CARLOS DE CABO MARTÍN
Dialéctica del sujeto, dialéctica de la Constitución E D I T O R I A L
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Dialéctica del sujeto, dialéctica de la Constitución
Dialéctica del sujeto, dialéctica de la Constitución Carlos de Cabo Martín
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COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Derecho
© Editorial Trotta, S.A., 2010, 2012 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: editorial@trotta.es http://www.trotta.es © Carlos de Cabo Martín, 2010 ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-303-1
ÍNDICE
Introducción: Propuesta metodológica .................................................
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I. CONTRADICCIÓN Y SUJETO EN LA GÉNESIS DEL CONSTITUCIONALISMO ..
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1. La realidad: el Absolutismo, precondición del sujeto ................ 2. La ideología: iusnaturalismo (Barroco) y primer liberalismo en la configuración del sujeto ...................................................... 3. Función de la superestructura en el precapitalismo ...................
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II. CONTRADICCIÓN Y SUJETO EN EL CONSTITUCIONALISMO LIBERAL .....
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1. El modelo francés de configuración —«subjetivista»— del sujeto de Derecho .............................................................................. 2. El modelo alemán de construcción del sujeto de Derecho: singularidad de la situación jurídica alemana ................................ 2.1. El marco formal e instrumental: realidad histórica y tradición cultural en la dogmática alemana del Derecho público ................................................................................ 2.2. El contenido: la construcción «objetivista» del sujeto de Derecho .......................................................................... 3. Valoración crítica de la categoría de sujeto de Derecho ............ III. CONTRADICCIÓN
Y SUJETO EN EL CONSTITUCIONALISMO DEL
ESTADO
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SOCIAL Y SU CRISIS .........................................................................
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1. Los hechos: la quiebra del Estado liberal .................................. 2. La explicación: los orígenes del Estado social ........................... 3. La constitución del Estado social: la formalización jurídica de la contradicción ...........................................................................
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4. La dinámica del Estado social y del constitucionalismo del Estado social: efectos en el interior y en el exterior de los Estados ... 4.1. Efectos en el interior: la crisis del Estado social y del constitucionalismo del Estado social ....................................... 4.2. Efectos en el exterior: constitucionalismo del Estado social, Unión Europea y globalización .................................
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IV. LA GESTACIÓN DE LA NUEVA CONTRADICCIÓN: LA RECONSTRUCCIÓN DEL SUJETO ...................................................................................
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1. Perspectiva general ................................................................... 2. La especificidad de América Latina ...........................................
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Introducción PROPUESTA METODOLÓGICA
Este trabajo, en la línea de otros anteriores pero de manera acentuada, tiene un fuerte contenido metodológico, por lo que es también un estudio de «Teoría general». Se ha sostenido que este tipo de enfoques es más propio de fases críticas o de encrucijada. El supuesto emblemático al que se recurre es el alemán. Los estudios constitucionales fueron metódicos o de teoría general en la fase crítica y de verdadera y compleja encrucijada que representó la República de Weimar. Con posterioridad desaparecen y se sustituyen por una hermenéutica tópica, o, en otro caso, por concepciones o «teorías de alcance corto» o «intermedio» (se citan las referidas a cuestiones como los principios de razonabilidad o de proporcionalidad); y como la problemática se mantuvo en el nivel estrictamente normativo y positivo, el protagonismo correspondió a los Tribunales constitucionales, de manera que, finalmente, se les responsabilizó de esa ausencia de Teoría en sentido fuerte. Esta conclusión seguramente cierra el análisis con demasiada simpleza en cuanto a que la función de los Tribunales les conduce a la problemática del caso concreto y, por tanto, al recurso tópico, por lo que habría que introducir otros elementos y causas; pero también hay que constatar una indudable aversión al método o a la Teoría general, de forma que cuando han tenido posibilidad, o incluso cuando la cuestión lo requería, lo han eludido. Es lo que ha ocurrido con los nuevos planteamientos que en materia de derechos demandaba la crisis actual. Dentro de esta tendencia el supuesto español es probablemente la manifestación extrema de como la «Doctrina» vive de las sentencias constitucionales así como de la práctica inexistencia de la vía inversa (aunque explicable también en función de las causas históricas específicas que llevaron al predominio neopositivista). En cuanto la fase actual se puede considerar —en virtud de la importancia y significado de la crisis por la que pasa— «crítica», se da9
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rían las condiciones para la recuperación de la Teoría y adquirirían más congruencia estudios como éste, según la tesis de partida. Aunque debe añadirse inmediatamente que la Teoría que aquí se plantea trata no ya de ser «operativa» (en términos jurídicos), sino explicativa, es decir, se sitúa también en el ámbito de las determinaciones externas del Derecho (conforme a la metodología general del concepto de modo de producción que es la referencia última). Y respecto de estas últimas se las considera en una perspectiva «dialéctica». La utilización de este término (que, además, figura en el título del trabajo) tan cargado de referencias y complejidad, requiere algunas consideraciones. Como tantos otros está influido y condicionado por una cierta historia o precedentes que sólo debidamente entendidos pueden utilizarse para su comprensión y eliminación, aunque parezca paradójico, del riesgo de ahistoricidad en el que con frecuencia se incurre. La cuestión tiene tal entidad que ha justificado la existencia de estudios específicos destinados a deshacer los múltiples equívocos respecto de la «historia de la dialéctica»1. Sólo con el objeto de señalar en qué sentido y desde qué referencias se utiliza aquí el término, cabe señalar, con una simplicidad seguramente poco dialéctica, que las reflexiones sobre el desarrollo del pensamiento dialéctico se han hecho en torno a esas tres fases históricas que, a efectos expositivos, se utilizan para diferentes finalidades: las del pensamiento antiguo y medieval, correspondientes a los modos de producción precapitalistas, y la del pensamiento moderno o «Modernidad», correspondiente al modo de producción capitalista. La primera es, pues, la que se refiere al pensamiento antiguo y, en concreto, al que se considera que contiene la superación inicial en la cultura occidental de la etapa mítica, como es el griego. Se aprecia así que, a partir del momento en el que aparece, el pensamiento lógico se despliega en dos maneras de percibir la realidad: a) La que entiende que en su estructura última es inmutable, de manera que «el ser sólo existe como uno y como inmutable». Es la concepción propia de la escuela eleática en la que no es difícil advertir la influencia del pensamiento mítico, todavía muy próximo, en cuanto esos caracteres del ser parecen la traslación, racionalización y, en cierta forma, laicización de los que ese pensamiento mítico atribuía a la divinidad. Sólo sobre esa inmutabilidad se admitirá que cabe la episteme, el conocimiento; sobre lo que cambia no cabe sino la doxa u opinión. A 1. P. Sandor, Historia de la dialéctica, Siglo Veinte, Buenos Aires, 1964. Es como hay que leer este libro de Sandor, ya que de otra forma puede inducir a error, pues introduce (parece que arbitrariamente) autores no dialécticos para contrastar y diferenciar.
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los efectos que aquí interesan, esta concepción implica un determinado tratamiento de la Historia. Porque si sólo cabe el conocimiento de lo inmutable, hay que eliminar lo que cambia y buscar únicamente lo que permanece, lo que existe siempre, es decir, lo que se repite. De ahí que la Historia se vea como repetición, como circularidad. Por eso el conocimiento de la Historia versa sobre lo no histórico, lo que no cambia, en una visión estrictamente antidialéctica. El futuro se contiene en el pasado (en lo que, por no cambiar, se repite), por lo que se puede prever; de ahí la importancia de conocer la Historia como pasado para predecir y preparar el futuro. Todo en términos humanos, asequible a la mente humana como ocurre con el Oráculo de Delfos. Lo que, en otro orden de cosas, implica la desvinculación de la Historia de lo trascendente y su conversión en inmanente a la realidad humana. b) La que entiende que la realidad se define en último término por su dinamismo, por «el devenir» (en la acepción y terminología de Heráclito) o movimiento permanente producido por el principio de acciónreacción, es decir, de contraposición. Esta línea de pensamiento es la que se considera como el origen o, incluso, primera manifestación de la dialéctica con la importancia que implica el considerarse también la expresión más representativa del mundo y de la cultura griegos. Porque es la contraposición y no la armonía lo que diferencia y define la identidad de Grecia. A partir de los contrastes que se dan en el medio natural en el que se asienta (orográficamente dividido en regiones muy distintas y con abrupta separación entre la tierra y el mar) el griego aprende pronto la existencia, la relevancia de lo diferente (recuérdese la búsqueda aristotélica de las diferencias entre las «constituciones») y aun de lo opuesto. Y cuando surgen las primeras reflexiones sobre el Cosmos (la llamada corriente científica del pensamiento griego representada por los pensadores jónicos desde el siglo VI a.C., siglo como se sabe clave en una supuesta Historia universal por adquirir especial significado y registrar singulares aportaciones en muy diferentes culturas) están presididas por la idea de que está formado por una materia única y generado y desarrollado mediante un movimiento producido por la interacción de contrarios como lo frío y lo cálido, lo seco y lo húmedo, lo sólido y lo líquido. Es lo que se conoce como la dialéctica de y en lo real, una «dialéctica de la naturaleza», material. Aunque la relevancia de los opuestos se extiende a otros ámbitos de la cultura y el mundo griegos2, es esta reflexión «científica» la que debe considerarse más significativa, pese a que, con frecuencia, se cite como 2. Tanto en el ámbito de los valores como en el de las instituciones. C. de Cabo, Teoría histórica del Estado y del Derecho Constitucional I, PPU, Barcelona, 1988, pp. 129 ss.
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representantes del pensamiento dialéctico griego a autores, por otro lado tan distintos, como Platón o Heráclito, ambos ajenos a ese tipo de planteamientos; porque, en lo que se refiere a Platón, la atribución de dialéctico se debe más al método expositivo (el diálogo, considerado expresión literal de la dialéctica) que al contenido de su filosofía, nada dialéctico ni en su entendimiento estático de la sociedad (que trata de hacer real con sus propuestas) ni —lo que es más central en su concepción— en la relación entre lo real y lo ideal, entre el mundo de las cosas y el mundo de las ideas; relación que no es de opuestos sino precisamente de convergentes con vocación de identificarse. Y en lo que se refiere a Heráclito, porque aunque acepta y concibe el movimiento desde los opuestos, su reflexión no pertenece a aquel ámbito científico, sino que tiene otro origen y finalidad —sin duda significativos y del mayor interés, pero distintos— en cuanto está basada en la guerra, evidente y hasta quizás máxima expresión de los «opuestos», procedente de su experiencia personal en pleno dominio persa. La segunda reflexión histórica a la que antes se aludía, se refiere a lo que, de nuevo con una generalidad impropia, se llamaba pensamiento medieval. En este caso tiene un carácter puramente negativo en cuanto se entiende que no existe, ni como «precedente», ningún elemento dialéctico, de manera que la reflexión tiene como objetivo explicar o justificar esta ausencia. Y, en este sentido, se puede afirmar que tanto el medio social como el pensamiento medieval son antidialécticos por naturaleza. El medio social, en cuanto estamental, tiene vocación de estabilidad, de permanencia, de manera que tiende a la identidad entre pasado, presente y futuro, por lo que el cambio queda excluido. Lo real, tal como existe, es también lo ideal, lo que debe existir: el ordo como expresión del plan divino de la Historia es inmodificable y no se configura como proyecto sino como «espera» (como esperanza y destino: el reencuentro de lo creado con el Creador). El pensamiento, porque —por hacer alguna matización— el dominante es, básicamente, dogmático, y pensamiento dialéctico y pensamiento dogmático son excluyentes. De ahí que no puedan compararse las Disputationes medievales a los Diálogos del pensamiento antiguo, en cuanto la disputatio, como pensamiento dogmático, conduce, sin avance, al punto de partida, a la afirmación (demostración) de la tesis inicial. La antítesis se rechaza, se condena y con frecuencia pasa a ser pensamiento herético (anathema sit). Éste es el carácter que, como antes se indicaba, puede atribuirse al pensamiento medieval, al menos al dominante y con carácter general. Por eso puede encontrarse alguna especificidad como es el caso de Abelardo, en el que se ha tratado de ver un tipo de pensamiento (no dominante) distinto, en cuanto admite la 12
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«relación» entre contrarios como se aprecia en sus disquisiciones sobre universalismo-nominalismo, o abstracto-concreto3. La tercera reflexión de carácter histórico, la más propia y, desde la perspectiva que aquí se sostiene, la única significativa, es la que se inscribe en lo que, de manera generalmente aceptada, se define como Modernidad. Aunque debe hacerse alguna precisión. Porque para los autores de lo que se ha llamado «El discurso de la Modernidad» (como Habermas) lo que se pone en el primer plano como elemento identificatorio es la aparición del «sujeto». Sin negarlo, lo que debe quedar explícito es que la Modernidad se basa en la consolidación y triunfo del capitalismo como modo de producción dominante (con las revoluciones burguesas) y, consecuentemente, el dominio también —en el orden del pensamiento— de la racionalidad burguesa. Y será ahora cuando aparezca integrado en su racionalidad (a la que pertenece también la categoría de «sujeto» en cuanto autodeterminante) el racionalismo histórico que, aunque procedente de la Ilustración, superará la concepción ilustrada de la Historia como progreso, es decir, como avance continuado e ininterrumpido en virtud del desarrollo de la Razón. Porque es en este racionalismo histórico en el que hay que incluir el pensamiento dialéctico que, tras su inicial fase burguesa (representada a su más alto nivel por la concepción hegeliana que explica la Historia como historia de la Idea o pensamiento y la dialéctica como dialéctica del pensamiento), se configura como la primera forma de pensamiento crítico antisistema, a partir de la reelaboración marxista4. Con ella la concepción y el método dialécticos se 3. G. Lukács, El asalto a la Razón, Grijalbo, Barcelona, 1968. Muestra la escisión que se produce ahora entre el racionalismo cuya máxima expresión es Hegel y el irracionalismo que aparece con Schelling, el historicismo nacionalista romántico y el antihistoricismo de Schopenhauer. 4. Como se dice en el texto, se trata sólo de establecer un marco de referencias, lo que conlleva, en una cuestión tan compleja, simplificaciones y omisiones. Entre ellas está esa alusión al desarrollo dialéctico premarxista como intrasistema y, en concreto, a la gran aportación de Hegel, «el más alto nivel alcanzado por la filosofía burguesa en su esfuerzo por adecuar pensamiento y realidad» (Lukács) y cuya significación, precisamente por eso no es sólo la teórica —en el sentido en el que se dice en el texto de entender el desarrollo histórico como historia de la Idea y, por tanto, la dialéctica como dialéctica del pensamiento— sino la teórico-política de justificación del Estado (prusiano) al que sitúa como realización máxima y última de la Idea, como fin del desarrollo dialéctico, encontrándose, por consiguiente, en Hegel, también, un final de la Historia (Hobsbawm). Dentro de lo que aquí se llama desarrollo teórico de la dialéctica intrasistema, es poco conocido, y, sin embargo, tiene gran interés, la aportación de F. Guizot. Se le incluye habitualmente en el grupo de los «doctrinarios» en el que, políticamente, ocupa la posición más conservadora, mientras que como historiador desarrolla una concepción y un método que pueden considerarse dialécticos en cuanto explica la dinámica histórica, la historia de Francia, de manera claramente «conflictiva», hace del conflicto el motor de la Historia y en realidad, tal como lo plantea, tiene todo el significado de lucha de clases. Es, por lo demás,
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convierten en los correspondientes para la comprensión del funcionamiento de un sistema complejo y estructuralmente contradictorio como es el capitalismo (a partir de la contradicción principal y desencadenante Capital-Trabajo) de manera que no es que la dialéctica sea el método adecuado para conocerlo «desde fuera», mediante su «aplicación» al objeto, sino que es ese objeto, ese sistema estructuralmente contradictorio el que la incluye en la realidad, el que se configura sobre ella y por consiguiente la demanda en la teoría como una explicitación del mismo; con la singularidad añadida de que al proceder así no sólo se descubren y delatan los «secretos» de un sistema por naturaleza opaco y revestido de un poderoso equipo de apariencia e ideología que lo falsea, con la carga crítica que implica, sino que simultáneamente muestra las vías, también naturales y reales en cuanto contenidas en esa realidad, para su transformación, y es entonces cuando se convierte en antisistema, en pensamiento crítico. De ahí que, desde este momento, lo que se conoce por pensamiento crítico (y que hoy trata de articularse en respuesta alternativa5 como se indica al final del trabajo) tiene como seña de identidad no separar método, ni pretensión ni conocimiento científicos, de la realidad social, de manera que esté siempre, en la forma correspondiente, vinculado a un proyecto transformador. De ahí que el pensamiento o método dialécticos implique también una actitud, una posición y, por tanto, una implicación subjetiva ante esa realidad, de manera que la objetividad de la explicación racional y científica se acompaña de una subjetividad claramente política y se vincula a una ética, a una práctica moral6. significativo que todo lo plantea sin explicitaciones ni referencias teóricas que permitan apreciar de dónde procede esta perspectiva, por lo que parece que es, exclusivamente, producto de la observación y análisis de la realidad, lo que la revaloriza. Por otro lado se puede afirmar que Marx la conoció y utilizó no sólo para sus trabajos sobre Francia, sino en la deducción de elementos en la configuración del método, en cuanto inversión —material— del idealismo hegeliano. Y, finalmente, hay que tener en cuenta que el propio movimiento doctrinario —como se expone en la parte II— intenta una síntesis contradictoria entre el principio monárquico y el representativo, que se puede entender como trasunto de la contradicción nobleza-burguesía, lo que completaría una interpretación dialéctica del movimiento y, por tanto, del marco en el que se desenvuelve la obra de Guizot. 5. Las últimas formas institucionalizadas de actuación han sido las impulsadas por la Cátedra Fernando de los Ríos de la Universidad de Granada, dirigida por el profesor Gregorio Cámara, bajo el título Pensamiento crítico y crisis capitalista en vías de publicación en este momento; la creación en la Universidad Complutense de Madrid del «Instituto de Estudios Jurídicos Críticos»; el grupo investigador «Globalización y Pensamiento Crítico», así como el desarrollo de iniciativas tendentes a su articulación internacional como es la «Red de Constitucionalistas Críticos» (Europa y Suramérica) o «Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano» publicados entre otros por Le Monde Diplomatique y La Jornada (México). 6. Es la postura del profesor E. Tierno Galván, Razón mecánica y razón dialéctica, Tecnos, Madrid, 1969.
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Una vez configurado el pensamiento dialéctico a partir de lo que antes se llamó la reelaboración marxista, y aunque se le ha tratado de definir y fijar sobre la base de determinados contenidos7 (si bien cambiantes en cuanto históricos y, por ello, más formales que materiales), ha dado lugar a entendimientos bien distintos y aun enfrentados que componen una atormentada historia, conocida, en una formulación estética que se ha hecho clásica, como «aventuras de la dialéctica»8. Simplificando de nuevo la complejidad9, puede decirse que lo más destacado de esa «aventura» —que en realidad es una discusión crítica y autocrítica dentro de lo que muy ampliamente se entiende como marxismo— tiene lugar sobre la base de la polémica que en los años setenta del pasado siglo se suscita en torno a la opción objetivo-subjetivo como elemento relevante del conocimiento histórico. El origen se remite a las dos alternativas que —según ciertos análisis— se encontrarían en la obra de Marx: El Capital, que revalorizaría el papel y función de las «objetividades» de la realidad que conducen a una visión preferentemente economicista, y los Grundrisse (Fundamentos) que revalorizarían el papel y función de lo subjetivo y que conducen a una visión directamente política. La primera alternativa la representó el estructuralismo marxista de esos años (Poulantzas lo ejemplifica magistralmente no sólo por la utilización y divulgación del método con excelentes resultados, sino porque muestra lo inapropiado del reduccionismo economicista que se le atribuye, presentando además unas potencialidades que le proyectan hasta ahora como lo prueba la, por otra parte, excelente obra de Jessop) 7. Es el intento de Henry Lefebre en ¿Qué es la dialéctica?, Dédalo, Buenos Aires, 1964. Por eso incurre en cierto ahistoricismo al señalar como permanentes algunos componentes de la dialéctica. 8. Es la clásica expresión de Maurice Merleau-Ponty y título de la obra del mismo nombre: Las aventuras de la dialéctica, Leviatán, Buenos Aires, 1957. Entre ellas está también la que se inicia a partir de lo que genéricamente se llama «reelaboración marxista y sus desarrollos posteriores» que empieza a distinguir entre la dialéctica en el ámbito del pensamiento (materialismo dialéctico) y la dialéctica en el ámbito de la realidad (materialismo histórico) que, simplificando de nuevo, hacen referencia a la «producción del conocimiento» y a la «producción de la realidad», respectivamente, vinculados ambos aspectos, además de por sus evidentes supuestos epistemológicos comunes, porque la «práctica» del materialismo histórico se «ayuda» de la «guía» del materialismo dialéctico y, a su vez, el materialismo histórico «comprende» al dialéctico, efectuándose así su «reconstrucción unitaria» (más ampliamente C. de Cabo, Teoría histórica del Estado y del Derecho constitucional I, PPU, Barcelona, 1988). 9. P. de Vega García, «Dialéctica y política»: Boletín Informativo de Ciencia Política 3 (1970). Subraya como, en gran medida, el pensamiento europeo se construye en torno a la aceptación o no de la dialéctica o de la oposición pensamiento no dialéctico/ pensamiento dialéctico (que podría entenderse como dialéctica), y lo ejemplifica en esos grandes momentos de la cultura europea que representaron las oposiciones Kant/Hegel o neopositivismo/marxismo y que trascendieron la teoría y fueron oposición en la práctica.
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que se consagra, al menos inicialmente, como dominante dentro de ese ámbito marxista. El ataque que se le hizo se basó, de un lado, en el riesgo que implicaba entender la dialéctica histórica como «integradora», en cuanto se destaca el momento de la síntesis (de contrarios) de manera que a través de sucesivas y continuadas síntesis el proceso histórico avanza ordenado, pacífico, intra y no antisistema; de otro, por el riesgo que conlleva explicar la Historia como el despliegue de «estructuras», de determinaciones o leyes, con el protagonismo excluyente de lo objetivo y la desaparición del sujeto, que, en consecuencia, conduce a la pasividad ante la realidad, pues basta esperar a que funcionen los procesos objetivos. La otra alternativa, la que se presentó como un marxismo «crítico» (Negri es probablemente la figura más innovadora), propuso frente a la anterior, por una parte, considerar que la dialéctica (de lo real) no tiene por qué ser «integradora», ya que puede dar lugar a un «contrario» que no se integre, que no se «sintetice», sino que se oponga, destruya, «niegue» lo existente y dé lugar a algo radicalmente distinto, «nuevo»; por otra, se sostiene que no es lo objetivo lo que predomina y configura los procesos históricos, sino que la Historia se hace, se produce por un «sujeto» siempre existente, de manera que aun en las épocas en las que parece no existir (apariencia que se acentúa en la medida en la que aumenta la característica opacidad del capitalismo, como en la etapa actual de «subsunción» del trabajo y de la sociedad en el capital), existe realmente y es posible contribuir a potenciarlo y articularlo (lo que también es presencia y acción subjetiva)10. La importancia, alto nivel teórico, así como el carácter crítico y efecto revitalizador de la polémica, son indudables y llegan hasta hoy. En lo 10. Como se apunta en el texto, Antoni Negri —a partir de la que me parece no sólo su obra más completa (en la temática que conecta con la que aquí se trata) sino uno de los libros más importantes al menos desde que se escribió (La Forma Stato – Per la critica dell’economia politica de la Costituzione, Feltrinelli, Milano, 1977) y absurdamente ignorado, incluso eludido por la doctrina no sólo española, sino por la europea pretendidamente crítica, tan necesitada precisamente del potencial innovador que contiene— comenzó a desarrollar esta posición que, en el orden político, sirvió de justificación a la práctica de la llamada «autonomía» y, en el teórico, está en la base de las «pluralidades subjetivas» que le conducirá después a la categoría de «multitud», con la que designa al nuevo sujeto histórico, y a lo que se hace referencia al final de este trabajo. Esta posición se manifiesta ya en su obra Marx oltre Marx (con un subtítulo bien significativo en relación con lo que se dice en el texto: Cuaderno di Lavoro sui «Grundrisse») que, aunque de publicación tardía (1998), recoge las nueve lecciones impartidas por Negri en la École Normale Superieure de París, respondiendo a la invitación de ese centro, que era en aquel momento el más prestigioso y representativo del estructuralismo que criticaba, lo que muestra, como se indica en el texto, que esa discrepancia o incluso oposición tenía lugar en el interior del marxismo.
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PROPUESTA METODOLÓGICA
que aquí más interesa, debe señalarse que, en cuanto la posición crítica trata de advertir, teóricamente, del riesgo de incurrir en un exceso, el exceso objetivista, así como de subrayar el papel del sujeto, sus transformaciones y nuevas formas y posibilidades de articulación, es perfectamente atendible, enriquecedora y modernizadora. Pero no puede pasar de ahí, ni negarle a la posición que critica la ausencia del «sujeto», pues fue la que incorporó precisamente «el sujeto histórico» como elemento decisivo al incluirlo en las relaciones de producción, categoría central de toda la construcción marxista. Por eso hay que entender que no son realmente «alternativas», disyuntivas, ni siquiera propuestas separadas al compartir supuestos teóricos básicos; de ahí que sea posible —y es lo que aquí se propone— no separar tampoco lo objetivo y lo subjetivo, sino integrarlos simultáneamente, de manera que aunque en el presente trabajo aparezca en primer plano el sujeto, se hace siempre a partir de la consideración de lo objetivo, de manera que, aun en lo propiamente subjetivo, se trata de buscar y apreciar lo objetivo. Se puede añadir que este planteamiento, sostenible de manera general, es requerido de forma específica por la temática que se estudia. Porque inicialmente se parte del «dato» (objetivo) del Modo de producción capitalista, configurado sobre la base de la contradicción central Capital-Trabajo; y la Constitución y el constitucionalismo se han mostrado como el sistema jurídico, político, cultural y aun de representaciones simbólicas, correspondiente a ese modo de producción. De forma que, desde la sencillez de este planteamiento de partida, no cabe sino establecerse de manera necesaria (objetiva) algún tipo de relación entre esa contradicción básica del modo de producción y la Constitución en la que se proyecta. Otra cosa será definir ese tipo de relación o sus caracteres. Pero también parece que utilizar un método que hace de la contradicción su objeto de conocimiento, es congruente a esos efectos. Y, avanzando más en esta línea, cabe afirmar que la historia de la Constitución y del constitucionalismo occidental es también la historia de esa relación, es decir, de la tensión contradicción-Constitución, de la tendencia o «vocación» de esa contradicción por «entrar» en la Constitución y en función de la cual se configuran las dos grandes fases históricas y alternativas de la Constitución: de la Constitución sin contradicciones (constitucionalismo liberal) a la Constitución con contradicciones (constitucionalismo del Estado social). Pero la contradicción está siempre presente (incluso en la génesis del constitucionalismo, parte II de este trabajo), hasta el punto de que puede afirmarse que en una u otra forma la Constitución «vive» de la contradicción (sea por negación, omisión o inclusión, pero siempre en función de ella) y que, en consecuencia, no parece posible abordar tanto su consideración como su dinámica sin tenerla en cuenta. 17
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Esta contradicción se vehicula a través —categoría y realidad— del sujeto11. Inicialmente la Constitución se basa en la centralidad del sujeto individual; y este simple hecho implica ya una serie de contradicciones en tensión con la Constitución: como categoría jurídica expresa abstractamente la realidad concreta del sujeto propietario y como categoría política disuelve, también a través de la abstracción individual, la realidad de lo colectivo, de «lo social», es decir, de la clase; pero la dinámica del sujeto propietario, de la propiedad, necesita un ámbito de lo público que la posibilite y que es el otro elemento básico de la Constitución, que, de esta manera, se configura como el lugar de interrelación, potencialmente contradictoria, entre lo privado y lo público que, a través de la Constitución, se trata de convertir en coexistencia pacífica e, incluso, adecuación funcional. Es el momento liberal de la Constitución, el de la Constitución «abstracta», y, precisamente porque ahora el Derecho es el Derecho de la abstracción, es cuando aparecen las «construcciones», la dogmática del Derecho público, el gran edificio lógico —porque la realidad, la contradicción, permanece fuera— del Estado de Derecho. Pero la dinámica de esa contradicción en su desarrollo histórico se opone a estos supuestos: a la categoría jurídica de sujeto propietario opone la realidad del sujeto trabajador, y a la categoría política del sujeto individual opone la categoría real de la clase. Y ambos opuestos terminan entrando en la Constitución a partir del constitucionalismo del Estado social en el que junto a la «Constitución del Capital» (como se puede definir el contenido del constitucionalismo liberal) aparece la «Constitución del Trabajo». La Constitución incluye ahora la «negación», el Trabajo, y es, por tanto, la Constitución de la contradicción. Y en este momento, junto al sujeto individual aparece el sujeto colectivo, con lo que entra en el Derecho, se constitucionaliza, lo que en otra terminología se denomina el «sujeto histórico». Y en cuanto en esta fase la contradicción está presente en la Constitución y, a partir de ella, se difunde por el ordenamiento jurídico, distintos supuestos y categorías se transforman (esta misma de Ordenamiento, al menos en la forma en que se entendía su «coherencia» y ausencia de antinomias), y surgen teorías, no ya de la abstracción como en la fase anterior, sino de la realidad, es decir, de la contradicción, como la del uso alternativo del 11. Esta característica relación entre contradicción y Constitución es lo que, entre otras razones, vincula a Constitución y República, en cuanto que si la Constitución muestra esa capacidad para «integrarla», la República ha sido la forma de gobierno que históricamente ha permitido el desarrollo de la contradicción en cuanto posibilitó la entrada de todas las clases en el ámbito político (C. de Cabo, La República y el Estado liberal, Tucar, Madrid, 1977; «Constitución y República»: Jueces para la Democracia 57 [2006]).
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PROPUESTA METODOLÓGICA
Derecho. Junto a todos esos efectos que «desde dentro» de la Constitución produce la contradicción al integrarse en ella, hay que señalar los que produce «desde fuera», en cuanto esa contradicción, el pacto CapitalTrabajo, es ahora el Poder constituyente, con todo lo que esto supone en la teoría y caracteres de las nuevas Constituciones del Estado social. La evolución posterior, desde la crisis del Estado social a la actual crisis, muestra, en el ámbito aquí considerado, una situación compleja en cuanto que en la realidad parece desvanecerse tanto el sujeto individual (mientras paradójicamente —ideológicamente— se hace su apología, cada vez es menos autodeterminante y más determinado por las irresistibles fuerzas corporativas e institucionales, menos sujeto y más objeto) como el colectivo o histórico (ante lo que parece el triunfo definitivo del Capital como fin de la Historia), subsumidos ambos en lo que se denomina sistema o redes sistémicas. Y, sin embargo, la Constitución sigue sin cambios, sin registrar formalmente esa realidad. Otra vez una nueva contradicción realidad-Constitución. Y de nuevo también puede desarrollarse la «dialéctica de la Constitución», en cuanto que, a partir del reconocimiento y permanencia formal del sujeto histórico en la Constitución, puede contribuirse a su reorganización y reconstrucción en las nuevas formas que empiezan a perfilarse, lo que implica una revalorización de la Constitución y del Derecho, y desde luego un cambio en su relación con la realidad: en la versión (dialéctica) clásica se partía de la realidad hacia el Derecho; en la línea apuntada se parte del Derecho, de la Constitución, hacia la realidad. Desde este marco de referencias, los sistemas de institucionalización de la globalización, y específicamente de la Unión Europea, se presentan como sistemas de elusión del conflicto, de elusión de la contradicción, y, por tanto, también elusivos de la constitucionalización, en cuanto integradora del conflicto. De ahí el significado que puede alcanzar la constitucionalización de Europa como potencial mecanismo de transformación y también como hipótesis explicativa de las fuertes resistencias que se oponen a ella. Por el contario, algunos de los procesos abiertos en América Latina suponen, hasta el momento, el máximo nivel de vinculación contradicción-Constitución.
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I CONTRADICCIÓN Y SUJETO EN LA GÉNESIS DEL CONSTITUCIONALISMO
La primera muestra de la relación profunda que guarda el constitucionalismo en general (y que se irá sucesivamente viendo tanto en su desarrollo como en su contenido) con la idea y la existencia de contradicciones, está en su origen o, más propiamente, en su génesis. Me refiero al hecho de que ese origen y esa génesis del constitucionalismo se encuentra, posibilita y prepara por lo que puede considerarse su antítesis: el Absolutismo. Se trata, pues, de un hecho fundamental y, en consecuencia, decisivo. 1. LA
REALIDAD: EL
ABSOLUTISMO,
PRECONDICIÓN DEL SUJETO
Ese hecho tiene lugar a través de un complejo y largo proceso (siglos XV al XVIII) del que aunque no procede dar cuenta detallada desde el punto de vista histórico-empírico, sí interesa destacar los elementos en los que se basa esa afirmación. El feudalismo es probablemente, de todos los modos de producción existentes hasta ahora en la Historia, el que tuvo siempre menos posibilidades de subsistencia, el que se asentó sobre supuestos más débiles, el que tuvo siempre una situación más precaria y el que, en consecuencia, más inevitablemente estaba destinado a desaparecer. Naturalmente, también el análisis de esta singularidad requería una exposición más compleja. No obstante, tras hacerla1, los historiadores han señalado con claridad sus distintas disfuncionalidades. Se advierte que estuvo asentado desde el principio sobre esta alternativa insuperable: las cada vez mayores necesidades de renta de la clase 1. Se contiene en C. de Cabo, Teoría histórica del Estado y del Derecho constitucional, PPU, Barcelona, 1988.
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dominante (aumento de sus gastos en empresas militares, aumento del gasto suntuario, aumento cuantitativo de sus miembros) y la incapacidad del sistema para proporcionárselas a ese mismo ritmo por su escasa productividad, creándose, además, la dinámica, aceleradamente negativa, de que los intentos de superarla se convertían en mecanismos de su destrucción (todos se traducían en aumento del gasto —el ejemplo más característico es la utilización instrumental de la guerra como mecanismo económico a corto plazo para atender necesidades inmediatas— y, en último término, en una superexplotación del campesino, que, dada su escasa productividad, sólo podía hacerse a través del aumento de su tiempo de trabajo, evidentemente limitado; este límite era una barrera infranqueable, y todos los intentos de traspasarlo produjeron situaciones insostenibles que determinaron el conocido fenómeno de huida, despoblación de los campos y, en definitiva, la destrucción de fuerzas productivas). En estas circunstancias se registra de manera progresiva el declinar de la nobleza que condicionará un proceso (no tanto querido o buscado consciente o subjetivamente sino objetivamente desarrollado) en virtud del cual cede su «poder político» (señorial) al Rey «a cambio» del mantenimiento y protección de su estatus social (si bien, a consecuencia de esa cesión y la concentración que supone, surge un poder cualitativa y cuantitativamente nuevo capaz de cumplir no sólo inicialmente esa función, sino con posterioridad otra no pretendida: la configuración de un nuevo ordo en, también, un nuevo —y mucho más amplio— espacio, como se verá enseguida). Es la génesis del Estado moderno que, desde esta perspectiva, aparece como el contenido real del pactum medieval. Por consiguiente, el Estado moderno en su origen no es una ruptura con lo medieval y el comienzo de la Modernidad, sino, por el contrario, resultado del mundo feudal y el último mecanismo de seguridad y defensa del mismo. La obra de Bodino (Los seis libros de la República) contiene la expresión teórica más ajustada de ese pacto (Poder-familias). Y este carácter del Estado moderno, la razón de su nacimiento como exigencia insoslayable para la defensa de un sistema que peligra, explicará que sea visto pese a ello como un «mal necesario», tanto desde la realidad (desde el sistema social, desde la nobleza que aunque todavía lo hegemoniza siente la renuncia al poder político que ha tenido que hacer) como desde la ideología (la concepción cristiana que lo entenderá como un mal necesario o menor dadas las características de la naturaleza caída que lo exige para colaborar en el cumplimiento del plan divino de la Historia), lo que justificará el agustinismo político y su permanencia en muy diferentes formas2. 2. Hasta que se consolida la doctrina de la soberanía que, junto a otros significados y funciones, tendrá la de legitimar, por primera vez, el Poder por sí mismo, con su propia
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Pero, supuesto lo anterior, se producen necesariamente dos efectos: De un lado, en cuanto la aparición del Estado moderno implica la centralización del poder y, en consecuencia, la pérdida o desaparición de los distintos centros de poder medieval (fundamentalmente el poder y la justicia señoriales), implica también la ruptura de las ataduras que mantenían las características vinculaciones personales o relaciones de dependencia típicamente feudales, empezando a crearse las condiciones o precondiciones sociopolíticas de la «libertad individual» (con el efecto más inmediato de «separar» al trabajador de los medios de producción a los que estaba forzosamente unido y dejarlo en «libertad» para contratar su fuerza de trabajo). De otro, esa transformación política tiene su traducción jurídica, por cuanto la centralización del poder y la unificación territorial conllevan también la correspondiente centralización y —relativa— unificación jurídica, lo que implica, a su vez, una progresiva desaparición de los «estatus privilegiados», del entendimiento del Derecho como privilegio, y se crean asimismo las condiciones para que se genere la ostentación de la misma situación ante el Derecho o, lo que es lo mismo, las primeras bases para la igualdad jurídica. En definitiva, y ésta es la contradicción a la que antes se apuntaba, el Estado absoluto (surgido para defender el sistema feudal) termina creando las circunstancias para su superación y «preparando» incluso las condiciones (libertad, igualdad) para el surgimiento de su antítesis, el constitucionalismo, que, de esta manera, supone e implica, paradójicamente, junto a la destrucción del Absolutismo, el aparecer —en el sentido en el que se viene exponiendo— como su «continuador» histórico, de manera que el Absolutismo se configura como su antecedente o colaborador necesario. Porque ocurre, además, que estos efectos que produce el Absolutismo no lo son sólo inicial o estáticamente, sino que se inscriben y proyectan en un proceso histórico global en el que se acentúan progresivamente y al que —bien es cierto que junto al resto de elementos que configuran el proceso socioeconómico general— contribuyen a dinamizar. Sucede, en efecto, que, en el largo y complejo trayecto que conduce al siglo XVIII, se va a producir una profunda transformación del lógica o razón de Estado. Su génesis ideológica se sitúa en la línea antiplatónica y realista que supone la recepción aristotélica y del nominalismo (Ockham, Scoto) y en el ámbito más específico de la teorización sobre la sociedad o el Poder, en el Defensor pacis y sobre todo y ya muy próximamente en el Discurso sobre la servidumbre voluntaria (Trotta, Madrid, 2008) que, pese a su brevedad, contiene un análisis estructural e instrumental del Poder (el «Uno») que le acerca, desde ciertas perspectivas, a El príncipe (La Boetie es prácticamente coetáneo de Maquiavelo y Bodino y la fecha que habitualmente se da del Discours es la de 1549).
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sistema social —la última fase de la transición al capitalismo— en la que el poder del Estado se manifiesta continuando —como en la fase anterior— la labor de promover, contradictoriamente con los fines conservadores que pretende, su propia destrucción. Es la fase en la que junto a la Nobleza, que sigue como dominante3 —si bien con cambios4—, comienza a aparecer una burguesía urbana y unos intereses económicos nuevos, que empiezan a ser cada vez más necesariamente tenidos en cuenta. De ahí que el Estado absoluto, aunque sigue «directamente» vinculado a la vieja clase, esté también indirectamente «determinado» por la que está en fase de formación. Y la debilidad relativa de ambas permite al Estado absoluto una característica ambigüedad: por un lado, sigue actuando en defensa de la Nobleza y es su aspecto «absolutista» más visible, su función más represiva y con un claro dirigismo cultural que es lo característico del Barroco (en buena medida definible en este sentido como el arte del absolutismo o, desde otra perspectiva, como el arte de la Contrarreforma); por otro, realiza actividades que favorecen el desarrollo de las nuevas formas económicas de la manufactura y el comercio, de lo que será una clara manifestación toda la teoría y práctica del mercantilismo; jurídicamente, la expresión de esta ambigüedad o doble faz contradictoria será la recepción del Derecho romano; porque, como es conocido, el Derecho romano conoce ya la separación entre el Derecho público (lex) y el Derecho privado (ius), de manera que su recepción se acomodaba bien tanto al aspecto más «absolutista» o estatal de centralización política y unificación territorial del poder (la lex), como a la nueva sociedad que pugna por aparecer y que se acomoda igualmente bien a ese Derecho (ius), que, en cuanto privado (ius civile), es básicamente un derecho de la propiedad y de las relaciones entre propietarios mucho más funcional que el viejo derecho estamental feudal. Se trata, por tanto, de una sociedad que empieza a ser conflictiva y dinámica5 y en la que se abre paso la racionalidad a partir de la matriz económica (es decir, del cálculo y la práctica económica) con una pro3. Aunque también las relaciones entre clase y Estado como lo muestra P. Anderson, El Estado absolutista, Siglo XXI, Madrid, 1979. 4. Que supone el paso de «estamento» a «élite del poder», en la expresión de J. M. Maravall, Poder, honor y élites en el siglo XVII, Siglo XXI, Madrid, 1979, pp. 38 ss. 5. La idea de movimiento es central en la cultura del Barroco. Como se ha indicado en otro lugar, está presente, no sólo en el nivel «macro» (el movimiento de los astros cuyas regularidades empiezan a descubrirse ahora) sino «micro» (el movimiento en el organismo humano de la sangre descrito por Servet y del corazón, por Harvey en De motu cordis —o la conducta del hombre en los análisis de Hobbes)— y el arte barroco, la pintura, lo incluye tanto en la actitud dinámica de las figuras como en la aparición de nuevos elementos alusivos (el espejo expresivo del paso, del movimiento, fugaz del tiempo).
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yección inmediata al ámbito cultural y científico, incluso a lo que puede llamarse «la racionalidad de la vida cotidiana» que conduce a potenciar la secularización (se han ejemplarizado estos cambios en los conocimientos necesarios para las prácticas comerciales que exigen su difusión fuera de los espacios culturales tradicionales mediatizados por la iglesia, así como la racionalización-secularización del entendimiento de algo tan significativo desde el punto de vista religioso y teológico como es el tiempo y su medida a través de la adopción de un calendario formulado a partir de fechas fijas, desterrando el protagonismo de las móviles en la liturgia tradicional, y de la fijación definitiva e igual de las horas al margen de la anterior variación estacional). Todo lo cual se traduce en la potenciación de algo que es justamente la antítesis de lo feudal, del Absolutismo, y que se prefiguraba en las dos precondiciones de relativa libertad e igualdad que produjo inicialmente el surgimiento del Estado moderno: la aparición del sujeto (individual). 2. LA
IDEOLOGÍA: IUSNATURALISMO
(BARROCO)
Y PRIMER LIBERALISMO EN LA CONFIGURACIÓN DEL SUJETO
La revalorización del hombre que se inicia en el Renacimiento (y que encuentra algún aliado en cierta forma inesperado como es la Reforma protestante por el fortalecimiento de la conciencia individual) se va a desplegar en las nuevas condiciones, como expresa ya lo que es probablemente la manifestación, en este orden de ideas, más significativa, el iusnaturalismo. Y es que en realidad la aportación y el hallazgo básico del siglo XVII —el de la culminación del Absolutismo en la Europa continental— en forma más o menos explícita, es la idea de naturaleza6. La racionalidad científica antes aludida, expresada en los grandes descubrimientos científicos del XVII, ha puesto de manifiesto la existencia de una realidad que tiene unas leyes, exigencias y caracteres que la configuran como explicable y comprensible, y respecto de la cual el cumplimiento de esas leyes es no sólo inexorable sino necesario para su mantenimiento y desarrollo como tal. Y a partir de este supuesto básico y omnicomprensivo, se va a entender que el hombre forma parte de la naturaleza, que el hombre tiene su propia naturaleza y que, por consiguiente, la naturaleza humana tiene también unas leyes, exigencias y caracteres basados y explicables sólo a partir de ella misma, y cuyo cumplimiento es igualmente inexcusable para su mantenimiento y desarrollo. Estas leyes, exigencias y caracteres forman un conjunto 6. C. de Cabo, Teoría histórica del Estado y del Derecho constitucional II, PPU, Barcelona, 1993.
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normativo de carácter natural, son el «Derecho natural», basado exclusivamente en la naturaleza del hombre. La novedad de este Derecho natural como formulación propia del siglo XVII es importante aunque relativa, porque nada menos que desde el grito de Antígona pidiendo justicia se entiende ya que junto a las leyes de los hombres o leyes «positivas» existen otro tipo de leyes no expresadas o positivas, pero presentes y grabadas en la conciencia del hombre de todo tiempo y lugar, concepción que desarrolló y formalizó después la teología cristiana. La novedad relativa del siglo XVII es, pues, el paso de un Derecho natural de base trascendente y teológicamente explicado (por cuanto su origen y fundamento trasciende a la naturaleza y remite a la divinidad) a un Derecho natural de base racional e inmanente (por cuanto su origen y fundamento están exclusivamente en la naturaleza humana, que se define, a su vez, entre otros caracteres, en relación con él). Ahora bien, puesto que esas normas y exigencias «valen» y tienen que cumplirse exclusivamente porque son propias de la naturaleza (humana), resulta que desde este momento (y en buena medida hasta hoy) se produce una revalorización de «lo natural», que se convierte en una referencia justificadora e indiscutible: vale sólo lo que es natural y porque es natural. Pero como «lo natural» no es algo claramente definido, no es una categoría que pueda definirse con precisión, resulta que la apelación justificadora a lo natural puede aplicarse a los más diversos contenidos. Y así ocurrirá. Ese «Derecho natural» racionalista se va a configurar con una ambigüedad tal que va a tener no sólo formulaciones distintas, sino que va a servir a finalidades bien diferentes, mostrando elementos contradictorios. Debe advertirse que el paso del orden estamental, del estatus diferenciado, al igualitario, que implica el concepto universal de naturaleza, fue lento y escalonado. Se advierte así que, en una larga primera fase, la idea de naturaleza es también diferenciada; depende de cada estatus y se corresponde con la idea de «persona», que, en su significado todavía medieval, viene a expresar la capacidad jurídica diferenciada que se reconoce sobre la base de circunstancias y situaciones sociales específicas. Parece incluso que esta concepción está en el origen de ciertas construcciones de origen iusnaturalista. En este sentido, esa idea sería reconocible en la distinta función y capacidad que Locke atribuye a los sujetos propietarios respecto de los no propietarios. Asimismo, se habría utilizado en la primera expansión colonial europea para justificar tanto la dominación como el distinto estatus jurídico de los pobladores coloniales, de manera que ésta sería la forma inicial de entender el Ius gentium al que precisamente se consideraba como ley natural (se recuerda así que el título de la obra de Wattel es Derecho de gentes o principios de ley natural). Y, pese a sus formulaciones retóricas, el inicial constitucionalismo de los Estados 26
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Unidos de América del Norte también la utiliza para justificar no sólo la esclavitud, sino el trato al indio. En ese confuso camino hacia la generalización de la idea de sujeto, parece que alcanza algún significado el sentido que se atribuye a la expresión «individuo o individual» como distinto al anterior de «persona». Y se cita en el continente a Grotio y su entorno (que ante la inseguridad producida por las luchas religiosas y sus frecuentes quiebras del «orden», comenzó a gestar como mecanismo de seguridad la idea de que el individuo en cuanto tal pudiera tener algunos derechos no dependientes de ese «orden») y en Inglaterra, a Blackstone (que en sus Comentaries on the Laws of England, titula el capítulo I «The absoluts rights individuals», a los que de manera preferente considera el primer objetivo de la sociedad, recordando intensamente a la Declaración francesa que, igualmente, considera «el primer objetivo de toda sociedad el reconocimiento de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre») como significativos ejemplos7. Y es que, en último término, y lo que a mi juicio hay que destacar ante todo desde la metodología que aquí se utiliza, es que el iusnaturalismo es la ideología propia de este período de transición (al capitalismo); porque justamente ésta es la característica de este tipo de ideologías: la ambigüedad y la confusión que presentan y que traducen la complejidad del período. Debe tenerse en cuenta que los períodos de transición de un modo de producción a otro (a veces tanto o más largos que los que se definen por el predominio de alguno) son, por naturaleza (por la coexistencia progresivamente equilibrada de elementos de distintos modos de producción hasta que se alcanza el punto de no retorno y empieza a prevalecer el nuevo modo frente al anterior), complejos y presentan en la «superficie» de los acontecimientos también una gran confusión; son los períodos en los que aparece con más fuerza la dificultad de la interpretación y entendimiento de la Historia. La situación se traduce y manifiesta específicamente en conjuntos ideológicos de gran complejidad, incluyendo con frecuencia elementos contradictorios y, en definitiva, correspondiendo a esas fases en las que justamente porque no hay una forma definida de dominación, tampoco la hay de legitimación y, en consecuencia, no se consolida con claridad y coherencia la respectiva ideología dominante. El ejemplo arquetípico es el siglo XVII. Y es también lo que permite identificarlo. Porque, frente a los nombres rotundos que identificaban al siglo anterior (el Renacimiento) o posterior (la Ilustración), el siglo XVII era el siglo sin nombre. Su identificación puede hacerse precisamente a partir de unas 7. B. Clavero, El orden de los poderes, Trotta, Madrid, 2007.
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características en virtud de las cuales puede aceptarse que es el siglo del Barroco. El término es también un ejemplo de complejidad histórica: procede del idioma francés, de Rousseau, que lo refiere al ámbito musical (lo introduce en su Dictionaire de la musique, que aparece en 1767), se extiende después al arte en general propio del período y finalmente se propone utilizarlo para la designación global de esa fase histórica, caracterizada, como antes se apuntaba, por la contradicción y la dinámica social (reprimida por el Absolutismo, que alcanza precisamente su mayor grado de definición como respuesta). Este dinamismo social, que trata de dirigir el Absolutismo (y el Barroco es también cultura dirigida —se le definirá a veces como el arte de la Contrarreforma—, lo que explicará que el artista que no puede controlar el contenido del mensaje por cuanto se le impone trate de ser libre en las formas dando lugar a las extravagancias y los elementos recargados que con frecuencia definen, superficialmente, el arte Barroco), tiene expresiones ideológico-literarias multiclase: desde el culteranismo de Góngora al populismo de Lope de Vega, desde la «protesta» que implica la picaresca a la complejidad confusa que, con todos esos elementos, aparece en esa formidable síntesis que incluye la obra de Quevedo. Es precisamente a esta situación a la que corresponde el iusnaturalismo, que, en este sentido, puede entenderse como un complejo ideológico típico de ese período de transición ya avanzado del feudalismo al capitalismo. Por eso es tan difícil de entender y definir de otra forma y si se atiende sólo a sus contenidos, ya que en ellos aparecen elementos contradictorios. Si se parte, en cambio, de esta metodología cabe interpretar esa contradicción como algo propiamente «histórico» y, desde luego, comprensible. Ocurre así que en ese conjunto iusnaturalista se pueden encontrar posiciones como las que defienden y justifican el Absolutismo, que —dado el significado que antes se le dio de defensa del modo de producción feudal— habría que entender como expresión perteneciente todavía a ese modo de producción que empieza a declinar (se trataría de posiciones como las de Wolf, Puffendorf, Thomasius o, en otro orden, Hobbes, que —pese a los postulados que algunos mantienen en torno al consentimiento como fuente del poder— terminan, especialmente los primeros, inclinándose, a veces de manera bien inconsecuente, por la defensa de los monarcas que mejor ejemplifican el absolutismo del período, como puede ser Federico de Prusia o Luis XIII)8. Por otra parte, surgen posiciones antiabsolutistas que cabría entender como integrantes ya de las nuevas formas de vida (el nuevo 8. Son muy significativas las duras críticas que dirige Rousseau (en El contrato social) a estos autores del XVII por la incongruencia entre sus supuestos teóricos y las conclusiones que obtienen (incluye a Grotio) y que atribuye a que «la defensa de la verdad, o del Pueblo,
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modo de producción que apunta), como pueden ser las que representan Grotio, Spinoza o Locke. Esta contradicción es, en todo caso, propia de la cultura barroca y, en este sentido, el iusnaturalismo podría considerarse como una de las manifestaciones más representativas de la cultura del Barroco. No obstante, pese a estas complejidades y contradicciones, lo cierto es que también puede encontrarse en ese conjunto iusnaturalista algún contenido común que permite, hasta cierto punto, caracterizarlo. Este contenido común está formado por dos elementos bien conocidos y a los que se alude habitualmente cuando genéricamente se hace referencia a la corriente iusnaturalista: uno es que los hombres, antes de constituirse en sociedad políticamente organizada, viven guiados9 por una serie de principios, en un «estado de naturaleza», basado en una serie de derechos fundados en su naturaleza, sin que sean objeto de ningún tipo de aprendizaje o imposición; el otro, que el paso de ese estado de naturaleza al de sociedad políticamente organizada tiene lugar mediante «acuerdo» (la diferencia y aun la contradicción aparecen a partir de aquí sobre el carácter, estructura o finalidad de ese acuerdo o pacto social). Este contenido común, junto a lo que puede representar cara a la configuración histórica del concepto o teoría de la Constitución10, supone un notable avance en la configuración de la idea de sujeto, porque, como puede advertirse, en los dos elementos que forman el contenido común antes aludido, el protagonista en ambos es el hombre individual que se comporta, en efecto, como «sujeto»: en el primer caso, porque es «señor» de un ámbito en el que a través de los principios y derechos de los que «dispone» puede autodeterminarse; en el segundo, porque igualmente protagoniza activamente el paso a la sociedad políticamente organizada o, lo que es lo mismo, la decisión de configurar una autoridad común y superior que se produce precisamente por el acuerdo de todos y cada uno. Y este protagonismo tiene también un significado claro: se trata de que tiene lugar tanto en el ámbito de «lo privado» (en no produce fortunas ni privilegios», como lo hace «el servicio al Poder». Una cuestión, pues, que, con distintas variantes históricas, se plantea siempre en torno a los «intelectuales». 9. El conductismo a que antes se aludía en Hobbes se extiende a buena parte de autores iusnaturalistas, y se desvelan sus finalidades de control —desde otra perspectiva— en concepciones como los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola (E. Tierno Galván, Acotaciones a la Historia de la cultura occidental en la Edad Moderna, Tecnos, Madrid, 1964). 10. En lo que se refiere al «contenido», la configuración, a través de esos «derechos naturales», de un espacio y mecanismo de limitación del Poder y en cuanto al «origen» la exigencia de que toda organización política debe basarse en el «consentimiento». Lo menos desarrollado es la «forma», en cuanto que, con frecuencia, se acude todavía a buscar su expresión en la lex fundamentalis.
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el previo estado de naturaleza) como en el de «lo público» (el de la aparición del «Estado»). En consecuencia, el sujeto se prefigura como una categoría jurídica básica del Derecho privado y del Derecho público. Esta forma de configurarse la idea de sujeto se confirma en buena medida, aunque desde otra perspectiva y con otro sesgo, en otra tendencia también de raíz iusnaturalista pero con un fondo ya más claramente socioeconómico y que acusa de forma más directa la acentuación de la transición al capitalismo. Es la que (con una de sus manifestaciones más conocidas como es la de Locke) se considera el punto de arranque de lo que después será la primera formulación liberal, entendida no sólo como concepción política sino, fundamentalmente, económicopolítica11. Se parte del individuo como categoría primera, pero de un individuo «específico»; porque se basa —como se decía— en el iusnaturalismo, pero en un iusnaturalismo muy matizado en cuanto ahora no es sólo el hombre, sino el hombre propietario (empieza el homo oeconomicus); se entiende que la propiedad es el «apoyo» del hombre que la necesita para desarrollarse como tal; y, a la vez, la propiedad es la «extensión» de su personalidad. Porque la primera propiedad que el hombre tiene es la de sí mismo, es decir, su trabajo, y en este aspecto todos los hombres son iguales y libres para ser diferentes. Y es el trabajo el que «produce» la propiedad, y éste es su fundamento último. Pero, además, inscrito en la propiedad, en su «naturaleza», está la exigencia de protegerla, por lo que la propiedad (el ámbito de lo privado) demanda de manera necesaria un poder adecuado que garantice su conservación, despliegue y disfrute (el ámbito de lo público); ámbito de lo público en el que, por otra parte, el protagonista debe ser el hombre-propietario porque sólo él tiene los conocimientos (que sólo los recursos económicos permiten adquirir) y el interés para conseguir su funcionamiento adecuado. Por consiguiente, de nuevo en esta embrionaria pero fundamental formulación del primer liberalismo, también aparece el «sujeto individual» como protagonista tanto del ámbito privado como del público. Lo que, a su vez, se proyectará sobre la propiedad que, desde este momento, comienza a tener un carácter y un significado que ya no la abandonará en sus desarrollos posteriores, creándose en torno a ella
11. Esta vinculación económico-política es, como se sabe, propia de la concepción inglesa, a diferencia de la continental (básicamente la francesa del XVIII), que es más estrictamente política. A partir de este momento se acentuará en la concepción inglesa que vinculará política y economía no sólo «desde la política», como hasta ahora, sino «desde la economía», de manera que los grandes economistas ingleses —los formuladores de la «Economía clásica»— denominarán esta área de estudio como «Economía política» para subrayar la interacción entre ambas realidades antes de Marx, que, inicialmente, partió de sus construcciones.
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toda una configuración jurídica12: la propiedad no es sólo un derecho sino un principio básico y determinante de organización social. Dada la relevancia que en este trabajo tiene la metodología, pues en gran medida es un ejercicio metodológico, cabe hacer una consideración final sobre la fase de referencia. 3. FUNCIÓN
DE LA SUPERESTRUCTURA EN EL PRECAPITALISMO
A través de lo expuesto aparece y se muestra en la «práctica» lo que se sostiene en la «teoría» acerca de la función histórica de los componentes ideológicos y jurídico-políticos en las diferentes fases de transición, en la metodología del concepto de modo de producción13. En ese ámbito teórico y metodológico se sostiene que, efectivamente, en los modos de producción precapitalistas esa función es muy distinta de la que desempeñan en el capitalismo. En el «precapitalismo», la superestructura ocupa un lugar y desempeña un papel no sólo especialmente relevantes, sino distintos (que en el capitalismo) en cuanto que de ella va a depender la reproducción y evolución del sistema en su conjunto. Es lo que ocurre en el modo de producción esclavista con la relación de esclavitud o en el feudal con la relación de servidumbre o, en general, con las relaciones personales de dependencia: es de ellas, de su preservación, de las que depende el mantenimiento del correspondiente modo de producción y, obviamente, se trata de relaciones ideológicas (aunque tengan efectos económicos y sociales decisivos) basadas en la concepción de la desigualdad de los hombres. De ahí que a este elemento superestructural se le haya designado a veces como «dominante» (en ese sentido de que es de él del que depende la continuidad del correspondiente modo de producción) por parte de algunas corrientes del estructuralismo marxista o haya llevado a entender, incluso, que lo significativo en el concepto de modo de producción es la existencia siempre de un factor prevalente o «determinante» (aunque sea a través de distintas mediaciones, o en «última instancia»), siendo lo de menos quién o qué componente lo incorpora en un determinado momento histórico, ya que puede ser variable (lo económico en el modo de producción capitalista, lo no económico —ideológico, jurídico, político,
12. Aunque sea salirse —al menos históricamente— del discurso, es desde estos supuestos como se puede entender e interpretar el artículo 38 de la Constitución española que no consagra sólo un derecho (el de libre empresa) sino un determinado tipo —un principio— de organización social («el marco de la economía de ‘mercado’»). 13. C. de Cabo, Teoría histórica del Estado y del Derecho constitucional I, cit., pp. 45 ss.
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etc.— en los precapitalistas) y aun se añade que ésta es la verdadera aportación del marxismo, ya que la atribución a lo económico del papel determinante no es de origen marxista sino de los primeros economistas ingleses considerados los fundadores de la economía clásica (desde Petty a Ricardo Smith); este entendimiento procede de la antropología desde los iniciales estudios de Lévy-Strauss, y sobre todo de la aportación de Godelier sobre la dependencia de las relaciones socioeconómicas básicas de las estructuras y relaciones de parentesco, es decir, de relaciones ideológicas14. Pero es que, además, el papel y función de la superestructura en los modos de producción precapitalistas, de acuerdo con lo anterior, es a priori, «antecedente», en sentido literal y lógico, es decir, que no sólo «va delante» sino que «prefigura» la evolución posterior («consecuente»), a diferencia de lo que ocurre en el capitalismo, en el que es «consecuente», a posteriori, y además, y precisamente por ese distinto momento en el que actúa, se posibilita que cumpla otra función bien específica: la de justificar, legitimar, una realidad ya existente y, de esta forma, contribuir a consolidarla, de donde deriva esa afirmación generalizada de que toda ideología (cuando se impone a las demás y se convierte en principal o predominante) es «conservadora». Pues bien, este papel se aprecia en lo que aquí se ha expuesto. De un lado, en la última fase del modo de producción feudal, el nivel jurídico-político (el Estado moderno y su justificación) desempeña el papel preponderante en la defensa del sistema (del modo de producción feudal) en su conjunto; de él depende, por tanto, el mantenimiento y reproducción del mismo; pero, además, y aunque resulte contradictorio con esta función y finalidad iniciales, es capaz (en sentido literal y objetivo: tiene la fuerza e importancia suficientes) de crear, y termina efectivamente creando, las condiciones que favorezcan el tránsito al nuevo modo de producción, de avanzar las ideas de la evolución socioeconómica como antes se vio15. 14. M. Godelier, Instituciones económicas, Anagrama, Barcelona, 1981, y más especialmente en «Infraestructura, sociedades, historia»: Teoría 2 (1979), muestra como en las sociedades de cazadores-recolectores de los aborígenes australianos las relaciones sociales básicas, las que controlan los territorios de caza, es decir, aquellas de las que depende su mantenimiento, son las relaciones de parentesco. 15. Debe tenerse en cuenta que este papel desempeñado por la superestructura en esta fase de transición, es específico, es decir, tiene peculiaridades propias, pero se puede considerar, genéricamente, común al precapitalismo en el sentido de que tanto la relación de esclavitud como de servidumbre (respecto de esta última se vio con anterioridad) terminaron dando lugar en su desarrollo a circunstancias contradictorias que acabaron contribuyendo a su superación, precisamente por su incapacidad —manifestada también de forma específica— para seguir cumpliendo su función de reproducción y mantenimiento del sistema.
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CONTRADICCIÓN Y SUJETO EN LA GÉNESIS DEL CONSTITUCIONALISMO
De otro lado, cuando ya el proceso de transición está cristalizando y las relaciones de producción capitalista están consolidándose a través del Mercado, la ideología (iusnaturalismo y primeras formas de liberalismo) cumple la otra función: la justificación, legitimación y afianzamiento de lo que ya existe, con esa prefiguración de los agentes y condiciones del intercambio. Por consiguiente, resulta que la ideología o los aspectos superestructurales cumplen en esta fase las dos funciones antes señaladas: tanto la «a priori» propia de los modos precapitalistas como la «a posteriori» propia ya del capitalismo, lo que sólo resulta explicable en cuanto se corresponde a las características propias de este período de transición en el que conviven elementos de ambos.
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II CONTRADICCIÓN Y SUJETO EN EL CONSTITUCIONALISMO LIBERAL
La construcción del constitucionalismo tiene lugar a partir del desarrollo y positivización de esas ideas: el protagonismo de la categoría jurídica de sujeto y de la relación privado-público, de manera que si al comienzo de la exposición en el capítulo anterior se enunciaba la relación existente entre absolutismo y génesis constitucional como la primera manifestación de la relación entre constitucionalismo y la idea de contradicción, la segunda podría ser la dialéctica que se establece entre privado y público. Y es que, aun con el peligro que tienen siempre este tipo de afirmaciones por su amplitud y simplicidad pero también con lo positivo de su valor referencial y explicativo, cabría decir que, en gran medida, el Derecho moderno que se va configurando en Europa (el público y el privado), y desde luego el Derecho constitucional, se van a conformar a partir de y en torno a la categoría jurídica de sujeto. Podría en este sentido repetirse la metáfora física del big-bang en el sentido de que desde el punto de máxima densidad jurídica del sujeto se ha ido produciendo la expansión de todo el orden jurídico. Este hecho no significa uniformidad en el desarrollo jurídico europeo. Por el contrario, cabe al menos distinguir dos modelos jurídicos básicos que, también simplificando, se podrían ejemplificar en el modelo francés y en el alemán, determinados, respectivamente, por sus distintos tipos de desarrollo histórico, diferenciados, en último término, por un elemento básico: la realización y existencia de una Revolución burguesa en el primer caso y su ausencia (o enorme retraso con una configuración del dominio político y del Estado bien distinto) en el segundo. No obstante, en ambos se puede hablar inicialmente y a un cierto nivel de abstracción, de un elemento común, como es el mismo punto 35
DIALÉCTICA DEL SUJETO, DIALÉCTICA DE LA CONSTITUCIÓN
de partida jurídico privado que responde al surgimiento e imposición de las relaciones de producción capitalistas y por tanto de la importancia que adquiere la propiedad y el mercado, es decir «lo privado», aunque se observen diferencias de otro tipo según sus distintas formas de aparición y desarrollo, como se indicaba. 1. EL
MODELO FRANCÉS DE CONFIGURACIÓN —«SUBJETIVISTA»— DEL SUJETO DE DERECHO
En el caso francés, por cuanto se produce con claridad la ruptura que implica la Revolución francesa, prototipo de revolución burguesa y por cuanto esa burguesía se apodera del Estado, es decir, del ámbito público, será desde ese ámbito público desde el que empieza a configurarse y defenderse lo privado, por lo que ese ámbito público se configurará a partir, en función de, y relativizado a, lo privado; así ocurre con la Declaración francesa en la que se establece ya no sólo el credo burgués sino que se perfila el ámbito de lo público desde lo privado: la definición de Constitución del artículo 16 es la prueba irrefutable; los dos elementos imprescindibles para que pueda considerarse que existe Constitución, están determinados y condicionados entre sí para defender el ámbito de lo privado (individual)1: el poder, lo público, dividido para que, siendo garantía, no amenace los derechos ni las libertades, es decir, lo privado. Y seguirá así en las primeras constituciones francesas, y, precisamente a partir de esa actuación funcional de lo público, se configurará específicamente el ámbito de lo privado. Quiere decirse que será a través de esa otra categoría básica del Derecho público como es la ley, con toda la relevancia que tiene en el revolucionarismo francés, a través de la cual se va a realizar la codificación; y será ahí, 1. La Declaración no sólo distingue en el artículo 16 estos dos ámbitos sino que los desarrolla, de manera que su contenido puede considerarse que comprende: – El ámbito privado: los derechos: artículo 2 (el fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión); artículo 4 (la libertad y el ejercicio de los derechos sólo tienen los límites que resulten de los de los demás y sólo los puede señalar la Ley); artículo 7 (libertades de circulación y seguridad del detenido); artículo 8 (el principio nullum crimen sine lege); artículo 9 (presunción de inocencia); artículo 10 (libertad religiosa); artículo 11 (libertades de expresión e información); artículo 17 (derecho de propiedad). – El ámbito público: el poder: artículo 3 (soberanía de la Nación); artículo 5 (todo lo que no está prohibido por la Ley no puede ser impedido y nadie puede ser obligado a lo que no ordena); artículo 6 (la Ley es la expresión de la voluntad general y la base de la igualdad jurídica); artículo 12 (la fuerza pública es un mecanismo estatal de garantía); artículos 13 y 14 (sistema impositivo o «contribución pública»); artículo 15 (responsabilidad de la Administración).
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en este específico ámbito jurídico, en el que la categoría jurídica de sujeto individual mostrará su señorío en el orden general del Derecho con toda rotundidad: inicialmente a través de su universalización, pues aunque pueda parecer que se parte del mismo supuesto que en el Derecho medieval (en el sentido de que el estatus —si bien diferenciado— se determina también por el nacimiento) ahora es exclusivamente el nacimiento (en sentido jurídico, es decir, con forma humana y vivir veinticuatro horas fuera del claustro materno) el que —independizado de toda circunstancia social— otorga la capacidad jurídica, la personalidad jurídica de todo hombre. Y a partir de ahí se produce el despliegue de sus capacidades y todo el entramado jurídico a que da lugar la autonomía de la voluntad, destacando, entre otros, estos dos elementos básicos: el nuevo derecho de propiedad y el contrato y la obligación jurídicos. La nueva propiedad jurídica es, en adelante, una propiedad despersonalizada, porque está «separada» del sujeto, que cobra independencia como categoría jurídica; y al estar despersonalizada, se reduce a puro objeto y, por tanto, a objeto disponible, o, lo que es lo mismo, enajenable y convertible en mercancía. Por consiguiente, la configuración independiente del sujeto genera la del objeto como integrante necesario del intercambio. Pero, además, el intercambio es relación entre sujetos, lo que da lugar a toda una amplia gama de «obligaciones y contratos» que es necesario categorizar. De ahí que los códigos napoleónicos sean el verdadero modelo no sólo de contenido sino formal en cuanto a su trascendencia para que el tráfico socioeconómico funcione con un nivel de seguridad, garantía y relevancia tal que pudiera considerarse como verdadera «constitución» de ese ámbito de lo privado. Resulta así que el sujeto jurídico (individual) protagoniza el ámbito privado. Pero también el público. Y no me refiero ahora a lo antes apuntado sobre la Declaración o sobre las constituciones, sino en el sentido más estricto de que a partir de él —en esta construcción francesa— se origina todo Poder y Derecho público en la medida en que es la base del Poder constituyente, pues la abstracción jurídica del sujeto se convierte en la abstracción política de ciudadano sobre la que se monta también el concepto abstracto de nación entendido en la concepción francesa como contrato o acuerdo surgido entre «sujetos» (concretado a través de esa vertiente jurídico-pública del sujeto que es la participación, el derecho de sufragio). Con lo que empieza a manifestarse que, frente a la posición ideológica defendida por el iusnaturalismo, las características que definen el sujeto, incluidos sus derechos, son formas sociales específicas, históricas, resultado de relaciones sociales también específicas e históricas, a la manera como el valor de la mercancía no 37
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es una cualidad objetiva de los bienes sino que ha sido «producida» en unas condiciones determinadas2. De lo anterior resulta una determinada configuración del Ordenamiento jurídico, específicamente del sistema de fuentes y, sobre todo, de su ordenación jerárquica. En realidad podría decirse que la racionalización del Derecho que implica toda la nueva construcción jurídica del revolucionarismo francés, se hace sin apelar al principio de jerarquía como principio formal de ordenación objetiva de las normas. Antes bien, si se quiere utilizar el término «jerarquía» puede hacerse solamente desde un punto de vista subjetivo o desde un punto de vista material. En el orden subjetivo, en cuanto hay que referir la cualificación de la norma a su origen, al sujeto del que emana; y desde el punto de vista material, será su contenido, es decir, la carga democrática, la que determinará el lugar de la norma en el ordenamiento jurídico. De ahí también, desde el primer momento, la dificultad que tuvo el constitucionalismo francés para considerar la Constitución como norma suprema: en cuanto el poder constituyente reside en la nación cuya voluntad expresa el Parlamento, la ley es la norma superior (de acuerdo con ese criterio material) y no es concebible, desde estos supuestos, aceptar la existencia de una norma superior. La cuestión, como se sabe, seguiría pesando en el constitucionalismo francés hasta el punto de rechazar el sistema de control de constitucionalidad de las leyes al que sólo se someterán los proyectos no «perfeccionados», es decir, aquellos sobre los que todavía no se hubiera proyectado la decisión, la manifestación de esa voluntad suprema que es el Parlamento. Es de esta concepción de la ley de la que deriva su íntima relación con los derechos individuales (con el sujeto) en una verdadera subjetivización del Derecho objetivo. Ocurre, en efecto, que en cuanto el sujeto (los sujetos) es quien hace la ley (el artículo 6 de la Declaración define la ley como expresión de la voluntad general en cuya formación todos los ciudadanos —como antes se decía— tienen derecho a participar) es en esa ley —que por eso mismo es igual para todos y todos los sujetos son iguales ante ella— en la que se deposita la confianza y a la que se encomienda como función básica la defensa del sujeto. Se establece así que sólo a la ley le corresponde determinar el límite de los derechos necesario para garantizar a los demás el disfrute de esos mismos derechos (art. 4), y en términos más generales se atribuye a la ley la determinación de la esfera de actuación del sujeto en cuanto «todo lo que no está prohibido por la ley no puede ser impedido y nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no ordena» (art. 5). 2. L. Preuss, «Sul contenuto de classe de la teoria tudesca dello Stato di Diritto», en P. Barcellona (ed.), L’uso alternativo del Diritto I, Laterza, Bari, 1973.
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La vinculación entre ley y derechos se manifiesta, pues, en esta doble dirección: 1. La ley se configura como el medio técnico de defensa de los derechos, de manera que se ha podido decir que es precisamente ahora y en su virtud cuando se produce el nacimiento «técnico» de la categoría jurídica de derecho subjetivo3. 2. A esta vinculación ley-derechos se le encomienda un protagonismo central en cuanto que a su través se trata de lograr nada menos que «el fin de toda asociación política»: «la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre». De donde resulta que los derechos (ámbito jurídico privado) aparecen como un elemento fundamental para definir materialmente y configurar la categoría de ley (ámbito jurídico público). Toda esta concepción, a la que se ha denominado del «subjetivismo revolucionario» (como elemento definidor del orden jurídico que alumbra la Revolución francesa en la que, como reacción frente a la «institucionalización» dominante del anterior régimen, es lo objetivo lo que se elimina), termina proyectándose en la práctica «desaparición» del derecho objetivo y su absorción por el subjetivismo jurídico, en la medida en que todo derecho, y desde luego la ley, tiene una consideración —se va a sostener— «subjetiva», ya que procede de los sujetos individuales, pues en lo que realmente consiste es, en cuanto expresión jurídica de la voluntad general, en la «coordinación de los sujetos y de las libertades individuales que la forman» (Carré de Malberg). Pero, además, el título I (art. 6) de la Constitución de 1791 establece que «el Poder legislativo no puede hacer leyes que lesionen u obstaculicen el ejercicio de los derechos consignados en el presente título y garantizados por la Constitución». Es decir, que (aun con las dificultades a que antes se aludió) se viene a reconocer, aunque sea por esta vía indirecta y para esta materia, la supremacía de la Constitución, lo que supone una aportación básica para la configuración del concepto de Constitución. Se deducen así dos conclusiones que son fundamentales respecto de las hipótesis básicas que aquí se manejan: 1.ª Que las dos categorías básicas de normas propias del Derecho público (Constitución y Ley) están determinadas, impulsadas y deducidas desde el sujeto jurídico privado y, en consecuencia, el derecho objetivo resulta configurado también a partir del derecho subjetivo4. 3. E. García de Enterría, La lengua de los derechos. La formación del Derecho público tras la Revolución francesa, Alianza, Madrid, 1995. 4. M. Hauriou (Principios de Derecho público y constitucional, Instituto Editorial Reus, Madrid, s. f.) trata de corregir ese «subjetivismo revolucionario» a través de su
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2.ª Que, en último término, es la Constitución el espacio último en el que se sustancia la interrelación y, en su caso, contraposición (la dialéctica) entre esos dos ámbitos jurídicos: lo privado y lo público. Aunque anecdótico, es significativa la peculiaridad francesa de esta fase en la que —así como ocurre lo contrario en el modelo alemán que se verá después—, en todo este proceso de construcción del nuevo sistema jurídico que alumbra la Revolución, no se registra prácticamente ninguna aportación personal decisiva (sólo se cita algún colaborador importante en la redacción del Código civil de Napoleón como Portalis), como si el complejo de ideas revolucionarias y su traducción jurídica hubiera sido tan completo y preciso que fue ese conjunto lo relevante y lo que convirtió en secundario las aportaciones o elaboraciones personales. Parece innecesario añadir que de lo que se trata aquí es de la exposición de modelos y no de la exposición de los ámbitos históricos a los que se extienden las concepciones de carácter individualista. Porque desde este punto de vista habría que incluir, con sus peculiaridades, la singularidad inglesa5 y, sobre todo, la americana, más próxima en este aspecto de formalización jurídica, pues las diferencias que pueden observarse respecto del modelo francés en torno al distinto papel de la ley (mucho más relativizado por el también distinto lugar que ocupa el Parlamento y la Representación) y de la Constitución como norma-garantía frente al de norma-programa en Francia6, obedece a coyunturales circunstancias históricas (desde el papel de la comunidad a partir de los «pactos de establecimiento» coloniales a la desconfianza hacia los Parlamentos a concepción de la «Institución», con lo que, a la vez, responde al «exceso objetivista» de Durkheim en el que se da un predominio absoluto a los «hechos sociales» sobre el individuo así como a la construcción objetivista de Léon Duguit de la Regla de Derecho, si bien en este caso hay que destacar la importancia que se concede al Derecho subjetivo por cuanto de él deriva la «obligación» de protección y garantía del Estado y, en consecuencia, que no pueda dictar leyes contra los derechos (Las transformaciones generales del Derecho privado desde el Código de Napoleón, Librería General Enrique Prieto, Granada, s.a.). En la línea del texto P. Barcellona, Diritto privato e società moderna, Jovene, Napoli, 1996, p. 206. 5. En esta materia nada desformalizada ya que es probablemente la historia constitucional más y más precozmente documentada en ese camino de lucha anti-absolutista en el que cada conquista debe garantizarse formalmente desde sus comienzos con la Carta Magna a su ejemplificación con el Bill of Rights. Y como se ha recordado (B. Clavero, El orden de los Poderes, Trotta, Madrid, 2007, p. 49) en los Comentarios al Derecho inglés de Blackstone se encuentra la afirmación de que el principal objetivo de toda sociedad es «to Project individuals in the enjoyment of these absolute rights», anticipando en un cuarto de siglo la expresión que reproducirá de manera prácticamente literal el artículo 2 de la Declaración francesa. 6. M. Fioravanti, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las Constituciones, Trotta, Madrid, 62009.
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partir del comportamiento del Parlamento inglés durante el conflicto, y, finalmente, la exigencia de seguridad tras el proceso de independencia de la metrópoli, explican una Constitución rígida y garantista) más que a diferencias profundas de concepción, compartiéndose en este sentido el fondo iusnaturalista y, por tanto, el subjetivismo jurídico. Cabe sin embargo añadir dos consideraciones que matizan significativamente el modelo francés en su evolución histórica y que tienen la misma causa (en el sentido del mismo tipo de explicación teórica) que la que está en el origen del revolucionarismo francés: un origen de clase. Y de nuevo hay que señalar lo que antes se decía sobre el carácter modélico del desarrollo francés. Porque si, con la simplificación inevitable, la calificación de la Revolución francesa responde a su carácter de clase (burguesa), lo mismo puede decirse de esos dos momentos posteriores a los que se refieren las consideraciones citadas: el del constitucionalismo doctrinario y el del constitucionalismo democrático. Porque, como es bien conocido, tras la primera fase de triunfo de la Revolución se produce el retroceso que implica la Restauración, que no sólo es monárquica y constitucional (en realidad anticonstitucional, como es su manifestación a través de la Carta otorgada) sino, al menos tentativamente, algo más profundo: socioeconómica y, por ello, se expulsa del escenario político a quienes hasta ese momento habían sido protagonistas (burguesía y clases populares). Se trata de un triunfo provisional (el modo de producción capitalista se ha impuesto ya definitivamente) y precisamente la evolución posterior se puede explicar en términos de «regreso» a ese escenario político-constitucional de las dos clases expulsadas: el regreso de la burguesía estará presente en la fase del constitucionalismo doctrinario (1830) y el de las clases populares en el del constitucionalismo democrático (1848). Ambos regresos sugieren las dos consideraciones a que antes que me refería. El constitucionalismo doctrinario supone el «regreso» de la burguesía, aunque todavía compartiendo ese escenario con la vieja clase dominante. Esto se va a traducir en el nivel político en la coexistencia del principio representativo (burguesía) y del principio monárquico (vieja clase dominante). Y en el constitucional en que ahora la Constitución es fruto de los dos: el monarca «acepta» la Constitución elaborada por el Parlamento; es un acto complejo resultado de dos «voluntades distintas», de lo que resulta que ninguna de las dos se impone, es decir, ninguna de las dos es «soberana», de manera que la titularidad de la soberanía se desplaza a la Constitución, que es ahora «la soberana». Resultan de aquí dos observaciones que dan interés a este momento doctrinario del constitucionalismo: también ahora la Constitución aparece como expresión y síntesis de contradicciones, confirmando una de las hipótesis básicas de este trabajo; la otra es que la Constitu41
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ción aparece como la norma suprema por una vía distinta a la anterior del «subjetivismo revolucionario». El constitucionalismo democrático supone el «regreso» (ahora en disputa con la burguesía ya de nuevo asentada) de las clases populares, aunque ya evolucionadas y convertidas a través de la Revolución industrial en el «proletariado» que por primera vez aparece en la Historia tratando de ser ya un «sujeto», el «sujeto histórico». Un «sujeto» de naturaleza bien distinta al individual que se ha considerado hasta ahora y que aunque resulta frenado en sus pretensiones máximas (es la primera vez que aparece la «alternativa al sistema» y junto a ella, la crítica antisistema del primer marxismo apareciendo el Manifiesto comunista precisamente en 1848) va a conseguir la máxima expresión del «sujeto individual» con el sufragio universal (junto a la ampliación del resto de los derechos). Otra vez se muestra aquí la constitución como síntesis de las (nuevas) contradicciones, vinculándose ahora la lógica constitucional a la lógica republicana en cuanto forma política también específicamente caracterizada por su capacidad para alojar las contradicciones7. 2. EL
MODELO ALEMÁN DE CONSTRUCCIÓN DEL SUJETO DE DERECHO: SINGULARIDAD DE LA SITUACIÓN JURÍDICA ALEMANA
El otro modelo de construcción del sujeto jurídico es, se decía antes, el alemán. En él, y a diferencia de lo que se ha visto en el francés, en el que es desde el subjetivismo jurídico inicial desde el que se construye el sistema, es desde el «objetivismo» desde el que se construye el subjetivismo jurídico. De manera que, salvando la relativa impropiedad de las expresiones, se podría decir que mientras en Francia el subjetivismo jurídico del sistema se elabora «desde el sujeto», en Alemania se registra la construcción objetivista del sujeto. O, también, que si en Francia es desde el subjetivismo jurídico desde el que surge el Derecho objetivo, en el modelo alemán del siglo XIX es desde el Derecho objetivo desde el que se construye el sujeto jurídico. Se apuntaba también al principio que estas diferencias entre los dos sistemas había que explicarlas en función del distinto desarrollo histórico y, en concreto, a partir de la realización plena de la Revolución burguesa en Francia y de su ausencia (a la altura del mismo tiempo histórico) en Alemania8. De ahí que empiecen pronto a aparecer las asimetrías y faltas de correspondencia: si en Francia la Revolución burguesa 7. C. de Cabo, La República y el Estado liberal, Tucar, Madrid, 1977, y más recientemente «República y Constitución»: Jueces para la Democracia 57 (2006). 8. K. Hesse, Derecho constitucional y Derecho privado, Civitas, Madrid, 1995.
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y su credo cristaliza, como expresión de su protagonismo y dominio del escenario político, en el ámbito del Derecho público (la Declaración primero y la Constitución después), en Alemania la ausencia de Revolución burguesa conlleva la ausencia de esa configuración positiva del Derecho público (en el sentido central y de referencia básica que tiene en Francia en ese siglo XIX). De ahí que en Alemania el Derecho (positivo) civil «sustituya» en aspectos básicos la presencia constitucional, desempeñe en este sentido una función constitucional y responda a las exigencias de ordenación y seguridad jurídica que, en todo caso, se demandaban ya, como después se verá. De ahí también las notables aportaciones del Derecho privado, apareciendo pronto la llamada Parte General del Derecho que suponía una precisión y sistematización de las categorías jurídicas estructurales que permitían una aplicación ordenada y previsible del Derecho, destacando toda la elaboración jurídica en torno a la autonomía de la voluntad que culminaría en la teoría del hecho y, después y consecuentemente, del negocio jurídico que se aceptarán y extenderán después por Europa. Con ello se perfila un panorama original de Alemania que presenta la ambigüedad y hasta la contradicción que supone un ámbito privado —relativamente— liberal y un ámbito público autoritario. Realmente con ello se estaba inaugurando una fórmula que mostrará después un largo recorrido en la Historia: liberalismo económico y autoritarismo político. De lo anterior puede deducirse (y pese al equívoco inicial a que pudiera inducir la «construcción objetivista del sujeto») la importancia de lo privado, y no sólo en el orden práctico del Derecho realmente vivido y aplicado como se acaba de ver, sino en el que va a servir de inspirador de toda la construcción teórica del Derecho público. De un lado, porque —como es bien conocido— algunos de los protagonistas de las formulaciones teóricas básicas en ese ámbito de lo público van a ser cultivadores y proceden del Derecho privado (Gerber, Laband). De otro, porque algunas de las categorías básicas que servirán a ese tipo de formulaciones proceden también del Derecho privado (como ocurrirá con la que será central, y aquí interesa especialmente, de sujeto de derecho). Por ello, desde esta perspectiva, y pese a sus peculiaridades que se van a seguir aquí poniendo de manifiesto, puede decirse que se confirma la hipótesis que se viene manejando de que también aquí «lo público» procede de «lo privado». En todo caso, el modelo «constitucional» que surge en Alemania es, como se indicaba, un modelo teórico, en el sentido de que no es tanto el texto constitucional el protagonista sino la reflexión teórica.
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2.1. El marco formal e instrumental: realidad histórica y tradición cultural en la dogmática alemana del Derecho público Sin ánimo de exponer lo que de manera general se conoce como dogmática alemana del Derecho público sino sólo lo que afecta a las cuestiones que aquí se contemplan, cabe decir que ese modelo o reflexión teórica puede caracterizarse inicialmente por estas dos notas: a) Materialmente, por el papel central que ocupa el Estado. b) Formalmente, por la utilización metódica de una lógica abstracta de carácter idealista. Cada una de estas dos notas tienen su origen en la peculiaridad del desarrollo alemán. En lo que se refiere al aspecto material, al papel central que ocupa el Estado en esta reflexión teórica, cabe decir que se produce aquí lo que tantas veces ocurre en la historia de las ideas: que lo que ocupa un lugar central en la realidad, en una u otra forma, termina también ocupando un lugar central en la teoría. Es lo que ocurre en Alemania, aunque hay que añadir que esta importancia del Estado la adquiere incluso antes de desplegar sus potencialidades unitarias (como aparece en el joven Hegel y su apelación nostálgica a Napoleón) aunque será naturalmente con su consolidación cuando la adquiera plenamente. En este momento se produce en Alemania una situación notablemente singular. Porque al característico retraso de Alemania respecto de otros países europeos en el orden socioeconómico y político que le hace llegar al siglo XIX con estructuras prácticamente feudales, sucede una repentina aceleración histórica, con un rápido proceso de industrialización. El cuadro que aparece entonces es de una compleja originalidad: una clase dominante en el aparato del Estado perteneciente todavía a las viejas aristocracias, un proletariado pujante recién aparecido y una burguesía que sin el tiempo histórico necesario para imponerse (Revolución burguesa) debe aceptar su exclusión del escenario político y, ante el peligro proletario, que sea la vieja clase dominante la que dirija el Estado a cambio de seguridad, unidad de mercado (subsiguiente a la unidad política que esa dirección conseguía) y, hasta, sobre la base de todo ello, una posible expansión hacia el exterior, colonial, a la que Alemania también llegaba tarde. En esta situación, el Estado alemán se fortalece con un enorme desarrollo del aparato burocrático-militar, una estructura antiliberal (sin división de poderes) y un protagonismo también antiliberal bien distinto del pretendido y defendido por el liberalismo europeo del «Estado vigilante». Centralidad, pues, del Estado en la realidad que, explicablemente, pasará a la teoría. Por lo que se refiere al aspecto formal que se apuntaba antes —la característica abstracción metódica—, cabe señalar que se incardina en una específica tradición jurídica e intelectual de la cultura alemana. 44
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Hay que partir del significado y las consecuencias que, en lo que afecta a las cuestiones que aquí se plantean, tuvo el Sacro Imperio Romano Germánico. Es bien conocido como el Imperio Romano ha ejercido desde su desaparición, y se podría decir que de manera continuada a lo largo de la historia y la cultura europeas, una gran fascinación en Occidente (que por otra parte empieza a existir como tal con una relativa homogeneidad geográfica y cultural precisamente a partir de él) que ha llevado en distintos momentos, no ya al estudio o reflexión histórica siempre justificada, sino a su consideración como fuente de inspiración o interpretación política (quizás uno de los ejemplos más notables es Montesquieu: Roma es el espejo de la Historia, refleja lo que ha de venir y por eso propone el modelo romano, el de la República, el que expone Polibio, para explicar el sistema inglés) e incluso su imitación (el fascismo italiano). El caso del Sacro Imperio es distinto porque se trata no ya de su imitación o reproducción sino de su continuación. Basándose en distintos textos bíblicos se va a entender que, incluida en el plan divino de la Historia, se ha operado la Translatio Imperii, en virtud de la cual el Sacro Imperio es el continuador legítimo del Imperio Romano y sus emperadores los continuadores legítimos de la obra de los Césares en lo que podría llamarse una «refundación neoconstantiniana» del agustinismo político. Conviene no perder de vista este ingrediente «sacro» como un elemento importante para su entendimiento, como se verá después. Esta continuidad de Roma en el Sacro Imperio conlleva, entre otros aspectos, la consideración de que el Derecho tiene que ser el que estuviera vigente en Roma, es decir, el Derecho romano, que se tiene que considerar, por tanto, como Derecho vigente. Y esto ocurrirá no sólo en el ámbito religioso eclesiástico (la iglesia adoptará el Derecho romano como base para la configuración de su Derecho canónico) sino en el civil, en el que esa aceptación religioso-eclesiástica contribuirá siempre a potenciarlo. Ahora bien, se trata de un Derecho romano notablemente transformado. Le ocurre con frecuencia al Derecho que, dada la utilidad que puede suponer para el poder y la dominación social, ha sido en las distintas fases de la evolución histórica no sólo instrumentalizado sino deformado, desfigurado en lo que en cada momento se consideraba que eran los principios básicos que debía defender, para lo que, por otra parte, muestra una notable disponibilidad. Esto ocurre con el Derecho romano, puede decirse que desde su asentamiento histórico, entendiendo por tal la compilación justinianea. El Código de Justiniano, tan admirable desde muchos puntos de vista, implica ya una notable deformación respecto del real Derecho romano de los siglos I y, sobre todo, II. La romanística más crítica ha puesto de manifiesto con rotundidad esta deformación consciente. De la fragmentación, dispersión y heterogeneidad de fuentes, muchas de ellas meras opiniones de juristas romanos 45
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en absoluto destinadas a ser utilizadas como reguladoras y en todo caso dirigidas a una resolución «horizontal» de los conflictos (de procedencia e inspiración todavía republicanas), se hace —por la compilación de Justiniano— primero una «selección» completamente «política», instrumental, dándoles, además, una ordenación artificial y destinados a una regulación de problemas para los que no fueron previstos, junto a la desviación que suponía utilizarlos para una resolución «vertical» de los conflictos propios del nuevo régimen político (autoritario) frente a la horizontal propia de la época republicana en la que en buena parte habían surgido9. A esta primera transformación se añade la que tiene lugar con su «traslación» al Sacro Imperio. Porque, para hacerla, para convertir al viejo Derecho romano en el Derecho vigente en Alemania, hubo que realizar un gran esfuerzo de adaptación e interpretación palabra por palabra, lex por lex (con el esfuerzo añadido de verterlo a un idioma distinto), configurándose así el usus modernum Pandectarum. En este esfuerzo, los juristas alemanes realizan una labor que incluye ya un ejercicio metódico de abstracción para convertir en categorías y principios generales lo que no eran sino máximas o formas jurídicas singulares, locales y casuísticas. Se inicia así una mentalidad, una disciplina intelectual y metódica vinculada a la lógica inductiva y creadora de las bases de una cultura jurídica vinculada también y familiarizada con la abstracción y el formalismo. Sobre estas bases actuará, acentuándolas, el impulso ilustrado, que lleva a la aplicación al campo del Derecho del método lógico propio de las ciencias de la naturaleza (es bien conocido en este sentido el papel desempeñado por Christian Wolf). Hay que hacer referencia de nuevo aquí a una especificidad alemana derivada de la especificidad de su Ilustración (la Aufklärung). La Ilustración, en términos generales —pero sin duda reales—, cabe considerarla como la ideología o concepción del mundo propias de la burguesía. Su manifestación más completa tiene lugar en Francia, donde su gran desarrollo, hasta convertirse en la ideología dominante, se produce en cuanto esa burguesía se convierte, revolucionariamente, en la clase dominante. En Alemania, sin embargo, y como se viene diciendo, no existe tal Revolución burguesa. Por el contrario, la burguesía se encuentra en aquella situación que antes advertíamos, desplazada del protagonismo político. Pues bien, esta situación va a caracterizar a su «ideología», a la Ilustración alemana, no sólo en el orden «cuantitativo» correspondiente a su menor entidad y protagonismo (se desarrolla 9. En estas y otras cuestiones relativas al surgimiento del Derecho romano vinculado a la evolución de la realidad son muy originales y sugerentes las aportaciones de J. M. Royo Arpón, Palabras con Poder, Marcial Pons, Barcelona, 1997, y Ciudad abierta, Marcial Pons, Barcelona, 2001.
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en universidades y en un número relativamente reducido de círculos culturales), sino en el cualitativo, debido a esa específica situación de la burguesía alemana que la hace traducir su real aislamiento (entre nuevo proletariado y viejas clases dominantes) en una cultura propia que lo expresa. Y esta cultura propia va a expresar ese aislamiento real a través de un «aislamiento cultural». Aislamiento que se produce a través de un hermetismo que la hará en buena medida inaccesible. Es como una correspondencia con su desplazamiento en la realidad: si las otras clases la han desplazado del dominio político, ella las desplaza en el orden cultural. Y la forma de hacerlo será convirtiendo sus «dominios» culturales en inaccesibles a todos los que no forman parte de ella misma. Se crea así una cultura cada vez más hermética, oscura, incomprensible salvo para sus propios círculos, los iniciados, los que están en el secreto de sus claves y códigos. Es a partir de este momento cuando ya la cultura alemana cobra ese carácter y prestigio que definitivamente la va a caracterizar como oscuramente minoritaria en contraste con la francesa que, también a partir de «su Ilustración» y por entender que el desarrollo de la Razón que defiende se consigue a través de la expansión de los conocimientos, se hará esquemática, clara y divulgativa (la Enciclopedia es seguramente la cristalización inicial más clara de este empeño). También desde este momento la cultura alemana tendrá la responsabilidad de que se vincule oscuridad y profundidad teórica, con su conocida instrumentación, en muchos casos caricaturesca, posterior. Kant es no sólo quien mejor representa la Ilustración alemana sino el que mejor ejemplifica este proceso que se viene describiendo de la cultura alemana y, sobre todo, en lo que aquí más interesa, quien más aporta a la posterior construcción de la dogmática alemana y a lo que se denominaba antes modelo teórico de constitucionalismo. Me refiero sobre todo —y aunque naturalmente sea una simplificación— a esa aproximación al conocimiento que hace Kant a través de categorías formales y abstractas sin contenido concreto y por ello —con un cierto carácter neoplatónico— con un valor o vigencia universal; y, en consecuencia, en lo que se refiere al Derecho, entender que únicamente «vale» por cuanto encarna la racionalidad y la universalidad, pero —también— sin contenido concreto ya que debe configurarse exclusivamente como un marco formal (sin especificaciones sobre objetivos o fines —«libertad concreta»—, a lo que no pueden llegar los sistemas jurídicos). En este planteamiento (de ética formal al que también pertenece el imperativo categórico) se puede encontrar el precedente próximo e incluso la matriz, de un lado, lógica y, de otro, avalorativa de lo que será después la dogmática positivista. Sin embargo, su influencia, la influencia de Kant, no es ni unidireccional ni pacífica, ya que se manifestará en las distintas posiciones y corrientes que representan, de un lado, Hegel y, de otro, Savigny, así como 47
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en el enfrentamiento entre ambos. El ataque hegeliano a la postura de Savigny tiene lugar a partir de los comentarios de Hegel a las Noches áticas de Aulo Gelio, donde el autor (de la época de Antonino) presenta la distinta actitud que sobre las XII Tablas mantiene el jurista Sexto Cecilio, defensor de las mismas como «Derecho del presente» y el filósofo Favorino, defensor de otro tipo de Derecho para un tiempo tan distinto, por lo que relativiza su carácter como «Derecho actual»10. Hegel utiliza ese texto y establece un paralelismo con la posición en Alemania respecto del Derecho romano tomando partido por la de Favorino, lo que le da ocasión para criticar a Savigny y su método «falsamente histórico» en cuanto «relativista», burdamente programático y «exterior» a los fenómenos que trata sin que sea capaz de captar el «concepto» en sí y sin tener en cuenta que la Razón, la manifestación más clara y compleja de la Razón, es el presente; y a partir de ahí minimiza el valor del Derecho histórico y consuetudinario y absolutiza el de la universalización y determinación propios de la Ley, contradiciendo por tanto los supuestos básicos de Savigny. Sin embargo, la importancia de Savigny y su aportación a ese proceso de abstracción que se viene describiendo, tiene lugar mediante su característico paso del historicismo al constructivismo jurídico, del empirismo a la abstracción teórica. Paso que incluye una cierta incongruencia de no fácil explicación. Se ha dicho en algún momento (a partir del planteamiento hecho por el también miembro de la Escuela histórica, Puchta) que ese paso es la consecuencia lógica de la tensión desigualdad real-igualdad jurídica que existe siempre en el Derecho, y que si bien en el Derecho romano la «reducción» a la igualdad era más sencilla por la menor complejidad social, la incomparablemente mayor complejidad de la sociedad a la que Savigny se refiere le obliga a aumentar el nivel de abstracción y de construcción de categorías (apenas hay que señalar lo difícil que es hablar en el Derecho romano de «igualdad jurídica», si no se hace una depuración respecto del significado actual, pues al no existir una concepción y, consecuentemente, una teoría de la personalidad, del sujeto, como centro abstracto de imputación, sólo cabe hablar en algún sentido de igualdad en el interior del status libertatis, o civitatis o familiae, y aún así muy groseramente, lo que introduce tal grado de limitación y diferencia que prácticamente invalida este punto de partida). De manera menos artificiosa se ha sostenido que el propio autor (Savigny) ofrece las claves, al entender que si bien en el origen del Derecho está el Espíritu popular del que aquel es, en último término, una de sus manifestaciones, esta creación original e inicial tiene que completarse y adecuarse y que ésta es la labor de los juristas y de la ciencia del Derecho. 10. A. Schiavone, Los orígenes del Derecho burgués, Revista de Derecho Privado, Madrid, 1986.
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Y lo cierto es que cuando, tras la derrota de Napoleón y la subsiguiente pérdida de influencia francesa, se plantea en Alemania la cuestión de recuperar su identidad jurídica a través de un código alemán (es la postura de Thibaut), Savigny reacciona violentamente (es el momento en el que escribe su conocido alegato contenido en De la vocación de nuestro tiempo para la legislación y la ciencia del Derecho, aparecido en 1814) contra la Ley como fuente y contra los códigos como cementerios de normas; ambos son, dice, verdadero «Derecho muerto», frente al que contrapone como Derecho vivo el de la creación jurídica, el de esa verdadera y fundamental fuente del Derecho que es la ciencia jurídica, que es verdadera ciencia en cuanto consiste en la realización de operaciones de cálculo mediante conceptos. Es una especie de matemática jurídica en la que de lo conocido se obtiene lo desconocido; y, por tanto, es un ámbito de la lógica y de la abstracción en el que los elementos son los conceptos y la inducción el método. Y, supuesto todo ello, la única posibilidad de «construir» una ciencia jurídica de estas características es a partir del Derecho romano. Intentar otra cosa (como configurar un nuevo Derecho alemán) es conducir a lo que más repugna al Derecho: el desorden. Sólo el Derecho romano garantiza la posibilidad de construir la unidad jurídica con validez y dignidad científicas. En consecuencia, puede afirmarse de él, del Derecho romano, que es el único Derecho verdaderamente «científico» y con el que ya los antiguos juristas romanos habían practicado «el arte de calcular conceptos». De ahí que se defienda su vigencia no tanto por su significado como Derecho del Imperio Romano, sino (de nuevo la contradicción o incongruencia para un historicista como él) por su carácter «científico». Por eso puede decirse que con Savigny culmina y se produce la final mistificación y transformación del Derecho romano, idealizado (en el estricto sentido filosófico-jurídico de construcción al margen de lo real), categorizado y sistematizado artificialmente (así titulará su obra básica: El sistema del Derecho romano), con muy poco que ver con el conjunto de máximas, opiniones y casuística del real Derecho romano y con la consecuencia, además, de que buena parte de la romanística europea se ha configurado a partir de esta deforme divulgación de la construcción alemana, con lo cual su alejamiento del viejo Derecho romano llega a veces a la caricatura que se aprecia todavía en algunos textos actuales. De ahí que se pueda afirmar que si en su punto de partida, el histórico concreto, se encuentra en Savigny (según la crítica de Hegel antes vista) una «Historia sin sistema», en su elaboración final aparezca «un sistema sin Historia»11. Y, en todo caso y en lo que al objeto de esta exposición 11. G. Marini, Friedric Carl von Savigny, Guida, Napoli, 1978; «Savigny y la ciencia jurídica del siglo XIX»: Anales de la Cátedra Francisco Suárez 17-18 (1978-1979).
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se refiere, representa la última fase de este proceso hacia la abstracción que venimos describiendo de la cultura jurídica alemana que desemboca en la dogmática y en la configuración de ese modelo teórico de constitucionalismo que se trata de caracterizar. 2.2 El contenido: la construcción «objetivista» del sujeto de Derecho De acuerdo, pues, con todo lo anterior, este modelo se configura, como se indicaba al principio, materialmente por la centralidad del Estado y formalmente por su abstracción lógica. Con la conciencia de que reducimos a la simplicidad una manifestación cultural y jurídica mucho más compleja de la que sólo se quiere destacar los elementos más notables que afectan al objeto aquí pretendido (la distinta construcción del sujeto), cabe señalar que esos dos aspectos (material y formal) se articulan de la manera siguiente. El punto y base de partida puede afirmarse que es la relevancia que en el conjunto se le da al Estado. Se va a entender (desde Hegel) que el Estado es una entidad que existe por sí misma y que trasciende a la sociedad a la que determina (así como al individuo12). Es la expresión del Espíritu, de la Idea (moral) y, en consecuencia, la expresión y garantía de lo objetivo, de lo unitario y de lo permanente frente a lo subjetivo, lo fragmentario (de los intereses particulares que por eso hay que procurar que no entren en el Estado porque lo destruirían) y lo temporal. No cabe hablar, por tanto, de división (de poderes) en el Estado sino sólo de «momentos» en la vida o actuación del mismo como son el momento de lo universal (el Legislativo), el momento de la subsunción de lo particular en lo universal (el Ejecutivo) y el momento de la decisión o autodeterminación última que se expresa, así como la unidad del mismo, únicamente a través del principio y forma monárquicos13. Todo ello se traduce jurídicamente en la consideración de que el Estado, que es la fuente de todo el ámbito público, es también, necesariamente, el único origen del Derecho. De ahí que se pueda decir que el Estado tiene «una capacidad jurídica especial», distinta y superior a las demás capacidades jurídicas que tienen el resto de las personas jurídicas. Por consiguiente, el Estado es una persona jurídica aunque 12. F. G. W. Hegel, Lecciones sobre Filosofía de la Historia universal, Alianza, Madrid, 1975. Sólo desde y en el Estado el hombre tiene existencia racional y conciencia personal. 13. F. G. W. Hegel, Filosofía del Derecho, Suramericana, Buenos Aires, 1975, §§ 257-360. Aunque pertenece a su última época, algunas de estas reflexiones se encuentran en uno de sus primeros trabajos (si bien publicado en 1892) perteneciente al llamado período de Jena, como es La Constitución alemana (trad. de D. Negro Pavón, Aguilar, Madrid, 1972), escrita bajo la fascinación y la esperanza que en él despierta Napoleón.
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distinta y superior a las demás. Pero, de todas formas, se plantea una situación contradictoria: ¿cómo puede ser compatible la consideración del Estado como «el ser superior» en cuanto «existe por sí mismo», la de que todo tiene su origen en él y por tanto también el Derecho, con esa característica primera, esencial y básica del Derecho como es la de ser regulación y, por tanto, limitación?, ¿cómo puede ser supremo y a la vez limitado, juridizado? Sólo es posible resolver esta contradicción a través de una vía: el Derecho existe y lo crea el Estado a través de su propia voluntad, a través de un proceso de «autolimitación»14. (Y aquí cabe hacer un pequeño excurso. Se decía en algún momento anterior que debía tenerse en cuenta desde sus comienzos el factor religioso, reflejado ya en su nombre, en el Sacro Imperio; continuará después en las concepciones culturales posteriores y desde luego en el ámbito del Derecho de manera no ya vagamente religiosa sino más definidamente teológica. Una de sus manifestaciones es precisamente ésta, en la que el paralelismo con el «ser que existe por sí mismo» y que se «anonada» para convertirse, a través de un acto de «divina generosidad», en ser limitado, en hombre, sin dejar de ser ilimitado, parece claro. Y lo mismo puede decirse del axioma de que todo Derecho procede del Estado, traducción de la antigua expresión paulina, reelaborada por la teología medieval, non est potestas nisi a Deo; y, en general, ese dogma del positivismo de convertir al Estado —se indicó en el primer capítulo— del antiguo Leviatán político en el nuevo Leviatán jurídico. Llegará incluso a lo que se pretende que encarna la máxima racionalidad, como es la construcción escalonada, jerarquizada, del orden jurídico, en cuanto se ha subrayado que la configuración de la idea primera de jerarquía procede de la construcción teológica del orden celestial (estructurado verticalmente) y que llega incluso a Kelsen (él mismo reconoce esta relación inicial al hablar en su Teoría general del Estado, del Estado-Dios) que en su construcción de la Constitución, de la Grundnorm, como norma supuesta, es reconocible el argumento que se utiliza en la Escolástica para demostrar la existencia de Dios: todo lo que existe tiene que tener una causa que le dé existencia y como no puede admitirse una serie indefinida de causas segundas es necesario llegar a una causa primera que existe y no sea causada. Como la Constitución hipotética que produce a todas las demás normas, pero ella no es producida por ninguna.) Reanudando la exposición, este papel jurídico central del Estado tiene consecuencias decisivas que definirán el modelo: 14. La autolimitación (iniciada por Ihering) es lo que convierte en jurídico el poder del Estado frente a la concepción política de la soberanía (J. Jellinek, Teoría general del Estado, Albatros, Buenos Aires, 1954).
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1. La configuración del Estado como persona jurídica (reconocida desde su inicial formulación por Albrech y elaborada después por Gerber, Laband y Jellinek como mecanismo de «unificación del pueblo») posibilita configurar las relaciones Estado-ciudadano como relaciones jurídicas en la doble dirección de Estado-ciudadano (poder juridizado del Estado y obligación jurídica del ciudadano) y ciudadano-Estado (Derecho público subjetivo y responsabilidad del Estado, respectivamente), a la vez que al identificar el poder del Estado con la capacidad jurídica de la persona jurídica-Estado se identifican (también desde Gerber) Estado y Derecho. Por otra parte, la consideración del Estado como persona permite deducir que esta persona, como toda persona, consta de y actúa a través de órganos; los tradicionales «poderes del Estado» se convierten así en «órganos» del Estado (por tanto, no representativos de la sociedad, evitándose que entren en el Estado los intereses particulares como se indicaba antes) que se definen y se relacionan (en definitiva, se organiza el Estado) no ya sobre criterios políticos (que es lo que define a los «Poderes» del revolucionarismo francés y al Estado liberal) sino técnicos: los de jerarquía y competencia. Además, naturalmente, del orden que aporta al funcionamiento del Estado, lo más destacado del principio jerárquico tal como aquí se concibe es que hay un órgano superior a los demás que es —según el principio monárquico— el Monarca en cuanto «órgano de la soberanía», expresión última de la voluntad del Estado, de su unidad, el único al que por derecho propio le corresponde la potestad estatal. Según el principio de competencia, y además de su función ordenadora general, el resto de los órganos, y significativamente las Asambleas, tienen exclusivamente las competencias que el Derecho les atribuye (es justamente lo que significará el término «competencia»), y en consecuencia se fijan taxativamente —incluidas las de las Asambleas— de manera también estrictamente jurídica. Como se sabe, la aportación de Laband15 fue en este sentido (respecto de la competencia de las Asambleas) decisiva. Dio una respuesta técnica al problema político del enfrentamiento Ejecutivo-Parlamento surgido con motivo de la inclusión presupuestaria de un aumento del gasto para la reforma del ejército solicitada por el Ejecutivo; ante la oposición parlamentaria, Laband, el «jurista oficial», libera al Ejecutivo del problema mediante la construcción del concepto de «ley material». Simplificadamente, por ser bien conocido, entiende que sólo podían considerarse leyes las llamadas por él «reglas de Derecho» o, lo que es lo mismo, aquellas manifestaciones de la voluntad estatal que regulan las relaciones Estadociudadanos, es decir, normas que tienen efectos «exteriores» al Estado 15. P. Laband, Derecho presupuestario, IEF, Madrid, 1979.
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en cuanto establecen relaciones y afectan a los ciudadanos (lo que no ocurre con el Presupuesto); como esto último sólo sucede cuando se trata de las materias de libertad y propiedad, sólo en este caso —el de la ley material— es necesaria la aprobación parlamentaria16. En todo lo demás, es decir, competencia genérica residual, podía decidir exclusivamente el Ejecutivo17. Y es precisamente por esto por lo que se puede atribuir al Ejecutivo —o, lo que es lo mismo, al Monarca— aquella característica que define la capacidad jurídica de la personalidad del Estado: su naturaleza (dirá Laband) se manifiesta específicamente cuando se impone, cuando «ordena» o, incluso, cuando se opone a las normas jurídicas, como, por ejemplo, ocurre —afirma específicamente— con el Derecho de gracia. (También aquí estaría permitido hacer un pequeño excurso. Porque es significativo que se siga mencionando el Derecho de gracia que ya aparece en Bodino como señal de la soberanía y que permite de nuevo recordar lo antes dicho sobre la teología jurídica en cuanto cabe establecer el paralelismo con la concepción teológica del milagro: milagro, en el orden divino, es suspender por quien tiene poder para ello y para casos concretos el cumplimiento de las leyes naturales. El Derecho de gracia es su equivalente en el orden humano en cuanto implica suspender para casos concretos, por quien tiene poder para ello, la vigencia general de las normas jurídicas.) De ahí que en este modelo no aparezca formulada la supremacía de la Constitución y que el propio Laband la niegue como principio y sólo la admita si se estima «conveniente», cara a la configuración y funcionamiento ordenado de las normas, el que no existan contradicciones entre ellas y la Constitución. Es en este supuesto y a partir del significado que cobra el principio monárquico como se ha considerado a la Monarquía como forma de Estado, es decir, articulador del mismo a partir de ser el lugar en el que radica la soberanía. Júzguese el sentido que puede tener seguir considerando a la Monarquía como forma de Estado, con las subsiguientes consecuencias para la construcción del Derecho constitucional (como ocurre con la Constitución española en el artículo 1.3 y sus notables intérpretes). 2. Esa exaltación del poder del Estado (que hace temer a Carré de Malberg —seguidor en otros aspectos de la dogmática como ocurre con 16. L. Villacorta Mancebo, Reserva de Ley y Constitución, Prólogo de J. González Encinar, Dikinson, Madrid, 1994; R. García Macho, Reserva de Ley y potestad reglamentaria, Ariel, Barcelona, 1988. 17. La quiebra de la lógica jurídica de la dogmática se ha señalado, entre otros, por C. Stark, El concepto de Ley en la Constitución alemana, CEC, Madrid, 1979.
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la consideración del Parlamento como órgano del Estado y al derecho de sufragio como un derecho-función, según lo que se dirá después sobre los derechos— que llegue incluso a justificar la dominación «en el exterior»18) y su papel como único creador del Derecho, posibilita y a la vez fundamenta una determinada concepción y estructuración del Derecho. Por de pronto permite definir a la norma jurídica por su imperatividad, como mandato, en cuanto expresión de la voluntad del Estado, así como fundamentar la coactividad como nota propia del Derecho en el doble sentido del Derecho como regulador de la fuerza y a la vez como conjunto normativo aplicable, en su caso, por la fuerza. Posibilita asimismo (a partir de los órganos de donde proceden) aplicar a las normas los principios de competencia y jerarquía situando en el nivel superior a la ley (de acuerdo con lo que se decía en el apartado anterior) y aportando criterios que servirán para la estructuración de un sistema de fuentes. Pero lo que va a ser decisivo para esa estructuración jurídica es que, en tanto en cuanto el Estado es el único centro de producción jurídica, todas las normas surgidas de él forman un conjunto ausente de contradicciones, de antinomias y, por tanto, «coherente». Y a este conjunto de normas estructurado (jerárquica y competencialmente) y coherente se le va a llamar Ordenamiento jurídico. De manera que, como ya se ha señalado en el modelo francés en el que la coherencia y unidad tenían otra procedencia (el Parlamento y la unidad de clase en él asentada), el Ordenamiento jurídico no fue un invento de los juristas sino una realidad normativa a la que los juristas dieron después un adecuado tratamiento. Porque, efectivamente, esta realidad normativa configurada de esa manera ordenada y coherente se prestaba, permitía y hasta demandaba un tratamiento caracterizado por la actividad lógica y la construcción jurídica (en la línea y culminación de esa tradición de la cultura alemana de la abstracción y la lógica formal antes descrita) para «completarlo» y aplicarlo. Esto fue lo que hizo y en lo que se convirtió la dogmática alemana del Derecho público a través de la consideración positivista del Derecho tratado según los presupuestos de la ética formal de Kant y el cientificismo lógico, como antes se indicó. Porque, ciertamente, la construcción dogmática es una construcción formal cuyo presupuesto metodológico es que cada regla particular («dada», es decir, positiva) está incardinada en y subordinada a una regla general y, por ello, es perfectamente posible, además de necesario, «reconstruir» ese Derecho positivo, particular y fraccionado, en una unidad racional; esto cabe hacerlo a través de operaciones de generalización-abstracción, funda18. R. Carré de Malberg, Teoría general del Estado, FCE, México, 1949.
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das sobre conceptos y categorías en los que se articula y vertebra el discurso (subyacente, implícito) normativo. Se parte, pues, del dato positivo, del análisis de las normas existentes y mediante su conexión y concatenación se obtienen los «conceptos» o arquetipos (de nuevo neoplatonismo o kantismo) de los que los positivos no son más que concretización, pero que, precisamente por su conexión con éstos, están investidos de normatividad. Por ello se ha podido decir que la dogmática positivista alemana del siglo XIX tiende, con el método de la descomposición analítica y la recomposición sintética, a ordenar el Derecho en un sistema de conceptos axiológicamente neutrales destinados a operar como medio de resolución de casos concretos19. Se subraya así que se trata de una actividad «productiva» de «nuevas normas» para la resolución de supuestos no incluidos ni previstos por las normas legales. De ahí que se entienda que el orden jurídico positivo esté dotado de una virtualidad expansiva que le permite extenderse y cubrir todos los supuestos, aun los no previstos, y en consecuencia que no haya «lagunas», superables siempre por esta actividad «integradora», avalada en último término porque, al partir de la norma positiva, es decir, de la (suprema e ilimitada) capacidad jurídica del Estado, recibe de ella la imperatividad y —en su caso— la coactividad. 3. Pero, sobre todo, desde la perspectiva que aquí interesa, este modelo teórico implica algo claramente presente en todo lo anterior: la centralidad del Estado, su carácter de entidad preexistente y que se autodetermina de manera que el Derecho en su conjunto y, por tanto, la Constitución proceden de él (y no al revés como en el modelo revolucionario), suponen necesariamente que la subjetividad jurídica (individual) esté determinada por ese Derecho del Estado. El Derecho objetivo, pues, aparece originando y fundamentando al subjetivo o, lo que es lo mismo, se produce lo que se designaba antes como «la construcción objetivista de la subjetividad jurídica». Se trata, pues, de la inversión del modelo histórico del constitucionalismo revolucionario en el que, como se dijo al exponerlo, el sujeto era el centro del sistema. Aunque se adviertan posiciones diferenciadas (hay que destacar la de Jellinek —formulada ya en un momento posterior, pues El sistema de los derechos públicos subjetivos aparece en 1905— en la que, en todo caso, también hay esa relativización de lo subjetivo a lo objetivo; así, en lo que se refiere al Derecho subjetivo aúna las posiciones de Winscheid y de Ihering, de manera que el contenido de ese Derecho subjetivo sería 19. E. Paresce, «Dogmatica giuridica», en Enciclopedia del Diritto XXIII, Giuffrè, Milano, 1964; L. Mengoni, «Dogmatica giuridica», en Enciclopedia Giuridica, Instituto de la Enciclopedia Italiana, Roma, 1989.
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«un interés querido» pero dependiente y basado siempre en el Derecho objetivo; y en lo que se refiere al Derecho público subjetivo lo entiende como una «necesidad lógica» tras la configuración del Estado como sujeto de Derecho: para poder configurar las relaciones de éste con los ciudadanos como relaciones jurídicas, es necesario entender que éstos son sujetos de Derecho, puesto que las relaciones jurídicas sólo caben entre sujetos de Derecho; pero el contenido de esos derechos públicos subjetivos suponen una «concesión de capacidad» por parte del Estado), puede aceptarse que se comparte de manera general por el positivismo de la dogmática alemana la idea de que lo único relevante, lo único existente desde el punto de vista del Derecho (que es también el único que importa y no otro tipo de realidades) son las normas y sus determinaciones, es decir, no cabe partir, como hacía el iusnaturalismo, de un supuesto antropológico (el hombre, que por naturaleza exige derechos) sino del Derecho positivo, que establece calificaciones y previsiones que cuando se dan en la realidad producen consecuencias jurídicas (facultades u obligaciones), y lo que se llama sujeto de Derecho (categoría que no obstante se construye) no es la realidad antropológica del hombre sino una construcción jurídica, un conjunto de determinaciones que establecen las normas, que pueden, en ciertas circunstancias, confluir unitariamente configurando una capacidad jurídica pero sin tener como supuesto necesario y único al «hombre», aunque tampoco se rechaza que pueda ser su soporte, si bien esto ya no es relevante para el Derecho. De ahí el anti-iusnaturalismo que está en la base de este modelo, a diferencia del francés, en cuanto se afirma y se ratificará por Kelsen, continuador en buena medida de esta dogmática, que el hombre como tal no es relevante para el Derecho (su ser biológico, psicológico, etc.) sino alguna de sus acciones o manifestaciones. Se destaca, asimismo, que este papel fundamental del Estado y de su Derecho en la determinación del sujeto y de sus derechos es justamente la mayor garantía para ambos. Cabe hacer una última consideración sobre este modelo teórico contenido en la dogmática alemana del Derecho público. Me refiero a la cuestión, con indudables implicaciones epistemológicas, no ya de la relación existente entre ideas y realidad a la altura de cada momento histórico, cuestión de interés y que siempre se debe tener en cuenta (aunque bastante obvia por otra parte), sino a la específica relación que mantienen con la realidad histórica correspondiente precisamente las formulaciones y concepciones más abstractas y que, por serlo, parecen inicialmente más alejadas de ella. Especificidad de una relación en la que parece verificarse la hipótesis que he venido sosteniendo de que el grado de abstracción guarda relación con la intensidad de su conexión con esa realidad de la que aparentemente se aleja. Si en otros supuestos 56
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es más difícil admitirlo no lo es en el caso que ahora se trata, pues lo cierto es que toda esta construcción abstracta de la dogmática tiene una intensa vinculación con la realidad histórica que se advierte claramente de manera inmediata a través de los siguientes aspectos: 1) Positivamente, y quizás lo más visible, es que la relevancia teórica y la centralidad jurídica que se concede al Estado potencia su función de mecanismo de seguridad del sistema en su conjunto y es la correspondencia teorico-jurídica de su protagonismo socio-político. 2) Negativamente, se manifiesta igualmente esa relación en cuanto que en toda la construcción se prescinde totalmente de las innovaciones y aportaciones del revolucionarismo francés, de su base iusnaturalista en el orden individual y del fundamento democrático en el institucional, con tesis como la de la personalidad jurídica del Estado y la teoría del órgano, en las que se elimina toda la concepción representativa y sus consecuencias, centrales en el modelo francés. 3) Funcionalmente, porque se trata no obstante de construir un Derecho que proporcione la base racionalizadora, ordenadora y segura, a la nueva sociedad en la que se desarrollaba y en la que ya predominaban unas relaciones de producción capitalistas y un mercado que lo demandaban necesariamente. Por eso, desde este punto de vista, hay que rechazar lo que con frecuencia se dice del positivismo y en este caso de la dogmática alemana del Derecho público en cuanto a su neutralidad axiológica, ya que la pureza del método jurídico (desde Gerber, no hay que llegar a Kelsen) expulsa para no contaminarlo los elementos valorativos. Creo, por el contrario, que sí se trata de una construcción valorativa; lo que ocurre es que se trata de otro tipo de valores como son los de orden, racionalidad, seguridad, autonomía de la voluntad (con su despliegue en la propiedad privada, libertad de contratación y competencia, etcétera). Cabe destacar finalmente el éxito en su tiempo de la corriente dogmática que consiguió imponerse e imponer el principio de la «doble verdad» (la verdad jurídica y la verdad social) y la aceptación legitimada de la verdad jurídica como única perseguible por el Derecho, hasta el punto de terminar configurándose como verdadera ideología dominante que se comportó como suelen hacerlo las ideologías dominantes: con despotismo y exclusión, de manera que anatematizó como «no juristas» y excluyó del mercado jurídico político a quienes no compartían sus supuestos20. 20. La denuncia de Trieppel es dura y expresiva en su conocido discurso de toma de posesión del rectorado de la Universidad de Berlín (publicado como Derecho público y Política, Civitas, Madrid, 1974). La reacción frente al positivismo se ha estudiado en profundidad por el profesor Lucas Verdú (La lucha contra el positivismo en la República de Weimar, Tecnos, Madrid, 1987). Se podría apuntar que, aun en otras circunstancias y con una significación incomparablemente menor, la situación descrita guarda alguna
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3. VALORACIÓN
CRÍTICA DE LA CATEGORÍA DE SUJETO DE
DERECHO
En todo caso, en uno y otro modelo, y aunque sea por vías distintas, se configura la categoría y la construcción de la subjetividad jurídica que en realidad está respondiendo a procesos más complejos, vinculados al nuevo tiempo histórico al que responde. Probablemente el ensayo de Benjamin Constant De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, aparecido en 1819, está dando la clave del nuevo tiempo —y no sólo jurídico— en cuanto establece con claridad que la aportación básica del mundo moderno es el protagonismo de un nuevo sujeto, libre, autónomo, «privado», frente al de lo público (de los antiguos) que ahora pasará a ser un elemento necesario ciertamente pero «auxiliar» y funcional (en cuanto garante) de ese orden privado. Buena parte de las teorizaciones posteriores arrancan de aquí. Así se ha podido sostener (por P. Barcellona21) que en gran medida la sociedad moderna se diferencia de la sociedad antigua por la idea de sujeto, de manera que puede afirmarse que la Modernidad se construye en torno a esta nueva idea de sujeto; porque la sociedad antigua es el orden «objetivo», natural, indiscutible e indisponible de las cosas y de la naturaleza, mientras que la sociedad moderna es, por el contrario, la aparición de lo subjetivo que ordena a lo objetivo, configurándolo ya como artificial y disponible (por el sujeto). El sujeto es, por tanto, la matriz de este proceso general que se puede ya definir como Historia en cuanto realización de un proyecto racional. Pero, para que ese «proyecto racional» se pueda construir como tal, como «orden general», es necesario también que ese sujeto sea también un sujeto definido —al margen de las determinaciones concretas de cada individuo— también racional y formalmente (en lo que coincidirán los dos modelos antes descritos: el iusnaturalista francés y el estatistanormativista alemán). Por eso se ha podido afirmar que la configuración e instrumentación de la subjetividad abstracta básicamente a través de la subjetividad jurídica es la condición de todo el proceso constituyente de la época y sociedad modernas. Es la que posibilita superar las contradicciones básicas sobre las que se construyen las sociedades capitalistas: la liberación del hombre de toda sujeción y determinación, y a la vez semejanza con la existente en España a partir de 1978, con el dominio de cierto planteamiento, casi monopólico y desde luego excluyente, faltando el correspondiente estudio, aunque también el profesor Lucas Verdú hace una importante aportación («El Derecho constitucional como Derecho administrativo»: Revista de Derecho Político 13 [1982]). Aunque de menor entidad algo se apunta también en C. de Cabo, «Orientación actual del Derecho constitucional (respuestas a una encuesta)»: Revista Teoría y Realidad Constitucional 1 (1998). 21. P. Barcellona, El individualismo propietario, Trotta, Madrid, 1996.
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permitir las diferencias concretas entre ellos. Asegura la coexistencia entre un punto de partida basado en lo real y la construcción de un nuevo orden artificial; la unidad y la multiplicidad; la igualdad y la diferencia. Se vincula así de manera compleja la subjetividad a la construcción jurídico-política moderna en cuanto la posibilita pero también la exige. Porque una sociedad de sujetos, de hombres libres que se interrelacionan y compiten, es potencialmente desordenada y conflictiva, lo que demanda un Derecho regulador que se configura básicamente como procedimiento y «forma» en el que sean compatibles la unidad ordenada y la multiplicidad actuante. Lo que también permite y exige la escisión del sujeto en sujeto privado con sus intereses propios y desiguales y un sujeto partícipe en la configuración del ámbito jurídicopolítico y por tanto igual. Por consiguiente, se puede considerar como realmente constituyente la categoría de subjetividad jurídica en cuanto contribuye a configurar todo un sistema jurídico específico: aquel en el que, a diferencia de los existentes en los modos de producción en los que las desigualdades existentes en la realidad (como los estamentos o en el feudal) se traducen en diferencias en el orden jurídico (los distintos estatus), en el capitalista no existe correspondencia entre realidad y sistema jurídico sino que, por el contrario, las diferencias en la realidad se convierten en igualdad (subjetiva) en el orden jurídico22. Esto produce no sólo la ocultación (jurídica) de la diferencia, y por tanto de la problemática implícita en esa diferencia (que en las sociedades capitalistas genera la contradicción, el conflicto), sino que impide que esa diferencia (y, por tanto, que ese conflicto) pase al orden jurídico, proporcionando elementos que posibiliten de nuevo la unidad y la coherencia del orden jurídico, de un orden jurídico efectivamente sin contradicciones (otra vez, pues, la idea de ordenamiento como coherente es una realidad y no una construcción jurídica ideal). Pero, además —como se ha venido indicando— la subjetividad jurídica posibilita la construcción y la interrelación de los ámbitos jurídicoprivado y jurídico-público (traducción al Derecho de aquellos procesos histórico-políticos descritos en el primer capítulo, Estado-individuo y más adelante Soberanía-ciudadano) y que en último término responden —como también se ha indicado— a la exigencia que la contradicción 22. Se trata del fundamento material de la construcción del sujeto, en el sentido de que el individuo plenamente desarrollado como individuo independiente y, por tanto, cuando alcanza su plena naturaleza social (para el intercambio) y a partir de ahí su igualdad formal, se corresponde con la configuración de la mercancía también como concepto formal (L. Dumont, Homo aequalis I. Génesis y apogeo de la ideología económica, Taurus, Madrid, 1982).
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DIALÉCTICA DEL SUJETO, DIALÉCTICA DE LA CONSTITUCIÓN
Capital-Trabajo tiene de esos dos ámbitos: el de la extracción de la plusvalía y el de su garantía, el del Mercado y el del Estado, el económico y el político, en definitiva, el privado y el público. Pues bien, la Constitución —en esta fase del capitalismo liberal— es el resultado de esa dialéctica: supone la articulación de lo privado y lo público, o, lo que es lo mismo, la garantía de la coexistencia pacífica de esa contradicción. Pero, junto a este análisis de carácter crítico, es necesario añadir otra perspectiva sobre la relevancia y el progreso que supuso la categoría de sujeto de Derecho. Porque esta construcción, aun con su abstracción, formalización y universalización que se ha venido criticando, puede entenderse, al menos desde un punto de vista «defensivo», como un mínimo infranqueable o, al menos, como una trinchera defendible respecto de los discriminados, marginados, excluidos, dominados23. Aspecto que puede también proyectarse hacia ese otro ámbito con el que lo hemos venido interrelacionando: el público, el del Estado, la otra gran abstracción; porque, aunque también se le puede hacer la crítica de «lo concreto» (de lo que supone el Estado como «condensación de las contradicciones» y síntesis y vehículo objetivo de los intereses dominantes), el Estado constitucional implica, si no la destrucción de aquel abstracto para la realización también de aquel concreto (el del hombre concreto), un mínimo de garantismo social. Y de nuevo la Constitución recoge las virtualidades de esos dos ámbitos, privado y público, desde esta perspectiva. En este sentido, a la «defensiva», y con una visión no ciertamente enaltecedora u optimista sobre las posibilidades y función del Derecho, se le ha comparado con la dinámica compleja de la mentira y la paradoja del mentiroso: la mentira —se afirma— incluye la contradicción de que no sólo tiene que tener apariencia de verdad sino mantener esa apariencia y, por tanto, ser, en cierta medida, esa verdad que oculta; la abstracción, la universalización del sujeto y del Estado (y de la Constitución que los articula) son «mentira», no son lo que dicen ser y, sin embargo, para continuar siendo lo que son —para no ser «desenmascarados» como el mentiroso—, necesitan aparentar que lo son, es decir, serlo en alguna medida24. No se está muy lejos de la también paradoja que se atribuye a la igualdad formal y a la dinámica que genera, pues, en cuanto se delata tan fácilmente su falsedad al contrastarse con la realidad y, en consecuencia la injusticia del tratamiento igual a los desiguales, suscitan la demanda, la exigencia de convertirse en igualdad 23. N. Rossi, «Diritto astrati e uguaglianza sostanziale», en VV.AA., Diritto e culture della Politica, Carocci, Roma, 2004. 24. E. Rasta, «Astrazione e universalismo», en VV.AA., Diritto e culture della Politica, cit.
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CONTRADICCIÓN Y SUJETO EN EL CONSTITUCIONALISMO LIBERAL
sustancial que, a su vez, implica un tratamiento jurídico desigual, con lo que se termina destruyendo la igualdad formal y, en último término, la validez del Derecho (categoría formal) se hace depender de su contenido material (de que recoja la desigualdad de hecho). Naturalmente que la temática es más compleja y los planteamientos citados no sólo no agotan sino que en realidad apenas abordan la relación Derechorealidad (superestructura-estructura), que además incluye el aspecto no desdeñable de que no cabe tampoco la «abstracción» generalizadora de la función de todo y cualquier Derecho, pues, dependiendo de su formulación y contenido, el Derecho puede dejar de ser meramente «superestructura» y pasar a tener carácter y sobre todo función estructural y estructuradora25. Otra cosa es que —en lo que se refiere al sujeto y más allá de la fase histórico-constitucional que aquí sirve de referencia, por lo que no cabe ahora una consideración más amplia— se pueda sostener que esas virtualidades que se atribuían a la subjetividad jurídica estén en trance de desaparecer porque es el propio sujeto (individual) el que está en trance de desaparecer, diluido en el «sistema» a cuyas exigencias se relativiza, se convierte cada vez más en «objeto» que en «sujeto» de derechos, se rompe su universalidad (los tratamientos de los movimientos migratorios así lo manifiestan) a la vez que se instrumentaliza como mecanismo a veces «fundamentalista» de hegemonización occidentalista y deslegitimador de otras prácticas culturales y sociales.
25. Posición aceptada y propuesta por Marx. S. Rodotá, «Soggeto astratto e Soggeto reale», en VV.AA., Diritto e culture della Politica, cit.
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III CONTRADICCIÓN Y SUJETO EN EL CONSTITUCIONALISMO DEL ESTADO SOCIAL Y SU CRISIS
1. LOS
HECHOS: LA QUIEBRA DEL
ESTADO
LIBERAL
Es inevitable que las ideologías dominantes, en cuanto concepciones no científicas de una realidad de la que ofrecen falsas representaciones y a las que más que explicar pretenden justificar, sean desmentidas por esa misma realidad, por su dinámica, en definitiva, por la Historia. Los «desmentidos históricos» han sido, en este sentido, repetidos y han servido de manera importante para el aprendizaje, la comprensión y la crítica de lo real. Aunque, naturalmente, las ideologías dominantes sigan, también inevitablemente, reproduciéndose en las sociedades de clases y cumpliendo su función en la que se incluye la deformación y falseamiento de los «desmentidos de la Historia». Ocurre, además, que, con frecuencia, esos que aquí se llaman «desmentidos», han sido acontecimientos en los que la falsedad de los sustentos ideológicos de la realidad se ha demostrado dramáticamente, violentamente, afectando dolorosamente a grandes mayorías sociales inocentes y ajenas a los causantes, ideológicamente encubiertos. Uno de esos supuestos es el que se produce en Europa con la aparición de los fascismos. Tiene todas las características de esos «desmentidos» que se acompañan de un tal grado de coste humano que parecería suficiente para expulsar a sus causantes y a sus justificaciones ideológicas definitivamente de la Historia. No ha sido así como se ha puesto de relieve, también muy costosamente, con «la crisis de los mercados», como eufemísticamente se llama a la crisis económica que sufre la economía global en 2008. Porque, efectivamente, los fascismos suponen el desmentido histórico más violento a la tesis básica de la ideología del capitalismo liberal: que la armonía es un producto espontáneo y natural de las sociedades 63
DIALÉCTICA DEL SUJETO, DIALÉCTICA DE LA CONSTITUCIÓN
de las que surge un orden natural; y que, precisamente por ello, porque es el «natural», debe suscitar la mayor credibilidad y adhesión; al igual que la naturaleza tiene sus reglas que la mantienen ordenada hasta el punto de que la intervención del hombre lo que produce es el desorden y la destrucción de lo natural, las sociedades humanas tienen sus propias reglas, se autorregulan y lo que debe hacerse es cuidarlas, respetarlas y, en todo caso, vigilar que efectivamente se cumplen. De acuerdo con ello aparece el instrumento adecuado: el Estado liberal como Estado —al menos aparentemente— débil, con el Poder dividido, sometido a normas y obligado a respetar un espacio alrededor del individuo, configurado como vigilante de lo que ocurre en una sociedad de la que, por otra parte, no se ha avanzado mucho en la explicación acerca de cómo se produce ese «orden social». A este respecto, y aunque sea abrir un pequeño paréntesis, cabe hacer una observación acerca de lo que ocurre en la Historia de las ideas que, probablemente, es generalizable a la Historia de la Ciencia o de la Cultura. Y es que con mucha frecuencia se observa que, en cualquiera de sus sectores, aparecen siempre una serie de grandes nombres sobre los que recae el protagonismo de los mismos en cuanto se le atribuyen las grandes construcciones que los configuran. Y seguramente es así. Pero probablemente también lo es que, como antes se decía, con mucha frecuencia ocurre que junto al gran nombre existe previamente otro, que no está en primera fila, pero que antes que la gran figura planteó, aunque sea embrionariamente, la intuición primera que después se desarrolló y formalizó. Ciertamente que ello reconduce la cuestión a la bien conocida tesis sobre el carácter social y acumulativo de la ciencia que la contextualiza y explica (incluiría la respuesta a preguntas que simple y provocativamente formuladas serían de este tipo: ¿por qué la civilización romana no inventó, o qué hubiera ocurrido si hubiera inventado, la máquina de vapor?). A lo que aquí se apunta es a otro aspecto: a los riesgos que implica entender la Historia en función de los «grandes hombres»; o a relativizar el factor subjetivo de la Historia, incluidas las cuestiones siempre dudosas de la originalidad radical y la creatividad individual. En el supuesto al que aquí se hace referencia, la correspondencia podría establecerse entre el gran nombre que supone la figura de Adam Smith como gran formulador de la tesis básica que explicaría por qué las sociedades capitalistas funcionan por sí mismas sobre la base de las virtualidades de la mano invisible del mercado que equilibra adecuada y efectivamente sus componentes básicos (producción, demanda, asignación de recursos, etc.) y la intuición primera que se contiene en el «panfleto» de Bernard Mandeville, La fábula de las abejas (inicialmente publicado como El panal rumoroso). Porque, como es bien conocido, 64
CONSTITUCIONALISMO DEL ESTADO SOCIAL Y SU CRISIS
el problema inicial con el que se había encontrado la primera ideología liberal era que, a partir de las construcciones que había hecho el iusnaturalismo sobre el individuo (y que el liberalismo adoptaba vinculando desde el primer momento individuo y propiedad, de donde surgiría también desde ese primer momento el protagonismo del «individuo propietario») como un «absoluto», como la categoría absoluta a la que había de relativizarse todo lo demás, en qué medida sería posible una sociedad de individuos, es decir, una relación entre «absolutos». Como se sabe, la respuesta a este interrogante es en buena medida la base del desarrollo doctrinal liberal que tiene su origen en aquella primera intuición del curioso personaje que es Bernard Mandeville, precursor también de la forma más aguda de «malditismo» que tiene en Europa una interesante tradición: la de aquellos intelectuales que, inadaptados, desarraigados y por unas u otras razones perseguidos, no sólo reaccionan emigrando definitivamente, vitalmente, de su país sino que —y esto es lo significativo—, también en un exilio interior radical y permanente, renuncian también a su lengua, a su cultura y se inscriben decididamente en otra. En el caso de referencia adquiere una especial radicalidad, pues no sólo abandona Holanda (procede del Rotterdam puritano donde nace hacia 16701) para instalarse definitivamente en Inglaterra, sino que, en adelante, el inglés pasa a ser el único idioma que utiliza. Su rebeldía cultural se acompaña de una constante transgresión vital, licenciosa y próxima a la delincuencia (se le demandaría por sostener en publicaciones médicas y en su condición de médico que el consumo de aguardiente producía hijos fuertes, al parecer pagado por destiladores londinenses), que termina traduciéndose muy curiosamente (y es lo que creo que justifica este excurso) en su «propuesta social», que se condensa perfectamente en el subtítulo de La fábula de las abejas: «Vicios privados, prosperidad pública»; y que se completa en el también subtítulo del primer título de su panfleto —El panal rumoroso— «La redención de los bribones», una notable sublimación social de la transgresión personal; como es bien conocido, presenta un panal de abejas ordenado, burocratizado y, finalmente, infeliz, triste y ruinoso, frente a otro desordenado, sin normas, que se convierte en rico y feliz; o, en otros términos, la libertad de cada uno en el orden individual termina produciendo, por las reacciones intermedias a que da lugar por parte de los demás, un orden general. La proximidad a las virtualidades de la «mano invisible del mercado» desarrollada por la, sin embargo, venerable figura de Adam Smith, es ciertamente notable. En cualquier caso, y al margen de esta digresión más o menos anecdótica, lo cierto es que la idea central expuesta, de una y otra forma 1. B. Mandeville, La fábula de las abejas, FCE, México, 1982. Comentario crítico, histórico y explicativo de F. B. Kaye.
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funciona en un primer momento como «liberadora», como estímulo y justificación del cambio definitivo del feudalismo al capitalismo y del desarrollo del capitalismo liberal. Ocurre, sin embargo, que se sigue manteniendo cuando el capitalismo liberal o de libre competencia (nunca estrictamente real) desarrolla sus potencialidades contradictorias y cuando tras las importantes pruebas que suponen los acontecimientos de los siglos XIX y XX (surgimiento y conflicto de los nacionalismos, revoluciones de 1848, revolución rusa, primera guerra mundial y otros movimientos europeos complejos que puede simbolizar Weimar) se termina produciendo el que parecía el definitivo desmentido histórico del funcionamiento y de la tesis básica del capitalismo y del Estado liberal, esto es, la aparición de los fascismos. Es esta afirmación una aproximación inicial y por supuesto superficial y mínima del fenómeno fascista, pero relevante, si bien su complejidad exige, también, una explicación más compleja. Es conocido como el fascismo, en cuanto objeto de análisis, registra inicialmente una peculiaridad: a diferencia de la generalidad de los acontecimientos sociales que habitualmente deben esperar el paso del tiempo para que se produzcan análisis más o menos cristalizados, en el caso del fascismo el análisis comienza y coincide prácticamente con su aparición y desarrollo. Parece que esta singularidad tiene que ver con dos tipos de motivaciones: de un lado, podría hablarse de una motivación de carácter existencial, en el sentido de que la conmoción fue tan brutal, tan intensa e inmediatamente sentida, que surgió de forma simultánea a la terrible embestida, como un grito, la pregunta sobre lo que ocurría; de otro, y ciertamente unido al anterior, la necesidad de una rápida respuesta se vincula a un elemento básico de la cultura occidental que se fue acentuando desde la Ilustración, según el cual la primera condición para dominar y en su caso combatir los hechos o problemas nuevos es conocerlos, entenderlos, explicarlos, para, a partir de ahí, poder dominarlos2. Lo cierto es que se puede sostener todavía hoy que no sólo aparecen de manera muy rápida notables aportaciones, sino que probablemente se sigue dependiendo todavía de los libros que se escribieron antes de 1945 (Fascismo y gran Capital, de Daniel Guérin; Behemoth: Estructura y práctica del nacionalsocialismo, de Franz Neumann; Lecturas sobre el fascismo, de Palmiro Togliati o los diversos escritos de Trotsky)3. También es cierto, sin embargo, que el propio «éxito» del fascismo mostró que el conocimiento del mismo no fue lo suficientemente eficaz como para detenerlo y que, incluso hoy, es en ciertos aspectos enigmático y sigue siendo objeto de análisis y preguntas. 2. E. Mandel, El fascismo, Akal, Madrid, 1976. 3. E. Laclau, Política e ideología en la Teoría marxista, Siglo XXI, Madrid, 1978.
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CONSTITUCIONALISMO DEL ESTADO SOCIAL Y SU CRISIS
Sin otra finalidad que aportar lo necesario al discurso que aquí se sigue, debe recordarse que se ha tratado de buscar el significado del fascismo tanto desde planteamientos y metodologías no económicos como de carácter económico. Entre los primeros están los que ponen el acento en un hecho histórico concreto desencadenante (como la primera guerra mundial o la Revolución rusa) los que buscan el origen en aspectos psicosociales (la tesis de la personalidad autoritaria de Adorno, el «miedo a la libertad» de Erich Fromm, o el nivel medio o agresivo de la personalidad que acierta a organizar y liberar el fascismo según Wilhelm Reich), o los que sitúan en primer plano los caracteres «políticos» (como las teorías de los totalitarismos de Hanna Arendt o de la dictadura, propia de los partidos comunistas que buscaban, con esta simplificación que podían compartir las demás fuerzas, configurar los «frentes populares»4). Desde planteamientos y metodologías que se pretenden más profundos se pone el énfasis en el análisis del capitalismo como modo de producción. Se sostiene así que el auge o triunfo del fascismo es la expresión de una crisis del capitalismo maduro, desarrollado, pero de una crisis estructural que puede coincidir con una crisis económica coyuntural (como fue la de los años 1929-1933) pero que rebasa ampliamente el marco de la coyuntura; se quiere significar que el fascismo no fue el producto de una circunstancia histórica accidental y ajena al desarrollo capitalista, sino que, por el contrario, el fascismo surgió a consecuencia de las propias características contradictorias de ese modo de producción cuando alcanzan un determinado nivel y caracteres que impiden su reproducción (disminución de la tasa media de beneficio); de manera que la función objetiva desempeñada por el fascismo fue la de modificar por la fuerza las condiciones que impedían seguir el proceso de acumulación, eliminando sus resistencias en beneficio específico (para introducir junto al elemento objetivo señalado el subjetivo o de clase) del capital mopolístico que ya se estaba imponiendo (es la fase del imperialismo). Desde este punto de vista se puede afirmar que el fascismo existe siempre como potencialidad en el capitalismo, que el capitalismo aloja en sus caracteres y dinámica la posibilidad del fascismo, naturalmente con la peculiaridad y las circunstancias que el tiempo, lugar y desarrollo posibiliten y demanden5. Esta perspectiva se completa con el intento de explicar cómo se vinculó esta necesidad objetiva del capitalismo y subjetiva de su facción 4. C. de Cabo, Teoría histórica del Estado y del Derecho constitucional II, PPU, Barcelona, 1993; R. de Felice, Le interpretazioni del fascismo, Laterza, Bari, 1974. 5. N. Poulantzas, Fascismo y dictadura, Siglo XXI, Madrid, 1973. Es, probablemente, la aportación más importante tras los grandes clásicos citados en el texto.
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dominante a la sociedad en su conjunto, dando lugar a ese indudable movimiento de masas (otro de los enigmas) que incorporó el fascismo. Se acude para ello al análisis de las características y componentes de la pequeña burguesía y su comportamiento en fases de crisis (único momento en el que se «politiza» y adquiere expresión política), y se concluye que fue esta pequeña burguesía (pequeño productor, propietario, comerciante, funcionario, empleados de la «circulación del capital», seguros, banca, etc.) la que suministró ese necesario apoyo del movimiento de masas. Se añade, para completar la explicación, que el elemento movilizador y directivo fue una específica ideología, que utilizada con innovadoras técnicas de psicología social, mostró una gran eficacia; la ideología base del fascismo se apoya en el irracionalismo que comienza a aparecer en la cultura europea como «huida de la realidad» (el arte, las vanguardias, en general los «ismos», no tratan ya de representar la realidad sino de deformarla tal como se manifiesta en el surrealismo en la pintura o en la literatura) y como «huida de las masas» (en cuanto los intelectuales huyen de las masas, tratan de apartarse de ellas en la medida en que esas masas han comenzado a acceder a consumos y ocio antes restringidos a las elites como reflejan los «felices años veinte» y que los intelectuales desprecian haciendo construcciones elitistas y herméticas para ellas) a las que se termina dando un fuerte sentido político: la Historia, la realidad, es incomprensible, es manifestación de la irracionalidad humana, y sólo es posible ante ella tratar no ya de comprenderla —conforme al mensaje racionalista desde la Ilustración— sino dominarla por la fuerza y la acción. De ahí la aparición del nuevo «sujeto histórico». Sólo la «pasión» puesta en marcha en un acto de afirmación suprema puede imponerse a la Historia y forjar su destino bajo la conducción (Führung) de los hombres excepcionales que son quienes realmente la construyen. Se sientan así, por otra parte, las bases del anticonstitucionalismo propio del fascismo: de un lado, y desde un punto de vista teórico general, porque el constitucionalismo es esencialmente racionalismo, un acto de confianza en que la razón puede ordenar la dinámica socio-histórica mediante un esquema a priori y, de otro, porque, de manera más concreta, se niegan los supuestos básicos de la Constitución como son el democrático (frente al líder natural), el normativo formal de norma superior (incompatible con la voluntad suprema del líder) y el de limitación del poder (incompatible con la concentración del poder en el jefe). Fascismo y constitucionalismo, por tanto, se excluyen y el fascismo es un paréntesis —anticonstitucional— en el desarrollo del constitucionalismo europeo. Este constitucionalismo se reanuda tras la derrota de los fascismos. Pero con una diferencia fundamental respecto del constitucionalismo de preguerra: su base material es ahora el Estado social, de manera que el nuevo constitucionalismo es el constitucionalismo del Estado so68
CONSTITUCIONALISMO DEL ESTADO SOCIAL Y SU CRISIS
cial6. El Estado social aparece como un Estado intervencionista. Frente al abstencionismo del Estado «vigilante», como era el Estado liberal, el intervencionismo es la principal característica del Estado social. Lo primero que hay que señalar es, en consecuencia, que el Estado social no es una continuación ni un desarrollo evolutivo del Estado liberal, sino que su aparición supone una ruptura, la quiebra del Estado liberal. Y, desde luego, de sus supuestos. Porque (aunque se trata ahora de apuntar sólo los datos, los hechos) no cabe duda de que este intervencionismo necesariamente suponía negar que el orden social era un «orden dado» que surgía espontáneamente y, por el contrario, partir de que ese supuesto orden era, en todo caso, un orden construido y justamente a su construcción se dirigía esa intervención propia del nuevo Estado. Aparece, pues, un Estado intervencionista que tiene dos ámbitos de actuación muy específicamente determinados: una intervención en el ámbito económico (o, lo que es lo mismo y expresado teóricamente, en el ámbito del Capital) y en el ámbito social (o, lo que es lo mismo y expresado asimismo teóricamente, en el ámbito del Trabajo), es decir, en los dos componentes básicos de las sociedades capitalistas. Y, efectivamente, el Estado actúa, de un lado, erigiéndose en director del desarrollo económico y convirtiéndose él mismo en agente económico y, de otro, prestando servicios y realizando actividades sociales. Y todo ello pasa a las Constituciones que adquieren contenidos que nunca tuvieron antes. Se muestran así los tres momentos característicos de la nueva situación: el intervencionismo (o momento social o socio-económico del Estado) realizado a través de procedimientos y con vistas a la realización de principios democráticos (el momento democrático del Estado aunque con la especificación que después se verá y que le diferencian de la democracia de preguerra) y que somete su actuación al marco constitucional (el momento jurídico, también específico por el nuevo carácter de la Constitución y del Derecho que también se analizará a continuación). 2. LA
EXPLICACIÓN: LOS ORÍGENES DEL
ESTADO
SOCIAL
El panorama tan breve y simplemente descrito es el fondo o la circunstancia en la que aparece el Estado social y hasta apunta vagamente a un cierto proceso causal en línea con lo que puede entenderse que sería la 6. La tesis expuesta contradice, pues, posiciones mantenidas tras la posguerra en las que se sostenía la continuidad del constitucionalismo respecto del de preguerra, argumentándose que, si se cambiaba, sería una concesión al fascismo pues supondría admitir que habían sido sus deficiencias (con lo que implicaría de crítica a las democracias) las causas del mismo y, por tanto, se le justificaba (C. Ollero).
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«lógica histórica». Pero la cuestión es aproximarse a cómo se produjo en la realidad esta respuesta lógica de la Historia. Es decir, cuáles fueron las causas concretas que hicieron que la «lógica» de la Historia se encarnara en la específica forma que supone el Estado social. La reflexión sobre esas causas dio lugar (incluso, como se verá después, continúa aunque con variaciones hasta la actualidad) a una renovación de la Teoría del Estado, especialmente significativa en lo referente a la teorización desde distintas orientaciones de lo que sólo muy genéricamente se puede llamar marxismo, ya que se le había acusado —desde la reducción tan frecuente que se suele hacer del mismo a la aportación de Marx y aun en concreto a El Capital— de carecer de una Teoría del Estado. Debe dejarse constancia, no obstante, de las posiciones más relevantes tanto marxistas como no marxistas. Antes, cuando se daba cuenta, se decía, desde los hechos, de la inicial caracterización del Estado social, se hacía notar que se presentaba como un Estado que intervenía en un doble ámbito: en el económico y en el social. Resulta, por ello, bien significativo que los distintos análisis sobre el origen o causas del Estado social puedan agruparse de acuerdo con ellos, en el sentido de situarse preferentemente en uno u otro ámbito o en su interrelación. Se avalaría así alguna de las tesis que también aquí se sostienen acerca de la relación realidad-teoría-realidad. Respecto de los análisis que sitúan el origen del Estado social preferentemente en uno de los ámbitos mencionados cabe distinguir: 2.1. Análisis que sitúan esas causas en el ámbito económico. Agrupan una serie de posiciones que comparten el presupuesto de que el origen del Estado social se vincula a una fase histórica específica que estuvo precedida de unas precondiciones que la posibilitaron: destrucción del capital a consecuencia de la guerra mundial, destrucción de las circunstancias que se oponían a la obtención de la plusvalía, superación de las contradicciones interimperialistas a partir de la hegemonía económica, política y militar de los Estados Unidos, etc.7. Se condiciona así su aparición a la configuración de unas determinadas fuerzas productivas y relaciones de producción que implican, de un lado, la necesidad de acumulación inmediata, y, de otro, la posibilidad de conseguirlo pero a través de un instrumento imprescindible: el Estado. La intervención, pues, del Estado es una exigencia del proceso de acumulación con las peculiaridades que exige el nivel histórico de desarrollo capitalista, y es esta intervención y su carácter y finalidad lo que realmente definía al Estado social y lo que provoca su aparición. 7. D. Yaffe, «Precondiciones del Estado social y gastos del Estado»: Hacienda Pública Española 66 (1980).
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CONSTITUCIONALISMO DEL ESTADO SOCIAL Y SU CRISIS
A partir de este supuesto compartido, surgen diferentes posiciones que pueden agruparse en estas dos: a) La que entiende que la actuación del Estado es externa al sistema económico, al funcionamiento económico del modo de producción capitalista: — Bien porque se considera al Estado como una potencialidad disponible, como un complejo unitario de elementos que tiene la neutralidad técnica del «instrumento» que puede utilizarse de diversos modos, siendo finalmente las elites (como trata de mostrar desde cierto empirismo sociológico Ralph Miliband) o los grupos monopolistas (como desde planteamientos más estrictamente económicos hace Bocara) los que terminan consiguiendo una posición dominante en la dirección de su actuación. Es la tesis del Estado instrumento8. — Bien porque se considera que la intervención del Estado tiene su origen en las necesidades objetivas del capitalismo y que esto es así porque el Estado ha pasado a ser un presupuesto para la existencia social del capital, en cuanto éste, para subsistir y proyectarse como tal, necesita una serie de precondiciones, de requisitos, tanto materiales como técnicos y hasta organizativos que él mismo no puede generar por estar fuera de la lógica capitalista y que son los que le suministra el Estado. Es lo que puede llamarse la función estratégico-organizativa del Estado9 (con puntos de vista matizados: Preuss, Amannat, Hirch, Agnoli, Yaffe, O’Connor, Habermas, Altvater). b) La que entiende que la actuación del Estado es interna al sistema económico, de manera que no es que le preste asistencia desde fuera, sino que se inserta en el propio desarrollo capitalista hasta el punto de que este desarrollo ha pasado a depender y, a su vez, conlleva la transformación del Estado. Cabe hacer aquí referencia, aunque sea breve, a la cuestión antes señalada sobre la reducción que a veces se hace del marxismo a su versión inicial o clásica y, en concreto, como se decía, al tratamiento del supuesto aquí contemplado, del Estado. Porque en ese «marxismo clásico» toda esta problemática se vincula a la polémica sobre lo que se entiende por «trabajo productivo», no considerándose así a la actuación del Estado al que se situaba —en la línea tradicional de la economía 8. R. Miliband, El Estado en la sociedad capitalista, Siglo XXI, Madrid, 1970. 9. Con propuestas matizadas pueden incluirse, P. K. Preuss et al. en L. Basso (ed.), Stato e crise delle instituzioni, Mazzota, Milano, 1978; L. Amannat et al., Stato e teorie marxiste, Mazzota, Milano, 1977; E. Altvater et al., El Estado en el capitalismo contemporáneo, ed. de Sontag y Valdecillo, Siglo XXI, México, 1973; J. Hirsch et al., L’Etat contemporain et le marxisme, Maspero, Paris, 1975; J. Agnoli, Lo Stato del capitale, Feltrinelli, Milano, 1978.
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clásica inglesa y de la que en importantes aspectos se partía— fuera de la economía, como algo externo al funcionamiento económico, en lo que puede llamarse su vertiente o ingrediente «liberal». También se podría decir que esta nueva interrelación entre Estado y economía que se establece, tampoco procede propiamente de la teorización estrictamente marxista sino —con el precedente de List— de la Escuela histórica alemana y del socialismo de cátedra; aunque lo cierto es que fue la nueva realidad histórica, el cambio tan profundo que experimentó la relación entre Estado y economía, lo que hizo que cambiara la perspectiva. En todo caso, esta perspectiva (la que entiende que la actuación del Estado es interna al sistema económico) tampoco es unitaria, sino que pueden distinguirse dos formulaciones: — La que entiende que el Estado desarrolla una serie de funciones que actúan como contratendencias a la baja tendencial de la tasa media de beneficio que, como se sabe, se acentúa enormemente en el capital monopolístico, ya que, al tecnificarse, aumenta la relación entre capital constante y capital variable, es decir, la composición orgánica del capital, evitando (aquellas nuevas funciones del Estado) la cada vez mayor propensión a las crisis económicas (se inicia en algunas corrientes del estructuralismo singularmente representado por N. Poulantzas10). — Otra, que entiende que el Estado social no se limita a garantizar desde fuera las condiciones de acumulación capitalista, sino que su función de organización, dirección o control del desarrollo económico se realiza —utilizando un argumento próximo a la teoría de los sistemas— a través de unos mecanismos selectivos del sistema que configuran la estructura interna del Welfare State (es la terminología utilizada por Klaus Offe) que, a modo de filtro protector, sólo permiten la presencia y actuación de agentes positivos y anulan o desactivan los negativos para el sistema11. 2.2. Análisis que sitúan el origen del Estado social en el ámbito social. Todos los que pueden incluirse aquí proceden de la matriz lógica liberal en cuanto el presupuesto de partida y que comparten es que el capitalismo como sistema económico funciona perfectamente y por sí mismo. Por eso los problemas de las sociedades capitalistas no hay que buscarlos en el ámbito económico sino en el «social». Porque, además, la teoría económica de posguerra sostiene —ante las condiciones y muestras de crecimiento por las que se atravesaba— que ha pasado la fase cíclica de la historia del capitalismo y que se ha entrado definitivamente 10. N. Poulantzas, L’Etat, le pouvoir, le socialisme, PUF, Paris, 1978. 11. K. Offe, Lo Stato nel capitalismo maturo, Etas, Milano, 1977.
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en la etapa de estabilidad y desarrollo continuado, por lo que el problema de las sociedades es y será en adelante no el económico sino —como se decía— el «social»; es decir, se sostiene que el problema del capitalismo y de las sociedades capitalistas no está en el sistema, sino en una cierta racionalización del mismo, por cuanto no hay escasez sino lo contrario, abundancia, y surge toda la teorización de lo que se llama las «sociedades opulentas»: no se puede producir mejor aunque sí puede distribuirse mejor. Y, precisamente, para esta racionalidad distributiva es para y por lo que surge el Estado social. Hay, no obstante, dos posiciones: a) La que sostiene que —en línea con lo anterior— el Estado social surge para resolver los problemas que plantea el desarrollo económico. El desarrollo económico —se afirma— da lugar a desequilibrios regionales, a recomposiciones de la actividad productiva entre los distintos sectores, con un cambio radical respecto a su papel tradicional, a movimientos migratorios, a los nuevos problemas urbanos, etc. Y para restablecer los correspondientes equilibrios debe aparecer el Estado social. Se puede incluir aquí a buena parte de los teóricos del desarrollismo y de la modernización, que tienden a mostrar la compatibilidad entre capitalismo y bienestar general. Y es en este campo teórico en el que surge la expresión de «Estado de bienestar», de Welfare State, que, por esta razón, tiene una clara connotación ideológica e incluye toda una dirección del pensamiento económico que se conocerá como «Economía del bienestar». b) La que sostiene que el Estado social surge en virtud de las concesiones que hacen las elites dirigentes a las capas populares para satisfacer sus demandas en la medida en que estos sectores menos favorecidos van adquiriendo peso político y empiezan a contar desde la perspectiva de la legitimación del sistema (se incluye en algún caso como causa añadida el fin del proceso migratorio europeo hacia las colonias que aumenta la presión en el interior de los Estados europeos). La argumentación se busca a través de investigaciones empíricas de lo que se llama el «desarrollo político», vinculado a la importancia relativa del voto de esos sectores sociales, poniendo en correspondencia la importancia política que van adquiriendo con la aparición y aumento de las prestaciones sociales del Estado (P. Flora, J. Alber12). Se sitúan también aquí los teóricos del «análisis económico del proceso político»13 que buscan 12. J. Alber, «Le origine del Welfare State: teorie, ipotesi e analisi empirico»: Rivista italiana di Scienza Política (1982), y «L’espansione del Welfare State in Europa Occidentale»: ibid. (1983); T. H. Marshall, Citizenship and Social Development, Double Day, Garden City, 1964. 13. J. Buchanan et al., El análisis económico de lo Político, Instituto de Estudios Económicos, Madrid, 1984; H. Vadendoel, Democracia y economía del bienestar, Eudeba, Buenos Aires, 1981.
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el papel que en las decisiones políticas se asigna a las demandas formuladas por los individuos (que es la unidad de análisis) partiendo de que en el comportamiento político actúan con los criterios y bajo las pautas del homo oeconomicus (que, a su vez, se basa en lo que se llaman «las expectativas nacionales» desde las que actúa). Pero siempre dejando claro que la intervención en «lo social» del Estado, sus prestaciones sociales se deben a «concesiones» realizadas por las elites nacionales (bien que debidas a las nuevas demandas de legitimación) y no a conquistas del movimiento obrero. 2.3. Análisis que sitúan el origen del Estado social tanto en el ámbito económico como en el ámbito social, en su interrelación, en su dialéctica, resultado de la cual es el surgimiento del Estado social. Se entiende que el Estado social es, en último término, el resultado de la contradicción básica del sistema, la de Capital-Trabajo, en una determinada fase del desarrollo histórico caracterizado por estas dos notas: de un lado, por un relativo equilibrio de fuerzas y, de otro, por coincidir con una fase de grandes posibilidades de crecimiento económico. En virtud del relativo equilibrio de fuerzas —iguales y contrarias— el Estado social sería la resultante que, ante la imposibilidad de imponerse ninguna de ellas, termina convirtiéndose en un pacto «objetivo», más o menos tácito, entre ambas, que se concierta en los términos en los que permite esa fase económica de crecimiento: el Capital renuncia a una parte del beneficio que se traslada al Trabajo que, a su vez, renuncia a plantear la alternativa revolucionaria. Es decir, la posibilidad de proseguir la acumulación por la fase de crecimiento económico permite superar la contradicción en ese momento histórico concreto. Naturalmente, se trata de una teorización, a un grado notable de abstracción, de lo que ocurrió en el proceso de posguerra, aunque sus defensores no sólo no rechazan la prueba histórico-empírica, sino que entienden que sólo este supuesto permite explicar la evolución —que es perfectamente visible en los diversos grados—que va adquiriendo el pacto y que posibilita hablar de fases distintas del Estado social14. Esta explicación, que tiene el origen que antes se apuntaba, ha pasado a ser la más generalmente admitida, aunque no ha dejado de ser «colonizada» ideológicamente en el sentido de entender el pacto como «conciliación», como el fin de la contradicción capital-trabajo y, espe14. J. Bowles y H. Gintis, La crisis del Estado democrático liberal en los Estados Unidos, Tiempos Modernos, Madrid, 1982; I. Cough, Economía política del Estado de bienestar, Blume, Barcelona, 1982; A. Wolfe, Los límites de la legitimidad, Siglo XXI, México, 1980; Esping-Andersen et al., «Modes of class struggle and the capitalist State»: Kapitalistate 4-5 (1986).
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cialmente, como un elemento exaltador del «consenso» como nueva y definitiva característica de los sistemas políticos constitucionales del capitalismo desarrollado. No obstante, es la que aquí se acepta en cuanto es la que tiene mayor capacidad explicativa tanto del Estado social como del nuevo constitucionalismo que aparece a partir de él, por lo que se desarrollará a medida que se vaya haciendo el estudio de uno y otro. 3. LA CONSTITUCIÓN DEL ESTADO SOCIAL: LA FORMALIZACIÓN JURÍDICA DE LA CONTRADICCIÓN Antes de exponer el significado y las consecuencias del Estado social, entendido de esta forma como supuesto material del nuevo orden constitucional y jurídico general, debe precisarse que ese pacto —como en realidad y en divergencia con la requerida igualdad del propio concepto ocurre con todos los pactos o contratos— es un pacto desigual, desequilibrado en beneficio de una de las partes. Se confirma esta observación si se considera ese doble tipo de actuaciones y de ámbitos en los que se despliega el Estado social. En lo que se refiere a su actuación en el ámbito económico, sus intervenciones más destacadas se dirigieron bien a aumentar la productividad bien a evitar la sobreacumulación de capital. Las intervenciones del Estado relativas a la productividad sirven directamente al proceso de acumulación y comprenden un tipo de actividades (algunas se citaron antes) que son necesarias al proceso de acumulación, pero que este proceso no es capaz de producir por estar fuera de la lógica del beneficio, y que en esta fase histórica del capitalismo alcanzan, de un lado, una especial importancia y, de otro, aumentan su coste y sofisticación. Se trata de actividades que normalmente implican inversiones en capital constante (infraestructuras, transportes, comunicaciones, investigación y tecnología, etc.) que proceden naturalmente de los ingresos que el Estado obtiene del «conjunto de la sociedad» (pero que, dadas las características de los sistemas fiscales, es un eufemismo, pues, en su mayoría, procede de las rentas del Trabajo) y que terminan beneficiando mucho más intensamente al sector monopolístico, que es el que está en condiciones de aprovecharse con mucha más intensidad, y es al que más conviene apoyar desde la perspectiva del sistema en su conjunto, porque es el que está en las mejores condiciones para que ese aprovechamiento le suponga un mayor aumento de la plusvalía relativa, de la productividad, y, además, es el que más necesita ese aumento, porque es el que contiene el sector obrero más potente y organizado (en las grandes empresas), y fue precisamente el aumento de la produc75
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tividad de este sector la base que posibilitó el pacto Capital-Trabajo; es decir, permitió resolver el conflicto a través de la acumulación (es el medio «natural» del capitalismo para conseguirlo) y cuya exigencia es cada vez mayor, entre otras cosas (además de las posibles coyunturas con cada vez más elevadas exigencias del Trabajo), por la tendencia del capitalismo a aumentar la relación entre capital constante y capital variable, o sea, la composición orgánica del capital. A esa clase de inversiones hay que añadir otro tipo de actuaciones como son los planes de reestructuración de sectores o estímulos a las fusiones de capital que acentúan el proceso de concentración y monopolización, las diferentes formas en las que se trata de insertar ventajosamente a la economía nacional en el mercado mundial, o, incluso, la actuación del Estado como gran cliente (todo lo que puede incluirse en contratos o compras públicas) que suele serlo de la gran empresa, porque normalmente es la única o la que está en mejores condiciones para satisfacer esa gran, y muchas veces técnicamente compleja, demanda. Por lo que se refiere a las actuaciones del Estado tendentes a evitar la sobreacumulación y en general a evitar lo que se puede considerar los «desórdenes» del capitalismo, pueden citarse las siguientes: de una parte, las distintas formas desplegadas para la adquisición y mantenimiento por el Estado del capital desvalorizado en los distintos sectores en crisis, para «sanear» el mercado, en esa función que permitió definir al Estado social como la «Cruz Roja del capitalismo»; y, de otra, y además de los efectos de los gastos generales del Estado (no incluibles en las compras públicas) en la demanda agregada, deben citarse, por su especificidad e importancia, los gastos militares y, aún más específicamente, los gastos en armamento que tienen un efecto (económico) extraordinariamente importante e inmediato en cuanto su uso y consumo (el del armamento) implica su destrucción y la necesidad de reposición sin dar lugar a ninguna otra circulación mercantil (en este sentido, y aunque puede resultar demasiado truculento, la explosión de una bomba es un acto del mayor interés económico; es conocida asimismo la dificultad de los Estados Unidos para terminar la guerra de Vietnam cuando los estrategas militares habían reconocido ya la imposibilidad de ganarla, por la centralidad que la economía de guerra ocupaba en la economía americana, hasta que se ideó el sucedáneo de la «Economía del Espacio» que era la más parecida y que dio lugar a buena parte de programas científicamente injustificables). Con estas actuaciones en beneficio del capital monopolístico, el sector «competitivo» (pequeña y mediana empresa) se reduce a una función auxiliar y residual (además de suministrar servicios o productos accesorios y recoger la fuerza de trabajo menos cualificada y excedente) del capital monopolístico que utiliza proporcionalmente cada vez menos mano de obra por su más alta tecnificación. 76
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Por consiguiente, aparece con toda claridad que, efectivamente, a través de estas actuaciones, el Capital, una de las partes del contrato, es directamente beneficiada. Pero lo significativo es lo que sucedió con el otro tipo de intervenciones del Estado (en el orden social) que afectaban a la otra parte del pacto y a la que teóricamente debían de, correspondientemente con las actuaciones anteriores, beneficiara: los derechos sociales. Y es que ocurre que la intervención del Estado en el orden social, aunque su función primera se dirige a beneficiar al Trabajo, y se subrayará después, tiene también otro lado más oculto que es preciso desvelar: sus efectos de carácter económico y sus efectos de carácter político. Sus efectos en el orden económico se aprecian si se tiene en cuenta que contribuyen a costear la reproducción de la fuerza de Trabajo (tal es el carácter que tienen gran parte de las actuaciones del Estado en materia de sanidad, seguridad y asistencia social, vivienda, urbanismo, a través de las que se socializan los costes del trabajo mientras se privatiza la producción), costear la cualificación de la fuerza de trabajo (toda la enseñanza o formación pública de una fuerza de trabajo que prestará después sus servicios en el ámbito privado supone no sólo una transferencia de recursos, sino una contribución cada vez más importante, en la medida en que se necesita una mano de obra cada vez más cualificada para facilitar un aumento de la productividad) e incluso actuando sobre la sobreacumulación (en tanto en cuanto el aumento de prestaciones sociales supone también un aumento de la demanda agregada, del consumo). Sus efectos en el orden político se pueden concretar en los siguientes: — Efectos de absorción del conflicto básico Capital-Trabajo haciéndolo soportable y resoluble en los límites del sistema en cuanto que la obtención de esas prestaciones y beneficios sociales se hace «a cambio» (es uno de los objetivos básicos del «Pacto») de renunciar al cambio de sistema, a la alternativa o transformación revolucionaria, de manera que el «trabajador» (en cuanto compleja categoría sociopolítica) se convierte en «consumidor» o «cliente» del Welfare State. — Efectos de integración sociopolítica, por cuanto las prestaciones y beneficios sociales funcionan objetivamente como mecanismo de disciplina y control social, ya que presionan sobre el trabajador para que se integre en el mercado de trabajo y acepte sus condiciones, pues su disfrute dependerá precisamente de su integración en él. — Efectos de legitimación general del sistema, por cuanto la extensión de las prestaciones sociales que produjo el Estado social le hace aparecer como el Estado de todos o, incluso, el Estado de los más débiles, incorporando ideas como la del bienestar general o bien «común». Se aprecia, por tanto, que aun en aquella actuación o intervención del Estado referida al Trabajo, también se registran importantes efectos 77
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beneficiosos para la otra parte, el Capital, con lo que ciertamente se muestra el desequilibrio que supuso siempre el pacto Capital-Trabajo en que consistió el Estado social. Pero, aunque el pacto que dio origen al Estado social tenga este carácter, lo cierto es que rompe —como se decía— con el Estado liberal, que, externo al sistema económico, se beneficiaba en cierta forma de aparecer como «lo natural» y el liberalismo como «el orden natural» de las sociedades y de los hombres en el sentido de que el desarrollo «natural» del hombre conducía al liberalismo y al Estado liberal. Ahora ya no es posible mantener la «inocencia»: el Estado social ya no es sólo el vigilante o garante de lo que ocurre en el interior de las sociedades, sino que es el configurador y, en buena medida, reproductor, o un elemento necesario para la reproducción del sistema en su conjunto. Y ello implica una interrelación entre lo político y lo socioeconómico (en cuanto la relación Capital-Trabajo se hace ya en y a través del Estado) de tal naturaleza que condiciona en adelante el proceso de acumulación, algunas de cuyas consecuencias se verán más adelante. De todas formas, la «originalidad histórica» del Estado social es escasa. Porque, en último término, es un supuesto más del problema constante del capitalismo (que ciertamente se presenta de manera relativamente distinta en cada período y ésta sería la especificidad de cada uno) que, expresado con la simpleza que merece, puede formularse así: la base del capitalismo es la obtención del beneficio a través del Mercado o, más explícitamente, la obtención del beneficio a partir de la explotación del Trabajo mediada por el Mercado; y lo que ocurre y ha ocurrido repetidamente es que en este proceso surgen problemas y dificultades que no puede resolver el mercado o en los que el mercado falla, por lo que es necesaria la intervención de otras instancias extraeconómicas o, con más frecuencia, estatales; de ahí que se pueda afirmar la paradoja capitalista de no poder vivir con pero tampoco sin el Estado. También se puede decir que, además de esta escasa originalidad histórica, tampoco el Estado social tiene una lógica, una raíz o matriz lógica, original. Porque no es más que un «pacto» defensivo del capitalismo a través del cual se trata de evitar el funcionamiento de las contradicciones propias de las formaciones sociales capitalistas mediante acuerdos, de una u otra manera forzados, entre agentes representativos de los intereses contradictorios, manteniéndose, con las adaptaciones mínimas, las bases del sistema y, por supuesto, la centralidad del Mercado. Y esto es definir algo que ha tenido distintas manifestaciones históricas, pero que reposa sobre los mismos supuestos: corporativismo. De manera que, ciertamente con especificidades como se pondrá de manifiesto después, podría definirse también el Estado social como un tipo de acuerdo corporativo. Y hasta tal punto el Estado social está penetrado de esta idea «corporativa», que 78
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puede decirse que no sólo está en sus orígenes (aunque revista formas tan distintas como las que van del «compromiso histórico» a los Pactos de la Moncloa) sino en su gestión (los acuerdos Patronal-Sindicatos a veces con la presencia del Gobierno), incluso —como se verá en su momento— hasta en su crisis, lo que es más sorprendente y confirma de manera descarnada esa naturaleza y finalidad «corporativas». Habría que añadir que estos supuestos están en la base de lo que se ha venido llamando «democracias consociacionales», así como en la exaltación del «consenso» en cada vez mayor número de asuntos (incluso en la deslegitimación del disenso), presentándose ese consenso como la receta técnica de la «gobernanza». Junto a esta escasa originalidad histórica y lógica, puede decirse que tampoco tiene el Estado social, según la configuración señalada, una originalidad cultural en lo que habitualmente se llama «Historia de las ideas». Porque, efectivamente, el Estado social, según la caracterización que aquí se le atribuye, sigue en la órbita cultural y desarrollo de lo que ha sido la gran metáfora (B. de Sousa) utilizada para el entendimiento del orden político: el pacto o contrato. Puede aceptarse que esta concepción, en una u otra manera formulada, protagoniza los tres grandes momentos del desarrollo histórico-político: Ocurre así en el mundo medieval cuando, a partir de los siglos XIII y XIV y toda la llamada «corriente democrática» (Juan de Salisbury, Nicolás de Cusa, Guillermo de Ockham, Marsilio de Padua), se entiende que el ordo político es el resultado del «pactum Monarca-Súbditos» (que servirá en adelante para configurar la Lex fundamentalis como expresión formalizada del pactum cuya manifestación primera se considera que es la Carta Magna inglesa de 1215) mediante el cual se inicia lo que también va a ser una característica de esta figura jurídico-política: la de basarse en la dialéctica «inclusión-exclusión», en la que el progreso se manifiesta mediante una dinámica cada vez más inclusiva a medida que lo demandan las circunstancias, de manera que aunque era efectivamente un avance se producía debido a las exigencias defensivas del sistema. Así, en esta primera fase medieval se «incluye» (frente a la anterior «exclusividad» del Monarca) a los súbditos, si bien con la singularidad de que se trata sólo de algunos súbditos privilegiados (clases nobiliarias, ciudades con privilegios, etc.) que alcanza su máxima expresión en el Estado absoluto configurado como «pacto» a través del cual los súbditos privilegiados ceden sus poderes al monarca que los concentra todos para poder así defender al sistema feudal en su conjunto frente al nuevo orden que apuntaba. Esta construcción tuvo como efecto práctico que el denominado «derecho de resistencia» (es decir, las posibilidades de derrocar al monarca) sólo correspondía a quienes intervenían en el pacto y frente al incumplimiento del mismo por la otra parte (el monarca) y, por consiguiente, el resto de los súbditos po79
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pulares (campesinos, artesanos, comerciantes, trabajadores en general, etc.) quedaban excluidos del mismo, con lo que se ponía de manifiesto el carácter de clase que tuvo la Monarquía y el Estado absolutos. El segundo momento es el que se corresponde con el del iusnaturalismo-liberalismo. Aunque —como se se indicaba en la primera parte— el iusnaturalismo es una corriente muy compleja como corresponde a su carácter de «ideología de transición» de un modo de producción a otro en la que pueden encontrarse ingredientes tanto del que se extingue como del que surge (lo que da lugar a que autores tan distintos como Hobbes o Rousseau puedan reclamarse en una u otra forma del iusnaturalismo), lo cierto es que en todos ellos se encuentra la idea de «pacto» o «contrato» como mecanismo que explica el paso del «estado de naturaleza» al «estado de sociedad»; a partir de ahí su formulación más útil y la que terminó después predominando fue la de que, basándose en Locke y en lo que se terminó llamando el individualismo posesivo, los participantes y actores de ese pacto se entendió que debían ser sólo los «individuos propietarios», lo que suponía también una notable ampliación —«inclusión»— respecto de la fase anterior (la burguesía ya presionaba con fuerza) pero también una defensa frente a los demás que quedaban excluidos. El tercer momento, el del Estado social, representa sin duda, junto al mantenimiento de la idea básica del pacto, el momento de mayor inclusión (además de los propietarios, los trabajadores, el resto de las clases, la totalidad social puede decirse) a la vez que se acentúa también el carácter defensivo, como antes se decía. Pero, en todo caso, su especificidad proviene de representar el momento de mayor «inclusión social» de la Historia, y es de esta especificidad de la que derivan las consecuencias que convierten al Estado social en un acontecimiento de la máxima relevancia político-constitucional. Inicialmente, porque este pacto, que sirve de base al Estado social, se va a configurar como el nuevo poder constituyente que tiene como singularidad la inclusión por primera vez de los dos componentes de las sociedades capitalistas: el Capital y el Trabajo. Con ello se refuerzan y configuran también de manera singular dos de los caracteres propios del Poder constituyente: su soberanía y su democraticidad. Con la repercusión inmediata que esto tiene en la Constitución y el Ordenamiento jurídico en cuanto este pacto social, que funciona como pacto constituyente, «entra» a su vez en la Constitución, produciendo: a) De una parte, la definitiva confirmación de la Constitución como norma originaria y fundamental del Ordenamiento jurídico a través de esas dos notas que alcanzan ahora su real significado en cuanto traducción de ese reforzamiento de la soberanía democrática: la Supremacía, indiscutible no sólo por la exigencia lógica de su función —como sostenía el positivismo— para construir el Ordenamiento sobre la base del principio formal de jerarquía, sino por el nuevo y superior grado de democratici80
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dad que contiene (la Constitución) convertido en criterio material de la jerarquía normativa; y la Normatividad, reforzada también no sólo en su carácter de obligatoriedad o eficacia, sino de «competencia» ya que al «pasar» realmente el Soberano a la Constitución (punto de vista bien distinto a las posturas formalistas que sostienen —según se correspondía con la teoría clásica del Poder constituyente— que el Soberano queda fuera de la Constitución, que es básicamente, a su vez, límite del poder) el Derecho adquiere unas competencias nuevas, prácticamente ilimitadas, que le convierten en un Derecho potencialmente transformador, como corresponde a ese nuevo carácter del Estado social como «reproductor» del orden social en su conjunto, lo que permite hablar de que, por esta vía, la dialéctica se instala en la Constitución. b) De otra, y puesto que el pacto social que sirve de base a la Constitución (del Estado social) contiene la contradicción básica del capitalismo, la relación Capital-Trabajo, esta contradicción entra, también, por primera vez, en la Constitución. De manera que la Constitución del Estado social, es, significativamente, Constitución de la contradicción. Hasta este momento la Constitución liberal era la Constitución del «orden», la Constitución «ideal» (e ideológica); ahora es la Constitución del «desorden» y, por ello, la Constitución real. De ahí que en la etapa del constitucionalismo liberal se pudieran construir las teorías «generales» del Derecho, en especial las «teorías puras» del Derecho, y en este sentido la construcción del Ordenamiento jurídico como dotado de unidad, coherencia y plenitud pudo surgir porque era sin duda una construcción técnica pero expresaba la realidad (jurídica) de esa ausencia de contradicciones. Ahora, al entrar en el Derecho la contradicción, en otros términos, la «negación» (el Trabajo), desaparecen los fundamentos reales de esa construcción del Ordenamiento que ya no es posible sólo construir a partir de la técnica —como en la fase anterior— sino que ahora ya la técnica se va a convertir en (y va a estar al servicio de la) ideología jurídica. En consecuencia, también aquí la contradicción Capital-Trabajo, esa dialéctica, se instala en la Constitución, afectando de manera directa a la cuestión del sujeto. Porque en la Constitución del Estado social entra, además del sujeto individual, un nuevo sujeto, un sujeto colectivo (el sujeto histórico, el Trabajo, que en esa Constitución se configura como «sujeto político» —no sólo en virtud de un conjunto de derechos y determinaciones que lo especifican jurídicamente y posibilitan y funcionalizan una dinámica política propia15, sino porque incluye, además, la «alternativa», igualmente contradictoria con la realidad existente, que incorpora y puede vehicular ese sujeto— tiene 15. G. Maestro, La Constitución del Trabajo, Comares, Granada, 2002.
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su expresión más explícita en el artículo 3.2 de la Constitución italiana, o, en su correlato, en el artículo 9.2 de la Constitución española). Hay que señalar, no obstante, que no es la primera vez que ese «sujeto colectivo o histórico» deja su huella jurídico-política y provoca efectos constitucionales; así ha ocurrido desde que tuvo lugar su aparición y manifestación histórica primera en 1848 y su impacto en la Constitución francesa del mismo año con sus efectos inmediatos en la profundización constitucional del principio democrático (ampliación del sufragio, de los derechos individuales, protagonismo del Parlamento, etc.) y, después, por citar el supuesto más representativo (considerando sólo como se viene haciendo el constitucionalismo occidental), con la Constitución de Weimar y sus nuevos «componentes sociales». En ambos casos se trata del trasunto de los movimientos revolucionarios de 1848 en Francia y de la Revolución espartaquista alemana de 1918 que, si bien obligan a ciertas concesiones, sin embargo, en cuanto se trata de «Revoluciones fracasadas», ese nuevo sujeto o «sujeto histórico colectivo» no es reconocido constitucionalmente como tal y queda fuera de la Constitución. Sucede, además, que en cuanto el Estado social se convierte en supuesto y principio básico de la Constitución, resulta afectado todo el contenido de la misma (en la Constitución española figura en la norma de apertura, de manera que, antes que ninguna otra consideración, antes que ningún otro contenido y, por tanto, condicionándolo, «España se constituye en un Estado social») que, por consiguiente, debe entenderse a partir de él, desde su significado, afectando específicamente esta proyección al «sujeto individual», cuyos derechos y determinaciones jurídicas tienen que adquirir ya otra perspectiva y contenidos respecto de las propias del constitucionalismo liberal (y así lo han reconocido los Tribunales constitucionales a través de creaciones jurisprudenciales como las del «deber de protección», superando la visión puramente negativa o de «no hacer»; la de la «especificación del Derecho», buscando su adaptación a la situación del sujeto, superando el universalismo y formalismo anterior; la «irradiación y vis expansiva» de los derechos, abarcando nuevos ámbitos, dando lugar a nuevos derechos incluso no vinculados sólo al sujeto individual ni en su objeto ni en la legitimación para exigirlos o convirtiéndolos en parámetro de «relaciones jurídicas de la vida social», es decir, privadas). Por consiguiente, en y a través de la Constitución del Estado social se despliega de forma bien compleja la dialéctica del sujeto. Y, simultáneamente y a consecuencia de lo anterior, se produce un cambio en el ámbito y función de lo público y de lo privado, hasta el punto de que tiene lugar no sólo una «redimensión de los mismos», sino que cambia el sentido de su interconexión, todo lo cual es trasladable a la relación Derecho público-Derecho privado, que registra ahora una dialéctica 82
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diferenciada de la que se producía en las fases históricas antes contempladas en la que lo público, el Derecho público, era exclusivamente una función de lo privado, del Derecho privado. Porque el sujeto jurídico individual, desde que se configura con la Modernidad como centro de la vida social, aparece —se decía ya en el capítulo anterior— escindido o con dos ámbitos diferenciados: el privado, el de sus intereses, el de la desigualdad, y el público, el de la igualdad, el del formalismo y la abstracción. En realidad esta escisión está ya en los primeros teóricos iusnaturalistas cuando hacían al hombre individual sujeto de los derechos que le correspondían por naturaleza (ámbito privado) y a la vez partícipe y, por tanto, configurador del contrato social del que surgía el Estado (ámbito público); y lo cierto es que esta escisión se ha mantenido, debiendo añadirse que en esta división de ámbitos se fue acentuando cada vez más la importancia del ámbito privado o de la diferencia y disminuyendo correspondientemente el público o de la igualdad. Sin embargo, en el constitucionalismo del Estado social se invierte la tendencia, por cuanto las Constituciones del Estado social se definen justamente por eso, por basarse en la inclusión de lo contradictorio, de lo diferente, resultando así que la «diferencia» pasa a lo público a través de una relación jurídica directa con el Estado (es el espacio de los derechos sociales) y, por consiguiente y en la medida en que se produce esta ampliación de lo público, se produce también una ampliación de espacios desmercantilizados, juridizados mediante un Derecho que, por tanto, no es el Derecho del intercambio16. De ahí la transformación que se produce también en el ámbito de las Fuentes del Derecho y el cambio relativo de relevancia de las categorías de los Derechos privado y subjetivo respecto a las del Derecho público y objetivo. Hay que señalar, no obstante, que, en cuanto el Estado social es, en último término, un pacto «defensivo» del sistema en su conjunto, como antes se indicaba, el constitucionalismo también lo recoge, estableciéndose una serie de «defensas» jurídicas a esta ampliación de espacios desmercantilizados; y una de ellas es la configuración de buena parte de ese Derecho (la que se corresponde con la mayoría de los derechos sociales) a través de preceptos constitucionales con escasa densidad jurídica que posibilitan una también escasa o nula justicialidad y, además, presentan el carácter de amplia disponibilidad por parte del legislador17; la «defensa» ha mostrado su eficacia y no sólo no se ha debilitado (pese a los notables esfuerzos de la doctrina más crítica del Derecho constitucional 16. K. Polanyi, La gran transformación, FCE, México, 1992. 17. G. Pisarello, Los derechos sociales y sus garantías, Trotta, Madrid, 2007. Las sugerencias de J. L. Cascajo (La tutela constitucional de los derechos sociales, CEC, Madrid, 1988) cobran nueva actualidad.
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para potenciar su eficacia desde la «irreversibilidad de las conquistas sociales» en la línea del «paradigma progresivo del Derecho constitucional», a la configuración de los derechos sociales como garantía institucional, o la inconstitucionalidad por omisión de especial relevancia en este ámbito, en el que es constitutivo del Derecho el actuar, o, en otro orden de cosas, obtener las consecuencias posibles del entendimiento de que la Constitución del Estado social permite establecer una prioridad en el gasto o incluso fijar una renta mínima18), sino que cabe decir que se ha «fortalecido» a medida que el Estado social, en cuanto supuesto material del constitucionalismo, entraba en crisis, como después se verá. De nuevo se comprueba así la «historicidad» no sólo del Derecho, sino de «los derechos», en el sentido de que son formas sociales específicas de relaciones sociales también específicas y no cualidades o caracteres naturales de los hombres19. Es, pues, la entrada de la contradicción en la Constitución, el que, por primera vez, se exprese jurídicamente la contradicción y, con ella, la desigualdad y la diferencia, lo que es característico y definitorio de esta fase del constitucionalismo. Se podría decir, incluso, para mostrar su relevancia, que ese hecho trasciende el ámbito constitucional y denota una especificidad histórica más general que, en alguna medida, se contiene en lo dicho hasta ahora (en el capítulo anterior) pero que debe hacerse más explícito. Se trata de destacar que, en los modos de producción anteriores, en los modos de producción precapitalistas (en el esclavismo en sus distintas formas y en el feudalismo en sus distintas variantes, ya que entre las virtualidades de la metodología del concepto de modo de producción que aquí se utiliza está la de permitir, sin falseamiento histórico, referirse a períodos amplios y sociedades distintas que, aun con singularidades institucionales, comparten elementos definitorios como las relaciones de producción), la desigualdad (en esas relaciones) no sólo era un hecho real, sino que se mostraba con toda transparencia, se justificaba y se teorizaba como base del sistema; es bien conocido como las concepciones de la que se considera la polis clásica, no sólo sostenían sino que se basaban en la desigualdad de los hombres, que daba lugar a que «por naturaleza» unos fueran libres y otros esclavos y aun a la exigencia «lógica» (a partir de la material) de la esclavitud para la existencia, perfección y disfrute de la libertad (nadie se siente libre si a su lado no hay alguien que se siente esclavo); y asi18. G. Pisarello y A. de Cabo (eds.), «Introducción: la renta básica como derecho ciudadano emergente: elementos para un debate», en La renta básica como nuevo derecho ciudadano, Trotta, Madrid, 2006, pp. 9-18. 19. U. K. Preuss, «Sull contenuto de classe della Teoria Tudesca dello Stato de Diritto», en P. Barcellona (ed.), L’uso alternativo del Diritto I, Laterza, Bari, 1973.
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mismo, inscrito en el centro mismo del feudalismo europeo estaba la transparencia con la que se mostraba la concepción de la desigualdad, a la que se justificaba y se convertía en fundamento del sistema a través precisamente de la teorización estamental en virtud de la cual (y la iglesia mostró argumentos que la acreditaban) el nacimiento determinaba vitalmente el estatus de cada uno, de manera que se establecía una correspondencia inmediata entre Derecho y realidad, en el sentido de que a cada «realidad» diferenciada, a cada estamento, correspondía un estatus, con la peculiaridad de que —era la aportación más significativa de la teología católica en una aplicación vulgarizada del neoplatonismo— existía, además, el «deber» de mantenerse en ese estamento y con ese estatus porque ése era el «plan divino de la Historia» (su trasgresión sirvió para calificar y tratar como «herejías» ideas y movimientos sociales). Sin embargo, con el capitalismo —que como se verá se va a caracterizar, en adelante y en general, por la opacidad en su funcionamiento que comienza a manifestarse ahora— la desigualdad real que sigue existiendo (en las relaciones de producción Capital-Trabajo) ya no se muestra ni se teoriza, sino que se hace justamente lo contrario, se rechaza, y lo que se juridiza y se teoriza es la igualdad (en el ámbito privado —como se decía— los códigos civiles atribuyen la personalidad jurídica sólo por el nacimiento y en el público las constituciones proclaman la igualdad ante la ley). Y esto es lo que se rompe ahora con el constitucionalismo del Estado social en cuanto, como repetidamente se ha dicho, la contradicción, la desigualdad, la diferencia, entran en la Constitución. Por eso es perfectamente explicable que puedan ahora surgir teorías no ya de la igualdad —como en toda la fase del Estado liberal de Derecho— sino de la desigualdad, de la diferencia y de la contradicción. Es lo que ocurre con las distintas posiciones que pueden incluirse bajo la rúbrica de «uso alternativo del Derecho». Simplificadamente, sostiene que el Derecho no es neutral ni los operadores ni la aplicación del Derecho (la subsunción del hecho en la norma) cumplen una función exclusivamente técnica. Se denuncia, pues, la tradición liberal, especialmente en las construcciones positivistas, que además de depurar el tratamiento del Derecho de toda cuestión axiológica en cuanto «no jurídica», presentan ese tratamiento del Derecho existente como indiscutible y legitimador en cuanto construcción científica. Frente a ello afirma: a) Que el Derecho es una forma política en la que se registran tanto la voluntad e intereses de la clase dominante como las conquistas sociales históricamente conseguidas. b) Que, en consecuencia, el operador jurídico, objetivamente, realiza siempre una función política de uno u otro signo. La actitud prevalente ha sido realizar a través del Derecho los intereses de la clase dominante, pero también es posible en la aplicación e interpretación 85
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del Derecho tratar de realizar la otra opción, que es la de la mayoría social, por lo que el «uso alternativo del Derecho» debe entenderse como el propósito de realizar, de trasladar el principio democrático al interior del Derecho. Es decir, el Derecho puede entenderse y aplicarse de forma alternativa porque aloja en su seno la «totalidad» social y también, por tanto, la contradicción propia de las sociedades de clase20. Y como un presupuesto previo para desplegar su proyecto alternativo, se produce en esta corriente una revalorización de la Constitución frente a la legalidad ordinaria propia de la fase anterior. Resulta, no obstante, llamativo que basándose la corriente del «uso alternativo» en estos supuestos, y especialmente en la entrada de la contradicción (Capital-Trabajo) en el Derecho y en primer término en la Constitución (lo que también concuerda con la relevancia que se le atribuye), sin embargo no se le dé a su construcción un carácter «histórico» (que por otra parte sería lo que corresponde al método y concepciones de que parten, en una u otra forma de carácter marxista), es decir, no se conecte con el Estado social y con el constitucionalismo del Estado social, que es cuándo y por qué se produce ese tipo de Derecho del que pueden predicarse los caracteres que se le atribuye y tiene los componentes de los que parte. Es, en efecto, sorprendente que no aparezca en sus defensores —de alto nivel técnico, por otra parte— ninguna vinculación con el Estado social ni con el constitucionalismo específico del Estado social, de manera que si no fuera porque resultaría incompatible con sus planteamientos, parecería que se incurre en ahistoricismo y que los caracteres que atribuyen al Derecho pueden referirse a cualquier Derecho, de cualquier tiempo y lugar. En todo caso, de lo que se ha dicho hasta ahora puede deducirse que con el surgimiento del Estado social se produce una verdadera refundación de la Constitución, en cuanto es la Constitución el lugar privilegiado en el que se proyecta el Estado social. No obstante, hay que hacer dos observaciones finales: 1.ª Ciertamente, basándose en todo lo anterior, hay que afirmar que carece de fundamento y es, como se sabe, una posición más ideológica que científica o técnica, la que (desde Forsthoff) viene sosteniendo que el Estado social no tiene especificidad propia ni significado constitucional sino que su lugar y desarrollo es infraconstitucional. Peso a ello, esta posición tiene la virtualidad de poner de manifiesto un hecho 20. El texto «fundacional» de la corriente es el antes citado, dirigido por P. Barcellona. En España está muy dignamente representada por los trabajos de P. Andrés, N. López Calera y M. Saavedra en Sobre el uso alternativo del Derecho, F. Torres Editor, Valencia, 1978. Es también muy útil el trabajo de P. Costa, «La alternativa ‘tomada en serio’: manifiestos jurídicos de los años 70»: Anales de la Cátedra Francisco Suárez 39 (1990).
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que puede integrarse en el análisis que aquí se hace y en concreto en los mecanismos «defensivos» que se han desarrollado frente a los posibles «excesos» y virtualidades del Estado social: derivarlo y reducirlo al ámbito de las normas puramente administrativas y procedentes del Ejecutivo tiene sentido no sólo para «funcionalizarlo», sino también y de manera destacada para, a través de ellas, «recuperar» la unidad y la coherencia del Ordenamiento jurídico amenazada por la contradicción que a partir de la Constitución podría extenderse al resto de las fuentes. 2.ª Y, en segundo lugar, subrayar que la relevancia constitucional del Estado social que aquí se ha intentado poner de manifiesto, no se ha traducido en una relevancia semejante en el orden teórico, doctrinal y jurisprudencial que debería haber dado lugar —como se ha indicado antes— a una reelaboración del Estado de Derecho tanto en ámbitos como el de los derechos, las fuentes, la aplicación o la interpretación normativa en general y, desde luego, de la Constitución. Por el contrario, se ha seguido viviendo de las concepciones y categorías del Estado liberal de Derecho en cuyos viejos moldes se ha tratado de subsumir la nueva realidad del Estado social de Derecho21. En este sentido se ha seguido sosteniendo por la doctrina dominante y la jurisprudencia constitucional de los diversos países europeos que, al margen de las «diversidades concretas» que pueden encontrarse en los textos constitucionales, existen una especie de «modelos» prevalentes para el tratamiento de los distintos ámbitos constitucionales (derechos, tipos de Estados, partidos políticos) que permiten homogeneizar esas problemáticas y deducir a partir de ellas una serie de «principios» que los ponen en relación y terminan preservando la unidad interna de la Constitución así como identificando un «modelo preconstitucional conjunto»22. Es decir, se relativiza la importancia y especificidad del constitucionalismo del Estado social (sólo se admite que ha producido «diversidades concretas») y se trata de recuperar de nuevo el dogma de la unidad y coherencia, a partir de la Constitución, del ordenamiento jurídico. Sin embargo, es bien significativo que fuera del ámbito jurídico constitucional sí se haya tenido conciencia del cambio que supuso la aparición del Estado social. Así, llega a decirse que la transformación que supuso fue tan profunda y completa que ha creado una «nueva Modernidad» y una nueva consideración y definición de «lo moderno» que estaría presente en las también nuevas formas de la «cultura de masas». En estas nuevas formas se expresaría lo que podría llamarse el «bienes21. L. Ferrajoli, «Stato sociale e Stato di Diritto»: Política del Diritto XIII (1982). 22. Las expresiones son del Tribunal Constitucional alemán (U. Volkman, «El Derecho Constitucional entre pretensión normativa y realidad política», trad. de I. Gutiérrez»: Teoría y Realidad Constitucional 21 (2008).
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tar de la cultura de masas» que tendría como manifestación primera las creaciones iniciales de lo que se conoce como «arte pop». A través de él, la cultura y el arte popular no sólo alcanzan un nivel y una difusión y participación nunca alcanzada, sino que tendría como característica presentar aspectos de «transgresión» de la cultura y el arte no popular, el propio y habitual de las elites, reproduciendo conscientemente de manera deformada los modelos clásicos de la cultura de esas elites en forma próxima a la burla. Sería reconocible este fenómeno en distintos aspectos, pero se puede poner como ejemplo paradigmático la relación y la correspondencia entre los Beatles y la música clásica23. 4. LA
DINÁMICA DEL ESTADO SOCIAL Y DEL CONSTITUCIONALISMO DEL ESTADO SOCIAL: EFECTOS EN EL INTERIOR Y EN EL EXTERIOR DE LOS ESTADOS
4.1. Efectos en el interior: la crisis del Estado social y del constitucionalismo del Estado social Se ha sostenido que el Estado social estuvo en crisis desde que apareció. Hasta cierto punto es así, desde un doble punto de vista: 1. Se puede afirmar que su situación fue siempre «crítica», en cuanto su permanencia dependía de una circunstancia de continuidad tan insegura como era la de que siguiera la fase de fuerte crecimiento económico iniciada en la posguerra, única forma de responder a las exigencias respectivas de Capital y Trabajo en una fase histórica también específica de contraposición equilibrada. O, en otros términos, de que el proceso de acumulación alcanzara el grado suficiente para superar el nivel de las contradicciones en esa fase histórica del desarrollo capitalista. En definitiva, que el crecimiento fuera suficiente para atender a las exigencias que planteaban en ese momento tanto el Capital como el Trabajo. 2. Pero es que, además, en cuanto se trataba de un pacto que —pese al desequilibrio que se vio antes— obligó a renuncias y limitaciones mutuas, estuvo sometido desde el principio a la «tensión» desarrollada por ambas partes que actuaban «críticamente» respecto del pacto: el Capital por las diferentes disfuncionalidades que le atribuía (burocratismo, detracción de recursos excesivos al ámbito privado, rigideces en el mercado laboral, despilfarro, etc.) y el Trabajo por no cumplir el programa igualitario y transformador que esperaba de él y convertirse, por el contrario, en un freno para la alternativa. 23. En el muy recomendable y singular libro de J. L. Pardo, Esto no es música, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2007.
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Para aproximarse a la dinámica de ese pacto que conduce a la crisis o «reforma» del Estado social, como también se la ha denominado24, hay que partir como elemento básico de que, si se acepta lo dicho hasta ahora, el Estado social supone una nueva forma de interrelación entre «lo económico» y «lo social» que tiene lugar en y a través del Estado; el Estado se convierte en el lugar de mediación, en el lugar privilegiado de la lucha de clases, lo que produce inmediatamente una forma también nueva de socialización del Estado y de estatalización de la sociedad (como se puso de manifiesto en el hecho de que apenas hubo conflicto o reivindicación que no se convirtiera inmediatamente en demanda hacia el Estado y exigiera una intervención de éste); expresado todo ello en la Constitución también da lugar al fenómeno de «hiperconstitucionalización», ya que toda demanda o conflicto en su versión jurídica trata de encontrar su apoyo primero en la Constitución con una cierta desvalorización del resto de las normas que componen el Ordenamiento jurídico. De este hecho (de la nueva fórmula de interrelación entre «lo económico» y «lo social» a través del Estado) se derivan dos consecuencias: — La configuración de una estructura objetiva de articulación entre el ámbito jurídico-político y el económico de tal naturaleza que pasó a ser un condicionante básico del proceso de acumulación25, hasta el punto de que, al ser interdependientes, los cambios en uno de ellos implicaron cambios en el otro. — Asimismo, la configuración de una relación de interdependencia entre Estado social, Estado democrático y Estado de Derecho26, con la misma consecuencia implícita y potencial de que los cambios en alguno de ellos repercutieron y condicionaron el desarrollo de los otros. Y precisamente estas dos consecuencias, estos dos tipos de articulaciones a través del desarrollo de las interrelaciones que generan, serán las que den lugar y expliquen la dinámica (la dialéctica) última del pacto en el que el Estado social se basa y que terminará llevando a la crisis del mismo y del constitucionalismo que lo expresaba.
24. R. Jessop, El futuro del Estado capitalista, trad. de A. de Cabo y A. García, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2008. Pedro Montes señala, con razones bien atendibles, que debiera hablarse más que de crisis del Estado social, de crisis del capitalismo, incapaz de mantenerlo (El desorden neoliberal, Trotta, Madrid, 1996). 25. J. Bowles y H. Gintis, La crisis del Estado democrático liberal en los Estados Unidos, cit. 26. La afirmación de esta interacción recíproca se encuentra, si bien desde supuestos muy distintos, en M. G. Pelayo, «El Estado social y democrático de Derecho en la Constitución española», en Las transformaciones del Estado contemporáneo, Alianza, Madrid, 1991.
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4.1.1. La articulación entre los ámbitos socioeconómico y político Como se decía, el Estado social dio lugar a un tipo de interrelación entre los ámbitos socioeconómico y político de la que pasó a depender el proceso de articulación. Y eso implicaba que si en uno de ellos se producían cambios significativos debían también producirse en el otro. Y esto es justamente lo que ocurrió: la crisis de los años setenta produjo un cambio tal en el ámbito económico que muy pronto se proyecta en el jurídico-político, dando lugar a lo que se ha venido conociendo como «crisis del Estado social». Y ello porque la salida de la crisis y su superación (naturalmente desde los supuestos del capitalismo, desde el interior del sistema y para defenderlo y mantenerlo) implicaba de manera necesaria la transformación profunda del Estado social. Porque ocurría que cualquiera que fuese la postura que se sostuviera sobre las causas de las crisis, todas conducían a esta misma exigencia: la salida de la crisis exigía el cambio del Estado social. Hay que tener en cuenta que en este momento (años setenta) las teorizaciones sobre las crisis económicas versaban sobre el capitalismo productivo sin que se incluyera, como en el actual, la relevancia y especificidad del financiero y especulativo con su efecto en la economía real tal como se ha producido en 2008. Y sucedía que esas teorizaciones (las básicas eran las de «la concepción orgánica del capital» que sostenía la tendencial baja en la tasa media de beneficio por el permanente aumento de la relación entre capital constante y capital variable característico del capitalismo moderno; las subconsumistas, por las dificultades de realización del exceso de plusvalor propio del capitalismo moderno, que podrían servir para contribuir a explicar la crisis actual en cuanto fue el agotamiento del capitalismo productivo ante la imposibilidad de proporcionar el permanente aumento de plusvalía lo que desvió al capital hacia la excitación del consumo improductivo mediante ofertas crediticias especulativas; las que acentuaban la importancia del factor salarial como coste de producción y, por tanto, entendían que las reivindicaciones salariales habían llegado a un límite de imposible satisfacción; y las que situaban directamente en el comportamiento del Estado social, en sus exigencias reguladoras y rigideces y en sus gastos sociales, el origen de la crisis) coincidían en que para la superación de esa crisis era necesario, como prerrequisito imprescindible, eliminar el obstáculo que suponía el Estado social27. Es decir, modificar el «pacto», en cuanto, al desaparecer aquella circunstancia histórica que lo hizo posible (el crecimiento) se hacía imposible mantenerlo en los mismos términos y se va a sostener, 27. O. E. Wright, Clases, Crisis, Estado, Siglo XXI, Madrid, 1983.
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como supuesto general, que la etapa histórica del intervensionismo del Estado ha terminado y se hace necesario reducir y cambiar el sentido de sus competencias en los dos ámbitos que le eran propios: en el económico y en en social. En el económico (y de forma simplificada por tratarse de aspectos bien conocidos) se entiende que los gastos del Estado suponen una detracción insostenible para el sector privado, que debe recortarse el consumo «improductivo» del mismo, acabar con los programas de corte keynesiano y las políticas que actúan sobre la oferta, «redimensionar» los mecanismos fiscales y privilegiar los monetarios; disminuir el ámbito de «lo público» y aumentar el de «lo privado», es decir, el Mercado, a través de la privatización, que llega a instalarse en el Estado pues no sólo se privatizan buena parte de sus servicios e instituciones, sino que se introduce en el propio Estado la lógica privada del beneficio y de la eficacia apoyando de manera privilegiada lo productivo medido preferentemente en términos económicos; en este sentido debe destacarse la conversión del Estado social en lo que se ha llamado el «Estado competitivo» (Jessop), es decir, el Estado que pone todo su énfasis en contribuir al nuevo dogma de la «competitividad», para lo que desarrolla nuevas funciones en la denominada «economía del conocimiento», en nuevas tecnologías e innovación, en facilitar la economía (las empresas) en red y «flexible» (y con trabajo también flexible) que faciliten su internacionalización. En el ámbito social, y para no abundar en aspectos también sabidos, lo más destacado es que todo va a girar alrededor de este supuesto: subordinar la política social a la política económica; incluso hacer de la política social un aspecto de la política económica. Lo que supone dos objetivos: de un lado, eliminar en una u otra forma lo que el Estado social supuso de (relativa) «desmercantilización de la fuerza de trabajo» procurando su mercantilización plena y contribuyendo, aunque sea bajo nuevas formas, a la aparición del «ejército de reserva» (trabajo desempleado) tan necesario para el aumento de la plusvalía absoluta y un mecanismo siempre tan inevitable como necesario para salir de las crisis como se manifiesta en la actual; de otro, encauzar, dirigir y/o relativizar los gastos en servicios sociales (con las exigencias mínimas de legitimación y clientelares por motivos electorales) en función de su productividad. Un caso paradigmático lo representa la política educativa con el paso de la educación entendida en términos humanos de perfeccionamiento y sociales de homogeneización e inclusión, a su consideración como inversión rentable a corto plazo, eficiente y adaptada al movimiento errático y volátil del mercado. La cuestión no ha hecho más que acentuarse como se manifiesta en que cada vez con más intensidad los actores y gestores económicos formen parte de las decisiones curriculares y que se tienda a la convergencia educativa «por encima de 91
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las fronteras»28 (es, como se sabe, el significado último del Espacio Europeo de Educación y del Plan Bolonia). En definitiva, el Estado sigue cumpliendo una de las funciones propias del Estado capitalista: contribuir a proporcionar la fuerza de trabajo en las condiciones adecuadas al momento histórico del proceso de acumulación. Para todo lo cual, para que esta readaptación de las funciones del Estado tanto en el ámbito económico como en el social haya sido posible, ha sido necesario que desaparezca el otro requisito que (junto al de la fase de crecimiento) hizo posible el Estado social: la situación equilibrada del Trabajo respecto del Capital con un progresivo debilitamiento de este último hasta el punto de presentar las características de una «derrota histórica» del movimiento obrero (otra cosa es establecer las complejas causas que contribuyeron a ello), lo que va a permitir que se cumpla lo que aparece como una constante histórica y una exigencia, como es el que toda crisis implica en una u otra medida, como respuesta y reacción defensiva del Capital, una desvalorización del Trabajo, tratándose con ello de reestablecer la relación Capital-Trabajo en términos de una recomposición orgánica favorable al Capital. Antes se dijo algo y después se especificará el efecto y vía práctica de su realización. 4.1.2. La articulación entre Estado social, Estado democrático y Estado de Derecho como base del vaciamiento del constitucionalismo social También aquí se va a producir una dinámica semejante a la anterior y que es común en las estructuras complejas con elementos interdependientes. Dada la articulación específica que tiene lugar a partir de la aparición del Estado social (en los términos en que se expresó) entre Estado social, Estado democrático y Estado de Derecho, y supuesto el carácter prevalente o condicionante que representaba en esa estructura el Estado social, si este último experimenta el cambio tan profundo que implicó su crisis, se acompañará de los cambios correspondientes de los otros dos (en el Estado democrático y en el Estado de Derecho). El fundamento lógico de esta tesis se afirma también desde perspectivas bien distintas a las que aquí se manejan. Así, desde los supuestos de la 28. Es el significado del Espacio Europeo y Plan Bolonia. La subordinación es tan clara que permite apreciar y explicar las diferencias entre «modelos». El anglosajón con el predominio de una economía basada en servicios postindustriales con una polarización entre la formación de elites muy cualificadas y un sector servicios muy amplio, flexible y de baja cualificación, y el europeo en el que, al predominar el «tejido» industrial en el proceso de acumulación, la actuación del Estado se concentra en las cualificaciones intermedias de alta productividad (vid. R. Jessop, El futuro del Estado capitalista, cit.).
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Teoría de los sistemas, se sostiene que la crisis del Estado social se debe a que dentro del Sistema no cabe un Centro y, sin embargo, el Estado social ocupó el Centro y produjo disfuncionalidades en los demás sistemas; por eso fue necesario —se afirma— suprimir la «centralidad» para que se recuperara la autorreferencialidad del sistema29. En definitiva, y volviendo al planteamiento que se viene haciendo, la crisis del Estado social socava los fundamentos del constitucionalismo a que dio origen, al proyectarse tanto en el ámbito democrático como en el jurídico —que se verán a continuación—, acabando en buena medida con la especificidad que en uno y otro se indicaba y generando, por tanto, una dinámica en este caso empobrecedora del orden constitucional. Efectos de la crisis del Estado social en el ámbito democrático La crisis del Estado social planteaba inicialmente una contradicción con los supuestos democráticos en que ese Estado se basaba (y que se recogían en la Constitución) que parecía irresoluble. Se podría formular en los siguientes términos: si la crisis del Estado social suponía —como se vio antes— la adopción de toda una serie de medidas y a la vez la desaparición de una serie de actuaciones que tanto unas como otras, y desde luego la unión de ambas, producían como resultado inmediato un evidente perjuicio para la mayoría social (la vinculada al Trabajo), cómo es posible que sea esa mayoría social la que, como es propio de la democracia, decida tales medidas y actuaciones que le perjudican, que van contra sus intereses y que, aún más, suponen una expropiación o una renuncia a situaciones, beneficios, incluso derechos con tanto esfuerzo conquistados y recogidos constitucionalmente. Porque, además, se contaba con el arma básica del principio democrático, de la democracia, que, en el Estado social y en el constitucionalismo que le daba cobertura, se había profundizado pasando del puro ámbito de la política, de la participación y los procedimientos, al de los fines, al social e incluso al económico30. Este avance de la democracia fue tan real que se percibió como un peligro desde dentro del sistema, hasta el punto de que comenzó a plantearse la posible incompatibilidad entre democracia y capitalismo o que esa compatibilidad sólo era posible en determinadas fases históricas, precisamente las fases de crecimiento31; pasada, pues, 29. N. Luhman, Teoría política en el Estado del bienestar, Alianza, Madrid, 1980. 30. F. Galgano, Las instituciones de la democracia capitalista, F. Torres Editor, Madrid, 1980. 31. La discusión se plantea ahora (vid. Bowles y Gintis, op. cit.), pero tiene una larga trayectoria anterior, desde los economistas liberales (vid. C. Offe, «Democracia competitiva de partidos y Estado de bienestar», en Parlamento y Democracia, Fundación
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esa fase, era necesario poner límites a esa democracia expansiva, a la «inflación de demandas» que suscitaba, en aras de la «gobernabilidad». Se confirmaba así la tesis del pensamiento crítico antisistema, según la cual la dominación en una sociedad de clases es tendencialmente autoritaria, por lo que la lucha por la democracia debe de figurar siempre en todo programa de liberación social. Efectivamente, eso es lo que ocurrió. Aquella contradicción «insoluble» se resolvió, finalmente, a través de una distorsión y rebaja de los niveles democráticos alcanzados. La tendencia se inicia desde un supuesto cuya enunciación podría revestir inicialmente la forma de un eslogan: «La Economía fuera de la Política». Se trata ya de un planteamiento frontalmente anticonstitucional, pues si algo significaba el constitucionalismo del Estado social era justamente su inclusión, la vinculación entre ambas con todo un abanico de interrelaciones y de competencias intervencionistas por parte del Estado. No obstante fue el criterio de partida, lo que se tradujo no sólo en que el sistema económico ya no se discute, como veremos enseguida, sino en que, efectivamente, algunas de las decisiones más importantes de la política económica se sustraen a las instituciones representativas. Tal ocurre con las medidas reguladoras del sistema económico que se sitúan en un órgano técnico (en lo que se llaman las Autoridades o Administraciones independientes que ahora aparecen) mientras las «relaciones industriales», la relación directa Capital-Trabajo, se desplazan a un espacio indefinido como es el de la «negociación» (bien a través del llamado modelo autoritario, corporativo o competitivo en los que fueron actores Gobierno, empresarios y sindicatos). Porque es bien significativo en toda la trayectoria seguida por la crisis del Estado social, que su gestión se realice también a través de un pacto32; de manera que si el origen del Estado social fue un pacto, puede decirse que también su crisis, su —como se la ha llamado— «desmantelamiento», se hizo también a través de otro pacto (el «Compromiso histórico» en Italia o incluso los Pactos de la Moncloa en España pueden verse así) bien distinto del primero, con actores posicionados de manera distinta y en condiciones y con objetivos muy diferentes Pablo Iglesias, Madrid, 1981) al «primer» Marx (La lucha de clases en Francia) al teorizar la dificultad que la Constitución de 1848 planteaba para la dominación burguesa. 32. También ante la crisis económica actual, con la que pueden desaparecer los últimos residuos del Estado social, se invoca, entre otras pero como medida básica, la necesidad de «gestionarla» a través de un nuevo pacto Capital-Trabajo, en posiciones claramente desequilibradas desfavorables a este último. Resulta así, de un lado, la obviedad de las circunstancias de necesidad y utilidad en las que el capital reclama el pacto social pero también, de otro, que pese a la constante afirmación de pérdida de relevancia y centralidad del trabajo en las sociedades de capitalismo desarrollado, su «colaboración», su sacrificio, si es central cuando se trata de superar la crisis.
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que lo configuran ahora como un verdadero pactum subiectionis sobre el que no puede basarse ya la democracia. Este «pacto de sujeción» se realiza mediante un proceso que conduce a la configuración de una de las partes como dominante y de la otra como dominada y, finalmente, al vaciamiento democrático del constitucionalismo social. Configuración de la parte dominante en el pacto de sujeción Como consecuencia de la crisis económica, resultó que —como se decía antes— su salida obligaba a una serie de medidas que necesariamente debían tomarse, porque eran demandas inexcusables del sistema económico al jurídico-político para salir de esa crisis. De ahí que los partidos políticos con opciones de gobierno desarrollaran políticas económicas coincidentes en lo fundamental, porque, desde dentro del sistema, no cabían alternativas. Se produjo así una coincidencia objetiva entre los grandes partidos que sentó las bases de lo que se revistió como «consenso», que fue ideológicamente potenciado como valor positivo y en expansión (cada vez sobre más cuestiones «debería» haber «consenso») a la vez que se desvalorizaba el disenso. A partir de aquí se producen distintas consecuencias empobrecedoras de la democracia constitucional. Así, como el sistema económico ya no sólo no se discute sino que se trata o regula de manera básicamente coincidente, la problemática política se desplaza a otras cuestiones, lo que hace que el «interés de clase» ya no sea el eje del alineamiento o posicionamiento político sino que ya son otros, de carácter general, cultural, de organización política, ideológico-religiosos, nacionalistas, lingüísticos, sin duda relevantes, pero que enmascaran y disuelven el conflicto básico en cuanto producen el «entrecruzamiento» de clases, en el sentido de que nada impide que pertenecientes a la misma puedan diferir y posicionarse de una manera distinta y a la inversa ante esas contradicciones secundarias en las que se ha terminado instalando la democracia. En la base de todo ello está el desplazamiento del Trabajo y del trabajador como principio de articulación social, con un claro contenido de clase, a la ciudadanía y al ciudadano con un claro carácter individual; se sostiene, incluso, la desaparición de la clase trabajadora (se dice que en su «versión tradicional») y la entrada definitiva en una «sociedad sin clases», o en la que la lucha de clases ha desaparecido y se celebra el fin de la contraposición Capital-Trabajo, y, por tanto, de la división Izquierda y Derecha. Asimismo, el pluralismo como valor constitucional, con el carácter específico que adquiere en el constitucionalismo del Estado social que incluye un Estado pluriclase, sufre un doble deterioro tanto en intensidad o calidad como en extensión o cantidad. En intensidad, en el sentido de que el pluralismo como valor constitucional recogido y reformulado 95
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expresamente en el constitucionalismo del Estado social, tenía la capacidad de poder alojar como contenido básico y definitorio del mismo la «contradicción», la «negación» u oposición antisistema y configurar la democracia como una democracia de alternativas. Pero a partir de lo que antes se expuso, dada la coincidencia objetiva en lo fundamental de los partidos dominantes, ha desaparecido la negación, la contradicción, la alternativa, y la democracia ya no es una «democracia de alternativa» sino de «diferencias» (que, por eso mismo, con frecuencia se exageran y dan lugar a una democracia «representada» no en sentido político sino teatral para simular —como antes se decía— la contradicción Gobiernooposición). Y en extensión o cantidad, porque también a consecuencia de esa coincidencia objetiva se reduce el espacio político, monopolizado por las grandes formaciones, el «Centro», todo ello acompañado de unos sistemas electorales que premian esas formaciones y penalizan las minoritarias, de sistemas de financiación de partidos que favorecen el mantenimiento de las posiciones dominantes, con el despliegue de una ideología también dominante exaltadora del consenso y deslegitimadora de la oposición antisistema, generándose un mecanismo que puede llamarse de alienación constitucional, consistente en utilizar la Constitución en alguno de sus aspectos o formulaciones para conseguir un fin no sólo distinto sino contrario para aquel para el que fue establecido y que por ello desborda la concepción más administrativa de la desviación de poder. Me refiero a hechos como el que supone utilizar el pluralismo, expresado como un valor constitucional, para, justamente, poner límite al pluralismo. La cuestión, como se sabe, no sólo ha encontrado defensores doctrinales en el ámbito más conservador anglosajón, sino notables teóricos europeos del pluralismo que se han alineado en esta misma tendencia y, sobre todo, defensores «en la práctica», como se ha puesto de manifiesto en España a propósito de las vicisitudes seguidas por la Ley de Partidos, la envolvente ideología que la protegió y su suerte final, que devolvió a la actualidad concepciones como la de la democracia militante33. Si a ello se unen ciertas medidas o resoluciones adoptadas en materia de terrorismo o al menos justificadas basándose en el mismo, se estaría muy cerca de practicar lo que podría llamarse un «Derecho constitucional del enemigo», es decir, que a quien se considere como enemigo del sistema se le debe de aplicar un Derecho constitucional distinto del reservado al ámbito intrasistema. Esta situación contribuye a reformar otros dos supuestos constitucionales (que también habían adquirido un significado reforzado en 33. J. Montilla (ed.), La prohibición de partidos políticos, Universidad de Almería, Almería, 2004.
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el constitucionalismo del Estado social) como son la democratización interna de los partidos y la participación política. Respecto de la democratización de los partidos (y prescindiendo del análisis que se ha hecho en otra parte acerca de las exigencias constitucionales formuladas de manera que imponen una «homogeneidad» con la consiguiente disfuncionalidad y perjuicio para los «partidos desiguales», es decir, los de clase, por su distinto papel y función —reconstrucción de la unidad política de la clase— que demandan dinámicas y organizaciones ciertamente democráticas pero diferentes) parece obvio afirmar que —a partir de lo dicho anteriormente— tiene ya un condicionamiento «estructural» que la desvirtúa: en cuanto los programas económicos son intrasistema y en esa situación de crisis tienen que recoger las demandas que inexorablemente impone el sistema económico, las decisiones sobre las cuestiones económicas básicas vienen impuestas, por lo que realmente «la democracia» tiene que limitarse a cuestiones accidentales, lo que, además, termina reforzando la posición de los dirigentes y debilitando la de los militantes, potenciándose, por tanto, las tendencias a la oligarquización. Respecto de la participación, porque la semejanza entre los grandes partidos (pese a sus intentos por diferenciarse) y sus programas (que aunque no sean estricta o detalladamente conocidos se percibe con claridad) deterioran la fortaleza de los vínculos no ya con el militante sino con el votante, porque, además, esos partidos —que ya no tienen un componente de clase— tratan de dirigirse al cada vez más amplio y fragmentario espectro social, de manera que tratando de alcanzar a todos terminan por no identificarse con ninguno34. Se produjo así una creciente democracia pasiva, con escasos estímulos a la movilización y sí al distanciamiento, dando lugar a esa «democracia de baja intensidad», en buena medida funcional a la gobernabilidad. Este hecho tendrá su contrapartida, generará su contrario, en el sentido de que buena parte de los movimientos sociales se declaren antisistema y desde luego extraconstitucionales, gestándose así lo que puede ser el componente de un nuevo «sujeto histórico». En todo caso, se produce a consecuencia de todo esto la erosión del otro supuesto constitucional básico como es la representación, cuya crisis ocupará a partir de este momento un importante lugar en el debate teórico. Si a ello se añade el gran protagonismo y poder que las Constituciones conceden a los («grandes») partidos políticos, se puede completar el cuadro no sólo de una democracia empobrecida sino de una democracia de bajo nivel constitucional (en cuanto la Constitución debe ser «activada» y «ejercida»). 34. Más ampliamente en C. de Cabo, La crisis del Estado social, PPU, Barcelona, 1986.
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Configuración de la parte dominada en el pacto de sujección Ciertamente todo lo dicho hasta ahora sobre los mecanismos para superar la crisis económica y las vías para imponer la «Razón económica», implican necesariamente un debilitamiento de la posición relativa del Trabajo, que posibilita aquella imposición (mediada) del Capital. Con ello no se hace sino confirmar la tesis conforme a la cual toda crisis económica y, naturalmente, su superación, implica (cuando esta superación tiene lugar en el interior del capitalismo con vistas a su recuperación) una necesaria desvalorización del Trabajo para recuperar la tasa de ganancia. Por tanto, es el mismo proceso —por eso es dialéctico— el que conduce a una parte de los que intervienen en el pacto social a configurarse como dominante y a la otra, simultáneamente, a configurarse como dominada. De forma más concreta fue la aceptación incluso como evidente y sin ningún rechazo, de que la propuesta para superar la crisis económica era la única posible, la que condujo al sacrificio desproporcionado —desde la posición ya debilitada que ocupaba en ese momento— de una parte respecto de la otra. Porque, efectivamente, además, la propuesta presentada como única se imponía necesariamente (aun dentro de las variantes accidentales que podrían introducirse) si se planteaba desde dentro del sistema. Y el Trabajo, a través de su expresión organizativa política y social, no estuvo en condiciones de plantearse una «alternativa», es decir, una salida de la crisis distinta a la intrasistema. Una serie de circunstancias posibilitaron este debilitamiento de la fuerza de trabajo. Aparte de circunstancias externas (como la desaparición de la Unión Soviética, la institucionalización de la globalización con el desplazamiento de decisiones a organizaciones supraestatales y que luego se verá), entre las interiores destaca la que da lugar a la progresiva división del movimiento obrero. Inicialmente se puede señalar la transformación que experimenta el Trabajo con la aparición de un nuevo tipo de trabajadores «flexibles», distinto del trabajador tradicional, creando la primera división entre éstos y aquéllos; a ello hay que unir la subsiguiente al desempleo que se origina con la crisis económica y que no sólo produce una disminución de los trabajadores activos, así como la división entre trabajadores con empleo y sin empleo (con una problemática y unos intereses bien distintos, que además no cuentan con una representación proporcionada en sus organizaciones, en beneficio de los trabajadores con empleo), sino que el desempleo genera en sectores con empleo una inseguridad, una hipervaloración de su puesto de trabajo, que les desmoviliza para ir más allá de reivindicaciones puramente defensivas de lo que se posee, todo lo cual se potencia con una utilización ideológica y propagandística adecuada de la «tragedia» del paro; deben añadirse 98
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también las divisiones que genera la separación cada vez más radical entre los trabajadores de la gran empresa, del capital monopolístico y los del capital competitivo (pequeña y mediana empresa) con problemáticas distintas, con condiciones de trabajo y representación sindical distintas y, finalmente, la división que ha supuesto el distinto tratamiento que se ha aplicado al trabajador nacional y al extranjero, con las complejas cuestiones añadidas y bien conocidas. Se posibilitó así, un poder cada vez mayor de las cúpulas burocráticas dirigentes sobre las bases progresivamente más débiles e inactivas, que permitió a los sindicatos actuar más como elemento de control y orden que de reivindicación y avance, lo que los convirtió en el cauce institucional adecuado para canalizar y amortiguar el conflicto y transmitir finalmente el coste de la crisis a la clase trabajadora (acentuándose cuando se vinculan a opciones políticas socialdemócratas en el gobierno, de acuerdo con el histórico papel de éstas en la gestión de las crisis capitalistas). Como resultado añadido hay que constatar la pérdida de intensidad y representatividad de la democracia social (junto a la política vista antes) pues buena parte de los trabajadores cada vez se sienten menos representados, se apartan de las organizaciones de clase, se incorporan a fragmentadas organizaciones corporativas, se desmovilizan totalmente o lo hacen en protestas espontáneas y hasta terminan buscando la salida individual que termina con frecuencia en la delincuencia (especialmente juvenil) ya que es un hecho demostrado la relación entre crisis del Estado social y aumento de la delincuencia especialmente juvenil35. Todo ello produce dos consecuencias: La primera, es que esta debilidad del Trabajo disminuye notablemente su capacidad para ejercer como «sujeto político» tal como se le configuraba en las Constituciones del Estado social y, por consiguiente, para ejercer y defender sus derechos sociales, pues, ciertamente, la garantía constitucional no es sólo la jurídico-formal sino, y, en este caso, habría que decir de manera fundamental, «la social»36; y en el supuesto del constitucionalismo del Estado social la mejor garantía de lo que para el Trabajo representó el Estado social, habría sido un movimiento obrero que hubiera mantenido la fuerza inicial del pacto en que aquél consistía para convertirse en su guardián; de ahí, a contrario sensu, su debilitamiento fue, como se ha visto, una de las circunstancias que permitieron lo que se ha llamado la «crisis del Estado social». La segunda es que este debilitamiento del movimiento obrero introdujo dos fenómenos de «distorsión democrática»: de un lado que la adopción de medidas perjudiciales para la inmensa mayoría como 35. P. Andrés, «El Estado social en el ‘banquillo’»: Jueces para la Democracia 14 (1989). 36. G. Pisarello, Los derechos sociales y sus garantías, Trotta, Madrid, 2007.
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fueron las que tradujeron la crisis del Estado social se adoptaran con una conflictividad social mucho menor de la que podía ser previsible; de otro, que partidos políticos que fueron los encargados de realizar políticas que incluían ese tipo de medidas, es decir, políticas de «ajuste duro» del corte más exageradamente neoliberal, no sólo no fueran sancionados sino que con frecuencia fueran respaldados por las urnas. Finalmente, podrían formularse como conclusiones teóricas las siguientes: 1.ª La crisis del Estado social y la forma de gestionarla, implicó la subordinación de la «Razón política», es decir, de la democracia y de los valores, a la Razón económica. 2.ª El reformismo —en lo que consistía el Estado social— se ha demostrado inviable cuando —y aunque parezca paradójico— en el horizonte real ha desaparecido la posibilidad de la alternativa, es decir, de la revolución. 3.ª El Estado se ha demostrado, una vez más, que sigue siendo un presupuesto necesario para la existencia social del Capital. La especificidad actual consiste en que el Capital genera sus crisis pero es incapaz de resolverlas, de manera que la superación le viene de fuera y el Estado es uno de sus elementos básicos para poner a su disposición los recursos colectivos y, de nuevo, lo público a disposición de lo privado. La crisis del Estado social y sus efectos en el ámbito jurídico De lo expuesto se deduce ya la repercusión inmediata de la crisis del Estado social en el nivel más alto del Ordenamiento jurídico como es el constitucional. Ocurre así que el deterioro visto antes del ámbito democrático y social ha socavado los fundamentos de la Constitución (del Estado social) basado justamente —tal como se indicó en su momento— en aquel específico Poder constituyente. En efecto, el deterioro de esos ámbitos hace perder a la Constitución los fundamentos que la legitimaban y que, mientras se mantuvieran, garantizaban la eficacia de su proclamada (nueva) normatividad. La Constitución se convierte —en aspectos básicos del Estado social— en una estructura colgada en el vacío. Porque lo característico de la situación es que la crisis del Estado social que se produce en la realidad se hace sin modificaciones en la Constitución, que permanece, formalmente, sin modificaciones, de manera que desde el punto de vista estrictamente jurídico positivo se puede seguir hablando del constitucionalismo del Estado social. Y esto es importante porque (aunque como se dijo antes y desde un punto de vista real la normatividad constitucional se debilita como toda la Constitución «social») sigue siendo, pese a todo, la Constitución de la que se siguen predicando los caracteres formales de supremacía y normatividad con el radicalismo 100
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con que en principio se han construido por la doctrina y jurisprudencia constitucional modernas y que, entre otros aspectos, los ha referido a la totalidad de la Constitución (desapareciendo la vieja distinción de las normas puramente programáticas). De ahí que se asista a un fenómeno complejo en el que se aloja también una nueva «dialéctica de la Constitución». La Constitución se incumple en supuestos básicos del Estado social recogidos en ella como son los referidos a objetivos o fines propios de la intervención del Estado en materia de política económica (pleno empleo, redistribución de la riqueza) o a los medios, bien los específicamente previstos (planificación, política fiscal) bien los genéricamente necesarios para introducir el reformismo en el modelo socioeconómico («remover los obstáculos o promover las condiciones para que la libertad e igualdad sean reales y efectivas») en cuanto pasó a ser competencia atribuida por la Constitución a los poderes públicos37. Todo ello no sólo no se cumplió (mediante «omisión constitucional») sino que se tomaron medidas, se sancionaron políticas y se pusieron en marcha actuaciones de los «Poderes públicos» que claramente eran contradictorios o hacían imposibles el logro de aquellos objetivos o la utilización de aquellos medios (desde las que favorecían directa y exclusivamente el ámbito mercantil-empresarial a las directamente debilitadoras del Trabajo, como las reformas laborales o la interpretación y aplicación de los derechos sociales en el sentido menos favorable que permitía la Constitución; a ello se une todo el proceso de privatizaciones por cuanto a través de las mismas se «priva» al Estado de los recursos necesarios para cumplir los objetivos del Estado social). Este incumplimiento de la Constitución a través de normativas habilitadoras de políticas que posibilitan —y aunque sea repetitivo— el desempleo, aumento de la desigualdad, reducción de prestaciones, disminución del Trabajo en la renta nacional, aumento de su contribución en los impuestos del Estado, etc., y que, por tanto, lo muestran ostentosa, escandalosamente, se ha hecho sin ninguna reacción en el orden jurídi37. De ahí que, frente a posiciones defensoras de la «neutralidad» del texto constitucional en materia socioeconómica o de la inoperatividad constitucional de la «cláusula» del Estado social, el Tribunal Constitucional español haya considerado al Estado social supuesto fundamental de la Constitución, tanto en su significado general (STC 18/1984) como en aspectos más concretos pero centrales (así, respecto del artículo 9.2, la STC 39/1986) y en múltiples sentencias en las que preceptos constitucionales se interpretan «en el contexto» del Estado social. Otra cosa es que a medida que se profundizaba la crisis del Estado social haya prevalecido una línea jurisprudencial acorde con la situación de hecho y las políticas seguidas (y por tanto cada vez más lejos del texto constitucional que permanece sin cambios) hasta el punto de que no sólo se funcionalizan los derechos sociales a «las posibilidades económicas del momento» (sin límites ni criterios, con una discrecionalidad en la materia que no es propia de Poderes públicos constitucionales) sino que se hace lo mismo cuando se trata de Derechos fundamentales (con repercusiones económicas: así, la STC 179/1989, sobre derechos de los presos).
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co formal y específicamente, de la institución que tiene como principal competencia la defensa de la Constitución, es decir, el Tribunal constitucional. Por el contrario, ha ocurrido un hecho bien paradójico. Porque, como se acaba de decir, la crisis del Estado social no se ha manifestado formalmente en el orden constitucional, de manera que la Constitución permanece como «Constitución del Estado social»; pues bien, lo que ha ocurrido es que, en lugar de aplicar esa Constitución formal, lo que ha venido haciendo la jurisprudencia del Tribunal constitucional es «aplicar la realidad», aplicar la «crisis del Estado social», es decir, la «transformación de la realidad» en lugar de la Constitución formal, a través de distintas líneas jurisprudenciales de las que la más destacada es relativizar siempre los contenidos del Estado social recogidos en la Constitución a políticas económicas concretas, a las políticas económicas «posibles» del momento (lo que puede ser explicable) pero sin establecer nunca límites ni criterios, sino constitucionalizar la discrecionalidad, lo que es hipoconstitucionalizar o, en definitiva, desconstitucionalizar. A partir de ahí, esta hipoconstitucionalidad se traduce, entre otras cosas, en un protagonismo de los niveles jurídicos infraconstitucionales, en el sentido de que se huye de la Constitución (como en general del Derecho público) para privilegiar el Derecho privado; en este orden se puede decir que, incluso en el Derecho estatal, aquella penetración de lo privado que se vio antes, se traduce ahora jurídicamente en el sentido de que los Poderes públicos utilizan el Derecho privado, que deviene así una especie de «Derecho común» tanto para los operadores públicos como los privados. Un ejemplo significativo es la utilización de la sociedad por acciones para actuaciones económicas del Estado, lo que puede inducir a pensar que el Derecho privado esté concebido también para la defensa de los «intereses comunes», cuando lo cierto es que utilizar la sociedad por acciones es, necesariamente, partir de criterios de «economicidad», es decir, de mercado y, por consiguiente, subordinar la iniciativa pública a esos intereses y, en consecuencia, insertar en el Estado la lógica del beneficio como criterio primero de racionalidad, lo que supone el grado más alto de privatización. Naturalmente que este predominio de la privatización se ha extendido a otros ámbitos que registran no sólo la revalorización de otras categorías (como la de contrato, señalándose que el ciudadano de las sociedades de la crisis del Estado social está sometido en la gran mayoría de los servicios y suministros que necesita, no tanto a regulaciones o normas públicas como a contratos de uno u otro tipo, entre los que destacan los que le relacionan con corporaciones, en su mayoría, de adhesión) sino el deterioro de otros como la ley (con la aparición de leyes singulares, leyes ad hoc o leyes sectoriales, todas las cuales permiten la «parlamentarización» de intereses o grupos de presión haciendo imposible la reacción jurídica frente a ellos; en otro caso, leyes 102
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puramente formales o sin contenido, que tienen por objeto encubrir una exigencia técnico-jurídica del ordenamiento o dar cobertura a las decisiones reales que se tomarán después por la Administración; la generalización progresiva de leyes «acordadas», por múltiples cauces más o menos transparentes, con los intereses privados afectados de manera que en la propia ley entra la lógica contractual; los distintos mecanismos de delegación legislativa y deslegalización, etc.) así como la acentuación de un proceso degenerativo de las fuentes del Derecho en virtud del cual se va desplazando la decisión real y concreta, a través de adecuadas remisiones y a veces sin ellas, a los niveles inferiores del ordenamiento, incluso a los que están ya en el límite o fuera del mismo como resoluciones, instrucciones, circulares, orientaciones, siguiendo el proceso general al que en otros lugares aludimos de desformalización del Derecho que, en realidad, es un proceso de desjuridización y, en consecuencia, de desregulación más o menos encubierta. Es una evidencia que todo ello traduce al orden jurídico el proceso de mercantilización progresivo y, en consecuencia, de detención del proceso de desmercantilización que había iniciado el Estado social. Y por tanto un debilitamiento del Trabajo y una pérdida de la centralidad que ocupaba en el Estado social como principio jurídico de articulación social, sustituyéndose por el de ciudadanía, con la resolución jurídica de la clase en el individuo y el cambio radical de problemática a la que se aludía con anterioridad. Pero también la realidad se rebela frente al Derecho y si bien es verdad que el Trabajo pierde centralidad en el orden jurídico e institucional, sin embargo, como no puede ser por menos en el capitalismo, el Trabajo siempre desempeña un papel fundamental. Y lo cierto es que en la realidad también sigue siendo un factor decisivo en las sociedades de la crisis del Estado social aunque sea en sentido «negativo», es decir, como vehículo básico de la «desarticulación o deconstrucción social», como vía para la «exclusión social». Así ocurre que aunque se le niegue a un cierto nivel la centralidad, las primeras medidas ante cualquier situación de crisis (de acumulación) se refieren —como se ha apuntado— al Trabajo (flexibilidad o desempleo, disminución del gasto o derechos sociales, etc.; y se manifiesta en algún caso, también incluso formalmente, pues es el requisito no sólo para la integración social sino, incluso, ciudadana, como ocurre con el caso de la inmigración en el que la relación trabajociudadanía es más compleja de lo que aquellas generalizaciones podrían hacer pensar). Por otra parte, el hecho de que la Constitución del Estado social siga ahí, sin modificación alguna, con todos sus contenidos, nuevas formas y competencias para el Derecho, posibilita que se produjera un cambio significativo en su aproximación a ella por parte de sectores 103
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teóricos de lo que puede llamarse «el pensamiento crítico». Para estos sectores —como es bien conocido— la metodología y el tratamiento del Derecho suponía su relativización a los supuestos y cambios que se produjeran en los niveles profundos de la realidad, en los niveles socioeconómicos con los que se interconectaba de manera compleja, entendiéndose que, especialmente respecto de categorías y cuestiones básicas, era subsiguiente a aquellos que, normalmente, le precedían. Sin embargo ahora, y dada la situación que se produce en la realidad y puesto que la Constitución mantiene los contenidos y objetivos del Estado social a la vez que las prácticamente ilimitadas competencias para el Derecho, se «ponen las esperanzas» en la Constitución, que experimenta para estos grupos una indudable revalorización, de manera que si antes se entendía que lo prevalente era la realidad para, a partir de ella, configurar el Derecho, ahora se aprecia la posibilidad de que a través del Derecho, paradigmáticamente, por sus caracteres, a través de la Constitución, se pueda, como programa defensivo mínimo, controlarla y denunciarla y, como programa máximo, influir en ella y condicionarla. Se trataría ahora no tanto de la vieja tesis del «uso alternativo (del Derecho) de la Constitución», como del uso de la «Constitución alternativa», entendiéndose que, efectivamente, en el constitucionalismo del Estado social conviven contradictoriamente la Constitución liberal y la Constitución del Estado social (cuestión que, intencionadamente o no, ha sido ignorada por los operadores jurídicos que han dado prevalencia y seguido actuando conforme al viejo dogma liberal, y, por tanto, sin contradicciones manteniendo «la unidad y la coherencia» del ordenamiento jurídico). Es lo que —dentro del pensamiento crítico— puede llamarse la tesis del «constitucionalismo beligerante». No obstante, hay que añadir inmediatamente que, aun dentro de lo que aparece hoy como pensamiento jurídico crítico, no ha sido ésa la postura prevalente, sino lo que se denomina como «garantismo». El «garantismo» tiene su origen en la doctrina italiana de los años setenta-ochenta y, en concreto, en el ámbito penal, en el «garantismo» penal surgido como reacción frente a la legislación y jurisdicción de excepción o emergencia que (coincidiendo con la crisis del Estado social) aparece en Europa inicialmente para luchar contra el terrorismo, pero que rápidamente amplía sus objetivos y amenaza con violar los presupuestos del Derecho penal clásico en torno a la vida, la libertad o la integridad personal, terminando por configurarse como respuesta represiva a las demandas sociales (por la crisis del Estado social) para las que no se tenía otra respuesta (y que, por otra parte, deformó el papel constitucional del juez). Tiene, por tanto, como ámbito propio, el del Derecho subjetivo y aunque pueda extenderse a todo el campo del Derecho, ha adquirido un 104
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sentido específico al referirse a la garantía de los derechos fundamentales y a sus principios axiológicos tal como aparecen enunciados por la Constitución. Es muy significativo que buena parte de los autores que se integran en esta tendencia sean los que con anterioridad lo hacían en el «uso alternativo del Derecho»38. Y el significado procede de que ese paso de uno a otro, del uso alternativo del Derecho al garantismo, es la expresión del paso de una situación de «vigencia» del Estado social y, por consiguiente, de una posición «a la ofensiva» del Derecho a otra de crisis del Estado social y, en consecuencia, a una posición «a la defensiva» del Derecho; de una base teórica marxista a otra positivista (aunque se trate de un «positivismo enriquecido»). Obviamente con ello no se trata de hacer un juicio de valor (no se puede negar ni su dignidad teórica ni ética) sino registrar el significado que tiene el paso del uso alternativo al garantismo, que no es otro que el de traducir la crisis del Estado social y por tanto expresar también la «derrota» en el ámbito de la teoría jurídica. Finalmente, en lo que se refiere al sujeto (a la dialéctica del sujeto), con la crisis del Estado social pierde, en gran medida, el carácter alcanzado de «social» o «colectivo» y vuelve a ser sujeto (jurídico) individual39. No se trata exactamente de una vuelta al momento liberal. En un cierto sentido (y si el análisis es individual y aislado) puede advertirse que su situación ha mejorado —respecto de la fase liberal— y que en alguna manera el progreso jurídico existe en cuanto conserva algunos ingredientes, aunque sean «crepusculares», del Estado social (más en forma de asistencia que de derecho); pero en otro (y si el análisis se extiende al nuevo medio histórico social en el que se desenvuelve) cabe considerar su situación más formal y subalterna; porque la situación del sujeto en la crisis del Estado social es, por una parte, la de ocupar formalmente, pues en este nivel no hay modificación, el centro del constitucionalismo que se puede seguir definiendo en virtud de los derechos y libertades individuales que se consagran y los mecanismos que se destinan a protegerlo (téngase en cuenta el «arsenal jurídico» disponible al que se aludía en su momento: reservas de ley, contenido esencial, justiciabilidad específica, los privilegios procesales, incluso la reforma constitucional; a las aportaciones de la jurisprudencia constitucional con contribuciones como la de la eficacia horizontal, la irradiación o vis expansiva, ruptura del nu38. Otras perspectivas se encuentran en el excelente trabajo de M.ª de L. Souza, «Del uso alternativo del Derecho al garantismo: una evolución paradójica»: Anuario de Filosofía del Derecho XV (1988), 233-256. También L. Ferrajoli, Garantismo, una discusión sobre derecho y democracia, Trotta, Madrid, 22009; P. Barcellona, «La perdita del soggeto giuridico moderno», en Studi in onore di Pietro Rescigno I. Teoria generale e storia del Diritto, Giuffrè, Milano, 1988. 39. S. Amin, Capitalismo y globalización, Paidós, Barcelona, 1988.
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merus clausus, la «especificación del Derecho», su carácter objetivo; o de la doctrina como la garantía institucional, la prioridad del gasto social, la renta mínima, la consideración de materia no decidible por la democracia política o ser parámetros del constitucionalismo «mundial»), mientras que, por otra parte, pocas veces el sujeto individual ha significado menos en las nuevas relaciones jurídicas y sociales en las que lo definitorio es la «complejidad» de un sistema (global) en el que las interrelaciones son prácticamente necesarias, están determinadas de manera irresistible y en las que el individuo ha pasado a ser más objeto que sujeto de derechos. Pero, además, con una circunstancia añadida: que esta contradicción no se ha resuelto generando una dinámica en la que, al menos el sujeto jurídico individual avanzara protegido frente a las fuerzas «sistémicas», sino que, con frecuencia, todo aquel arsenal jurídico le ha sido «expropiado» y ha servido justamente para disfrazar, también jurídicamente, a quienes ocupan posiciones relevantes en ese sistema. Así, los derechos y libertades han pasado a serlo de «corporaciones» que están en mucha mejor situación que el individuo o ciudadano aislado para sacar todo el partido de aquel blindaje jurídico, e, incluso, los han utilizado para impedir transformaciones profundas, puesto que, cualquiera de ellas, si se refieren sobre todo a aspectos socioeconómicos, de mercado o circulación del capital, chocaría enseguida con alguno de los derechos inexpugnablemente protegidos, de manera que de defensores de la individualidad han pasado a ser, irónica o dramáticamente según se aprecie, defensores de «lo colectivo» o sistémico. A lo que debe añadirse todo lo que puede llamarse la «ideología de los derechos» en el sentido de que este individualismo ha servido para «occidentalizar el mundo», si se tiene en cuenta que la categoría de lo individual es específicamente occidental y que en el resto de las culturas jurídicas lo importante era el grupo. A lo que cabe unir que, en el ámbito exterior, la «expansión de los derechos» no ha roto la idea y la consideración jurídica de la ciudadanía siempre limitativa, ha servido para justificar intervenciones en base a la supuesta conculcación de los derechos y libertades o contradictoriamente su reconocimiento formal se ha considerado homologación occidental suficiente al margen de su vigencia real. A buena parte de estas consideraciones le es aplicable, pues, la idea antes manejada de «alienación constitucional». 4.2. Efectos en el exterior: constitucionalismo del Estado social, Unión Europea y globalización 4.2.1. Estado social y Unión Europea Como ocurre en otros ámbitos y situaciones, la Unión Europea es y tiene una realidad, pero, también, es una ideología. Hay toda una ideo106
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logía dominante que incluye una sola manera de entender Europa, de un lado y, de otro, imponer la idea de que lo que existe como Europa es lo único que puede existir. Se trata aquí de alejarse de estos planteamientos y seguir en lo posible la dinámica de lo real, para lo que se va a utilizar la metodología de entender que buena parte del proceso de integración y consolidación de Europa se hace a partir de la dialéctica o relación Estado social o constitucionalismo del Estado social-Unión Europea. Inicialmente debe aceptarse que en el área europea (específicamente el que comprende el espacio al que pertenecían los quince países antes de la ampliación) se ha producido un notable crecimiento económico, incluso, sobre todo comparativamente, social. La explicación más habitual se basa en supuestos derivados de la ideología correspondiente a la fuerza que hasta ahora ha pilotado el proceso de integración europea: 1. De una parte, se debe al Mercado —potenciado en sus efectos por el proceso de apertura de mercados que se ha producido desde el comienzo del proceso de integración europea— el despegue económico definitivo de Europa. 2. De otra, a ese efecto que se atribuye de manera automática al crecimiento económico de transmitir efectos multiplicadores al conjunto de la sociedad. Sin embargo, a esta explicación se contrapone otra que pretende delatar la inversión de lo real que implica, en cuanto: 1. De una parte, se sostiene que no fue la apertura de los mercados lo que produjo el crecimiento económico generalizado en esa área europea, sino que fue el previo crecimiento —fácilmente constatable— de esa área europea el que posibilitó, y en buena medida demandó y hasta exigió, la apertura de los mercados. 2. De otra, no fue el crecimiento previo de las magnitudes macroeconómicas el que determinó su posterior difusión social, sino que fue el anterior planteamiento intervencionista de las políticas de los Estados lo que produjo finalmente un cierto efecto redistribuidor. Y de ello se deduce la existencia —sin perjuicio de que puedan añadirse otros elementos— de una causa originaria y determinante de ambos efectos: el Estado social como base material del constitucionalismo europeo, de las Constituciones vigentes en Europa desde los años cuarenta-cincuenta del siglo pasado. Se sostiene así, respecto de esos dos hechos que se vienen considerando, que: 1. En primer lugar, el impulso inicial del crecimiento que se registra en Europa a partir de esos años, se sitúa, de manera decisiva, en el pacto Capital-Trabajo, que, en las condiciones y forma en que se produjo, con circunstancias sin duda favorables, posibilitó un proceso de 107
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acumulación mediante una correspondiente adecuación de las relaciones de producción (entre otras cosas manteniendo la relación aumento de salarios-aumento de productividad). 2. En segundo lugar, que fue la característica actuación (relativamente) redistributiva y equilibradora del Estado social la que permitió difundir (también relativamente) los efectos del crecimiento en el conjunto social40. Se añade que mientras permanece indemostrada la vinculación automática e inmediata crecimiento-cohesión social, sí está demostrada la que ahora se sostiene. Se esgrime así el ejemplo histórico de que cuando —como ha ocurrido en América Latina— se produce la apertura de mercados sin la existencia de un Estado social, de acción previa planteada de forma redistributiva, el resultado no ha sido la cohesión sino la polarización social, con un efecto devastador sobre el orden socioeconómico y el empobrecimiento generalizado de la mayoría de la población; y por lo que se refiere a la Unión Europea, se afirma que la última ampliación viene también a demostrar lo que se viene afirmando: la apertura de los mercados en el Este de Europa, al no contar con un Estado social previo y una política redistributiva, el efecto viene a ser el mismo que en Latinoamérica, hasta el punto de que se habla ya de una latinoamericanización de esos países; y sin que los fondos de cohesión (respecto de los cuales se puede decir que, aunque desde perspectivas muy distintas, se basan también en los supuestos que ahora se sostienen) puedan corregir esos efectos. Y a través de ambos casos —Latinoamérica y Unión Europea— estos hechos desmienten también la tesis de la conveniencia incondicionada de la integración de zonas periféricas en ámbitos desarrollados, aunque generen relaciones de dependencia, porque se dice «es mejor estar dentro que fuera»; y, finalmente, y por lo que se refiere a la Unión Europea, a sensu contrario se confirma lo que se viene sosteniendo, porque, en la medida en que se ha ido produciendo la crisis del Estado social, la desigualdad en el interior de los países miembros que la han sufrido ha ido avanzando desde y a pesar de la fijación de los criterios de convergencia, respecto de los que también se podría afirmar que se conciben como funcionales desde los supuestos de los que estamos hablando. Y no sólo ha aumentado la desigualdad, sino la disminución relativa del crecimiento en el conjunto de Europa41. 40. Aunque sea desde otro punto de vista, se reafirma también lo que se dice en el texto cuando se compara la evolución económica de Alemania y Estados Unidos en el período 1945-1961 y se observa la notable diferencia a favor de Alemania atribuyéndose a un factor diferencial decisivo: el gasto social de Alemania frente al gasto militar en Estados Unidos (G. Guarino, «Análisis y critica del Eurosistema desde la perspectiva del Tratado de Lisboa»: Revista de Derecho Constitucional Europeo 9 [2008]). 41. Si bien, como se decía antes, se hace desde otro punto de vista, la observación es de Guarinos (op. cit.) es utilizable en el sentido del discurso que se mantiene.
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Por consiguiente, si se aceptan estas perspectivas, el compromiso que supuso el Estado social como elemento material del constitucionalismo social, estuvo en la base posibilitante de un avance importante en el proceso de integración europea. Pero el desarrollo posterior muestra una dialéctica muy significativa. En una primera etapa y mientras se mantuvo en el interior de los Estados el Estado social, la configuración del espacio europeo como un espacio «sin Estado social», no cabe duda que supuso un estímulo para que el capital se sintiera atraído por él y «huyera» del interior de los Estados; al mismo tiempo, mientras la institucionalización y la juridización del proceso europeo era débil, era posible mantener la coexistencia pacífica de la contradicción entre esos dos ámbitos: el interior estatal y el exterior europeo42. Pero, en un segundo momento, cuando se inicia la crisis del Estado social y se posibilita la homogeneización del espacio europeo, a la vez que se potencia la institucionalización y juridización de Europa (se configura la Unión Europea a partir de Maastricht) perfilándose ya la supremacía y el efecto directo del Derecho comunitario de manera que se potencia también fuertemente el papel e influencia de Europa en el interior de los Estados y en la medida en que esa Europa se configura como libre mercado en expansión, esta expansión hace que la Unión Europea se convierta en un factor importante para coadyuvar de manera decisiva en la crisis definitiva del Estado social y convertir el ámbito estatal en ámbito —económicamente— «europeo», es decir, de libre mercado. Bien entendido que en este proceso fueron protagonistas los Estados, que son los que en todo momento han tenido la decisión sobre la manera de configurar Europa y —como se ha señalado43— no sólo sin perder atribuciones, sino ganando la capacidad de decidir sobre ellas sin control (como exigen los procesos democráticos del interior) dado el déficit europeo en este orden. Por consiguiente, si el Estado social es en un primer momento genéticamente decisivo en la integración de Europa, a medida que ésta se consolida, se convierte en factor destructor del mismo. Quedaba sin embargo un problema. Pese a todo lo anterior, lo cierto es que si bien la crisis del Estado social era ya un hecho en el interior de los países, sin embargo persistían las Constituciones del Estado social, de manera que formalmente se mantenían intactas las potencialidades del constitucionalismo social44. 42. G. Maestro, «Estado, Mercado y Constitución económica»: Revista de Derecho Constitucional Europeo 8 (2007). 43. F. Balaguer, «El Tratado de Lisboa en el diván»: REDC 83 (2008). 44. Por eso desde los supuestos que aquí se sostienen (contradicción no integrable entre Estado social y «modelo» socioeconómico europeo) expresiones como la de «Cons-
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Pues bien, esta situación trata de eliminarse con la configuración de una Constitución europea que, incorporando naturalmente los contenidos del espacio europeo como libre mercado, estuviera en condiciones de, también formalmente, hacer desaparecer las potencialidades que en el interior albergaba todavía el constitucionalismo social45. Se establecería así la adecuada correspondencia y coherencia entre la situación de hecho en el interior de los Estados y la de derecho. Se conseguiría, además, la definitiva homogeneidad entre el espacio interior y el europeo. No quiere decirse que en este proyecto de constitucionalización de Europa no confluyan otros actores con intenciones y objetivos distintos; aparte de que, como luego se verá, esa constitucionalización puede albergar otras ventajas, pero no cabe duda de cuál fue el objetivo de la fuerza que pilotó el proceso. Todo lo anterior se basa en el supuesto de que el espacio europeo es la negación de ese elemento que se ha considerado clave: el Estado social. Será por tanto este supuesto el que deberá mostrarse. Apenas hace falta repetir que el Estado social, en cuanto basado en el pacto Capital-Trabajo (aunque nunca fue del todo equilibrado), supuso un papel relativamente equiparable entre esas dos partes que, como «Poder constituyente», tradujeron esta situación en el constitucionalismo del Estado social. En este constitucionalismo se incluye como elemento fundamental, no sólo como objetivo sino como competencia constitucional, establecer una relación sin subordinación o predominio entre la Razón económica y la Razón social, lo que suponía admitir como elemento básico, de un lado, la intervención del Poder público con finalidad ordenadora y en su caso redistributiva (prestación de servicios, planificación democrática de la economía, iniciativa pública, traspaso de recursos al sector público, intervención de empresas, además de otras limitativas de la propiedad) y, de otro, el reconocimiento del Trabajo como sujeto político colectivo, en situación contradictoria y por tanto no subordinada, a la anterior. No parece que sea muy necesario detenerse en demostrar que el proceso de integración de la Unión Europea no sólo desconoce estos elementos, sino que precisamente se configura sobre los contrarios. De un lado, el predominio de la «Razón económica», que además de aparecer materialmente en todo el iter europeo como motor del proceso, en la medida en que éste se desarrolla y formaliza, se consagra e titución compuesta» (Perce), aparte de algún valor material y vagamente descriptivo, no creo que técnicamente sea sostenible ni resuelva demasiado y, en cambio, oculta esa contradicción y elude esa problemática. 45. M. C. Ciriello, La Comunitá Europea e i suoi principi giuridici. Lezioni di Diritto Comunitario, Scientifica, Napoli, 2004.
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institucionaliza. Como se trata de una cuestión bastante obvia, y por otra parte la frondosidad y complejidad de los textos lo exige, parece suficiente y a la vez obligado referirse sólo a alguna de sus manifestaciones. Aunque, como se decía, se pueden encontrar antes, cabe señalar a Maastricht como el punto decisivo de inflexión que hace irreversible el proceso en la dirección indicada. A partir de él, se definirán, en efecto, los elementos de lo que se ha llamado la Constitución económica europea: el pacto de estabilidad, la disciplina presupuestaria que se establece, el sistema de Banco europeo que se implanta, no sólo establecen ya un rígido marco delimitador, sino que implica ya una opción (decisión) económica fundamental en cuanto a la regulación y utilización de los recursos disponibles, opción o decisión que en adelante se sustrae a los Estados, lo que naturalmente elimina las capacidades o competencias del Estado interventor, además de que en cuanto la sustrae a sus competencias, también las sustrae al principio democrático de toma de decisiones46. Y tras este prerrequisito o marco formal o negativo en el sentido de que ya elimina otras alternativas que no sea la económicoliberal, se ha establecido con rotundidad el contenido (decisión) fundamental de la centralidad del Mercado, en el sentido de que vertebra todo el sistema al subordinar los demás componentes, o, al menos, los hace necesariamente compatibles con el mismo. Esa opción se proyecta en múltiples aspectos y su exposición completa incluye una serie de citas del texto del Tratado o Tratados en los que se manifiesta tan numerosas y evidentes, como seguramente innecesarias para un esquema teórico, como el que aquí se sigue, más que analítico o descriptivo. Por eso, lo que corresponde es destacar, entre la profusión y complejidad textual, lo que puede entenderse como causal o más definitorio. Y entre los distintos criterios o métodos que pueden utilizarse, cabe considerar como más adecuado el siguiente: dado que se trata de caracterizar —de manera relativamente individualizada— una de las entidades que forman parte de una estructura organizativa compleja, atender para su caracterización al que preferentemente se utiliza cuando se trata de analizar las relaciones existentes entre distintos espacios jurídicos de un ordenamiento complejo: el criterio de la competencia, entendido —tal como se ha venido concibiendo desde la teoría general del Derecho y en concreto de las Fuentes— como definidor de espacios jurídicos que traducen la previa configuración e interrelación de poderes o espacios políticos. Y puede decirse que el criterio alcanza mayor definición cuando en el complejo organizativo analizado se encuentra la figura de la competencia exclusiva. Ocurre, en efecto, que es sostenible desde la 46. A. Monarchio, «La politica economica nell’unione monetaria Europea: ruolo delle poliche di bilanzio comunitario»: Il Diritto dell’economia 3 (1999).
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teoría jurídica general de la organización que la «exclusividad competencial» tiene unos caracteres de radicalismo y precisión en la determinación del señorío normativo sobre el espacio jurídico delimitado, que permiten configurarlo como el elemento nuclear, último y definitorio de la entidad considerada. Aplicando este criterio al texto del Tratado o Tratados, resulta que contiene, efectivamente, la determinación de un ámbito de esa naturaleza a través de lo que se denomina «ámbitos de competencia exclusiva de la Unión». Analizándolas (esas competencias) y, aun siendo cada una de ellas significativa en el sentido señalado, es perfectamente posible, llevando el criterio utilizado a su grado máximo de definición, que todas se concreten y formen un conjunto articulado a partir de una de ellas que, por eso, debe considerarse central: «el establecimiento de las normas sobre competencia necesarias para el funcionamiento del Mercado interior». Éste sería, según la expresión utilizada en alguna ocasión, algo así como lo que tomando el término de la Física se podría llamar «punto de mayor densidad» (del Tratado), de manera que su explosión o expansión sucesiva y permanente sería lo que da lugar a todo el «universo» europeo; porque no puede olvidarse que el Mercado es una institución y que, por tanto, necesita «regularse» o construirse y es lo que tiene un carácter preferente a lo largo del texto que podría perfectamente definirse así. Como es bien conocido, los componentes básicos de ese «punto de mayor densidad» a través de los que se «expande», son las libertades económicas de circulación de mercancías, capitales, establecimiento y prestación de servicios, a las que se ha designado con un nombre bien significativo por las connotaciones que tiene en las «tradiciones constitucionales» de los Estados: libertades fundamentales. Su contenido tiene múltiples desarrollos, como las normas sobre política económica, monetaria o sobre el mercado interior, observándose en este aspecto una mínima variante en el Tratado de Lisboa en el que el contenido del anterior artículo 1.32 se traslada al protocolo número 6 («Sobre el mercado interior y competencia») como en un cierto intento de camuflaje, lo que demostraría la «conscientia legislatoris» sobre la importancia de la cuestión47. Por otra parte, su despliegue se garantiza a través de lo que puede considerarse un mecanismo de seguridad como es la enunciación de las políticas en una forma unívoca, cerrada y —como se ha indicado— sin el margen habitual de discrecionalidad que tienen en materia como ésta y desde luego en una formulación constitucional, los Poderes públicos. De ahí que, dado ese carácter preeminente y disciplinante, se ha podido afirmar que en la Unión Europea 47. G. Maestro, «Il constitucionalismo democratico sociale e la Carta dei Diritti fondamentale dell’Unione Europea»: Quaderni de Resigna Sindicale 1 (2004).
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los medios se anteponen a los fines, siguiendo esa tendencia que empieza a formularse con carácter general de sacralización de los medios con olvido de los fines; y que, por tanto, los objetivos o valores que se puedan recoger en los Tratados no son los que condicionan los instrumentos para conseguirlos, sino que es el instrumento (el mercado) el que condiciona la forma y el grado de consecución de los objetivos y valores al situarlo en un lugar preferente y determinante48. Se puede añadir, finalmente, un dato de otro tipo para mostrar esa fuerza determinante y a la vez las exigencias que plantea la «construcción» del Mercado. Se trata de los Fondos de Cohesión. Aunque tengan otras perspectivas desde las que puedan considerarse, la primera es ésta: contribuir a la configuración de un lado y a la funcionalidad de otro, de ese Mercado interior. Contribuyen a su configuración porque son inicialmente la llave para abrir los mercados de los distintos países. Podrían considerarse como el precio de la soberanía y de la invasión económicas (en este sentido, una forma específica de colonización) necesario para configurar el espacio único mercantil. Mercado único que, naturalmente, ofrece desiguales oportunidades a sus participantes por lo que los más poderosos recuperan con creces sus aportaciones en base a su mayor competitividad. Por eso se ha podido afirmar que los Fondos de Cohesión no son caridad, sino inversión49. Contribuyen a su funcionalidad porque (en relación con lo que antes se dijo sobre los problemas que plantean los miembros extremadamente desiguales o asimétricos) se trata de restaurar un cierto equilibrio en el conjunto que no sólo corrija en alguna medida los excesos potencialmente conflictivos del desarrollo desigual, sino que impulse la consecución de niveles mínimos de modernidad, eficiencia y seguridad en las respectivas organizaciones estatales. Por lo que se refiere a lo que antes se llamó (en contraposición a la Razón económica, que se acaba de exponer) Razón social, dado el predominio y relevancia que la Unión Europea concede a esa Razón económica, la deducción inmediata es la subordinación de la Razón social. Como también se indicó, la exigencia y rigidez de los criterios de convergencia no sólo implicaban ya una opción por la libre competencia como criterio superior, sino una importante restricción en las posibilidades o discrecionalidad de las política económicas de los Estados. De ahí que toda la evolución posterior no sea sino coherente con este supuesto previo. Porque, como se ha dicho repetidamente, una 48. G. Guarino, Eurosistema. Analisi e prospettive, Giuffrè, Milano, 2006. 49. C. de Cabo, «El Tratado Constitucional Europeo y el constitucionalismo del Estado social»: Teoría y Realidad Constitucional 9 (2007).
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de las bases del constitucionalismo del Estado social, era reconocer y garantizar al Trabajo una situación que le permitiera relacionarse en condiciones de (sujeto) cierto equilibrio con el Capital, como implicaba ese pacto social subyacente en que el Estado social consistía y que explicitaba la Constitución de forma garantista. En este sentido, la conditio sine qua non era la intervención del Estado de diferentes maneras que terminaron creando un nuevo Derecho social, por el que había que entender no ya o no sólo el contenido prestacional, sino que incluía en los derechos junto al aspecto subjetivo personal, el objetivo de la situación y no sólo el individual sino el colectivo, lo que producía un efecto fundamentante de todo ese intento: crear ámbitos desmercantilizados. Es decir, se trataba de intervenir para desmercantilizar (el Trabajo que, «liberado», podía actuar como «sujeto»). Pues bien, el proceso de integración europea ha ido acentuando la configuración del supuesto contrario: no intervenir para mercantilizar (el Trabajo). Esto es lo decisivo. Por eso, además de la consideración particularizada de los múltiples textos en que esta afirmación podría apoyarse, se puede asegurar que ésta es también la perspectiva desde la que deben considerarse, y, a través de ella, articularse. Y es particularmente aplicable a lo que desde distintos ámbitos se ha considerado como uno de los mayores logros y hasta el embrión constitucional de la Unión Europea (y no se trata de negar esto, sólo de señalar en qué sentido va esa constitucionalización) como es la Carta de Niza. Y es que, aparte de otras consideraciones que se le han hecho (no añade nada nuevo según ella misma especifica y se vincula al contexto y complejo comunitario en cuanto señala que se debe entender en la forma en que sus formulaciones se contengan en las otras partes del Tratado), lo fundamental parece esto: que todos los derechos o libertades que contempla (y aunque puede decirse que introduce algunos que no se encuentran en las declaraciones liberales), están entendidos desde la concepción liberal de la no intervención. Éste podría ser un método de análisis de la Carta: someter a este criterio los distintos componentes de lo que aquí se viene llamando Razón social. Así, considerando algunos de los básicos como son el Trabajo y la Igualdad, se observa claramente que desaparece la necesaria intervención para configurarlos adecuadamente (el Trabajo como realidad y fuerza objetiva para, a partir de él, conformar el derecho al mismo; el carácter también como objetivo incondicionado del pleno empleo, la legislación reguladora de la negociación colectiva, además de todas las intervenciones en el orden económico tendentes a crear las condiciones que los hacen posibles, todo ello recogido en el constitucionalismo del Estado social) (G. Maestro). Este tipo de análisis es el que despeja las posibles dudas que pueda plantear el que, junto a los elementos de la Razón económica, se en114
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cuentran en el Tratado elementos que, al menos literalmente, podrían incluirse en la Razón social, como ocurre con los que están bajo epígrafes como «Solidaridad», «Empleo»», «Economía social de mercado» («altamente competitiva») o, en general, «Política social»; porque, sin análisis de este tipo, se podría pensar que se trata de una contradicción entre ambas (Razón económica y Razón social) de manera que en el Tratado se registraría también la contradicción que existe en el constitucionalismo social como consecuencia de la inclusión del conflicto y del pacto Capital-Trabajo (propios del Estado social) en la Constitución. En la medida en que, como se ha visto, el Estado social no sólo no es el supuesto material del Tratado, sino que éste se configura sobre elementos opuestos al mismo, cabe concluir que no hay contradicción, no sólo porque, como se ha expuesto, hay relativización, subordinación de la Razón social a la económica, de manera que aunque se enunciaran igual tendrían un sentido diferente a los del Estado social50, sino por lo que puede llamarse las diferentes formas de instrumentación técnica de una y otra, con tan acusada asimetría (como muestran las exigencias de unanimidad en distintas materias de política social o, la conversión final en principios a los que, incluso, parece que cautelarmente se neutraliza su eficacia o la desjuridización que implica recurrir a mecanismos de coordinación) que impide hablar en sentido estricto de contradicción en cuanto oposición de contrarios en condiciones de cierta igualdad. Y de todo ello resulta no sólo la conclusión clara que repetidamente se viene afirmando de la inversión en el Tratado (tanto en el inicialmente denominado «constitucional» como en su continuador en ese aspecto considerado de «funcionamiento») de la concepción y componentes del Estado social, sino su progresiva influencia destructiva de lo que queda del mismo en el interior de los Estados miembros en el sentido de fortalecer la Razón económica, la centralidad del Mercado y, a la vez (y no sólo como efecto inmediato derivado de esa centralidad), debilitar la Razón social, acentuando la subalternidad del Trabajo; y, en definitiva, la potenciación en forma expansiva de la lógica de la mercancía, de la construcción social en torno a la recuperación, como elemento social fundamentante, de la Ley del Valor, con la exigencia añadida de la extensión y revalorización de «lo privado» y la reducción y desvalorización de «lo público». Una manifestación expresa y directa de lo que se viene afirmando (además del seguimiento que de la conclusión central aquí sostenida en el ámbito comunitario podría hacerse de las Directivas que han ido surgiendo en materia laboral de las que las actualmente pendientes en torno al horario de trabajo, negociación colectiva y trabajo de 50. R. del Punta, «I diritti sociali come diritti fondamentai: reflessioni sulla Carta de Niza»: Diritto de la relazione industrali 3 (2001).
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los emigrantes son por el momento los últimos exponentes, así como la trayectoria del TJCE51), serían las sucesivas reformas laborales que se han 51. Las directivas mencionadas merecen algún comentario. Por lo que se refiere a la Directiva sobre la jornada y negociación individual laboral debe hacerse notar lo singular de la situación. Se ha considerado un éxito —y lo peculiar es que probablemente lo es— que el Parlamento Europeo haya «detenido» la Directiva aprobada por el Consejo de Ministros (de Trabajo) de «los 27», pero resulta que lo ha hecho de una forma que empeora la situación actual. Porque es cierto que se mantiene la jornada laboral y es lo que se ha considerado un éxito (muy relativo si se tiene en cuenta que el limite actual de las 48 horas se aprobó en el Convenio de la OIT nada menos que en 1919); pero es que el período que se toma como referencia para promediar las 48 horas se aumenta desde el actual de cuatro meses a un año; además, nada se aclara sobre la cuestión básica de la negociación individual pero se aumenta la moratoria de los países en opting out (los que mantienen las 65 horas semanales y la negociación individual) del año actual a los tres años. Todo ello pendiente de la que se presenta bien difícil conciliación Consejo-Parlamento. Es, por tanto, muy significativo que se considere un éxito y, más aún, que probablemente y respecto de las alternativas posibles, lo sea. Por lo que se refiere a la Directiva sobre inmigración con las restricciones a la agrupación familiar y la ominosa posibilidad de retener y detener a los ilegales privándoles de libertad durante un tiempo tan amplio que los equipara a delincuentes, hay que recordar lo que tiene de «coherente» con la trayectoria mantenida: ni la Unión Europea ni ninguno de sus miembros firmó inicialmente ni ha ratificado después la Convención Internacional sobre Protección de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares. Se trata de la Convención más absolutamente decisiva y fundamental en la materia. Se firmó el 18 de diciembre de 1990 en Nueva York, entrando en vigor el 1 de julio de 1993 y fue inicialmente firmada por 28 de los 192 miembros de la ONU, que llega en la actualidad a 37. Se considera una verdadera codificación de los derechos del Trabajo y del trabajador migratorio. Además de recoger las prohibiciones sobre su detención, prisión y defensa judicial de sus derechos, debe destacarse, de un lado, el carácter colectivo del Trabajo así como la prohibición de las expulsiones colectivas y, de otro, la universalidad que atribuye a los derechos que contiene, es decir, tanto para los documentados como para los no documentados, lo que quiere decir que desde la perspectiva del Derecho internacional actual no hay ilegales. Por eso las medidas que incluye la Directiva que se comenta, desde este punto de vista, violaría los derechos fundamentales de este colectivo de trabajadores (estimado en ocho millones); y lo mismo ocurre con el Derecho interno de los distintos países, entre ellos España, donde las penas que se prevén para los «ilegales» se equiparan al robo con fuerza en las cosas, la tortura, abuso sexual, reclamar públicamente la comisión de delitos de terrorismo o estafa, en el Código Penal (A. Zamora, en Público, 15 de febrero de 2009). Por lo que se refiere a la trayectoria del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas debe destacarse —y denunciarse— el continuum que componen cuatro fallos sucesivos desde diciembre de 2007 a junio de 2008 que legitiman el «dumping social» en el Mercado Común. En el primero (conocido como fallo Viking, de 11 de diciembre de 2007) se trataba, por parte de una compañía finlandesa, de eludir un convenio colectivo; el Tribunal falló contra los sindicatos que se oponían a la maniobra para pagar menores salarios. En el segundo (conocido como el fallo Laval, de 18 de diciembre de 2007) los sindicatos suecos presionaban para que un prestador de servicios letón firmara un convenio colectivo; el Tribunal falló a favor de la empresa por restricción a la libertad de establecimiento y prestación de servicios.
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ido produciendo en los Estados miembros en los que se ha ido introduciendo esta tendencia europea: en España el iter que marca las reformas de 1994, 1997, incluso 2001 y 2003, se insertan en un continuum hacia la progresiva desregulación, flexibilidad, disminución de ventajas o derechos laborales52. De ahí que, por lo que afecta a la temática que aquí sirve de referente, como es lo que se viene llamando dialéctica de la Constitución, pueda decirse que en base a esta profunda y continuada influencia en el interior de los Estados, se acentúe la contradicción que en su momento se indicó que existía en los mismos como consecuencia de la crisis del Estado social: la que empezó a surgir y profundizarse en la medida en la que se producía la crisis del Estado social, entre realidad estatal —incluso jurídica infraconstitucional— y la Constitución del Estado social formalmente no sólo vigente, sino indiscutiblemente suprema y normativa en su integridad. Naturalmente que esta dialéctica de la Constitución, esta continuada y potenciada contradicción, no se hace sin un continuado y progreEn el tercero (conocido como el fallo Rüfert, de 3 de abril de 2008) una empresa polaca pagaba sueldos inferiores al mínimo establecido en el Land de Baja Sajonia; el Tribunal estimó excesiva su legislación y consideró que la Directiva 96/71 establece mínimos que los Estados no pueden superar sin caer en restricción a la competencia. En el cuarto (conocido como fallo «Comisión contra Luxemburgo», de 19 de junio de 2008) el Tribunal le dio la razón a la Comisión Europea que argumentaba que Luxemburgo había transcrito la Directiva de forma restrictiva. La Comisión actuó como gendarme del Mercado Común y el Tribunal calificó de «redundantes» las condiciones —adecuación de salarios al coste de vida y competencias de la inspección laboral— para la prestación de servicios. Además de la casuística concreta se desarrolla toda una doctrina en aspectos como los siguientes: El Tribunal en varias ocasiones calificó a la libertad de establecimiento y de prestación de servicios como «libertades fundamentales», configurando una jerarquía entre derechos de las empresas y normas sociales a favor de las primeras. El Tribunal habla de la acción sindical como «un derecho fundamental» pero su significado y contenido se define al someterlo a la obligación de «no obstaculizar» la libertad de establecimiento ni la libertad de prestación de servicios de las empresas. La existencia de un salario mínimo es incompatible con el Derecho europeo si es susceptible de hacer menos atractivas o más difíciles las condiciones a empresas de otro Estado miembro. Asimismo se entiende que la negociación colectiva puede ser incompatible con la certeza jurídica (fallo Laval). Finalmente, y en la misma línea de subordinación de los derechos sociales, establece una concepción relativa y restrictiva del derecho de huelga. Así, considera desproporcionada la huelga planteada (en el fallo Viking) para rechazar el cambio de pabellón de un barco finlandés a otro letón con salarios más bajos. 52. A. López, Constitución económica y Derecho al Trabajo en el Ordenamiento constitucional europeo, Tesis doctoral, Bilbao, 2008.
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sivo proceso de deslegitimación y hasta de crisis de constitucionalidad. Se muestra así que los enemigos de la Constitución no están o no están sólo fuera del sistema, sino dentro del mismo. Los actores y defensores de la Constitución no sólo permiten, sino que fomentan que se viva de hecho en una situación de permanente y real inconstitucionalidad. La situación se proyecta en una vía que empieza a perfilarse y que, aun con caracteres nuevos, no es tampoco completamente original: la necesidad de «deformar» la Constitución para adaptarla a las nuevas exigencias conduce no sólo al empobrecimiento, sino a lo que antes se llamó «alienación constitucional», es decir, utilizar enunciados o mecanismos constitucionales en sentido contrario para el que fueron previstos. Se trataría no sólo de desconocer las previsiones intervencionistas del Estado social con vistas a la realización de otros objetivos, sino que afecta a cuestiones distintas pero básicas del constitucionalismo. Tal ocurriría con el valor del pluralismo. Porque si todo lo anterior tiene algún fundamento, ¿cabe en la Unión Europea algún sistema distinto al capitalista? Y, en este caso, dada su proyección e influencia, primacía y efectos determinantes sobre los Estados miembros, ¿no se proyecta esta misma situación respecto de esos Estados? Si esto es así, resultaría que el enunciado del pluralismo serviría para, interpretándolo adecuadamente, limitar precisamente el pluralismo, entendiéndolo sólo como «intrasistema» (con una progresiva reducción de lo que se considera «el sistema»). La cuestión se agudiza en momentos de crisis como la actual en las que, como se aprecia por las soluciones propuestas, sólo cabe una para reflotarlo; es decir, que en el sistema cabe cada vez menos, o, lo que es lo mismo, cada vez hay más fuera del sistema. Y en estas condiciones, las tentaciones o las soluciones represivas más o menos directas (Código penal o Leyes de Partidos) no son hipótesis descabelladas. En definitiva, se destruiría lo que es un elemento definitorio de la Constitución: la dialéctica de la Constitución, es decir, su capacidad para albergar el conflicto. 4.2.2. El contexto globalizador El proceso de integración europea, a medida que avanza, se desarrolla en el contexto de la también cada vez más acentuada globalización. El término (así como su prácticamente sinónimo mundialización), a través de la referencia unificadora o unitaria que inmediatamente sugiere, confunde más que aclara o —como se ha dicho— oculta más que expresa. Es decir, lo mismo que se decía antes respecto de la Unión Europea, contiene ideología además de realidad. Aún más: es una ideología, aunque también sea una realidad. 118
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Lo ideológico se manifiesta en aspectos como éstos: 1. La sugerencia unitaria que despierta no se corresponde con su carácter «múltiple» en diversos ámbitos: multicéntrico, multiescala, multicultural, multicausal53. 2. Asimismo, de manera más o menos explícita, se entiende que la globalización es en gran medida la occidentalización del mundo, la expansión universal de Occidente, ante la cual las demás formas de estar en el mundo son particularismos o excepciones, siendo la tendencia histórica terminar compartiendo sus elementos básicos54. 3. El entendimiento de la globalización como un fenómeno «total», en el sentido de «universal» o comprensivo de, al menos, la inmensa mayoría de las sociedades humanas a escala planetaria, cuando lo cierto es que, en términos cuantitativos, es la inmensa mayoría la que no sólo no está globalizada, sino excluida (lo que por otra parte determina una mayoría potencialmente antiglobalización). 4. Transmitir la idea de que la globalización es, de una parte, un hecho natural, en consecuencia necesario, irresistible e igualmente y, por consiguiente, una sola la forma que debe revestir; se oculta así o no se explicita suficientemente no sólo su base objetiva o posibilitante (la revolución tecnológica e intercomunicativa), sino también, el aspecto subjetivo, lo que tiene de «producido», de opción voluntariamente ejercida, con la consecuencia epistemológica evidente y finalmente ideológica de eludir el análisis de sus causas o actores y, por tanto, la naturaleza original del fenómeno. Lo real de la globalización —y aunque no se pueda reducir a ello, pero es el aspecto más decisivo y el que aquí ahora importa— en el sentido económico-financiero, no es tanto la expansión del capitalismo, que siempre ha tendido a ello en virtud de su lógica más profunda (que por otra parte es de «subsistencia», pues, como es conocido, sólo puede subsistir «acumulando», en su sentido más propio, es decir, creciendo económicamente de manera continuada) cuanto el crecimiento exponencial (Sousa) de las interrelaciones transfronterizas, entre otras razones porque el poder político (estatal) lo permite y posibilita, de manera que también puede definirse la globalización como la liberación del Poder económico del Poder político, la Economía de la Política. Se trata, pues, de un cambio de carácter cuantitativo, pero de tal entidad que ha producido el cualitativo, es decir, la aparición —en el orden económico que es el que aquí ahora se contempla— de características, funciones y hasta poderes nuevos en el Mercado mundial. En todo caso y en cuanto se trata de un Mercado, requiere como todos los 53. R. Jessop, El futuro del Estado capitalista, cit. 54. Ibid.
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mercados —y pese al fundamentalismo liberal hasta el momento vigente, aunque en la actual fase de crisis en coyuntural moderación— un marco configurador a través de una cierta institucionalización y de una cierta regulación o juridización. A) Por lo que se refiere a la institucionalización, no es fácil definirla ni concretarla. Se trata, por supuesto, de un proceso in fieri; y cuando los procesos están en esa situación no permiten muchas precisiones. Pese a la enorme floración de organizaciones transnacionales, internacionales, supraestatales, públicas y privadas (desde las multinacionales a las ONG) generales o sectoriales, lo cierto es que, de un lado, todo parece anticuado en este momento respecto de su funcionalidad al sistema y, de otro, no se puede concluir fácilmente con su adscripción al proceso globalizador en el sentido de que la relación de cada una con él resulte determinante para su identificación institucional. Por eso, si bien en sentido amplio todas o buena parte de ellas podrían incluirse en esta nueva fase de la intercomunicación mundial, en sentido estricto y, sobre todo, teniendo en cuenta que aquí el aspecto que se privilegia es el económico, cabría reducirlas a las integraciones regionales (lo que es también una notable imprecisión, dado el distinto grado y carácter que alcanza en sus distintos lugares; es, asimismo, una reducción, pues se suele limitar a la tríada asiática, europea o americana, cuando lo cierto es que se deben incluir también las correspondientes a otros ámbitos como África o países árabes; y es, además, un genérico, pues dentro de cada una de ellas se albergan distintas organizaciones específicas), y aquéllas que, aun dentro de cierta especialización, se presentan con una clara vocación de ordenación económica internacional (que incluso la incorporan a su denominación como ocurre con el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio o el Fondo Monetario Internacional), junto a otras que, aun de carácter sectorial, son básicas para la economía mundial como las referentes a la energía (tal como ocurre con la OPEP), o incluso algunas que, con un menor grado de institucionalización, están desempeñando cada vez más un papel preponderante: me refiero a las llamadas formaciones G (G-7 o G-20). Aunque la heterogeneidad de todas ellas parece lo más destacado, se ha intentado buscar en esta «institucionalización de la globalización» algunos elementos comunes a las organizaciones que la integran. La dificultad para conseguirlo se manifiesta en que esos elementos comunes que se pueden encontrar tienen preferentemente carácter negativo. Se insiste así en que lo más destacado de estas organizaciones es: 1. Su carácter «no político» en sentido estricto, desconociendo la existencia de «Poderes» y situándose fuera del horizonte democrático, de manera que su naturaleza es, en este sentido, ademocrática. 120
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2. Forman un conjunto que carece de «centro», configurándose como un «agregado» que no responde a una lógica general y por tanto no tiene un desarrollo equilibrado ni por materias ni por ámbitos geográficos, por lo que se rechaza designarlas como «organizaciones en red». 3. No están bien definidas ni sus funciones, ni su papel, ni sus relaciones respecto de los Estados, ni, incluso, con sus propios miembros. 4. Se trata de organizaciones escasamente desarrolladas, aunque la relativa indefinición de sus órganos (término sólo metafóricamente aplicable) junto a la opacidad de la terminología utilizada, puedan hacer pensar otra cosa y con una dinámica de funcionamiento igualmente simple en base a la «cooperación», el «consenso», la unanimidad o mayorías cualificadas con fáciles minorías que bloqueen. 5. Su falta de transparencia así como la ausencia de controles y su independencia, las convierte en formas específicas supraestatales de «Administraciones independientes», que, junto a la influencia que son capaces de alcanzar, han supuesto un claro mecanismo de erosión democrática en decisiones económicas importantes en el interior de los Estados, con singular repercusión en ciertos Estados periféricos, representando contemporáneas formas de colonización (Suramérica ha sido el más claro ejemplo). 6. La indefinición orgánica y funcional de sus componentes hace probablemente inútil su comparación con la organización estatal, pero, en todo caso, tomándola como referencia, aunque sea sólo a efectos expositivos, cabría señalar que respecto de ella, las distintas funciones aparecen distorsionadas e irreconocibles desde los supuestos del Estado de Derecho. 7. Habría que añadir, finalmente, algo que ha puesto de manifiesto la actual crisis económica: la insolvencia de estas organizaciones tanto para evitar como para gestionar la crisis, de lo que puede deducirse que su función sistémica ha sido exclusivamente servir al proceso de acumulación, contribuyendo a afirmar la concepción de la globalización económica como la estrategia adecuada del proceso de acumulación capitalista en la actual fase de desarrollo. La prueba de todo ello y en buena medida también la prueba de su anacronismo, es que en la situación de crisis (junto a la demostrada inutilidad de instituciones de otro tipo entre las que hay que citar emblemáticamente a la ONU), cabe señalar que, hasta ahora, el papel más activo lo hayan desempeñado las menos institucionalizadas de aquellas organizaciones: las que antes denominábamos «formaciones G». Y que naturalmente el protagonismo radical lo haya desempeñado el Estado. De manera que el Estado, que se creía superado con la globalización, ha demostrado ser el único capaz de articular medidas iniciales que puedan paliar los efectos de la crisis, sobre lo que se insistirá después. 121
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En todo caso, lo que debe subrayarse es la necesidad que la Globalización económica tiene de un nivel adecuado de institucionalización. Esta necesidad se basa, como antes se indicaba, en la exigencia que todo mercado tiene de una institucionalización correspondiente y, por tanto, el nuevo mercado global de una institución que, por eso, puede llamarse también global. Pero expresado así, parece contener un mensaje exclusivamente técnico, funcional. Se trata, sin embargo, de algo más. De responder en la fase actual a las exigencias que siempre ha mostrado el capitalismo a medida que ha ido alcanzando distintos grados de desarrollo. Es conocido (y así se ha venido sosteniendo con anterioridad) que la propiedad privada es, desde que alcanza un cierto grado de evolución, no sólo un hecho o un derecho, sino un principio de organización social, o en otros términos, que su mera existencia demanda una determinada organización que la posibilite y asegure sus funciones mediante el control de las distintas reacciones, contradicciones y consecuencias que despliega. Es el fundamento de esa otra tesis básica que aquí se ha venido sosteniendo de que —en el desarrollo del capitalismo— la relación privado-público es necesaria y compleja, apareciendo lo privado —inicialmente— como determinante de lo público y lo público como condición de existencia y subsistencia de lo privado. Desde estos supuestos el Estado ha venido cumpliendo esa función (de lo público) mediante el control de estas dos contradicciones: — La contradicción Capital-Trabajo, como contradicción principal. — La contradicción entre los distintos intereses dominantes que van adquiriendo especificidad a medida que la propiedad alcanza formas más complejas y se acentúa la relación competitiva entre ellos. A partir de aquí se puede decir que, en la medida en que la propiedad alcanza cada vez un grado más alto de extra o supraestatalidad, habría que pensar que también lo hacen esas dos contradicciones que suscita. Lo cierto es que, sin embargo, este desarrollo de las contradicciones es asimétrico, de manera que se ha desarrollado más ampliamente en sentido espacial la segunda (la de la lucha competitiva entre las distintas formas de propiedad) que la primera. Y si esto es así, resultaría que habría una especie de división del trabajo en el sentido de que al Estado le seguiría correspondiendo el manejo o control de la primera contradicción, mientras que a la «institucionalización» de la globalización, le correspondería preferentemente el de la segunda. En todo caso, la relación Estado-globalización es una relación compleja en la que pueden distinguirse tres aspectos, hasta cierto punto correspondientes a tres momentos distintos: 1. El primer aspecto se refiere a la relación específica Estado socialglobalización, en un sentido que en buena medida permite incluirlo en el proceso antes descrito Estado social-Unión Europea: las características 122
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intervencionistas del Estado social, reequilibradoras de la relación y del conflicto Capital-Trabajo que implica la conversión (política y constitucional) del Trabajo en sujeto político y la consiguiente creación de espacios anejos al mismo fuera de la Ley del Valor, es decir, desmercantilizados, son un estímulo para que el Capital huya del ámbito estatal y busque otros en los que ese conflicto no determine una situación semejante. Porque debe tenerse en cuenta que lo que realmente configura y define al Estado social no es el territorio, sino el conflicto, de manera que no es el territorio el que determina la lucha de clases, sino que es la lucha de clases, su situación y componentes coyunturales, la que determina el conflicto. El Estado social es, pues, un momento, una fase de ese proceso de lucha, más que el escenario del mismo55. De ahí que la crisis del Estado social se pueda entender como la fase siguiente en la evolución del conflicto. Una manifestación empírica de este planteamiento es la comprobación de la correlación entre crisis del Estado social y surgimiento e intensificación de las redes supraestatales de empresas, así como de los flujos monetarios, al ser el capital financiero el que reunía las mejores condiciones para adaptarse a la nueva situación, lo que ha seguido ocurriendo hasta la actualidad hasta el punto de que la globalización financiera es el desarrollo más acusado de la globalización. 2. El segundo aspecto es que la globalización ha hecho más compleja aquella otra función que antes se indicaba como propia del Estado capitalista (el control de la contradicción principal Capital-Trabajo), en cuanto que ha aumentado la complejidad de las formaciones sociales al proyectarse y repercutir en el interior de las mismas el incremento de las relaciones en el exterior, a la vez que se produce un aumento de las interlocales e interregionales, dado el carácter «multiescala» que tiene la globalización que no puede reducirse como antes se decía al orden internacional. De ahí que el Estado tenga que realizar a un nuevo nivel la «condensación» de las contradicciones, articular esa nueva complejidad y seguir manteniendo la coherencia social en los niveles de seguridad y eficiencia requeridos. Es lo que explicaría los nuevos desarrollos que se registran en áreas que afectan tanto a la organización del Estado como a seguridad, orden público o —pese a todo— prestaciones sociales. Simultáneamente el Estado se ha convertido en «colaborador necesario de la globalización», en todo lo relativo a lo que en su formulación clásica se designaba como inserción de la economía nacional en el mercado mundial, con las nuevas implicaciones en la apertura de fronteras, disminución o eliminación de controles sobre los circuitos mercantiles o financieros, la adecuación de políticas internas (laborales, fiscales o 55. R. Jessop, El futuro del Estado capitalista, cit.
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monetarias) con vistas tanto a la consecución de «convergencias» con el entorno como a superar las «rigideces» del mercado interno y la disminución de costes (acentuándose la percepción del salario como coste de producción exclusivamente), cara a la competitividad internacional, incluso transfiriendo de manera más o menos formalizada competencias a organizaciones internacionales alejadas de los controles internos y, en definitiva, promoviendo el debilitamiento de la Razón política (que tenía en el Estado su lugar privilegiado) y su relativización a la Razón económica56. 3) El tercer aspecto (y momento) es al que me refería antes cuando, al terminar las reflexiones sobre la institucionalización, se decía que había que introducir una variante en la hipótesis de partida resultado de los últimos acontecimientos. Se trata de dar cuenta del papel relativamente nuevo que está pasando a desempeñar el Estado en el momento actual de la globalización. Se indicó también el fracaso de lo que se viene llamando la institucionalización de la globalización tanto en la prevención como en la gestión de la crisis y que lo significativo era que, simultáneamente se está produciendo una revalorización del papel del Estado. Porque hasta el momento quien está desempeñando el protagonismo fundamental en la gestión de la crisis, de la primera crisis global, es precisamente el viejo Estado nacional que se entendía superado por la globalización. Son sus políticas y sus recursos los que están tratando de neutralizar los efectos de la crisis. Pero hay algo más: son los que objetivamente se están convirtiendo en los mecanismos, verdaderas correas de transmisión, para transferir el coste de la crisis del Capital al Trabajo, lo que, finalmente, no es ajeno a aquella función en torno a ese conflicto básico que se entendía desempeñaba el Estado en las sociedades capitalistas y confirmaría la idea antes expresada de la necesidad que lo privado tiene de lo público y que, como es habitual, se pone más claramente de manifiesto en épocas de crisis. B) Por lo que se refiere a la regulación o juridización desde el momento que se sitúa a las instituciones globalizadoras, como antes se vio, fuera del horizonte democrático y, por consiguiente, sin naturaleza política, se sostiene que su legitimación se encuentra en el Derecho. El Derecho, pues, debe ser su base legitimadora específica, lo que permitiría hablar también de un específico «Derecho de la globalización». Propuestas de este tipo, no por pertenecer a tendencias teóricas bien conocidas dejan de ser inquietantes, sobre todo por el grado de generalización y aceptación acrítica que parecen suscitar57. 56. P. de Vega García, «Mundialización y Derecho constitucional: la crisis del principio democrático en el constitucionalismo actual»: REP 100 (1998). 57. Algún autor (como S. Casese, La globalización jurídica, Pons/INAP, Madrid/ Barcelona, 2006) busca una justificación en el doble argumento de que, por un lado, no
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La inicial reserva que plantean procede de que en el grado actual de desarrollo jurídico se pueda seguir aceptando como Derecho algún tipo de «norma» que no tenga una fuente con fundamento democrático, lo que desde luego sitúa ya a este tipo de supuestas formas jurídicas fuera de todo entendimiento «constitucional» del Derecho (naturalmente en sentido teórico y no meramente positivo estatal puesto que se trata justamente de supuestas normas supraestatales). Pertenece a ese tipo de concepciones que desde los comienzos de la dogmática (y que se ha acentuado en las fases más recientes de dominio positivista) pretendía construir un Estado de Derecho separado del Estado democrático, de manera que su autosuficiencia justificadora procedía de las virtualidades que se derivaban de su racionalidad técnica que conducía a la seguridad jurídica. En todo caso, se trataba de posiciones que se defendían, al menos, sobre la base de esa racionalidad técnica, es decir, de una configuración precisa de categorías, de un método de construcción y subsunción en las mismas, de una lógica jerárquica y competencial, de una atribución de regímenes específicos para cada fuente y de unos caracteres precisos (lo que se llamó la Teoría de la norma jurídica) apoyado en la correspondiente y diferenciada base orgánica y funcional, todo lo cual suministraba las bases tanto para su funcionamiento ordenado como para la resolución de conflictos. Son, como se sabe, los dos ámbitos (democrático y técnico) material y formal, fundamentadores del Derecho. Reconocida ya la ausencia del primero, del material, del democrático, ya que por definición las instituciones de la globalización se sitúan fuera del horizonte democrático, resulta que también es difícil aceptar la existencia del segundo. Porque en términos generales se denomina a este Derecho como soft law, denominación que es también una soft description de la desnaturalización que el Derecho experimenta, hasta el punto de que, en otro lenguaje, se le ha llamado «no Derecho». Se trata de todas formas de un fenómeno complejo en el que cabe distinguir (en lo que se puede llamar el Derecho de la globalización) el ámbito externo o interestatal que es inicialmente el que aquí más interesa, y el estatal o interno al que aludimos para abarcar, aunque sea muy simplemente, la repercusión jurídica interna de la globalización. El ámbito externo o interestatal, el «Derecho» que regula y emiten las instituciones del tipo de las antes citadas, puede caracterizarse por lo siguiente: 1. Al proceder de «órganos» imprecisamente definidos tanto respecto del conjunto organizativo en el que se integra como respecto limita sino amplía las posibilidades de los particulares y, de otro, que como los Estados participan en su creación, lo democratizan.
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de sus funciones, se sitúa fuera de su posible ordenación mediante los principios de jerarquía o competencia, y, en consecuencia, no es posible atribuir a sus distintas manifestaciones regímenes jurídicos específicos que pudieran servir para singularizarlas y situarlas en el conjunto normativo del que forman parten que, por tanto, también se construye al margen de la idea de ordenamiento jurídico. 2. Se puede decir que carece de normas de producción jurídica, en cuanto que no sólo los procedimientos son imprecisos (la «cooperación», «coordinación», «acuerdo»), sino completamente disponibles en el sentido de que ofrecen una gran facilidad de bloqueo. 3. Se caracteriza, igualmente, por huir del carácter normativo u obligatorio en favor del indicativo u orientativo, aspecto éste que ha experimentado un progresivo crecimiento cuantitativo en busca de objetivos también ambiguamente definidos como «gobernanza». 4. En consecuencia, aparece una gran variedad e indefinición en el planteamiento de los procedimientos e instancias para la resolución de conflictos, de naturaleza preferentemente arbitral. 5. Como consecuencia de la huida de las categorías y del nomen iuris de las instituciones tradicionales, se utiliza un lenguaje tecnocrático en gran medida ininteligible y desde luego alejado del ciudadano medio. 6. Finalmente, no debe desdeñarse el origen cada vez más frecuentemente «privado» de este tipo de Derecho, en cuanto formulado —tanto las bases de funcionamiento o «acuerdo» de estas instituciones como las propias «disposiciones» que de ellas emanan— por las grandes consultoras jurídicas multinacionales. Pese a esta defectuosa configuración, se está también de acuerdo en que tiene una eficacia y vigencia más allá de lo que se podría presumir (sobre todo en determinadas circunstancias, además de las posibilidades que ofrece como pretexto) y de lo difícil que resulta «tomarlo en cuenta» jurídicamente. Quizás, también jurídicamente, lo más que se pueda decir de este soft law es que ha servido de parámetro para la interpretación del hard law. En todo caso, se conviene en que conforma un cierto espacio jurídico supranacional y que, por ello, hay que hacerlo compatible con el nacional, lo que no es fácil pues se trata de espacios jurídicos heterogéneos, configurados sobre supuestos y categorías distintas como se acaba de ver, y que, sin embargo, es necesario, pues los nacionales ya no son comprensibles aislados, por lo que cabe hablar de lo que antes llamábamos el ámbito jurídico estatal o interno de la globalización. Este ámbito jurídico interno de la globalización o la repercusión de la globalización económica en el Derecho interno, aunque interesa menos a los objetivos que aquí se buscan, tiene interés por la coherencia que guarda con el esquema que se sigue. 126
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Inicialmente se ha señalado que los ordenamientos jurídicos internos han sido colonizados por la globalización, en cuanto, en gran medida, se han puesto a su servicio y han pasado a ser, desde el punto de vista de aquélla, «un factor económico» con el que se opera con el criterio del «menor coste»; y este «menor coste» se ofrece desde el interior porque también se utiliza desde el interior como un mecanismo o como un medio para intervenir en la lucha competitiva internacional. Ello hace que cada ordenamiento se «especialice» en sectores específicos a los que normativiza en las condiciones óptimas para atraer al capital exterior (su expresión última son los «paraísos fiscales»). De ahí que se configure el espacio jurídico globalizado como «competitivo», en cuanto en él compiten los ordenamientos jurídicos estatales, lo que permite también hablar de que los «mercados legislan». Estas diferencias entre ordenamientos son optimizados efectivamente por el Capital global en cuanto le permite elegir y/o realizar a nivel mundial lo que se ha llamado un shopping trip58. Esta exigencia inicial se traduce en ciertas características técnicas que adquiere ese Derecho interno al servicio de la globalización: 1. Es fácilmente perceptible el contagio que experimenta de ese carácter general que señalábamos antes al Derecho global externo de perder las características propias del hard law del Derecho interno y ser cada vez más soft law. Sobre todo en el sentido de perder precisión o sustantividad, ganar en generalidad o genericidad (lo que aumenta las posibilidades de discrecionalidad en su aplicación y la consiguiente inseguridad en la resolución de conflictos como se indicaba en el ámbito supraestatal), tratando de hacerlo compatible con «los principios de la competencia» y, además, su extensión al mayor número de sectores (lo que se ha llamado la «transversalidad»). 2. Se coincide también en destacar que la globalización acentúa un fenómeno que ya se venía observando desde la crisis del Estado social: su progresiva privatización59. Aparte de la genérica privatización que supone su cada vez mayor puesta al servicio de intereses privados, perdiendo también progresivamente su carácter regulador de servicio público (el anterior carácter de genericidad ya lo delataba), la privatización se muestra en que, progresivamente, ese Derecho público económico incluye en buena medida la categoría privada de «contrato», en cuanto que o bien se pacta previamente o se ofrece como posibilidad 58. J. V. González García, «Nota sobre las mutaciones del ordenamiento en un contexto de globalización económica», en J. Lima, E. Olivas y A. Ortiz-Arce (coords.), Globalización y Derecho, Dilex, Madrid, 2007. Es un excelente trabajo del que se toma la descripción básica que hace del ámbito jurídico interno de la globalización. 59. C. de Cabo, La crisis del Estado social, PPU, Barcelona, 1986.
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a aceptar voluntariamente o incluye (también en aquella genericidad) la posibilidad de acuerdo entre partes (una de ellas, naturalmente, la Administración). A ello hay que añadir otro elemento de privatización procedente de sus fuentes: la importancia progresiva que, como se decía antes respecto de las instituciones supraestatales, tienen las organizaciones privadas no sólo en la «regulación» efectiva de la vida ciudadana (es el caso de las grandes multinacionales que gestionan la prestación de la mayoría de los servicios privatizados por los Estados a través de «normas contractuales» de adhesión), sino de la cada vez mayor influencia que adquieren esas organizaciones especializadas en lo que se denomina «normalización técnica» a la que, supuesto su altísimo grado de especialización científico-técnica, las dota también de un altísimo grado de indiscutibilidad. Aunque queda fuera de las posibilidades de análisis que aquí se pretenden, no puede dejar de mencionarse la repercusión de todo ello en los dos ámbitos que antes se señalaban como fundamentadores del Derecho: el democrático y el técnico (el rigor lógico-jurídico) de los que necesariamente se resiente el Derecho interno, especialmente en los ámbitos más sensibles a los intereses de los operadores económicos multinacionales entre los que debe incluirse de manera destacada el Derecho laboral60. 4.2.3. La alternativa globalización-constitucionalización La cuestión siguiente sería plantear en qué medida la Unión Europea responde o no y, en consecuencia, si es integrable o no, tanto en los caracteres como en los fines de lo que aquí se ha descrito como globalización. Inicialmente habría que establecer la comparación entre las antes consideradas institucionalización y regulación de la globalización y los correspondientes aspectos de institucionalización y regulación de la Unión Europea. En principio, no parece discutible que la Unión Europea apenas es comparable en ambos aspectos con el resto de organizaciones integradas en el proceso globalizador. Por eso tampoco es necesario detenerse demasiado. Así, en lo que se refiere a la institucionalización, la organización alcanzada por la Unión Europea no es reconocible en ninguna otra. Y, aunque efectivamente, todavía sigue siendo problemática su remisión a una categoría identificatoria (se la ha llamado Liga de Estados, Federación en lo jurídico y Confederación en lo político o se la considera un «nivel» en un «constitucionalismo plurinivel» o una determinada 60. A. Baylos, «Globalización y empresas trasnacionales: la problemática de la responsabilidad», en Globalización y Derecho, cit.
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CONSTITUCIONALISMO DEL ESTADO SOCIAL Y SU CRISIS
«escala» en una supuesta «integración multiescala», etc.), lo cierto es que el grado de diferenciación y complejidad orgánica, de atribución respectiva de competencias y de la cuantía e importancia de las mismas, así como su grado de intersección con las organizaciones estatales, es única e incomparable. Y lo mismo se puede decir respecto de lo que antes se llamaba regulación, para referirnos al aparato jurídico. La complejidad y el desarrollo alcanzado por el Derecho comunitario (del que forman parte en sentido estricto lo que se ha venido llamando derecho originario, Derecho derivado y jurisprudencial y al que se vienen añadiendo otros elementos como los de apertura y contralímites de las Constituciones nacionales, e incluso se añaden en algunas concepciones —como la del profesor Haberle— los principios «particulares» comunes a los distintos constitucionalismos nacionales, positivizados o no, más toda una serie de creaciones culturales y documentales que integrarían un corpus base de un Derecho constitucional común europeo), así como los caracteres y efectos de que está dotado respecto de los Estados (efecto directo, primacía) le convierten también en incomparable con los desarrollos jurídicos alcanzados por el resto de organizaciones incluibles en la globalización. Sin embargo y, tras dejar bien sentado que el desarrollo de la Unión Europea ha alcanzado en ambos aspectos un grado de desarrollo excepcional, también hay que decir seguidamente que ese desarrollo no ha producido una diferencia de naturaleza, una ruptura con los caracteres institucionales y reguladores o jurídicos, así como con los fines de la globalización. En cuanto a los caracteres institucionales, es reconocible la existencia, como en las organizaciones de la globalización, de la pluralidad de sujetos (o multiestatalidad) y su protagonismo, con lo que se remite a elementos de complejidad, reflexividad, funcionalidad sistémica, ausencia de «Centro», lo que exige procedimientos para la toma de decisiones basados en la cooperación, el consenso, mayorías cualificadas, etc. Y, en definitiva, con una notable ausencia de base democrática; asimismo, es destacable la imprecisión en la configuración de sus órganos y de sus interrelaciones, sin vigencia de los principios de jerarquía, incluso de competencia, con interferencias mutuas. Y en relación con los caracteres reguladores o jurídicos, la deforme configuración de la producción jurídica, sin responder a las categorías y regímenes jurídicos propios del Estado de Derecho europeo, con una creciente influencia de las fuentes externas (se indica que aproximadamente no más del 3 % de las Directivas proceden del interior de los órganos comunitarios, siendo el resto resultado de «estímulos externos», es decir, de grupos de presión), así como con un continuo crecimiento de las recomendaciones, orientaciones, mecanismos de coordinación, en la línea del Derecho «indicativo» 129
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y desformalizado que antes se atribuía al Derecho de la globalización; asimismo, la permanente invasión o colonización —como también antes se decía— del Derecho interno, desplazando competencias y por supuesto eludiendo controles democráticos de los poderes públicos estatales con el consiguiente efecto de erosión constitucional. En cuanto a los fines, sin incurrir en el reduccionismo que puede atribuirse al resto de organizaciones que componen la institucionalización de la globalización económica, cuyo objetivo prácticamente exclusivo es servir a los intereses y mecanismos expansivos del Mercado, tampoco es discutible que la finalidad básica de la Unión Europea viene determinada por la centralidad del Mercado como antes se dijo. Por eso, de la Unión Europea puede decirse lo mismo que se predicaba antes de las instituciones de la globalización: que, ante la importancia progresiva del Mercado exterior al Estado, es también necesario realizar fuera del ámbito estatal lo que antes realizaba ese Estado respecto a la organización de la competencia de los intereses dominantes en el interior. Y ésta es una función específica de la Unión Europea, que antes se señalaba como definitoria, al ser el núcleo básico de las competencias exclusivas. Incluso se puede ir más lejos: si éste es el fin y ésa es la función determinante de la Unión Europea, quiere decirse que todo lo que se ha dicho antes del incomparable mayor desarrollo orgánico, competencial y jurídico que tiene la Unión Europea frente a las demás instituciones de la globalización económica, la convierten en la representante más genuina e influyente de esa globalización en su vertiente económica y, por tanto, en la más eficiente respecto del fin último de ésta en cuanto estrategia actual del proceso de acumulación capitalista. En consecuencia, la Unión Europea, desde el punto de vista que aquí se sostiene, se identifica más como institución perfeccionada de la globalización económica que como una Constitución europea. Porque ésta es —también naturalmente desde la perspectiva que aquí se mantiene— la alternativa que hoy se ofrece a la Unión Europea: permanecer como institución de la globalización económica o constitucionalizarse. Porque, sin desconocer que se han dado pasos en esta línea (aunque sin duda el Tratado de Lisboa es un retroceso) y aunque se contengan en los últimos Tratados «elementos de constitucionalidad», nada autoriza a calificarlos de Constitución (como nada autoriza a señalar que existen elementos de «humanidad» en el genoma de los seres inferiores que comparten más del 90 % de sus componentes con el humano). Así, al análisis cuantitativo de componentes, se podría oponer el cualitativo que identifica a la Constitución: frente a la yuxtaposición de Estados su superación y frente al predominio de la Razón económica en la Unión Europea, el predominio de la Razón política en la Constitución; o, lo que es lo mismo, frente a la subordinación a los instrumentos de los 130
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objetivos (como se indicó que ocurre en la Unión Europea), el predominio de los objetivos sobre los instrumentos, en cuanto la Constitución, el constitucionalismo, el Derecho constitucional, se integran en el conocimiento y en las ciencias de la cultura (desde el entendimiento por cultura «la inserción de los fines en la naturaleza», la puesta de la naturaleza, de la realidad, al servicio de los fines del hombre) que es ante todo una ciencia de fines y no de medios o procedimientos61. La constitucionalización de Europa (que no supone trasladar el modelo estatal constitucional) es, pues, un cambio decisivo, una superación radical respecto de la situación actual62. Así, si se comparan los dos aspectos de la globalización económica que se han venido señalando (institucionalización y regulación), se advierte que se trata de una propuesta simétricamente contraria. Respecto de la institucionalización, la constitucionalización supone inicialmente la recuperación de la legitimación democrática tanto en el proceso constituyente como en su funcionamiento; la desaparición de la organización descentrada o en red y la también recuperación del «poder político» como «centro» a partir de la unidad de origen que representa la voluntad ciudadana, una estructura orgánica y funcional definida con arreglo a principios claros entre los que pueden reformularse los de jerarquía y competencia. Respecto de la regulación, es obvio el paso a un sistema de garantías, así como a una construcción sistemática del ordenamiento con una configuración lógico-formal a partir de la Constitución como base de un ordenamiento realmente originario, normativo y no indicativo, con claros procedimientos de producción jurídica, toma de decisiones y reforma. Con ello naturalmente no se trata de hacer una descripción y de establecer un «programa» de lo que debe ser una verdadera Constitución, sino de manifestar en qué medida un proyecto de este tipo se opone a las características antes señaladas de la globalización. En todo caso, debería señalarse que la constitucionalización europea tendría dos efectos añadidos: 1. La constitucionalización europea implica una reconstitucionalización de los Estados. Dada la fuerte interrelación de ordenamientos, el efecto negativo que antes se apuntaba y que era común a la institucionalización de la globalización (en cuanto a desvirtuar el constitucionalismo interno y eludir sus mecanismos y controles democráticos), 61. C. de Cabo, «El elemento utópico, ingrediente cultural del constitucionalismo», en F. Balaguer (coord.), Derecho Constitucional y cultura, Tecnos, Madrid, 2004. 62. La discusión sobre la vinculación Estado-Constitución es permanente y sigue teniendo actualidad. Así, en Alemania se ha reavivado con motivo del renacimiento de los estudios sobre la Constitución y República de Weimar que se registra en estos momentos.
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se revierte y transforma en una relación correspondiente, coherente y transparente. 2. La constitucionalización europea supone superar la situación actual de la organización y el Derecho europeos que perfilan un exclusivo modelo económico de sociedad y recuperar una de las características que se han mantenido —al menos teóricamente y como objetivo garantista mínimo— desde el constitucionalismo clásico (y que se defiende actualmente, como ha reiterado el Tribunal constitucional español): la neutralidad respecto al modelo económico. Se posibilitaría así la efectiva realización del pluralismo y la real configuración de la Constitución como constitución pluriclase. Con lo que se trasladaría al ámbito europeo lo que ha sido característica de la Constitución y del sistema constitucional: comprender la totalidad social, lo que supone la capacidad para integrar en la Constitución europea lo que se ha venido llamando «dialéctica de la Constitución»: la capacidad de la Constitución para albergar el conflicto y, en su caso, admitir la posibilidad de nuevas formas de «pacto», de reformulación de un nuevo Contrato social, que la crisis actual parece demandar, que fue en su momento, como se dijo al principio, básico para sentar las bases de la construcción europea, que debe incluirse en las «tradiciones constitucionales» de Europa y que se mantiene en las todavía vigentes constituciones del Estado social.
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IV LA GESTACIÓN DE LA NUEVA CONTRADICCIÓN: LA RECONSTRUCCIÓN DEL SUJETO
1. PERSPECTIVA
GENERAL
Otra cosa es preguntarse por la fuerza o «sujeto» que puede pilotar ese cambio. Caben dos niveles para el análisis. Uno sería intrasistema. Puede admitirse un impulso surgido desde el interior del sistema como defensa ante posibles reacciones contrarias desencadenadas por la crisis económica actual. En algún momento anterior se ha destacado como una característica histórica que, en general, el reformismo o las medidas reformistas han alcanzado mayor entidad cuando en el horizonte se percibía la posibilidad de la Revolución o, al menos, el riesgo de grandes disfunciones o peligros. Es decir, el reformismo ha sido habitualmente utilizado como un mecanismo de seguridad del sistema. Por eso no aparece espontáneamente como forma de autorregeneración o perfeccionamiento, sino en circunstancias en las que su funcionalidad sistémica lo convierten en una opción soportable. La actual situación de crisis podría configurarse como una de esas circunstancias, y lo cierto es que en buena parte de los Estados afectados se están desarrollando políticas que tienden a mantener o reactivar ciertos elementos del Estado social (la generalización de la idea de que ha vuelto el keynesianismo, aunque sea poco rigurosa, expresa la conciencia y aceptación de una situación distinta al inmediato pasado neoliberal) vinculados a una actividad interventora, tanto en el ámbito estrictamente económico (los enormes recursos públicos en apoyo del sistema financiero) como en lo social, en el que, junto a actuaciones de finalidad compleja (como el aumento de la inversión pública que, además de servir a la reactivación económica, trata de combatir el desempleo) desarrolla otras directamente vinculadas a demandas y derechos sociales. Es decir, en alguna medida, son reconocibles los dos tipos de intervenciones 133
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que caracterizaron el Estado social (en el orden económico y en el social) como se ha venido sosteniendo en este trabajo, aunque deba inmediatamente relativizarse esa referencia al Estado social porque ni empírica ni teóricamente son comparables a partir de la radical diferencia en la respectiva circunstancia histórica (muy simplificadamente, en la actual no se da la precondición económica para su aparición —encontrarse el capitalismo en una fase de crecimiento— ni la específica correlación de clases que posibilitó aquel pacto social relativamente equilibrado). Los elementos históricos son en realidad los contrarios: recesión económica de un lado y extremo desequilibrio social —por la debilidad del Trabajo— de otro. En su virtud, la crisis actual ha generado dos procesos que hay que entender de manera bien distinta: la intervención económica para «restaurar» la acumulación, y la social, en los niveles mínimamente funcionales, para evitar los riesgos o exigencias de cohesión social, legitimación o clientelismo que pudiera generar la crisis. Son estos últimos elementos los que han «sustituido» al Trabajo como «actor» social, lo que no obsta para que se intente integrarlo en un nuevo «pacto de sujeción» —«un gran acuerdo nacional de todos los agentes sociales»— para añadir cauces de transmisión de los costes de la crisis a la vez que garantía de disciplina social ante ella. A partir de ahí se puede esperar que (aunque la cada vez mayor heterogeneidad europea y las exigencias de respuestas diferenciadas a la crisis exige cautelas y relativización) los Estados trasladen esa actitud al espacio europeo, de manera que la Unión se «actualice» y cancele los viejos presupuestos neoliberales bajo los que se expandió. Aunque tímidamente, algún cambio se percibe respecto de la «intervención económica» aunque sea bajo la forma tan poco estimulante que ha tenido la apenas existente «respuesta europea» a la crisis (ni unitaria ni significativa). Todavía menos se advierte en el social, en el que el espacio europeo es menos sensible a sus riesgos o exigencias que en el interior de los Estados y en el que sería más necesario todavía una presencia más activa del Trabajo. El otro nivel es el extra o antisistema. Se refiere a la problemática planteada en torno a un —supuestamente nuevo— «sujeto histórico» como protagonista del cambio social superador de esta fase del capitalismo en términos materiales y configurador de un también nuevo Poder constituyente en términos constitucionales. Como es conocido, la cuestión se ha planteado a partir del «oscurecimiento» de la clase trabajadora como sujeto histórico, que si dio lugar por parte del pensamiento conservador a declarar la victoria definitiva del capitalismo (el fin de la Historia), por parte del pensamiento crítico se procedió a buscarle «sustitutos» al Trabajo al haber perdido la «centralidad» que ocupó en el sistema, ya que la revolución y progreso 134
GESTACIÓN DE LA NUEVA CONTRADICCIÓN: RECONSTRUCCIÓN DEL SUJETO
tecnológico (el desarrollo de las fuerzas productivas) han hecho «desaparecer» la histórica «clase trabajadora». Este ámbito de actitudes y pensamiento críticos ha generado distintas respuestas. Una primera respuesta surge a partir de los acontecimientos de París en mayo de 1968. La relevancia que adquirió en esos días la juventud estudiantil y el retraimiento, mediante una dirección seguramente equivocada, de las organizaciones obreras, hizo pensar que la respuesta tradicional de clase estaba anticuada, era ineficaz y que el nuevo programa libertario era el que representaba la «juventud transgresora» de los viejos códigos que se configuraba como el nuevo sujeto histórico (Marcuse es quizá su teórico más representativo), al que se articularían las propuestas de los distintos movimientos sociales que comenzaban a adquirir nueva fuerza (ecologismo, pacifismo, feminismo). Admitiendo su aportación para derribar tabúes y autoritarismos, pronto mostró su nulo aliento revolucionario, insignificancia socio-económica e indiferencia ante el conflicto Capital-Trabajo, prevaleciendo el nivel estético (entusiásticamente celebrado por el aparato mediático burgués más refinado) y contribuyendo, finalmente, a desconcertar y debilitar a las fuerzas realmente transformadoras. Aunque liberalizó conductas, no tuvo más repercusión jurídica que potenciar en algún caso una interpretación más amplia en materia de derechos individuales. Otra respuesta proviene de la posición altermundista («otro mundo es posible») formulada por los movimientos antiglobalización que comienzan en los acontecimientos de Seattle y siguen hasta la actualidad con su expresión en los Foros sociales periódicos que celebran y que son, hasta el momento, la única visualización de conjunto que proporcionan, pues se mantienen en una (entre buscada e insuperable) ambigüedad institucional, aunque con un claro contenido antisistema y un notable pluralismo cultural que presenta una cierta imagen (anti)global. Con base en estos movimientos y en otros con objetivos y caracteres más locales (desempleados —piqueteros argentinos—, cocaleros bolivianos, movimientos de liberación nacional, incluso movimientos microcósmicos locales solidarios junto a manifestaciones de democracia participativa en distintos lugares del mundo o de carácter indianista o indigenista1) y aceptándose las consideraciones antes expuestas sobre los cambios producidos en la fuerza de Trabajo, se entiende que, en esa realidad nueva del mundo globalizado, cabe apreciar estos dos elementos: 1. En primer lugar que, aunque con las características propias del tiempo histórico actual, se siguen dando las condiciones de existencia de 1. B. de Sousa, Democracia participativa, FCE, México, 2004.
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un sujeto histórico capaz de producir y reproducir nuevas formas de configuración social al incorporar y actuar los intereses y conciencias de las grandes mayorías sociales. La contradicción insuperable del capitalismo, aunque histórica, es decir, variable en sus formas, está siempre presente. 2. En segundo lugar que, a consecuencia tanto del «oscurecimiento» y cambios producidos en la fuerza de Trabajo como de la fragmentación, diversificación o aparición de nuevas problemáticas, ese nuevo «sujeto histórico» ya no va a tener en la fase actual del capitalismo, la unidad que tuvo al configurarse en torno al Trabajo en fases anteriores. A partir de aquí se trata de identificar y a la vez contribuir a potenciar el surgimiento de ese nuevo «sujeto histórico». Para ello, una de las vías seguidas es «deconstruir» las categorías jurídico-políticas básicas de lo privado y lo público, para delatar su contenido ideológico y, en consecuencia, mostrar la necesidad de partir de otros supuestos. Así, respecto de lo privado, se indica que desde el principio se ha confundido con la subjetividad, de manera que todo lo subjetivo era privado y todo lo privado pertenecía al ámbito de la subjetividad. Por consiguiente, el sujeto (individual) es una «totalidad» a la que pertenece «todo»: lo material (propiedad) y todo lo inmaterial (los derechos). Y respecto de lo público, se indica que se ha reducido a la función organizativa-ordenadora, ocultando o minimizando la gestión de lo colectivo que de forma principal le corresponde. Por eso se trata de rechazar esas categorías en cuanto ideológicas y sustituirlas por otras más reales: configurar lo privado a partir de las «singularidades sociales» (que no incluyen la propiedad privada) y sustituir lo público por algo bien distinto que se designa como lo «común». Este último se entiende que va a ser el concepto básico de la nueva sociabilidad que se pretende. Lo «común» se formaría a través de la cada vez más intensa «intercomunicación entre las singularidades sociales». Y este ámbito de lo «común» estaría soportado por ese conjunto de singularidades sociales que forman el nuevo sujeto histórico: la «multitud» como algo bien distinto del pueblo (no es algo ni unitario ni representable) y que se auto-organiza y decide en y a través de la práctica intercomunicativa o interrelacional2. Sin negar el esfuerzo de renovación que supone, esta última posición —que se presenta como expresión de lo que ya está ocurriendo— plantea dudas sobre si contiene lo más significativo y determinante de la dinámica real actual, así como si su sentido y efectos (el de lo común y la multitud) estén conduciendo por primera vez —como se sostiene— a la verdadera democracia. Es un salto lógico que se da por 2. M. Hardt y A. Negri, Multitud, Debate, Barcelona, 2004.
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supuesto, pero que no se explica. En alguna medida se relaciona esta forma argumentativa con el tipo de matriz lógica (no política) que —en la formulación de Mandeville— convertía a los «vicios privados en virtudes públicas» y que después, en pleno desarrollo liberal, se convirtió en el «equilibrio general» conseguido a través de la interacción de los intereses privados, sin que en ninguno de los casos se explique a través de qué mecanismos se conseguía. Por eso, y aun reconociendo la dificultad de aportar algo en la materia y que además tenga alguna utilidad, cabe hacer alguna acotación. Se trata de introducir alguna matización a los elementos básicos de esa tendencia, que inicialmente se compartían y aceptaban de manera general por el pensamiento crítico, como consecuencia de la crisis actual: 1. La primera hace referencia a la generalmente admitida pérdida de centralidad y hegemonía del Trabajo, lo que daba lugar a la correlativa revalorización de los movimientos surgidos en torno a cuestiones concretas. Pues bien, la actual crisis económica está devolviendo importancia y centralidad al Trabajo. Se está visualizando desde diferentes ángulos: la importancia decisiva que se atribuye a las reformas del mercado laboral para salir de la crisis, la percepción de que el paro es uno de los problemas centrales del momento, los comienzos de revitalización del movimiento obrero, las reacciones que suscita la posibilidad de movilización social. Hay que añadir que una vez más la valoración que hace no sólo el Capital, sino el capitalismo (la organización del dominio económico del Capital), del Trabajo es la que corresponde a la relación Capital-Trabajo en los términos en los que aquí se viene definiendo: estrictamente económica. Pero se está evidenciando, también una vez más, que el Trabajo tiene dos aspectos: de una parte, es coste de producción y en este sentido y aunque se esté considerando en un primer plano al paro como un problema humano (y obviamente lo es y de la mayor gravedad), lo cierto es que el paro es en buena medida un mecanismo estructural para salir de la crisis en cuanto supone una desvalorización del Trabajo (no solamente crea el tradicional «ejército de reserva» de los desempleados, sino que divide al movimiento obrero en trabajadores con empleo y sin empleo, agudiza la existente entre trabajadores de la gran, de la pequeña y la mediana empresa, la que existe entre inmigrantes y trabajadores nacionales, genera, además, el miedo al desempleo con lo cual se produce la desmovilización y hasta, como se está viendo en la actualidad, la aceptación sin resistencia y voluntariamente de congelaciones salariales e incluso bajadas reales de salarios con tal de mantener el empleo, caminándose hacia la extinción práctica por desuetudo del derecho de huelga); de otra, y junto a esta consideración como coste de producción, el Trabajo (salario) es un fac137
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tor de consumo y no puede olvidarse que la retracción del consumo es una de las circunstancias que inciden más gravemente en la crisis actual. Esta doble consideración (como coste de producción y como factor de consumo) es en sí misma contradictoria y si bien en lo que se refiere al «Capital» se resuelve claramente en favor de su consideración prevalente y exclusiva como factor de producción, en lo que se refiere al «capitalismo» no deja de plantearle problemas y perplejidades. Desde la perspectiva del pensamiento crítico y con vista a las posibilidades de transformación social, esa mayor relevancia actual del Trabajo (y naturalmente teniendo en cuenta y valorando a costa de cuánto sacrificio se produce, como por otro lado ha ocurrido siempre en la Historia) es un hecho que, ya que tiene subjetivamente ese coste, objetivamente puede tener algún efecto positivo; porque volver a plantear la oposición al sistema desde la perspectiva de clase, de un lado, puede ser el vehículo para realizar la unidad, convergencia o homogeneización de las distintas protestas y movimientos; de otro, puede servir para clarificar y evitar desorientaciones respecto a cómo el ciudadano o el trabajador se sitúe ante los distintos problemas y conflictos; y, finalmente, la articulación de esos problemas y conflictos a través de la «clase» puede ayudar a dotarles de mayor conciencia y significado políticos. Estas consideraciones son contrastables en la realidad. Ha sido claramente visible (en distintos ámbitos mundiales y desde luego en España) los efectos negativos que ha tenido el oscurecimiento u ocultamiento de la problemática y conflicto de clase como eje en torno al cual situarse, como antes se indicaba: no sólo la dispersión de las protestas y movimientos, sino que al plantearse como únicos conflictos o como conflictos más visibles en la lucha o confrontación entre las mayores opciones políticas, los de tipo (preferentemente) superestructural (culturales o morales, lingüísticos, orientación sexual, nacionalismos, organización del Estado, consumo) han dado lugar a alineamientos sociales transversales o interclase, lo que a su vez potenciaba el oscurecimiento del conflicto básico (el eje derecha-izquierda) que proporciona la referencia más clara para situarse. Y asimismo y contrariamente, el efecto positivo que, también en distintos ámbitos, se ha producido cuando diferentes movimientos y colectivos se han vinculado a organizaciones de clase (América Latina ofrece a estos efectos ejemplos interesantes del diferente nivel y logro alcanzados cuando a los distintos movimientos o sectores —entre ellos los indigenistas y admitiendo su importancia específica y hasta decisiva— se ha unido una significativa base trabajadora y una problemática de clase como se verá después). 2. La segunda se refiere al cambio que puede producirse en el lugar o ámbito preferente del conflicto básico entendido más que como espacio geográfico (aunque también) como nueva fase del proceso. 138
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Se trata de sacar las consecuencias y proyectar en este campo la redistribución de papeles que se está produciendo como consecuencia de la actual crisis entre Estado y globalización. Como se ha visto, esta redistribución registra el fortalecimiento del papel de los Estados en esta fase de crisis y, simultáneamente, un debilitamiento de la institucionalización de la globalización. De ahí —se apuntaba antes— puede derivarse una consiguiente revalorización del Estado como «nuevo» momento (y lugar) del proceso histórico y en su caso del conflicto. En este caso, este supuesto interactuaría con el anterior, pero, sobre todo y desde una perspectiva constitucional, se vincularía al y potenciaría el papel de la Constitución en la perspectiva que aquí se ha venido manteniendo: la dialéctica constitucional. Porque —como se ha indicado y respecto de los países europeos del constitucionalismo del Estado social— pese a la crisis del Estado social, se han mantenido formalmente las Constituciones de ese Estado social. Y ahora sería el momento en el que pudieran reactivarse y no sólo en cuanto a su normatividad en los aspectos de intervencionismo propios del Estado social, sino en su acogimiento, protección e incluso organización del (nuevo) sujeto histórico. Se trata de recordar que la Constitución del Estado social se presenta como el sistema normativo constitucional de articulación e integración del conflicto en sus diferentes niveles y manifestaciones3. Es decir, se incluye en ella no sólo el Trabajo sino el resto de los conflictos indirectos y secundarios que a él se vinculan y que, tras él, «entran» también en la Constitución. Es la «otra Constitución», la Constitución de los (sujetos) débiles o Constitución alternativa. A su través se han quebrado supuestos propios del constitucionalismo y el Derecho liberal al romperse su formalismo característico mediante el reconocimiento de la realidad por el Derecho que, así, adquiere una —inmediata— base material: frente al universalismo característico siempre del Derecho burgués, el reconocimiento y protección jurídica de la diferencia; frente al monopolio del individuo en el reconocimiento y ejercicio de los derechos, la posibilidad de reconocimiento del sujeto colectivo de los derechos y frente al predominio o exclusividad del aspecto subjetivo, el reconocimiento de lo objetivo (la situación o circunstancia) como elemento para la configuración y atribución del derecho. Se trata, pues, del reconocimiento y protección de la diferencia, lo que posibilita no sólo la actuación desde el Estado sino desde la sociedad civil por parte de los sujetos colectivos débiles que pueden accionarla. A partir de aquí se posibilita una práctica constitucional que incluye la determinación de que (conforme al 3. C. de Cabo, «La Constitución del más débil», en M.ª L. Balaguer (ed.), XXV Aniversario de la Constitución española, CEDMA, Málaga, 2005.
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principio siempre favorable a la ampliación en materia de derechos) toda situación de debilidad real, debe tener relevancia constitucional; pero, a la vez, que, en cuanto integrados en la Constitución, cabe configurar una recomposición, una base teórica, unitaria, de las diferencias. Lo que implica, también en el nivel jurídico-formal, la superación de la radical separación sujeto individual-sujeto colectivo4. Por otra parte, la consolidación de ese nuevo sujeto implica una nueva relación con la Constitución y una nueva fase en la función de la Constitución. Porque ese nuevo sujeto puede introducir en la Constitución nuevas formas de contradicción, de la «negación», que se inició con el surgimiento del constitucionalismo del Estado social y que se oponen a la lógica capitalista en un doble aspecto: 1. De un lado, y a partir de la antes señalada «revalorización» del espacio estatal con la crisis económica actual y de las evidencias que descubre, aparece como ventajosa y posible la opción de profundizar en esa dirección de revalorizar lo «local» y, por tanto, romper, «negar» la lógica de la globalización (presentada como inevitable, indiscutible y totalizadora) y rechazar lo que puede llamarse la globalización innecesaria: la que tiene un carácter puramente especulativo y crea esos enormes recorridos y circuitos mundiales, artificiales e innecesarios, para el suministro de productos, como ocurre en ámbitos tan importantes como el alimentario o el energético. De ahí se desprende también otra lógica en las interrelaciones «supralocales» (regionales, supraestatales), de manera que las posibles «integraciones» no sean entre o en base a mercados sino pueblos, en la forma tan rica y compleja que permite el progreso actual de la intercomunicación y el conocimiento, frente a los objetivos del «intercambio desigual». 2. De otro, la dinámica de ese nuevo sujeto es incompatible con la exigencia del capitalismo, defendida como dogma natural, de crecimiento económico permanente. Esa incompatibilidad se manifiesta en dos niveles: a) En el de la racionalidad que incorpora ese sujeto que se opone a la irracionalidad que incorpora el capitalismo, por naturaleza depredatorio y autodestructor, en cuanto necesita seguir un continuado proceso de acumulación, de reproducción ampliada, pero que es incompatible con las posibilidades socioecológicas del Planeta. b) En el del conflicto de clase en un doble ámbito: en el interior de las formaciones sociales, en cuanto el deterioro medioambiental termina finalmente perjudicando de manera enormemente desproporciona4. Sobre la necesidad de superar la división radical sujeto individual-sujeto colectivo, C. de Cabo, Teoría constitucional de la solidaridad, Marcial Pons, Madrid, 2006.
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da a las formas de vida, recursos e ingresos de subsistencia de las clases inferiores (es la base de la formulación de lo que se ha llamado el PIB de los pobres5); y en el exterior, en cuanto es incompatible con el desarrollo equilibrado y solidario de la relación Norte-Sur. De ahí que frente al crecimiento permanente, cualquiera que sea la forma de entenderlo, se abre paso la tesis del decrecimiento sostenible, como objetivo de transformación social para los países ricos. En definitiva y finalmente, esta dinámica del sujeto a través de la Constitución e introduciendo nuevas formas de contradicción, mostraría una vez más, al nivel de la fase histórica correspondiente, la compleja interrelación que bajo las expresiones dialéctica del sujeto-dialéctica de la Constitución, se ha tratado de poner de manifiesto. 2. LA
ESPECIFICIDAD DE
AMÉRICA LATINA
Aunque se han hecho algunas otras referencias, lo dicho hasta ahora pertenece básicamente al constitucionalismo del Norte. Sin embargo, hay buenas razones para que la Teoría y los estudios constitucionales no puedan formularse seriamente sin el Sur. Y en concreto sin América Latina o Sudamérica (como se propone por algunos sectores para evitar la exclusión tanto de la existencia y cultura anterior a la colonización como el ingrediente afroamericano) donde la singularidad e importancia de los cambios constitucionales que están ocurriendo (se les ha denominado neoconstitucionalismo para tratar de categorizarlos específicamente) lo hacen ya imprescindible, particularmente desde Europa, y, naturalmente, desde España. Hay alguna razón añadida para hacerlo aquí. Además de la subjetiva del compromiso con esos cambios, la objetiva de que se integran adecuadamente en la propuesta metodológica realizada y completan de manera muy significativa el contenido enunciado en este apartado IV sobre el «nuevo sujeto». Efectivamente, el método utilizado se pone a prueba en lo que se refiere a la exigencia de historicidad. Porque debe servir, aunque parezca paradójico, para el estudio «histórico» tanto del constitucionalismo del Norte como del constitucionalismo del Sur o, lo que es lo mismo, que explique, simultáneamente, su diferencia, que incluirá la peculiaridad —que se busca— latinoamericana. Y es que inicialmente hay que dar cuenta —aunque algo se haya apuntado ya— de la distinta situación por la que pasan en la actualidad uno y otro y en la dirección contraria que siguen sus respectivas 5. J. Martínez Alier, El ecologismo de los pobres, Icaria, Barcelona, 2004.
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evoluciones. Mientras el primero denota erosión y retroceso en aspectos básicos que se integran en la desformalización y desjuridización general y en concreto en la huida del Derecho público (agotamiento o desvirtuación de los supuestos constituyentes; pérdida de normatividad a partir de la crisis del Estado social; ineficacia del sistema garantista y de defensa de la Constitución frente a unos «enemigos» preferentemente internos6 y facilitada por la pérdida de relevancia y credibilidad de la Constitución), el segundo —con la referencia específica del constitucionalismo latinoamericano— muestra por el contrario un proceso de renovación y fortalecimiento (dinamismo creativo y autenticidad democrática de los supuestos constituyentes; acentuación progresiva de la normatividad, especialmente significativa en un ámbito propenso al desorden constitucional del Poder y de la vida política que autorizaba a considerarlo como constitucionalismo semántico; eficacia y fuerza creciente de la defensa de la Constitución, potenciada por la conciencia generalizada de su relevancia para realizar el programa social de la mayoría, convertida así en el nuevo «guardián de la Constitución», mediante esta defensa abierta)7. En un primer nivel, se ha propuesto como hipótesis explicativa de los fenómenos que están en la base de estas diferencias, la crisis del Estado social en el supuesto del constitucionalismo europeo, con los efectos que se expusieron con anterioridad, y el fracaso de las políticas neoliberales con su efecto social devastador que arrastró a la deslegitimación del sistema político-constitucional tradicional —que pasó a considerarse como verdadero Ancien Regime— en el caso del constitucionalismo latinoamericano. Aun admitiendo la relevancia de estos hechos cabe añadir algo más en congruencia con la metodología seguida. Se propone que el punto de partida que permite dar una cierta homogeneidad al análisis sea 6. Más ampliamente, en C. de Cabo, Teoría constitucional de la solidaridad, Marcial Pons, Madrid, 2006, Introducción: el contexto constitucional del Norte. 7. En el libro antes citado se situaba esta nueva fase de vigencia y defensa de la normatividad constitucional en el comportamiento y efectos de la Corte constitucional de Guatemala en el golpe de Estado de Serrano Elías en 1993; desde entonces la presencia del nuevo guardián y de la defensa abierta de la Constitución (utilizando la expresión de Häberle) de que se habla en el texto, se ha manifestado en diversas ocasiones. La más espectacular fue la que tuvo lugar ante el golpe de Estado en Venezuela el 11 de abril de 2002 y cuya novedad radical sorprendió a los inspiradores del golpe (y a los que se prestaron a reconocer inmediatamente al Gobierno golpista como el español del presidente Aznar); asimismo la reacción que representó el Frente de la resistencia de Honduras movilizado desde el 28 de junio hasta el momento actual (noviembre de 2009) en defensa del «hilo constitucional», es ejemplar al respecto. Igualmente cabe destacar la defensa preventiva del orden constitucional que ha supuesto la movilización social en Paraguay ante el claro riesgo de golpe de Estado en los primeros días de noviembre de 2009.
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el de que ambas manifestaciones del constitucionalismo tienen lugar en un mismo modo de producción en la actual fase de globalización, lo que implica, junto a las diferencias propias del desarrollo histórico desigual, la comunidad de elementos centrales, como las relaciones de producción, es decir, la relación (en las condiciones correspondientes pero siempre contradictoria) Capital-Trabajo. Y es aquí donde debe situarse el origen de los procesos. Porque en virtud de una serie de causas relativamente comunes (se señalaron en su momento y ahora pueden sintetizarse teóricamente en las nuevas exigencias del proceso de acumulación y las nuevas características del trabajo flexible que lo posibilitan), esa relación Capital-Trabajo experimenta una ruptura (Negri) respecto de la situación anterior. Pasa de estar relativamente equilibrada, fijada, institucionalizada, asegurada, a configurarse como desestructurada, desformalizada, desregulada, dejándola en total disponibilidad respecto del Capital que de esta manera se sitúa en condiciones de realizar la «subsunción real del Trabajo» y a través de él de la sociedad en su conjunto. Teóricamente puede aceptarse que, con variantes, este dato objetivo es la causa común que, en escenarios distintos, produce también diferentes efectos. En Europa se amortiguan basándose en distintos factores como el residual Estado social que aún se mantiene por razones clientelares y de legitimación, una emigración en condiciones de superexplotación, una representación político-sindical paralizada y fracasadamente oportunista, junto al colchón que en distintos ámbitos representa el nivel general de desarrollo (de todas formas no hay que olvidar sus efectos, además del recurso al «ejército de reserva», en el orden político-constitucional: la imposición radical de la razón económica sobre la política manifestada en la antes referida desconstitucionalización de los Estados y consagrada en la Unión Europea). Pero en América Latina, al vincularse a los tradicionales problemas derivados de su permanente colonización, dependencia, transnacionalización, etc., produce efectos enormemente amplificados. Porque, y ésta es quizás la tesis más atrevida, ha sido esa ruptura de la relación Capital-Trabajo la que ha permitido aglutinar en torno a ella, dotarle de conciencia política y hasta organizativa al, por otro lado, enormemente complejo y heterogéneo conjunto de afectados y excluidos que van desde los sin trabajo a los sin tierra, clases medias urbanas, campesinos y comunidades indígenas. Se trata de un conjunto que aunque se puede integrar perfectamente en la teorización de clase y en definitiva en las formas específicas que puede revestir la «lucha de clases», desde Europa se elude ese tratamiento y se le denomina como antes se indicaba «multitud» (Ronciere es el primero que lo utiliza) para dar cuenta del nuevo «sujeto histórico», de la nueva «negación», del nuevo contrario que ha generado la dialéctica del capitalismo y que reúne los nuevos caracteres de 143
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descentrado, desintegrado, carente de unidad, y, en consecuencia, no susceptible de «representación». De ahí la importancia de un elemento articulador como el que aquí se señala. La tesis apuntada parece encontrar cierta comprobación empírica, si bien plantea problemas sobre todo respecto del indianismo e indigenismo en cuanto pudiera parecer que se acepta la concepción que lo considera un elemento confuso y hasta retardatario, que no es dueño de su destino, una especie de «zombi» susceptible de ser manejado8. Se trata, por el contrario, de entender que el indianismo y el indigenismo no son una esencia intemporal y estática sino que son también una construcción histórica, que se va haciendo y transformando a partir de los nuevos datos históricos y que el que aquí se apunta supone un paso importante en su configuración precisamente como movimiento liberador y dueño de su destino, aportando (junto a su peso cuantitativo diferente según los países) unos valores y una legitimación específicos al conjunto con el que se interrelaciona (Zegada). Tiene por eso especial interés, a los efectos de la comprobación empírica antes aludida, el caso boliviano, en cuanto que siendo uno de los países en los que cuantitativamente es mayor la presencia y problemática indígenas, es precisamente donde su vinculación con los efectos de la quiebra de la relación Capital-Trabajo se advierte como más intensa. Ha ocurrido así —se afirma en análisis hechos desde Bolivia9— que en un país tradicionalmente fragmentado y con identidades separadas y dispersas, la recesión económica y la exclusión social (es decir, la crisis de aquella relación) han fusionado a un movimiento indianista de base rural y a una clase media urbana empobrecida, y el catalizador de ese movimiento —se añade— no ha sido otro que el proletariado minero re-campenicizado que al cerrar las minas (de nuevo al quebrar aquella relación), decidió retornar a la actividad agraria e incluso residir en el trópico cochabambino y que terminó conformando la organización social más importante desde la COB (Central Obrera Boliviana) como es el movimiento cocalero. Este actor social de construcción histórica obrera pero de origen étnico aymara, fue capaz de superar la fragmentación y articular la sociedad en defensa de la soberanía y los recursos naturales frente a la habitual rapiña transnacional. 8. Se sostiene que se ha utilizado para impedir la llegada de la democracia a ciertas áreas y para atacar a partidos democráticos (se cita a Oaxaca y al PRI) protegiendo una «cultura de la sangre y de la identidad» que en nombre de un pasado mítico defiende usos y costumbres caciquiles y machistas opuestos a toda modernidad y occidentalización (Roger Bartra). 9. E. Fajardo Pozo, «Etnogénesis y estrato-génesis del Movimiento Social Boliviano»: Página Abierta 142-143 (2003).
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Asimismo, en Ecuador, el movimiento de Unidad Plurinacional Pachakutik-Nuevo País (MUPP-NP) agrupa a la Confederación de Naciones Indígenas de Ecuador (CONAIE) y sectores no indígenas vinculados a movimientos sociales, izquierda alternativa y sectores militares, lo que le relaciona con el modelo venezolano que por razones específicas ha contado también con este sector10 que se integra en un conjunto muy amplio de población excluida, y que espacial, física, urbanísticamente, ha colonizado barrios obreros, dándose una práctica social común y cotidiana entre los diferentes sectores empobrecidos11. Tampoco parece dudoso que se encuentra este elemento en el movimiento social brasileño a partir del PT (Partido del Trabajo) formado desde una amplia base industrial (el que su líder histórico, finalmente victorioso electoralmente, sea un obrero metalúrgico y sindicalita, no es en sí mismo decisivo, pero sí significativo) en alianza tácita o explícita con los campesinos del Movimiento de los Sin Tierra (MST), capas urbanas y sectores confesionales de base, con el dato añadido de que su fortalecimiento y triunfo electoral se ha producido coincidiendo con la profundización de la crisis industrial que llegó en 2002 a los resultados más negativos respecto del mercado laboral, con más del 50 % de desempleados que se desplazaron erráticamente hacia sectores informales de la economía. Con más claridad si cabe, por los análisis específicos que se han hecho al respecto12, parece comprobarse la hipótesis que se maneja en los acontecimientos de finales de 2001 en Argentina, cuyos componentes fundamentales pertenecen a las clases medias urbanas de un lado (muy significativa la reacción de la pequeña burguesía, tradicionalmente con comportamientos bien distintos, por ejemplo en Venezuela) y obreros desempleados por otro (aportando también uno de los primeros ejemplos de organización de desempleados), en un abigarrado conjunto de un espontaneísmo y radicalidad extremos. El progresivo avance de la exclusión social hacia sectores antes «incluidos» es también un carácter destacado que está en la base de los «Frentes amplios» de Uruguay, Chile o Paraguay. Otro elemento a tener en cuenta es el papel que, en uno u otro sentido, ha tenido la guerrilla en la conformación de este nuevo y complejo sujeto histórico13. 10. M. Harnecker, «Venezuela: Militares junto al pueblo»: El viejo topo (2003). 11. M. Criado de Diego, «La absorción del Estado por lo colectivo: el proyecto constitucional de sociedad civil en Venezuela», en R. Viciano y L. Salamanca (coords.), El Estado-Nación en dos encrucijadas históricas, Tirant lo Blanch, Valencia, 2006. 12. A. Negri, G. Cocco, C. Altamira y A. Horowic, Diálogo sobre la Globalización, la multitud y la experiencia argentina, Paidós, Buenos Aires, 2003. 13. Guatemala es un caso singular en cuanto el «Movimiento Nacional por los derechos humanos» engloba a sectores sociales muy diversos en un país desarticulado. Lo
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Entre las circunstancias que facilitaron la vinculación de los sectores procedentes del Trabajo a los demás, se señala que fue precisamente la profundidad de la crisis creada por el neoliberalismo la que mostró la ineficiencia y produjo la destrucción de sus defensas tradicionales (partidos políticos y sindicatos) y en cierta manera obligó y a la vez permitió —sin las rigideces burocráticas de las viejas organizaciones— su vinculación a los demás. Habría que añadir que la confirmación de las tesis propuestas no haría sino confirmar también que —pese a sus transformaciones y como se apuntaba también para Europa— es quizá únicamente a partir del Trabajo, en cuanto componente de la contradicción fundamental, como es posible plantear una alternativa global al capitalismo. En todo caso, lo que interesa aquí es advertir que este complejo conjunto que se advierte en los movimientos sociales latinoamericanos, se configura como «sujeto constituyente», como una nueva forma de «Poder constituyente». En este sentido cabe señalar que es una característica prácticamente generalizada su «vocación constituyente», es decir, que su reclamación primera es iniciar el camino hacia una nueva Constitución. Y cuando se ha detenido en una Reforma (como en el caso de Colombia y pese al indudable progreso que supuso la reforma de 1991), el movimiento también se ha detenido. El hecho merecería una reflexión acerca del carácter de la Reforma y su significación de defensa de la Constitución existente, pero de lo que aquí se trata es de señalar que la consideración más propia de estos movimientos sociales es entenderlos así, con vocación constituyente y de hecho comportarse como tal, es decir, causa y fuente de constituciones14. Y, por ello también, como el significativo es que surge a partir del incumplimiento (por la fuerza dominante más extrema simbolizada en Ríos Montt) de los acuerdos de paz con la guerrilla y fue el impulso constituyente de 1985. La vía seguida en El Salvador se inscribe en esta misma línea. Los que por el momento permanecen alejados de estos movimientos y oleadas constituyentes son Colombia (que con el Plan Colombia y últimamente con las Bases militares de Estados Unidos parece destinada precisamente a ser su freno, iniciado en Honduras con el golpe de Estado del 28 de junio de 2009) y México, que tras sus acuerdos con Norteamérica (Estados Unidos y Canadá) se separa de Latinoamérica aunque albergue contradicciones no resueltas y se den movimientos locales importantes, con aportaciones significativas, como los ocurridos en Oaxaca desde la Reforma constitucional de 1996 y, sobre todo, el zapatismo, no sólo por su contribución teórica y simbólica, sino por visibilizar el indigenismo, legitimarlo y obtener alguna concesión en los Acuerdos de San Andrés y su —frustrante finalmente— proyección legislativa. Cuba, perteneciente a otra fase y dinámica histórica, puede representar también un factor importante en los hechos que se contemplan tanto por su actuación ejemplarmente solidaria como por su progresiva interrelación e integración. 14. Cabe señalar la singularidad de algunos planteamientos de una radicalidad tal que iban más allá del horizonte constitucional. En Argentina se simbolizó en la expresión «que
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dato del que hay que partir para caracterizar al nuevo constitucionalismo. Porque resulta que, efectivamente, este hecho de partida, ese «nuevo sujeto histórico», ese Poder constituyente, se revela como dotado de gran capacidad explicativa de ese nuevo constitucionalismo, en los tres aspectos siguientes: 1. En primer lugar, hay que señalar que este Poder constituyente, a diferencia de lo que se observa en el constitucionalismo del Norte, particularmente del europeo, no sólo lo es en sentido estricto, es decir, que realmente «constituye algo» ex novo, tiene capacidad de innovación, sino que se ha ejercido a través de procesos ejemplarmente democráticos15, comparándolo también con el del Norte, cuyo último —no único16— ejemplo es el pretendido de la Unión Europea. La cuestión es decisiva porque afecta a requisitos esenciales de la Constitución: su legitimidad, sólo posible a través de su origen democrático (uno de los elementos básicos del concepto moderno de Constitución junto al del contenido y el de la forma) y su validez, que, si se predica como inexcusable de toda norma jurídica, en el caso de la Norma Suprema su relevancia es máxima. Pero, además, se trata de un Poder constituyente que, a diferencia de la concepción clásica, no se trata de un Poder que tiene una existencia y manifestación coyuntural, que se agota en su ejercicio, es decir, con el surgimiento de la nueva Constitución, sino que permanece. Esta característica de «Poder permanente» se manifiesta en la conversión en ordinaria (y no extraordinaria como en el constitucionalismo europeo) de las diversas formas de democracia directa y participativa en distintos ámbitos tanto materiales (no sólo políticos sino sociales y económicos) como territoriales (nacional o local) así como su presencia siempre que se trate del cambio constitucional (la Constitución de Venezuela, por ejemplo, admite tres vías: Enmienda, Reforma y Asamblea Constituyente y en las tres actúa). Esta presencia del Poder constituyente en la Constitución plantea un problema y explica una característica del nuevo orden constitucional. El problema es que, también a diferencia de lo que se sostiene respecto del constitucionalismo del Norte, en el que se entiende que el Soberano queda fuera de la Constitución (desde la clásica tesis de Kriele), en este caso el Soberano está en la Constise vayan todos», apuntándose a formas autogestionarias y descentradas de convivencia; y en México el zapatismo «no quería el poder y aspiraba al cambio social sin él, sin el Estado». 15. R. Viciano Pastor y R. Martínez Dalmau, Cambio político y proceso constituyente en Venezuela (1998-2000), Tirant lo Blanch, Valencia, 2001. 16. Hay que recordar que desde las patologías del proceso constituyente español, a los de buena parte de los antiguos países del socialismo real o la burla del proceso iraquí, avalados por el constitucionalismo del Norte.
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tución; pero si esto es así, si el Soberano, el Constituyente, está en la Constitución, el propio concepto de Constitución está en peligro porque se entiende que Constitución y Poder constituyente, en cuanto a su existencia simultánea, son incompatibles, se excluyen. La precariedad y subordinación a la que necesariamente estaría sometida la Constitución desvirtúan su naturaleza. Por consiguiente, se considera que el concepto clásico de Constitución sólo es compatible con la democracia representativa. La dificultad puede superarse a través de una peculiaridad que se ha atribuido a las nuevas constituciones latinoamericanas: su transitoriedad17. Se alude con esta expresión al aspecto material de insertarse este constitucionalismo en un proceso de cambio, configurándose en este sentido como un Derecho constitucional para una fase de transición18; se entiende, pues, que se trata de un Derecho para el tránsito a una sociedad distinta, o, en otros términos, a otro modo de producción. Pero la matriz o el sustento teórico es éste: precisamente porque el Soberano, el Constituyente, está dentro de la Constitución, es por lo que la Constitución, por y para coexistir con él, sólo puede ser transitoria. 2. Un segundo aspecto, explicable también en función del nuevo sujeto, es el más estrictamente jurídico. Porque, inicialmente, es la amplitud y profundidad de ese movimiento social que lo conforma lo que dota a las Constituciones en las que se proyecta de una fuerza normativa y de una supremacía indiscutible también nuevas y que concede virtualidad real a la proclamación formal que de ella se hace en el texto («Norma suprema y fundamental del orden jurídico a la que están sujetos personas y órganos que ejercen el poder público», artículo 7 de la Constitución Venezolana); a los mecanismos habituales de defensa de la Constitución reforzados por las competencias que se atribuyen en la materia a los jueces ordinarios y los que suponen en términos reales los numerosos mecanismos de participación y control democráticos, se añade lo que es la manifestación más clara de la vinculación que aquí se trata de advertir entre este sujeto o Poder constituyente y la normatividad y la supremacía constitucional. Porque, como es sabido, un momento fundamental donde se ponen a prueba esos caracteres de la Constitución es la interpretación. Pues bien, se establece que el Tribunal Constitucional aplicará en su interpretación «la voluntad del Constituyente expresada en actos, documentos o resoluciones», reiterándose la preferencia por el «tenor 17. R. Viciano Pastor y R. Martínez Dalmau, «Venezuela en transición; América Latina en Transición»: Ágora – Revista de Ciencias Sociales 13 (2005). 18. La expresión y posiblemente uno de los primeros intentos de categorización se debe al trabajo del profesor Tierno Galván, «Especificación de un Derecho constitucional para una fase de Transición»: Boletín Informativo de Ciencia Política 10 (1972).
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literal del texto» (artículo 197 de la Constitución de Bolivia de 2008). Nada, pues, de voluntas legis, sino voluntas legislatoris o lo que en la doctrina norteamericana se conoce como original intent. Asimismo, en este mismo plano jurídico, la singularidad del sujeto se proyecta, además de en el reconocimiento de algún derecho «impersonal» (como el derecho o derechos de la Naturaleza, en la tradición de la Pacha Mama), en el de los sujetos colectivos de derecho, lo que implica (como en el caso de las comunidades indígenas), frente al constitucionalismo occidental, partir del grupo y no del individuo, lo que se traduce en la pluralidad de ordenamientos de difícil coexistencia y articulación, todavía en vías de resolver, pero que proyectan en el orden jurídico la complejidad de los componentes del sujeto histórico. Cabe hacer sobre esta cuestión una última observación. Debe destacarse que, pese a la complejidad y heterogeneidad de ese sujeto, está dotado sin embargo de una considerable «conciencia de país» (que no es exactamente lo mismo que nacionalismo) con propuestas de soluciones específicas (y no copiadas del exterior como fue la tónica de las clases dominantes tradicionales), pero junto a ello, destaca la existencia en prácticamente todas las constituciones (Ecuador, Bolivia, Venezuela) de unas normas de apertura amplísimas, con vocación de integrarse en «una comunidad de naciones» conforme al ideal bolivariano, además de la gran relevancia que se concede al Derecho internacional integrado en el bloque de constitucionalidad. 3. Finalmente, hay un tercer aspecto que, a los efectos de lo que es una de las tesis centrales de este trabajo, interesa especialmente: de nuevo a través del sujeto —de este nuevo sujeto histórico— se vehicula y se introduce la contradicción y, por tanto, la dialéctica en la Constitución. Podría, inicialmente, señalarse que la contradicción principal se da (ejemplificamos este supuesto en la Constitución de Venezuela), en términos generales, entre una «Constitución» más o menos convencional y representativa todavía de las anteriores concepciones e intereses, formada por la organización del Estado aunque incluya nuevas funciones y poderes, el planteamiento y enunciación de los derechos individuales y el reconocimiento de la propiedad privada y la economía de mercado; y la «Constitución» alternativa, formada por las múltiples formas de democracia participativa y directa y los nuevos mecanismos de transformación económica, distribución de riqueza y gestión y autogestión social. Esta contradicción compleja se desarrolla en una doble dirección o contradicciones simples: la que existe entre la organización estatal y las organizaciones populares, por una parte, y entre el sistema socio-económico residual y el que se plantea como objetivo, por otra. Y es muy característico cómo la práctica, la dialéctica de la Constitu149
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ción (aparte de las disfunciones e ineficiencias que estas contradicciones representan) ha desarrollado una peculiar interrelación entre una y otra19, de manera que la democracia participativa ha acudido en auxilio de la estatal (se cita de forma paradigmática la forma en la que se resolvió el golpe de Estado contra el presidente actual de Venezuela) y las nuevas redes de distribución y prestación han servido de garantía social para los derechos, de manera que este tipo de constitucionalismo no se puede entender en el sentido garantista exclusivamente formal20. Naturalmente que esto no supone la superación de la contradicción básica que, parece, debe conducir a la progresiva imposición de la «Constitución alternativa». En todo caso y con la especificidad histórica señalada, también aquí parecen comprobarse las tesis de partida.
19. A. de Cabo, «Institucionalidad y extrainstitucionalidad en el desarrollo de la Constitución bolivariana de 1999»: Ágora – Revista de Ciencias Sociales; y «Las transformaciones institucionales», en J. Torres López (coord.), Venezuela a contracorriente, Icaria, Barcelona, 2006. 20. J. Montaña y J. Asensi Sabater, «Los derechos civiles y políticos en la Constitución venezolana de 1999», en R. Viciano y R. Martínez (coords.), El sistema político en la Constitución bolivariana de Venezuela, cit.
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