CAZANDO FANTASMAS

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REVISTA DE FERIA 1992

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Por Casimiro Rivas Cordero

Cazando fantasmas.

Siempre he sostenido que nuestros recuerdos tienen unos protagonistas que al correr el tiempo adquieren la categoría de fantasmas; con bastante frecuencia, queridos y entrañables, pero a fin de cuentas, fantasmas, que casi nunca aquellos que recordamos tienen nada que ver con lo que llegaron a ser o dejaron de ser, lo mismo que mi propio yo de hoy difiere totalmente de lo que otros recuerden de mí, con lo que también yo habré entrado en esa difusa categoría para los que me conocieron y trataron en una lejana época. Aunque nunca poseí la “virtud” de ser práctico, más bien lo contrario, por mi bagaje de inutilidades, como son grandes dosis de nostalgia, romanticismo y sentimentalismo, no puedo evitar, a veces la tentación de “ser moderno” y me da el arrebato de empezar a serlo por lo más barato y por lo que menos se note para hacerlo de forma discreta, y lo mismo que un buen día nos puede dar por efectuar limpieza, poner los cajones boca abajo y llenar el contenedor de la esquina con todo lo amarillo y borroso que con el tiempo hemos ido guardando, y entonces, casi cerramos los ojos para evitar la tentación de volver a conservar algunas inutilidades, con lo cual acabaríamos por devolverlas todas a su improvisado archivo. Pues eso, de idéntica forma, decides un día destruir fantasmas; cargarte un puñado de esa legión particular que cada uno poseemos y comienzo por los de menor categoría, aquellos que cualquier noche pueblan cada uno de esos dulces, fantásticos sueños, amarillos y borrosos también, pero siempre entrañables, que uno, en su modestia no tuvo nunca de los otros, de los de cadenas y terroríficas fosforecencias. Pero aún así, no deja de ser una lata arrastrar una cohorte tan desordenada, que muchos de ellos dejaron caer sus nombres, y a veces me ocurre que por un lado tengo gentes, y por otro, nombre y apellidos, sin que pueda atinar a emparejar lo uno con lo otro, con lo que cada vez son más los nombres sin cara y al revés. Ya sabía, desde hacía tiempo, que la mejor forma de destruir esos fantasma nuestros, es invocarlos a plena luz del día y en el escenario habitual en que los conocí y los traté.

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Fotografía tomada en el patio. Grupo de externos del S. Hermenegildo, curso 50-51. Fila superior de izquierda a derecha: Becerra, Edmundo Núñez, Chacón, José Díaz, Paco Vitaller, Ruiz de Vargas, Isidoro Junquito, Ruiz de Vargas, Antonio Cuajares, Antonio Palomo, Rafael Martínez, Antonio León, Alfonso González Valle. Segunda fila: Turry, Manolo Peral, Turry, Ortiz, Moreno Macarro, Felipe Ocaña, Panduro, Fernando Cabezuela, Manolo Hidalgo, José Vaquero. Tercera fila: En el centro, el P. Jesús y Fray Lucio, a la izquierda del P. Jesús, Casimiro Rivas y a su lado Panduro. Desde el fraile hasta el final, Siro Blanco, Luis Alcántara, Manolo León y Rasero. Abajo: entre otros que no recuerdo, Enrique Crespo, Cardona, Pedro Díaz, Rafael Asencio, José Mari Cabezuelo y Varela. En las tres filas inferiores hay algunos “fantasmas” de los que no recuerdo el nombre.

No ignoraba a lo que me exponía, que nadie es desconocedor del riesgo que

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conlleva una cacería de fantasmas, pero aun así, me quise aventurar. Vuelvo a insistir, sabía que me iba a doler, que aquello suponía revivir ocho importantes años -de mis ocho a mis dieciséis- y por muy queridos, capaces de provocar muchos escozores, no por perdidos ni inútiles, sino por lejanos e irrecuperables. Por eso, mientras atravesaba la especie de plazuela circular hasta llegar a la breve escalinata de acceso al edificio de San Hermenegildo, mis pasos me recordaban a los de ésas pesadillas en las que intentando avanzar, una fuerza misteriosa te lo impide, como si te clavara en la tierra. Sin que se materializaran, ya en ese momento empecé a presentirlos y a mis espaldas creí percibir amortiguadas carreras sobre la recién labrada tierra, mullido lecho de un laberinto de naranjos, tentación excitante para la chiquillería de cualquier época. A mi derecha, el “zuim-plog” de una pelota de tenis al chocar contra la tensa red de la raqueta, sobre una ya desaparecida cancha para el juego inglés. 252


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Fotografía tomada en la puerta del colegio. 1ª fila superior: Guerrero, Chacón, Arjona y Tinoco. 2ª fila: Antonio Palomo, Panduro, Rafael Martínez, José Vaquero, Fernando Cabezuelo. 3ª fila: Domingo Bernal, José Mª Cabezuelo, Moreno Macarro, Luis Alcántara, Manolo Peral, Siro Blanco, Manolo Hidalgo, (?), Ortiz, Felipe Ocaña, Becerra. 4ª fila: Ruiz de Vargas, Pepe León, P. Jesús Palmero, Ruiz de Vargas, Paco Vitaller. 5ª fila: el cuarto por la izquierda, Casimiro Rivas y siguiendo, Chamorro, Leguey, Arillo, Panduro, Rafael Asencio y Enrique Crespo. Fila inferior: El primero ?..., el del centro, José Mª Jiménez Peña y Jammy Fruttero Zola.

Lo que antaño me pareciera inmensa puerta catedralicia -mucho más pequeña ahora-, me cerraba adustamente el paso, sin que constituyera diferencia con el pasado por su seria advertencia: “Terrible Correccional - Salid Huyendo”, que esa maliciosa interpretación se la diera un día, haciendo fortuna en generaciones posteriores, a las cuatro letras trazadas con clavos sobre el metal de la puerta y cuyo significado correcto es la de Terciarios Capuchinos - San Hermenegildo. La esplendidez de la Capilla me trasladó a las grandes solemnidades del antiguo colegio: Inmaculada, Virgen de los Dolores, Corpus Christi, San Antonio... Arrodillado, bajo un aparente gesto devocional, trataba de leer ávidamente en el pulido banco los apresurados trazos hechos a golpe de cortaplumas, esforzándome a descifrar fechas, nombres, iniciales... Ya empezaban a punzar los recuerdos. Tal vez menos que en ocasiones anteriores, que el cuidadoso mimo que notaba en la capilla, contrastaba con el desidioso abandono que había observado en anteriores y dolorosas visitas, haciéndose ostensiblemente llamativas las mejoras. 253


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Volví la cara hacia el espacioso coro donde tantas veces sudé en competencia con el Padre Llopis, tratando ambos de no desafinar, él haciendo milagros con el armonium para seguirme y yo para no apartarme de la partitura. La hermosura neogótica que preside la imagen del Santo Visigodo se llenó con las vibraciones de las purísimas voces de Víctor de la Cueva o con la de aquél Carrasco, de Jerez, que bizqueaba de forma que nunca se sabía, en clase, si miraba al profesor, a la pizarra o a la ventana. Algo más tarde, por el pasillo del Director, buscaría inútilmente aquellas sonrisas congeladas, aprisionadas en sepias fotografías, sucesión histórica de todos los alumnos, curso por curso, desde los años treinta a los sesenta, irremediablemente desaparecidas para siempre, por culpa de ese “sentido práctico” del que ya he dicho que siempre carecí. Un familiar y embabuchado arrastrar de viejos pies tras de mí me hacían ver, sin necesidad de volverme a mirar, la oronda figura del Padre Jaime, que con toda seguridad requeriría, al llegar a la escalera, el hombro del moreno Rengifo, aquel interno que jamás tuvo vacaciones mientras permaneció en el Colegio, y que tal vez fue enviado a él, desde su lejana Guatemala, a fin de preservarlo de posibles peligros que propiciaban las diferencias ideológicas de los adversarios políticos de su padre, hombre de estado en aquel país sudamericano. En el rincón que formaba la escalera de extraordinarios azulejos trianeros, en el mismo lugar que hoy tiene, el viejo teléfono, creo recordar que era el 1-6, desde donde el rubio Zwiastopol Mirsky, o algo así, hacía temblar hasta los cimientos del edificio, atronando el aire en aquellas vociferantes conferencias en su extraño y violento idioma, aunque no tanto como las incendiarias miradas que se cruzaban entre él y otro centroeuropeo, Rainer Michel Lang -creo que jamás intercambiaron entre ellos palabra alguna- al que recuerdo bien, que al ser éste el último compañero de curso, supe sobradamente de sus dificultades con nuestro idioma, lo que le impedía, en clase de literatura, encontrar diferencia alguna entre la expresión “labios de coral” con “labios de corral”. Pues bien, ni Carreño, el hijo del elegante diplomático, amigo personal del rey Hussein de Jordania, se atrevió a aproximar a ambos sonrosados extranjeros. El sobrio y hermoso patio, hoy más limpio y cuidado que entonces, aunque también más pequeño, me hizo recordar cómo en el curso 50-51 los externos no cubríamos ni uno sólo de sus lados, y en cambio, al despedirme en el 58 casi alcanzábamos tres del cuadrilátero. 254


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A pesar de la espléndida mañana primaveral, reviví alguna de aquellas otras, lluviosas y lejanas de pretéritos pluscuamperfectos, vocativo plural y teoremas de Pitágoras, en las que no era aconsejable salir al exterior por aquello de las deseadas mojadas. El vocerío, así como el olor de la cercana cocina, se concentraban húmedos y pringosos en aquel patio donde no resultaba extraño descubrir en sus ocres paredes la huella de una naranja destripada. Olor a colegio, inconfundible olor a joven humanidad, que ni los desodorantes menos ecológicos lograban, todavía hoy, transformar o eliminar. Nombres, rostros, voces, frases,... El patio se iba llenando de fantasmas: D. Alfredo, D. Manuel, D. Pedro, D. Rafael, D. Daniel, D. Alberto, el P. Eugenio, el P. Jesús, el P. Luis, el P. Nicanor, el P. Fernando, Fray Vicente... Fantasmas que ante la evocación se iban esfumando. Claro que ya contaba, P. José Luis Bernabéu, que contigo no pasaría eso. De ti no podría, -tampoco lo deseaba- librarme tan fácilmente. ¡Cómo nos marcastes! ¿Verdad, Domingo, Pino, Romero? ¿No es así, Vaquero, José Javier? Ya en el exterior, en dirección al campo de fútbol, o bajando del de la piscina, contemplé el ordenado desfile de ardorosas huestes capitaneadas por el atlético y admirado cura de jirones en la sotana e hirsutas barbas. Juveniles voces atronaban el silencio tranquilo del campo verde y rojo con patrioteros himnos que nos hablaban de gloriosas banderas desplegadas a un viento prometedor de limpias estrellas, que nos sugerían lejanas montañas nevadas alas que elevábamos la vista con

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claras miradas que surgían de espíritus imperiales cargados de yugos y flechas, de Isabeles y Fernandos. No me supuso ningún esfuerzo conseguir autorización para saludar de cerca las hoy mudas campanas de las gemelas torres, una de las cuales marcaba puntualmente el inicio y final de las clases diarias. En las grandes ocasiones se permitía a los mayores voltearlas alegremente, al mismo tiempo que se lanzaban cohetes, reafirmación quizás, de los orígenes levantinos de la Comunidad que fundara el P. Luis Amigó. Por un momento, volví a vivir aquella sorprendente aventura de lanzar un cohete -o varios al mismo tiempo- por unos de los desagües de cerámica de la azotea, improvisada tronera de barco pirata, influenciados por las marineras aventuras de una película recién vista. El problema, como el cohete, estalló cuando 255


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se pudo comprobar que aquel desagüe estaba cegado, con lo que el pretil se cuarteó peligrosamente, siendo aún hoy visibles las huellas de la mal terminada aventura, porque os puedo asegurar que aquello remató mal, tremendamente mal. La imagen del Sagrado Corazón que preside, protectora, el edificio, me ofrecía su espalda, aunque recordaba perfectamente incluso el rugoso tacto de la piedra, así como el momento de ser izada por medio de fuertes cuerdas el día de su colocación, como recuerdo así mismo el orgullo que me producía saber que de alguna forma yo había participado en su adquisición a través de aquellas papeletas con las que durante un tiempo atosigué a mis familiares y vecinos, ofreciéndoles la oportunidad de poseer una magnifica y moderna Hispano-Olivetti, -¡olé la gracia!- a unas gentes que casi no sabían escribir. Desde aquella extraordinaria atalaya pude reconocer la vieja figura de Juanito el mandadero con su borriquillo, tan renqueante el uno como el otro, en su obligada tertulia que inevitablemente acabaría en discusión con Juan el portero, mientras Pilongo cruzaba en el viejo charré, saludando a Frasco qué se afanaba en la huerta. En ese momento, Santos, arrancaba el entrañable Hispano-Suiza color Guinda. Volví a admirar el viejo Espasa en lo que siendo hoy biblioteca, fue en aquéllos días inmensa clase donde habríamos cabido cuatro veces más de los alumnos que dormitábamos mientras se cantaba la tabla de multiplicar y cursos más tarde nos empeñábamos en desentrañar complejas fórmulas químicas o a diferenciar silogismos de sofismas. La enorme ventana centra de ésta sala ocupa el espacio inmediatamente inferior a la imagen que culmina el edificio, perfecto mirador desde donde se recrea la vista en una hermosa panorámica del cercano pueblo. Este fue el peor momento. Hasta ahora, la realidad no sé me había mostrado hostil a los recuerdos, pero aquí, desde donde aprendí a amarte, Dos Hermanas, lo que veía hoy me ofrecía una imagen que destrozaba la que de ti conservaba, imagen perfecta y nítida ya que con cualquier excusa muchas veces conseguía no bajar al recreo empapándome de ti, querida tierra mía, captándote toda, respirándote, forjando miles dé fantasías, siendo tú el centro de todas ellas. Parecía oler el aire húmedo y caliente qué presiente los deseados días de lluvia, días que arrebolan las caras, que hacían arder las enrojecidas orejas. Otras veces, seria el enervante olor de las hierbas, de las flores y del eucalipto que me gritaban la plenitud de la primavera y la inminencia de las interminables y lánguidas vacaciones que no sabían 256


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entonces de playas ni viajes. El agua volvía a cantar su gozo de liberta corriendo por caños y surcos hasta extinguirse en un entregado abrazo a los pies de los naranjos en una hermosa historia dé amor. Otras veces, las monótonas campanadas caían blandamente, como derretidas por el calor de la tarde sobre el verde brillante de los campos cuajados de copados naranjos; algo más lejos, interrumpidos por el tornasol verdegris de los olivos. Como un lamento ancestral, a intervalos de la brisa, la voz del amigo, del hermano de la tierra que parece consolarla de la herida de su azada o de su arado; y como contrapunto, el chirriar de la noria que rompe en carcajadas de cristalina frescura. En otras ocasiones, el silbido del viento, colándose por unas ventanas que nunca encajaban del todo, parecía querer acallarlo todo bajo un limpio cielo para que se escuchara el insinuante susurro de los eucaliptos que mansamente parecían murmurar quedas frases de las que dicen al oído los amantes... De lo mucho que me dejaste, querida fábrica de personas, no fue esto de lo menos importante; me refiero no sólo a lo que aprendí, sino a lo que viví. Tuve conciencia en ese momento de que mi querido fantasma se esfumaba lo mismo que habían desaparecido gran parte de aquellos campos vencidos en su batalla con el hierro y el cemento. Sin embargo, no había herida, sólo el mismo ligero escozor que producen las arrugas que descubrimos en la mujer amada el primer día que reparas en ella. Eras la misma y así te acepté, así te sigo queriendo. Ya no quedan eucaliptos en los Frailes, pero ellos me enseñaron a decirte,

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sintiéndolos, todo mi cariño, toda mi ternura, y esas frases sólo para decírtelas a ti, empañaron el polvoriento cristal sobre el que, como tantas veces, mi frente se apoyaba aquella tarde en que decidí destruir algunos de mis fantasmas.

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