La acción de gobierno; gobernabilidad, gobernanza, gobermedia

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Antonio Porras Nadales

ANTONIO PORRAS NADALES LA ACCIÓN DE GOBIERNO

Es constitucionalista vinculado en la actualidad a la Universidad de Sevilla. Su trayectoria como investigador se centra fundamentalmente en el estudio de la evolución histórica del Estado social (Introducción a una teoría del Estado postsocial, 1988), así como en el análisis de la crisis de la representación política (Representación y democracia avanzada, 1994). Ha publicado igualmente diversos trabajos sobre actividad regulativa, calidad normativa y evolución autonómica.

ISBN 978-84-9879-535-6

9 788498 795356

Antonio Porras Nadales

La acción de gobierno Gobernabilidad, gobernanza, gobermedia EDITORIAL TROTTA

Los estudios sobre el gobierno suelen centrarse habitualmente en aspectos de estructura y organización, sin profundizar en cuestiones referidas a la propia acción de gobierno o su filosofía inspiradora: un núcleo problemático que resulta particularmente central tras la emergencia del Estado social intervencionista y su intensa evolución desde mediados del siglo xx. Tal evolución aparece cuajada de ámbitos de discusión que podrían ubicarse de forma sistemática en torno a tres categorías sucesivas: gobernabilidad, gobernanza y gobermedia. Partiendo de estas categorías es posible entender y analizar más adecuadamente tanto la posición de los ejecutivos en las democracias contemporáneas como sus principales tensiones y contradicciones. La capacidad de programación, la capacidad de respuesta o la presencia virtual de los gobernantes ante la opinión pública se configuran como ejes explicativos de la posición del gobierno en el contexto del Estado intervencionista contemporáneo, permitiendo comprender también algunas de sus encrucijadas.


La acci贸n de gobierno


La acci贸n de gobierno Gobernabilidad, gobernanza, gobermedia Antonio Porras Nadales

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La edición de esta obra ha contado con la ayuda del Centro de Estudios Sur de Europa.

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Derecho

© Editorial Trotta, S.A., 2014 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: editorial@trotta.es http://www.trotta.es © Antonio Porras Nadales, 2014 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

ISBN: 978-84-9879-535-6 Depósito Legal: M-21976-2014 Impresión Cofás, S.A.


Para siempre, a Isabel


índice

Introducción..........................................................................................

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1. Acción de gobierno y Estado intervencionista...........................

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Claves históricas y proceso de aprendizaje...................................... Pautas de partida: gobierno o hegemonía política........................... De la lucha de clases a la emergencia del Estado social.................... Apogeo, crisis y evolución del Estado social.................................... Intervencionismo público y acción de gobierno.............................. Agenda del gobierno y «capacidades» del gobierno......................... Modelos de encuadramiento...........................................................

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2. Gobernabilidad.............................................................................

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La estabilidad del gobierno, condición de la gobernabilidad........... El diseño de la acción intervencionista: planificación e impulso político............................................................................................... Impulso político e intervencionismo en el Estado de derecho......... El programa de gobierno................................................................ El circuito de entrada y los problemas de la representación............. El circuito de salida: las políticas públicas....................................... Perspectivas críticas........................................................................

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3. Gobernanza. .................................................................................

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67 71 75 78 81 88 93

El nuevo paradigma intervencionista.............................................. Las coordenadas de la acción intervencionista................................ Diseño de la acción y agenda.......................................................... De las ideologías a las culturas........................................................ El gobierno ante la gobernanza....................................................... Las dificultades de un modelo complejo.......................................... Perspectivas críticas........................................................................

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la acción de gobierno

4. Gobermedia...................................................................................

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La vuelta de la política como espacio competitivo virtual................ La doble ubicación de la gobermedia.............................................. El diseño de la acción. Las comparecencias..................................... La gestión de la agenda................................................................... El gobierno ante la gobermedia...................................................... Perspectivas críticas........................................................................

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5. La interacción de los modelos. ...................................................

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Una dinámica evolutiva................................................................... El momento genético y la posición del gobierno............................. Las diferentes filosofías estratégicas de la acción de gobierno.......... La reproducción del gobierno como momento crítico..................... Consideraciones finales...................................................................

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INTRODUCCIÓN

La llamada sociedad del riesgo, el contexto histórico de incertidumbre que surge tras la globalización, la reiteración de las crisis económicas y sus consecuencias sociales, con su difuso eco de malestar creciente, junto a la relativa falta de operatividad de las instituciones democráticas establecidas, configuran toda una amplia fenomenología que parece repercutir en un justificado incremento de las demandas y presiones ciudadanas sobre sus respectivos gobiernos. Unas esferas de gobierno que, en principio, son entendidas como instancias de respuesta a los problemas sociales y de las que se exige, cada vez con mayor urgencia, el desarrollo de determinadas actividades de tipo intervencionista o regulativo capaces de generar soluciones inmediatas. Clarificar cuál es la posición de los gobiernos respecto de los problemas sociales, cuáles son sus capacidades de conocimiento y de acción, su ubicación estratégica dentro del modelo institucional diseñado constitucionalmente, o sus posibilidades de movilización de recursos, constituye seguramente una tarea esencial que debe contribuir a asegurar una actuación eficaz de los mismos. Se trata sin embargo de una problemática científicamente compleja, donde con frecuencia las inercias conceptuales, las visiones estáticas y tradicionales del modelo institucional, así como la continuidad de posiciones teóricas predefinidas, bloquean las perspectivas de acercamiento a los nuevos núcleos problemáticos que suscita una realidad compleja sometida a profundos procesos de transformación. Lo que acaba dificultando las posibilidades adaptativas de los propios sistemas institucionales. La cuestión se hace aún más problemática si nos situamos en torno al fenómeno del intervencionismo público, que constituye la principal novedad en el Estado del siglo xx, al ser la clave explicativa de la propia eclosión histórica del Estado social. Por mucho que se trate de una categoría reiterada en toda visión contemporánea de la actuación gubernamental, constituye sin embargo una noción problemática y algo difusa, carente de elementos suficientes de formalización, cuyos perfiles 11


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exactos siguen sin estar bien definidos, ni suelen ser por lo tanto susceptibles de una adecuada evaluación; ni siquiera parecen encuadrables en un proceso histórico de aprendizaje social mínimamente consistente. Todo ello repercute en una reiterada ambigüedad a la hora de definir la propia posición desde la cual el gobierno debe encarar el diseño de su acción intervencionista: ¿se trata de un ejercicio de programación proyectado hacia el futuro, definido a partir de un determinado diagnóstico previo, del que surge un marco estratégico global y unitario que orienta toda la posterior actuación estatal? ¿O más bien de una simple capacidad operativa de respuesta emergente frente a concretas necesidades sobrevenidas, donde hay que prescindir de visiones apriorísticas o de estrategias preestablecidas con carácter general? Tal dimensión estratégica refleja a su vez una determinada posición institucional, que igualmente proyecta visiones contrapuestas. Siguiendo una visión arcaica y tradicional, nacida de remotas raíces monárquicas, se nos aparecería una primera concepción del gobierno entendido como una esfera separada de la sociedad, dotado de una perfecta autonomía frente a la misma, expresión de una concepción verticalista del poder. El desarrollo histórico del Estado de partidos ha contribuido a transformar en parte esta concepción, al hacer depender la acción de gobierno de los intereses políticos del partido mayoritario. Pero frente a una visión del gobierno entendido como una instancia autónoma y compacta, separada de la sociedad, la emergencia de la noción de gobernanza nos reflejaría, en cambio, una concepción alternativa, donde el gobierno se proyecta sobre un complejo sistema de red dotado de circuitos participativos, generando un cúmulo de interacciones, consensos y compromisos. Un contexto complejo y difuso que restringe la autonomía decisional del ejecutivo hasta reducirla, como máximo, a una simple capacidad de coordinación o de orientación general de los asuntos públicos. Esta pluralidad y relativa confusión de las visiones sobre el gobierno suscita sin embargo, para la teoría, el desafío de descubrir claves metodológicas adecuadas para analizar la actuación gubernamental desde una perspectiva analítica actualizada, que al mismo tiempo sea susceptible de concretarse en ciertas claves valorativas. Una primera línea de acercamiento para abordar esta compleja cuestión sería operar en vía deductiva a partir de la formulación previa de un ideal prescriptivo de lo que debe entenderse como un «buen gobierno». Nacidas en el marco empresarial o corporativo, las teorías del buen gobierno presentan naturalmente la ventaja de su relativa sencillez, aunque suscitan numerosas dudas acerca de cómo definir adecuadamente unos parámetros suficientemente significativos que sean aplicables a entornos históricos cambiantes y complejos. La hipótesis alternativa sería tratar de operar a través de una vía inductiva: es decir, siguiendo una secuencia evolutiva a partir de la hipó12


IN T ROD U CCIÓN

tesis de que el gobierno intervencionista contemporáneo despliega, con el nacimiento del Estado social, todo un proceso de aprendizaje institucional que debe permitirle ir perfeccionando sus instrumentos de acción con el paso del tiempo. Pero esta hipótesis se enfrenta al obstáculo de que todo proceso de aprendizaje implica un ejercicio de crítica y detección de errores, al que normalmente las instancias políticas gubernamentales suelen ser bastante reacias. Lo que genera al final resultados heterogéneos o balances ambiguos, donde los procesos de innovación coexisten con tendencias al anquilosamiento de los aparatos gubernamentales o de sus sistemas de funcionamiento. Un modo de intentar solventar estos obstáculos sería establecer en clave evolutiva distintos modelos de ubicación de la posición gubernamental, de los que surgirían diferentes visiones del gobierno dotadas de sus respectivas filosofías estratégicas y pautas instrumentales de acción. Teóricamente los sucesivos modelos o estratos evolutivos podrían reinterpretarse en clave de proceso de aprendizaje, permitiendo una comprensión más amplia y sistemática de la acción de gobierno. Gobernabilidad, gobernanza y gobermedia, serían en este sentido las tres categorías maestras desde las que podemos extraer distintos modelos interpretativos de la acción de gobierno. Por supuesto en todo contexto democrático la posición del gobierno se ajusta a una triple escala problemática, donde debe darse respuesta a las tres cuestiones fundamentales: quién gobierna, en qué consiste la acción de gobierno y cómo debe esta llevarse a cabo para alcanzar los objetivos propuestos. Aunque aparentemente incluidas en un nudo problemático unitario, son sin embargo cuestiones susceptibles de descomponerse: la existencia de elecciones periódicas, así como la presencia de prescripciones finalistas o normas programáticas en las constituciones contemporáneas suponen una cierta respuesta a las dos primeras cuestiones. Por eso el desafío del intervencionismo contemporáneo se centra fundamentalmente en la tercera cuestión: ¿Cómo deben operar los gobiernos contemporáneos para responder adecuadamente a un contexto de intensificación de demandas sociales repercutidas sobre el ejecutivo? En todo caso, la capacidad de los gobiernos para manejar su propia agenda, permitiendo mecanismos de inclusión o exclusión de determinados asuntos, o poniendo en marcha instrumentos de mediación o de dilación en el tiempo de ciertos contenidos de carácter problemático, permiten un notable grado de maniobra para la acción gubernamental. A partir de estas pautas de encuadramiento pretendemos en consecuencia determinar unos modelos de referencia para el análisis sistemático de la acción de gobierno en un periodo que abarca desde la emergencia del Estado social a mediados del siglo xx hasta nuestros días. 13


1 ACCIÓN DE GOBIERNO Y ESTADO INTERVENCIONISTA

Claves históricas y

proceso de aprendizaje

El análisis de la acción de gobierno tiene un punto de partida de carácter histórico. La valoración abstracta acerca de lo que es o debe ser un «buen gobierno» dependerá, en primer lugar, del volumen y naturaleza de los ámbitos problemáticos a los que este tenga que dar respuesta. Y ello se conecta con el tipo de ambiente social e institucional desde el cual se determinan las responsabilidades activas que, en forma de demandas sociales, se imputan sobre la esfera pública y en particular sobre el gobierno, entendido como centro motor del sistema. Tal ambiente social se ha concretado hasta ahora en torno a dos modelos de referencia, que se corresponden con los grandes hitos históricos del Estado: el liberal o abstencionista del siglo xix y el social intervencionista del siglo xx; a partir de los cuales el quantum de la acción de gobierno quedaría precisado según el modo como se orqueste la relación entre sociedad y Estado, o entre Estado y mercado. Lo que implica diferentes grados de imputación tanto de ámbitos problemáticos como de responsabilidades activas sobre la esfera estatal. Mientras que el universo liberal reposaba fundamentalmente sobre la lógica autosuficiente de la sociedad de mercado, en cuyo seno se suponía que la mayor parte de los ciudadanos debían encontrar respuesta a sus necesidades y problemas vitales, configurando como resultado un Estado mínimo, donde la agenda gubernamental quedaba sustancialmente limitada; en cambio, el universo social del siglo xx implicaba alternativamente imputar sobre la esfera pública estatal toda una serie de núcleos problemáticos entendidos como demandas sociales legítimas que, con el paso del tiempo, han ido sobrecargando la agenda del gobierno. Ese crecimiento cuantitativo de las responsabilidades del gobierno ha discurrido en paralelo a toda una serie de cambios contextuales que 15


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afectan tanto a la posición general del Estado ante un ambiente histórico en transformación como a las fronteras en torno a las cuales se determina su actuación: el fenómeno de la globalización y el desarrollo paralelo del regionalismo y el municipalismo, así como la difícil superación de las tradicionales fronteras entre lo público y lo privado, marcan algunas de las pautas de cambio en este sentido. Cabe suponer que tales transformaciones, al mismo tiempo que introducen cambios en la posición del gobierno, han debido de ir acompañadas de un peculiar proceso de aprendizaje por el que discurre el largo itinerario de evolución del Estado intervencionista durante el siglo xx. Pero todo proceso de aprendizaje institucional requiere para su adecuado desenvolvimiento de ciertos factores previos, en términos de percepción de la realidad y aplicación de una perspectiva crítica ante la misma. Lo que implica tanto un balance de experiencias como, en su caso, el reconocimiento de errores o deficiencias detectados en la actuación gubernamental. Y esto plantea algunos problemas de tipo metodológico relacionados con la capacidad del gobierno para procesar aciertos o errores; o incluso dudas razonables acerca de si el gobierno, en cuanto núcleo central del poder del Estado, está en condiciones de detectar sus propios errores, generando así un proceso eficiente de aprendizaje institucional a medio o largo plazo. Teóricamente el fenómeno de la alternancia constituiría en principio una respuesta a esta interrogante: los nuevos gobiernos recién llegados al poder deberían aplicarse en la corrección de los errores cometidos por los anteriores, mejorando sus pautas e instrumentos de acción. Pero en la práctica sucede que los nuevos equipos gubernamentales suelen diseñar sus programas de gobierno a partir de parámetros diferenciados, donde la corrección de errores con respecto a la acción del gobierno anterior se entiende más bien como una nueva formulación de orientaciones políticas, basadas en postulados ideológicos o estratégicos distintos. La conciencia de que las exigencias de la acción de gobierno se están transformando al ritmo de los cambios históricos debe implicar no solamente la identificación de nuevos ámbitos problemáticos a los que tiene que responder la acción pública, sino también la detección y resolución de problemas allí donde la acción del gobierno haya demostrado anteriormente determinados fallos o insuficiencias. Pero tal capacidad de respuesta y aprendizaje puede venir condicionada tanto por factores estructurales (por ejemplo, las distintas formas de gobierno o sistemas de partidos) como por la influencia de diferentes tradiciones ideológicas o culturales, que se traducirán en distintas formas de considerar o valorar la experiencia práctica y el conocimiento crítico, o la capacidad innovadora, dando lugar así a resultados diversos. 16


ACCIÓN DE GOBIERNO Y E S T ADO IN T ER V ENCIONI S T A

En todo caso, si consideramos que la noción originaria de gobierno surge de los parámetros constitucionales diseñados bajo el modelo histórico liberal, podremos entender la complejidad de los desafíos a los que el ejecutivo ha debido enfrentarse a lo largo del siglo xx para atender a las nuevas exigencias del intervencionismo público. Lo que supone una larga y difícil transformación de todo el instrumental jurídico, organizativo y financiero del Estado, así como el surgimiento de nuevas formas de relación con la sociedad civil. Parece razonable pensar que tan amplio proceso transformador ha debido abordarse en la práctica con desigual éxito, dependiendo del diferente grado de autoaprendizaje generado en cada caso desde las distintas esferas gubernamentales a lo largo del tiempo. Inicialmente este problema podría abordarse desde la perspectiva de la adecuación de la actuación del ejecutivo a un teórico modelo prescriptivo, que marcaría el ideal de lo que debe ser considerado como un «buen gobierno». Pero la propia noción de buen gobierno puede oscilar de forma heterogénea dependiendo del tipo de condicionamientos históricos en los que se enmarca: si para las débiles e inestables democracias liberales europeas del periodo de entreguerras el paradigma ideal del buen gobierno era sin duda el de un gobierno «estable»; en cambio, desde la lógica del parlamentarismo de vieja tradición europea, un buen gobierno sería más bien un gobierno «responsable» capaz de hacer valer ante el parlamento (y ante la ciudadanía) los argumentos de apoyo que confirman a lo largo del tiempo el mantenimiento de su confianza política. Desde la perspectiva del Estado social intervencionista o welfare state, un buen gobierno sería, por su parte, aquel capaz de diseñar e implementar políticas públicas eficaces mediante una gestión eficiente de los recursos públicos disponibles en respuesta a las demandas sociales. Un gobierno estable, responsable, eficiente y eficaz deberá ser sin duda un buen gobierno; aunque en la práctica dependerá también del volumen de responsabilidades activas a las que tenga que hacer frente en cada momento, implicando diferentes capacidades de acción y de respuesta a los ámbitos problemáticos sobrevenidos. Por lo tanto, un adecuado acercamiento metodológico exigiría que, con anterioridad a la propia formulación de la noción de «buen gobierno», deba atenderse al tipo de marco histórico desde el cual se determina el volumen y los contenidos de la propia acción de gobierno. Y ese contexto histórico se desenvuelve, como es lógico, a lo largo de un determinado proceso evolutivo. Una investigación orientada a identificar la posición del gobierno en relación con los diferentes ambientes sociales o institucionales desde los que se determinan tanto las demandas de acción como las distintas posiciones estratégicas que orientan su capacidad de respuesta, permitiría deducir el tipo de escenario donde habrá de encuadrarse y desenvolverse la acción de gobierno. Aunque aceptando también, como un ho17


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rizonte de riesgo, el desarrollo alternativo de paradigmas degradados o negativos, que pueden hacer derivar la acción de gobierno hacia la mera gestión rutinaria de las cosas o hacia el abismo de la pura ingobernabilidad. La evolución a lo largo del tiempo irá marcando en todo caso un proceso de superposición de modelos —debido a la dinámica inercial— así como de creciente complejidad, hasta dibujar en sus líneas generales el contexto problemático sobre el que se ubica la acción de gobierno en el tiempo presente. Pautas de

partida: gobierno o hegemonía política

El primer obstáculo para avanzar en un abordamiento preciso de este enfoque consiste en que, desde sus mismas raíces originarias, la noción de gobierno viene a confundirse frecuentemente con la de hegemonía política. Desde esta ancestral perspectiva, que impone una visión conflictual y primaria de las cosas, el gobierno no sería en rigor un medio general de acción pública del Estado, sino un premio obtenido por la mayoría que gana las elecciones. No es pues exactamente un instrumento, sino más bien un resultado, nacido de una dinámica competitiva y entendido como un fin en sí mismo. Inexorablemente aparece aquí un postulado metodológico de tipo «instrumentalista», que estaba presente en la propia lógica censitaria del primitivo sistema liberal y que ha tenido en las corrientes marxistas clásicas algunos de sus mejores desarrollos, dificultando en la práctica una comprensión autónoma de la noción de gobierno. En el originario contexto liberal, donde los únicos ciudadanos titulares del derecho de sufragio eran los varones propietarios, el gobierno podía ser efectivamente concebido como un auténtico «consejo de administración» de la burguesía1 para la gestión de sus propios intereses, los de la clase propietaria; expresando así una hegemonía de clase que preludia el desencadenamiento del conflicto social a lo largo del siglo xix. Desde esta perspectiva, el gobierno no se configura entonces como un instrumento general de acción del Estado, sino como un fin que tiende a agotarse en sí mismo. En rigor pues no se gobierna sino que «se está» en el gobierno; y las únicas exigencias adicionales que se pueden plantear desde la perspectiva del buen funcionamiento del sistema serían las condiciones para que tal gobierno alcance unas cuotas razonables de estabilidad, asegurando al mismo tiempo procesos normalizados de alternancia. Partiendo de esta concepción, gobernar consistiría entonces en ocupar 1. Según la célebre conceptuación que se introduce en el Manifiesto del Partido Comunista de 1848.

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establemente el gobierno. En consecuencia, la posición del gobierno no debe ser entendida como un ser, sino como un estar. Y desde esta visión de las cosas, la noción de acción de gobierno quedará parcialmente ocultada o desustancializada para traducirse en última instancia en la pura lógica del spoils system. El objetivo final, o meta de llegada del gobierno, consistirá en el reparto del botín por parte de los ganadores mediante el nombramiento de altos cargos y el manejo del presupuesto público. A partir de esta inicial concreción problemática, la lógica de la posterior acción de gobierno acabará perdiendo en gran medida su propia autorreferencialidad debido a que el gobierno asume originariamente una posición —determinada constitucionalmente— subordinada al originario postulado liberal del rule of law o primacía de la ley. Es decir, a las exigencias que se deducen del modelo histórico del Estado liberal de derecho y sus relaciones con la sociedad. Por eso, para la concepción propia del pensamiento liberal primitivo, la acción de gobierno deberá consistir simplemente en la mera «ejecución» de las leyes nacidas de un parlamento controlado por la burguesía: unas leyes que pretenden ser expresión de las propias reglas inmanentes del mercado. En el fondo, constituiría pues una pura actuación mecánica, similar a la que deben llevar a cabo los jueces, tal como aparece en la originaria concepción de Locke o en sus desarrollos en la escuela alemana del derecho público, especialmente con Laband: la acción de gobierno como simple concretización de unos postulados abstractos formulados previamente en la ley2. Desde esta visión originaria, propia del primer liberalismo, no existiría en consecuencia una función autónoma de gobierno. El gobierno será más bien estructura pero no función (puesto que la función del gobierno debe limitarse a la ejecución de las leyes), y sus concretas y esporádicas manifestaciones solo pueden ser concebidas como puntuales rupturas excepcionales del sistema. Es decir, puros «actos políticos» entendidos como actuaciones singulares al margen del ordenamiento jurídico y del postulado inexorable del rule of law. Materialmente, el único ámbito sustantivo donde esta función podría desplegarse de un modo coherente será el de la seguridad, que hasta cierto punto representa una proyección «extraestatal» en la medida en que normalmente se canaliza más allá de las propias fronteras del Estado, en términos de seguridad estratégica. Pero, al tratarse de un ámbito donde opera el condicionamiento de la razón de Estado, las posibilidades de valoración, crítica y aprendizaje resultan ser bastante reducidas. En cuanto a su ubicación institucional u orgánica, la función de gobierno debería entenderse en este punto como una continuación residual de la originaria potestad re 2. J. Locke, Segundo Tratado sobre el gobierno civil, Alianza, Madrid, 1990; P. Laband, Le Droit Public de l’Empire Allemand, Giard et Brière, París, 1901.

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gia que, desde un punto de vista conceptual, se ajustaría a la noción del poder federativo manejada por Locke. De

la lucha de clases a la emergencia del

Estado social

Resulta evidente que esta primitiva visión liberal no permite atribuir al gobierno una dimensión funcional autónoma, sino una posición subordinada a la propia lógica de la sociedad civil, que se expresa en el postulado del imperio de la ley. Desde la idílica perspectiva de la arcadia liberal originaria, cabía pensar en un orden inmanente de la sociedad de mercado donde los individuos podrían relacionarse libremente entre sí permitiendo cubrir el máximo de sus necesidades vitales al margen de toda presencia directa del poder político. En ese contexto la función de gobierno solo podía tener una dimensión subsidiaria y marginal, ya que las garantías de la sociedad civil reposaban en la ley y no en el gobierno. Sin embargo, desde el momento en que la sociedad de mercado comience a percibirse como la arena de enfrentamiento entre clases sociales en conflicto, la dimensión instrumental del gobierno va a adquirir una posición nueva y reforzada. La conquista del poder pasará a configurarse entonces como la formalización institucionalizada de la propia lucha de clases, y el gobierno podrá ser considerado como el instrumento encargado de asegurar la hegemonía de una u otra (burguesía o proletariado). Por lo tanto, el gobierno se va a configurar al mismo tiempo como un objetivo de la lucha de clases y como el instrumento que, una vez alcanzado el poder, permitirá asegurar el predominio de los intereses de una sobre otra. En este contexto parece difícil percibir la presencia de una función autónoma del gobierno al margen del enfrentamiento objetivo de intereses entre clases en conflicto. La curva histórica de finales del siglo xix y primeras décadas del xx enmarca el periodo álgido de esta conflictiva etapa de intensificación de la posición instrumental del gobierno. Y todo ello en paradójica coincidencia con el momento en que se accede a la democratización general del sistema tras el definitivo triunfo del sufragio universal. Se trata sin embargo de un periodo políticamente inestable, donde las posibilidades de asegurar un adecuado proceso de aprendizaje acerca del sentido de la acción gubernamental (al margen de la propia lucha de clases) resultaban en la práctica bastante exiguas3; en particular si consideramos su coincidencia con las dos grandes guerras mundiales. 3. Para los historiadores, la mayor parte de las iniciativas reformistas desencadenadas por los gobiernos durante las primeras décadas del siglo xx, pese a constituir evidentes pre-

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La cristalización del conflicto social durante este periodo suscitará además la difusa aparición de un espejismo histórico, donde la izquierda parece encontrar un horizonte de referencia, cuyo desenvolvimiento se adecuaría ineludiblemente a la propia lógica democrática. Y es que, partiendo de la base de una división bipolar de la sociedad, en la medida en que las clases trabajadoras superan en número a los propietarios, cabría deducir que el propio desenvolvimiento del proceso social encontraría en la vía democrática un itinerario de desarrollo político que en último término conducirá al inexorable triunfo de la izquierda. Sin embargo la realidad histórica acabó tomando otro camino bien distinto y las concepciones «instrumentales» de la representación, lejos de llevar hacia una división bipolar del sistema, condujeron más bien hacia su fragmentación y atomización, con el apogeo de los denominados partidos ad hoc por Ostrogorski4, generándose así una inestabilidad paralela del sistema de partidos que vino a colocar a las democracias europeas del periodo de entreguerras al borde mismo de la ingobernabilidad. En todo caso, y considerando las grandes amenazas que los sistemas democráticos debieron enfrentar durante este periodo (no solo en términos de ingobernabilidad, sino también por el impacto de las experiencias fascista y soviética), resulta especialmente trascendente la vía de salida que finalmente supuso el gran pacto histórico que da lugar a la aparición del Estado social a partir de la segunda posguerra. Se trata en rigor de un «nuevo» modelo histórico de Estado, surgido de todo un conjunto de compromisos sociales y políticos que implican un nuevo tipo de relaciones entre la sociedad y la esfera pública, y que acaban redundando en la centralidad activa del propio Estado (y particularmente del gobierno) en la configuración general del sistema. Aparece así un gobierno plenamente democrático que, por primera vez, comenzará a entenderse como una esfera funcionalmente autónoma, encargada de promover y tutelar las claves del pactismo social que debían asegurar un proceso social pacífico5, así como de garantizar la realización efectiva del nuevo sistema de valores y de justicia social recogidos en las constituciones; asumiendo al mismo tiempo ciertas tareas de control sobre el sistema económico, según las líneas marcadas por el pensamiento keynesiano. A partir de entonces, y pese a que pueda entenderse el mantenimiento inercial de enfoques doctrinales que reiteran una visión instrumental del gobierno (seguramente vinculados a la continuidad de los modelos cedentes del posterior Estado social, resultaron sin embargo fracasadas debido al ambiente histórico de fuerte inestabilidad y enfrentamiento de clases que caracteriza el periodo. 4. Edición original de 1902 en inglés; versión española: M. Ostrogorski, La democracia y los partidos políticos, Trotta, Madrid, 2008. 5. P. Katzenstein, Los pequeños Estados en los mercados mundiales, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Madrid, 1987.

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bipartidistas, concebidos como una reproducción simbólica del conflicto de clases), parece claro que el nuevo contexto histórico conduce ya a una primera visión autónoma del gobierno, surgida de un proceso de evolución histórica cuyo principal aporte sería la generalización del sufragio universal. En efecto, el encuadramiento del gobierno en el marco constitucional dentro de un contexto plenamente democratizado, implica un compromiso activo del sistema institucional del Estado con el nuevo sistema de valores superiores, normas programáticas y derechos universales de carácter social recogidos en las constituciones, que conforman el entramado finalista del nuevo orden. Se trata pues de un contexto histórico nuevo, claramente alternativo al universo abstencionista y censitario liberal, donde el gobierno deberá enfrentarse a un nuevo desafío problemático: el intervencionismo público. Una exigencia que, aunque plenamente justificada a partir de las cláusulas finalistas de las nuevas constituciones de posguerra, suscita ahora el reto decisivo de la puesta en marcha de una auténtica acción de gobierno entendida como la principal dimensión autónoma y estratégica del nuevo Estado. Ese intervencionismo será en la práctica el instrumento fundamental para tratar de alcanzar los horizontes finalistas propios del Estado social. Probablemente deba aceptarse como algo natural que, en primera instancia, este horizonte problemático tratara de abordarse desde una perspectiva esencialmente política: o sea, desde una visión donde las variables de tipo jurídico, organizativo o financiero tendrían inicialmente una importancia secundaria; o al menos, serán núcleos problemáticos que van a quedar desplazados en el tiempo. La consolidación del Estado de partidos, vinculada a la paralela centralización de los circuitos del poder, dibujan así el escenario político originario del Estado de bienestar. Serán estas coordenadas históricas, inspiradas en un modelo político centralista y jerárquico, las que configuren el paradigma de partida para iniciar una aproximación a la noción de acción de gobierno desde una perspectiva contemporánea. Lo que implica al mismo tiempo el comienzo de un largo proceso de aprendizaje que debe llevar desde la superación de los modelos abstencionistas liberales originarios hasta la puesta en marcha de todo un amplio y complejo instrumental financiero, jurídico y organizativo, al servicio de un intervencionismo público que debe nacer del centro motor constituido por el gobierno. Apogeo,

crisis y evolución del

Estado social

La principal novedad de este modelo de Estado social, que incorpora a la sociedad y su sistema de necesidades sobre el Estado, como un ámbito de 22


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responsabilidad activa al que debe responderse desde la esfera pública, va a ser su carácter esencialmente dinámico y cambiante, expresando una considerable aceleración del ritmo histórico. Una aceleración que inevitablemente va a suponer una difícil hipoteca tanto para la propia teoría, obligada a una constante renovación de sus instrumentos conceptuales y metodológicos6, como en términos de proceso de aprendizaje institucional, siguiendo una amplia evolución que debía partir, lógicamente, de los modelos gubernamentales preexistentes. El Estado social se va a configurar así como un tren histórico en aceleración, al que todo tipo de gobiernos —en términos ideológicos— estará dispuesto a montarse. Este proceso dinámico va a generar unos impulsos transformadores que afectan no ya al propio gobierno, entendido como núcleo político del sistema, sino al conjunto de esferas institucionales y ámbitos instrumentales de acción: en primer lugar, al instrumental jurídico, que desde los paradigmas originarios del Estado liberal de derecho y la noción material de la ley entendida como regla de justicia de carácter general y abstracto, encargada de regular los derechos propios de la sociedad civil, debe evolucionar hacia la difícil y tardía aceptación de la noción de ley intervencionista, así como hacia la generalización de los mecanismos de delegación legislativa, para atender a la acelerada agenda gubernamental del Estado de bienestar; hasta el punto de permitir una normalización de la figura del decreto-ley7. En segundo lugar, las transformaciones afectarán a los modelos de organización pública, que deben esforzarse en superar el modelo estático y tradicional surgido de la racionalidad legalburocrática maxweberiana (formulada en su momento como un auténtico paradigma diseñado sub especie aeternitatis) para progresar hacia fórmulas tecnocráticas, experiencias participativas y desarrollo de nuevos modelos de carácter managerial. E incluso, en tercer lugar, los cambios afectarán al instrumental financiero que, desde el primer optimismo keynesiano y la idílica confianza en los efectos benefactores del gasto público, debe progresar hacia fórmulas de equilibrio financiero que sean capaces de consolidar el sistema a medio y largo plazo, frenando los riesgos de una emergente inestabilidad económica. Pero se trata igualmente de procesos transformadores que afectan también al propio ámbito funcional o competencial que condiciona la agenda del gobierno: si el «primer» Estado social se va a caracterizar por la presencia de dos campos de intervención, el económico y el social, implicando el desarrollo de un amplio sector público de la economía, la evolución en el tiempo va a desplazar hacia el ámbito de la 6. R. Mishra, The Welfare State in crisis. Social Thought and Social Change, Harvester, Londres, 1985. 7. C. Mortati, Le forme di governo, CEDAM, Padua, 1973.

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economía globalizada y sus instrumentos reguladores algunas de las responsabilidades económicas del Estado, acentuando así el perfil social alternativo propio del welfare state, que a su vez tenderá a desplazarse hacia la periferia (local o regional) del sistema. Es posible que el más importante elemento dinámico de este nuevo modelo histórico se sitúe en el terreno del reconocimiento de los nuevos derechos sociales o de prestación y en el efecto subsiguiente de creciente e imparable proceso expansivo que tal fenómeno provoca sobre el intervencionismo y sobre el propio gasto público. Más allá del interminable debate sobre el sistema de garantías jurídicas de estos derechos, el impacto fundamental del fenómeno se percibe históricamente en términos de incremento de la demanda social sobre un Estado prestador cuyos recursos no pueden ser ilimitados. La multiplicidad de factores causales que impulsan tal incremento de las demandas de prestación o de bienestar configuran este proceso como una auténtica transformación histórica. A las causas de tipo inducido, como el incremento del número de destinatarios o de los contenidos de las prestaciones sociales (así como los efectos de la emulación entre distintos colectivos), se unen las de tipo automático, como la evolución de las pirámides de edad o el propio coste de los instrumentos tecnológicos necesarios para atender a los nuevos servicios y prestaciones públicas8. A lo que se añade finalmente la propia dinámica electoralista, que conduce a hacer del incremento de las ofertas sociales una de las más valiosas chances para el gobierno a la hora de acudir a las urnas. El diagnóstico, o más bien los diagnósticos, sobre la crisis del Estado social, que comienzan a formularse a partir del último tercio del siglo xx, tienen pues una primera y elemental expresión en la noción de sobrecarga del Estado, que en rigor podríamos reinterpretar como sobrecarga de la agenda gubernamental. Por más que la noción de «sobrecarga» parezca a veces perturbar a los teóricos del Estado desde su sospechosa impregnación ideológica9, entendiéndose frecuentemente como un vidrioso instrumento metodológico capaz de contaminar toda elaboración científica posterior, debe entenderse que la sobrecarga es en rigor un concepto científico de dimensión relativa: es decir, puede expresar tanto un exceso de demanda social como un déficit de oferta pública. Por lo tanto, sus implicaciones ideológicas no dependerán tanto de su capacidad de diagnóstico cuanto del tipo de respuesta que se le pretenda dar a los ámbitos 8. Cf. una panorámica sistemática en J. Alber, «Le origini del Welfare State: teorie, ipotesi ed analisi empirica»: Rivista Italiana di Scienza Politica, 3 (1982), y «L’espansione del Welfare State in Europa Occidentale: 1900-1975»: Rivista Italiana di Scienza Politica, 2 (1983). 9. Cf. una panorámica en M. Alcántara, Gobernabilidad, crisis y cambio, CEC, Madrid, 1994.

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problemáticos resultantes. Ciertamente la primera y elemental respuesta a todo diagnóstico de sobrecarga reside en el reduccionismo argumentativo neoliberal, consistente en operar la correspondiente «descarga» del Estado, reatribuyendo nuevamente al mercado responsabilidades que habían sido históricamente transferidas a la esfera pública. Pero igualmente existiría la alternativa de reforzar la propia agenda intervencionista del gobierno en respuesta a las demandas sociales crecientes. La denominada crisis del Estado social marcaría en realidad el final de su primera gran etapa histórica, concretada en el paradigma de la centralización política y la puesta en práctica del intervencionismo keynesiano, con un especial protagonismo en la arena económica. Los distintos diagnósticos sobre tal crisis constituyen desde entonces las principales pautas de referencia a partir de las cuales podrá orientarse la evolución posterior del Estado social hasta nuestros días; configurando así un proceso de aprendizaje cuyo desarrollo en la práctica ha debido responder a las distintas capacidades de percepción y respuesta ante los nuevos ámbitos problemáticos por parte de los diferentes equipos gubernamentales. La primera manifestación de tal crisis es la denominada a partir de O’Connor como crisis fiscal del Estado10, reflejando una tendencia del gasto público a crecer en mayor medida que los ingresos, donde se expresaría una primera concreción del fenómeno de la sobrecarga. A partir de los años setenta, las originales teorías matemáticas de las catástrofes11 suscitaron un difuso ambiente apocalíptico en torno al progresivo incremento del gasto público, cuantificado en términos porcentuales sobre el producto interior bruto: ¿existía acaso un desconocido punto de crisis a partir del cual el incremento adicional del gasto podría acabar provocando una auténtica catástrofe en las finanzas públicas? Aunque tal catástrofe no llegó afortunadamente a producirse, la doctrina vinculada a la economía financiera ha mantenido desde entonces un consistente discurso científico que, además de permitir reflejar algunas de las principales claves de evolución del Estado social, ha conducido a confirmar la necesidad de asegurar en cualquier caso un adecuado equilibrio de las finanzas públicas, confirmando en definitiva la elemental constatación de que los recursos públicos no son ni pueden ser ilimitados12. En consecuencia el desarrollo de la acción de gobierno no podrá contar con el apoyo de un presupuesto público inagotable, y el ejecutivo no tendrá más remedio que esforzarse en administrar recursos financieros siempre relativamente escasos. 10. J. O’Connor, The fiscal Crisis of the State, St. Martin’s Press, Nueva York, 1971. 11. P. Rosanvallon, La crise de l’état providence, Seuil, París, 1981, que maneja las teorías del matemático francés René Thom. 12. L’État protecteur en crise, OCDE, París, 1981.

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La segunda manifestación de la crisis del Estado social es la denominada a partir de Habermas como crisis de legitimación13: en este caso su línea de impacto incidirá sobre la más consagrada realización histórica del nuevo Estado, el sufragio universal, al que no habrá más remedio que valorar como un recurso igualmente limitado o insuficiente. Su línea argumentativa se entiende mejor si se compara con la evolución histórica experimentada por el Estado liberal que, a lo largo del siglo xix, evoluciona consistentemente en un progresivo ensanchamiento de sus soportes legitimadores mediante una continuada expansión del sufragio. En términos democráticos cabría decir que el Estado liberal experimenta a lo largo de su gran curva histórica del siglo xix una evolución constructiva, en la medida en que su base de legitimación vía sufragio se expande consistentemente a lo largo del tiempo. Pero tal evolución expansiva no puede, en cambio, predicarse del Estado social del siglo xx, ya que, tras el acceso al sufragio universal a comienzos de siglo, su curva de legitimación democrática se hace inextensible, pues todos tienen ya reconocido su derecho de sufragio. Esta parálisis del soporte legitimador coincide sin embargo con un proceso histórico de incremento constante del intervencionismo, implicando cuotas adicionales de presencia del poder público sobre el ámbito vital de los ciudadanos, sin que paralelamente la presencia ciudadana sobre la esfera pública experimente un proceso de crecimiento similar. Teóricamente el cruce entre ambas curvas (la horizontal e inextensible del sufragio y la curva en ascenso del intervencionismo público, susceptible de cuantificarse en términos de gasto público) marcaría un punto de inflexión que coloca al Estado ante un emergente déficit de legitimación. A partir de entonces, el creciente intervencionismo público no podrá encontrar ya un soporte legitimador suficiente en el circuito representativo, sustentado sobre el sufragio universal (ni, por lo tanto, en los partidos políticos). Y en consecuencia las esferas públicas tendrán que abrir sus puertas al nuevo desafío de la participación de los ciudadanos en las decisiones públicas que les afecten. El Estado social inaugura así el ciclo histórico de una nueva fase, la democracia avanzada, donde el ejecutivo y la administración deberán operar en base a consensos con el tejido social. La percepción de esta nueva fenomenología de la crisis del Estado social, así como la puesta en práctica de estrategias de respuesta a la misma, requerirá sin embargo de unos procesos de aprendizaje que los gobiernos, y en general la clase gobernante, no siempre están en condiciones de asumir. En la medida en que los mecanismos adicionales de participación democrática no parecen suficientemente formalizados, el gobierno podrá 13. J. Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Amorrortu, Buenos Aires, 1973.

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mantener la presunción inercial de que su monopolio decisional queda suficientemente asegurado mediante el sufragio, ignorando las sutiles exigencias de la crisis de legitimación y la necesidad de encontrar cauces adicionales de presencia ciudadana sobre la esfera pública. La tercera manifestación de la crisis del Estado social es la denominada por Luhmann como crisis de reflexión14, con una peculiar incidencia en el ámbito propio de la acción de gobierno. Su diagnóstico se basa en la constatación de que la complejidad creciente y el carácter contradictorio de las demandas repercutidas sobre el Estado social impiden diseñar un tipo de respuesta de carácter racional y unitario para todas ellas. El gobierno, como teórico centro impulsor y racionalizador de la acción pública en su conjunto, perdería entonces toda perspectiva racional-unitaria y se vería obligado a responder de forma dispersa, y a veces contradictoria, a las demandas emergentes, sin un horizonte estratégico de carácter unitario, racional y sistemático. Esta crisis de racionalidad o «vacío funcional» en el centro del sistema provocaría efectos encadenados que acabarían afectando no solo a la actividad de programación política del gobierno sino también al propio ordenamiento jurídico e incluso a las pautas de acción de la burocracia, suscitando así la aparición de un escenario de carácter posmoderno o de racionalidad limitada, que parece romper con las tradicionales concepciones verticalistas y unitarias del primer Estado social y sus ideales planificadores. Complejidad, entropía, racionalidad limitada, serían algunas de las características desde las que se perfila el nuevo entorno histórico que surge a partir de la crisis de racionalidad o de reflexión, imponiendo una nueva visión, probablemente más pragmática y menos idealista, de la acción de gobierno. Intervencionismo público y

acción de gobierno

Los diferentes diagnósticos sobre la crisis y transformación del Estado social sugieren distintas percepciones acerca de cómo el fenómeno del intervencionismo público ha generado, en un lapso histórico relativamente breve, todo un amplio impacto transformador de la realidad, que afecta a la propia configuración del modelo de Estado social, suscitando así una preocupación científica renovada por la dimensión autónoma de la acción de gobierno y sus problemas. Sin embargo esta dimensión transformadora se va a percibir, en primera instancia, desde una perspectiva simplificada que podemos calificar 14. N. Luhmann, Teoría política en el Estado del bienestar, Alianza, Madrid, 1982; J. Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, cit.

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como de tipo estructural o cuantitativa: es decir, partiendo de la presunción de que, para asegurar el incremento de las tareas intervencionistas, bastará en principio con un paralelo crecimiento cuantitativo o estructural del propio ejecutivo y de sus aparatos públicos15. Lo que permitiría el cumplimiento de todo ese amplio conjunto de tareas que, en principio, quedaban fijadas en las constituciones propias del Estado social, donde se dibuja el horizonte programático que configura todo el abanico de fines u objetivos a los que el gobierno debe atender. Por lo tanto el organigrama gubernamental, gestado a partir del modelo liberal, y transformado tras las difíciles experiencias de entreguerras, tan solo exigiría, para su adecuada integración en el nuevo horizonte histórico del Estado social, de un puro crecimiento estructural de recursos y medios hasta conseguir ajustarse adecuadamente a los nuevos requerimientos históricos. También cabría sugerir que, desde esta perspectiva, los cambios de gobierno y los procesos de alternancia no deberían suponer en principio una alteración sustancial del horizonte finalista propio del Estado de bienestar, en la medida en que este ha quedado ya plenamente constitucionalizado. Se trata ciertamente de una constatación histórica en el sentido de que el proceso de desarrollo del Estado social ha experimentado al cabo del tiempo un proceso de generalización o consolidación difusa, con independencia de que se sucedan etapas de gobiernos de izquierdas o de derechas16. Por lo tanto, el color ideológico del equipo de gobierno tan solo debería afectar a los medios o recursos instrumentales y estratégicos a través de los cuales se trata de alcanzar tales objetivos, marcando en su caso un mayor o menor grado de intervencionismo público. Desde esta perspectiva, la decisiva cuestión acerca de quién gobierna tendería teóricamente a revestir una importancia secundaria, del mismo modo que la interrogante sobre en qué debe consistir la acción de gobierno, entendida desde una orientación finalista o programática de carácter general. Pues de lo que se trata es de aplicar y llevar a la práctica el sistema de valores establecido en las normas constitucionales, contando con una serie de posibilidades instrumentales de acción que en todo caso se ajustarán a los límites máximos y mínimos establecidos en las propias constituciones. Las auténticas claves de los fenómenos de alternancia en el poder y de los propios procesos de aprendizaje del ejecutivo radicarían entonces en la decisiva cuestión de cómo diseñar y orientar la acción de gobierno para alcanzar satisfactoriamente los valores sociales y objetivos de bienestar establecidos en el marco constitucional. La pregunta de cómo gobernar se convertiría así 15. Desde esta perspectiva, cf. una visión positiva en R. Rose, Understanding Big Government. The Programme Approach, Sage, Londres, 1984. 16. J. Alber, «Le origini del Welfare State», cit.

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en la cuestión central en el contexto propio del Estado intervencionista contemporáneo17. Esta visión de las cosas, que surgiría de una perspectiva teórica general o desde un enfoque constitucionalista, parece reflejar sin embargo un panorama algo idealizado, que no se ajusta plenamente a la propia realidad, condicionada como mínimo por dos series de factores de desigual incidencia: de una parte, los que vienen marcados por la dinámica inercial de los modelos pretéritos; de otra, los que implican procesos transformadores o de ajuste al propio fenómeno intervencionista. La dimensión inercial nos demostraría la subsistencia de ciertas pautas de racionalidad que subyacen como factores previos a toda visión de la acción de gobierno. La primera de ellas responde a una clave genética que expresaría el momento originario de formación del gobierno, surgido de un marco pluralista y competitivo que ha debido ajustarse a un proceso de lucha por el mercado de votos. Sería la noción de gobierno entendido como un fin y no como un instrumento, con su consecuencia inmediata en términos de botín a distribuir por los vencedores en forma de reparto de cargos y gestión del presupuesto. Sin embargo debemos considerar, en segundo lugar, que todo equipo de gobierno tiene como siguiente objetivo, una vez alcanzado el poder, el de asegurar su propia autorreproducción en el mismo. Lo que significa que la acción de gobierno se orientará en primera instancia a asegurar su propia competitividad en el mercado electoral, implicando una dimensión instrumental que persigue el mantenimiento en el tiempo de los apoyos electorales, o la búsqueda de otros nuevos. Solo a partir del momento en que ambos condicionamientos originarios parecen suficientemente satisfechos, implicando la existencia de gobiernos estables o apoyados en mayorías estables, será posible entender de forma autónoma el resto de las proyecciones finalistas propias del Estado social como tareas propias del gobierno. Esta dimensión inercial, que se expresa como una exigencia de gobernabilidad, marcaría los parámetros a partir de los cuales cada gobierno en concreto tratará de percibir y encuadrar los cambios históricos o contextuales generados con el desarrollo evolutivo del Estado social, suscitando lógicamente una amplia variedad de respuestas. En cuanto a la dimensión transformadora, nos demostraría por otra parte la aparición de diversas líneas de tensión que van emergiendo en paralelo al desarrollo de los cambios históricos generados por el Estado intervencionista. La primera de ellas es la que impone el proceso de aprendizaje sobre la acción intervencionista. Un proceso que conduce a medio plazo

17. C. Donolo, ¿Cómo gobernar mañana?, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 1999.

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hacia el desarrollo de unas políticas públicas más eficaces, a partir de un momento inicial en que se soñaba que mediante el mero impulso político del gobierno, tanto el organigrama burocrático como el instrumental jurídico, así como los recursos financieros, experimentarían un proceso espontáneo de transformación o ajuste automático a las nuevas exigencias históricas del intervencionismo público. Es decir, una dinámica que se entendía en términos de puro crecimiento cuantitativo en torno al horizonte ideal del big government. Frente a esta presunción de partida, la experiencia va a comenzar a demostrar que ni los mandatos políticos se transforman automáticamente en leyes, ni las leyes se autoejecutan de forma espontánea, ni la propia acción pública produce normalmente los efectos previstos sobre la realidad social: en definitiva, que no existe coincidencia entre el plano normativoprogramático del Estado y la realidad social resultante, según se deduciría de una concepción ideal o mecanicista. Lo que suscita de inmediato la búsqueda de nuevas pautas innovadoras de carácter instrumental para asegurar una eficaz acción de gobierno: es en este contexto problemático donde tiene lugar la emergencia de la noción de gobernanza. En cuanto al puro crecimiento de los aparatos estatales, la experiencia iba igualmente a demostrar que con frecuencia las estructuras burocráticas ampliadas corren el riesgo de acabar convirtiéndose en factores de anquilosamiento y esclerosis que entorpecen la acción de gobierno; incluso a veces dificultan los cambios y reformas necesarias para atender a una acción pública eficaz e innovadora dentro de un entorno social cambiante y complejo. La segunda línea de tensión es la que afecta a la necesidad de incrementar la presencia ciudadana sobre la esfera pública, expresable en clave de crisis de legitimación. El riesgo de que un participacionismo difuso pueda llegar a afectar a la propia gobernabilidad, alterando las pautas programáticas puestas en marcha por la mayoría gobernante, constituye en efecto un factor problemático tras el que se esconde una inevitable tensión entre el circuito político/representativo y el ciudadano/participativo. Las exigencias propias de una administración adecuada a consensos, donde las políticas públicas deben surgir de debates participados por las redes ciudadanas (integrando a técnicos o expertos), contribuye así a socavar el tradicional monopolio decisional de la esfera política suscitando todo un amplio debate problemático en torno a la noción de democracia avanzada. Las pautas de aprendizaje que se deducen de estos núcleos críticos van a ir marcando algunas de las líneas de evolución del gobierno. Unas líneas que parecen conducir, en primer lugar, a desvincular el desafío de la eficacia del gobierno de su propio tamaño, en la convicción de que el mero crecimiento cuantitativo del organigrama gubernamental no cons30


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tituye por sí mismo una respuesta suficiente, exigiendo probablemente otro tipo de cambios o de transformaciones en términos funcionales y estratégicos, orientadas hacia la conquista de mayores cuotas de eficacia en la acción pública. A medio plazo, este fenómeno implicará el desplazamiento de la actuación intervencionista desde los núcleos centrales del gobierno hacia la «periferia» del sistema y la necesidad paralela de modificar las sinergias inerciales propias del centralismo y del paradigma del big government. En consecuencia, la centralidad política del ejecutivo, entendido como núcleo único y primordial de dirección e impulso político, tenderá a ser sustituida por una posición de diálogo, negociación e interacción con todo un complejo de redes sociales y de esferas institucionales activas. Lo cual acaba transformando a medio plazo el tradicional rol directivo del gobierno, abriendo el camino hacia las nuevas categorías de la gobernanza. Igualmente los equipos gobernantes podrán ir comprobando que a veces las claves de competitividad política que aseguran su éxito electoral futuro no dependen tanto del desarrollo de buenas políticas intervencionistas, sino del modo como estas son percibidas por el electorado: contando con la presencia masiva —y en su caso manipuladora— de grandes medios de comunicación de masas capaces de conformar la opinión pública. Lo que implica una proyección de la acción de gobierno a través de la videopolítica. La dualidad de impulsos entre las tendencias inerciales que contribuyen al mantenimiento o al anquilosamiento de las estructuras preestablecidas, y las tendencias de innovación o cambio, suscitarán diferentes procesos de aprendizaje, marcando así una pauta desigual de evolución de los modelos de acción de gobierno. Agenda

del gobierno y

«capacidades»

del gobierno

Sin embargo a lo largo de este proceso de aprendizaje que debe presidir la evolución del gobierno en un contexto histórico en transformación, sometido tanto a fenómenos de sobrecarga de demandas como a procesos de innovación y cambio, el ejecutivo va a contar en la práctica con un instrumento operativo encargado de permitir la proyección de la acción intervencionista a lo largo del tiempo, esquivando en parte los riesgos de sobrecarga y asegurando en la medida de lo posible la competitividad electoral del partido gobernante: la agenda del gobierno. Se trata de un instrumento que permitirá cadenciar en el tiempo las exigencias de la acción mediante un elemental proceso binario que determina en cada momento las prioridades de acción y de no-acción, de acuerdo con los cálculos estratégicos del equipo gobernante. 31


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En principio, la original noción de la «no-acción»18 podría entenderse, desde la perspectiva del Estado intervencionista, como una mera dilación en el tiempo de la propia acción intervencionista: es decir, determina, a partir del límite de los recursos disponibles, su diferente cadencia en el tiempo19. Sin embargo la no-acción puede adquirir también una dimensión diferente cuando el gobierno debe enfrentarse a contextos problemáticos contradictorios o susceptibles de degenerar en una intensificación conflictual capaz de alterar los equilibrios generales del sistema; o bien de afectar a sus propias perspectivas de éxito electoral. En este caso, la no-acción tendría un sentido sustantivo, más allá de la mera disponibilidad de los recursos necesarios para la acción, o de su dilación en el tiempo. Por otra parte, la agenda tendría igualmente una dimensión original y autónoma en la medida en que permite una adecuación del programa gubernamental a las coyunturas emergentes, donde pueden expresarse necesidades sobrevenidas o demandas urgentes no previstas, que requieren en todo caso respuestas públicas inmediatas. Incluyendo, lógicamente, la necesaria adecuación a la propia agenda mediática, desde la que se focalizan de forma súbita numerosos contenidos temáticos que afectan a la actuación gubernamental. E igualmente podría servir como instrumento de cobertura preventiva frente al riesgo de potenciales fracasos en la actuación intervencionista, debidos a puras deficiencias instrumentales o estratégicas. Más allá del entorno procesual complejo desde el cual se determinan los contenidos de la agenda pública en general, la principal utilidad de esta categoría consiste en destacar el protagonismo activo del gobierno en la conformación de la misma: es decir, el gobierno no es, o no debe ser considerado como un factor subordinado —a modo de variable dependiente— al previo desencadenamiento de los diferentes núcleos problemáticos a los que debe hacer frente, sino como un elemento activo y protagonista en la determinación de los mismos —o al menos de algunos de ellos— a efectos de la posterior acción (o no-acción) del propio gobierno. La posición receptiva del gobierno, entendido como instancia de respuesta a posteriori a problemas sobrevenidos, debería 18. La expresión doctrinal originaria de la noción de «no-acción» suele atribuirse a P. Bachrach y M. Baratz, «Two Faces of Power»: American Political Science Review, 56 (1962). 19. Su incidencia más habitual en los sistemas jurídicos continentales se comprueba en la relación entre ley y reglamento, que normalmente se sustancia mediante una determinada dilación temporal, hasta el desencadenamiento efectivo de la acción, que depende finalmente de la efectiva puesta en marcha de la administración a partir del correspondiente reglamento, acompañado generalmente de los correspondientes recursos financieros que deben movilizarse.

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combinarse con la estrictamente propositiva o programática, en términos de fijación de prioridades temáticas de acción (o de no-acción) a lo largo del tiempo, a través de la agenda. Los contenidos óptimos de la acción de gobierno podrían intentar establecerse en todo caso de forma deductiva a partir de un programamarco global que permita ubicar las tareas activas de un «buen gobierno» en relación con las exigencias intervencionistas del sistema. Ese panorama máximo se proyectaría en torno a determinados contenidos o ámbitos sustantivos problemáticos, donde se conformaría en última instancia la agenda gubernamental. Han sido Weaver y Rockmann20 quienes seguramente han sabido ofrecer la panorámica simplificada más brillante del tipo de tareas o ámbitos funcionales a los que, en forma de capabilities, se supone que debe hacer frente el gobierno, diseñando una especie de decálogo que refleja con notable precisión el conjunto de contenidos problemáticos a los que debe responder satisfactoriamente un buen gobierno. Estas capacidades del gobierno serían, según Weaver y Rockman: 1. Definir y mantener prioridades en el marco conflictivo de demandas del sistema (priority setting). 2. Asignar recursos en los sectores más efectivos (resource targeting). 3. Innovar en aquellos supuestos en que las viejas políticas fallan (policy innovation). 4. Coordinar objetivos enfrentados o en conflicto dentro de un conjunto coherente (coordination on conflicting objectives). 5. Imponer pérdidas o frenar a los grupos más poderosos (loss imposition). 6. Representar intereses difusos o desorganizados, además de los intereses concentrados. 7. Asegurar una implementación efectiva de las políticas una vez que han sido definidas (policy implementation). 8. Asegurar una cierta estabilidad a estas políticas o programas de acción con el objetivo de que tengan tiempo de producir sus efectos (policy stability). 9. Establecer y mantener compromisos exteriores tanto en el ámbito comercial como de la seguridad estratégica, permitiendo su estabilización en el tiempo. 10. Gestionar los conflictos políticos (cleavages) evitando que la sociedad degenere en una especie de «guerra civil». Se trata de una serie básica que determinaría las tareas funcionales del gobierno desde la perspectiva de las distintas líneas de acción o po 20. R. K. Weaver y B. A. Rockman (eds.), Do Institutions Matter? Government Capabilities in the U.S. and Abroad, The Brooking Institution, Washington, 1993.

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líticas públicas a las que debe enfrentarse, tanto en términos de programación o innovación como en clave de implementación y estabilidad; contemplando incluso estrategias preventivas ante el riesgo de captura por intereses privados (loss imposition). En una reubicación simplificada cabría situar este listado en torno a ciertas dimensiones funcionales más genéricas, que abarcarían las categorías de representar, coordinar, orientar e implementar. Con algunos posibles solapamientos, podría señalarse que la primera función de representación integraría las tareas de incorporar y concretizar intereses difusos, y la de establecer compromisos exteriores estables. La segunda función de coordinación integraría la de coordinar objetivos enfrentados, imponer pérdidas o frenar los intereses más poderosos y gestionar los conflictos políticos evitando que degeneren en una suerte de guerra civil. La tercera función de orientación abarcaría los contenidos referidos a definir y mantener prioridades, así como a innovar allí donde fallan las viejas políticas. En cuanto a las funciones de implementación, abarcarían, en cuarto lugar, la asignación de recursos, la implementación efectiva de las políticas una vez que estas han sido definidas, así como la tarea de asegurar una cierta estabilidad a las mismas. Teóricamente, la primera dimensión representativa tendría su mejor ámbito de proyección en la arena parlamentaria; la de orientación, en la instancia estrictamente gubernamental; y las de coordinación e implementación en el ámbito propio de la gestión y la administración pública y sus agencias y organismos responsables. La sugestiva serie de Weaver y Rockmann parece marcar un complejo temático de dimensión prescriptiva que abarcaría de forma casi completa el conjunto de líneas de acción a las que se supone debería atender un buen gobierno desde una perspectiva autorreferencial, aunque centrada predominantemente en la dimensión intervencionista propia de las políticas públicas. Su posterior desagregación en diferentes ámbitos materiales o sustantivos permitiría desplegar un cuadro sistemático desde el cual se perfilan los diferentes sectores de la acción pública. Puede comprobarse que, en rigor, las únicas dimensiones funcionales donde el gobierno mantendría una dimensión «de Estado» serían las dos últimas de la serie: la gestión política de los conflictos para evitar su degeneración en un contexto social de tipo «guerracivilista», y el mantenimiento de compromisos exteriores que permitan suscitar seguridad tanto en términos comerciales como estratégicos. El problema consistirá en que esta serie máxima de capacidades, entendidas en su forma ideal como potencialidades de acción, deben desplegarse en la realidad dentro de un determinado ambiente social y proyectarse estratégicamente a lo largo del tiempo: lo que en la práctica permitiría concretizar las posibilidades efectivas de acción asumidas realmente por el ejecutivo mediante la fijación de prioridades de 34


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acción y de no-acción a lo largo del tiempo, a través de la agenda del gobierno21. Metodológicamente la perspectiva de la agenda supondría una visión complementaria o alternativa a la teoría de los «mecanismos selectivos» de Claus Offe22, según la cual las líneas de acción del gobierno se determinarían negativamente a partir de una serie de procesos selectivos que van excluyendo ámbitos materiales (en términos de no-acción) hasta reducir finalmente el contenido sustantivo a sectores no excluidos, donde se movilizará activamente la gestión gubernamental. Era una visión donde el gobierno asumiría una posición pasiva o subsidiaria, sin capacidad para definir positivamente sus propias prioridades o para proyectarlas en el tiempo. Ahora bien, los parámetros generales que condicionan esta agenda gubernamental dependerán, en primer lugar, del tipo de ambiente social desde el cual se determinan las responsabilidades activas que se imputan sobre la esfera pública. Lo que tiene su reflejo, como ya sabemos, en los dos grandes modelos históricos de referencia: el liberal o abstencionista del siglo xix y el social intervencionista del siglo xx, que se traducen en el paradigma originario de un Estado mínimo de carácter abstencionista frente a un Estado social intervencionista desarrollado a lo largo del siglo xx y sometido a una creciente sobrecarga. Una adecuada gestión de la agenda sería pues un modo de sortear en el tiempo los riesgos de sobrecarga propios del Estado social, permitiendo al mismo tiempo el manejo de respuestas gubernamentales diversas en clave ideológicocompetitiva; normalmente mediante el incremento o la disminución del sector público, utilizando en su caso mecanismos de desplazamiento hacia la esfera de la sociedad o del mercado privado. Pero si el fenómeno de la sobrecarga constituye un primer núcleo problemático de dimensión histórica, la agenda gubernamental enfrenta también un segundo interrogante que se sitúa más bien en el corto o medio plazo: el que surge de las limitadas coordenadas cronológicas de la legislatura, normalmente un periodo de cuatro años; periodo durante el cual determinadas políticas públicas apenas han tenido tiempo de formularse y mucho menos de comenzar a generar sus efectos. Las exigencias de estabilidad y mantenimiento a lo largo del tiempo de los principales programas intervencionistas implican a menudo periodos de tiempo más largos para desencadenar sus efectos, permitiendo la aplicación de crite 21. Que constituiría al final una versión más matizada de la primera de las tareas o capacidades de Weaver y Rockmann, en el sentido de priority setting. Sobre la noción de agenda en general, aunque desde una perspectiva más próxima al enfoque de políticas públicas, la referencia más clásica sigue siendo J. Kingdon, Agendas, Alternatives, and Public Policies, Agendas, Alternatives an Public Policies, Little Brown, Boston, 1982 (reed. 1995). 22. C. Offe, Contradicciones en el Estado de bienestar, Alianza, Madrid, 1990.

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rios evaluativos de mayor precisión. Ha sido Majone quien ha insistido más decididamente en esta inadecuación de las distintas agendas: la propia de las políticas públicas frente a la agenda política del gobierno, desplegada a lo largo de la legislatura23. Se trata de un fenómeno cuyas contradicciones se desencadenan especialmente en supuestos de alternancia, en la medida en que estos pueden ser entendidos como nuevos momentos fundacionales que requieren teóricamente la apertura de una nueva agenda en su totalidad, impidiendo o dificultando el mantenimiento de ciertas políticas públicas y afectando a sus respectivos procesos de aprendizaje. De ahí la exigencia de que determinadas políticas públicas que se caracterizan por su proyección temporal en el medio o largo plazo asuman una dimensión en cierto modo no mayoritaria o «suprapolítica», a modo de grandes pactos sociales o de Estado. En la práctica esto constituye un elemento de tensión frente a los tradicionales componentes políticos o partitocráticos de la agenda del gobierno, proyectada siempre en el medio o corto plazo. En cualquier caso, sean cuales sean las implicaciones históricas o cronológicas de la agenda del gobierno, debe retenerse que se trata siempre de una proyección binaria, en el sentido de que a través de la agenda se concretizan finalmente tanto las líneas de acción como las de no-acción del gobierno, implicando en consecuencia vías de salida ante las perspectivas de estrangulamiento que pueda generar una agenda sobrecargada, o ante la incapacidad para cumplir con ciertas tareas o «capacidades» (incluso aunque estas sean formuladas como auténticos «compromisos»). Así por ejemplo, la imposibilidad de coordinar objetivos enfrentados, en supuestos de alta conflictividad entre los mismos, puede ser un factor que condicione la dilación en el tiempo de un determinado ámbito problemático de la acción que, en consecuencia, pasaría en la práctica a la agenda en términos de no-acción. Las posibilidades de gestión de la agenda revisten pues una gran diversidad de respuestas que deben permitir al mismo tiempo un mejor ajuste entre líneas programáticas del gobierno y acontecimientos emergentes a los que hay que dar una respuesta gubernamental. Modelos de

encuadramiento

A la hora de analizar el impacto que estos distintos procesos transformadores vienen operando sobre la función de gobierno, un adecuado 23. G. Majone, «Non-majoritarian Institutions and the limits of democratic governance: a political transaction-cost approach»: Journal of Institutional and Theoretical Economics, 157/1 (2001).

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enfoque sistemático aconseja proyectar nuestro análisis a través de distintos escenarios o marcos de encuadramiento. Propondremos en este sentido partir de tres visiones distintas de la acción de gobierno entendidas como diferentes marcos metodológicos de acercamiento: (a) un enfoque de tipo estructural-instrumental, particularmente vinculado a los componentes partitocráticos que conforman en su caso la respectiva mayoría gubernamental y sus apoyos políticos parlamentarios, entendida como circuito causal o soporte de la acción de gobierno; (b) un enfoque de tipo funcional-estratégico más conectado con el sentido finalista y autónomo de la acción de gobierno y con el desenvolvimiento de distintas estrategias de acción intervencionista; y (c) un enfoque de tipo simbólicomediático conectado con los condicionamientos de la «videopolítica» contemporánea y las proyecciones competitivas de la acción gubernamental sobre la opinión pública a través de los media. El primer enfoque, de tipo estructural-instrumental, se situaría inicialmente en torno a la categoría de la gobernabilidad, expresando una visión del gobierno entendido como una variable relativamente dependiente o subordinada al sistema de partidos y, más en concreto, al partido ganador de las elecciones, así como a los elementos que conforman la forma de gobierno. Su visión más completa operaría probablemente dentro de un sistema de tipo parlamentario, donde legislativo y ejecutivo responden a una misma pauta de orquestación a la hora de encarar la acción intervencionista. En su proyección más primaria, la función de gobierno coincidiría desde esta perspectiva con el reactualizado paradigma del spoils system, afectando fundamentalmente a la capacidad de nombramiento de altos cargos, es decir, a la conformación personal de la propia estructura de dirección del gobierno, entendida como una red de cargos directivos que debe emanar de la confianza gubernamental, vinculada a su vez al propio partido ganador. El segundo enfoque, de tipo funcional-estratégico, se situaría ante la dimensión más sustantiva de la función de gobierno propia de un contexto histórico de tipo intervencionista. En su proyección más consistente reflejaría una aproximación a la noción de programación estratégica, implicando una doble tarea de definición de metas u objetivos colectivos así como de movilización de recursos o medios instrumentales y organizativos adecuados para alcanzarlos; lo que suele implicar generalmente la puesta en práctica de concretos planes de actuación. Durante la fase álgida del Estado social en la segunda mitad del siglo xx, su principal concreción se expresaba en la doctrina del impulso político o indirizzo politico, de origen italiano; mientras que a partir de la recta final del siglo, tal dimensión estratégica se situará mejor en torno a la noción de gobernanza vinculada a la transformación del originario modelo centralista de Estado social y al paralelo fenómeno de desbordamiento de fronteras territoriales. 37


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El tercer enfoque o línea de abordamiento de la función de gobierno, desde una perspectiva simbólico-mediática, incidiría en la proyección de la acción de gobierno desde la perspectiva propia de la «videopolítica» contemporánea24. Implica una presencia directa del liderazgo gubernamental, y fundamentalmente presidencial, sobre la opinión pública, susceptible de proyectarse de forma instantánea a través de los medios audiovisuales, en términos que podemos ubicar en torno a la noción de gobermedia. Gobernabilidad, gobernanza y gobermedia constituirían así tres marcos de encuadramiento metodológico suficientemente diferenciados que, aunque en principio se ajusten más adecuadamente a tres diferentes dimensiones de la acción de gobierno (estructural, funcional y mediática), podemos tratar de analizar en su proyección evolutiva siguiendo sus diferentes exigencias estratégicas y funcionales, a modo de modelos o paradigmas sucesivos que se van superponiendo a lo largo del tiempo, expresando distintas visiones problemáticas de la acción de gobierno. Unas visiones desde las cuales podrán suscitarse en su caso procesos de aprendizaje diferenciados. Teóricamente serían susceptibles de analizarse desde una perspectiva de complementariedad, siguiendo su desarrollo y mantenimiento inercial a lo largo del tiempo. En todo caso conviene retener que, en un contexto histórico intervencionista, la acción de gobierno tiene su proyección más sustantiva en torno a la perspectiva funcional-estratégica, la cual debemos considerar en consecuencia como la variable fundamental para una comprensión autónoma de la función de gobierno.

24. G. Sartori «Videopoder», en Elementos de Teoría política, Alianza, Madrid, 1992. Cf. también A. Porras, Representación y democracia avanzada, CEC, Madrid, 1994.

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La

estabilidad del gobierno, condición de la gobernabilidad

El primer escenario histórico desde el que se dibuja una proyección autónoma de la función de gobierno sería, según los parámetros de partida, el contexto posterior a la segunda posguerra, en coincidencia con la propia aparición histórica del Estado social intervencionista. Sin embargo la primera y fundamental preocupación que embargaba a los impulsores del nuevo modelo no era tanto el diseño del futuro —es decir, la vinculación de la acción de gobierno a los nuevos horizontes finalistas propios del Estado de bienestar—, sino más bien un ajuste de cuentas con el pasado. Y ese pasado revivía la traumática experiencia de inestabilidad gubernamental que puso en crisis las democracias liberales durante el periodo de entreguerras. Se ha considerado como un tópico, donde se expresa el diagnóstico problemático general, la referencia a la duración media de los gobiernos durante la III República Francesa, que apenas llegó a alcanzar el periodo de un año. Un sistema institucional aparentemente estable con un gobierno inestable conducía así, siguiendo el libre juego del parlamentarismo, a la imposibilidad de un desarrollo consistente de cualquier acción de gobierno. Máxime cuando se trataba adicionalmente de responder a los nuevos desafíos históricos vinculados a la emergencia del Estado intervencionista a comienzos del siglo xx. La inestabilidad del gobierno afectaba pues a las condiciones de gobernabilidad del propio sistema y, en consecuencia, la crisis de gobernabilidad se convertía en el riesgo potencial de una auténtica crisis de la democracia. Por lo tanto un adecuado encuadramiento de la noción autónoma de la acción de gobierno tendría que partir inicialmente de los parámetros previos que condicionan su posición institucional en términos de 39


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estabilidad: lo que nos sitúa ante la noción de gobernabilidad entendida como un elemento o condición necesaria en todo proceso de consolidación democrática1. Pues en el difícil contexto de entreguerras, no era solo la acción de gobierno la que estaba en juego, sino la propia continuidad institucional del sistema democrático en su conjunto. En este complejo problemático residen algunas de las razones que explican por qué la moderna teoría de la democracia, desarrollada fundamentalmente por la politología norteamericana tras la segunda guerra mundial, sitúa uno de sus puntos centrales de preocupación en torno a la noción de consolidación democrática. Se trataba de identificar los factores que determinan la estabilidad de las democracias (o mejor, de sus gobiernos), con la evidente preocupación científica por descubrir las causas que provocaron las crisis de entreguerras y la traumática caída de unos regímenes democráticos aparentemente consolidados, incluso en países dotados de un alto nivel cultural como Alemania. Desde la perspectiva europea, el diagnóstico paralelo se va a fijar en torno a la noción negativa de «ingobernabilidad», generada como consecuencia de la fragmentación atomista del sistema de partidos operada durante el periodo de entreguerras, unida a la intensificación de los conflictos de clase y su repercusión sobre los sistemas de gobierno. Se trata pues de todo un entorno histórico problemático tras el cual emerge el nuevo paradigma que se va a configurar como un horizonte fundamental del constitucionalismo contemporáneo: la noción de gobernabilidad. El paradigma de la gobernabilidad se incorpora así al constitucionalismo y a la ciencia política del siglo xx tras la gran crisis de entreguerras, desde la evidente preocupación por asegurar la estabilidad gubernamental, sobreentendida como estabilidad del sistema institucional en su conjunto. Si la primera premisa de toda acción de gobierno reposa pues en la precondición de su estabilidad, se trata de determinar entonces cuáles serían los soportes de la misma. Lo que nos situaría ante distintos factores de desigual incidencia: en primer lugar, el sistema de partidos, que debe asegurar las condiciones de existencia de unas mayorías estables durante la legislatura; en segundo lugar, la regulación constitucional de la forma de gobierno, según el diagnóstico de la «racionalización» del parlamentarismo formalizado a partir de Mirkine-Guetzevitch2, que debe asegurar un adecuado equilibrio de poderes, manteniendo en todo caso como valor predominante la estabilidad de un ejecutivo reforzado. Y finalmente, todo un conjunto de factores ambientales o de carácter contextual refe 1. M. Alcántara, Gobernabilidad, crisis y cambio, CEC, Madrid, 1994. 2. B. Mirkine-Guetzevitch, Les nouvelles tendances du Droit Constitutionnel, LGDJ, París, 1936.

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ridos tanto a las condiciones de paz social como a la presencia de pautas efectivas de cultura política o ciudadana. En relación con el primer factor, referido al proceso de evolución y transformación de los partidos políticos y de los correspondientes sistemas de partidos (entendidos como elemento esencial para asegurar la estabilidad, superando los riesgos generados por la atomización propia del anterior periodo de entreguerras), puede constatarse el desenvolvimiento de un proceso de doble efecto: el incremento del tamaño de los partidos, que reduce paralelamente la atomización del sistema. En primera instancia tal transformación se va a ensayar desde la perspectiva inercial dominante del conflicto de clases y la dualidad ideológica derecha-izquierda, apoyándose en el paradigma del partido de masas; lo que implica al mismo tiempo la defensa del bipartidismo como paradigma, según la línea desarrollada por Duverger3. Sin embargo la atenuación de la conflictividad de clase como consecuencia de la paz social que trae consigo la generalización de los mecanismos de concertación social4, así como el impacto de las políticas sociales y de bienestar, junto a la imparable emergencia de las clases medias tras una etapa de fuerte recuperación económica, van a permitir revitalizar un paradigma alternativo, propuesto ya unas décadas antes por Ostrogorski mediante su noción del denominado «partido ómnibus»: un modelo donde los componentes ideológicos o de clase tienden a atenuarse, expresando al mismo tiempo una visión más amplia y difusa de la representación política. En la década de los sesenta, Otto Kircheimer formula así el paradigma del partido catch all5, donde se expresan estos elementos de atenuación ideológica acompañados de las nuevas claves de competitividad electoral que deben asegurar la victoria en las urnas: fuerte liderazgo personalizado, discurso relativamente desideologizado aunque de fuerte atractivo mediático, organización jerárquica y presencia competitiva ante los mass media. La transformación paulatina de los partidos de masas en partidos catch all marca al mismo tiempo una cierta crisis de la bipolarización del sistema de partidos, con la emergencia de partidos centristas6 y los estímulos hacia una dinámica consociacional, apoyada en 3. M. Duverger, Los partidos políticos, FCE, México, 1981. 4. P. Katzenstein, Los pequeños Estados en los mercados mundiales, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Madrid, 1987. 5. O. Kircheimer, «The Transformation of Western European Party System», en J. LaPalombara y M. Weiner (comps.), Political Parties and Political Development, Princeton University Press, Princeton, 1966. 6. La propia noción del sistema de pluralismo polarizado de Sartori (Partidos y sistemas de partidos, Alianza, Madrid, 1980), caracterizado por la presencia de un partido ganador situado en el centro del espectro ideológico con oposiciones bipolarizadas a derecha e izquierda, constituiría un reflejo de estas transformaciones.

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la nueva comunidad de valores compartidos que establecen las constituciones propias del Estado social. El segundo factor de apoyo a la estabilidad gubernamental derivará del apogeo del denominado «parlamentarismo racionalizado», incorporado a las constituciones de posguerra a partir de las anteriores experiencias en contextos de inestabilidad gubernamental. Se trata de todo un complejo instrumental destinado a operar en las relaciones entre ejecutivo y legislativo mediante un doble circuito regulativo superpuesto: en primer lugar, la formalización procedimental de los mecanismos propios del sistema parlamentario, que deben contribuir a dar seguridad jurídica a unos modelos constitucionales que hasta entonces habían sido deudores de la impronta anglosajona propia del liberalismo decimonónico y su confianza en las virtudes de la informalidad como regla de juego no escrita del parlamentarismo (configurando así un modelo relativamente desregulado). Pero, junto al puro procedimentalismo formalista de los nuevos textos constitucionales, la estrategia del parlamentarismo racionalizado introduce en segundo lugar un claro elemento finalista consistente en primar los factores que aseguran la estabilidad del ejecutivo, dificultando los instrumentos de carácter «destructivo» como la moción de censura, mediante el juego interesado de las mayorías: mayorías absolutas para los mecanismos de carácter potencialmente destructivo; mayorías simples para los procedimientos de confianza que sirven de apoyo a la estabilidad del ejecutivo7. Será la combinación de ambos elementos —la regulación constitucional favorable a la estabilidad del ejecutivo y la emergencia de partidos y sistemas de partidos estables— la clave que asegure el apogeo de la gobernabilidad a partir de la segunda posguerra. El resto viene constituido por el nuevo ambiente de paz social y crecimiento económico que sigue al proceso de reconstrucción europea tras el Plan Marshall y que se apoyará, a partir de la guerra fría, en un cierto fenómeno de desplazamiento hacia fuera de la conflictividad de clase. Todo lo cual configura una etapa de relativo optimismo histórico que viene a consolidar el éxito innegable del Estado de bienestar. De este modo quedaban cumplidas las condiciones para la ansiada estabilidad gubernamental tras la traumática experiencia histórica de entreguerras, y en consecuencia de 7. Sobre el tema, cf. en particular J. R. Montero «Parlamento, estabilidad política y estabilidad gubernamental: una recapitulación»: Revista de las Cortes Generales, 4 (1985), quien insiste oportunamente en recordar que los instrumentos del parlamentarismo racionalizado no produjeron sus teóricos efectos de estabilidad cuando más falta hacían, es decir, durante el inestable periodo de entreguerras, sino con posterioridad: lo que significa, pues, que el verdadero elemento nuevo que se incorpora a las democracias europeas tras la segunda guerra mundial para asegurar la estabilidad democrática fueron los sistemas estables de partidos.

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terminadas las coordenadas de partida sobre las cuales se va a configurar el nuevo modelo de Estado social intervencionista. El

diseño de la acción intervencionista: planificación e impulso político

La consolidación de un sistema estable de grandes partidos, unida a la formalización de las reglas de juego parlamentario encargadas de asegurar una integración constructiva de las relaciones entre legislativo y ejecutivo, permiten en efecto sentar en Europa unas bases sólidas para el gran proyecto de gobernabilidad del sistema. Se aporta así un entramado democrático e institucional suficiente al nuevo Estado intervencionista, que deberá encargarse ahora de desarrollar en la práctica los principios de racionalidad y justicia social establecidos constitucionalmente. Sin embargo aunque estas nuevas coordenadas históricas permitían estabilizar el sistema político desde el punto de vista estructural, en cambio, desde el punto de vista funcional no hacían sino abrir las puertas a un nuevo y complejo núcleo problemático: el que viene constituido por el fenómeno del intervencionismo público. Y es que la mera presencia de gobiernos fuertes y estables no asegura en principio y por sí misma el desarrollo de una actividad intervencionista eficiente. Si el logro de la anhelada gobernabilidad constituía, desde el punto de vista estructural, un marco o condición de partida suficiente para iniciar la andadura histórica del nuevo Estado social intervencionista, el desafío inmediato consistirá en la búsqueda de los elementos instrumentales y estratégicos necesarios para asegurar una acción de gobierno eficaz en clave intervencionista. Es decir, una acción capaz de atender tanto a los requerimientos generales de la racionalidad estatal como al logro efectivo de los nuevos principios programáticos y valores sociales o de justicia consagrados constitucionalmente. En consecuencia se trataba ahora de buscar unas claves de racionalidad instrumental que deberían otorgar una nueva dimensión sustantiva a la acción de gobierno, superando la anterior visión reduccionista liberal, que limitaba el papel del gobierno a la mera ejecución de leyes. En principio estas claves de racionalidad se entenderán ubicadas en el horizonte finalista del nuevo sistema de valores sociales consagrado en las constituciones, a partir del cual surgirá la convicción de que, una vez superado el idealismo liberal originario y su confianza ciega en el mercado, el auténtico soporte de la racionalidad y la justicia del sistema deberá emanar ahora del propio Estado. Por lo tanto, el primer elemento de configuración del nuevo orden jerárquico del sistema vendrá constituido por ese conjunto de horizontes finalistas y valores sociales 43


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que se establecen en las nuevas constituciones y que se proyectarán en términos de responsabilidad pública, comprometiendo activamente a los poderes del Estado. La convicción de que el Estado debe ser el auténtico soporte motor de la justicia y la racionalidad del sistema, sustituyendo así al idealismo liberal originario y su confianza ciega en el mercado, opera de entrada un efectivo impacto integrador sobre el conjunto del Estado. Un impacto que, además de colocar al gobierno en una posición central, va a impulsar al legislativo en una dinámica de integración funcional, hasta el punto de orientar el propio sistema de partidos en un cierto sentido «consociacional»8. Así pues, el nuevo paradigma de gobiernos fuertes y estables, apoyados en un parlamento dotado de un alto grado de consenso general sobre los fines generales del sistema, en coexistencia con un sector público crecientemente desarrollado, se va a configurar como el marco de partida encargado de poner en marcha el conjunto de horizontes programáticos del Estado social. Este desafío tendrá inicialmente una doble arena de desenvolvimiento, afectando tanto al campo de la economía como al de la esfera social. El Estado intervencionista, durante su primera etapa histórica, proyecta en efecto dos ejes verticales de racionalidad, que deben afectar tanto al ámbito económico (dirigiendo y regulando el mercado, e incluso sustituyéndolo allí donde este no se haga presente, siguiendo las premisas del pensamiento keynesiano) como al de la sociedad (mediante una acción prestacional y asistencial que preludia el futuro modelo dominante del welfare state). Ahora bien, si el horizonte finalista del nuevo Estado social y sus diferentes arenas de proyección pueden entenderse en principio claramente definidos, el auténtico núcleo problemático se va a acabar desplazando finalmente sobre el ejecutivo, en términos de desafío instrumental: ¿cómo operar para alcanzar tales objetivos de racionalidad económica y justicia social? La rotunda novedad histórica de esta cuestión, y las evidentes dificultades que plantea, explican probablemente el predominio inicial de un modo de abordamiento que podríamos calificar aún como «preintervencionista», en el sentido de entender que el grado de éxito de la acción pública dependerá finalmente de la previa apropiación pública del espacio o del ámbito socioeconómico sobre el que va a incidir su actuación. Es decir, se presume que el Estado podrá actuar sobre la propia esfera estatal, pero no sobre la esfera de la sociedad. Algo que, indirec 8. En su proyección constitucional, la teoría de la integración tiene su expresión en la doctrina de R. Smend, Constitución y Derecho constitucional, CEC, Madrid, 1985. Para la noción de democracia «consociacional», cf. A. Lijphart, «Consociational Democracy»: World Politics, XXI/2 (1969).

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tamente, refleja una cierta desconfianza acerca de la capacidad de las instancias estatales para incidir sobre la esfera de la economía privada y la sociedad de mercado, a partir de la cual se suscitará una dialéctica de trincheras enfrentadas entre lo público y lo privado destinada a mantener una larga inercia a lo largo del tiempo. En consecuencia la acción pública intervencionista se va a enfocar ahora desde la premisa metodológica previa de que solo alcanzará resultados suficientes si opera sobre la propia esfera pública. Por lo tanto, el incremento del intervencionismo público, para atender a los nuevos horizontes finalistas, exigirá en primer lugar el crecimiento paralelo del propio sector público, el cual deberá configurarse, por lo que respecta al ámbito de la economía, siguiendo una estrategia deliberada de nacionalización de sectores enteros de la actividad económica. En el contexto europeo, la adecuación de estas exigencias a una coyuntura propia de reconstrucción de posguerra permitía incorporar suplementos razonables de legitimación histórica. Estaríamos así ante una estrategia que, en principio, cabría caracterizar como algo primitiva desde el punto de vista de la estricta instrumentación intervencionista, en el sentido de que no aspira a disciplinar comportamientos sociales o privados (vinculados en su caso a la libertad de empresa). Lo que implica una cierta desconfianza de partida acerca de la capacidad real del Estado para incidir con éxito en el ámbito propio de la sociedad y del mercado. Esta apropiación pública de sectores estratégicos de la economía permitiría entonces desproblematizar transitoriamente las claves instrumentales de la acción, en la medida en que el Estado deberá limitarse a administrar su propio sector público. Es decir, un conjunto de ámbitos como la energía, las comunicaciones, ciertos servicios básicos o incluso la industria estratégica y militar, que pasan a configurar el amplio sector público económico. Al mismo tiempo, este nuevo panorama permitirá ofrecer a los partidos mayoritarios gobernantes un circuito de control instrumental sobre la acción a través de la lógica del spoils system: desde esta perspectiva, la acción de gobierno consistirá entonces en ocupar con las nuevas cohortes de tecnócratas los ámbitos del sector público nacionalizado y sus empresas públicas, que serán administradas según una estrategia de tipo managerial apoyada en una racionalidad de carácter tecnocrático. Este ideal de verticalidad, o modelo top/down, según el cual la racionalidad del sistema es creada desde arriba por el Estado, estaba presente en las visiones doctrinales de la teoría del Estado de la primera mitad del siglo xx9. En su proyección más primaria, vinculada al con 9. Tras la crisis del Estado liberal, el viejo ideal subyacente de que la sociedad de mercado constituía en última instancia un soporte de racionalidad suficiente para el conjunto del sistema ha decaído ya, y las nuevas exigencias de racionalización de la realidad

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texto de fuerte desarrollismo económico y reconstrucción nacional de las décadas de posguerra, el apogeo verticalista de la acción de gobierno comenzará a ponerse en práctica a través del nuevo tipo de racionalidad tecnocrática, cuya manifestación más significativa se expresa en el ideal de la planificación. En coincidencia con el momento de máximo esplendor de la Unión Soviética, la planificación se va a configurar históricamente, hasta bien entrada la década de los sesenta, como el primer gran paso en la puesta en marcha por parte del gobierno de una acción intervencionista racional y unificada, implicando al mismo tiempo una actitud beligerante en la configuración de un amplio sector público económico, que exige la reserva para el Estado de determinados sectores de la economía. La dinámica de estatalización de la sociedad, y sobre todo de la economía, se configura así como la pauta instrumental sobre la que incidirá la acción de gobierno durante esta primera etapa histórica. Sin embargo el ideal estratégico de la planificación, de particular éxito en Francia durante los años sesenta10, suscitaba al menos dos tipos de inconvenientes a medio o largo plazo: por una parte, el principio de racionalidad tecnocrática aplicada desde el sector público presenta una consistente línea de colisión con la propia lógica del libre mercado y sus postulados subyacentes de propiedad privada y libertad de empresa. En este contexto, la reserva para el sector público de sectores estratégicos de la economía acababa presentando límites y contradicciones finales que, a la postre, terminarían afectando a la propia dinámica concurrencial del mercado. La posterior emergencia del fenómeno de la stagflation, que rompía con los postulados de la racionalidad keynesiana en la concepción del proceso económico, constituirá el preludio de la siguiente etapa de grandes reprivatizaciones y reconversión industrial, que se desencadena sobre todo a partir de la primera gran crisis petrolífera de 1973. Pero además de su potencial disfuncionalidad en el plano económico, el paradigma planificador suscitaba, por otra parte, un amplio campo de colisión con la propia esfera política al restringir las posibilidades de expresión del pluralismo y de la alternancia en el desarrollo de la acción de gobierno. Si el sector público debe administrarse mediante una estrategia de planificación a través de pautas de racionalidad estatal de dimensión hasta cierto punto suprapartidista, la acción de gobierno tendría que limitarse a la mera administración de las cosas, sin disponer van a experimentar un desplazamiento verticalista que conduce a reforzar el protagonismo autónomo del propio Estado, entendido como soporte activo de la racionalidad y de la justicia del sistema. Cf. A. Porras, Introducción a una teoría del Estado postsocial, PPU, Barcelona, 1988. 10. Cf. una perspectiva en P. Bauchet, La planification française. Vingt ans d’expérience, Seuil, París, 1966; J. Fouretié y J. P. Courtheoux, La planification économique en France, PUF, París, 21968.

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apenas de posibilidades para modificar las orientaciones políticas según las oscilaciones en la mayoría. Un modelo de gobierno ideal, sobre estas coordenadas, solo podría expresarse acaso en el ejemplo de una «gran coalición» que redujera las posibilidades de alternancia y pluralismo en el gobierno. Desde esta perspectiva, el paradigma de la planificación presenta pues un mayor grado de rigidez que su posterior gran alternativa, la doctrina del impulso político de origen italiano: una nueva y emergente concepción de la acción de gobierno cuyas raíces remotas se situaban paradójicamente en el entorno de las teorías fascistas, donde servía para justificar la posición de liderazgo del presidente como expresión de una relación —mediada por el partido— con el conjunto del pueblo. La posterior recuperación de tal doctrina en el contexto constitucional posfascista se montaría sobre dos parámetros fundamentales: por una parte, la visión del indirizzo politico como una tarea de concretización o desarrollo de la Constitución; por otra, mediante su apoyo fundamental en la mayoría política que, como factor de gobernabilidad, constituye al final el soporte mismo del gobierno en un sistema de tipo parlamentario11. Cuando a partir de finales de los años sesenta el poderoso Partido Comunista Italiano comienza a comprobar que, pese a la dificultad geoestratégica de acceder al gobierno, podía sin embargo condicionar la acción del mismo desde su posición en el parlamento, las coordenadas finales para una aceptación generalizada de esta nueva doctrina quedaban plenamente fijadas. De este modo, ambos componentes —el referido al desarrollo constitucional y el conectado con la dinámica partitocrática— van a servir de cauce a la teoría del impulso político, desde la cual se perfila una clara consolidación de la nueva centralidad gubernamental durante la primera gran etapa de apogeo del Estado social intervencionista en Europa. Gobiernos estables, amparados en amplias mayorías parlamentarias, y comprometidos en la puesta en marcha del programa constitucional del Estado social mediante el uso de estrategias de programación política, configuran así el paradigma central del Estado social a partir de los años sesenta del siglo xx. El gobierno, como eje central de impulso del sistema, deberá concentrarse ahora en establecer los objetivos generales del Estado para el periodo de la legislatura, canalizando toda su actuación posterior a través del parlamento y de la administración, contando en principio con la validez de los modelos institucionales preestablecidos y sus sistemas tradicionales de control: el control parlamentario de dimensión esencialmente po 11. Cf. una panorámica en I. Fernández Sarasola, «Dirección política y función del gobierno en la historia constitucional»: Historia constitucional. Revista electrónica de Historia constitucional, 4 (2003).

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lítica sobre el gobierno, y el control jurisdiccional sobre la administración. En términos institucionales, la anterior posición subordinada del gobierno frente al parlamento, propia del liberalismo, será sustituida por un compromiso simbiótico o de carácter sinalagmático entre ambos, que nace de los mecanismos de la confianza política, bien afianzados mediante el cemento del parlamentarismo racionalizado: de ahí que la noción de impulso político se mueva ambivalentemente entre la centralidad activa del gobierno y la paralela centralidad estratégica del parlamento (o más bien de su mayoría)12; suscitándose así un difuso ambiente de consenso partidista en torno a los grandes objetivos del Estado, formulados en cada legislatura. De este modo la lógica parlamentaria —tras su consolidación en torno al paradigma del parlamentarismo racionalizado— será la que sirva de marco, al menos en primera instancia, a la propia acción de gobierno: y por eso, el primer ámbito de proyección de la función de impulso generada desde el gobierno se situará en la propia arena parlamentaria, a partir del tipo de mayoría surgido de las urnas, suscitando una relación congruente de tipo «cuasisinalagmático», que se deduce del vínculo de la confianza política a través de la cual se conectan legislativo y ejecutivo mediante la respectiva mayoría. Impulso político e intervencionismo en el Estado de derecho El impacto de esta nueva dimensión estratégica, de origen esencialmente político, sobre el organigrama institucional del modelo de Estado de derecho, va a suscitar sin embargo algunos problemas de ajuste cuyos desarrollos se proyectarán en el medio o largo plazo. Como hemos sugerido, la visión inicial de esta primera estrategia intervencionista asumida por el Estado seguía impregnada todavía de ciertos prejuicios de tipo «preintervencionista», en el sentido de entender que todo lo que se proyecta desde el sector público puede ejecutarse de forma automática siempre y cuando opere dentro de una esfera de previa «apropiación pública», o sea, en el seno del propio sector público. Encuadrando el problema en una perspectiva jurídica, el principal eje conflictivo sería apuntado a partir de Forsthoff13 al detectarse la aparición de algunos circuitos de tensión que afectarán a la congruencia general del sistema, sobre todo desde el momento en que se incrementa la actividad 12. A. Manzella, Il Parlamento, Il Mulino, Bolonia, 1977 (reed. 2003). 13. E. Forsthoff, El Estado en la sociedad industrial, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1975.

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administrativa en clave intervencionista: bien sea porque se produce un enfrentamiento entre el plano de lo reglado o ajustado al orden racional del ordenamiento jurídico frente al espacio de la mera oportunidad, o incluso eventual arbitrariedad estratégica, de la acción administrativa; o bien, alternativamente, entre el plano estratégico de la orientación política del gobierno frente al plano condicional y legal de la tradicional lógica burocrática de raíz weberiana. Por lo que respecta al ámbito de la actividad económica, la contradicción podía ser salvada transitoriamente en la medida en que el Estado va a poder disponer de un sector público propio, susceptible de ser atendido por una naciente estructura tecnocrática relativamente «nueva» en términos históricos y diferenciada del resto. En cambio, la instancia burocrática tradicional tendría que enfrentarse a partir de ahora a una auténtica jungla ignota a la hora de poner en marcha las primeras políticas sociales y prestacionales que debían impactar sobre el tejido social, para tratar así de generar las consecuencias previstas en las cláusulas finalistas de las constituciones. La confianza en que la dimensión estratégica expresada en la función de impulso gubernamental apoyado en la mayoría podía —o debía— acabar generando las consecuencias previstas, se montaba en principio sobre la consistencia institucional del propio circuito político-representativo: particularmente en la medida en que este, en un sistema parlamentario, se ajusta a una suerte de integración simbiótica entre legislativo y ejecutivo, y se fundamenta al mismo tiempo en la legitimidad del monopolio decisional de la mayoría, sustanciado por vía electoral. Mientras que el circuito de la representación política se pudiera seguir entendiendo como un monopolio legítimo para decidir sobre el conjunto del Estado, podría presumirse una cierta automaticidad en la relación global causa-efecto que debe presidir la acción sobre el conjunto del sistema. De este modo la actuación del gobierno podía ser concebida en última instancia como auténtico núcleo impulsor o dinámico del proceso democrático general del Estado. Se trata de una visión general que, incluso proyectada en una perspectiva funcionalista de mayor amplitud —al estilo de David Easton14—, permite conformar una relación congruente entre el sistema de demandas o inputs del sistema social y el conjunto de respuestas que se generan desde la esfera pública en términos de outputs. El ciclo general de la acción se va a diseñar así, según la teoría del impulso político, siguiendo un proceso agregativo de demandas que llevan a cabo los partidos en sus respectivos programas para, una vez revalidados en las urnas, conformar una mayoría a partir de la

14. D. Easton, Esquema para el análisis político, Amorrortu, Buenos Aires, 2006.

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cual se determinará el posterior programa de gobierno. A partir de este programa de gobierno se iniciará posteriormente la fase de output o de estricta acción pública, que deberá progresar desde la política legislativa para, a través de la función ejecutiva y la actuación burocrática, acabar generando sus efectos finales sobre el tejido social. Se trata pues de todo un proceso sistemático y global que en última instancia será impulsado y protagonizado por los partidos políticos a través de sus mayorías estables de gobierno. Tal soporte representativo, unido a la ventaja adicional de que el modelo indirizzo permite integrar unificadamente los dos circuitos institucionales centrales del sistema, parlamento y gobierno, acaba eliminando cualquier tipo de incertidumbre en la relación entre el plano estratégico de la acción de gobierno y el plano de la apropiación pública de la realidad social. En este contexto circular y unificado podría afirmarse que toda emergencia circunstancial de la sociedad civil o del tejido social organizado que no sea el tradicional plano de diálogo patronal-sindicatos; o mejor, todo intento de bloqueo, oposición o rechazo a las estrategias de acción política que pueda surgir desde el seno de la sociedad civil, podrá ser considerado como un atentado contra la legitimidad del sistema. Bien sea por violar el consagrado postulado de la representación política, o bien por constituir una intromisión ilegítima de intereses privados que, vía grupos de presión y procesos de lobbyng, contradicen el interés común sustanciado por la vía representativa. Al menos hasta el gran impacto de «Mayo del 68» y sus derivaciones posteriores, la única vía de malestar social tolerada legítimamente por el sistema sería la que se canaliza a través de la vía sindical, afectando en consecuencia al núcleo socioeconómico de la acción del gobierno, pero sin posibilidad de afectar de otro modo al circuito estratégico de la orientación política gubernamental. Desde la perspectiva del proceso general de aprendizaje en torno al propio intervencionismo público, que ahora parece iniciarse en los circuitos estratégicos que conforman la burocracia y la administración, la primera novedad sería que la consolidación del Estado social intervencionista comienza a preludiar una lógica propia de políticas públicas, en el sentido de que aparecen procesos de sectorialización de las líneas de acción pública, implicando un cierto grado de especialización tecnocrática, generándose impactos sobre el tejido social y una creciente preocupación por la atención específica a demandas y necesidades sociales. El gran manto protector del Estado social, ya consolidado, comienza pues a expandirse sobre el conjunto, generando en principio sus consecuencias positivas. Sin embargo el soporte instrumental a través del cual se va a diseñar inicialmente en Europa este proceso de acción pública se sitúa en torno a la originaria noción de servicio público, donde se expresaría la dimensión de «apropiación pública» proyectada no ya en el ámbito económi50


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co, sino en la esfera de la propia sociedad15, con sus implicaciones en términos de universalismo, gratuidad y dimensión pública. Lo que viene a conformar un modelo de acción donde los ciudadanos y colectivos de beneficiarios no podrán ubicarse en un rol activo (puesto que no son más que meros administrados, sometidos al poder de imperium de la administración) y donde, en consecuencia, toda presencia directa del tejido social en este ámbito quedaría finalmente deslegitimada como expresión del paradigma negativo del puro «grupo de presión», que pretende alterar desde la perspectiva de sus intereses egoístas la consagrada legitimidad del circuito de impulso político general, de origen representativo, plasmado en el correspondiente soporte legal16. La noción originaria de servicio público se ajustaría coherentemente al monopolio decisional de la esfera político-representativa, en una visión estrictamente estatal, de proyección vertical o top/down, sin implicar una paralela presencia activa de las redes sociales de ciudadanos afectados, confirmando así el predominio de una estructura burocrática pública autónoma, configurada legalmente y ajustada a determinados fines legales y rutinas procedimentales. Nuevamente la acción pública intenta reservarse así un espacio público de proyección autónoma, donde se intentará excluir la presencia activa de la sociedad civil y sus intereses «egoístas» sobre la esfera estatal; del mismo modo que el sector público de la economía intentaba igualmente prescindir de la esfera del mercado privado, configurándose como una esfera de actuación exclusivamente pública. En consecuencia, el proceso de aprendizaje del intervencionismo solo podrá focalizarse sobre la propia esfera pública, sin implicar a la sociedad civil, suscitando una perspectiva valorativa que se reducirá a la pura dimensión de eficiencia. El buen funcionamiento del sistema dependerá entonces del uso adecuado de los recursos públicos en relación con los fines legales establecidos: unos recursos que inicialmente, en un contexto histórico expansivo, parecen percibirse como una suerte de circuito en crecimiento interminable que, incluso a costa del endeudamiento del Estado, solo pueden generar resultados positivos sobre el conjun-

15. A partir fundamentalmente de M. Hauriou, Précis de Droit Administratif et de Droit Public, Sirey, París, 1911; aunque contando con los singulares precedentes, a veces discrepantes, de autores de la llamada escuela de Burdeos, como L. Duguit o G. Jèze. Cf. sobre el tema M. Bassols, «Servicio público y empresa pública. Reflexiones sobre las llamadas sociedades estatales»: Revista de Administración Pública, 3 (1984). 16. De ahí la lenta y dificultosa recepción en Europa de los enfoques neocorporativistas que se desarrollan particularmente en el ámbito del discurso sociológico, pero sin conseguir proyectarse ni en la órbita del circuito político-representativo ni en el ámbito jurídico, pese a la fundamental obra precursora de Léon Duguit, dejada relativamente en el olvido. Sobre el tema cf. Ph. Schmitter y G. Lehmbruch, Trends Toward Corporatist Intermediation, Sage, Londres, 1979.

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to del sistema17. O sea, en la medida en que los objetivos y valores programáticos del Estado social se concretizan en forma de servicios públicos, deberá entenderse que tales servicios públicos se conforman de un modo automático, siguiendo pautas de racionalidad legal-burocrática de carácter estrictamente estatal, como una suerte de mullida alfombra por donde podrá caminar el conjunto de la ciudadanía sin otro requisito que el de la mera pertenencia. Un entramado razonablemente armónico, donde los horizontes finalistas y las consecuencias esperadas se acabarán diluyendo en el gran manto racionalizador y automático de la racionalidad legal-burocrática de origen weberiano. Política y administración se configuran así como los circuitos centrales e interdependientes encargados de dirigir y canalizar la acción, siguiendo una lógica jerárquica o top/down carente de interferencias procedentes de la sociedad civil. La política y el derecho se convertirán en los dos grandes circuitos explicativos de la acción pública, conforme a una perspectiva verticalista que viene a consagrar el postulado de la racionalidad estatal, fundamentada en los grandes valores de justicia establecidos en la Constitución. Dos circuitos que, al mismo tiempo, servirán para delimitar los procesos de aprendizaje histórico acerca del desarrollo efectivo del intervencionismo público. El

programa de gobierno

El núcleo central y auténtico elemento motor de todo este proceso deberá surgir de una concreta programación de la actividad gubernamental que se diseña al comienzo de la legislatura, plasmándose en el programa de gobierno. Se trata de un ejercicio de racionalidad estratégica que debe concretarse en un complejo programático y sistemático dotado de una cierta dimensión prescriptiva, pero que sin embargo no tiene en principio un carácter «autónomo»; es decir, no es en rigor «creado» por el gobierno. Al menos en la medida en que, por una parte, constituye una concreción del programa del partido ganador y, por otra, debe expresar al mismo tiempo una relación de confianza política con el parlamento. Estamos ante el momento inicial de la investidura del gobierno, que coincide con la presentación de su programa general ante la cámara, a partir del cual la mayoría generará una dinámica de impulso transversal 17. Estaríamos pues por utilizar la terminología de March y Olsen, ante una auténtica integración entre las expectativas o consecuencias esperadas por parte de la mayoría gobernante y la propia adecuación de los circuitos públicos que, de forma más o menos automática, deberán generar tales consecuencias. Cf. J. G. March y J. P. Olsen, Rediscovering Institutions, Free Press, Nueva York, 1989; Íd., Democratic Governance, Free Press, Nueva York, 1995.

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sobre el conjunto del sistema durante el periodo de la legislatura, conforme a la acreditada teoría del impulso político. Su origen democrático se incardina en el programa del partido ganador de las elecciones, o en su caso, en el correspondiente pacto de coalición o de legislatura; aunque dando por supuesto que los objetivos programáticos deberán situarse dentro del horizonte finalista de la propia Constitución. El programa de gobierno constituye entonces una previsión de la acción estatal para cuatro años, lo que implica la presunción de un ambiente general de estabilidad del sistema durante ese periodo, tanto en un sentido estrictamente político como, más ampliamente, de estabilidad histórica a medio plazo. En principio debe entenderse que constituye un ejercicio de racionalidad instrumental o transitiva: es decir, el programa de investidura no sería en rigor un acto «creativo» autónomo, sino una mera concreción instrumental del programa del partido ganador, proyectado sobre el horizonte cuatrienal de la legislatura. Por lo tanto, su elaboración no requiere del ejercicio de una capacidad autónoma de diagnosis problemática sobre el estado de la nación. En todo caso, tal diagnóstico previo se supone que ha debido ser realizado por el partido ganador a la hora de diseñar su programa, con el auxilio iluminador de su correspondiente bagaje ideológico, siendo revalidado posteriormente por el electorado en las urnas. El discurso de investidura deberá limitarse entonces a la mera concreción de prioridades a partir de la posición estratégica asumida por la mayoría, teniendo en cuenta sus perspectivas de futuro, mediante el diseño de una agenda de gobierno que va a quedar comprometida ante la cámara. En la medida en que se trata en última instancia de una expresión concretizadora de la voluntad del electorado, el programa de gobierno aprobado en la investidura deberá entenderse como el auténtico soporte democrático de todo un proyecto de acción racional unitario-sistemática, capaz de desplegarse dinámicamente hacia el conjunto del sistema estatal. De tal modo que, en rigor, no quedarán apenas esferas inmunes o exentas del impulso político. A través de la teoría del indirizzo politico, la lógica democrática del Estado de partidos parece capaz de iluminar de una forma dinámica y transversal toda la estructura del Estado de derecho en su conjunto. Incluso el poder judicial independiente, condicionado por la necesidad de actuar sobre soportes legales, será una simple pieza más del organigrama. Tal racionalidad instrumental deberá proyectarse en primer lugar sobre el propio parlamento mediante la previsión de una serie de iniciativas legislativas: lo que exige que el contenido primordial del programa de gobierno sea, en primera instancia, una relación de futuros proyectos de ley. Se trata pues de transformar orientaciones políticas en leyes, dando por supuesto que la lógica del propio mandato legal será la en53


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cargada de generar las consecuencias posteriores sobre el conjunto del sistema. La política convertida en derecho: aquí residiría el sentido más sustancial de la función de impulso del gobierno, apoyado por la mayoría de la cámara. Y en consecuencia, las leyes entendidas no como expresión de paradigmas sustantivos de justicia, sino como decisiones políticas de la mayoría. En cuanto conjunto de mandatos dotados en principio de una dimensión prescriptiva general, tales leyes se proyectarán con su fuerza normativa sobre el conjunto del sistema, suscitando así una dimensión unitaria y unificante de la acción estatal. La confianza en la lógica del mandato normativo como fuente suprema de impulso general del sistema, además de expresar una línea de continuidad inercial con el anterior modelo de Estado de derecho, permite desproblematizar la posición del siguiente circuito instrumental: el que integran los aparatos burocráticos de la administración, pues estos se limitarán a desarrollar sus rutinas subordinadas mediante la mera ejecución o aplicación de las leyes. En todo caso, podrá aceptarse —acaso como primer argumento de un proceso de aprendizaje— que tales leyes deberán abundar en el establecimiento de horizontes finalistas, donde se concretiza el sentido estratégico del tipo de mandato político que contienen. La presencia de cláusulas finalistas (o de sus justificaciones, en el preámbulo de las leyes) constituye así una precaución adicional para asegurar el sentido estratégico de la acción, evitando cualquier desviación en el proceso aplicativo que debe llevar a cabo la administración pública18. En su concepción originaria, el discurso de investidura carecería pues de otros perfiles consistentes más allá de su previsión de una serie de iniciativas legislativas: es decir, a este segundo nivel se trataría de un simple instrumento retórico que solo puede limitarse o bien a explicitar las claves de los consensos sobre los que se fundamentan los correspondientes pactos políticos encargados de asegurar la gobernabilidad, o bien a reiterar los horizontes finalistas generales que van a justificar la acción política durante el periodo de la legislatura. Por lo tanto, las claves del compromiso que se ha de gestar entre ejecutivo y legislativo en términos de confianza política tienen una dimensión interinstitucional u objetiva y, en principio, durante el acto de la investidura apenas se proyectan de forma directa hacia la ciudadanía, salvo en la pura y original manifestación de un determinado perfil personal o «estilo» de gobierno. Aunque el ejecutivo cuente indirectamente con la confianza de todos los ciudadanos, su proyecto de gobierno se apoya exclusivamente en la confianza de la cámara. 18. Sobre la noción de «racionalidad finalista», cf. H. Willke, «Three Types of Legal Structure: the Conditional, the Purposive and the Relational program», en G. Teubner (ed.), Dilemmas of law in the welfare state, Walter de Gruyter, Berlín, 1986.

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La concepción mecanicista de la acción que subyace en esta visión global del proceso se sigue montando en última instancia sobre el soporte causal de la fuerza normativa de las leyes, entendidas ahora fundamentalmente en su dimensión programática. Por lo tanto, el proceso dinámico del sistema se fundamenta en un cierto optimismo finalista, donde la preocupación por los instrumentos o los medios de acción que deben asegurar los resultados perseguidos brilla más bien por su ausencia; al menos siempre que exista la adecuada disponibilidad financiera. De ahí que la propia noción de ley intervencionista o ley-medida siga siendo en parte una categoría extraña y excepcional recibida tardíamente por la doctrina19; o en todo caso, que se considere suficiente con la disponibilidad por parte del gobierno de un mecanismo de canalización urgente de la acción a través de instrumentos normativos atribuidos al ejecutivo, como los decretos-leyes. El hecho de que en la práctica histórica sean precisamente los decretos-leyes los principales instrumentos de desarrollo del Estado intervencionista, no parece perturbar durante sus etapas originarias la consagrada racionalidad finalista de la función de impulso político, diseñada a partir del programa de investidura: pues, en todo caso, el uso —o abuso— de los decretos-leyes respondería a meros problemas coyunturales de ajuste de agenda, pero siempre contarán a posteriori con el visto bueno de la mayoría parlamentaria. Sin embargo esta visión compacta y congruente de la programación gubernamental, entendida como instrumento central del proceso general de la acción, presenta al menos dos deficiencias insalvables. En primer lugar, el gobierno tendrá que responder, como es lógico, a los problemas emergentes o sobrevenidos que suscita la propia realidad, lo que implica una cierta degradación en la concepción general de la acción pública entendida como resultado de una programación precisa y cerrada, prediseñada de forma global apriorística, y proyectada a lo largo del tiempo; por más que esté dotada de plena legitimidad electoral y cuente con un soporte parlamentario suficiente. Se trata de un fenómeno que se producirá con mayor intensidad en contextos históricopolíticos inestables. En segundo lugar, la concepción general del impulso político presenta graves dificultades para procesar coherentemente la noción de no-acción, en la medida en que esta podrá ser percibida como un incumplimiento de los compromisos o promesas adquiridos; de ahí que frecuentemente los periodos finales de la legislatura se conviertan en momentos de especial efervescencia o hiperactividad, tratando de suscitar ante el electorado la convicción de unas promesas plenamente cumplidas.

19. C. Mortati, Le leggi provvedimento, CEDAM, Padua, 1968.

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El circuito de entrada y los problemas de la representación La centralidad activa del gobierno como instrumento motor de la función de impulso dependerá pues, según la teoría del indirizzo politico, de su dimensión instrumental o transmisora: es decir, el gobierno no resulta ser el centro generador de una filosofía estratégica plenamente autónoma, inspirada en su caso en una racionalidad sustantiva propia, sino un mero circuito de transmisión y concretización de demandas cuyo auténtico eje impulsor serían más bien los partidos representados en el parlamento. La función de gobierno vendría a ser pues como la catapulta a través de la cual los partidos mayoritarios consiguen finalmente incidir sobre la maquinaria legal y burocrática del Estado para generar desde ahí las respuestas a las demandas ciudadanas previamente agregadas en sus respectivos programas. Semejante visión circular del flujo de entrada/demandas y salida/ ofertas del sistema constituye sin duda un noble referente legitimador para la democracia de partidos, permitiendo entender la tensión dinamizadora e impulsora que estos transmiten sobre la estructura de los aparatos públicos en el contexto del Estado social intervencionista. Aunque siempre teniendo en cuenta que todo el amplio conjunto de orientaciones finalistas surgidas del gobierno debe ajustarse al marco programático establecido en la norma constitucional. La visión general del sistema que ofrece la noción de indirizzo politico parece consolidar así un paradigma de racionalidad instrumental plenamente vigente a partir de la segunda mitad del siglo xx, que puede considerarse en cierto modo como el último gran sueño racional de la modernidad en la teoría del Estado, pero que sin embargo comienza a experimentar una emergente fenomenología de crisis durante las décadas finales. Y es que todo el amplio proceso dinámico que se expresa en la noción del impulso político se monta sobre un conjunto de presunciones idealistas cuya vigencia histórica efectiva comenzará a ser revisada en paralelo a la propia evolución del Estado intervencionista. El diagnóstico sobre las deficiencias en el circuito de entrada, o de canalización de demandas, ha tenido seguramente un mayor desarrollo en Europa debido a que es aquí donde el Estado de partidos ha llegado a adquirir un mayor protagonismo histórico. Por una parte, la temprana formalización de la «ley de bronce» sobre la democracia interna de los partidos políticos a partir de Robert Michels20 parece abrir una primera serie de interrogantes sobre el grado efectivo de permeabilidad o aper 20. R. Michels, Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna [1911], Amorrortu, Buenos Aires, 1969.

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tura de los aparatos partidistas ante los influjos del ambiente exterior. Por otra parte, y aun aceptando un razonable déficit estructural de democracia interna de los partidos, ello no debería afectar en principio a la estricta dimensión funcional de captación, concreción y transmisión de demandas sociales que teóricamente estos llevan a cabo (del mismo modo que operan las empresas en el mercado). Máxime cuando se supone que tales partidos, al adaptarse al paradigma histórico del partido catch all, han tenido que desideologizarse previamente, atenuando así cualquier tipo de sesgo selectivo en su capacidad potencial de agregación de demandas. Proceder pues a una agregación de demandas sociales en un contexto histórico donde la dinámica expansiva propia del welfare state impulsa precisamente hacia una tendencia incrementalista de tales demandas, constituye sin duda una tarea plenamente funcional y congruente. Otra cosa distinta es que tal agregado de demandas consiga incorporar en sí mismo una determinada racionalidad instrumental o estratégica desde la perspectiva de la futura acción de gobierno: en primer lugar, porque las propuestas que contiene un programa electoral determinan en su caso el qué pero no el cómo de la futura acción (que se dará por supuesta a partir del automatismo instrumental de la burocracia y los aparatos públicos); y en segundo lugar, porque a la hora de filtrar o procesar las demandas sociales que se van a incorporar al programa del partido, y en la medida en que se trata inicialmente de meras propuestas electorales, la consistencia ideológica y la supuesta racionalidad estratégica (desde la perspectiva de la futura acción de gobierno) tenderán a ser sustituidas por el predominio de la dimensión competitiva y su proyección seductiva y electoralista sobre el mercado electoral. De una forma congruente con la lógica competitiva del proceso democrático, siguiendo la visión formulada originariamente por Schumpeter, los programas de los partidos tendrán que configurarse preferentemente como un instrumento al servicio de la competitividad electoral. La visión del proceso sería más clarificadora si se analiza desde la perspectiva de los propios votantes: pues la hipótesis de una explicación racional del voto a partir del análisis riguroso por parte de los ciudadanos electores de todos y cada uno de los programas de los partidos que concurren a las elecciones, resulta ser un imaginario absolutamente alejado de la realidad. Frente a la dimensión instrumental o transmisora que la teoría del impulso político pretende atribuir a los programas de los partidos, la posición del ciudadano-elector abandona su teórica función de soporte decisional racional para aproximarse finalmente en la práctica al paradigma del consumidor pasivo, dispuesto a dejarse capturar por las mejores estrategias publicitarias y de marketing que se diseñen desde el cártel de partidos dominantes. 57


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Así pues, frente a la hipótesis de una concepción instrumental o transmisora del proceso político-electoral, la realidad confirmaría alternativamente la concepción del circuito partitocrático como un auténtico diafragma interpuesto entre sociedad y Estado. Un circuito que se mueve de forma autónoma conforme a su propia dinámica competitiva21 orientada hacia la conquista del poder en el mercado de votos, más que hacia la transmisión de un marco racionalizado de demandas ciudadanas desde la sociedad hacia el Estado. En consecuencia, el ejercicio ciudadano del derecho de sufragio, más allá de su proyección legitimadora para decidir quién debe gobernar, no conseguirá articularse como expresión atomizada de un proceso transmisor de contenidos congruentes acerca de en qué debe consistir la acción de gobierno, y mucho menos acerca de cómo deberá desenvolverse la misma. Por lo tanto, si partimos del postulado de que el sistema de partidos constituye un auténtico diafragma interpuesto entre sociedad y Estado, que se mueve conforme a sus propias exigencias de competitividad, solo cabe concluir que, conforme a la filosofía instrumental implícita en la teoría del impulso político, una vez operado el milagro creativo de la representación y una vez conformada la correspondiente mayoría que va a gobernar, será entonces la propia mayoría gubernamental (es decir, el futuro gobierno) la que deberá asumir un cierto grado de autonomía en el diseño de su programa de gobierno, conformando así un momento de centralidad creativa para el diseño programático de la acción que deberá concretarse en el momento de la investidura. Desde el punto de vista metodológico, ello supondrá que, en la medida en que se incrementa la autonomía funcional del gobierno en el diseño de su futuro programa de acción, la validez interpretativa general de la teoría del impulso y su visión transmisora-instrumental tiende a decaer paralelamente; y en consecuencia la idea implícita de una relación intercausal o transitiva entre demandas procesadas por los partidos vía electoral y respuestas diseñadas desde el gobierno deberá revisarse críticamente. Este debilitamiento de la congruencia general de la teoría del impulso político en su fase de entrada, durante el momento de la representación, suscitará un primer tipo de respuestas que parecen orientadas a suplementar las emergentes deficiencias del modelo. Se trata de respuestas que pretenden operar en una dimensión constructiva o de reforzamiento del proceso general del impulso político, a partir de una primera constatación de sus relativas insuficiencias. Una primera línea de respuesta consistiría en considerar el programa electoral no tanto como un riguroso marco unitario racional-estra 21. C. Offe, Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Sistema, Madrid 1982.

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tégico para la acción del gobierno, sino como una especie de banco de datos de iniciativas potenciales del futuro gobierno que en última instancia son expresión de demandas o necesidades ciudadanas; en el momento de la investidura se procedería a extraer de ese banco de datos un primer bloque congruente de propuestas, dotadas de una cierta racionalidad estratégica ajustada a las exigencias de gobernabilidad del periodo de la legislatura. Más allá de este ejercicio inicial de diseño programático, el programa electoral puede acaso conservar sus virtudes a modo de reserva remanente de propuestas susceptibles de ser espigadas sobre la marcha según aconsejen las circunstancias. Lo que equivaldría a considerar al programa como una especie de archivo básico de datospropuestas a partir del cual se construye en la práctica la agenda del gobierno, conforme a las exigencias de las circunstancias cambiantes. Las propuestas finalmente no seleccionadas configurarían entonces el lado oculto de la agenda, en términos de no-acción. Desde esta perspectiva, el carácter agregativo o incluso acumulativo del programa electoral, sin el menor atisbo inicial de racionalidad estratégica o sistemática, constituiría una evidente ventaja al integrar un amplio listado potencial de propuestas susceptibles de ser seleccionadas en cualquier momento. Los elementos que finalmente no se activen, es decir, que se acaban procesando negativamente desde la perspectiva de la no-acción, quedarán en un razonable grado de opacidad y deberán ser considerados finalmente como irrelevantes. De esta manera, la labor creativa del gobierno a la hora de diseñar el programa de investidura no se acaba desvinculando de su función instrumental o transmisora, en la medida en que finalmente las propuestas de gobierno serían siempre extraídas del saco del programa electoral. Una segunda vía de reforzamiento del circuito general de impulso del sistema para tratar de suplementar sus deficiencias consistirá en operar un cierto desplazamiento hacia la dimensión subjetiva de la representación. En alguna medida se trata de una recuperación de las visiones sinalagmáticas implícitas en la concepción de la representación parlamentaria y en el paradigma de la confianza política: la reorientación consistiría en entender el núcleo central de las prioridades de acción de gobierno como un cumplimiento de promesas formuladas a la ciudadanía durante el periodo electoral. O sea, constituiría la expresión de un imaginario «contrato social» firmado por el candidato con sus electores, o con el conjunto de la nación. En este caso no se trata pues de la dimensión objetivadora que genera el programa del partido como elemento racionalizador de la relación representativa, sino más bien de la pura confianza personal o subjetiva que tratan de suscitar determinados candidatos, bien sea en torno a sus perfiles subjetivos como persona o bien en torno a concretas propuestas estrella, donde se com59


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promete la relación de confianza del líder-candidato ante sus potenciales electores22. En ocasiones el reforzamiento de esta dimensión sinalagmática puede proyectarse mediante el pintoresco expediente de depositar determinadas propuestas electorales ante notario, tratando así de suscitar un componente de compromiso y de transparencia pública que iría más allá del puro mandato representativo. En otros casos, el compromiso electoral se configura como un puro elemento personalizado de la confianza subjetiva, a modo de imaginario contrato firmado entre el candidato y sus electores: un mecanismo que permitiría teóricamente remontar los inconvenientes de la degradación ideológica y la falta de confianza ciudadana en las estructuras partitocráticas. Pues más allá del desgastado modelo de la partitocracia, estarían al final las propias personas, es decir, los líderes o dirigentes políticos, proyectando sensaciones de seguridad, integridad y confianza; elementos subjetivos que teóricamente deberían servir para suplementar las deficiencias del sistema representativo. En definitiva, las insuficiencias detectadas en la concepción objetiva e instrumental-agregativa del circuito de entrada o de canalización de demandas sociales, conducirían a afirmar una relativa autonomía creativa del gobierno a la hora de diseñar sus estrategias de acción; lo cual viene a poner en crisis la dimensión transmisiva y la validez explicativa general de la teoría del impulso político. En la medida en que el gobierno debe atender a ciertos criterios de racionalidad estratégica de carácter autónomo, la vigencia general de la teoría parece decaer y, en consecuencia, las claves explicativas de la acción tendrán que buscarse en soportes diferentes. El

circuito de salida: las políticas públicas

Las insuficiencias en el circuito de entrada configuran algunos de los ámbitos problemáticos de la función de gobierno desde la perspectiva de la teoría del impulso político. Sin embargo la proyección unitaria y sistemática de esta teoría no se completaba en realidad hasta alcanzar su segundo circuito, el de output o «salida», a partir del cual se configura la acción pública como un mecanismo global de respuesta a las demandas ciudadanas desde el centro motor constituido por el eje gobierno-mayoría. 22. A. Porras, «Modelos de representación y formas de gobierno», en S. Gambino y G. Ruiz-Rico (eds.), Formas de gobierno y sistemas electorales, Tirant lo Blanc, Valencia, 1997, pp. 43-74. Se trata de un sesgo transformador que explicaría igualmente la defensa del modelo personalizado de listas abiertas frente al tradicional sistema partitocrático de las listas cerradas o bloqueadas.

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Podemos situar aquí el auténtico núcleo central del intervencionismo público, donde el paradigma de la verticalidad, o top-down, diseña un modelo general de acción que, a partir de su formulación en el programa de gobierno, se traduce en una determinada línea de programación legislativa desde donde, siguiendo la vía de la función ejecutiva del propio gobierno, se pone en marcha posteriormente la burocracia administrativa hasta impactar finalmente sobre el tejido social produciendo los efectos previstos. La dimensión finalista de la programación del gobierno implica pues un elemento dinamizador de todo el instrumental organizativo público, que deberá ponerse en marcha de forma más o menos automática hasta alcanzar los fines establecidos. La teoría del impulso se monta entonces sobre la presunción de que la mera formulación de una determinada política programática, plasmada en su caso en el correspondiente soporte legal, implica como una consecuencia lógica y automática su posterior implementación efectiva. Se da por supuesta la flexibilidad instrumental y el automatismo adaptativo de los instrumentos ejecutivos y de los aparatos burocráticos del sistema, configurados según un esquema piramidal que proyecta la acción mediante una lógica de mandatos de obligado cumplimiento en vía jerárquica. La disponibilidad de un sector público económico o la canalización de la acción a través del paradigma del servicio público configurado legalmente, determinarán algunas de las claves de «apropiación» encargadas de facilitar esa automaticidad causa-efecto a partir de la lógica vertical de la acción. En este caso fue inicialmente en el ámbito doctrinal y académico norteamericano donde más tempranamente comenzaron a desarrollarse las primeras revisiones críticas de esta visión jerárquica y simplificada de la acción: seguramente debido a la necesidad de controlar el uso de los cuantiosos recursos federales que, a partir del New Deal y sobre todo tras la segunda posguerra, conformaban el desarrollo de las principales políticas intervencionistas, siguiendo un impulso centralista que consolida históricamente el papel del Gobierno Federal. Se trata, por otra parte, de un contexto donde distintas corrientes de corte neoliberal venían insistiendo en las emergentes ineficiencias del sector público. Desde esta perspectiva, la tarea de analizar el impacto de las grants-in-aids o recursos federales asignados a las principales políticas de welfare, apoyadas en los correspondientes instrumentos legales, equivalía en cierto modo a analizar las políticas públicas correspondientes (policy analysis), dentro de un contexto de separación de poderes que permitía «problematizar» la relación legislativo-ejecutivo en torno a estos programas de acción. La introducción de enfoques científicos que proyectaban el campo de estudio más allá del mero control de eficiencia, centrado en los productos generados por el sector público, para entrar en claves de impacto 61


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o análisis de los resultados sociales efectivamente generados (outcomes) en términos de eficacia, venía a poner de manifiesto las primeras quiebras en la tradicional visión top-down de la acción. El postulado de que toda programación política genera por sí misma los resultados previstos en forma de impacto final sobre la realidad social afectada, se iba a acabar confirmando como una pura presunción teórica carente de demostración empírica en la práctica. El noble edificio de la teoría del impulso político entendido como modelo general de comprensión de la acción estatal comenzaba así a presentar quiebras en el segundo de sus soportes fundamentales: el que afecta a la propia noción del intervencionismo público, entendido como una acción vertical que, desde el Estado, genera sus consecuencias previstas sobre el tejido social. El considerable retraso con que este nuevo enfoque analítico va a acabar siendo recibido en Europa explica probablemente la larga continuidad inercial de las doctrinas del impulso político en el viejo continente. Una continuidad que se apoya en diversos factores: en primer lugar, en las peculiaridades que ofrece la forma de gobierno parlamentaria, puesto que implica un compromiso activo tanto del gobierno como del parlamento, operando a través de la mayoría, frente a la mayor complejidad que en este aspecto presenta el sistema de separación de poderes norteamericano, donde la relación ejecutivo-legislativo carece de una parecida congruencia unitaria. En segundo lugar, el paradigma racionalizador de Max Weber, unido al impacto de la vieja tradición napoleónica europea, configuraban una visión idealizada de la burocracia que seguramente no llegó a alcanzar un desarrollo paralelo en el marco norteamericano, donde las figuras de las agencias independientes comienzan desde más tempranamente una andadura histórica consistente. Pero, sobre todo, hay un fenómeno general de ocultamiento de los problemas que nace de la constatación de que, mejor o peor, el Estado de bienestar europeo estaría efectivamente produciendo sus consecuencias benéficas sobre el conjunto de la sociedad, al mismo tiempo que ha permitido consolidar históricamente la centralidad política y estratégica del sistema de partidos. Toda perspectiva crítica que afectara a este modelo consolidado podría ser percibida como una amenaza potencial, no ya contra el Estado de partidos, sino también contra los evidentes logros sociales alcanzados históricamente por el Estado de bienestar. En consecuencia, las «pequeñas deficiencias» observadas, en términos de incumplimiento de los objetivos finalistas fijados en soportes legales, tendrían que ser finalmente consideradas (desde una evidente lógica de la resignación) como meros inconvenientes inevitables o simples deseconomías puntuales del sistema, suficientemente compensadas por las evidentes ventajas del nuevo modelo histórico; y, en consecuencia, como factores perfectamente tolerables a medio plazo. 62


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Debe tenerse en cuenta adicionalmente que el enfoque de políticas públicas no solo ofrece de entrada un diagnóstico crítico o problemático sobre la realidad del intervencionismo público, sino que va a permitir además diseñar una singular respuesta al problema de cómo lograr cuotas adicionales de eficacia en la acción pública: mediante la búsqueda de consensos con el tejido social afectado. Se trata de una estrategia que no presentaba de entrada un grave impacto cultural en un contexto sociohistórico como el norteamericano, caracterizado por la razonable normalidad del fenómeno del lobbyng entendido como circuito de presencia activa de la sociedad sobre la esfera de decisión pública, así como por la relativa falta de disciplina interna de sus partidos. En cambio, desde la perspectiva europea, la dinámica del participacionismo social chocaba de forma directa contra el monopolio decisional de la esfera representativa partitocrática y tendrá que comenzar un largo proceso de aprendizaje, desde al menos el gran impacto sociocultural de «Mayo del 68», afectando inexorablemente a la centralidad estratégica del paradigma Estado de partidos. En definitiva, la inexistencia de una demostrada relación intercausal entre la esfera de la programación pública y su impacto final en términos de resultados sobre el tejido social afectado, constituiría una nueva confirmación de la inadecuación del idealizado modelo del impulso político, entendido como marco adecuado para canalizar de forma efectiva y a largo plazo las tareas intervencionistas requeridas por el welfare state mediante la acción del gobierno. Ahora bien, el hecho de que estas constataciones comenzaran a percibirse en Europa más o menos a partir del último cuarto del siglo xx, en coincidencia con la emergencia de las primeras fenomenologías sobre la crisis del Estado social y la aparente contundencia de las respuestas neoliberales a la misma, va a producir adicionalmente un efecto ideológico de ocultamiento. En apariencia, los argumentos de crítica contra la función de impulso político podían ser reinterpretados, más allá de su proyección científica, como una más de las ilegítimas estrategias de tipo neoliberal orientadas al desmantelamiento puro y simple del Estado social, a partir de una demostración empírica de las posibles ineficiencias del sector público. Y el hecho de que tal discurso científico procediera precisamente del universo académico norteamericano permitía suscitar sospechas adicionales en este sentido. De ahí las exigencias iniciales por atender a una mera autocorrección del modelo, rectificando sus deficiencias, pero sin introducir modificaciones sustanciales: lo que afectará inexorablemente al modo como se desenvuelve el proceso de aprendizaje del intervencionismo público en las democracias europeas y en el propio modelo continental de welfare state.

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Perspectivas

críticas

Aunque gestado originariamente a partir de unas exigencias históricas de estabilidad, el paradigma de la gobernabilidad, entendido como condición mínima y suficiente para ensayar una proyección consistente de la acción de gobierno al servicio de las nuevas exigencias intervencionistas impuestas por el Estado social del siglo xx, mantiene una dinámica inercial a lo largo del tiempo al servicio de su auténtico soporte, el Estado de partidos, de donde proceden las principales claves explicativas de la acción según la doctrina del impulso político. Las deficiencias constatadas en el circuito de entrada, o de canalización de demandas sociales a través de los programas de los partidos, comenzarán a ser enfrentadas desde la perspectiva de un discurso regeneracionista centrado tanto en la necesidad de mejorar o redefinir los mecanismos de la representación como en el ideal de la democratización interna de los partidos políticos23. En cuanto a las deficiencias en el circuito de salida, en términos de desarrollo adecuado de las distintas políticas públicas, podrán siempre relativizarse en la medida en que, al fin y al cabo, los resultados históricos globales del welfare state y su impacto transformador de la realidad parecen más que constatables a lo largo del tiempo. Los posibles desajustes o ineficiencias de la burocracia en el logro de sus objetivos deberán ser pacientemente asimilados desde la resignada filosofía de lo inevitable: al final no serían sino simples deseconomías o costes sociales secundarios, perfectamente compensados por los grandes logros históricos alcanzados por el Estado de bienestar, amparado bajo la cobertura de unos sistemas constitucionales bien garantizados. Desde la perspectiva de esta concepción estructural-instrumental originaria, asentada sobre el paradigma de la gobernabilidad, las deficiencias funcionales observadas no constituirían pues un argumento suficiente para suscitar una perspectiva crítica capaz de impulsar procesos de reforma en profundidad del sistema, a partir de un proceso de aprendizaje decidido e innovador. En consecuencia la dinámica partitocrática mantendría sus justificaciones originarias para intentar poner en marcha una estrategia de reforzamiento del circuito de control de la acción, mediante la «ocupación» de los aparatos públicos24: lo que constituye una especie de retorno a los orígenes, en clave de pura hegemonía política. 23. N. Bobbio, «Le promesse non mantenute della democracia»: Mondoperaio, 5 (1985); Íd., El futuro de la democracia, FCE, México, 2000. Cf. una perspectiva escéptica en R. Blanco, «Ley de bronce, partidos de hojalata», en A. Porras (ed.), El debate sobre la crisis de la representación política, Tecnos, Madrid, 1996; y R. Blanco, Las conexiones políticas: partidos, Estado, sociedad, Alianza, Madrid, 2001. 24. R. Blanco, «Acción de gobierno, política de nombramientos y control parlamentario»: Documentación Administrativa, 246-247 (1996-1997).

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3 GOBERNANZA

El

nuevo paradigma intervencionista

Si el noble paradigma de la gobernabilidad y su principal plasmación histórica, la teoría del impulso político, no parecen haber generado al cabo del tiempo un proceso de aprendizaje suficiente acerca del intervencionismo público, ni resultan ser capaces finalmente de asegurar —mediante el reforzamiento de la lógica partitocrática— el cumplimiento satisfactorio de los horizontes finalistas del Estado social en su fase avanzada, parece inevitable abordar el surgimiento de fórmulas alternativas. Y estas nuevas vías de respuesta a los desafíos del intervencionismo público en el contexto democrático avanzado no tendrán más remedio que ajustarse a algunas de las coordenadas marcadas por los diagnósticos en torno a la crisis del Estado social y sus posibles respuestas. Dos líneas estratégicas bien interconectadas parecen dibujarse tempranamente como pautas transformadoras para encarar desde nuevas perspectivas el fenómeno del intervencionismo público, entendido como contenido sustancial de la acción de gobierno: por una parte, suplementar los mecanismos de decisión pública mediante la incorporación de procesos participativos diseñados relativamente al margen del circuito representativo; por otra, mejorar el intervencionismo público mediante un reforzamiento de la capacidad de gestión autónoma del sistema a través de instrumentos de diseño estratégico, técnicas manageriales de gestión pública y sistemas de control y evaluación adecuados al tipo de tareas de prestación a las que debe atender el Estado de bienestar. Este nuevo escenario de búsqueda de respuestas a las exigencias propias del intervencionismo va a acabar desencadenando a medio plazo un cierto desplazamiento del eje de gravedad de la acción de gobierno desde los circuitos políticos centrales del sistema hacia los ámbitos perifé67


la acción de gobierno

ricos de gestión y prestación, que terminarán configurándose finalmente como las auténticas líneas de choque del welfare state. Se trata de un desplazamiento desde el centro hacia la periferia que, al mismo tiempo, parece representar conceptualmente una relativa decadencia de la política (politics) frente a la centralidad estratégica que al cabo del tiempo van a ir adquiriendo las políticas públicas (policies)1. Estaríamos así ante una auténtica evolución histórica que discurre desde el anterior paradigma, basado en el postulado de la consolidación democrática, con sus implicaciones en términos de estabilidad y gobernabilidad, hacia las nuevas exigencias de calidad democrática y desarrollo eficiente de la acción de gobierno y de sus políticas intervencionistas, que nos situarían ante las coordenadas problemáticas del presente. Teóricamente podría hablarse entonces de una secuencia o evolución lógico-histórica que iría desde las democracias meramente «estables» preocupadas por la gobernabilidad, hacia las democracias avanzadas que deben preocuparse también por elementos de calidad democrática, como la participación, la transparencia, el rendimiento institucional y los resultados de la acción de gobierno. Lo que implicará un conjunto de nuevas perspectivas para la acción en torno al ideal del buen gobierno. Aunque no convendría olvidar esta dualidad secuencial de dos momentos lógico-históricos diferentes que parecen conformar el proceso dinámico o evolutivo del sistema; porque siempre existirá el riesgo de que sistemas democráticos en apariencia muy avanzados o de alta «calidad» no lleguen a consolidarse en la práctica en términos de gobernabilidad, o bien experimenten al cabo del tiempo procesos de regresión. El enfoque de políticas públicas representa en cualquier caso un nuevo modo de encarar la acción intervencionista2 a través de un modelo de gestión pública estratégica de inspiración managerial que deberá operar ajustándose a claves de consenso con el tejido social. Una acción pública que, en principio, debe diseñarse a través de programas o planes estratégicos elaborados de forma autónoma, mediante procesos de debate puestos en marcha con la red social afectada, a partir de un diagnóstico problemático compartido sobre la propia realidad, al que se pretenderá darle respuesta mediante el diseño de unos instrumentos de 1. D. Osborne y T. Gaebler, Reinventig Government, Addison-Wesley, Reading, 1992; C. Hood, The Art of the State, Cambridge University Press, Cambridge, 1998; M. Barzelay, Atravesando la burocracia, FCE, México, 1998; Íd., The New Public Management. Improving Research and Policy Dialogue, University California Press, 2001; M. H. Moore, Gestión estratégica y creación de valores en el sector público, Paidós, Barcelona, 1998; S. Piattoni, The Theory of Multi-level Governance: Conceptual, Empirical, and Normative Challenges, Oxford University Press, Oxford, 2010. 2. J. Subirats, Análisis de políticas públicas y eficacia de la administración, MAP, Madrid, 1989.

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acción pública que deben adecuarse estratégicamente a los propios objetivos a alcanzar. En todo caso, se trata de unos objetivos que, en principio, se enmarcan dentro del cuadro finalista propio del Estado de bienestar. Los principales elementos de partida de este proceso dinámico se supone que deben ser orquestados por un gestor público dotado de una posición relativamente autónoma (al menos en términos de no dependencia estrictamente partitocrática), y se focalizan sobre ámbitos intervencionistas generalmente predeterminados (es decir, esferas de actuación que cuentan normalmente con un mínimo grado de institucionalización previa: políticas educativas, sanitarias, etc.), incorporando en el proceso de diagnosis y programación el propio tejido social afectado: tanto a los usuarios y proveedores como igualmente a los detentadores de un conocimiento técnico-científico especializado, que deberán aportar suplementos de racionalidad reflexiva al proceso3. Estaríamos ante una visión fragmentaria o microdemocrática del universo intervencionista, que se concreta en forma de políticas públicas diferenciadas: un proceso que a medio plazo acaba socavando inexorablemente las pretensiones de centralización y dirección política jerárquico-unitaria del sistema, abriendo así la evolución del Estado social a una segunda etapa, caracterizada por su mayor grado de horizontalización acompañada de sus lógicas consecuencias en términos de complejidad y entropía. Por lo que respecta a la presencia de soportes de consenso social, más allá del ideal romántico de un participacionismo difuso y multiforme, se trata más bien de una incorporación estratégica del tejido social afectado, en forma de redes sociales o policy communities, sobre los distintos ámbitos de la acción. Dando por supuesto que las claves de un consenso social previo constituyen un precioso instrumento encaminado no solo a legitimar el contenido de las decisiones, sino a asegurar una mayor eficacia final de las mismas. Ahora bien, una «administración adecuada a consensos» implica inevitablemente el reconocimiento de un mayor grado de autonomía para concretizar objetivos estratégicos, generando así una inevitable decadencia de la tradicional función de impulso político atribuida a la instancia gubernamental central4. 3. Sobre el papel del conocimiento técnico-científico en el contexto político contemporáneo, cf. Sh. Jasanoff, The Fifth Branch: Science Advisers as Policymakers, Harvard University Press, Cambridge, 1990. 4. En palabras de M. Dogliani: «... se la politica, insomma, si dissolve nelle politiche e le politiche si dissolvono in una serie ininterrotta di negociazione capillari, allora il concetto di indirizzo politico deve essere abbandonato» [si la política, en definitiva, se disuelve en las políticas y las políticas se disuelven en una serie ininterrumpida de negociaciones minuciosas, entonces el concepto de impulso político debe ser abandonado] («L’indirizzo politico nei moderni ordinamenti policentrici», en G. Rolla [ed.], Le forme di governo nei moderni ordenamenti policentrici, Giuffrè, Milán, 1991, p. 23).

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En principio parece que la esfera pública estatal más directamente comprometida con estos nuevos desafíos será la órbita periférica de la administración: una administración que durante el primer periodo de apogeo del Estado social se había contemplado desde la desproblematizada perspectiva de la pura inercia instrumental o, cuanto más, como portadora de una emergente racionalidad tecnocrática autónoma, vinculada al ideal de la planificación económica. El desarrollo de un modelo de acción adecuado a los nuevos requerimientos del intervencionismo público implicará pues una reforma del modelo organizativo tradicional (inspirado en la vieja concepción napoleónica y formalizado doctrinalmente en el paradigma de la racionalidad legal-burocrática de Max Weber) para avanzar hacia nuevas pautas de funcionamiento y gestión estratégica caracterizadas por su mayor pragmatismo y mejor capacidad de respuesta flexible a las necesidades sociales, implicando en su caso procesos de agencialización. Por lo tanto, desde la perspectiva de la evolución del Estado contemporáneo, el nuevo desafío consistirá, básicamente, en modificar los instrumentos de la acción, dando por supuesta la continuada validez general de los horizontes finalistas que nacieron con el surgimiento del Estado social y fueron formalizados en sus respectivas constituciones. Es más, en la medida en que la acción pública se genera ahora a partir de un espacio de permeabilidad entre las esferas públicas y las demandas ciudadanas o necesidades colectivas, ni siquiera cabe atribuir una dimensión «creativa» a los derechos sociales o prestacionales que, más que ser entendidos como una serie finalista cerrada, pasarían a configurarse como un puro circuito procesal abierto para la canalización de los problemas y demandas sociales sobre la esfera pública5. Las claves de esta nueva visión del intervencionismo parecen reposar entonces no tanto en los horizontes finalistas —que en principio se siguen dando por supuestos—, sino en los medios instrumentales encargados de canalizar el proceso de la acción y de generar las correspondientes respuestas públicas. Lo que implica aceptar que la mera programación política, incluso cuando se ha formulado en vía normativa, no constituye un soporte suficiente si no va acompañada de una adecuada orquestación de políticas públicas. Donde se incluyen procesos de participación social junto a mecanismos de implementación adecuados, así como la puesta en marcha de mecanismos de evaluación y retroalimentación. Se trata pues de un escenario que parece alejar el panorama resultante de todo atisbo de racionalidad centralizada, estable y unitaria, conforme al viejo paradigma del impulso político. 5. A. Porras, «Derechos e intereses. Problemas de tercera generación»: Revista del Centro de Estudios Constitucionales, 10 (1991).

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El enfoque de políticas públicas ofrece así un panorama innovador y relativamente fragmentario de la acción estatal; sobre todo en la medida en que cada política pública suele tener sus respectivas especificidades sustantivas, dificultando una concepción unificada u homogénea de la acción intervencionista. Es más, en la medida en que tal acción reposa ahora en el requisito previo del consenso social, cabrá incluso suscitar la presencia activa de un «tercer sector», articulado en forma de redes, organizaciones sociales o voluntariado, que pueden asumir subsidiariamente funciones protagonistas en la propia acción: la actuación pública comenzaría entonces a experimentar procesos de socialización, socavando el tradicional monopolio partidista en la dirección del Estado, así como la vieja dualidad entre las trincheras enfrentadas de lo público y lo privado. Definitivamente, el paradigma de las construcciones jerárquico-unitarias de la acción pública estatal, es decir, el llamado modelo top/down, propio de la gobernabilidad, se estaría enfrentando a un sustancial proceso de transformación que afecta igualmente a su principal instrumento mediador, el sistema de partidos. Las

coordenadas de la acción intervencionista

Este nuevo modelo de acción pública implicará pues un claro desbordamiento del tradicional eje política-derecho, entendido como el único circuito impulsor de la acción estatal. Desde un punto de vista sistemático, el punto de partida debe situarse ahora en torno al llamado «trilema» de Teubner6, donde la sociedad se convierte en un tercer eje explicativo de la acción, junto a la política y el derecho. La singularidad consistirá en que la presencia de la sociedad no se proyecta ya a través de un circuito unificado global (como el de la representación política), sino mediante procesos fragmentarios o capilares, que operan en una escala microdemocrática y se imputan generalmente sobre ámbitos institucionales determinados, siguiendo las pautas propias del policy process. Visto desde una perspectiva «autopiética» o neoinstitucional, serían esas esferas institucionales autónomas, suficientemente permeadas por el tejido social afectado, las encargadas de asumir en la práctica el protagonismo más directo de la acción intervencionista. Lo que exigirá ciertamente una notable recomposición del modelo organizativo tradicional del Estado centralista y su ancestral burocracia jerárquica. 6. G. Teubner (ed.), Dilemmas of Law in the Welfare State, Walter de Gruyter, Berlín, 1986, y Juridification of Social Spheres, Walter de Gruyter, Berlín, 1987. También G. Teubner, «Substantive and Reflexive Elements in Modern Law»: Law & Society Review, 17/2 (1983), pp. 239-286.

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En cuanto a la instancia jurídica, sufriría un claro desdoblamiento entre una dimensión institucional, entendida como espacio definidor de las reglas de juego, y una dimensión instrumental u operativa7 que se proyecta como puro derecho intervencionista, implicando lógicamente nuevos elementos de sectorialidad y de coyunturalidad. En ambos casos la lógica del trilema impone nuevas dinámicas históricas en el sentido de que el derecho deja de ser ya una esfera disponible únicamente por parte de la instancia política: en el ámbito institucional o referido a la definición de las reglas de juego, porque el derecho «político» debe definirse desde una escala suprapolítica, o constituyente (donde se exige la presencia del conjunto de la ciudadanía); mientras que el derecho que afecta más directamente al ámbito socioeconómico, o derecho regulativo, pasa a desplazarse hacia esferas independientes o agencias regulativas despolitizadas que deben atender los intereses del conjunto del sistema y no los intereses políticos de la mayoría gobernante. En cuanto al ámbito instrumental u operativo del derecho intervencionista micro, gestado en un contexto de consensos con el tejido social afectado, experimenta un cierto proceso de desformalización que impulsa hacia la aparición de nuevas fuentes informales, entendidas a veces como soft law o como meros instrumentos de orientación estratégica de la acción, en forma de programas o planes estratégicos. Se trata de un entorno jurídico que se genera ahora desde una dimensión relacional8 implicando al mismo tiempo una apertura de las tradicionales fronteras entre derecho público y derecho privado. Lo que, entre otras cosas, permite descargar al Estado de las exigencias previas de una «apropiación» de ámbitos sociales específicos para poner en marcha la acción intervencionista, como sucedía en el primer modelo de Estado intervencionista. Va a ser precisamente en este ámbito de concretización de la acción intervencionista donde destacan algunas de las originalidades del nuevo enfoque, en el sentido de que la acción pública no podrá ya agotarse en el «producto», entendido normalmente como mero acto administrativo encuadrado en un sistema procedimental legalizado, sino que deberá avanzar hacia la generación de «resultados», entendidos como impactos efectivos sobre el tejido social susceptibles de controlarse y evaluarse, condicionando así la validez misma de los soportes que encuadran la acción y su proyección a lo largo del tiempo. 7. J. Habermas, «Law as a Medium and Law as Institution», en G. Teubner (ed.), Dilemmas of Law in the Welfare State, cit. 8. A diferencia de la dimensión finalista-programática del anterior modelo, cf. H. Willke, «Three types of legal structure: the Condicional, the Purposive and the Relational program», en G. Teubner (ed.), Dilemas of Law in the Welfare State, cit.

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El circuito general de la acción intervencionista se proyectaría así en una dualidad de planos, que responden a la doble dimensión en la cual se puede encuadrar la noción de gobernanza: desde (a) el ámbito microintervencionista de las políticas públicas, consideradas singularmente, hasta (b) el plano interactivo y cooperativo de la gobernanza multinivel. a)  En primera instancia, el escenario de las políticas públicas dibujaría distintos campos autónomos de acción, operando dentro de sus respectivas esferas socioinstitucionales y proyectándose sobre su propia red de usuarios. Una dimensión autorreferencial donde los elementos de diagnóstico de la realidad se concretizarían, a partir del correspondiente debate, en planes estratégicos que deben precisar los diferentes objetivos finalistas y el modo como los instrumentos organizativos se movilizarán activamente para alcanzarlos. Cada política pública marcaría así un ámbito específico de la realidad social, en una dimensión fragmentaria dotada de un razonable grado de autonomía. El desarrollo efectivo de tales planes de acción requerirá naturalmente de ciertas actuaciones complementarias procedentes de la esfera político-institucional: básicamente la asignación de la correspondiente financiación pública y la formalización en marcos legales de los soportes habilitantes adecuados para asegurar la acción. Los instrumentos legales sufrirán lógicamente procesos paralelos de fragmentación, dando lugar a leyes de carácter sectorial y normas de tipo intervencionista que contienen instrumentos y programas de actuación. Pero en ninguno de estos supuestos cabría atribuir a los órganos políticos centrales, gobierno o parlamento, una potestad autónoma o soberana para vetar las líneas estratégicas puestas en marcha desde la esfera de la propia gestión pública. En la práctica, los presupuestos se configuran normalmente como grandes compromisos sociales estabilizados a lo largo del tiempo, que solo requieren de ajustes coyunturales específicos. Y en cuanto a las propias leyes, se convertirían al final en documentos de formalización de consensos sociales previos, diseñados en el correspondiente policy debate9. Esta nueva dimensión triangular, afectando a los ejes política-derecho-sociedad, implica un cambio sustancial en la posición de los órganos políticos centrales y especialmente del parlamento, que se alejaría tanto del originario marco de debate creativo propio del contexto liberal como del modelo «caja de resonancia» o expresión de los intereses 9. Su dimensión instrumental se plasmará habitualmente en tareas de diseño institucional y creación de mecanismos de socialización o participación entendidos como expresión de un nuevo responsive law. Cf. Ph. Nonet y Ph. Selznick, Law and Society in Transition: Toward Responsive Law, Harper & Row, Nueva York, 1978 (reed. N. J. Transaction Pub., New Brunswick, 2001).

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partitocráticos propio del contexto de apogeo del Estado de partidos10. El principal inconveniente en este aspecto radica en que, normalmente, los procesos de consenso social no suelen desenvolverse en la esfera visualizada, y a través del procedimiento ritual y formalizado propio de la arena parlamentaria. Lo que condicionaría una posición final de las cámaras entendidas como pura instancia formal de refrendo, y no como una arena de creación autónoma del derecho intervencionista. b)  Esta primera dimensión de la gobernanza ofrecería un escenario relativamente fragmentario y compartimentalizado, afectando a cada ámbito sustantivo de la acción a través de los distintos circuitos de las políticas públicas. Pero se trata de un escenario que debe completarse, en segundo lugar, mediante procesos de carácter interactivo que se sitúan en una dimensión horizontal y se articulan a través de mecanismos de cooperación, comprometiendo a los diferentes niveles de la escala institucional, hasta proyectarse en la denominada gobernanza multinivel. Tal conjunto de mecanismos constituiría finalmente la singular concreción de un proceso de aprendizaje de carácter abierto e interactivo, donde las mejores prácticas ajenas suelen ser replicadas y ajustadas a las experiencias propias, y donde las concretas políticas públicas deben adecuarse a los impulsos de coordinación y cooperación que suscitan la apertura general de las fronteras territoriales y sus mecanismos de interconexión, así como el conocimiento generalizado de las experiencias ajenas. De este modo, el espacio inicialmente fragmentado y compartimentalizado de las políticas públicas podrá llegar a alcanzar una proyección a mayor escala: no solo mediante la transmisión de experiencias y conocimientos (en forma de «buenas prácticas»), sino mediante la puesta en marcha de redes de acción y mecanismos de cooperación que aseguran una proyección más allá de las tradicionales fronteras de la ciudad, la región o el Estado. Las políticas públicas se acabarán configurando así como corrientes de acción potencialmente generalizables a través de la dinámica interactiva de la gobernanza multinivel, hasta convertirse en grandes opciones de acción pública susceptibles de expandirse hacia contextos regionales o supraestatales: como singularmente sucede en Europa. Lo que supone un desbordamiento de las tradicionales fronteras estatales y de la propia autorreferencialidad de los ordenamientos. 10. Es más discutible su configuración potencial como arena adecuada para el desenvolvimiento de los policy debates, que acaso tendrían una esfera más adecuada de desenvolvimiento en el ámbito de los parlamentos regionales; lo que explicaría seguramente una cierta tendencia difusa hacia la «sectorialización» de los debates parlamentarios en la escala regional o autonómica; cf. A. Porras, «Rendimiento institucional y eficacia parlamentaria», en F. Pau y Vall (coord.), El Parlamento del siglo xxi, VIII Jornadas de la Asociación Española de Letrados de Parlamentos, Tecnos/AELPA, Madrid, 2002.

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Desde la perspectiva del evolucionismo jurídico, la nueva dimensión transfronteriza de la gobernanza suscitará la emergencia de un derecho regulativo de dimensión macro (cuya concreción más conocida sería hasta ahora el derecho europeo) orientado a la regulación mediante estándares, con el objetivo de unificar y cohesionar un tejido social heterogéneo11. Aunque igualmente las instancias regulativas experimentan un desplazamiento en sentido funcional, hacia agencias independientes relativamente despolitizadas. Seguramente es algo más lenta y dubitativa la emergencia de un nuevo espacio jurídico, entendido como una suerte de nuevo derecho «procesal» abierto hacia la cooperación interinstitucional y proyectado en una dimensión multinivel: una esfera donde por ahora parecen predominar los mecanismos de la informalidad y los instrumentos del llamado soft law. En este contexto, los instrumentos más informales o de dimensión micro del derecho intervencionista (los acuerdos, los planes estratégicos conjuntos, los programas voluntarios, el partenariado) se configuran finalmente como la última instancia instrumental del sistema jurídico, en términos de auténtico derecho generador de la acción, impactando directamente sobre el tradicional sistema público de fuentes del derecho. Se trata de todo un conjunto de fenómenos que, en la práctica, acabará condicionando la propia capacidad decisional de las esferas institucionales autónomas. Teóricamente el nuevo modelo proyecta una pretensión de racionalidad reflexiva que debe surgir de los procesos interactivos o de aprendizaje horizontal generados en el marco de la gobernanza y, en su caso, en la escala multinivel. Lo que implicará al mismo tiempo una superación de la tradicional dualidad entre mayorías y minorías, asentada sobre soportes de representación partidista bien diferenciados. Diseño de

la acción y agenda

En este contexto el diseño de la acción de gobierno seguirá un proceso claramente diferenciado del modelo de programación propio de la teoría del impulso político. Para el anterior sistema, el programa de gobierno, entendido como concreción del programa del partido ganador (surgido a su vez de un teórico proceso agregativo de demandas), se consideraba impregnado de un grado suficiente de legitimidad tras superar el escru 11. G. Majone y A. La Spina, «Lo Stato Regolatore»: Rivista Trimestrale di Scienza dell’Amministrazione, 3 (1991); G. Majone, «La crescita dei poteri regolativi nella Comunità Europea»: Rivista Italiana di Scienza Politica, 3 (1995); O. Borraz, «Governing Standards: The Rise of Stardardization Processes in France and in the EU»: Governance: An International Journal of Policy, Administration, and Institutions, II/1 (2007).

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tinio de las urnas, y sus propuestas se configuraban como una serie de compromisos políticos nacidos de esa confianza electoral. Unos compromisos que, tras experimentar un proceso de reformulación y concreción en la propia sede parlamentaria, se convierten en programa de gobierno poniendo en juego los correspondientes mecanismos de responsabilidad política. La lógica de la acción tenía pues su fundamento en la confianza política adquirida por el partido gobernante y, en consecuencia, las propuestas del gobierno podían ser entendidas como compromisos programáticos que se proyectan pro futuro para el periodo de la legislatura. Por el contrario, la filosofía de la acción que preside el modelo de la gobernanza se inspira en la capacidad de respuesta de las instancias públicas (contando con la presencia activa del propio tejido social afectado) a los núcleos problemáticos emergentes que surgen de la propia realidad. Frente a un diseño de la acción entendido como propuesta programática, propio del modelo de la gobernabilidad, la nueva categoría de la gobernanza sugiere más bien un diseño de la acción entendido como respuesta a problemas-demanda. Las nociones de responsiveness y de problem solving se configuran entonces como las categorías maestras que explican la orquestación movilizadora de recursos que debe ponerse en marcha para el desencadenamiento de la acción intervencionista. Se trata de unas categorías que permiten una proyección de la acción pública incluso más allá del horizonte de valores y derechos prestacionales previamente constitucionalizados, asegurando así una evolución constructiva y expansiva del propio Estado social. En consecuencia el escenario histórico-cronológico desde el que tratan de operar ambos modelos sería también muy diferente: mientras que la teoría del impulso político implica un horizonte de futuro dotado de una relativa estabilidad (al menos, la que se proyecta inicialmente, en términos de gobernabilidad, para los cuatro años de la legislatura), en cambio, la hipótesis de la gobernanza debe operar desde la pretensión de una capacidad de respuesta —mantenida a lo largo del tiempo— a las necesidades/demandas, así como a los núcleos problemáticos emergentes que suscita la propia realidad; lo que implicará una retroalimentación periódica de los programas de acción a partir de las correspondientes evaluaciones de resultados. No presupone pues unos horizontes definidos de futuro, sino más bien de un presente que se reactualiza de forma constante. Teóricamente se trataría, por tanto, de un modelo más adaptable y abierto a la innovación; además de resultar más adecuado para contextos de relativa complejidad social, que impiden un diseño de la acción de carácter unificado capaz de proyectarse establemente hacia el futuro. Desde el modelo de la gobernanza, los soportes legitimadores que ofrece la confianza política nacida de las urnas resultarían ser entonces 76


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relativamente secundarios para el diseño de la acción (es decir, para los aspectos referidos al qué y el cómo de la acción de gobierno). Al menos en la medida en que las redes sociales y los grupos de expertos deben hacerse presentes en el propio proceso de diseño de las políticas, bloqueando o modificando en su caso las líneas programáticas emanadas de la arena política. En consecuencia, las claves legitimadoras de la acción dependerán ahora del consenso social en que se basan, así como de la eficacia de los resultados conseguidos, en términos de respuesta a las demandas problemáticas emanadas desde el tejido social. El proceso global se ajustaría a mecanismos de fijación de la agenda susceptibles de progresar desde las esferas periféricas, donde en general suele ser mayor el grado de permeabilidad ante nuevas demandas o problemas sociales que exigen respuestas inmediatas, incorporando a redes de actores y escenarios para la acción, hasta proyectarse a escala ampliada en la esfera interinstitucional o incluso supraestatal. Distintos tipos de «corrientes» (la de los problemas, la de posibles soluciones que surgen de comunidades de expertos, o las diferentes posiciones de la esfera política) explicarían, según la conceptuación de Kingdon12, el ciclo global del proceso que conduce hacia la «ventana de oportunidad», a partir de la cual se pone en marcha la acción. Desde el punto de vista instrumental la agenda se configuraba en el anterior modelo de la gobernabilidad como el instrumento estratégico encargado de mediar entre los horizontes programáticos o compromisos originarios del gobierno y la realidad problemática emergente, de la que derivan concretas exigencias de respuestas: sería pues una especie de síntesis entre la dimensión programática y las demandas de problem solvig proyectadas a lo largo del tiempo. En cambio, en el contexto propio de la gobernanza, la agenda propia de las políticas públicas marcaría un tempo de proyección que no suele coincidir con el calendario de la legislatura (normalmente de carácter cuatrienal) en cuyas coordenadas se desenvuelve habitualmente la posición del gobierno. El exceso de dependencia de la acción de gobierno de sus soportes partitocráticos, tal como estos se diseñaron durante el periodo de apogeo del Estado de partidos, parece convertirse ahora en un elemento disfuncional para las exigencias de un buen gobierno orientado a la gestión eficiente de las políticas públicas. La puesta en marcha de las capacidades del gobierno exigirá en consecuencia nuevas proyecciones de la agenda gubernamental, tanto en términos de estabilidad de ciertas políticas a lo largo del tiempo como de implementación de las mismas más allá del calendario político de la legislatura. En consecuencia los consensos sociales que están en la base 12. J. Kingdon, Agendas, Alternatives an Public Policies, Little Brown, Boston, 1982 (reed. 1995).

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de tales políticas públicas deberían adquirir una efectiva posición «supramayoritaria» y duradera, en el sentido de Majone. En este contexto, los horizontes programáticos que pueda formular el gobierno en forma de orientaciones generales para la acción tendrán en todo caso un carácter secundario. Ya sea en un sentido positivo, ofreciendo pautas sintéticas o focalizando nuevos ámbitos problemáticos donde haya que diseñar respuestas públicas; o bien en un sentido negativo, tratando de detectar en su caso la agenda pendiente, que afectaría a cuestiones como las políticas que fallan, o las áreas donde hay que promover consensos o coordinar intereses enfrentados al tratarse de frentes conflictivos susceptibles de degenerar a medio plazo. Ahora bien, si consideramos que esta estrategia de gestión de la agenda debe progresar en el entorno complejo de la cooperación institucional dentro de los sistemas de red propios de la gobernanza, el perfil final de la acción de gobierno solamente será detectable en forma efectiva a posteriori. O sea, una vez que se determinan selectivamente los ámbitos de no-acción que han sido eliminados de la agenda, o que no han contado con la movilización efectiva de las redes sociales o de los circuitos de cooperación que deben poner en marcha en su caso las esferas institucionales afectadas. Aunque en primera instancia pueda parecer excesivo atribuir al gobierno un papel tan reducido, al pasar de su tradicional centralidad directiva a una dimensión funcional meramente subsidiaria, debe ponderarse la significación de su nueva posición estratégica: de lo que se trataría ahora no sería tanto de incidir en los ámbitos de actualización o reformulación de políticas preexistentes, sino, sobre todo, de avanzar en la determinación de nuevos horizontes finalistas que tratan de orientar el sistema hacia el futuro. De

las ideologías a las culturas

Semejante diseño complejo de la acción no podrá entonces traducirse en una visión simplificada y mecanicista, como la que surgía de las construcciones top/down propias de la primera etapa de Estado social, ofreciendo ahora un marco más plural y complejo, donde las claves ideológicas de los partidos mayoritarios encargadas de marcar las orientaciones programáticas prioritarias de la agenda serán sustituidas por diferentes pautas o tradiciones culturales, compartidas entre los distintos agentes y redes de actores, que pueden operar con diferente impacto sobre el proceso final. Es posible entonces que el soporte de la acción no dependa ya tanto de las tradicionales «ideologías», tal como estas operaron hasta mediados del siglo xx (expresando concepciones globales y alternativas 78


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del mundo capaces de orientar la acción estatal), ni siquiera de sus simplificaciones dualistas en torno al par libertad/igualdad, sino de pautas culturales o visiones colectivas de la realidad que condicionan el modo de abordar los diagnósticos generales sobre la misma, así como las diversas filosofías o estrategias orientadoras de la acción. En todo caso, las diferentes pautas culturales podrán marcar, desde la perspectiva de la gobernanza, distintas formas de abordamiento de la acción, suscitando así procesos de aprendizaje diferenciados. Se trataría, en primer lugar, del modo como se enfoca el diagnóstico problemático de la propia realidad, entendido como punto de partida de la acción pública. Un diagnóstico de la realidad social implica por definición una cierta perspectiva crítica que trata de detectar sus carencias e insuficiencias en términos problemáticos, a efectos de determinar la orientación estratégica que debe seguir la acción pública. Dos tipos de posiciones contrarias emergerían, suscitando líneas de abordamiento, o incluso obstáculos culturales, de distinto signo: (a) de un lado, las posiciones hipercríticas o nihilistas que, ante el desbordamiento o la gravedad de los problemas que suscita la realidad existente, se traducen en un cierto pesimismo antropológico capaz de bloquear cualquier expectativa de una acción pública congruente, de la que pueda esperarse una capacidad suficiente para responder, aunque sea limitadamente, al descomunal núcleo problemático planteado. Sería un tipo de visión pesimista característica de ciertos entornos sociales en situación de profundo atraso, donde la propia conciencia del subdesarrollo impide pensar siquiera en un programa mínimo para la acción pública, ante el alto grado de escepticismo colectivo que suscita. (b) A la inversa, la posición contraria sería la de tradiciones culturales hedonistas que, ante la consecución de ciertos niveles de bienestar, proyectan un optimismo desbordante frente a la propia realidad, que acaba por bloquear o anular toda percepción crítica de la misma, imponiendo así la lógica alternativa de la satisfacción13. Entre uno y otro extremo, la necesaria perspectiva crítica sobre la que debe montarse una adecuada percepción colectiva de la realidad, para servir de soporte a los diagnósticos problemáticos de la misma, deberá implicar un mínimo de confianza en las posibilidades de la acción pública, lo que implicaría un cierto proceso de consolidación institucional previa. En segundo lugar, las tradiciones culturales pueden operar igualmente de forma diferenciada en relación con los procesos de movilización colectiva, negociación e interacción, exigidos por el modelo de la gobernanza. En este caso los polos extremos se situarían entre: (a) una 13. Sobre la noción de la «paradoja de la satisfacción», cf. M. Pérez Yruela, «Para una nueva teoría de Andalucía: cambio y modernización en la sociedad andaluza», en E. Moyano Estrada y M. Pérez Yruela (eds.), La sociedad andaluza [2000], IESA, Córdoba, 2002.

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posición propia de una cultura del despotismo, donde el desencadenamiento de la acción se sigue entendiendo inexorablemente como un proceso top/down cuyo único motor causal sería la canalización activa de demandas (de prestación o de bienestar) sobre las esferas públicas, pero atribuyendo siempre un alto grado de autonomía creativa a la propia instancia gubernamental; según los parámetros de lo que podría considerarse como una concepción «paternalista» del Estado social; y (b) una tradición cultural sesgada hacia el individualismo, que desconfía de todo proceso agregativo de la acción o de las sinergias de los fenómenos asociativos y negociadores, entendidos como instrumentos de proyección de los intereses colectivos sobre la esfera pública. Teóricamente el ideal de equilibrio resultante se ajustaría a los modelos de la llamada cultura cívica, implicando una proyección «republicanista» de la ciudadanía así como la presencia de un rico tejido social asociativo (o «capital social») que, en forma de redes, parece configurarse como el principal soporte social para el desarrollo efectivo de la gobernanza14. Finalmente las tradiciones culturales pueden implicar también, en tercer lugar, visiones distintas del propio sistema institucional a través del cual debe canalizarse la acción. (a) Una visión del sistema institucional como una estructura suprema establecida de una vez para siempre (según una concepción filosófica tomista, iluminista o napoleónica), acabaría bloqueando la necesaria capacidad adaptativa del sistema instrumental de la acción; y sus servidumbres o limitaciones resultantes podrían percibirse colectivamente desde la resignada filosofía de lo inevitable. (b) A la inversa, una visión excesivamente adhocrática e inestable del sistema institucional generaría un marco evanescente y lleno de incertidumbres para la acción pública15. En cualquier caso conviene recordar que, desde el momento en que las pautas de acción se proyectan horizontalmente mediante sistemas de red, las respectivas diferencias ideológicas o tradiciones culturales tenderán a atenuarse a medio plazo, ya que acabarán sumergidas en un proceso de aprendizaje global de carácter interactivo y plural, proyectado en la escala supraterritorial o multinivel y afectando en consecuencia a esferas institucionales donde gobiernan mayorías de distinto signo. Las diferentes filosofías de la acción y sus implicaciones ideológicas deberán reajustarse y readaptarse finalmente a la corriente marcada por el proceso general de la acción y sus resultados. Las discrepancias finales 14. R. Putnam, R. Leonardi y R. Nanetti, La pianta e le radici, Il Mulino, Bolonia, 1985, y Making Democracy Work, Princeton University Press, Princeton, 1993. 15. En general, para el debate sobre el tema, cf. Ch. Knill, «Explaining Cross-National Variance in Administrative Reform: Autonomous v. Instrumental Bureaucracies»: Journal of Public Policy, 19 (1999); Ch. Pollitt y G. Bouckaert, Public Management Reform: a Comparative Analysis, Oxford University Press, Oxford, 2000.

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solo podrán expresarse en términos de inclusión o exclusión dentro de las líneas de acción dominante. Una última interrogante ante el problema del impacto ideológico se plantearía cuando este opera en claves de alternancia. En teoría, el modelo de la gobernanza se proyecta en el tiempo mediante procesos de evaluación y retroalimentación relativamente ajenos a los procesos de alternancia política. Si los diagnósticos de partida desde los cuales se encuadraron y se diseñaron los programas de acción fueron realmente compartidos, los cambios de mayoría tendrían una significación secundaria, afectando como máximo al tipo de prioridades que marca cada legislatura; pero sin que esta priorización implique en absoluto una exclusión de las restantes políticas públicas. La situación sería muy distinta en el caso de que la acción intervencionista se diseñara a partir de diagnósticos parciales o no compartidos; o bien cuando se trata de diagnosticar fallos en viejas políticas que pueden percibirse críticamente desde distintas perspectivas ideológicas, afectando en su caso a valores socialmente discutidos o no compartidos, lo que implicaría cambios sustanciales en determinadas líneas de acción. En tales supuestos el impacto de la alternancia podría llegar a tener un sentido sustantivo. El

gobierno ante la gobernanza

Este entorno horizontal y complejo implica de entrada ciertas dificultades para las distintas esferas institucionales afectadas, ya que, aunque dispongan de ámbitos de autonomía constitucionalmente reconocidos, deben operar ahora adecuándose a una dinámica de sistemas de red. Las esferas territoriales locales, regionales, estatales y supraestatales, así como las esferas institucionales autónomas, experimentarán en la práctica considerables constreñimientos en su originaria pretensión de operar de forma plenamente autónoma en el diseño de sus respectivas líneas de acción. En este contexto, los gobiernos (en su distinta escala territorial) carecerán de plena autonomía para configurar sus agendas o para definir sus propias políticas, ya que su nueva tarea sustancial será más bien la de participar en procesos de codecisión, desde los cuales se configura interactivamente la acción pública en su conjunto. No será en consecuencia la racionalidad democrática que surge del partido mayoritario la que se expresará en un programa de acción de gobierno concebido de forma autónoma, desde el cual se dirige globalmente la acción; sino más bien el marco abierto y complejo de procesos interactivos de cooperación y coordinación, cuya agenda resultante se determina en la práctica a partir del protagonismo activo de múltiples sujetos. 81


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La función de gobierno, entendida como el tradicional circuito de impulso político del sistema, deberá pues desplazarse desde sus tareas de dirección unificada y racional del conjunto de la acción estatal, hacia tareas estrictamente orientadoras o en su caso implementadoras. Pero si tenemos en cuenta que, en rigor, la arena donde se definen y se llevan a cabo en la práctica las políticas públicas no es la estrictamente gubernamental (en su sentido formal u orgánico), sino más bien el espacio de interacción entre, por un lado, las organizaciones públicas, y por otro, las redes de actores y usuarios de tales políticas públicas, en tal caso no habrá más remedio que constatar que la estricta acción de gobierno se estaría restringiendo finalmente hacia funciones de mera representación u orientación. Al mismo tiempo que las funciones intervencionistas o prestadoras se desplazan hacia organizaciones públicas relativamente autónomas, participadas por las respectivas redes de usuarios: la arena tradicional de las distintas políticas públicas. Desde la inercia de las concepciones dominantes durante la segunda mitad del siglo xx, puede resultar difícil entender que esta nueva configuración funcional contiene las auténticas claves para alcanzar un gobierno eficaz en términos de desarrollo consistente del intervencionismo público al servicio de los fines propios del Estado social. Y por supuesto, los primeros que tienen dificultades para entender esta reordenación del sistema suelen ser los propios gobernantes. De considerarse responsables inmediatos de la dirección del Estado en su conjunto, plenamente legitimados por la voluntad de las urnas, deben pasar ahora a desempeñar tareas limitadas de mera orquestación o coordinación entre distintas esferas institucionales relativamente autónomas que, por más que desde la teoría puedan ser entendidas a modo de sistemas de red, en la práctica pueden acabar constituyendo a veces un entramado heterogéneo y relativamente desorganizado. Desde la perspectiva de la gobernanza, la agenda del gobierno desbordaría pues los soportes partitocráticos y la tradicional dualidad entre mayorías y minorías que estaban presentes en las tradicionales visiones de la gobernabilidad y de la noción de impulso político; así como el propio horizonte cronológico que se deducía del calendario de la correspondiente legislatura, en la medida en que ahora deberán incorporarse elementos de estabilidad y mantenimiento de políticas públicas que se proyectan a más largo plazo. Así pues, la gobernanza condiciona finalmente una visión no unitaria de la acción de gobierno, lo que implicará su entendimiento global como un conjunto de esferas institucionales diversas que, en principio, deben tener mayor capacidad para adaptarse a la complejidad dinámica del sistema, incluyendo la presencia activa de circuitos sociales o esferas privadas. Esta dimensión fronteriza, implicando un efecto paradójico de «desgubernamentalización» del gobierno, es la que justifica segura82


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mente su mejor proyección en la esfera regional o local, donde se produce una mayor proximidad y apertura hacia la dinámica de redes y la simultánea presencia activa del tejido social mediante procesos participativos: factores que deben redundar finalmente en un mejor funcionamiento efectivo de la cooperación interinstitucional. Por otra parte, la noción de gobernanza permite una mejor ubicación del poder en ámbitos fronterizos entre lo público y lo privado, implicando una cierta superación de esas tradicionales trincheras enfrentadas; lo que debe permitir a la esfera pública una mejor capacidad para ajustarse operativamente a entornos de servicios privatizados. Se trata de un contexto donde se opera normalmente desde una perspectiva de carácter regulativo, entendida como una nueva dimensión intervencionista de la instancia normativa16. En este ámbito se reflejaría ahora una mayor permeabilidad entre las tradicionales fronteras del derecho público y el derecho privado, exigiendo al mismo tiempo una ponderación adecuada del tipo de valores públicos que deben desarrollarse, así como de sus circuitos de control. Unos circuitos que deberán afectar ahora tanto a la propia esfera pública como a la privada, en la medida en que el sector privado incide en esferas reguladas dotadas de una inevitable proyección pública. Es decir, no se trata solo de que el Estado esté bajando a la arena de la sociedad, sino de que la propia esfera social y sus núcleos de intereses privados, cuando actúan en el ámbito de los tradicionales servicios o programas públicos, se verían sometidos a las mismas exigencias de transparencia y control que operan sobre el ámbito de lo público. En definitiva, el modelo de acción intervencionista que emerge de la lógica de las políticas públicas parece colocar en una posición relativamente precaria la esfera gubernamental central. De ser el centro motor del sistema, según la antigua concepción de la teoría del impulso político, el gobierno central abandona ahora el protagonismo directo en la acción intervencionista, que tiende a desplazarse hacia las esferas periféricas, donde se asumen de forma más inmediata las tareas prestacionales propias del Estado de bienestar. Mientras que las funciones regulativas se desplazan paralelamente hacia instancias independientes. Desde el punto de vista estructural, la dinámica centralizadora del sistema, característica de la primera etapa de evolución del Estado social, pasa a ser sustituida ahora por una dinámica de horizontalización centrífuga que impulsa hacia el desarrollo adicional de las esferas regionales y locales, entendidas como las nuevas instancias estratégicas de la acción intervencionista.

16. A. Porras, «El derecho regulativo»: Revista de Estudios Políticos, 117 (2002).

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La posición funcional del gobierno se moverá entonces entre dos visiones alternativas, una de las cuales seguiría la vía inercial para traducirse en una mera tarea orientadora o de fijación de prioridades, mientras que la otra conduciría más bien hacia un paradigma de carácter negativo. a)  La primera dimensión implicaría una sustancial reducción de las tareas de dirección y programación del gobierno, características de la teoría del impulso político, para traducirse en la pura expresión de orientaciones sintéticas que tratarían de fijar prioridades para la acción desde la perspectiva del gobierno. Sin embargo en este caso, las claves argumentativas a partir de las cuales puede expresarse —en su caso en el discurso de investidura— el tipo de orientación dominante para el periodo de la legislatura, no dependerán ya de un proceso agregativo de demandas realizado con anterioridad por el partido mayoritario en su respectivo programa, sino más bien de un esfuerzo autónomo de diagnosis que trate de expresar sintéticamente el contexto problemático social al que debe hacerse frente. Se trataría de un diagnóstico capaz de expresar al mismo tiempo todo un amplio y difuso conjunto de expectativas colectivas que apenas serían susceptibles de concretizarse en la práctica mediante el mero ejercicio del sufragio. Tal esfuerzo de diagnosis problemática de la realidad exigirá el apoyo de los correspondientes think tanks, o sectores intelectuales dotados de suficiente capacidad para identificar los principales núcleos problemáticos de una determinada realidad social; permitiendo entonces la deducción de una específica estrategia de respuesta. En su caso podrá llegar a traducirse en el correspondiente «mito programático», capaz de expresar sintéticamente una línea general de acción con la que se sienta identificado el conjunto de la sociedad (incluyendo también al propio personal público, que tendrá que comprometerse y movilizarse activamente en torno a los nuevos horizontes estratégicos). En la práctica sin embargo la identificación de grandes horizontes colectivos susceptibles de expresarse sintéticamente en forma de «mitos programáticos» dotados de una clara dimensión estratégica y proyección movilizadora constituye un ideal casi utópico, que se refleja en puntuales hitos históricos. El New Deal de Roosevelt o la Nueva Frontera de Kennedy podrían ser algunos paradigmas históricos en la experiencia norteamericana, del mismo modo que la equilibrada noción del «cambio tranquilo» del último Miterrand en Francia o el gran horizonte del «cambio» que a comienzos de los años ochenta del siglo pasado suscitó el gran éxito electoral de Felipe González en España (y casi treinta años después, de Obama en Estados Unidos)17. 17. Igualmente en la experiencia autonómica española no faltan hallazgos sintéticos dotados de un brillante potencial estratégico, como los mitos de la «modernización» o de

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Sin embargo la noble categoría del mito programático resulta ser en la práctica un paradigma ideal con un desarrollo efectivo bastante escaso. Incluso puede acabar frecuentemente degradado, o bien en el uso de meros hitos retóricos, o bien en el puro eslogan publicitario, carente de nexos congruentes con la situación real de la sociedad y sus problemas. Es decir, un componente retórico del discurso, sin proyección efectiva sobre la función orientadora del gobierno, y seguramente más adecuado al final para la lógica de la gobermedia. Por otra parte, debe recordarse que la fijación de prioridades no constituye en rigor un soporte necesario ineludible para asegurar el desarrollo de una acción intervencionista eficaz, mediante las correspondientes políticas públicas; al menos en la medida en que la agenda del gobierno no condiciona en la práctica, de una forma directa o inmediata, el desarrollo de la agenda propia de las políticas públicas. Pues estas siempre podrán desenvolverse de forma relativamente autónoma sin interferencias procedentes del campo de la política18. b)  En tal contexto resulta razonable aceptar, como segunda línea de desarrollo, el papel meramente subsidiario que desempeñaría el gobierno central: lo que conduciría hasta la provocadora hipótesis de una gobernanza sin gobierno19, donde los procesos de acción en los distintos ámbitos de las políticas públicas, acompañados de mecanismos de interacción y cooperación entre diferentes esferas institucionales, asegurarían al cabo del tiempo una integración de la acción intervencionista en su conjunto, sin necesidad de una función directiva expresa por parte del gobierno. La esfera competitiva de la política —de donde surge el gobierno— sería pues desplazada de los núcleos más sustantivos de la acción intervencionista, para asumir acaso otras dimensiones funcionales distintas, como la búsqueda de nuevos horizontes colectivos o la identificación de valores emergentes. la «vertebración» que expresan filosofías estratégicas alternativas y en parte complementarias. Cf. A. Porras, Diagnosis y programación política en el Estado autonómico, IAAP, Sevilla, 1996. 18. Para la comprensión de la acción a partir de una ausencia de orientaciones políticas definidas, cf. M. H. Moore, Gestión estratégica y creación de valores en el sector público, cit. 19. Aunque se trata de una categoría originada en el ámbito de las relaciones internacionales a partir de Rosenau (J. N. Rosenau y E.-O. Czempie, Governance Without Government: Order and Change in World Politics, Cambridge University Press, Cambridge, 1992), sin embargo se proyecta igualmente en el ámbito de la tradicional acción intervencionista del gobierno. Cf. R. A. V. Rodhes, Understanding governance. Policy networks, governance, reflexivity and accountability, Open University Press, Buckingham, 1997; B. Guy Peters y J. Pierre, «Governance without government? Rethinking Public Administration»: Jour­ nal of Public Administration. Research and Theory, 2 (1998). Sobre el debate cf. también A. M. Sbragia, The Dilemma of Governance with Government, Jean Monnet Working Paper 3/02.

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Ambas hipótesis alternativas marcarían procesos contradictorios de evolución que se superponen de forma simultánea. (a) Desde la primera perspectiva, la lógica de la gobernanza parecería marcar una nueva y original dimensión centralizadora de las funciones de gobierno: pero en un sentido que ahora ya no implicará en rigor un crecimiento cuantitativo o estructural de la instancia gubernamental, sino, antes al contrario, una disminución (downsizing) de las estructuras centrales unida a un incremento de sus funciones de coordinación o de pura orientación estratégica. Desde su dimensión de centralidad institucional, el gobierno pasaría a ser considerado más bien como un nodo estratégico de orientación y orquestación del conjunto de las líneas de acción que implica el Estado intervencionista avanzado. Un gobierno pues de menor tamaño, pero más operativo en el desempeño de sus funciones de orientación y coordinación del conjunto del sistema, que seguramente encontraría su mejor expresión en modelos de tipo presidencial, donde en última instancia el ejecutivo no se mancha las manos con la acción intervencionista inmediata, manteniendo de forma estable sus capacidades de orientación general. (b)  La segunda hipótesis de una gobernanza sin gobierno, surgida especialmente de la dimensión horizontal, interactiva y cooperativa de la noción de gobernanza, no pasaría de ser (más allá de su proyección en la escala internacional) una pura voluta intelectual de dimensión provocadora si no fuera por su tendencial plasmación en el más innovador de los modelos de gobierno del contexto contemporáneo, el de la Comisión Europea. Una institución central que, desde la perspectiva de la teoría del Estado y su encuadramiento constitucional, podría concebirse, en efecto, como un auténtico no-gobierno: carente de soportes de representatividad política de tipo partidista y de competencias propias en la determinación de la agenda general de la propia Unión (competencias que corresponden al Consejo), la Comisión Europea es sin embargo una institución controlada por el parlamento cuya tarea fundamental se ubica en las funciones de aplicación de los tratados y desarrollo de sus políticas públicas. De ahí que sus estrategias de acción se hayan ido transformando paulatinamente en un auténtico modelo de «gobierno de la gobernanza», mediante el desarrollo de instrumentos regulativos, programas marco y estrategias de cohesión. Naturalmente la adecuación en la práctica de los modelos inerciales o históricos de gobierno a la emergente y compleja dinámica de la gobernanza suscita numerosas dificultades. Si la impronta centralizadora se ajusta inicialmente al reforzamiento de las tendencias presidencializadoras que caracterizan en general a los gobiernos contemporáneos, en cambio, su relación con la esfera de las políticas públicas o con las tareas de orquestación y coordinación presentan razonables dificultades e 86


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incluso bloqueos, cuando se abordan desde los organigramas tradicionales de la estructura gubernamental. Un ejemplo de las dificultades para enfrentar tareas de coordinación se deduce del relativo fracaso histórico de las conferencias sectoriales en España, a partir de su puesta en marcha durante la década final del siglo pasado. En la escala estatal, una experiencia concreta de rediseño del organigrama gubernamental para adaptarlo a este nuevo tipo de exigencias sería la que se abordó en Italia a través del Decreto Legislativo 303/1999. A pesar del mantenimiento doctrinal e institucional de la vieja tradición de la teoría del indirizzo politico, se intentó en Italia una nueva configuración del organigrama presidencial desde la perspectiva de su impacto sobre la gestión pública mediante una redefinición de la posición del presidente, operando al mismo tiempo una incorporación de tareas de gobernanza relacionadas con determinadas políticas públicas. Así, se introducen cuatro categorías de competencias presidenciales: dirección u orientación estratégica de la acción de gobierno; nodo de relaciones externas; coordinación; y control y monitoreo. En el primer apartado, que integra el bloque tradicional de tareas asumidas por el presidente, aparecen junto a la clásica función de dirección del gobierno una doble categoría de tareas de programación: la orientación política general y la programación de las políticas públicas generales. Parece pues que, junto a la tradicional labor de impulso que afectaría a la orientación política, se aborda una tarea de programación (progettazione) de políticas públicas. Un segundo bloque sería el referido a la posición del presidente como nodo de relaciones externas, afectando a las relaciones con otras instituciones (parlamento y demás órganos constitucionales, instituciones europeas o regiones; e incluso confesiones religiosas). En cuanto a la función de coordinación, además de afectar a ámbitos presidenciales que podemos considerar como «clásicos» (labor normativa y administrativa o comunicación institucional), integra tareas que afectan a determinadas políticas públicas: lo que significa que la labor de coordinación de determinadas políticas asumiría una prioridad de primer nivel en la agenda presidencial. Finalmente, en esta recomposición funcional se atribuyen tareas de control y monitoreo de la aplicación del programa de gobierno y de las políticas sectoriales. En cuanto a la reestructuración del gobierno, la citada normativa italiana aplicaba un principio de separación entre órganos políticos y agencias; entendiéndose que la reducción del número de ministerios facilita la cohesión y estabilidad del centro de orientación del sistema, reduciendo los riesgos de descoordinación. Junto a la disminución del tamaño del gobierno se opera una generalización a la mayor parte de los ministerios de una estructura interna basada en departamentos, que sustituían el tradicional modelo de las direcciones generales, complementado con 87


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un sistema de agencias dedicadas a actividades de tipo técnico-operativo y dotadas de plena autonomía organizativa, financiera y funcional, operando bajo el poder de dirección de los respectivos ministros que nombran a su director general. Se trataba pues de un diseño formal que, con independencia de su proceso de desarrollo efectivo, debía implicar una modificación de la estructura tradicional del gobierno para adecuarse formalmente a criterios de gobernanza, con introducción de previsiones de transparencia y participación. Las

dificultades de un modelo complejo

Ahora bien, la afirmación de que el modelo de la gobernanza constituye una «mejor» respuesta histórica a los desafíos del intervencionismo, suscitando al mismo tiempo una evolución transformadora del Estado social, se monta, entre otros factores, sobre el postulado de que, conforme a la filosofía propia del policy analysis, la lógica de la acción implicará la aplicación sistemática de mecanismos de evaluación de políticas que permiten valorar el logro de resultados y retroalimentar periódicamente el proceso. En teoría, el proceso general de la acción se caracterizaría entonces por disponer de mayores y mejores circuitos de control, capaces de detectar precozmente tanto sus potenciales desviaciones como sus deficiencias finales, asegurando así procesos de aprendizaje constructivos de carácter general y difuso. Frente al carácter limitado de los instrumentos tradicionales de control aplicables al modelo de la gobernabilidad (el control jurisdiccional de la administración y el control político-parlamentario sobre el gobierno; instrumentos nacidos en el contexto abstencionista propio del Estado liberal de derecho) la noción expansiva de la accountability se proyecta en el ámbito de la gobernanza de un modo transversal y difuso, asegurando controles de eficiencia y de eficacia a lo largo de todo el proceso de la acción, lo que deberá implicar un proceso de retroalimentación y aprendizaje mantenido a lo largo del tiempo. No obstante, debe tenerse en cuenta que, en general, la filosofía del policy analysis se ajusta a una racionalidad de tipo estratégico o finalista-instrumental. De ahí que los instrumentos evaluativos sean capaces de desplegar toda su funcionalidad en estos justos términos: es decir, en lo que se refiere al cumplimiento de objetivos, generando como consecuencia un desplazamiento de la originaria noción de responsabilidad política hacia el ámbito de la responsabilidad de gestión. En teoría, su aplicación rigurosa impondría un cese inmediato del directivo o gestor público responsable del incumplimiento de los objetivos comprometidos. 88


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La perspectiva sería sin embargo más problemática cuando se trata de ámbitos de no-acción del gobierno, o bien de esferas que no están claramente definidas o programadas. Situaciones en las que a veces los gestores públicos tienen que detectar sus objetivos a partir de soportes no formalizados, suscitando un marco de iniciativas y experiencias difusas o potencialmente descoordinadas. El control del cumplimiento de objetivos permite en efecto desplegar su mayor eficacia, mediante la aplicación de técnicas de evaluación y auditoría, cuando se trata de objetivos suficientemente claros, concretizados y cuantificables, generalmente en forma de tareas asignadas a determinadas esferas públicas. En cambio, las «metafunciones» orientadoras del gobierno, que deben proyectarse en un sentido de adecuación a horizontes futuros, adolecerán siempre de un menor grado de evaluación estricta, en la medida en que el futuro se va transformando constantemente al convertirse en presente. Más allá de este núcleo sustantivo, que afectaría a la dimensión de orientación estratégica, emergen otros ámbitos problemáticos de tipo procesual afectando a los distintos sectores críticos sobre los que se proyecta la acción. Al nivel operativo, aparecerían en primer lugar ciertos factores de riesgo relacionados con las dificultades que suscita en la práctica un modelo de acción basado en la lógica del consenso. Como el conocido riesgo de «captura» de los procesos participativos: un fenómeno que se suele producir cuando intereses fuertemente organizados se hacen presentes en el proceso de decisión colectiva desplazando a otros sectores más débiles o menos organizados, condicionando así el marco decisional con sus propios intereses o argumentos, aunque manteniendo una fachada legitimadora de apariencia participativa. De dimensión parecida sería el fenómeno de la posible ausencia o marginación de los intereses difusos en procesos de decisión pública, donde las distintas redes sociales o policy communities tienen un alto grado de identificación y presencia. En general debe tenerse en cuenta que todo proceso de gestación de una política pública implica siempre un esfuerzo de canalización de un conflicto social subyacente, que suele colocar en trincheras opuestas a los proveedores frente a los usuarios, exigiendo un alto esfuerzo de formalización de compromisos que deben permitir visualizar las distintas pérdidas y ganancias de cada uno de los colectivos enfrentados en el marco de consenso final. Si el ámbito del proceso deliberativo presenta numerosos problemas, que requieren por parte de los gestores y directivos públicos el despliegue de una gran habilidad negociadora y capacidad de liderazgo estratégico, otra dimensión problemática distinta vendría dada por el emergente escenario de complejidad institucional resultante del modelo de la gobernanza multinivel. Donde se suscita tanto un coste creciente para la gestión de los procesos intercomunicativos como igualmente proble89


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mas relacionados con la necesaria imputación de responsabilidades. En principio, se supone que las esferas institucionales autónomas mantienen, en el contexto de la gobernanza, un doble tipo de link o de vínculos, tanto con la red social afectada como con las esferas orgánicas o institucionales superiores: de una parte, el mecanismo de las cartas de servicios asegura y formaliza el tipo de compromisos de la respectiva organización con su red de usuarios; de otra, cada esfera institucional mantendrá sus respectivos contratos-programa o nexos similares con la escala de la organización directiva, asumiendo sus correspondientes responsabilidades en términos de cumplimiento de objetivos, aunque también participando en su caso en procesos de coordinación o cooperación con esferas institucionales externas. Sin embargo cuando se proyectan todos estos circuitos desde la perspectiva general de la responsabilidad del gobierno, los mecanismos de imputación tienden a enrarecerse. Los miembros del gobierno central mantendrán cierta resistencia a hacerse responsables de las deficiencias de gestión producidas en los complejos sistemas de red o en sus resultados20. Cuando la gobernanza se proyecta en la escala horizontal o multinivel, los interrogantes se multiplican y es difícil encontrar una respuesta adecuada a la pregunta de quién es al final el responsable dentro de un sistema o de un conjunto de sistemas de red21. El problema consistirá entonces en que, si el modelo de la gobernanza permite la aplicación sistemática de técnicas convencionales de evaluación de políticas públicas, en cambio, las posibilidades de alcanzar una proyección valorativa unitaria de la acción del gobierno —considerada de forma autónoma— experimentan un paralelo proceso de deconstrucción. El paso de la centralidad del gobierno al policentrismo decisional y la gobernanza multinivel implica, en efecto, una pérdida de referentes de imputación que dificulta el juego de la tradicional responsabilidad política. Es algo que se manifiesta en la práctica a través de las estrategias que usa habitualmente el discurso gubernamental, en el sentido de que las buenas valoraciones o los resultados favorables de determinadas políticas se interpretan siempre como resultado de la actuación propia, mientras que los bloqueos de algunas políticas o los malos resultados en las mismas suelen interpretarse como responsabilidad de esferas institucionales externas o ajenas. Sería la expresión singular que suele tener el discurso de los gobiernos autonómicos en España: la culpa de los problemas será siempre de Madrid. 20. J. L. Mashaw, Bureaucratic Justice. Managing social Security Disability Claims, Yale, New Haven, 1983. 21. D. F. Thompson, Political Ethics and Public Office, Harvard University Press, Cambridge, 1987, en particular, cap. 2: «The Moral Responsibility of Many Hands».

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La generalización de este sistema de desresponsabilización o desplazamiento negativo de responsabilidades se podría acabar proyectando finalmente de una forma perversa hacia los propios mecanismos de cooperación, debido a la interposición de la dinámica partitocrática: de tal modo que los procesos de cooperación acabarán progresando adecuadamente cuando operan entre esferas de poder (local o regional) que pertenecen a las mismas mayorías; mientras que entrarán en cauces de conflicto cuando se trata de mayorías de distinto signo político. E igualmente permitiría la perversa justificación de un fracaso de ciertas actuaciones gubernamentales como una responsabilidad imputable a la oposición, cuando esta ha detentado el gobierno con anterioridad. En todo caso, el nexo de imputación directa que implicaba la originaria noción de responsabilidad política tiende a diluirse ante el contexto complejo de un emergente sistema de red, y así las perspectivas de evaluación de la acción de gobierno experimentan una pérdida de referentes objetivables en términos de desresponsabilidad. Problemas metodológicos de diferente naturaleza surgirían si se trata de valorar la acción de gobierno desde la perspectiva de la agenda, en la medida en que esta tiene siempre un desarrollo estratégico que se proyecta a lo largo del tiempo en términos binarios, de acción y no-acción. Si sus contenidos positivos, susceptibles de ser cuantificados desde el catálogo de las capabilities de Weaver y Rockmann, permiten ciertamente una primera aproximación evaluativa desde una perspectiva maximalista, en cambio, sus contenidos elusivos o negativos en términos de no-acción dibujarían una especie de imagen en negativo de difícil concreción y ponderación en la práctica. Teóricamente aparecerían aquí estrategias de gobierno que deben ser valoradas en términos de posibilidades no realizadas o de políticas fracasadas: un ámbito que dificultará en la práctica la objetivación necesaria en toda tarea de evaluación y subsiguiente imputación de responsabilidades. A veces tal imagen en negativo puede deducirse de los informes anuales de los respectivos ombudsmen o defensores del pueblo, donde se dibujan series problemáticas de ámbitos de políticas públicas que no obtienen una respuesta a adecuada desde las esferas administrativas, suscitando la reiteración en el tiempo de numerosas quejas ciudadanas. Aunque su valoración global en términos políticos suele ser bastante dudosa22. Finalmente cabe también suscitar aspectos problemáticos de carácter general relacionados con el complejo y delicado marco de equili 22. Sobre el tema, cf. A. Porras Nadales, «Nueva delimitación del ámbito funcional del Defensor del Pueblo Andaluz. Derechos sociales y control de demandas», en Los retos de los Defensores del Pueblo autonómicos ante el nuevo marco estatutario, Defensor del Pueblo Andaluz, Sevilla, 2010.

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brios en el que se desenvuelve la acción intervencionista desde la perspectiva de la gobernanza. Un contexto que, desde la conceptuación de Teubner, se situaría en torno a un teórico equilibrio subyacente, o «trilema», entre política, derecho y sociedad. Pero tal equilibrio teórico sería susceptible de ser desbordado si consideramos que, una vez dados por decaídos los mecanismos tradicionales de la jerarquía, la fragmentación subsiguiente de la realidad corre el riesgo de degradarse, más allá del horizonte teórico o ideal de la gobernanza multinivel, hacia procesos de reforzamiento de la autorreferencialidad, y de compartimentalización o refeudalización del sistema. Harían su aparición entonces los fenómenos de «ruido», entendidos como falta de fluidez y comprensión en los procesos de comunicación entre los distintos elementos que componen la realidad fragmentada, donde frecuentemente los procesos de acción deben operar sobre jerarquías enmarañadas y en un entorno de complejidad desestructurada que reduce las teóricas pretensiones de una racionalidad reflexiva del sistema. El desbordamiento del primer elemento, es decir, del circuito político, se puede producir cuando los intereses partidistas del partido gobernante interfieren en el proceso de las políticas públicas, filtrando o condicionando los mecanismos de presencia del tejido social afectado (es decir, de las redes de consumidores y usuarios). Tal desbordamiento suscita un riesgo evidente de colonización clientelar, que aparece cuando las líneas de acción pública se orientan prioritariamente a asegurar apoyos electorales entre las redes sociales favorables al partido gobernante. El desbordamiento del segundo elemento, el circuito social, tendría su principal factor de riesgo cuando se proyecta en el ámbito territorial: es decir, cuando determinados espacios socioinstitucionales se autoconstruyen en clave comunitarista, suscitando un desencadenamiento de egoísmos colectivos de dimensión excluyente que se traducen en una proyección competitiva y no cooperativa de la gobernanza. Lo que sugiere una evolución «feudalizante» de la realidad, en ausencia de procesos consistentes de gobernanza horizontal o multinivel, en la medida en que las esferas institucionales pueden acabar apostando más por el cierre hacia el exterior que por la apertura intercomunicativa. El desplazamiento general de los circuitos de acción hacia la periferia se vería así interrumpido por la aparición de nuevas fronteras o centralismos interpuestos, singularmente entre las esferas regionales frente a los circuitos locales. La dinámica general de horizontalización del sistema podría acabar provocando en este contexto una pérdida del valor sustantivo de la solidaridad, dificultando la proyección efectiva de políticas de cohesión y afectando en definitiva a uno de los valores originarios del propio Estado de bienestar. En cuanto al desbordamiento del circuito jurídico podría generarse por el mantenimiento de categorías jerárquico-formales proyectadas 92


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desde todos y cada uno de los ámbitos de la realidad. En consecuencia las diversas subesferas jurídicas se acabarían entendiendo como espacios plenamente autorreferenciales, suscitando así una complejidad creciente de los ordenamientos que se proyectarían en una especie de entorno feudal. Un fenómeno que acabaría por configurar finalmente el derecho como un auténtico obstáculo o un freno a los procesos de innovación o cambio. Esta deficiencia instrumental podría incidir igualmente sobre los propios modelos organizativos, en el sentido de entender los procesos de agencialización como pura creación adhocrática de esferas autónomas, a modo de señoríos feudales capaces de operar relativamente al margen de las pautas generales de orientación y de control. Por otra parte, la creación de esferas de regulación autónoma, mediante el mecanismo de las agencias, puede suscitar el riesgo adicional de una falta de racionalidad reflexiva general del conjunto del ordenamiento, provocando una compartimentalización de esferas sociojurídicas relativamente autónomas y escasamente intercomunicadas. En definitiva, el alto grado de entropía del sistema, unido al mantenimiento de pautas inerciales procedentes del pasado, puede dificultar el desarrollo de procesos de aprendizaje horizontal suficientemente coordinados y basados en una percepción crítica unificada de la realidad: lo que constituye finalmente un obstáculo al desarrollo efectivo de la gobernanza. Perspectivas

críticas

Junto a las dificultades para analizar sintéticamente el desarrollo de la acción en un contexto caracterizado por su alto grado de complejidad, las valoraciones críticas sobre la gobernanza deberían abordarse en primer lugar teniendo en cuenta que se trata de un modelo emergente, cuyo grado de desarrollo efectivo resulta ser hasta ahora parcial o incompleto. Es decir, un modelo que, más allá de su dimensión teórica o «heurística», parece reflejar una proyección tendencial y emergente, sin haber logrado alcanzar una vigencia suficientemente madura y generalizada en la práctica; debido fundamentalmente al mantenimiento de fenómenos inerciales del pasado en coincidencia con procesos parciales y heterogéneos de aprendizaje e innovación. La subsistencia de una «cultura» de la gobernabilidad, vinculada al apogeo histórico del Estado de bienestar y la dinámica de partidos, se viene traduciendo en la práctica en un mantenimiento de pautas de acción en clave política y centralizada, que perturban las líneas de autodesarrollo efectivo de la gobernanza y sus sistemas de cooperación. Los procesos de reforma de los aparatos y organismos públicos se abordan 93


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con desigual cadencia y variables resultados23, del mismo modo que las estrategias de acción inspiradas en consensos sociales y en el apoyo del conocimiento experto; o incluso el uso de instrumentos evaluativos entendidos como mecanismos al servicio de una efectiva retroalimentación del proceso de la acción. Paradójicamente el lento y desigual desarrollo efectivo de la gobernanza coincide con un notable uso y abuso retórico o redundante del propio concepto, a modo de palabra mágica tras la que a menudo se oculta una mera renovación semántica de categorías arcaicas, aplicándose con frecuencia a procesos de simple modernización cosmética. Lo que contribuye finalmente a enmascarar su desarrollo efectivo24 introduciendo nuevas incertidumbres para cualquier perspectiva valorativa. En cualquier caso, serían como mínimo dos los aspectos críticos que cabe suscitar en relación con la gobernanza. En primer lugar, el que se deduce de la complejidad institucional, suscitando un coste creciente en las decisiones que deben proyectarse en el ámbito de la gobernanza multinivel, así como en sus circuitos de imputación o responsabilidad. Algo que a medio plazo puede acabar dificultando la aparición de estrategias de innovación o de ruptura con las inercias anteriores. En segundo lugar, aparecen aspectos problemáticos en relación con la lógica del consenso social, entendido a veces como una especie de paradigma mágico, susceptible de ser aplicado con éxito a todos y cada uno de los ámbitos de la acción intervencionista: incluso desde una visión más o menos idealista, se suscitan perspectivas críticas en el sentido de entender que un exceso de «consensualismo» puede acabar bloqueando la aparición de tensiones creativas o de conflictos que permitan canalizar un dinamismo de fuerzas suficiente para enfrentar o resolver determinadas situaciones de crisis; o incluso para abordar nuevos procesos de aprendizaje; especialmente si nos situamos ante entornos históricos inestables o turbulentos que requieren de una acción de respuesta rápida y decidida25. Igualmente la instancia jurídica acabaría asumiendo en el contexto de la gobernanza tal grado de complejidad que, en la práctica, no solo puede haber problemas de percepción de las líneas dominantes o prioritarias que regulan en su caso la acción, sino incluso dificultades para 23. C. Pollit y G. Boukaert, Public Management Reform: a Comparative Analysis, Oxford University Press, Oxford, 2000. 24. Cf. una singular concreción en el caso de Italia en G. Capano, «Administrative Traditions and Policy Change: when Policy Paradigms Matter. The Case of Italian Administrative Reform during the 1990s»: Public Administration, 81/4 (2003). 25. B. Jessop, «El ascenso del buen gobierno y los riesgos de fracaso: el caso del desarrollo económico»: Revista Internacional de Ciencias Sociales, 155 (1998) (www.unesco. org/issj/rics155/) (Ponencia presentada en Les enjeux des débats sur la gouvernance, Universidad de Lausanne, 1996).

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llegar a determinar con exactitud el concreto soporte legal sobre el que esta se enmarca en cada caso: en particular, teniendo en cuenta el progresivo fenómeno de ruptura de las fronteras entre derecho público y privado. La superposición de estratos normativos que responden a diferentes fases de desarrollo —desde la perspectiva del evolucionismo jurídico— haría recaer finalmente el criterio decisional sobre la instancia judicial que, más allá de su criterio selectivo en relación con el derecho aplicable en cada caso, tendría que acabar desarrollando pautas de abordamiento de los contenciosos a partir del habitual instrumento del precedente. Sin embargo la emergente centralidad del activismo judicial en relación con la acción intervencionista suscita numerosos interrogantes relacionados no solo con su dimensión estrictamente contenciosa (al tratarse una instancia de decisión jurídica que surge cuando el derecho intervencionista se ha aplicado de forma deficiente o conflictiva, pero no cuando ha habido un implementación armónica efectiva del mismo), sino también por las dificultades de aplicar una racionalidad de tipo binario —basada en la dualidad entre lo legal o lo ilegal— a un marco de acción que se caracteriza por su dimensión estratégica, implicando siempre una pluralidad de alternativas. La transformación de los jueces en instancias de decisión sobre los contenidos sustantivos o estratégicos de determinadas políticas, además de implicar un inevitable desprestigio de la instancia judicial, supondría al final un reflejo indirecto del fracaso de la propia gobernanza. En todo caso, la gobernanza sigue constituyendo un desafío histórico decisivo, de cuyo éxito final dependerá probablemente la evolución constructiva del Estado de bienestar en clave de acción intervencionista eficaz. Pero su desarrollo efectivo requiere la puesta en marcha de toda una serie de modificaciones estructurales y funcionales en el sistema que la lógica inercial de los modelos anteriores parece frenar reiteradamente.

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La

vuelta de la política como espacio competitivo virtual

Si aceptamos con todas sus consecuencias el amplio impacto transformador de la gobernanza y la subsiguiente pérdida de centralidad de la esfera político-partidista entendida como soporte explicativo de la acción intervencionista, probablemente podremos entender mejor la intensidad del proceso de desplazamiento que va a experimentar su proyección competitiva hacia el campo de la videopolítica1. El relativo vacío que suscita la gobernanza en relación con la esfera representativa entendida como elemento causal de la acción, así como la notable carencia de visualización general del intervencionismo público, van a generar una dinámica de reocupación de ese espacio por la esfera político-competitiva. Hemos comprobado cómo en el modelo originario de la gobernabilidad la función de gobierno se centraba en las tareas de dirección general de la actividad del Estado; mientras que en el contexto de la gobernanza parecen predominar más bien las funciones de orientación y coordinación. En última instancia podría detectarse en ambos casos una cierta ausencia de la originaria dimensión representativa del gobierno entendida en su sentido más general, es decir, como expresión simbólico-unitaria de la comunidad en su conjunto. Una dimensión que, aunque se mantiene implícitamente, carecería sin embargo de una proyección autónoma diferenciada más allá de su significación selectiva en torno a la legitimación de quién gobierna. Pues debe recordarse que la dimensión representati 1. G. Sartori, «Videopolitica»: Rivista Italiana di Scienza Politica, 19 (1989); A. Muñoz Alonso et al., Opinión pública y comunicación política, EUDEMA, Madrid, 1990; L. Paramio, Democracia y ciudadanía en el tiempo de los medios audiovisuales, Unidad de Políticas Comparadas (CSIC), Documento de Trabajo, n.º 7, Madrid, 2000.

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va, además de su plasmación específica en el ejercicio de tareas concretas de gobierno2, se configura al mismo tiempo como una clave general de explicación genética u originaria del mismo, a partir del proceso de competencia política. Sin embargo constituye en cualquier caso, en su dimensión de representación simbólica, una función autónoma del Estado, en su sentido general de integración de la comunidad, cuya permanencia en el tiempo no puede ser excluida3. El circuito de la representación, que se articula en principio a través del ámbito pluralista y competitivo de la política, ha experimentado a lo largo del siglo xx una consolidación progresiva con el desarrollo del Estado de partidos, aunque siguiendo al mismo tiempo pautas sustanciales de transformación relacionadas con el apogeo de los circuitos de comunicación audiovisual4. Mientras tanto, el modelo de la gobernanza ha venido a configurar teóricamente una visión del Estado intervencionista donde el papel de la esfera político-representativa debería quedar desplazado hasta un rol subsidiario o secundario. Por una parte, la esfera de gobierno experimenta pérdidas a favor de la ciudadanía, que debe hacerse presente de forma participativa en el diseño y control de las políticas públicas; por otra, experimenta pérdidas en su capacidad regulativa que se transfiere hacia instancias regulativas independientes. Este riesgo de pérdida de centralidad es el que seguramente explica la reorientación que el circuito de la política pluralista va a experimentar hacia el horizonte originario de la pura lucha por la hegemonía, mediante un desencadenamiento de impulsos competitivos que ahora se desenvuelven fundamentalmente en la arena mediática. Es decir, si la esfera política apenas puede explicar en el actual contexto intervencionista el qué o el cómo de la acción de gobierno, sin embargo la determinación competitiva de quién gobierna pasará a convertirse en una cuestión decisiva que se proyectará con mayor intensidad en el ámbito espectacular de los media. Por supuesto toda lucha política por la hegemonía tiene como objetivo final la conquista del poder (es decir, del gobierno) o, en su caso, el mantenimiento en el mismo. En un contexto democrático pluralista, la competencia por el gobierno, así como el propio ejercicio del poder gubernamental, tendrán entonces como objetivo final imponer la hegemonía en el mercado de votos mediante su incidencia sobre la opinión a través de los medios de comunicación de masas. En esta dimensión, es posible que los perfiles más significativos de la acción de gobierno pue 2. Como, por ejemplo, incorporar intereses difusos o atender a la gestión de los conflictos políticos para evitar su degradación, según la conceptuación de Weaver y Rockman. 3. Cf., desde una perspectiva general, R. Smend, Constitución y Derecho constitucional, CEPC, Madrid, 1985. 4. G. Sartori, Homo videns, Taurus, Madrid, 1998; J. B. Thompson, Los media y la modernidad, Paidós, Barcelona, 1998.

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dan expresarse de una forma más original y adecuada a través de la noción de gobermedia. Desde el punto de vista instrumental, esta nueva visión de la acción de gobierno se situaría, en primer lugar, en la arena competitiva o fase de «entrada», tratando de asegurar y reproducir a lo largo el tiempo las claves genéticas del éxito electoral de la mayoría gobernante a través del circuito representativo; siguiendo así la perspectiva originaria de pura hegemonía política, que conduce al control del gobierno. En cuanto a su dimensión funcional y sustantiva se proyectaría, en la fase de «salida», en forma de una acción de carácter virtual o de dimensión predominantemente cosmética: es decir, un original tipo de acción destinada a proyectarse en el universo mediático, que se traduce en respuestas instantáneas a los condicionamientos inmediatos de la agenda (fundamentalmente de la propia agenda mediática), dando lugar a una estrategia cuyos «productos» se expresan generalmente en forma de meros posicionamientos. Conforme a esta perspectiva, los mecanismos encargados de servir de soporte a la confianza gubernamental deberán articularse fundamentalmente a través de la imagen y el liderazgo, proyectándose a través de los medios audiovisuales: lo que impone una creciente personalización del fenómeno de la representación5. La acción de gobierno deberá expresarse ahora mediante una mayor «visualización», hasta el punto de configurar todo un segmento de la realidad dotado de una auténtica dimensión virtual. Emerge así una arena competitiva reforzada, que acabará derivando finalmente hacia un escenario donde se reproduce de forma permanente la imagen de una pura lucha por el poder6. Se trata de un nuevo escenario histórico que puede entenderse como especialmente adecuado al entorno audiovisual contemporáneo, a partir del apogeo de la televisión desde las décadas finales del siglo xx. Ciertamente en este contexto son conocidas en primer lugar ciertas visiones críticas o pesimistas acerca del impacto general que los medios de comunicación generan sobre la calidad de las democracias contemporáneas y sobre el circuito representativo7. 5. A propósito del debate sobre la personalización de la representación y su incidencia en los sistemas electorales, cf. A. Porras, «Modelos de representación y formas de gobierno», en S. Gambino y G. Ruiz-Rico (eds.), Formas de gobierno y sistemas electorales, Tirant lo Blanc, Valencia, 1997, pp. 43-74; también J. L. Dader, «La personalización de la política», en A. Muñoz Alonso et al., Opinión pública y comunicación política, cit. 6. Lo que podría suponer incluso un retorno o regresión hacia claves del pasado que, en términos de teoría de partidos, podría representarse —siguiendo a Sartori— como la vuelta de los partidos políticos a su condición de facciones (cf. Partidos y sistemas de partidos, Alianza, Madrid, 1980). 7. Shanto Iyengar ha desarrollado en particular la hipótesis del tratamiento episódico de la información en televisión y sus consecuencias sobre el proceso político (cf. Is Anyone Responsible? How Television frames political issues, University of Chicago Press,

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Sin embargo si tratamos de abordar el problema desde la perspectiva de la propia acción de gobierno, la emergencia de la noción de gobermedia ofrecería una nueva visión donde pueden constatarse algunas ventajas adaptativas evidentes: 1)  En primer lugar, la gobermedia permite una concepción de la acción de gobierno entendida como expresión inmediata de respuestas instantáneas ante cualquier tipo de asunto que incida en el ámbito de la agenda pública, generando así una percepción igualmente instantánea e inmediata de la propia acción gubernamental. El único inconveniente será que se trata por lo general de respuestas virtuales o puramente cosméticas, es decir, meros posicionamientos discursivos destinados a ser proyectados a través de la vía mediática a modo de sound bites8. Pero la instantaneidad de la respuesta, aunque sea entendida en su pura dimensión virtual, implica al mismo tiempo una percepción inmediata de la acción, susceptible de asegurar una mayor confianza hacia el gobierno y en general hacia la esfera pública, generando así una función legitimadora que se proyecta en el tiempo más allá del originario soporte del sufragio universal. Su desarrollo presencial y consistente permitirá al gobierno operar con un mayor grado de legitimación dentro de un entorno complejo, cambiante, y cuajado de incertidumbres, donde las previsiones de estabilidad se caracterizan por su precariedad y donde en consecuencia los mecanismos de agenda setting tienen una creciente variabilidad. Mediante la lógica de las respuestas instantáneas, el gobierno generará, o tratará de generar, una sensación permanente de certidumbre, autoridad y capacidad de control. Este reforzamiento de la dimensión de instant responsiveness implica una sustancial transformación respecto del horizonte originario propio de la gobernabilidad, donde la acción del gobierno se explicaba exclusivamente en términos de propuesta programática, proyectada (como una especie de foto fija) desde el momento inicial de la legislatura hacia los cuatro años posteriores de la misma, a partir del soporte del programa electoral o de investidura. El nuevo modelo de la gobermedia vendría a confirmar en consecuencia un cierto mantenimiento de las exigencias Chicago, 1991). Por su parte, Robert Putnam considera la televisión como causa del declive del dinamismo asociativo, en «Bowling Alone: America’s declining Social Capital»: Journal of Democracy, 6 (1995). En contra, aparecerían planteamientos que defienden una mayor movilización de la opinión. Una perspectiva ponderada del debate puede verse en K. Newton, «Mass Media Effects: Mobilisation or Media Malaise?»: British Journal of Political Science, 29/4 (1999). También L. Paramio, Democracia y ciudadanía en el tiempo de los medios audiovisuales, cit. 8. Sobre el tema, desde la perspectiva de la moderna teoría de la democracia, cf. Y. Ezrahi, The Descent of Icarus. Science and the Transformation of Contemporary Democracy, Harvard University Press, Harvard, 1992. Cf. también A. Porras, Representación y democracia avanzada, CEC, Madrid, 1994.

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estratégicas propias de la gobernanza en lo que se refiere a su dimensión de «respuesta»: aunque tal respuesta debe ser entendida ahora como un circuito inmediato o instantáneo de resolución virtual de problemas. Al mismo tiempo, la noción de no-acción, entendida como categoría instrumental de la agenda, quedaría en gran medida desplazada u ocultada tras el impacto de la presencia mediática y la acción virtual instantánea de los gobernantes. En todo caso, podrá detectarse siempre una cierta disociación entre la agenda instantánea o virtual de la gobermedia y las distintas agendas que condicionan en la práctica la acción efectiva del gobierno a través de las políticas públicas (en clave de gobernanza): tanto en términos binarios de acción o no-acción como, sobre todo, en términos de instantaneidad o dilación en el tiempo. La agenda de las respuestas instantáneas, entendidas como acción virtual o cosmética, desplazaría entonces hacia un segundo plano las respectivas agendas de la acción intervencionista, que en su caso podrán ponerse en marcha a posteriori. Se trata de una dualidad donde se reflejaría finalmente una cierta disociación entre la realidad del intervencionismo gubernamental y su proyección virtual en forma de imagen. 2)  En segundo lugar, desde la perspectiva de la gobermedia es posible una visualización directa de la acción de gobierno, permitiendo otorgar así unas claves de presencia inmediata y de confianza personal que contribuyen a legitimar el liderazgo del equipo gobernante y en particular de su presidente, asegurando al mismo tiempo líneas de imputación directa de responsabilidades desde la perspectiva de la opinión pública. Frente a la relativa dispersión o evanescencia del ámbito perceptivo de la acción que se deducía de los mecanismos fragmentarios de la gobernanza, con su dinámica consensual y sus complejos circuitos de red obligados a operar a través de la cooperación institucional (un entorno reacio a la simplificación que requiere toda información mediática), la gobermedia aseguraría, en cambio, una mayor claridad perceptiva de la acción de gobierno, operando un efecto de reducción de la complejidad institucional subyacente y justificando así un circuito simplificado de imputación o de responsabilidad; lo cual debe generar en consecuencia un ambiente de mayor seguridad. Se trata pues de un escenario que permite una mejor legitimación del circuito político global. Naturalmente tal seguridad se caracterizaría igualmente por su dimensión virtual, entendida como mera presencia, al margen de su capacidad efectiva de resolución de problemas. Cuando en plena catástrofe del 11 de septiembre de 2001 el alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, hizo acto de presencia en la zona del desastre, asumió para la opinión pública norteamericana la función virtual del gobernante respon101


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sable en ausencia del presidente, aunque resultaba imposible exigirle cualquier tipo de acción: era su mera presencia la que proyectaba una dimensión legitimadora. La visualización constituye pues, por sí misma, un factor evidente de legitimación y de consolidación institucional desde la perspectiva de la opinión mediática, asegurando al mismo tiempo un circuito de imputación de responsabilidades. Sin embargo también puede suceder, en una dimensión reactiva, que cuando exista el riesgo de que esta imputación pueda proyectarse en forma crítica a partir de acontecimientos que tienen un sentido negativo, los propios gobernantes procuren eludir tanto su presencia inmediata como la asunción de responsabilidades, apoyándose o bien en la cobertura de la estabilidad gubernamental, o bien simplemente como una estrategia preventiva ante el riesgo de efecto «chivo expiatorio» tan grato al universo mediático. Así, cuando se produce una grave deficiencia imprevista en algún servicio público, o cuando alguna circunstancial catástrofe moviliza a la opinión pública o los medios de comunicación, los distintos gobernantes responsables (en la escala local, regional o estatal) pueden desarrollar con frecuencia estrategias elusivas para hacer recaer las responsabilidades sobre aquel dirigente que asuma el coste de los primeros flashes. De este modo algunos acontecimientos de actualidad instantánea (hundimiento de edificios, vertidos tóxicos, etc.) pueden generar una circunstancial «desbandada» de los dirigentes políticos ante el riesgo de asumir el coste de responsabilidad a través de la gobermedia. En este caso se trataría de una singular proyección de la no-acción, entendida como falta de presencia inmediata, y orientada más bien a intentar eludir la imputación de responsabilidades, así como el peligroso efecto de chivo expiatorio que suele acompañar los procesos mediáticos de percepción de acontecimientos excepcionales o traumáticos. La dimensión cosmética de la acción puede entenderse pues como la expresión de un poder de tipo simbólico-mediático destinado a configurar la agenda. Pero, aunque esté orientado a generar una mayor confianza sobre la esfera político-gubernamental, reviste al mismo tiempo una cierta dimensión precaria, ya que en última instancia solo puede fundamentarse en elementos meramente subjetivos que se concretan finalmente en las características personales de los gobernantes y su capacidad efectiva para generar credibilidad y confianza. Se trata de un ámbito que, por lo general, suele estar intensamente sometido a los mecanismos de inspección mediática y su notable tentación de indagar aspectos privados o comportamientos irregulares susceptibles de contribuir a la dinámica del escándalo político9. 9. J. B. Thompson, El escándalo político. Poder y visibilidad en la era de los medios de comunicación, Paidós, Barcelona, 2001.

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3) En tercer lugar, la gobermedia permitiría expresar una original dimensión plural y competitiva de la acción de gobierno, ya que, al canalizarse a través de un entorno mediático pluralista, asegura una presencia inmediata de alternativas, permitiendo así una mejor expresión de la discrepancia y de la crítica. De este modo se operaría un desbordamiento de las pretensiones «unidimensionales» que se deducían de un modelo de acción basado en consensos sociales (a los que cabría atribuir un carácter homogéneo e integrador, carente de perfiles conflictuales), según el paradigma de la gobernanza, asegurando así una cierta dimensión pluralista de la acción y permitiendo en consecuencia que la agenda pueda reflejar en todo momento un mayor cromatismo, con una presencia inmediata de alternativas presentadas por los grupos de la oposición. En la medida en que el debate sobre la acción de gobierno, dentro de este contexto plural y competitivo, debe basarse en la lógica de los posicionamientos plurales e instantáneos, proyectados por vía mediática, su intensidad virtual tenderá a incrementarse paralelamente. La gobermedia se expresará entonces a través de un cromatismo plural de posiciones enfrentadas, implicando un reforzamiento de la dinámica conflictual y competitiva del sistema. Pero ahora el debate entre los distintos competidores no tendrá un carácter estrictamente deliberativo ni se inspirará en tradicionales claves ideológicas alternativas y razonablemente bien definidas; al menos si tenemos en cuenta que los grandes partidos con posibilidades de victoria electoral han tenido que ajustarse previamente a los parámetros propios del partido catch all, relativamente desideologizado. Lo que implicará que, en principio, no exista un auténtico choque programático o ideológico desde la perspectiva de las distintas propuestas para gobernar, sino más bien un choque entre retóricas diferenciadas. El enfrentamiento de posiciones y la propia expresión de la acción de gobierno no se basarán en la estricta argumentación, sino en la mera superposición de distintos planos de información-posicionamiento de carácter plural y diverso. Para ajustarse a este entorno competitivo virtual, las viejas ideologías deberán convertirse ahora en auténticas retóricas competitivas, de tal modo que, al final, la competencia partidista girará más bien en torno a estilos discursivos, propuestas concretas y personalizadas (que se presentan en su caso como compromisos de los líderes con la ciudadanía) o meros posicionamientos destinados a proyectarse en la jungla competitiva del mercado audiovisual. Las diferencias ideológicas no serán en todo caso más que simples elementos de orquestación retórica al servicio de la competitividad del sistema, pudiendo reorientarse hacia nichos conflictuales predefinidos, como la religión, el medioambiente, las políticas de género, etc. Al mismo tiempo, la intensificación de la competencia generará a medio y largo plazo el conocido efecto reductor del pluralismo, 103


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suscitando la recuperación de las recurrentes tendencias bipartidistas, así como el progresivo predominio de los denominados partidos cártel10, que cuentan normalmente con sólidos apoyos mediáticos. Una proyección tan evanescente del discurso político sobre el mercado electoral exigirá seguramente, para mantener y conservar la hegemonía política, de nuevas claves estratégicas que deben incorporarse al proceso político y que ahora se configuran más bien como instrumentos publicitarios o de marketing político, orientados a asegurar la «costumerización» de los electores-clientes: ya sea haciéndolos partícipes de determinados estilos o modos de vida, o bien tratando de suscitar un tipo de lealtad emocional que asegure su movilización activa como defensores radicales o core supporters de la propia marca11 y de sus nichos de competitividad. Por supuesto semejante escenario permite la aparición simplificada de un amplio cuadro de dualidades competitivas fácilmente reproducibles en la retórica discursiva: como la dualidad religión vs. laicismo, defensa de la familia tradicional vs. libertad de orientación sexual, radicalidad medioambiental vs. defensa de los sistemas productivos tradicionales, etcétera. En todo caso, el líder político con capacidad para conquistar la mayoría en el mercado de la opinión pública será aquel que sepa personalizar y trasmitir mejor un soporte de confianza proyectado hacia determinados estilos de vida, concebidos como estándares de consumo y de actitudes vitales, relativamente al margen de los tradicionales idearios programáticos de los viejos partidos, que se inspiraban en ancestrales ideologías de base socioeconómica, reflejando diferentes concepciones globales del mundo. La lógica de la gobermedia implicará en definitiva una recuperación del terreno plural de la política mediante un reforzamiento de su dinámica competitiva y electoralista, proyectada de forma permanente a través de los circuitos audiovisuales. En alguna medida ello supone una ruptura de las tendenciales pautas «consociacionales» que estaban implícitas tanto en las teorías del impulso político de mediados del siglo xx como en la dinámica de una acción pública sustentada sobre consensos plurales y dispersos con el tejido social propia de la gobernanza, para pasar a una intensificación de los elementos de discrepancia o competencia que, siguiendo la lógica de mercado, tenderán a reducirse selectivamente en torno a un oligopolio de partidos cártel que acabará reforzando al cabo del tiempo una dinámica bipartidista. 10. R. S. Katz y P. Mair, «El partido cártel: la transformación de los modelos de partidos y de la democracia de partidos»: Zona Abierta, 108-109 (2004). 11. Th. M. Holbrook y S. D. McClurg, «The Mobilization of Core Supporters: Campaigns, Turnout and Electoral Composition in United States Presidential Elections»: American Journal of Political Science, 94/4 (2005).

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La

doble ubicación de la gobermedia

El entendimiento de la acción de gobierno como pura acción virtual implica un nuevo y paradójico horizonte metodológico cuya incidencia parece capaz de desbordar las grandes líneas de evolución mantenidas hasta ahora por el Estado de bienestar, con sus grandes objetivos finalistas o programáticos y sus valores sustantivos establecidos constitucionalmente; unos objetivos a los que se supone que debía hacerse frente mediante el desarrollo de una acción pública intervencionista. De ahí que la emergencia histórica de la gobermedia suscite de entrada algunos interrogantes: ¿puede entenderse que estamos avanzando en una frontera evolutiva, de carácter posintervencionista o postsocial, donde la política trata de recuperar un espacio propio partiendo del postulado de que, previamente, deben darse ya por cubiertas las necesidades prestacionales del sistema a través de la gobernanza? ¿O se trata más bien de entrar en una auténtica nueva dimensión histórica presidida por la cultura de masas, la revolución audiovisual y el desarrollo de las nuevas tecnologías, donde la proyección virtual de la acción suscita un horizonte que permite comenzar a cuestionar el propio intervencionismo público? Partiendo de esta dinámica de recuperación de la política, y por lo tanto de una acción de gobierno proyectada sobre la esfera espectacular de los media, cabría sugerir en principio dos posibilidades de ubicación sistemática: a)  En primer lugar, la hipótesis de una gobermedia integrada de forma relativamente armónica en el contexto previo de la gobernanza; operando en consecuencia en una dimensión funcional complementaria o constructiva, que se expresaría como una proyección representativa por vía mediática, generadora de confianza y susceptible al mismo tiempo de traducirse en posicionamientos inmediatos o respuestas instantáneas capaces de operar como orientaciones plurales y dispersas para la posterior acción intervencionista. Se trataría pues de dar respuestas inmediatas a los nuevos asuntos que una realidad variable puede suscitar en la práctica, impactando súbitamente sobre la agenda gubernamental. La gobermedia vendría así a complementar algunas de las deficiencias de la gobernanza en términos de instantaneidad, visualización y claridad de imputación de responsabilidades. b)  Pero, en segundo lugar, podría aparecer también la hipótesis alternativa de una gobermedia autónoma o desbordada, que corre el riesgo de perder sus lazos de conexión congruente con el circuito del intervencionismo público, acentuando así los perfiles propios de una realidad puramente virtual o reconstruida, a cuya espectacularidad se subordinarían el resto de los elementos del sistema. 105


la acción de gobierno

Entre uno y otro extremo cabría ciertamente toda una amplia escala de posibilidades de integración o desarticulación, dotadas en su caso de una cierta secuencia evolutiva. Desde la primera hipótesis, cabría subrayar el efecto complementario que puede generar la gobermedia en relación con algunas de las insuficiencias de la gobernanza: fundamentalmente en términos de una mejor visualización, imputación y control/responsabilidad, así como un efecto de mejora de la «responsividad» de la esfera pública; es decir, de su capacidad para responder de forma inmediata a demandas emergentes o acontecimientos sobrevenidos que impactan sobre la agenda más allá de las políticas públicas preestablecidas. Incluso cabría sugerir adicionalmente que la propia esfera mediática puede llegar a convertirse a veces en un factor de apoyo al éxito de ciertas políticas: así, determinadas políticas sectoriales pueden mejorar sus efectos cuando se desenvuelven bajo una mayor incidencia del foco mediático, en la medida en que tanto los actores como los propios usuarios se perciben a sí mismos como protagonistas activos de la atención pública, debiendo operar con un mayor grado de motivación y transparencia. El propio liderazgo del gobierno se vería reforzado cuando el marketing público consigue publicitar algunas «buenas» políticas que tienen una mayor proyección social o una mejor dimensión cosmética, asegurando generalmente una alta rentabilidad electoralista. La gobermedia integrada aseguraría entonces un flujo constructivo de sinergias positivas entre el ámbito de la acción intervencionista y el plano de la representación simbólica o de la proyección virtual de la acción del gobierno. Desde esta perspectiva, el gobernante que se posiciona ante la realidad, además de generar respuestas instantáneas, debería también ser capaz al mismo tiempo de formular propuestas discursivas susceptibles de operar en clave programática, conteniendo un determinado proyecto futuro de acción. Es algo que, en su fórmula más tentativa y simplificada, puede expresarse en el compromiso de poner en marcha la elaboración de planes o de llegar a acuerdos o pactos en torno a determinados ámbitos problemáticos. «Proponer» la realización de planes o expresar la voluntad de llegar a acuerdos constituiría una forma congruente de conectar la dimensión virtual e instantánea de la gobermedia con el contexto intervencionista de las políticas, propio de la gobernanza; aunque solo sea mediante una proyección nebulosa hacia el futuro. Ahora bien, cuando la mera propuesta de una acción se acabe convirtiendo en el sustitutivo de la acción misma, insertándose finalmente en el lado negativo de la agenda en forma de no-acción, entonces la gobermedia asumiría una dimensión autónoma, y la acción pública se limitaría a su simple efecto virtual. Por lo tanto, la dinámica inmediata de la acción virtual se proyectaría en el mejor de los casos (o sea, dentro de una gobermedia integrada), 106


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como un compromiso de auténtica acción intervencionista desplazado hacia el futuro; aun cuando las claves de tal futuro queden en un razonable grado de incertidumbre12. Los planes o los pactos se convierten así en horizontes virtuales que permiten la «existencia» ficticia de una acción desde el mismo momento de su formulación discursiva. Sin embargo cuando los nexos de interconexión congruente entre gobermedia y gobernanza comienzan a disociarse, cuando las propias políticas públicas se convierten en armas arrojadizas al servicio de la competencia política, cuando los soportes necesarios para el mantenimiento eficiente de líneas de acción pública no alcanzan una consistencia adecuada o corren el riesgo de decaer, cuando la gobernanza, en fin, se convierte en una pura nebulosa retórica tras la que se esconden la rutina, la adhocracia o la gestión politizada, en tal caso la dimensión virtual de la acción de gobierno acabará asumiendo una proyección autónoma y no subsidiaria. En semejante contexto deformante es probable que, para mantener la atención mediática, la acción virtual deba intensificar sus elementos de espectacularidad, avanzando hacia el horizonte de la pura agitación y propaganda. La acción de gobierno recuperaría entonces algunos de sus elementos predemocráticos originarios, en el sentido de convertirse en un instrumento orientado a asegurar a toda costa la hegemonía política; y la propia posición del gobierno abandonaría su ambición intervencionista, enmascarada tras la fachada de la pura acción virtual o cosmética. Ante tal hipótesis, la exigencia de un intervencionismo público, entendido como requisito esencial de la acción de gobierno, perdería todos sus anclajes con el originario escenario histórico del que surgió el Estado social del siglo xx. El

diseño de la acción.

Las

comparecencias

Si recordamos que teóricamente todo diseño autónomo de la acción de gobierno se supone que debe partir de un diagnóstico problemático previo sobre la realidad, en el caso de la gobermedia, la predominancia de una dimensión mediática y publicitaria se traduciría en un modelo de acción cuyo diagnóstico de partida se inspira más bien una cierta «reconstrucción» de esa realidad. Una visión reconstruida que sesgaría la necesaria presencia de una racionalidad científico-crítica, permitiendo focalizar la acción sobre ámbitos problemáticos concretos a los que se atribuye un 12. El futuro constituye, en efecto, el tiempo verbal predilecto de la propaganda política (cf. D. R. Miller, «Visione polifonica: la [ri]costruzione lingüistica del paradigma consensuale nella propaganda elettorale statunitense»: Quaderni Costituzionali, XVI/3 [1996]).

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alto grado de visualización y un mayor potencial de atractivo electoral: normalmente, el ámbito de las easy policies que deben permitir un cauce de imputación favorable y no problemático hacia el gobierno. La realidad corre entonces el riesgo de convertirse en una instancia políticamente reinventable, tanto en clave pluralista como en su proyección sucesiva a lo largo del tiempo, apareciendo así un tipo de discurso que se sitúa en torno a determinados nichos de una realidad reconfigurada o reconstruida. Algo que puede llegar a implicar una renuncia implícita a toda percepción objetiva o científica —y crítica— de la misma: al final lo importante será el color del cristal con el que se mira la realidad, y no la realidad misma. Una realidad reconstruida no necesitará entonces asegurar anclajes científicos con el entorno social o con el pasado histórico13, ni ubicarse en un proceso congruente de aprendizaje proyectado a lo largo del tiempo, sino que debe acentuar alternativamente sus componentes de pura innovación o creatividad, buscando el mayor impacto sobre el imaginario colectivo. En este contexto serán los publicistas y especialistas en marketing político los auténticos detentadores del nuevo conocimiento especializado. Tal reconstrucción de la realidad se ajustará, en la práctica, a efectos del diagnóstico correspondiente, a una pauta dual, dependiendo de que el respectivo partido cártel esté en el gobierno o en la oposición, suscitando así un marco de enfrentamiento entre visiones idílicas, integradas o satisfechas, frente a percepciones hipercríticas o apocalípticas. Lo que viene a reforzar una reactualización de la dimensión bipolar subyacente, revitalizando elementos ideológicos y retóricos alternativos al servicio de la propia dinámica competitiva. En cuanto al tipo de racionalidad que, a partir del diagnóstico correspondiente, debe servir de soporte a este modelo de acción de gobierno, tendría un claro sentido estratégico-competitivo orientado hacia el objetivo final del logro de la confianza, entendida como una sensación de satisfacción colectiva mantenida en el tiempo (con independencia de que puedan darse por cumplidos o no los viejos horizontes finalistas propios del Estado de bienestar). Se produce así una especie de inversión respecto del paradigma originario, propio de la noción de impulso político, donde la acción tenía un sentido programático o pro futuro, expresándose en el momento originario de la investidura a partir del soporte de la confianza electoral previamente obtenida en las urnas. Por el contrario, la proyección estratégica de la gobermedia tratará de orientar la propia acción hacia el momento electoral, contando normalmente con la dispo 13. Sobre la pérdida de sentido histórico en el ámbito competitivo de la política, cf. en relación con las elecciones norteamericanas de 2008, N. Birbaum, «¿De qué van las elecciones norteamericanas?»: El País, 23 diciembre 2007, pp. 31-32.

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nibilidad instrumental de unos sondeos de opinión que marcan el grado aproximado de apoyo disponible en cada momento. El centro focal a partir del cual se determina la acción no estará entonces en el momento inicial o de partida de la legislatura (inmediatamente después de las urnas), sino en el de llegada: o sea, en el momento inmediatamente previo o anterior a las urnas, cuando se juega el acceso competitivo a la hegemonía política o a su mantenimiento; momento hacia el cual se orientará la propia agenda del gobierno. Algo que seguramente contribuye también a explicar la relativa hiperactividad que experimentan los gobiernos en los momentos finales de la legislatura. Lo que significa pues que la lógica de la acción virtual pretende proyectar a la comunidad en su conjunto hacia el espejismo colectivo de un futuro competitivo inmediato, diseñado en clave seductiva, donde lo mejor estará siempre por llegar. Si la lógica de la acción del gobierno se va a orientar en última instancia y de forma casi exclusiva hacia el mantenimiento de la hegemonía política y su reproducción en el tiempo, cabría deducir en consecuencia que la lógica de la gobermedia implicará un progresivo endurecimiento de los procesos de alternancia. En este contexto, la focalización temática de la acción se ajustará en principio a un diseño de agenda abierta, donde las líneas prioritarias del gobierno presentarán un cromatismo plural y oscilante, pudiendo ser sustituidas por estrategias coyunturales de respuesta a demandas emergentes o a los requerimientos inmediatos del universo mediático14. Las propuestas programáticas concretas podrán surgir entonces de un auténtico «mercado» de ideas; es decir, de sugerencias creativas o innovadoras susceptibles de copiarse entre unos partidos y otros. O bien extraerse de experiencias ajenas, al margen de claves ideológicas diferenciadas, persiguiendo el único objetivo de asegurar la identificación colectiva de segmentos completos de la sociedad con determinados proyectos de acción. Los posibles soportes científicos del discurso, como por ejemplo el manejo de variables estadísticas o sociológicas, se convertirán en instrumentos susceptibles de un uso sesgado o interesado, destinados a proyectar ante la opinión pública meras evidencias persuasivas, desprovistas de todo elemento crítico-argumentativo15. En la medida en que se trata 14. Sobre la escasa estabilidad que en la práctica adquieren las propuestas presidenciales en Norteamérica a partir del discurso sobre el estado de la nación, al menos en materias de economía y derechos civiles, cf. J. E. Cohen, «Presidencial Rethoric and the Public Agenda»: American Journal of Political Science, 39/1 (1995), pp. 97-107. 15. G. Majone, Argument, Evidence and Persuasion in the policy process, Yale, New Haven, 1989. La dimensión persuasiva orientada hacia la parte irracional y emocional del ciudadano constituiría una característica central del discurso, proyectándose hacia una suerte de consenso que no tiene pues un carácter necesariamente racional (cf. D. R. Miller, «Visione polifonica...», cit.).

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de un proyecto de diseño de la acción entendido como pura oferta, es decir, que renuncia en principio a operar una agregación congruente de demandas sociales, deberá introducir circuitos elusivos o de no-acción en relación con posibles ámbitos temáticos comprometidos o negativos, asegurando así su exclusión de la agenda. Por lo tanto, el diagnóstico de la realidad a partir del cual se determina la acción no podrá ser en rigor un diagnóstico auténticamente «problemático» dotado de una clara dimensión crítica y fundamentada en soportes científicos suficientes; sino más bien un diagnóstico estrictamente propositivo o seductivo, donde los elementos negativos de la realidad, o bien deben ser directamente eludidos, o bien se convertirán en auténticos «desafíos virtuales», entendidos como retos superables de forma más o menos instantánea. Es decir, a modo de problemas-respuesta cuya mera formulación llevará implícita la voluntad automática de su superación instantánea o virtual, aunque sea mediante su remisión a un incierto futuro. La dimensión virtual de la acción se ubicaría así ante un escenario donde la simple formulación de proyectos de acción permite el milagro de su existencia virtual, suscitando una dimensión de respuesta instantánea frente a cualquier obstáculo o demanda emergente surgida de la realidad, y generando en consecuencia un efecto colectivo de satisfacción instantánea. Una singular concreción instrumental de tal proceso de «virtualización» de la realidad sería el desplazamiento de los núcleos problemáticos de la acción hacia instrumentos legales: desde la perspectiva de la gobermedia, la ley parece convertirse ahora en una nueva categoría mágica, donde cabe entender que su mera promulgación (o incluso la presentación como anteproyecto) implicará la existencia formal de una respuesta suficiente a un determinado problema social. En clave evolutiva, ello implicaría el paso del derecho intervencionista propio de una primera etapa del Estado de bienestar, o del derecho regulativo propio del contexto de la gobernanza multinivel, hacia una nueva categoría de leyes declarativas que se limitarían a formular nuevos principios o valores. En su formulación más elemental y positiva, se trataría de transformar las leyes en auténticas declaraciones de derechos, dando por supuesto que tales derechos constituyen por sí mismos valores positivos para el conjunto social, cuya mera existencia (aunque sea virtual) genera efectos satisfactorios para el conjunto. El ciudadano al que se le reconoce un derecho en un soporte formal de tipo legal entiende que ha conquistado de forma instantánea un determinado bien, aunque provisionalmente su vigencia no sea consistente, salvo al nivel estrictamente virtual. En su proyección más innovadora cabría incluso constatar la aparición de una nueva categoría de leyes proclamáticas, es decir, normas que se limitan a dibujar escenarios de un presente-futuro, proyectándo110


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se en forma de «proclamaciones» entendidas como puros elementos discursivos que no solo ofrecen una respuesta virtual ante la realidad, sino que pretenden dar por generalizada, a partir de su propia formulación, la vigencia de determinados valores o la emergencia de nuevos escenarios virtuales que constituyen en última instancia una recreación de la propia realidad. Por lo tanto no se trata ya de formular horizontes de futuro (a alcanzar mediante la acción de los poderes públicos y la colaboración constructiva de los ciudadanos), sino de proclamar en tiempo presente una nueva «realidad» mediante su pura formulación discursiva. Sobrevuela sobre esta nueva visión estratégica una cierta concepción mágica de la ley: o sea, la ley dejaría de ser un soporte para la posterior acción pública, pasando a convertirse en una auténtica formulación virtual de esa nueva realidad que se pretende establecer. Se supone pues que, en teoría, la mera inclusión de esa nueva realidad virtual en un soporte legal va a operar por sí misma el milagro de un efecto transformador de la realidad merced a su pura proclamación formal. En cuanto al horizonte de referencia para el diseño de la acción de gobierno, tratará lógicamente de basarse en la existencia de un determinado discurso narrativo o relato donde sobrevuelan determinados hitos retóricos. En teoría, el sustrato sobre el que se construye tal relato se supone orientado hacia la vieja noción ideal del «mito programático», aunque más proyectado ahora hacia su dimensión virtual de puro eslogan, fácilmente sustituible según los condicionamientos de la coyuntura. Las concreciones operativas de tal discurso en forma de ofertas (que serían equivalentes a una serie de propuestas programáticas de tipo electoral) tendrán al final una significación meramente complementaria; es decir, vendrían a ser como los elementos de detalle de un marketing que debe encargarse de asegurar la mejor colocación del producto. De lo que se trata será de asegurar en todo caso una apariencia de innovación, incorporando los mejores elementos que puedan existir en el mercado: por eso las ofertas electorales, entendidas como propuestas para la acción, pueden copiarse de unos partidos a otros sin provocar ningún desajuste en el proceso competitivo, del mismo modo que sucede en el mercado privado. Será importante igualmente conocer las estrategias del competidor, en su caso mediante mecanismos de información o espionaje, como sucede en el marco de las grandes empresas. A partir de este contexto estratégico, la principal plasmación operativa de la acción de gobierno se sustanciará mediante el recurso a las comparecencias: la comparecencia constituye el acto formal a través del cual el gobernante se hace presente de una forma personalizada ante el universo mediático para expresar sus posicionamientos ante la realidadagenda, mediante un monólogo discursivo cuajado de respuestas instan111


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táneas y virtuales. Constituiría el núcleo operativo de la acción de gobierno desde la perspectiva de la gobermedia. El apogeo del mecanismo de las comparecencias en la dinámica política contemporánea viene generando desde hace tiempo todo un conjunto de mutaciones difusas en el marco funcional de los distintos sistemas constitucionales. Recordemos por ejemplo que la competencia del presidente de la V República Francesa de dirigir mensajes a las cámaras (prevista en el artículo 18 de la Constitución) había decaído en la práctica ante la reiteración de comparecencias ante los medios de comunicación, impulsando seguramente algunas de las claves de la posterior reforma constitucional de 2008. En general suelen ser habituales las difusas protestas de los parlamentos ante determinadas iniciativas gubernamentales que se presentan en primer lugar ante la arena mediática, con anterioridad a su formalización en sede parlamentaria. Su ventaja evidente consistirá en que la comparecencia ante los media permite al gobernante determinar libremente los ámbitos temáticos concretos de la agenda de cada intervención; o sea, un control directo del orden del día, eludiendo el debate propio de la arena parlamentaria, así como el formato propio de una rueda de prensa, donde siempre pueden producirse preguntas comprometidas. En la medida en que los contenidos más sustantivos de toda comparecencia mediática consisten en proyecciones para el futuro inmediato, donde se expresan respuestas instantáneas ante la realidad, los elementos de incertidumbre del presente quedarán desustancializados o desproblematizados al ser proyectados hacia ese ilusionante futuro de existencia puramente virtual. Desde la perspectiva del impacto colectivo o mediático, sus efectos de respuesta inmediata ante la realidad facilitan un marco recurrente de legitimación para el gobierno. En todo caso, las comparecencias constituyen adicionalmente en la práctica un espacio idóneo para la reiteración de los mensajes programáticos, los eslóganes repetitivos y los principales hitos retóricos que deben ir permeando a la opinión pública16. En su formulación ideal, tal entramado propositivo debe articularse a través de un cierto hilo narrativo que permita en todo caso mantener una pretensión de congruencia discursiva. Aunque en la práctica, la sucesión en el tiempo de diferentes comparecencias libera al gobernante de su responsabilidad teórica de mantener un proyecto plenamente coherente 16. Es pues el terreno idóneo para un tipo de discurso político inspirado en un registro de corte comunitarista o «restringido» dotado de valores absolutos, inmediatos, simbólicos, con fuertes connotaciones y ampliamente compartidos. Un tipo de discurso enfrentado al modelo alternativo, de carácter individualista o de registro «elaborado», que construye significados más explícitos, independientes de su contexto y por lo tanto más replicables en clave argumentativa, según la clasificación manejada por Donna Miller en «Visione polifonica...», cit.

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y estable, ante la gran volatilidad de la opinión pública y el alto grado de aceleración de la agenda temática. Lo que el gobernante dice hoy no tiene por qué ser lo mismo que lo que diga el próximo mes, siempre y cuando las variaciones en el discurso respondan a nuevas necesidades de agenda y puedan encuadrarse en un relato o hilo narrativo más o menos coherente. La proyección puramente virtual de la acción a través de la gobermedia, en forma de meros posicionamientos, permite incluso al gobernante desbordar las fronteras territoriales del Estado para ajustarse a la fluctuante agenda temática del propio universo globalizado, proyectado a través de los medios de comunicación. A través de la gobermedia, el líder puede permitirse el lujo, en sus comparecencias, de responder instantáneamente de forma virtual a los desafíos tanto de la política interior como de la política exterior al nivel mundial17. En la práctica, este tipo de proyección mediática de la acción obligará a adecuarse a los constreñimientos propios de la videopolítica, imponiendo, por una parte, un uso reductivo de los conceptos y del propio discurso, para adaptarse a las exigencias de los breves sound bites mediáticos, y forzando, por otra, hacia una proyección simbólico-cosmética donde se expresan los posicionamientos. Se trata de un ámbito en el cual siempre primarán las dimensiones personalistas del carisma o del «estilo» personal del gobernante. Su resultado a medio plazo se traduciría entonces en una superposición de proyectos discursivos diversos que, al depender de las oscilaciones de la coyuntura, tienden a aportar un notable grado de variabilidad o aleatoriedad a la agenda gubernamental; lo que suscita un escenario resultante donde resulta difícil encontrar claves estables que aseguren un proceso constructivo de aprendizaje a lo largo del tiempo. Ante este diseño de la acción, la posición de la esfera social y el papel del ciudadano tendrán que ajustarse a una dimensión funcional adecuada a la videopolítica, es decir, al rol de mero espectador pasivo. Este desplazamiento podría entenderse inicialmente como una auténtica regresión histórica en el modo como se opera la superación del conflicto entre el circuito representativo (político) y el circuito participativo-ciudadano (social), con el predominio final del primero sobre el segundo. Aunque esta deriva histórica podría ser susceptible de algunas matizaciones: (a) por una parte, cabría defender la coexistencia de los circuitos de la gobernanza y de la gobermedia como ámbitos de acción que operan sobre esferas diferenciadas según una cierta lógica de subsidia 17. Igualmente las cámaras tratarán de operar en el mismo segmento de la acción, mediante el recurso creciente a las proposiciones no de ley, que se traducen en posicionamientos generales ante la realidad (cf. sobre el tema A. Porras, «Rendimiento institucional y eficacia parlamentaria», en F. Pau y Vall [coord.], El Parlamento del siglo xxi. VIII Jornadas de la Asociación Española de Letrados de Parlamentos, Tecnos/AELPA, Madrid, 2002).

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riedad; es decir, dentro del modelo que hemos calificado como gobermedia integrada, donde la tensión subyacente entre el circuito de la representación (político) y el de la participación (social) se podría mantener en un cierto equilibrio a partir de la separación entre sus planos de referencia. La lógica competitiva de la acción virtual e instantánea propia de la gobermedia respetaría en principio el ámbito de la agenda intervencionista, que deberá sustanciarse a posteriori desde la esfera operativa de la gobernanza, contando con sus respectivos circuitos participativos y relativamente al margen de los focos mediáticos18. (b) Pero también cabría, en segundo lugar, sugerir que en el contexto de la gobermedia, el universo mediático aspira en última instancia a una auténtica suplantación de la esfera social; lo que conduciría al intento de integrar dentro de la esfera mediática los propios circuitos de participación social. Una integración que, lejos de avanzar hacia los horizontes utópicos de la denominada «ciberdemocracia», parece implicar más bien la adecuación de la dinámica participativa a las exigencias y requerimientos propios del universo mediático y sus perfiles dominantes, orientados hacia una dimensión de puro espectáculo. En este caso, y más allá de su posición pasiva de mero espectador, el tejido social podría proyectarse a través de los media mediante mecanismos-espectáculo de tipo participativo, que permiten simplificar o manipular el propio tejido social generando al mismo tiempo un efecto placebo donde de lo que se trata no es tanto de «explicar» la acción, sino tan solo de justificarla. Los propios medios de comunicación serán entonces los primeros interesados en convertirse en instrumentos de proyección de la investigación demoscópica, suscitando así una visualización instantánea de la opinión pública y una apariencia participativa que, teóricamente, refuerza sus pretensiones de veracidad, al mismo tiempo que se dirigen y controlan los cauces de expresión de la propia sociedad. Aunque en la práctica, el uso de los instrumentos demoscópicos tiene siempre al final un sentido político-competitivo: de ahí que frecuentemente sean las propias empresas de comunicación las que se encarguen de contratar y publicar encuestas y sondeos de opinión, proyectando así una visión plural y llena de incertidumbre de la evolución de la opinión política, que refuerza la propia dimensión competitiva y espectacular del proceso19. En todo caso la existencia de una fachada participativa —ya sea real o ficticia— se convertiría en uno más de los argumentos al servicio de 18. Una discusión sobre la dificultad de comprobar en la práctica un ajuste adecuado entre la agenda mediática y la de las políticas públicas, en S. Soroka, «Policy-Agenda Setting Theory Revisited: A Critique of Howlet on Downs, Baumgartner and Jones, and Kingdon»: Canadian Journal of Political Science, 32/4 (1999). 19. F. Ortega, La política mediatizada, Alianza, Madrid, 2011.

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la retórica competitiva del sistema, cuya auténtica arena de desenvolvimiento sería finalmente la esfera mediática. Ciertamente el desarrollo tecnológico y la progresiva expansión de la opinión a través de las redes que operan en internet pueden operar como un factor atenuante a medio plazo, sugiriendo la reaparición de modelos abiertos de comunicación y de opinión similares a los del primitivo entorno liberal. Pero tal expansión no ha conseguido por ahora superar la posición dominante de los grandes oligopolios mediáticos (incluyendo las cadenas públicas) que se configuran como la auténtica arena de proyección de la gobermedia. Esta visión subordinada de la esfera social, unida a la consideración de las minorías activas como factores de apoyo incondicional al servicio de una lógica competitiva, suscitaría una hipótesis final de riesgo: la que puede conducir hacia el uso de la movilización de masas como instrumento al servicio de la dinámica competitiva del sistema, siguiendo una estrategia fatal que impulsaría hacia la intensificación del conflicto mediante el uso de técnicas de agitación y propaganda articuladas como factores de apoyo al gobierno o a la oposición; es decir, de impulso a la continuidad o a la alternancia en el poder. La esfera social acabaría entonces siendo entendida como un espacio subordinado a la dinámica competitiva impuesta por el sistema político-mediático, mediante el uso detonante de minorías hiperactivas que se movilizan como instrumentos de agitación. Emerge así, en sus expresiones más extremas, una fenomenología propia del siglo xxi, cuya primera expresión histórica serían las denominadas «revoluciones de los colores», desencadenadas en algunos países de la semiperiferia occidental desde principios del siglo (en particular desde la «revolución naranja» de Ucrania en 2004), y concebidas como estrategias de choque para forzar la alternancia mediante la orquestación de todo un conjunto de elementos de visualización mediática y de movilización de masas orientados a inducir un determinado comportamiento en las urnas. Dejando aparte su dimensión contextual, cuando se trata de movimientos que operan contra sistemas de corte autoritario, los fenómenos de movilización social activa se configuran como un fenómeno emergente y generalizable tras el que puede ocultarse finalmente la precaria fenomenología de un nuevo tipo de pustch mediático, o «pustch blando», entendido como ariete de la alternancia, orientado a movilizar finalmente a los electores en las urnas. La

gestión de la agenda

Desde el momento en que el gobierno pierde el control inmediato sobre su propia agenda, debido a la incorporación de la esfera mediática 115


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a la arena propia de la política y de la acción gubernamental20, se hace particularmente difícil una visión autónoma de la acción de gobierno. La agenda del gobierno será ahora el resultado de un esfuerzo constante de mediación y respuesta entre dos esferas (la política y la mediática) sometidas a una constante tensión competitiva. Donde en la práctica va a ser imposible un control completo y estable del proceso por parte de la instancia gubernamental, y donde se suscitan recurrentemente estrategias de captura entre ambos circuitos. Aunque, en todo caso, el gobierno siempre tendrá asegurada una posición privilegiada frente a la oposición. La competencia por la agenda tendrá que sustanciarse en primer lugar en términos de superposición temática a la búsqueda de la mayor presencia virtual en forma de share o cuota de pantalla: coyunturas de agenda potencialmente negativas para el gobierno podrán ser superadas mediante la superposición de nuevos asuntos problemáticos o temas de mayor «gancho» para los ciudadanos-espectadores que, lanzados a modo de señuelo o incluso eventualmente «inventados», pueden acabar desplazando el eje de atención mediática proyectándolo sobre ámbitos de menor potencial crítico para el gobierno. La «creación» ficticia de nuevos temas o la focalización sobre asuntos problemáticos de interés inmediato se convierten entonces en un instrumento de gestión cotidiana de la agenda. Teóricamente podría también señalarse un uso interesado o instrumental de la agenda del gobierno en el sentido de definir horizontes problemáticos en aquellos sectores donde se espera una más fácil respuesta futura, y donde será en consecuencia más visualizable la posterior acción gubernamental. O sea, una «virtualización» de la propia agenda del gobierno, para asegurar una mayor rentabilidad inmediata de la lógica problema-respuesta y su proyección instantánea ante los medios audiovisuales. Igualmente la proyección mediática de la agenda podría servir a veces como un sistema indirecto para «tantear» ciertas políticas mediante su presentación provisional, a la espera de la recepción generada sobre la opinión pública. En última instancia, la focalización visualizada de la agenda podría acabar convirtiéndose incluso indirectamente en una clave del éxito de determinadas políticas en la medida en que permite concentrar un mayor grado de atención y de movilización social (y en consecuencia de recursos de respuesta) por parte de las organizaciones públicas afectadas. En todo caso, la gestión de la agenda proyectada en un contexto de competencia pluralista impide frecuentemente que las estrategias del discurso gubernamental puedan mantenerse de forma estable en el tiempo, imponiendo procesos de constante reordenación o reformulación, 20. Sh. Iyengar, Is Anyone Responsible? How Television frames political issues, cit. F. Ortega, La política mediatizada, cit.

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entendidos como mecanismos adaptativos a contextos coyunturales o a la presencia competitiva de otras fuerzas políticas. En semejante ambiente variable y complejo, caracterizado por una dinámica competitiva de corto o medio plazo, parece difícil encontrar claves sustantivas para un proceso de aprendizaje del gobierno mantenido a lo largo del tiempo y susceptible de generar respuestas a los desafíos históricos del Estado social en su fase avanzada. Una agenda de acción de carácter fundamentalmente virtual y mediática requiere en todo caso de un entorno social receptivo, que en parte deberá ser «creado» o configurado deliberadamente por las propias instancias del poder o sus instrumentos mediáticos. En principio, el tipo de ambiente social o de contexto sociocultural más adecuado para convertirse en receptor idóneo de la gobermedia seguramente será el de una satisfacción colectiva21: lo que implica la proyección del gobierno sobre un entorno virtual donde reine la lógica de la satisfacción. Es decir, un tipo de ambiente social caracterizado por el predominio de una filosofía consumerista o hedonista, vinculado a una sensación de bienestar de los ciudadanos y adecuado a su posición pasiva o receptiva. La sensación de vivir en el mejor de los mundos posibles constituiría el soporte más idóneo para el desarrollo de esta concepción virtual de la acción; y ello exige un desplazamiento de la agenda mediática fuera de la cara oculta o problemática de la realidad para reflejar nada más que su dimensión cosmética y positiva: la realidad reconstruida. Tal dimensión de satisfacción colectiva constituye probablemente la mejor representación simbólica del ideal colectivo de Occidente. Expresaría una clara internalización de los horizontes históricos propios del welfare state, permitiendo incluso su proyección en un sentido competitivo, debido a que su concreción en términos consumistas determina una dinámica de carácter acumulativo e insaciable; tal como se refleja en el espectáculo visual de la moda o el consumo de masas. Un ideal que se percibe igualmente desde el exterior, de un modo a veces amplificado o mitificado, en el espejo deformado de numerosos países del tercer mundo, expresando algunas de las claves de sus propias dinámicas y demandas colectivas. Sin embargo la realidad material puede chocar contra esta visión tan simplificada, obligando a los gobernantes a un esfuerzo de «reconstrucción» de la misma: es decir, a generar un entorno de satisfacción virtual sobre el que operar adecuadamente. Pero la creación de un entorno virtual de bienestar en el contexto de un precario presente tendrá siempre algunas dificultades. Puede tratar de configurarse, por ejemplo, 21. M. Pérez Yruela, «Para una nueva teoría de Andalucía: cambio y modernización en la sociedad andaluza», en E. Moyano Estrada y M. Pérez Yruela (eds.), La Sociedad Andaluza [2000], IESA, Córdoba, 2002.

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forzando su comparación con el lejano pasado: épocas anteriores de crisis o de hambre, que contrastarían con el modesto bienestar del presente, suscitando así un ambiente de satisfacción colectiva. Igualmente pueden ponderarse variables de dimensión cualitativa o inmaterial: un sistema educativo ineficiente puede reevaluarse en positivo si se destacan sus virtudes ocultas, como una educación en valores o en actitudes, o incluso su adecuación a un contexto multicultural. Del mismo modo, puede también focalizarse la reconstrucción de una realidad deficiente sobre elementos de identificación comunitarista o nacionalista; incluso acentuando la posición «heroica» de un pueblo que se resiste a ser colonizado por un sistema de valores ajeno. Ahora bien, en la medida en que dentro de contextos pluralistas la agenda de la gobermedia se gestiona en una dimensión competitiva dual, su proyección en la práctica deberá ajustarse a la relación mayoría/oposición, mediante un recurrente dualismo donde las estrategias del discurso deberán tener en cuenta en cualquier caso una dualidad de destinatarios: los satisfechos y los insatisfechos. Conforme a la lógica del marketing comercial, un modo rentable de abordar la estrategia de la gobermedia sería buscar en primera instancia la focalización del discurso sobre segmentos especialmente activos del electorado «satisfecho». Del mismo modo que las estrategias de marketing de la compañía Coca-Cola se vieron desbordadas a mediados de los años ochenta, cuando se planteó la introducción de una segunda marca, debido a la movilización de una minoría activa de consumidores «fundamentalistas» (los llamados brands zealots), igualmente las minorías radicales activas o satisfechas pueden acabar invadiendo (y capturando) la agenda mediática, desplazando a las mayorías silenciosas. El mismo proceso puede operarse en sentido negativo desde la oposición, movilizando a minorías radicales insatisfechas. Se trata al fin y al cabo de los sectores que aseguran una mayor presencia mediática, por sus perfiles mejor definidos y sus posiciones radicales e irreductibles; donde se expresa una lealtad de tipo emocional y una mayor capacidad de movilización activa, conformando así de forma más atractiva la espectacularidad de la agenda mediática. Para asegurar su posición, tales sectores sociales deberán contar con el apoyo decidido del propio gobierno, que podrá canalizar a su favor ciertos recursos mediante subvenciones públicas. La orientación de la acción política sobre este segmento social conduciría a una estrategia de acción basada en la identificación, que permite asegurar una mayor proyección movilizadora. Pero esta deriva de la gobermedia hacia un apoyo en minorías radicales y activistas suscita a medio plazo el riesgo de pérdida de apoyos en las mayorías silenciosas: siguiendo la lógica acción/reacción, puede convertirse en un fácil instrumento de cálculo estratégico tratar de forzar al contrincante hacia posicio118


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nes radicales que, al mismo tiempo que aseguran una mayor proyección mediática, pueden disminuir paralelamente su potencial electoral final. La existencia de un dualismo competitivo acentuado acabaría afectando no ya al papel de los apoyos electorales con que cuenta el gobierno, sino a los propios mecanismos a partir de los cuales se trata de conquistar e instrumentalizar tales apoyos. La interrogante sería entonces si el apoyo al gobierno por parte de una mayoría social depende en rigor de una «buena» acción de gobierno, proyectada en términos de generalidad hacia el conjunto de la acción intervencionista, o más bien de actuaciones focalizadas hacia determinados sectores radicales de apoyo. En este sentido debe partirse de la constatación de que la lógica de la instant responsiveness propia de la gobermedia dificulta en la práctica una estrategia orientada a conseguir apoyos sustanciales entre los usuarios de políticas públicas eficaces (es decir, de los sujetos propios del paradigma de la gobernanza). Al menos si recordamos que las propias políticas públicas se proyectan en el medio o largo plazo más allá del tiempo de la legislatura, así como las dificultades de imputación que suscitan las complejas dinámicas de red sobre las que opera la gobernanza. En consecuencia el único mecanismo operativo a través del cual pueden reforzarse de forma inmediata cierto tipo de lealtades será el dinero, implicando una estrategia de tipo instrumental en la gestión de la agenda. Desde esta perspectiva, la dinámica competitivo-clientelar resultante tendrá una de sus líneas fundamentales de desarrollo en la política de subvenciones: generalmente el sector de la actividad estatal que presenta un menor grado de transparencia. Así podrá suceder en la práctica que el gobierno central apoye financieramente a aquellos gobiernos regionales o locales que responden a su misma mayoría, restringiendo los recursos de las esferas institucionales que respondan a mayorías de la competencia. Financiará mediante subvenciones a las organizaciones sociales «amigas» y restringirá toda ayuda a las competidoras. Distribuirá fondos generosamente a aquellas políticas de efecto social concentrado cuyos usuarios estima como potenciales votantes, y limitará la financiación de las restantes. La subvención se convierte así en el principal instrumento complementario de la acción virtual propia de la gobermedia. En semejante contexto la esfera social correría el riesgo de perder definitivamente su proyección autorreferencial y autónoma, para acabar ocupando una posición dependiente del circuito de la política gubernamental. Se trata de un proceso que parece coincidir en términos históricos con el reforzamiento de las tendencias evolutivas de la tradicional actividad prestacional propia del Estado social (inspirada en políticas finalistas que tratan de alcanzar ciertos valores de bienestar): desde su anterior etapa centrada en un modelo de renta-especie (en forma de prestaciones o servicios) hacia el formato de renta-dinero. El cheque o la subvención 119


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directa, entendidos como contenido esencial de la actividad del Estado de bienestar, permiten evidentemente proyectar un tipo de prestación percibida como auténtica respuesta instantánea, que se ajusta confortablemente a las pautas consumistas y hedonistas propias de la sociedad contemporánea, y que se puede concretizar en forma de propuestas electoralistas de una manera inmediata. Un ámbito especialmente sensible cuando se trata de colectivos con un alto potencial de movilización, que pueden derivar rápidamente en auténticos focos de protesta. Este proceso incidiría a medio plazo en el desplazamiento del Estado de bienestar hacia la sociedad del bienestar, inspirada en un derecho universal a la percepción de rentas que, al mismo tiempo, permite alimentar el mercado de consumo. Pero más allá de la lógica de la satisfacción o de la recurrente dualidad entre satisfechos e insatisfechos, el desafío final de la gobermedia se expresaría en su forma más problemática cuando se trata de hacer frente a coyunturas de crisis emergentes y sobrevenidas. Es decir, justamente allí donde, en teoría, la lógica de la presencia inmediata y la respuesta instantánea deberían desplegar todas sus ventajas ante un ambiente volátil y cuajado de riesgos e incertidumbres. Se trata de una prueba de fuego que, en la práctica, se caracteriza más bien por un desbordamiento mediático que coloca a las instancias gubernamentales ante una posición de relativa precariedad: un contexto donde el gobierno se enfrenta a una agenda urgente que viene fijada por instancias ajenas. Por supuesto, la situación no resulta del todo problemática cuando se trata de situaciones de crisis de carácter coyuntural: sería la expresión más característica y paradigmática de la gobermedia. Cuando ante la emergencia de una inundación, el gobernante se calza unas botas de agua y comparece de forma inmediata en la zona del desastre prometiendo un maná de ayudas y subvenciones futuras. En cambio las situaciones de crisis no coyuntural, al suscitar un desajuste creciente entre la realidad y el discurso, se pueden acabar entendiendo como momentos potenciales de ruptura total del orden establecido, acentuando su dimensión apocalíptica por el efecto multiplicador de los circuitos mediáticos. De este modo resultaría que, a pesar de inspirarse en una dimensión de respuesta instantánea (teóricamente la más adecuada a contextos de incertidumbre), la gobermedia presentará al final razonables dificultades para enfrentar contextos de crisis. En particular si tenemos en cuenta que, para la oposición, toda crisis se percibirá siempre en términos radicales y catastrofistas, procurando tensionar sus consecuencias como oportunidad para impulsar la alternancia. Las exigencias de un buen gobierno ante contextos de emergencia deberían suponer que, además de la pura presencia instantánea y la respuesta virtual, el sector público disponga igualmente de estrategias o líneas de 120


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choque con capacidad para gestionar crisis sobrevenidas. Pero se trata de una gestión que a veces se enmascara tras la mera disponibilidad de recursos financieros extraordinarios, o la preparación de protocolos de actuación ante emergencias (cuyo funcionamiento en la práctica genera, como es lógico, abundantes incertidumbres y notables insuficiencias). Y es que, más allá de la repuesta virtual e instantánea, la acción efectiva del gobierno (o su no-acción) acabaría ocultada en un ámbito de sombra, susceptible de enmascarar todos los errores. Las crisis se configuran así como el mejor preludio de la alternancia, del mismo modo que, como afirmaba Lenin, las malas cosechas eran el mejor preludio para la revolución. El

gobierno ante la gobermedia

La posición institucional del gobierno ante el escenario virtual de la gobermedia parece reflejar una cierta relación congruente con las tendencias históricas de centralización y personalización de las tareas de dirección gubernamental, que normalmente son asumidas por el presidente. El difuso y generalizado fenómeno de «presidencialización» que vienen experimentando a lo largo del tiempo las distintas formas de gobierno tendría un adecuado encuadramiento en este contexto. Tal centralización se proyecta normalmente en torno a una dualidad de circuitos que se sitúan en el propio organigrama presidencial: el institucional y rutinario del portavoz del gobierno, y el estrictamente presidencial o más personalizado, que asume de forma directa el máximo responsable del ejecutivo. Si el primero concretiza normalmente una visión de la acción del gobierno que se proyecta desde el pasado inmediato, formulando balances instantáneos positivos de la actuación gubernamental; en cambio, el liderazgo presidencial parece reservarse para las proyecciones de futuro, abriendo nuevas perspectivas creativas en la agenda. Junto a la estricta comparecencia presidencial ante los medios de comunicación, su presencia inmediata puede proyectarse también a través de una diversidad de canales complementarios: ante los supporters en actos tipo mitin, que proyectarían un perfil más radical; o ante los diversos canales mediáticos en forma de entrevistas o presencias institucionales. La pluralidad de líneas de proyección de la acción gubernamental puede reflejar también —en el contexto de una gobermedia integrada— una diversidad temática donde se canalizan los diferentes proyectos de acción asumidos o dirigidos en su caso por los respectivos ministros. Lo que se traduciría en una dimensión plural, abierta a diferentes ámbitos de competitividad, que reflejarían áreas sustantivas más propias de las diferentes políticas públicas. A este nivel, la gobermedia integrada permitiría una cierta coexistencia entre la dimensión unitaria y com121


la acción de gobierno

pacta del liderazgo del presidente y la diversidad plural de ámbitos de acción que reproducen el universo propio de las políticas públicas, bajo responsabilidad de los ministros o directivos. Sin embargo en términos de visualización o proyección mediática, la exigencia de un secreto de las deliberaciones del gobierno —pese a que en apariencia se trate de un elemento destinado a acentuar la unidad de acción del ejecutivo— puede acabar por restringir en la práctica la percepción unitaria de la acción de gobierno, pues lo que se proyecta finalmente hacia la opinión pública sería más bien una diversidad temática de líneas de acción, sin una clarificación de cuáles son los soportes deliberativos concretos. Todo lo cual sugiere la hipótesis de riesgo de que la percepción mediática de la acción «unitaria» del gobierno (entendido como consejo de ministros) acabe diluyéndose al cabo del tiempo, al proyectarse finalmente una mayor visualización de los desajustes o déficits de coordinación interministerial (al mismo tiempo que se consolida la figura del presidente entendido como auténtico líder motor del mismo). Las claves de la división funcional de las tareas propias del colectivo gubernamental se basarán entonces en el criterio de que las líneas de actuación consideradas como potencialmente arriesgadas, o de consecuencias difícilmente previsibles, tendrán que ser asumidas de forma autónoma por los respectivos ministros, y solo se proyectarán al discurso presidencial cuando se atisbe un balance final de éxito. Estas claves de división funcional pueden acabar reflejando al cabo del tiempo fenómenos emergentes de disociación o falta de congruencia sistemática y unitaria de la acción de gobierno: lo que constituiría al fin una expresión del propio cromatismo plural en que se refleja la agenda gubernamental dentro del escenario mediático. Desde la perspectiva del funcionamiento del sistema, la originalidad sería que, teóricamente, el modelo de la gobermedia debe permitir, al facilitar las claves de imputación de la acción, una exigibilidad inmediata de responsabilidades políticas; forzando así las demandas de un cambio de ministros o de gobierno y estimulando los procedimientos de reprobación individual o de juicio político que deben sustanciarse en el parlamento. Gobermedia y gobernabilidad se configurarían entonces como polos extremos de una misma línea de continuidad, donde se sustancia el grado de imputabilidad o responsabilidad inmediata del gobierno por las consecuencias de su acción. Por otra parte, la visualización de los circuitos de imputación y responsabilidad constituiría un modo de respuesta virtual a algunos de los núcleos problemáticos de la gobernanza, en el sentido de que permite un escenario visual simplificado, capaz de responder mejor a las ambigüedades que suscita un entorno de red, caracterizado a veces por la presencia de jerarquías enmarañadas y escenarios complejos relativamente desestructurados. 122


GOBER M EDIA

En este contexto, el sistema semipresidencial, donde la figura del presidente se diferencia nítidamente del propio gobierno, con su primer ministro al frente, constituiría seguramente el marco funcional más adecuado, debido a la existencia de ámbitos institucionales formalmente diferenciados entre las funciones orientadoras o «representativas» del presidente y la esfera de la gestión concreta de las políticas y de los programas y proyectos de acción, en manos del gobierno. La separación entre la esfera de liderazgo presidencial y la esfera de gestión gubernamental permite el surgimiento de un espacio crítico sobre el que imputar responsabilidades negativas y sobre el cual apoyar en su caso posibles cambios de gobierno: lo que podría constituir la base de un emergente proceso de aprendizaje a lo largo del tiempo. En cambio, en sistemas de tipo parlamentario, donde la responsabilidad se suele percibir de forma unitaria, afectando de forma inmediata al presidente del gobierno y, por lo tanto, a la estabilidad-gobernabilidad del sistema, la propia voluntad de permanencia dificultaría el reconocimiento de errores gubernamentales. En este modelo se acabarían intensificando las contradicciones entre una dinámica que favorece la mejor imputación y visualización de errores gubernamentales, a través de la gobermedia, frente a la relativa ausencia de una efectiva asunción de responsabilidades políticas que, al final, se acabarán proyectando de forma unitaria sobre el gobierno afectando a su estabilidad a medio o largo plazo. En todo caso parece dudoso que, a pesar de su apoyo decisivo en soportes mediáticos, el modelo de la gobermedia implique finalmente un mayor desarrollo de la transparencia del sistema: al mismo tiempo que la acción de gobierno se visualiza bajo los focos, se ocultan también sus zonas de sombra22. La dialéctica acción/no-acción se vería ahora parcialmente sustituida por la que separa las esferas visualizadas frente a los ámbitos de opacidad. Y así, la noción de transparencia no conseguiría progresar más allá de la mera disponibilidad documental de información, sin conseguir transmitir las claves de oportunidad o los soportes deliberativos o estratégicos que determinan en cada momento los términos de la acción (o no-acción) del gobierno. La gobermedia no significaría pues una mayor transparencia, sino simplemente una mayor visualización inmediata de los elementos cosméticos o externos de la acción. Finalmente las dificultades para generar un adecuado proceso de aprendizaje basado en el reconocimiento de errores se intensificarían 22. Era la hipótesis de F. Colombo, según el cual, frente al territorio visual atendido por la comunicación política, el territorio «real» quedaría al margen del control democrático para convertirse en reino exclusivo del poder burocrático, de tal forma que la característica final de las decisiones de gobierno sería más bien el secreto (Rabia y televisión. Reflexiones sobre los efectos imprevistos de la televisión, G. Gili, Barcelona, 1983).

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cuando se trata de procesos de alternancia: porque en estos supuestos la dinámica de la gobermedia suscitaría una especie de dimensión fundacional, donde la llegada al poder de un nuevo equipo de gobierno impulsado en un proceso de «cambio» exigiría algo así como poner a cero el reloj de la historia. La alternancia se concebiría así, en contextos de alta bipolarización, como un auténtico movimiento apocalíptico que altera el propio desarrollo de la historia y permite redefinir, a partir de un teórico punto cero, los nuevos horizontes colectivos. Perspectivas

críticas

Pese a sus evidentes ventajas funcionales en el contexto propio de la videopolítica contemporánea, parece sin embargo que el modelo de la gobermedia viene finalmente a ubicar al gobierno como una especie de variable subordinada al circuito propio de la competencia política; lo que dificulta en consecuencia su comprensión desde una visión autónoma, inspirada en la concepción originaria de una función de gobierno entendida como núcleo estratégico motor del conjunto de la acción intervencionista. Lo cual acabaría produciendo un inevitable enrarecimiento del proceso de aprendizaje acerca de la propia acción de gobierno y su proyección en el tiempo. La reaparición de una concepción instrumental de la acción del gobierno puesta al servicio de la competencia partidista, por más que se enmascare tras la noble dimensión legitimadora del discurso seductivo y electoralista y su concreción instantánea en forma de acción-respuesta virtual, presenta adicionalmente el inconveniente de que el apogeo de las grandes organizaciones mediáticas en sus relaciones con el gobierno puede acabar generando fenómenos de «captura» entre ambas instancias. Bien por la emergencia de grupos mediáticos privados que se convierten en la fuerza de choque de un determinado partido, bien por el uso instrumental de los medios de comunicación públicos a cargo del partido gobernante. Son supuestos en que los medios de comunicación se transfiguran así en las «fieras salvajes» a las que se refirió Tony Blair en su despedida de la vida política. Las tradicionales funciones de crítica y control que cabe esperar de la esfera de la opinión pública acabarían revirtiendo en posiciones de protagonismo instrumental, llegando incluso hasta adelantar o formular propuestas para la acción de gobierno, en un contexto subordinado a la intensificada dinámica competitiva. Desde la perspectiva del pluralismo político, el desencadenamiento de una competitividad intensificada parece venir a degradar el delicado espíritu de consenso que presidió, a partir de mediados del siglo xx, la etapa histórica de surgimiento y consolidación del Estado social inter124


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vencionista. Lo que hace derivar la dinámica competitiva hacia una peligrosa dimensión «prepolítica» o de puro faccionalismo. Y ello suscitaría, en relación con la estricta noción de acción de gobierno, el retorno a una concepción instrumental, que abre un camino susceptible de generar claros riesgos de regresión en las democracias contemporáneas. La intensificación de este sesgo evolutivo provoca en primer lugar el riesgo de una estrategia de colonización política no ya sobre la sociedad civil, sino sobre la propia esfera institucional. Y es que, en el marco de la gobermedia, la existencia de instituciones independientes o neutrales, ajenas a la propia lógica pluralista, puede llegar a entenderse en última instancia como un fenómeno extraño o contradictorio ante la reforzada dinámica competitiva del sistema. Las instituciones pasarán a configurarse entonces como variables dependientes de la propia esfera pluralistacompetitiva, siguiendo la dinámica propia del spoils system, mediante la aplicación de sistemas de cuotas en sus mecanismos de nombramiento: donde se acaba reproduciendo al final el propio espectro partidista del parlamento. De este modo, los órganos colegiados de control constituirían al final reproducciones a escala de la propia cámara, y sus mecanismos de funcionamiento se ajustarían a la propia deriva bipolar del sistema, perdiendo su dimensión independiente. Tras la colonización política de las instituciones emerge en segundo lugar una hipótesis adicional de riesgo, que podría conducir hacia una visión instrumental de las propias reglas fundamentales de juego. Es decir, una perspectiva donde la esfera constitucional y sus principales ámbitos de proyección (como la normativa electoral o los estatutos de regiones o comunidades autónomas) se acabarían configurando como un nuevo circuito o variable dependiente de la lógica competitiva, donde el vencedor puede considerarse legitimado para modificar algunos de los aspectos sustanciales del sistema, afectando así a la tradicional concepción suprapartidista del poder constituyente23. En consecuencia, el apogeo de la gobermedia traería consigo un riesgo final de inestabilidad capaz de afectar al propio sistema constitucional, suscitando la reaparición de fenómenos históricos anteriores al momento de la consolidación de las democracias, cuando las reglas fundamentales de juego no contaban con el consenso general de todos los actores. De este modo la propia concepción de la competencia y su impacto sobre los procesos de alternancia pasaría a encuadrarse en una percep 23. O incluso donde las minorías pueden utilizar los contenidos de la normativa fundamental como instrumentos de chantaje para asegurar la gobernabilidad en supuestos de gobierno con mayoría relativa. La proyección del debate sobre la normativa electoral en Italia, o sobre las transformaciones del modelo territorial español mediante la reforma de los estatutos de autonomía, constituirían una singular manifestación de este fenómeno.

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ción conflictual y agónica que, en sus perfiles retóricos, se podría expresar tanto en una reaparición virtual de la dialéctica de la lucha de clases (reactualizada en la escala global desde los perfiles de un discurso tercermundista) como incluso de una lucha de religiones, en un contexto de choque entre fundamentalismos radicales. El alto grado de fluidez de la agenda mediática a escala mundial permitiría el surgimiento de liderazgos globalizados, apoyados en soportes plebiscitarios canalizados fundamentalmente vía televisiva, como sucedió en el caso de Hugo Chávez en Venezuela. Serían supuestos donde la propia espectacularidad del discurso revolucionario se convierte en un nuevo y original instrumento al servicio de una gobermedia tendencialmente globalizada. En términos históricos, se trataría de un retorno a contextos caracterizados por un alto grado de inestabilidad, similares al periodo de las primeras décadas del siglo xx en Europa, donde los instrumentos de apoyo a la alternancia pueden acabar ahora expresándose mediante el recurso a las movilizaciones de masas y la estrategia del pustch mediático. Tras el apogeo de la dinámica competitiva y las peculiaridades de la mera dimensión virtual de la acción, solo la hipótesis constructiva de una coexistencia entre gobernanza y gobermedia (es decir, el modelo de una gobermedia «integrada») permitiría mantener en el mejor de los casos, como una especie de cara oculta de la actividad estatal, la proyección del intervencionismo público y sus exigencias inmanentes de tipo supramayoritario, aunque dentro de un marco de relativa disociación en relación con la acción de gobierno. Lo que sin duda abre toda una serie de nuevas interrogantes sobre la evolución futura del Estado intervencionista.

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5 LA INTERACCIÓN DE LOS MODELOS

Una

dinámica evolutiva

La perspectiva histórica desde la que han surgido los grandes modelos de partida para la comprensión de la acción de gobierno nos mostraba originariamente dos tipos básicos de Estado, el liberal y el social, condicionados respectivamente por la lógica del mercado o por el orden jerárquico-vertical del Estado. Ambos permitían en todo caso deducir unos criterios de racionalidad desde los cuales era posible una concepción coherente del sistema, así como una ubicación funcional y congruente de la función de gobierno: ya sea en clave abstencionista o intervencionista. Desde finales del siglo xx, las coordenadas de evolución nos ofrecen, en cambio, además del mantenimiento de dinámicas inerciales de los modelos pretéritos, un panorama transformado del que emerge un escenario fragmentario y complejo, en coexistencia con procesos de mutación histórica de dimensión globalizada. Un panorama dentro del cual las categorías generales de racionalidad desde las cuales debe operar el gobierno experimentan fenómenos de tensionamiento y donde el propio itinerario evolutivo de la acción de gobierno parece condicionado por unos procesos de aprendizaje de carácter dudoso, variable y heterogéneo. Durante el periodo del constitucionalismo contemporáneo, es decir, a partir del surgimiento del Estado social a mediados del pasado siglo, la posición institucional del gobierno, impulsada por el desarrollo del intervencionismo público, se ha venido adecuando a una creciente centralidad estratégica, cuyo desenvolvimiento hemos reflejado sistemáticamente a través de los modelos sucesivos de la gobernabilidad, la gobernanza y la gobermedia. La superposición de tales modelos, entendidos como estratos evolutivos, suscita numerosas tensiones no exentas a veces de contradicciones, aunque susceptibles de operar en términos generales dentro de 127


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las categorías de racionalidad establecidas con anterioridad. Si desde el punto de vista sustantivo podemos admitir, en efecto, que el tipo de valores o de horizontes finalistas que orientan la actividad pública no han experimentado cambios decisivos desde mediados del siglo xx (situándose en torno al paradigma del bienestar sostenible), en cambio, el marco procesual a través del cual se desenvuelve el conjunto de la vida del Estado sí parece haber sufrido algunos cambios, que a efectos analíticos podemos tratar de ubicar sistemáticamente dentro del proceso general de intercomunicación entre sociedad y Estado. En líneas generales, tal itinerario se proyectaría a lo largo de tres fases sucesivas: (a) el momento genético o de entrada, desde el que se determina la posición originaria del gobierno, que parece responder en general a una lógica agregativo-competitiva de dimensión representativa; (b) el momento de salida, que afecta más directamente a la estrategia de la acción intervencionista, en forma de programación o de respuesta; y (c) el momento de la retroalimentación o autorreproducción del sistema, que implica, a partir de periódicos procesos de control, una determinada proyección en el tiempo de los ítems anteriores, traduciéndose en su caso en procesos de alternancia. Se trata de una serie procesual tras la cual, en teoría, debería subyacer un determinado nivel de aprendizaje adquirido en torno a la propia acción de gobierno. Si en sus etapas históricas iniciales el marco general de la acción podía ubicarse más o menos simplificadamente dentro del eje reduccionista política-derecho o política-burocracia, bajo el control efectivo del sistema de partidos, la incorporación de la sociedad y sus exigencias participativas marcaría la introducción del «trilema» de Teubner, haciendo más complejo el marco sobre el que debe operar la acción. Mientras que el paralelo reforzamiento de los circuitos audiovisuales condicionaría por su parte un creciente protagonismo mediático, que permite visiones virtuales o reconstruidas de la realidad y de la propia acción de gobierno. Se trata de un panorama de complejidad emergente, en parte anticipado hace algunas décadas por Luhmann en su visión deconstruida de los diferentes subsistemas que se describen en su teoría política del Estado del bienestar. Teóricamente, a lo largo de este itinerario complejo, discurrirían diferentes procesos de aprendizaje que se activan desde las esferas gubernamentales (o que se impulsan en su caso desde la propia sociedad) en términos de adecuación al cambio y de respuesta a las crisis; o incluso, en casos menos probables, de respuesta a los propios errores o deficiencias de la acción de gobierno. Se trata de procesos que suscitan toda una serie de tensiones transformadoras que, de forma simplificada, podrían ubicarse en categorías dicotómicas, o bien expresarse a través de series problemáticas alternativas: así, el respectivo grado de apertura o de cierre de los aparatos públicos respecto de su entorno exterior mar128


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caría diferentes pautas adaptativas en términos de transformación o de rigidez del sistema; el propio modelo institucional podría evolucionar diferenciadamente según su adecuación al eje estabilidad/flexibilidad; los procesos de interacción propios de la gobernanza multinivel podrían articularse alternativamente bien como modelos de cooperación, bien de competencia; y los parámetros de control de la acción podrán generar resultados diversos según que sus mecanismos de accountability operen en clave de eficiencia o de eficacia, o bien de mero control de legalidad. En paralelo a todo ello sobrevuela el instrumento estratégico de la agenda de gobierno que, al proyectarse a lo largo del tiempo en términos binarios de acción o no-acción, permite teóricamente desplazar los riesgos de sobrecarga o eludir las actuaciones que pueden llevar a un fracaso de consecuencias negativas para el propio gobierno. Si consideramos que el punto de partida de nuestro análisis se situaba en realidad en un momento anterior a la propia configuración autónoma de la función de gobierno (es decir, en un contexto donde el gobierno se entendía más bien como una variable dependiente, en términos de hegemonía o de lucha por el poder), la proyección sucesiva de nuestras tres categorías parece describir una gran curva evolutiva cuyo punto de llegada viene al final a coincidir en parte con el de partida. En efecto, (a) si el modelo de la gobernabilidad respondía a unas claves de consenso político que presiden el momento de formación originaria del Estado social, expresando un razonable avance histórico frente a la dialéctica conflictual anterior, que se traducirá en el logro de la estabilidad institucional; (b) si el modelo de la gobernanza parece reflejar una intensificación de esas claves de consenso en su dimensión social, mediante su diseminación hacia el conjunto de redes que integran una realidad descentralizada; (c) en cambio, el auge de la gobermedia expresaría un retorno a pautas competitivas de lucha por la hegemonía, que se desenvuelven ahora según las exigencias mediáticas de la política-espectáculo, en torno al oligopolio de los partidos cártel y sus correspondientes líderes, apoyados en sus respectivos recursos mediáticos. Del resultado de este ciclo evolutivo se deduciría pues una especie de retorno hacia el punto originario, impulsado desde las esferas política y mediática, que parece orientado o bien a frenar, o bien, en su caso, a complementar el desarrollo creciente de la sociedad y del circuito de una gestión pública democratizada, cuyo apogeo coincidiría con el modelo de la gobernanza. Esta curva evolutiva podría interpretarse acaso como una secuencia histórica congruente si se ubica dentro de procesos de plena maduración de los respectivos escenarios intermedios. Es decir, dentro de una secuencia teórica completa o ideal, donde la gobermedia se integraría en el circuito de la gobernanza operando de forma subsidiaria, complementando algunos de sus problemas de visualización e imputación. Del 129


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mismo modo que la gobernanza ha permitido suplementar a su vez algunas de las deficiencias del anterior modelo de programación, propio de la gobernabilidad, en términos de mejor capacidad de respuesta y desarrollo de políticas públicas eficaces legitimadas mediante procesos participativos. Y del mismo modo que la gobernabilidad había servido en su momento para sentar unas bases congruentes a la emergencia del Estado social, basado en una acción intervencionista dirigida y programada desde el gobierno. Se trataría de una visión armoniosa del proceso histórico en clave evolutiva, donde las diferentes etapas, interpretables en forma de modelos sucesivos, encontrarían una secuencia de integración congruente. En cambio, la evolución del proceso en contextos de desarrollo deficiente de alguno de los diferentes modelos intermedios, o de procesos limitados de aprendizaje e integración entre los mismos, suscitaría alternativamente la aparición de experiencias degradadas o paradigmas negativos. La gobernabilidad se transformaría en pura estabilidad o «hiperrigidez» del sistema; la gobernanza en una simple gestión tecnocrática de redes complejas, convertidas con frecuencia en marañas desorganizadas; la gobermedia en el preludio de nuevos populismos, operando mediante una manipulación sistemática de las masas. En todo caso, la interrogante final que subyace en nuestro análisis sería si, al cabo del tiempo y tras al desarrollo de una gran fase histórica de intervencionismo público, el gobierno puede seguir siendo considerado como una variable autónoma y plenamente autorreferencial. O si, por el contrario, subsiste o emerge de nuevo la dimensión instrumental originaria, según la cual el gobierno sería el objeto mismo de la competencia: es decir, el botín conquistado por el partido ganador (o capturado en su caso por determinados intereses dominantes o imperios mediáticos en posición hegemónica) cuya función primordial debe consistir en asegurar su autorreproducción mediante una nueva victoria en las urnas. Pero si la cuestión decisiva resulta ser, nuevamente, la de quién gobierna, en tal caso los procesos de aprendizaje histórico que se ubicaban en torno al qué y al cómo de la acción de gobierno acabarían revistiendo una importancia secundaria. Y todos los aspectos relacionados con la capacidad de resolución de problemas o de respuesta a demandas colectivas y necesidades emergentes sufrirían inevitablemente un desplazamiento hacia un segundo plano. En este caso, nuestro acercamiento a la acción de gobierno tendría que reformularse ahora siguiendo algunas de las pautas tópicas de la más tradicional historia política. Es decir, nos obligaría a operar desde un contexto donde el perfil personal del respectivo presidente y de su equipo de gobierno, sus atributos subjetivos o «culturales», sus diferentes estilos y su impregnación ideológica, resultarían ser los únicos factores 130


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significativos. Un panorama similar al que presidió en otras épocas el análisis histórico de las monarquías absolutas, en las que las características personales del respectivo monarca o de sus «validos» o secretarios, determinaban los rasgos dominantes del gobierno en cada periodo. Si el despotismo ilustrado representó en su momento un intento de forzar un cierto aprendizaje en clave de progreso y reforma de los viejos instrumentos monárquicos de gobierno, la alternativa del presente parece que se reduciría en primera instancia al reformismo de los partidos gobernantes, que vendrían a ser, dos siglos después, los auténticos «príncipes» del orden político contemporáneo. Las claves de aprendizaje del gobierno se situarían entonces no en el seno del propio gobierno, sino en los instrumentos de conocimiento, formación, organización y participación de los respectivos partidos gobernantes y de sus cuadros: o sea, dentro del circuito general de entrada o de representación del sistema. Un circuito donde el ciudadano solo encontraría una ubicación activa si se incorpora a la condición de afiliado militante, o más bien si accede a la condición de miembro de la facción dominante del respectivo partido. En caso contrario, se limitaría a la mera posición pasiva de espectador-votante. Frente a esta razonable hipótesis, que pretende operar sobre el circuito considerado como «central» del sistema —el representativo—, emergería una apuesta alternativa vinculada a la complejidad del modelo de la gobernanza, orientada hacia el circuito intervencionista o de salida. Una apuesta que en principio puede resultar tan arriesgada como la que en su momento representó el diseño de la división de poderes de Montesquieu, que no pretendía reformar el circuito central y único del poder monárquico absolutista (como defendía el despotismo ilustrado), sino más bien fragmentarlo y dividirlo, siguiendo ciertas pautas sistemáticas. Para el pensamiento político del siglo xviii, conformado tras casi un milenio de poder monárquico, la apuesta por la división de poderes entendida como paradigma organizativo del Estado constituía seguramente una auténtica locura destinada al fracaso, si no fuera porque el propio Montesquieu tuvo la habilidad de presentarla como una reconstrucción idealizada de la experiencia británica: es decir, de lo que para todos podía constituir en aquel momento el «mejor modelo» de referencia como paradigma de buen gobierno. Del mismo modo, los mejores modelos de referencia para el análisis del buen gobierno en el contexto contemporáneo implican ciertamente una ampliación del plano de análisis, superando el puro circuito partitocrático como eje explicativo único de la acción de gobierno. Se trataría de una visión donde el proceso de la acción gubernamental (es decir, el qué y el cómo de la acción de gobierno) deberá desplegarse a lo largo de un itinerario sistemático y participativo, encuadrándose en un entorno institucional complejo que viene impuesto por el desarrollo de meca131


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nismos de cooperación; debiendo atender al mismo tiempo a exigencias evaluativas que tratan de analizar su capacidad de respuesta y de resolución efectiva de los problemas colectivos. El modelo de la gobernanza. Se trata pues de un escenario histórico de mayor amplitud, donde el fenómeno del intervencionismo debería abordarse siguiendo un proceso complejo de aprendizaje que, por más que en la práctica se desenvuelva de un modo heterogéneo, constituye finalmente la más decisiva pauta de referencia hacia el objetivo del buen gobierno, entendido como un gobierno intervencionista eficaz. El

momento genético y la posición del gobierno

En este contexto evolutivo el desarrollo creciente de la gobermedia parece colocar al gobierno en una posición algo reduccionista, en el sentido de que su proyección funcional se orientaría de forma casi exclusiva hacia una dimensión competitiva y beligerante, dirigida al mercado electoral y por lo tanto a la conquista del poder. Ello implicaría de entrada un cierto alejamiento de la originaria noción de gobierno entendida desde su dimensión institucional fundacional, es decir, como estricto poder del Estado: tal como se deduce de su encuadramiento en un marco constitucional ajustado a los modelos democráticos tradicionales. Aunque la posición constitucional del ejecutivo dependa en concreto de las distintas formas de gobierno sin embargo el diseño general del edificio constitucional de las democracias contemporáneas atribuye en todo caso al ejecutivo una serie de tareas de dimensión institucional y supramayoritaria, operando como eje centrípeto o integrador del Estado en su conjunto. No se trata solamente de funciones de impulso general del sistema, sino de tareas de arbitraje y de dirección o representación del Estado, según un proceso histórico que en Europa ha discurrido en paralelo al progresivo vaciamiento de las funciones arbitrales que asumía originariamente el monarca en su condición de jefe del Estado. Esta ubicación sistemática se ajustaría mejor en principio a los parámetros propios de la gobernabilidad, reflejando distintas formas de proyección de la dualidad entre mayoría y oposición, y traduciéndose en un bagaje de potestades constitucionales que operan dentro del organigrama institucional del Estado de derecho. El apogeo de la gobermedia ha generado un evidente fenómeno de pérdida de este sentido de identificación institucional del ejecutivo, debido a su impacto de intensificación pluralista-competitiva, proyectada generalmente en un cuadro dualista. La verdadera interrogante sería si tal proceso transformador no puede acabar generando un cierto desplazamiento de la originaria posición de centralidad institucional del eje132


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cutivo, característica del momento histórico de surgimiento del Estado social a mediados del siglo xx. Una posición que, además de su propio entronque constitucional, se deducía en última instancia del soporte legitimador aportado por la mayoría política y se articulaba en la práctica a través de sus funciones de centro motor o de dirección del sistema, según la teoría del impulso político, proyectada en la esfera institucional central del eje gobierno-parlamento. El desarrollo del modelo de la gobernanza ya habría ido suscitando una cierta recomposición general de los principales circuitos de acción del sistema, imponiendo una dualidad de procesos transformadores: por una parte, una cierta recentralización funcional de la posición del gobierno, entendida ahora en clave de mera orientación; por otra, el desarrollo creciente de la horizontalidad del sistema imponiendo una dinámica de policentrismo decisional (o incluso de «gobernanza sin gobierno») que exige tareas de coordinación. Lo cual situaría el marco resultante ante un panorama que se aproxima bastante al dibujado hace años por Luhmann, donde la inexistencia de un único centro impulsor daría como resultado un marco de interacción entre diferentes subsistemas relativamente autónomos. Si ubicamos al gobierno dentro del subsistema de la política, la deriva competitiva que viene a imponer la gobermedia constituiría un resultado perfectamente congruente; del mismo modo que, alternativamente, la gobernanza imponía una tendencia hacia la relativa desgubernamentalización o «despolitización» de la acción intervencionista, tradicionalmente entendida como acción de gobierno. Gobernanza y gobermedia operarían entonces como polos extremos o alternativos del mismo eje, reflejando dos dimensiones contrapuestas de la misma realidad en términos de mayor o menor grado de politización o despolitización de la acción. Pero la tradicional centralidad institucional del gobierno, nacida del propio diseño constitucional, solo mantendría su sentido originario en el modelo de la gobernabilidad, entendida como soporte estructural del sistema, y surgida a partir de un proceso de articulación representativa que ha tenido su punto culminante en el momento electoral. Ahora bien, recordemos que la clave competitiva, concebida como momento genético, solo sería en rigor significativa para responder a la cuestión de quién gobierna; dando por supuestas las tendencias crecientes hacia la personalización del proceso electoral y su proyección mediática. Lo que expresaría una evolución del modelo agregativo de la gobernabilidad hacia el puramente visual-competitivo de la gobermedia. Mientras que el contenido sustantivo de la acción intervencionista entendida como respuesta operativa a demandas y problemas sociales (es decir, el qué y el cómo de la acción de gobierno), tendría un carácter diferenciado y relativamente autónomo, tras la decadencia relativa del modelo de la gobernabilidad (donde los contenidos de la acción de 133


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gobierno se suponían deducidos del respectivo programa ganador) y el apogeo de la gobernanza. Desde esta perspectiva, el gobierno podría ser entendido entonces como una realidad institucional previa, establecida históricamente sobre soportes constitucionales predefinidos, con una agenda de acción relativamente abierta que impone una dinámica de respuestas públicas que deben articularse a partir de determinados circuitos institucionales ya existentes. Tales circuitos, siguiendo el enfoque neoinstitucionalista, se caracterizarían por una doble dinámica de apertura al ambiente social y de adecuación a procesos internos de aprendizaje; aunque siempre con algunas dificultades para percibir la existencia de un centro único de imputación. Esta disociación entre la dimensión genético-competitiva del gobierno (en clave de pura gobermedia) y su dimensión funcional (en clave de gobernanza) puede acabar produciendo una cierta erosión de la tradicional centralidad gubernamental, tal como se deducía de la vieja teoría de la gobernabilidad. Supondría en consecuencia un escenario donde, en condiciones ideales (es decir, en ausencia de una agenda que exija respuestas virtuales instantáneas), el presidente del gobierno podría limitarse a asumir posiciones formales o protocolarias puramente representativas, casi desplazando en la práctica el rol característico de los jefes de Estado; y permitiendo que se proyecte hacia el resto del sistema el proceso completo de la acción intervencionista desde los circuitos operativos de la gobernanza (o sea, a modo de un emergente sistema de gobernanza sin gobierno). Nuevamente el sistema semipresidencial ofrecería aquí algunas ventajas sustanciales en relación con el parlamentario, en la medida en que el presidente asume normalmente este tipo de tareas de tipo estrictamente institucional, incluyendo una cierta dimensión noble tanto de la representación general de la sociedad o de la nación en su conjunto como del impulso estatal en su sentido geoestratégico o proyectado hacia al ámbito exterior. Mientras que la gestión operativa de los asuntos públicos reposa sobre el estricto circuito gubernamental, en su condición de orientador y coordinador de políticas. Sin embargo el momento genético, centrado en la determinación de quién gobierna, seguirá ofreciendo sustanciales diferencias según se aborde desde la perspectiva de la gobermedia o de la gobernanza. En el caso de la gobernanza, la selección de los dirigentes públicos, entendidos ahora como los auténticos impulsores de la acción intervencionista, deberá ajustarse a claves de conocimiento y méritos, siguiendo un proceso relativamente despolitizado; en cambio, desde la lógica partitocrático-competitiva propia de la gobermedia, la selección se ajustará a claves simbólico-competitivas ubicables en la arena partitocrática. La 134


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integración armónica entre ambas parece imposible y solo podrían operar congruentemente siguiendo pautas de subsidiariedad. Sin embargo la lógica competitivo-partitocrática parece dibujar un proceso donde, en realidad, el auténtico momento genético trascendental no será al final el puramente electoral, sino acaso un momento anterior; es decir, el escalón que permite el acceso del respectivo candidato al liderazgo del partido cártel correspondiente. Pero se trata de un momento que suele responder a claves de lucha política generalmente no visualizables, en forma de competencia entre facciones del mismo partido. A partir de ahí, la lógica competitiva propia de las campañas electorales parece imponer un duelo final, normalmente en forma de debate televisado entre los principales candidatos de los partidos cártel, cuando llega el momento culminante del proceso electoral. En este contexto, los requisitos de mérito y capacidad serían sustituidos por el apogeo de las virtudes maquiavélicas, pasadas por el tamiz de imagen y carisma propio de la videopolítica: una dualidad de aptitudes que suele caracterizar desde hace tiempo al político contemporáneo. En la tradición política europea, el apogeo de la partitocracia parece imponer hasta ahora un proceso de selección del líder basado predominantemente en la cooptación, donde el aparato del partido y su equilibrio de facciones determina la designación final. En cambio, la dinámica de las elecciones primarias propia del contexto norteamericano parece ajustarse mejor a un sistema de partidos menos organizados, con un mayor grado de apertura hacia el electorado, donde el fenómeno del liderazgo político debe proyectarse de forma efectiva hacia el conjunto de la ciudadanía. Las relativas dificultades que parecen limitar la generalización de las primarias en Europa (o su carácter de primarias exclusivamente «cerradas») vienen a confirmar, al cabo del tiempo, esta dualidad de respuestas. De ahí que, en el contexto europeo, el auténtico «golpe de poder» sería en rigor el que conduce a la conquista de la hegemonía dentro del partido. Es decir, un momento maquiavélico que opera normalmente dentro de circuitos opacos y escasamente transparentes, donde se ponen en juego lealtades personales precarias y donde operan confusas estrategias de alianzas entre facciones, con resultados a veces puramente aleatorios. Las

diferentes filosofías estratégicas de la acción de gobierno

Una vez determinadas en su caso las claves encargadas de dilucidar quién será el encargado de asumir la función de gobierno, así como las pautas institucionales que deben asegurar un mínimo de estabilidad del mismo, llegará el momento de encarar la estricta acción gubernamental en135


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tendida fundamentalmente como intervencionismo público, de acuerdo con el contexto histórico propio del Estado social. Si aceptamos que el contenido más sustancial de la acción de gobierno debe consistir en la gestión de la agenda, implicando una dualidad de posibilidades de acción y no-acción, nos interesaría en primer lugar deducir los diferentes tipos de filosofías estratégicas desde los que puede abordarse esta tarea. En principio hemos destacado la dualidad de perspectivas que enfrenta el modelo de la gobernabilidad, donde se opera de forma apriorística en clave de programación, a los dos restantes modelos donde predominaría alternativamente la clave de respuesta, que se proyecta a posteriori. La estrategia de la programación parece adecuarse a un tipo de filosofía de carácter prescriptivo1, donde el diseño de la acción responde a un proceso deliberado de pensamiento que implica una cierta separación entre la fase de formulación o propuesta, y la fase de estricta acción. Se trataría de una estrategia dotada de un cierto estilo planificador que, aunque nacido de las urnas, implica al mismo tiempo un claro componente vertical o jerárquico en su proyección sobre la estructura del sistema. Su origen genético se atribuye en efecto a la victoria electoral, y sus contenidos fundamentales vendrían determinados en principio por el programa del partido ganador. El modelo de la programación debe implicar igualmente ciertas previsiones de estabilidad contextual que afectan a sus posibilidades de éxito o fracaso a lo largo de la legislatura, y que dependerán no solo de la existencia de un ambiente histórico relativamente estable, sino también de la propia posición del gobierno y sus claves de apoyo político, negociadas en su caso con los restantes grupos parlamentarios. De todos modos, la programación propia de la gobernabilidad implica siempre un diseño general de carácter apriorístico, a partir del cual se determinan los contenidos concretos de la posterior acción del gobierno y sus mecanismos de control, proyectados a lo largo de la legislatura. La estrategia alternativa de la respuesta no se inspiraría, en cambio, en una filosofía prescriptiva, sino más bien de tipo posibilista. En el caso de la gobernanza, el diseño estratégico se fundamenta en la adecuada disponibilidad de conocimiento e información, implicando una clara posición de aprendizaje que se proyecta generalmente sobre estructuras horizontales, contando con la presencia de circuitos participativos y bajo la dirección estratégica de unos gestores públicos dotados de suficiente capacidad de liderazgo organizativo y habilidad negocia 1. En general, para lo que sigue, y sobre las distintas filosofías estratégicas, cf. H. Mintzberg, J. Lampel y B. Ahlstrand, Strategy Safari: A Guided Tour Through The Wilds of Strategic Management, Free Press, Nueva York, 1998.

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dora; los cuales deben operar en un contexto de interacción con redes sociales organizadas y dentro del marco de esferas institucionales preexistentes. En cambio, en el modelo de la gobermedia, la capacidad de respuesta se fundamentaría más bien en las virtudes creativas o innovadoras de un líder visionario que se proyectan sobre el circuito mediático, implicando un tipo de acción virtual que trata de incidir fundamentalmente sobre los soportes culturales o las creencias de los ciudadanos, operando en un ambiente cuajado de valores o contenidos simbólicos dotados de un alto grado de visualización. La dualidad consenso/conflicto marcaría igualmente una diferente metodología en cuanto a las estrategias de acción de ambos modelos. Tales diferencias estratégicas inciden igualmente en el uso de los principales instrumentos de acción: el derecho, la acción intervencionista y el dinero. El uso del derecho como instrumento principal de la acción se corresponde en principio con las raíces originarias propias de un Estado liberal de derecho, donde la acción estatal en su conjunto se supone que debe operar no solo en el marco de la ley, sino a partir de la propia ley, entendida como soporte causal previo de toda acción gubernamental. El momento de la gobernabilidad, coincidente históricamente con la eclosión y primeras etapas de desarrollo del Estado social intervencionista, presentaba como principal sesgo la dimensión finalista o programática de los instrumentos legales, operando desde la presunción general de que la mera formulación de tales horizontes finalistas implicará su posterior logro efectivo, conforme a la tradicional visión jerárquica o top/down de la acción, entendida como una suerte de lógica mecánica inexorable. Una visión donde los factores instrumentales se consideraban como elementos relativamente secundarios, formando parte de un simple automatismo burocrático que debe generar por sí mismo los resultados previstos a partir del mandato normativo correspondiente. El evolucionismo jurídico2 ofrece algunas pautas de comprensión acerca de las transformaciones que se van operando a lo largo del tiempo en los instrumentos legales, siguiendo las exigencias cambiantes de la propia estrategia gubernamental. La dimensión finalista, programática o «principalista» característica del primer derecho intervencionista, coincidente con el predominio de la función de impulso, sería especialmente significativa en el contexto parlamentario europeo, donde el ejecutivo se configura como el principal motor de la actividad legislativa de las cámaras. Pero las pautas de evolución de este derecho intervencionista se van complicando a lo largo del tiempo: el diseño institucional 2. A. Porras, «Derecho constitucional y evolucionismo jurídico»: Revista de Estudios Políticos, 87 (1995).

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y sus mecanismos de socialización3 reflejarían un primer avance hacia la complejidad emergente que suscita el desarrollo de la gobernanza, implicando tanto la creación de esferas institucionales que deberán asumir tareas prestacionales como la inclusión en las mismas de redes o circuitos participativos, en forma de consejos u órganos similares. Adicionalmente los soportes legales deben asumir con frecuencia, para operar en el contexto intervencionista, funciones meramente habilitantes; o en su caso pueden incluso aparecer como mera formalización de compromisos colectivos previos. La diferencia entre la función regulativa o institucional de un derecho-macro que fija las reglas de juego, frente a la estrictamente instrumental de un derecho-micro de tipo operativo (en el sentido de Habermas), constituiría un primer balance significativo de esta evolución que afecta ya a una escala multinivel. La superposición de nuevos estratos evolutivos implicará a lo largo del tiempo toda una serie de elementos de complejidad añadida que, en su fase de pura gestión o dimensión micro, supondrá no solo la reiterada presencia de soportes habilitantes para la acción, sino también una progresiva dimensión instrumental del derecho intervencionista (normalmente en su nivel de rango infralegal), hasta el punto de proyectarse en fuentes más operativas e informales (planes o programas de acción) o incluso instrumentos de soft law, suscitando un nuevo escenario donde las fronteras tradicionales entre derecho público y privado aparecen más permeadas. En su fase de proyección general o de gobernanza multinivel, implicará, en cambio, una escala macro, donde opera un derecho regulativo de carácter más general que determina las pautas de inclusión o exclusión dentro de los programas correspondientes, estableciendo asimismo todo un marco procesual abierto de dimensión relacional. Una instancia funcional que, al cabo del tiempo, tiende a ser asumida por agencias regulativas independientes. La emergencia de la gobermedia traería consigo la aparición de una nueva visión de la esfera jurídica donde la ley tiende a acentuar su dimensión puramente virtual o cosmética. En primer lugar aparecería una noción de ley entendida como instrumento puramente declarativo (donde en consecuencia decae en parte su sentido de tipo instrumental-intervencionista), que encontraría en el reconocimiento o declaración de derechos o de «nuevos» valores algunas de sus expresiones más significativas. En este escenario de dimensión predominantemente mediática, aparecerían por último un tipo de normas que podemos denominar leyes «proclamáticas», que tratan de incidir en la generación o formalización de nuevos valores o escenarios que deben impactar sobre la opinión 3. Ph. Nonet y Ph. Selznick, Law and Society in Transition, Harper, Nueva York, 1978 (reed. Transaction Pub., New Brunswick, 2001).

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pública mediante el diseño de una nueva «realidad» virtual destinada en principio a transformarse en realidad vigente a partir de su mera proclamación en sede normativa4, conformando así nuevos elementos de orquestación de la retórica general del sistema. En cuanto al instrumento de la acción pública intervencionista, entendida como pura acción operativa, implica un largo y difícil proceso de aprendizaje que se despliega desigualmente en la práctica dependiendo de los diferentes tipos de cultura organizativa existentes. Durante sus etapas iniciales, vinculada al modelo de la gobernabilidad, tendría una orientación de carácter predominantemente finalista o impulsora, basándose en una lógica de apropiación pública de los principales ámbitos de la acción, y operando según una lógica top-down, aunque sin un desarrollo paralelo de grandes innovaciones en la esfera instrumental. El aprendizaje que conduce hasta la emergencia de la gobernanza marcaría fundamentalmente la búsqueda de soportes consensuales para el diseño de la acción, así como la introducción de elementos manageriales, en parte tomados del campo de la gestión empresarial, generando un nuevo tipo de diseño institucional que suele conducir hacia fórmulas de agencialización. Implicará también el uso periódico de instrumentos de evaluación que tratan de analizar el logro de resultados en términos de eficacia. El núcleo central de la acción gubernamental en este modelo integraría funciones de movilización estratégica de redes sociales y de coordinación general entre los múltiples elementos del sistema. La ruptura de las tradicionales fronteras entre lo público y lo privado marcaría algunas de las dificultades a las que habrá que hacer frente para adaptarse a este nuevo contexto, donde el gobierno debe operar fundamentalmente desde una estrategia movilizadora y desempeñando tareas de orquestación o coordinación. La dimensión instantánea y mediática propia de la gobermedia se traduciría, en cambio, en una noción de la acción que se expresa en posicionamientos de tipo virtual, destinados a incidir a través del circuito mediático sobre la opinión pública, operando en una dimensión fundamentalmente simbólico-competitiva. Lo que significa que el propio marco subjetivo de los protagonistas de la acción debe experimentar igualmente transformaciones sustanciales: mientras que en el modelo de la gobernabilidad serían los partidos políticos mayoritarios los auténticos impulsores de la acción de gobierno, la dinámica de la gobernanza se asienta predominantemente sobre la función directiva de los gestores públicos y sus esferas institucionales, operando en un compromiso activo con redes de usuarios y grupos de expertos. En cambio, la arena de desenvolvimiento 4. Una singular variante de este modelo sería la tipología de las llamadas leyes «memorial» que inciden en posicionamientos generales ante acontecimientos históricos del pasado.

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de la gobermedia se situaría sobre el liderazgo mediático de los propios líderes o gobernantes considerados personalmente, adoptando los ciudadanos una posición de meros espectadores pasivos, o cuanto más, de miembros activos de colectivos radicales, o supporters. Finalmente el uso del dinero público como instrumento de acción sobre la esfera social experimentaría una peculiar evolución, siguiendo diferentes procesos de interacción entre la órbita de lo público y los ámbitos privados: a la radical separación de trincheras que caracteriza el momento de la gobernabilidad, seguiría un modelo de mayor permeabilidad entre ambos circuitos en el modelo de la gobernanza, aunque ajustado a pautas de complejidad y variabilidad en un contexto de policentrismo decisional. Sobre todos ellos planearía la esfera opaca de las subvenciones públicas, que parece alcanzar su mejor sentido estratégico en el modelo de la gobermedia, acentuando el riesgo de fenómenos de colonización sobre la esfera social. Sin embargo debemos recordar que la vía operativa a través de la cual deberán actuar todos estos instrumentos viene marcada por la lógica de la agenda gubernamental, donde el ejecutivo trata de establecer a lo largo del tiempo tanto sus prioridades efectivas en términos de acción como sus estrategias elusivas o de dilación en el tiempo, en términos de no-acción. Como hemos comprobado, los mecanismos que el gobierno puede usar para controlar la agenda se despliegan de un modo diferenciado según los distintos modelos analizados. Mediante la estrategia de la programación, el gobierno procura diseñar inicialmente un horizonte estable de cuatro años presididos por un marco general de gobernabilidad: en condiciones de relativa estabilidad social y de alto consenso parlamentario en torno a los horizontes programáticos de la legislatura, la agenda quedará marcada establemente desde el comienzo de la misma, a modo de compromiso general entre el gobierno y el parlamento. En consecuencia los únicos elementos críticos susceptibles de configurarse como un proceso de aprendizaje serán los referidos a su cumplimiento efectivo, que generalmente se sitúan en la esfera del debate parlamentario y su proyección sobre la opinión pública. La agenda se transforma sustancialmente en el modelo de la gobernanza, haciéndose más polivalente y diversa: con el objetivo, en teoría, de generar una mejor capacidad de respuesta a las necesidades colectivas mediante estrategias de acción que se canalizan a través de las distintas políticas públicas. Lo que exige normalmente una interacción con esferas institucionales multinivel y procesos sectoriales de consenso social, que son los que presiden el modelo de la gobernanza: donde en consecuencia se produciría una relativa pérdida de control gubernamental sobre la agenda. Mientras que los procesos de aprendizaje se repercutirán sobre las respectivas evaluaciones de las políticas públicas. 140


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Finalmente, en el modelo de la gobermedia, la agenda se despliega en un entorno igualmente oscilante y aleatorio, en términos de instantaneidad de respuestas de carácter virtual. Pero ahora deberá proyectarse fundamentalmente sobre la arena mediática, exigiendo el uso de mecanismos de control y manipulación de la opinión pública y suscitando una dinámica competitiva en un ambiente de electoralismo competitivo desenfrenado. La

reproducción del gobierno como momento crítico

A partir del uso de este diferente instrumental, la acción del gobierno debe contar finalmente con sus respectivos circuitos de retroalimentación y control, de los cuales dependerá el proceso global de reproducción del sistema. Teóricamente el modelo originario de la gobernabilidad reflejaba un proceso simplificado de retroalimentación que, en su proyección ideal, estaría condicionado exclusivamente por el cumplimiento de los objetivos programáticos marcados en el momento inicial de la investidura por el programa gubernamental; un cumplimiento que se controlaría políticamente desde la cámara. Su arena de desarrollo en forma de debate político se sitúa pues predominantemente en la órbita parlamentaria, con un momento final que coincidiría con las mismas vísperas electorales. Sin embargo la hipótesis teórica de que las elecciones son el gran momento de valoración colectiva del cumplimiento de los objetivos gubernamentales se contradice con la propia naturaleza de las campañas electorales, donde lo que se sustancia suele ser más bien el futuro, no el pasado5. Por otra parte, la propia actuación del gobierno suele experimentar una mayor dinamización en clave preelectoral durante los momentos finales de la legislatura: una etapa donde, en un modelo parlamentario, el ejecutivo se moviliza para abordar sus «compromisos» pendientes, como sucede con los proyectos de leyes que a veces se presentan al final del mandato, aun a sabiendas de que no habrá tiempo material para su aprobación, pero implicando en todo caso un cumplimiento formal de tales compromisos. Las dificultades para una adecuada imputación de responsabilidades por los resultados de la acción del gobierno se incrementan exponencialmente en el modelo de la gobernanza, donde la propia agenda de las políticas públicas se disocia del timing de la legislatura, exigiendo la puesta en práctica de procesos evaluativos y de control que se caracterizan por una secuencia y unos resultados heterogéneos, proyectados de forma diversa a lo largo del tiempo. Teóricamente los resultados de los diferentes

5. A. Porras, Representación y democracia avanzada, CEC, Madrid, 1994.

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procesos evaluativos han debido servir para reajustar o retroalimentar las distintas políticas a lo largo del tiempo. Con lo cual, en rigor, los procesos de aprendizaje serían de carácter múltiple y disperso, contando con que las responsabilidades gerenciales de los diferentes directivos se han debido sustanciar sobre la marcha. En consecuencia, el proceso general de reproducción del gobierno por vía electoral tendrá una significación menor o relativamente subsidiaria, afectando en todo caso a aspectos emergentes de la agenda o a la necesidad de reconocer el fracaso de ciertas políticas o de formular otras nuevas (además, lógicamente, de la cuestión central de quién gobierna). Se trata de toda una serie de aspectos que apenas podrán ensamblarse más que de una forma algo precaria en el habitual contexto competitivo de las campañas electorales. Parece en consecuencia que el momento reproductivo tendría su mayor sentido y su mejor expresión en el modelo de la gobermedia, operando normalmente en un contexto donde las series de encuestas de opinión van marcando a lo largo de la legislatura el grado de apoyo o desafección con que cuenta en cada momento el gobierno. Y donde este utilizará en todo caso a su favor el éxito (aunque sea relativo) de aquellas políticas a las que se atribuye un alto potencial de proyección electoralista: como las de tipo social o asistencial, las relacionadas con el empleo, o las de carácter puramente cosmético, más adecuadas al ámbito propio de la videopolítica. Una teórica integración más o menos armoniosa entre los tres diferentes estratos o modelos manejados acabaría situando los contenidos propios del momento de la reproducción electoral del sistema o bien en torno a balances sintéticos de la acción —que dependen de una opinión valorativa variable—, o bien en torno a elementos o perfiles puramente personalistas o de liderazgo. Es decir, nos ubicaría en un escenario valorativo muy incierto y de carácter predominantemente subjetivo, precisamente el que mejor se adapta al estilo propio de la gobermedia. Esta evolución desvelaría pues una sustancial carencia de soportes sustantivos u objetivables en la tarea general de evaluación del gobierno, entendida como soporte del proceso general de retroalimentación del sistema6. En todo caso, el modelo de la gobermedia resulta ser el que mejor asegura la presencia de mecanismos inmediatos de imputación en términos de responsabilidad gubernamental; aunque se trata de unos mecanismos que deben sustanciarse ahora en el entorno competitivo y virtual de la arena audiovisual, suscitando el uso de mecanismos elusivos y la búsqueda de asuntos-señuelo entendidos como instrumentos de manejo por el gobierno en su gestión cotidiana de la agenda.

6. A. Porras, «Evaluar la acción de gobierno»: Nuevas Políticas Públicas, 3 (2007).

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Ahora bien, si frente a la hipótesis ideal de una gobermedia integrada aceptamos la alternativa de que, al menos específicamente en el ámbito de la reproducción del gobierno, esta puede convertirse en el modelo dominante, capaz de desbordar a los anteriores, imponiendo una superación de la teórica integración armoniosa entre los mismos, en ese caso la dinámica competitivo-electoralista desenfrenada se proyectaría sobre el momento autorreproductivo con una mayor intensidad. En particular si consideramos que la gobermedia parece expresar de forma más simplificada las claves generales de responsabilidad e imputación sobre el gobierno. Ello implicará la aparición de una serie de núcleos problemáticos sustantivos de especial trascendencia a la hora de abordar la capacidad autorreproductiva del sistema. Por una parte, las tareas de valoración y aprendizaje de la acción de gobierno se desvincularían de todo elemento pretendidamente científico u objetivable, susceptible de situarse más allá de la inevitable pluralidad de perspectivas, para entrar en claves de tipo subjetivo capaces de proyectarse en una dimensión cosmética o seductiva; un entorno donde la realidad «real» puede ser desplazada por una nueva realidad «virtual» recreada en su caso a través de los media. Tal fenómeno vendría a diluir las pretensiones de analizar la acción de gobierno a partir de un riguroso proceso de aprendizaje proyectado constructivamente a lo largo del tiempo; y permitiría entonces la aparición de fenómenos de regresión histórica donde el ideal del «buen gobierno» tendería a disociarse de toda pretensión objetiva para diluirse en las nebulosas de la opinión o la imagen. Por otra parte, aparecería un fenómeno añadido de trascendental relevancia en la concepción de las propias reglas de juego del sistema: y es que, dentro de un contexto presidido por la lógica de la gobermedia, el gobierno siempre tendrá en principio mayores recursos de apoyo que el partido de la oposición, puesto que en principio dirige la propia acción de gobierno en un sentido competitivo-electoralista. Lo que significaría que las campañas electorales no podrán entenderse en rigor como un enfrentamiento competitivo entre partidos «iguales», sino como un enfrentamiento desigual entre gobierno y oposición. Salvo en aquellos supuestos en que existan limitaciones constitucionales en los mandatos, se trata de un escenario donde el gobierno dispondrá siempre de los mejores recursos y oportunidades, en la medida en que cuenta a su favor con una acción de gobierno orientada permanentemente hacia el aseguramiento de su próxima victoria en las urnas; y donde en consecuencia, salvo que se hunda a sí mismo por una gestión deficiente, el gobierno (o sea, el partido gobernante) podrá mantenerse indefinidamente en el poder, sin que existan en rigor posibilidades reales de alternancia como consecuencia del libre juego del pluralismo del sistema; es decir, dentro de un proceso competitivo desenvuelto en condiciones de estricta igualdad. 143


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La hipótesis de que un gobierno se mantenga indefinidamente en el poder constituiría, al nivel puramente teórico, la expresión ideal del paradigma de un «buen gobierno» que recibe reiteradamente el beneplácito de los ciudadanos en las urnas como consecuencia de su brillante actuación. Podría ser también, excepcionalmente, el resultado de una deficiente labor de la oposición, si esta no consigue hacerse valer ante la opinión pública como una alternativa real. Pero también se aparecería, en el contexto propio de la gobermedia, la hipótesis perversa de un gobierno capaz de mantenerse indefinidamente en el poder no tanto por desarrollar una buena acción de gobierno, sino por su habilidad para movilizar a su favor, con el apoyo en los recursos estatales y mediáticos, todos los elementos seductivos propios de la gobermedia, dibujando un escenario colectivo virtual que le permita contar con el apoyo favorable y continuado de una mayoría. Estaríamos así en un entorno capaz de favorecer la «autorreproducción» indefinida del gobierno, siguiendo unas pautas que confirmarían el éxito final de la gobermedia entendida en su sentido más original: es decir, como la capacidad para lograr una reproducción en el tiempo de la hegemonía mediante el uso seductivo de los recursos gubernamentales proyectados sobre la arena mediática. El problema consistirá en que una mayoría electoral asentada de forma exclusiva sobre los soportes seductivos e inmateriales de la gobermedia adolecerá inevitablemente de un alto grado de precariedad en cuanto a su grado efectivo de legitimación. En consecuencia, la relativa debilidad, o incluso la aleatoriedad de los factores sobre los que se determina su victoria final en las urnas, podrá impulsar reacciones de protesta o de rechazo de los resultados, poniendo en crisis la propia legitimidad del juego democrático del sistema. Si las pautas evolutivas que hemos descrito tienen una cierta consistencia histórica, en tal caso el desarrollo de la gobermedia vendría a intensificar un fenómeno potencialmente existente desde momentos anteriores: la tendencia al progresivo enrarecimiento de los procesos de alternancia. Una dinámica que, por su propia lógica, tenderá a impulsar una radicalización progresiva de las estrategias de la oposición y un riesgo de movimientos de rechazo general o difuso hacia determinados resultados electorales. En estas coordenadas, la fenomenología de las llamadas revoluciones de los colores, que podemos considerar como una sustancial novedad histórica de comienzos del siglo xxi, dibuja algunos perfiles estratégicos de lo que podríamos denominar como una «gobermedia de choque» que, puesta en manos de las fuerzas de oposición, permitiría forzar los procesos de alternancia mediante una estrategia de movilización de masas con fuerte apoyo en las nuevas tecnologías de la información, contando generalmente con apoyos mediáticos o de otro tipo, a veces procedentes del exterior. Algunas de las tendencias al re144


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forzamiento del control de los sistemas comunicativos puestas en marcha con particular éxito en Rusia o en China7 constituirían una clara respuesta preventiva, desde regímenes de corte autoritario, frente a esta amenaza de radicalización en los mecanismos motores de la alternancia o del impulso hacia el cambio del sistema. Se trata de un tipo de procesos que, aunque han progresado de un modo más espectacular en ciertos países de la semiperiferia, podemos considerar en realidad como la consecuencia de un fenómeno bastante más generalizado, vinculado al progresivo enrarecimiento de los procesos de alternancia, con una incidencia potencial en otros contextos geográficos distintos. Se trataría ahora de una consecuencia imprevista del éxito de la capacidad autorreproductiva del gobierno desde el contexto propio de la gobermedia. Por supuesto, la existencia de patologías o disfunciones en los procesos generales de alternancia no constituye en rigor una novedad en términos históricos: aunque en un contexto muy diferente, la España del siglo xix nos ofrece una larga serie de experiencias donde los procesos de alternancia debían apoyarse en la presencia de pronunciamientos militares que actuaban como ariete de aquella. Del mismo modo, el secular apogeo del PRI mexicano a lo largo del siglo xx marcaría un singular paradigma del mantenimiento indefinido en el poder. La diferencia histórica parece consistir en que, a comienzos del siglo xxi, el fenómeno del pustch o golpe de mano entendido como trampolín de acceso al poder se configura más bien a modo de un «pustch mediático», donde los elementos de acción se configuran como factores movilizadores de la opinión pública en el momento álgido del llamamiento a las urnas. Se trata evidentemente de una estrategia que bordea las fronteras mismas de la democracia al hacer depender los elementos competitivos sobre los que se determina la mayoría electoral de factores dotados de un alto grado de precariedad e incertidumbre. Y si el proceso de reproducción del gobierno se asienta sobre un soporte relativamente inconsistente, el grado de legitimación general del sistema en su conjunto quedará sustancialmente afectado. En este contexto, la única respuesta constitucional válida en apoyo de unos procesos de alternancia mínimamente consistentes sería la reiterada exigencia de la limitación de los mandatos. Se trata de un mecanismo que, aunque hasta ahora ha progresado en sistemas de tipo presidencial o semipresidencial, debería incorporarse como un requisito esencial para los ejecutivos de cualquier tipo de forma de gobierno en cualquier escala territorial. La limitación de los mandatos, aunque no excluya la presencia de factores de distorsión puestos en marcha por el gobierno para mejorar la posición competitiva de su respectivo partido,

7. M. Castells, Comunicación y poder, Alianza, Madrid, 2009, cap. 4.

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constituiría el único instrumento constitucional capaz de asegurar procesos de reproducción del sistema en unas condiciones de mínima igualdad, permitiendo así un grado suficiente de legitimación del sistema. Consideraciones finales La posibilidad de que los procesos históricos de aprendizaje, que deberían servir de base a las instancias gubernamentales para el diseño y mejora de sus estrategias de acción a lo largo del tiempo, constituyan al final una referencia puramente ideal, sin confirmación suficiente en la práctica, constituye ciertamente un horizonte problemático que perturba, desde sus mismos orígenes, cualquier encuadramiento consistente de nuestro objeto de estudio: ni la esencial dinámica de la alternancia, ni la creciente proyección de la acción pública a través de los circuitos audiovisuales, parecen generar elementos argumentativos suficientes a este respecto. Naturalmente una primera causa explicativa de esta grave carencia residiría en la reiterada dinámica inercial que preside la configuración de las estructuras políticas contemporáneas, así como su propia plasmación constitucional. Una inercia que en este caso encontraría sus raíces más remotas en la propia noción de «razón de Estado», entendida como núcleo justificativo originario sobre el que se asienta la posición nuclear del gobierno entendida como institución central de toda comunidad organizada. Se trata de una categoría dotada de un sentido autojustificativo que parece inmune a toda perspectiva crítica susceptible de generar cualquier atisbo de learning process. Su proyección en el constitucionalismo contemporáneo tendría una cierta continuidad a través de la noción originaria de gobernabilidad, entendida en el sentido de estabilidad del gobierno (y por lo tanto del propio sistema), al menos dentro de las coordenadas que marcan cada legislatura. Pues la estabilidad constituye una especie de apriorismo lógico para toda acción de gobierno, así como, por supuesto, para todo proceso de aprendizaje sobre el mismo. Aunque en teoría la noción de gobernanza supone una apuesta por la generalización de mecanismos de evaluación encargados de retroalimentar el sistema, la lógica del aprendizaje disperso y multiforme que se proyecta mediante mecanismos de evaluación en torno a las distintas políticas públicas no consigue canalizarse, en cambio, con la misma nitidez cuando se trata de operar sobre la posición de la esfera gubernamental central, en sus funciones de orientación o coordinación. Una insuficiencia que se reproduce ante las dificultades de imputación y que trae consigo la noción más amplia y compleja de gobernanza multinivel. Ahora bien, la constatación de las dificultades de autoaprendizaje por parte de las instancias gubernamentales no excluye naturalmente 146


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la presencia de esferas externas —ya sean institucionales o ciudadanas— desde las cuales puedan establecerse criterios valorativos acerca de la actuación del gobierno. A este respecto, la categoría instrumental más próxima sobre la que debería operarse inicialmente desde la perspectiva de la detección de errores y el consiguiente proceso de aprendizaje del gobierno, sería la de control. Se trata igualmente de una categoría originaria vinculada a la propia génesis del Estado de derecho, aunque su proyección en el tiempo discurre en paralelo a la propia evolución de nuestros sucesivos modelos: desde el estricto control político-parlamentario del gobierno, pasando por la generalización de los mecanismos de accountability, hasta el propio control de la opinión pública a través de los medios de comunicación. A lo que se une, finalmente, el control de legalidad en vía judicial. Sin embargo un adecuado desempeño de cualquier tarea de control requiere en principio de la previa disponibilidad de unos parámetros suficientes para el mismo, establecidos y clarificados con anterioridad: algo que sin duda se cumple normalmente en el caso del control de legalidad o en el control del gasto público, pero que presenta numerosas insuficiencias en el resto de los escenarios. Teóricamente los parámetros adecuados para controlar la acción de gobierno serían los que se deducirían de la noción de «buen gobierno»; pero la tarea de precisar una formulación previa de las condiciones o requerimientos necesarios para un buen gobierno no parece progresar más allá de las distintas perspectivas que se adopten ni, por supuesto, alcanzar un grado de consenso suficiente para llegar a convertirse en un marco prescriptivo consistente. Sin embargo la propia evolución histórica y tecnológica de las sociedades democráticas contemporáneas parece aportar algunos elementos de progresión en este ámbito: en primer lugar, debido al incremento de las posibilidades de información sobre la acción gubernamental y sus consecuencias; y en segundo lugar, debido al desarrollo paralelo de la noción de transparencia, que permite su generalización, al mismo tiempo que incrementa la demanda general de conocimiento (y en consecuencia las posibilidades de control) sobre toda acción pública. Es cierto que cada uno de los modelos evolutivos analizados a través de los cuales hemos encuadrado la acción de gobierno presenta ciertas cuotas de transparencia, o al menos permite determinadas esferas de publicidad respecto de la acción gubernamental: en primera instancia, la que se proyecta a través de la propia arena parlamentaria (y se transmite en su caso a la opinión pública), contando con la perspectiva crítica que mueve a las fuerzas de oposición, en el modelo de la gobernabilidad; en segundo lugar, la que opera en el interior de las redes sociales que sirven de base a la lógica de la acción a través de políticas públicas, propia de la gobernanza; y finalmente la esfera de visualización mediá147


la acción de gobierno

tica que se proyecta a través de los circuitos de información. Aunque cada uno de ellos presenta al mismo tiempo razonables insuficiencias: pues aquello que no controla el parlamento carecería al final de significación en la práctica; lo que no consigue proyectarse más allá de las redes, e incluso a veces el propio conocimiento experto, carece de suficientes niveles de susceptible; y finalmente la visualización de la acción del gobierno solo sería perceptible de valoración cuando queda ubicada bajo el foco mediático, pero no cuando nos situamos en torno a sus zonas de sombra, además de correr el riesgo de constituir una mera acción virtual. Y por supuesto, sobrevuela en todo caso el problema genérico de la imposibilidad de visualizar las esferas de no-acción del gobierno que configuran en parte la propia agenda. La sospecha de que la estrategia que mueve en última instancia hacia el mantenimiento de esferas de opacidad y la propia subsistencia de la noción de secreto de Estado sea la mera ocultación de errores y deficiencias en la acción de gobierno (pues los éxitos, lógicamente, tienden a publicitarse en todo caso), debe ser un impulso que contribuya a reforzar la apertura de los tradicionales espacios ocultos de la acción pública. Contando ahora con la disponibilidad de recursos tecnológicos de información accesibles a la inmensa mayoría de los ciudadanos. Por eso la progresión histórica de la noción de transparencia, más allá del limitado marco legal contemporáneo (que se centra hasta ahora en la mera disponibilidad de acceso a la información por parte de la ciudadanía), constituye seguramente la principal vía abierta en la tarea de detección de errores del gobierno, contribuyendo así a la expansión general de una perspectiva crítica susceptible de generar mecanismos de aprendizaje.

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