdaderos usos retro-alternativos del derecho. Así, el que se expresa en la reciente sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, en el caso Parot; el que se actualiza con frecuencia en los tribunales de nuestro país bajo la forma de abrogación del Artículo 11.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, en aplicación de una jurisprudencia del Tribunal Constitucional, con pretensiones de teoría; el que brilló en el informe del Consejo General del Poder Judicial sobre el matrimonio homosexual; y en las actitudes de algunos jueces al objetar la constitucionalidad de la reforma legal que hace posible este tipo de uniones; y, en fin, el que se oficia en todas las ocasiones —preferentemente relacionadas con el tratamiento penal del terrorismo y el tráfico de drogas, aunque no sólo— en las que, por razones pragmáticas nunca explicitadas, el dictado constitucional se interpreta a la baja, en la jurisprudencia, en una clave meramente legal e incluso infralegal. Hay, en fin, un reproche que ya he dirigido en alguna otra ocasión a quien —como Ferrándiz ahora— hacía un uso grotescamente estigmatizador del “uso alternativo del derecho”, naturalmente, con el mismo resultado. Es que no ilustran, con precisa referencia a casos, acerca de la nutrida fenomenología que debe ser, sin duda, el referente real de su diatriba; que no informan en concreto sobre esa utilización marxista del derecho, en la que, al parecer, se entretenía una parte significativa de la magistratura de 291


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este país (y obviamente, una gran parte de la magistratura italiana; que, por cierto, erre que erre, como Berlusconi no se cansa de repetir, constituye el último reducto de comunismo en el mundo occidental). Es una lástima, porque valdría la pena saber cómo fueron posibles tales prácticas en el ejercicio de la jurisdicción, producidas mediante resoluciones siempre recurribles, dentro de sistemas judiciales nada favorables a ellas. Y no debió ser ninguna broma, cuando —según Ferrándiz— con semejante modo de operar judicial se ponía “realmente en peligro” la democracia.

REFRESCAR LA MEMORIA Si Ferrándiz se hubiera detenido en el “uso alternativo del derecho”, yo terminaría también aquí. Pero ocurre que en las líneas transcritas al principio late asimismo un intento de re-escritura de una parte muy sensible de la historia de nuestro asociacionismo judicial. La correspondiente a los últimos setenta años; cuando, al parecer, los precursores de la asociación que hoy él preside tremolaban “banderas” y ardían de “ideales”; mientras otros hacíamos sórdido trabajo de fontanería, oscuramente político, bien pertrechados de utillaje marxista, sin más fin que desestabilizar el naciente orden constitucional. Por no alargar este texto en exceso, renunciaré a la acumulación de datos relativos al perfil de la magistratura heredada, algo que sería por demás fácil, pues la fenomenología es riquísima y está bien documentada. Me serviré únicamente de las palabras de un alto magistrado de la época, a las que, por su expresividad, ya he recurrido en alguna otra ocasión, con el mismo fin. A la pregunta de un periodista sobre su posición en el pasado reciente y su actitud ante la transición democrática, apenas iniciada, aquél respondía: Nosotros en el Tribunal Supremo estimamos que los magistrados no podemos tener otra intervención en política que la de emitir nuestro voto, como dice la Ley Orgánica. Cuando en España no 292


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había más que una política, muchos de nosotros la hemos servido, incluso con entusiasmo. Pero en el momento en que en España haya varias políticas la obligación de los tribunales es mantenerse neutrales, aplicar e interpretar las leyes, como dice nuestra Ley Orgánica.25

Este punto de vista tiene un inapreciable valor sintomático, porque ilustra con plástica fidelidad la actitud del juez medio, su sentido de la política y la función en la experiencia dictatorial. Informa sobre un género de apoliticismo, precisamente consistente en “servir” al poder, contribuyendo a hacer posible la presencia legal de una sola política, mediante el expeditivo trámite de la brutal criminalización de las restantes, reducidas de este modo a la “inexistencia”. Por lo demás, llegado el cambio de situación, ya que todo el guión —¡qué suerte!— estaba escrito en la Ley Orgánica, bastaba seguir observándola. Así de lineal, así de fácil. Pero lo cierto es que no todos los integrantes del medio judicial habían vivido la dilatada etapa precedente ni vivían la, entonces, esperanzadora situación actual del mismo modo y desde la misma clase de (falsa) conciencia. Tanto es así, que a finales de los años sesenta había tomado cuerpo, en la clandestinidad, un movimiento integrado por jueces, fiscales y secretarios, que acabaría formando Justicia Democrática.26 Se trataba de personas a las que su condición de juristas no impidió ver la dictadura como dictadura, sus atrocidades como tales, y que hacían profesionalmente lo posible (a veces, también lo imposible) por mitigarlas, contribuyendo asimismo, como ciudadanos sensibles, a cambiar 25

L. Vivas Marzal, magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, entrevistado en el diario Línea, de Murcia, el 25 de octubre de 1976.

26

Sobre las vicisitudes de Justicia Democrática, remito a mi “Poder judicial y Estado de derecho: la experiencia de Justicia Democrática”, inicialmente publicado en Sistema, 38-39/1980, ahora en P. Andrés Ibáñez, Justicia/conflicto, Tecnos, Madrid, 1988, pp. 59 y ss. Los textos y propuestas de Justicia Democrática están reunidos en Los jueces contra la dictadura (Justicia y política en el franquismo), Tucar, Madrid, 1978.

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la situación. Y, aunque los había, no todos, ni siquiera la mayor parte, eran marxistas. Y, ciertamente, no tenían “banderas”, pero sí ideales solidarios, que, además, trataban de llevar a la práctica, en condiciones nada fáciles, asumiendo riesgos y, desde luego, sin expectativas de carrera. En la perspectiva abierta por el inicio de la transición, Justicia Democrática decidió autodisolverse y alentar un movimiento de más amplio espectro, ya en la nueva legalidad. Se exploró la vía sindical, sin resultado, y se iniciaron algunos procesos de facto, orientados a crear un marco asociativo general y plural,27 que fuera espacio de encuentro y debate sobre la política de la justicia y todo lo relacionado con la jurisdicción. La derecha judicial transfranquista opuso tenaz resistencia a estas iniciativas, estigmatizadas de manera sistemática como políticas. Justo hasta el momento en que se perfiló en el horizonte la imagen de la nueva institución: el Consejo General del Poder Judicial. El cambio de perspectiva —ya no sólo asunto de cultura democrática, sino cuestión de poder— desencadenó todo un esfuerzo, no precisamente apolítico, presidido por el vértice judicial del momento. Éste, para mantener su hegemonía en el nuevo órgano de gobierno, gestionó y obtuvo de la derecha política mayoritaria el establecimiento de un límite mínimo de adherentes,28 como requisito necesario para acceder al status de asociación y concurrir a las elecciones para la formación de aquél. Tal obstáculo de origen legal determinó que quienes componíamos el sector de jueces afectados optásemos por la integración en la que, no tardando, sería finalmente la Asociación Profesional de la Magistratura (APM). Ello, después de que a lo largo de 27

Estas vicisitudes están descritas con cierto detalle en P. Andrés Ibáñez, “Poder judicial y Estado de derecho: la experiencia de Justicia Democrática”, op. cit., pp. 78 y ss.

28

Primero se pensó en un 20% del escalafón, que, finalmente, fue un 15%, en la disposición adicional segunda de la Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero; porcentaje calculado ad hoc, con objeto de cerrar el paso al asociacionismo al grupo de jueces procedentes y afines a Justicia Democrática.

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1979 se hubieran producido multitud de reuniones (que todavía integraban a jueces, fiscales y secretarios) dirigidas a configurar un espacio asociativo autónomo, plural, no cerradamente corporativo, y que incluyera, como momento central de su ideario, la promoción de una política de la justicia de fuerte inspiración constitucional.29 Así, se llega a diciembre de 1979, días 7 al 9, en los que tiene lugar el encuentro formalmente fundacional de la Asociación Profesional de la Magistratura, celebrado en el Parador Nacional de Sigüenza (Guadalajara).30 La iniciativa es ya ajena a la órbita

29

Esta iniciativa, debida en su impulso inicial a exponentes de Justicia Democrática, tuvo presencia en todos los territorios y dio lugar, por fin, a un encuentro en Madrid, en fecha de —creo— muy a primeros de 1979, en la sede de la Asociación Pro Derechos Humanos, en Ortega y Gasset. Allí se acuñó, como simbólica seña de identidad, la inserción en los estatutos en curso de elaboración, como primero de los fines del grupo la “defensa, promoción y desarrollo de los principios, derechos y libertades consagrados en la Constitución, profundizando en su contenido”. Un texto para cuya redacción, sobre la marcha, fui comisionado, que se aceptó; y que lo sería también en el marco de otra iniciativa, de espectro aún más plural, todavía con presencia de fiscales, celebrada el día 1 de abril de 1979 en el salón de actos del edificio de juzgados de Plaza de Castilla.

30

Asistieron, con representación formal de grupos de jueces de sus respectivos territorios, ya formados ad hoc para integrar la gran asociación nacional de la judicatura: Diego Palacios Luque (Juez de Instrucción en Córdoba), Miguel Masa Ortiz (Juez de Distrito en Barcelona), Arturo Gimeno Amiguet (Juez de Primera Instancia en Valencia), José Cano Barrero (Juez de Instrucción en Granada), Luciano Varela Castro (Juez de Primera Instancia e Instrucción de Pola de Lena, Asturias), Francisco Tuero Bertrand (Magistrado en la Audiencia Territorial de Oviedo), Francisco Javier Fernández Urzainqui (Juez de Primera Instancia e Instrucción de Tafalla, Navarra), Aníbal Ollero Sierra (Juez de Distrito en Sevilla), José Mateo Díaz (Juez de Primera Instancia en Las Palmas de Gran Canaria), Emigdio Cano Moreno (Magistrado en la Audiencia Territorial de Albacete), Antonio Gil Merino (Juez de Instrucción en Palma de Mallorca), Maximiliano Domínguez Romero (Juez de Distrito en Sevilla), Antonio del Cacho Frago (Magistrado en la Audiencia Provincial de Barcelona), Manuel Conde-Pumpido Ferreiro (Magistrado en la Audiencia Provincial de Málaga), José Luis de la Rúa Moreno (Magistrado de Trabajo en Valencia), Vicente Ortega Llorca (Juez de Primera Instancia e Instrucción en Denia), Manuel Chacón Novel (Juez de Distrito de Tarancón, Cuenca), Fernando Cotta Márquez de Prado (Magistrado del Tribunal Supremo), José Luis Bermúdez de la Fuente

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de Justicia Democrática, a pesar de lo cual, tres de nosotros31 acudimos sin haber sido invitados y solicitamos ser admitidos a participar en las sesiones. Esto dio lugar a un debate previo, fuera del orden del día, con el resultado de una decisión favorable a nuestra petición.32 El encuentro tenía por finalidad someter a discusión el proyecto de estatutos de la asociación.33 Y, para lo que aquí interesa, diré que nosotros avanzamos la propuesta de incluir, como primer apartado del Artículo 3, relativo a los fines aquélla, el texto expresivo del compromiso con los valores constitucionales, al que ya he hecho referencia.34 Esta iniciativa halló una dura oposición inicial en Ferrándiz y Masa, representantes de Cataluña, fundada en el motivo formal de la ausencia de mandato al respecto “de sus bases”; y en el, más material, de la falta de pertinencia de la moción, teniendo en cuenta —decían— el fin estrictamente “profesional” de la asociación. No sin esfuerzo,35 se impuso el buen sentido, en (Magistrado de la Audiencia Nacional) y José Ramón Ferrándiz Gabriel (Juez de Primera Instancia e Instrucción de Granollers, Barcelona). 31

Cándido Conde-Pumpido Tourón (Juez de Primera Instancia e Instrucción de Carballino, Orense), Miguel Herrero de Padura (Juez de Distrito de Betanzos, La Coruña) y yo mismo (Juez de Primera Instancia e Instrucción de Toro, Zamora). Hay que señalar que Antonio Gil Merino, que acudía en representación del grupo de Baleares, había sido miembro destacado de Justicia Democrática y perseveraba en el empeño.

32

Creo recordar que el acuerdo consistió en aceptarnos con voz, pero sin voto. Aunque —me parece— en el desarrollo de las sesiones y dado lo irrelevante de nuestra significación porcentual, incluso votamos.

33

Un texto de 24 folios, con 53 artículos, 5 títulos, algunos subdivididos en capítulos y, en uno de ellos, éstos, a su vez, en secciones; con 2 extensas disposiciones transitorias, redactado por José Cano Barrero.

34

El Artículo 3 del proyecto rezaba: “Los fines de la Asociación, exclusivamente profesionales, serán en concreto: 1º. Defender y velar por los intereses y derechos profesionales de sus miembros y, en general, de los pertenecientes al Poder Judicial, sirviendo de cauce a las pretensiones de los mismos”.

35

En este, como en todos los casos en los que se trató de forzar (es obvio que argumentalmente) la línea oficial, jugaron un papel relevante, con nosotros,

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bastantes casos, creo, más por razones de imagen que por convicción. Y, así, la nueva versión del texto36 acogía en cabeza del Artículo 3, como fin de la asociación: “La defensa y promoción de los principios, derechos y libertades consagrados en la Constitución” (aunque, repárese: sin el compromiso de profundizar en su contenido).

…ESTOS LODOS No es mi propósito distribuir aquí patentes de constitucional limpieza de sangre, tanto es así que no habría divulgado este dato ni escrito estas páginas de no ser por las afirmaciones de Ferrándiz, tan desafortunadas, para decirlo de la manera más suave. Pero puesto, por este lamentable motivo, a restablecer la verdad de nuestra pequeña historia, tendré que decir, asimismo, que Justicia Democrática, que, ya se ha visto, no fue marxista, no practicó el “uso alternativo del derecho” (menos, en el disparatado sentido que le da Ferrándiz), y, por descontado, no representó el peligro para la democracia que éste sugiere de forma insidiosa. Antes al contrario, cuando la democracia no ocupaba —al menos que se sepa— mayor espacio en la preocupación de la generalidad de los jueces, incluidos los del entorno de Ferrándiz, Justicia Democrática denunció el lamentable estado de dependencia política de la administración de justicia de nuestro país, y promovió una lúcida reflexión dirigida a abrir el futuro a un Antonio Gil Merino y Luciano Varela. Manuel Conde-Pumpido Ferreiro estuvo con frecuencia en posiciones flexibles que supusieron alguna ayuda. Diego Palacios, entonces hombre fuerte del grupo fundacional, de notable olfato político, irreductible en todo lo relativo al tratamiento de los asuntos de poder en el marco asociativo, fue mucho más dúctil en aspectos como el de la referencia a la Constitución, consciente de que no afectaba la correlación de fuerzas en el seno del grupo y de la repercusión que la negativa podría tener en la imagen pública de la naciente APM. 36

Conservo una copia, mecanografiada en papel cebolla, y con un pliego del viejo papel de oficio, como tapas, que amablemente me remitió días después, al Juzgado de Toro, José Cano Barrero.

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modelo, aquí sí, ciertamente, alternativo. Basta repasar los textos recogidos en el volumen al que he hecho alusión, y, muy en particular, las conclusiones del primer congreso de Justicia Democrática, en las que aparece prefigurado lo esencial del diseño de la Constitución de 1978, en materia de jurisdicción y proceso.37 Tristemente, el desarrollo constitucional no ha sido el que cabía esperar. En el tema del Consejo, a causa a una sucesión de intervenciones legislativas instrumentalizadoras, a partir de la primera (en 1980), debida a la derecha política mayoritaria en ese momento; y homóloga, según se ha visto, en lo ideológico e incluso en la estrategia, con el grupo fundacional de la APM, y con la APM en general. Es cierto que la adopción de la “enmienda Bandrés” en la ley de 1985 fue la expresión de un crescendo, a mi juicio de consecuencias demoledoras para la independencia judicial y la cultura de la jurisdicción en nuestro país; pero conviene recordar que tuvo uno de sus antecedentes causales más relevantes en la actitud ultramontana de la APM-IV Congreso, que con el cierre corporativo de ésta cerró también el paso a la constitución de un espacio plural, integrador, tan necesario para el desarrollo de una esfera de debate interno/externo, en el medio judicial; y que, al propio tiempo, habría evitado la profunda fractura, ya nunca saldada, del movimiento asociativo. Una fractura que ha facilitado, a través del sistema parlamentario de designación de los vocales del Consejo, la deriva partidaria de las dos asociaciones más representativas, y la voladura del propio órgano. Creo que las responsabilidades deben ser solidarias. Pero no me duelen prendas al señalar que, a mi juicio, son políticamente de mayor gravedad las de la izquierda, con la que idealmente, es decir, en el plano político-cultural más general, podría identificarme. Eso sí, dejando aparte (que es mucho dejar) la política de la justicia y las prácticas de esta inspiración. 37

En Los jueces contra la dictadura (Justicia y política en el franquismo), op. cit., pp. 303 y ss.

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Como es una afirmación arriesgada, la explico. La derecha judicial venía, estaba profundamente identificada, y nunca ha roto con el (anti)modelo bonapartista de organización judicial y de juez. Y sólo (o, esencialmente, si se quiere) por la presión de los acontecimientos y lo indefendible del statu quo judicial heredado del franquismo, evolucionó entonces en alguna medida hacia formas más constitucionales de entender una y otro. La izquierda socialista (la que realmente ha contado), en cambio, en los primeros años de la transición cuestionó con radicalidad tales planteamientos, generando expectativas razonables38 de una profunda transformación de la administración de justicia en sentido constitucional, fundada en el mantenimiento de la independencia rectamente entendida. Pero bastó una victoria electoral, y muy poco tiempo, para demostrar que esos postulados apenas habían sido otra cosa que munición de uso inmediato, oportunista, por tanto, en la batalla por el poder. Luego —tras las urnas del 82—, ejercido sobre la magistratura al más puro estilo jacobino. De lo que siguió,39 de lo de ahora —y puesto que todos los grupos políticos y asociativos han juzgado (con los matices que se quiera) el mismo juego—, ¿qué decir? Quizá sólo una cosa: que ni siquiera Ferrándiz puede “tirar la primera piedra”.

38

A veces —por paradójico que hoy pueda parecer— de un exagerado judicialismo, como en los casos de Peces Barba y de Ledesma, quienes, todavía en la oposición, exigían un radical vaciamiento de las competencias del Ministerio en favor del Consejo, apenas creado. Cfr. G. Peces Barba, La Constitución española de 1978. Un estudio de derecho y política, Fernando Torres, Valencia, 1981, p. 166, que habla de “supresión de las competencias del Ministerio de Justicia en el ámbito del Poder Judicial”; y F. Ledesma, “Relaciones entre el Consejo General del Poder Judicial y el Poder Ejecutivo”, en Jornadas de estudio sobre el Consejo General del Poder Judicial, Editora Nacional, Madrid, 1983, p. 502, para quien ese órgano “había sido creado para desapoderar, para sustraer al Poder ejecutivo todas las competencias que venía reteniendo en relación con el gobierno del Poder Judicial”.

39

Para algunas consideraciones críticas sobre ese periodo, remito a P. Andrés Ibáñez, “Estos diez años”, en Jueces para la Democracia. Información y debate, 30/1997.

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Para terminar, confesaré que hubiera preferido no tener que extenderme en consideraciones como éstas. No porque no sea sano refrescar la memoria, sino porque, tras haber laborado —por cierto: en qué buena compañía— durante aquellos años por abrir el futuro, ahora me gustaría mirar hacia adelante. Y hacerlo con alguna esperanza. Una esperanza para la que, de juzgar sólo por actitudes como la de Ferrándiz, parecería no haber lugar. Pero no es cierto, porque, aunque la oscura situación de estos lustros no invita al optimismo, lo cierto es que más allá de las siglas —y no es que éstas carezcan de importancia— existen entre nosotros muchos profesionales de la justicia que la administran con profunda inspiración constitucional; que comparten valores y aspiraciones ideales que van más allá de la personal carrera; también preocupaciones fundadas, de las que hay para dar y tomar; y que, desde tales presupuestos, se entienden hablando todos los días en los lugares de trabajo. Es por lo que no comprendo, me cuesta, me resisto a aceptar, que a estas alturas, ante problemas del calado de los que nos asedian, con lo que ha diluviado y lo que diluvia sobre la jurisdicción, haya quien piense, como Ferrándiz, que con esa clase de intervenciones se puede ir a alguna parte. Al mismo tiempo, no me parece arriesgado opinar que puntos de vista como el suyo, tan ajenos a la realidad, tan gratuitamente ofensivos y tan sectarios, sólo son concebibles en un medio asociativo-judicial compartimentado de la forma culturalmente suicida en que lo está el nuestro, que hace imposible el necesario debate interno, el cabal conocimiento de las razones del oponente, y la saludable asimilación de la ética del discurso y de las reglas de la argumentación racional.

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NOTAS DE OPINIÓN



ABORTO: LO QUE “PROTEGE” EL CÓDIGO PENAL1

Lo malo de los problemas mal resueltos es que nunca abandonan la escena como problemas, a lo que se une el hecho de que las soluciones a medias irrumpen en ésta de un modo que contribuye a agudizarlos. Tal es lo sucedido con el deficiente tratamiento legal del aborto, que, sin dar una salida satisfactoria al drama de las mujeres presa de embarazos no deseados, retroactúa sobre ellas en forma de una brutal amenaza sobrepenalizadora. La torpe reducción de un hondo conflicto existencial a delito, presto a ser usado para calentar algún tipo de opinión, y, con mayor o menor intensidad represiva, en función de que exista o no un sujeto policial o judicial más o menos activable a tenor de ciertos presupuestos ideológicos, es algo abierto a manipulaciones oportunistas y generador de inseguridad jurídica. El aborto es un verdadero universal en la historia de la humanidad. Para los aficionados al historicismo escatológico, diría que más antiguo que la Iglesia y el Estado, y que los sobreviviría. A despecho del atávico ensañamiento persecutorio de la primera

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Texto publicado en el diario El País, 17 de enero de 2008.

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mediante el uso instrumental del segundo. Y a pesar también de esta triple evidencia. Primero: no existe el aborto-deporte. Así, ni hay ni nunca hubo riesgo de que la adopción del sistema de plazos pudiera alentar la expansión del fenómeno, que, sin embargo, conocidamente se nutre de la acción obstaculizadora de las diversas formas de contracepción (de vieja estirpe eclesial). Segundo: la conminación penal del aborto nunca ha operado a favor de la vida, pues la evolución estadística del mismo es impermeable a las vicisitudes de la persecución, por la razón elemental de que las acciones humanas que responden a una profunda necesidad personal ofrecen invariable resistencia al influjo del Código Penal. Así, resulta que la interrupción del embarazo y la reación punitiva discurren en paralelo, con patente indiferencia de las cifras de la primera al desarrollo de los índices de criminalización. De donde se sigue una aleccionadora consecuencia: si la persecución penal del aborto no es realmente útil para proteger embriones no deseados, haciendo que lleguen a término, entonces es sólo un conjuro (algo que, por afinidad subcultural, explica el encendido fervor que suscita en ciertos medios religiosos). Pero, ojo, un conjuro que sólo sirve para añadir sufrimiento al sufrimiento, en especial en las mujeres con más bajos niveles de renta, las más expuestas. Tercero: la opción del aborto-delito, tal como aparece acogida en nuestro Código Penal (¡el “de la democracia”!), favorece, paradójicamente, la forma de empleo mágico-religioso al que acabo de aludir, por lo que sus efectos nada tienen que ver con la defensa de la vida. Ni la futura de los nascituri, ni la calidad de la de las embarazadas a su pesar. Y responde a una filosofía jurídica de fondo que es francamente liberticida y atentatoria contra la dignidad de éstas; porque los códigos de los Estados constitucionales no imponen a nadie, por vía de obligación ni de pena, gravámenes que comprometan tanto la autonomía moral y social de la persona, como el representado por una maternidad coactiva, con todo lo que ésta implica (Ferrajoli). 304


ABORTO : LO QUE

“ PROTEGE ”

EL CÓDIGO PENAL

No tengo la menor duda de que el aborto es un mal. Y, por eso, creo que hay que poner a contribución todos los esfuerzos constitucionalmente legítimos en una sociedad pluralista, para reducir su incidencia. Y esto es algo que no se hace con agitaciones y cruzadas como las emprendidas y azuzadas, tan oportunamente, por algún movimiento político-religioso; y tampoco con actitudes como las de la derecha política en la materia, que demoniza el aborto (o el divorcio, o el matrimonio homosexual: lo que toque) cuando son otros quienes lo llevan al Boletín Oficial del Estado (BOE) (aunque sea de forma harto insatisfactoria en el caso del primero), para mantenerlo luego de manera vergonzante si es ella misma quien gobierna; a sabiendas de contar con el no menos vergonzante silencio eclesiástico… hasta que convenga tácticamente cambiar el paso. Como he recordado alguna vez, Quintano Ripollés, prestigioso penalista y magistrado conservador, escribió hace cuarenta años: “Fuera del mantenimiento del crimen de aborto como la destrucción de la obra divina que es toda criatura humana, las demás razones son bien poco convincentes, cuando no abiertamente cínicas”. Y, en efecto, tenía razón Quintano: algo hay de cinismo. También en el caso del legislador, que tal vez pueda engañar, pero no engañarse. Porque cuando, como ocurre, la Organización Mundial de la Salud (OMS) contabiliza anualmente en el mundo algo así como medio centenar de millones de abortos, es claro que lo que aquél tiene delante no es la opción aborto sí/ aborto no, sino sólo decidir qué tipo de éste quiere propiciar: el clandestino y, con frecuencia, séptico, o el regular, realizado en las mínimas condiciones de dignidad y de salubridad para las que tienen que padecerlo…

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MATRIMONIO HOMOSEXUAL: HAY DERECHO1

A nadie puede sorprender que la decisión de dar tratamiento de matrimonio a las uniones de personas del mismo sexo resulte polémica. Era de esperar, pues, aunque lo inmediatamente planteado sea una cuestión jurídica, el referente externo está cargado de implicaciones que no lo son. No en vano ha sido siempre materia de interés confesional, objeto de verdadera ocupación eclesiástica. Tanto que, en países como España, la Iglesia ha impuesto sus reglas a creyentes y no creyentes, sirviéndose para ello de la longa manu de un poder, bien poco civil, por cierto. Esta dimensión del asunto se hace patente en el tenor de reacciones como las de procedencia episcopal. Y, de forma paradigmática, en el voluntarioso informe (de la mayoría) del Consejo General del Poder Judicial. De las primeras, sorprende la denuncia de un prelado, en el sentido de que esa opción legislativa podría incidir de forma perjudicial en “la legitimidad del Estado de derecho”; cuando, precisamente, éste es un modelo estatal fundado en la neta se-

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Texto publicado en el diario El País, 22 de abril de 2005.

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paración de derecho y moral; condición de posibilidad del clima de respeto a la autonomía de las conciencias, de concurrencia imprescindible para una convivencia de calidad entre quienes, diferentes en sus adscripciones religiosas, políticas y de otra índole, están dispuestos a reconocerse y respetarse como personas. Además, es bien sabido, el acceso a este clima sólo fue posible merced a un largo y difícil proceso de secularización, al que no hace falta decir quién opuso la más encarnizada resistencia. Pero lo cierto es que el Estado de derecho se nutre cultural y políticamente de esa básica diferenciación de planos, y desplaza al ámbito de lo individual y de lo privado convicciones como las religiosas, sumamente respetables en cuanto tales, si bien sólo hasta el momento en que alguien trate de imponerlas, contra las reglas que rigen la convivencia en la sociedad pluralista. Tal clase de inaceptable planteamiento de fondo es el que destila el informe del Consejo General del Poder Judicial, lo que subyace a su línea argumental. Ésta parte de la afirmación de que el matrimonio “es heterosexual o no es”, porque la heterosexualidad —dice— es un rasgo identificador objetivo, de progenie “biológica, física o anatómica”, aquí determinante de la “diversidad y complementariedad de sexos”; cuando, en cambio, la homosexualidad radica en la “tendencia sexual”, subjetiva por definición, y que estimula la formación de parejas “estériles, incapaces de reproducirse” y, según datos estadísticos, de breve duración. Para demostrar la verdad de estas afirmaciones, se recurre en el texto a la doctrina civilista de los siglos XIX y XX, que, de manera unívoca, piensa en una relación matrimonial universalmente integrada por un hombre y una mujer. Y se acude, como argumento de autoridad (nunca mejor dicho), al Carl Schmitt de las “garantías de instituto” y las “garantías institucionales”. Naturalmente, en fin, comparece el gastado recurso a la “naturaleza de las cosas”: el más tópico lugar conceptual de peregrinación de los buscadores de inmutabilidades, al que viaja el Consejo, tratando de derivar deberes normativos de la naturaleza de la 308


MATRIMONIO HOMOSEXUAL : HAY DERECHO

institución matrimonial. Tentativa por demás falaz, como Garzón Valdés hizo ver en un texto que, a pesar de los años, no ha perdido vigencia. Es una falacia, con prolongación en el tautológico intento de dotar de intemporalidad al convencional modo de ser de aquélla. Ahora mediante el recurso a la dogmática jurídica, que, obviamente, tiene en la legalidad su punto de partida, porque las definiciones de matrimonio de ese carácter sólo adquieren sentido en el contexto normativo de referencia. Es lástima que el Consejo no haya llevado su curiosidad hasta confrontar lo que dicen esos juristas con las aportaciones de autores como, por ejemplo, Durkheim, Mauss, o Bloch, el Lévi-Strauss de Les structures élémentaires de la parenté, o Evans-Pritchard. Así, ha perdido la ocasión de comprobar lo mucho que, en el sobresaltado devenir jurídico de la institución que nos ocupa, hay de matriz económica y sociocultural, según lo acredita una interacción —tan interesante como interesada y nada naïf— de la misma con otras como la propiedad privada y el Estado, y el dato elocuente de que reglas como el tabú del incesto y la exogamia se hayan orientado a la procura de beneficios en el intercambio social, y no a proteger al matrimonio consanguíneo de una amenaza biológica. Un curso histórico, pues, que no da para mucha idealización. Con todo, se dirá, el matrimonio entre personas del mismo sexo no ha jugado el menor papel en el desarrollo de tales vicisitudes. Pero esto es algo debido a circunstancias tan poco naturales como el tratamiento de pecado nefando de la homosexualidad, sin más espacio social reconocido a los portadores de tal estigma que el de la mazmorra o la hoguera, en este mundo. Y el infierno, en el de lo simbólico. Carezco de autoridad para impartir patentes de naturalidad, y menos de la buena. Pero si lo de natural se toma en la acepción usual del diccionario, difícilmente podrá decirse que la homosexualidad es menos natural que la heterosexualidad, puesto que constituye un modo de ser de la sexualidad que no se elige, 309


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y al que se llega por caminos personalísimos de similar trazado y perfil del que conduce a los heterosexuales a experimentar la atracción de los sujetos del sexo opuesto, por tanto, a través de una compleja dinámica, en la que factores orgánicos, de orden psíquico y culturales se reparten el protagonismo, seguramente de forma bastante aleatoria. Al fin, siempre seguirá siendo cierto que las uniones que tanto perturban carecen de aptitud reproductiva. Pero la ausencia de esta función tampoco es algo ajeno a las heterosexuales, por causas, entre otras, como la edad o la decisión libre de los interesados, y, cada vez con más frecuencia, por la no tan libre de la imposición —¡ay!— del mercado de trabajo, que, aun estando ya tan alejado de la naturaleza, cuenta bastante en este asunto. Así, resulta que los homosexuales en pareja tienen aptitud para compartir afectos, elaborar y llevar adelante proyectos de vida en común, y constituir, por ejemplo, una sociedad de gananciales. Y no se reproducen. Lo que, como se ha visto, eventualmente, acontece de modo permanente en bastantes parejas heterosexuales; y sucede, de modo regular, en todas durante muchos años de su existencia como tales. No debe ignorarse que, en este contexto, hay un asunto que causa razonable preocupación. Es el de la adopción por parejas homosexuales, por las consecuencias que pudiera producir en la formación de la identidad sexual del niño. Es un tema justamente controvertido, con su particular debate, y cuyo tratamiento legal específico, el que sea, no tiene por qué interferir necesariamente en el del acceso de aquéllas al matrimonio. Por ello, y por razón de espacio, queda al margen de estas líneas. Al reflexionar sobre el matrimonio homosexual con alguna perspectiva, es difícil no recordar lo sucedido hace algunos años con el divorcio. Parecidos argumentos, en las mismas voces tonantes, con idénticas inflexiones apocalípticas. Y ahí está el denostado instituto formando parte de nuestra normalidad jurídica y dando una salida humana a tantas inviables situaciones de pareja; y, obviamente, sin consecuencias para las que de éstas 310


MATRIMONIO HOMOSEXUAL : HAY DERECHO

tienen vocación de estabilidad. Y lo mismo cabría decir, en otro terreno, de la relativa despenalización del aborto, que ha sobrevivido incluso a la amplia reforma penal de la mayoría popular, que en su momento se opuso a ella con verdadero fervor militante. Es claro, pues, que la incorporación del matrimonio entre homosexuales a la legalidad vigente no va a producir ningún efecto pernicioso para los contraídos o que pudieran contraerse por sujetos heterosexuales. Entonces, ¿para quién el problema? La respuesta la da Carl Schmitt, oportunamente llamado en causa: el problema es para la institución. Es decir, para la institución como institución. O sea, como forma jurídica que traduce un momento de relaciones sociales, que algunos quieren congelar como dogma. Se dice que dogma jurídico, aunque resulta bien claro que no sólo. Y tal es todo y lo único en juego en este asunto, cuando lo cierto es que la normalización del matrimonio entre homosexuales no comporta daño alguno para los sujetos que no lo son, casados o que opten por casarse, ni en su estabilidad ni en sus expectativas. Y si hasta aquí no hay víctimas de carne y hueso, ¿será la Constitución la verdadera víctima? Es claro que su Artículo 32.2 se escribió pensando en las parejas heterosexuales. Bastantes problemas tenía el constituyente de 1978, como para plantearse cuestiones que la sensatísima sociedad civil del momento no había incluido en su agenda. Pero, aun siendo clara esa voluntas, también lo es que alumbró un enunciado normativo en el que la fórmula: “El hombre y la mujer tienen derecho a…”, leído en obligada relación con el Artículo 14, debe decir: tanto el hombre como la mujer, iguales en derechos, pueden libremente contraer matrimonio con cualquier hombre o mujer que, con la misma igualdad jurídica y la misma libertad, decida implicarse en esa relación. Y es que no hay duda, “el hombre” y “la mujer” son todos los hombres y todas las mujeres. Y la igualdad jurídica a la que tienen derecho debe regir no sólo en lo relativo al qué y al cuándo, sino también en lo que se refiere al con quién. Un con

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

quién representado por todos los sujetos con igual derecho a unirse en matrimonio. Pudo no haberlo querido directamente el legislador, pero, desde luego, no lo excluyó. Y esa opción interpretativa, cargada de humanidad y de buen sentido, está objetivamente inscrita en la voluntad de la ley; en la que tiene perfecta cabida, sin el menor forzamiento. No es inusual que en el discurso de oposición a esta reforma se reclame respeto para el vigente orden jurídico, y, en concreto, para el statu quo de legalidad ordinaria de la relación matrimonial. Pero mantenerla como un fetiche, como una suerte de ídolo cuya identidad ensimismada debe prevalecer a costa del sacrificio de personas concretas, es algo que nada tiene que ver con el respeto. Tratándose de normas de derecho, respetarlas es hacerlas vivir, esto es, servir para dar respuestas válidas a necesidades humanas actuales que tengan cabida en sus previsiones, entendidas de forma intelectualmente honesta. Y no otra cosa.

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SOBRAN TESTIGOS, CURA Y JUEZ1

Joaquín Sabina es un poeta iconoclasta, cantor de relaciones efímeras; de esas que se entablan al filo de la madrugada, en el borde de la última copa, a la incierta luz de la lumbre del último pitillo. Por eso, por impropio, debido a su informalidad, no creo que sea muy citado en intervenciones como ésta. A mí, sin embargo, me gusta hacerlo, trayendo aquí un pasaje de una de sus canciones-poema, muy apropiado para, a partir de él, hilvanar una brevísima reflexión sobre amor y derecho. Porque amor y derecho, después de los novios unidos por la “física” y la “química”, son los principales protagonistas de actos como éste en los que se formaliza una relación, por libre decisión de los que, también libremente, decidieron iniciarla. Dice Joaquín Sabina que donde hay una mujer y un hombre que se quieren “sobran testigos, cura y juez”. Y yo creo que tiene razón, que lo que afirma es de una notable evidencia. Pero es una de las evidencias más obsesivamente negadas en la historia. Pues, desde antiguo, la pareja ha estado siempre rodeada, asfixiada incluso, por “los que sobran”.

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Palabras pronunciadas durante la celebración de un matrimonio civil, s.f.

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PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

En efecto, por poner un ejemplo de alto valor simbólico, en la literatura cristiana, la primera intervención policial de la que se tiene noticia se produjo como invasión manu militari del espacio de la pareja original, la de Adán y Eva en el “paraíso terrenal”, cuando éstos apenas estaban aprendiendo a quererse. Y, precisamente, sólo por esto: por quererse. Desde entonces hasta ahora, ese marco tan frágil y tan sensible a las interferencias extrañas que es el ámbito de los dos, ha sido obsesivamente frecuentado por las instituciones, en concreto, por las iglesias y por los Estados. Con todo, hay que admitir que en sociedades como la nuestra actual, la pareja cuenta ya con una notable autonomía para perfilar la manera de constituirse y existir, para diseñar su proyecto: hasta ha logrado, finalmente, desbordar el límite de la heterosexualidad. Estos logros son el resultado de un largo y difícil proceso de humanización y dignificación de las relaciones personales, en el que siempre quedarán cosas por hacer. Un antiguo aforismo jurídico reza: “Amor non est in provincia iuris” (el derecho no es el territorio del amor). Algo cierto, pues que yo sepa no hay un solo código en el que figure la palabra amor. Aunque éste se halla presente, como presupuesto, en el tratamiento jurídico de la relación matrimonial; que, también según los romanos, no debía mantenerse coactivamente más allá de la subsistencia de la affectio maritalis. Así, pues, entre amor y derecho existe una relación, una relación singular. Hay quien piensa que no pueden llevarse bien, que incluso se excluyen recíprocamente, por principio. Y algo hay, pues la gente no va al juzgado porque se quiere, sino tras descubrir que ha dejado de quererse. De hecho nadie habla de “ir” y menos de “llevar” al otro “al juzgado”, si lo hace para casarse. Sí, en cambio, cuando piensa en la separación o en el divorcio. Pero sucede que el matrimonio es, y no puede dejar de ser, un contrato, pues en él hay derechos y deberes en juego, toda una dimensión jurídica de naturaleza contractual. Ahora bien, se trata de un contrato sui generis. En efecto, los contratos en general se suscriben porque los contratantes quieren. Pero en el matrimonio 314


SOBRAN TESTIGOS , CURA Y JUEZ

es, precisamente, porque se quieren. Por eso, el objeto del contrato matrimonial, la naturaleza de las contraprestaciones a las que se comprometen los novios es profundamente personal. Tan personal, que en caso de incumplimiento, en lo esencial, resultan incoercibles, no pueden imponerse jurídicamente. Así, en las relaciones de pareja, cuando fracasa el amor, el derecho solo no basta para recomponerlas. Pero el amor, cuando está presente, produce un efecto transformador: hace que esos derechos y deberes sean espontáneamente respetados en la vida en común, sin la conciencia de estar cumpliendo una obligación legal, de estar aplicando un artículo. Ahora bien, el Código Civil existe, y con él las reglas, que en situaciones como la nuestra —constitucional y democrática— no son una imposición arbitraria, sino que responden al sentido profundo de la relación que impera por decisión propia de personas libres que, libremente, se quieren. Hoy, ese cuadro normativo expresa valores humanos esenciales, acuñados en la experiencia y en la historia, al margen de los cuales sería imposible construir una vida a dos: – la libertad de decisión; – la igualdad en derechos; – la fidelidad, que tendrá que observarla quien la espera, sobre todo si la reclama; – la distribución equitativa de las cargas; – la mutua ayuda; – el respeto por la intimidad del otro, que no desaparece aunque se comparta en una medida importante… He dicho que la singularidad de la relación amorosa radica en que, cuando es genuina, la dimensión jurídica de las relaciones de pareja no se experimenta como obediencia o sujeción al derecho, no pesa, no se siente como imposición normativa. Porque respetar los derechos implicados es simplemente reconocer al otro toda su dignidad de persona y tratarlo como tal. Así, puede 315


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decirse que los valores del derecho se realizan espontáneamente en la pareja que se quiere y se quiere bien. En definitiva y en síntesis, del papel del derecho —en realidad, de los derechos de cada uno— en la vida de la pareja, diré: que ésta no puede funcionar bien si no se respetan, aunque, paradójicamente, no sean percibidos como tales cuando gozan del mayor reconocimiento; que respetarlos no cuesta cuando existe el amor como presupuesto; que el derecho, obviamente, no resuelve las situaciones críticas, aunque la observancia de sus reglas más elementales ayude a afrontarlas con racionalidad; que, en fin, donde esas reglas jurídicas del juego tienen un papel relevante es en el manejo de las más graves dificultades de relación; pues, en esos casos, pautas como la del respeto a la individualidad, la dignidad y la libertad del otro contribuyen a crear el mejor clima para abordar los inevitables desencuentros. Por último, creo que, al contrario de lo que sucede con la tierra y los medios de producción, la felicidad en las relaciones de pareja sí es sólo para los que la trabajan. Y en esa tarea, sutil y comprometida, los más nobles valores del derecho (obviamente del derecho liberal, constitucional y democrático) son una buena herramienta. Herramienta sólo auxiliar, claro.

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