LA GUERRA DE LA INDEPENDECIA EN LA CULTURA ESPAÑOLA

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LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA CULTURA ESPAÑOLA

por

JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS (ed.)

Fragmento de la obra completa


España México Argentina

Todos los derechos reservados.

© De esta edición, noviembre de 2009 SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A. Menéndez Pidal, 3 bis. 28036 Madrid http://www.sigloxxieditores.com/catalogo/la-guerra-de-la-independencia-en-lacultura-espanola-1343.html © Joaquín Álvarez Barrientos, 2008 Diseño de la cubierta: simonpatesdesign ISBN-DIGITAL: 978-84-323-1514-5 Fotocomposición: EFCA, S.A. Parque Industrial «Las Monjas» 28850 Torrejón de Ardoz (Madrid)


ÍNDICE

PRÓLOGO. LA GUERRA DESPUÉS DE LA GUERRA,

Joaquín Álvarez Barrientos ......................................................................................

IX

1. MUCHOS RELATOS QUE CONTAR, MUCHAS MANERAS DE CONTARLOS: MITOS Y HÉROES DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, Luis Martín Pozuelo ..........................................................................................

1

2. REVOLUCIÓN BUSCA CAUDILLO: PALAFOX Y LOS SITIOS DE ZARAGOZA, Fernando Durán López ....

23

3. EL PUEBLO DE LAS GUERRILLAS, John Lawrence Tone ...............................................................................................

55

4. «DEL ALTAR UNA BARRICADA, DEL SANTUARIO UNA FORTALEZA»: 1808 Y LA NACIÓN CATÓLICA, Gregorio Alonso ..............................................................

75

5. VISIONES DE LA NACIÓN EN LUCHA. ESCENARIOS Y ACCIONES DEL PUEBLO Y LOS HÉROES DE 1808, Carlos Reyero .............................................................

105

6. IMÁGENES DE LA ALTERIDAD: EL «PUEBLO» DE GOYA Y SU CONSTRUCCIÓN HISTÓRICA, Álvaro Molina y Jesusa Vega ...................................................................

131

7. DEL PUEBLO HEROICO AL PUEBLO RESISTENTE. LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA LITERATURA (1808-1939), Raquel Sánchez García ...........

159

8. EL MÁGICO MOMENTO. RELATO Y MITO DEL PUEBLO EN LOS EPISODIOS NACIONALES DE BENITO PÉREZ GALDÓS, Scheherezade Pinilla Cañadas .....

191

VII


ÍNDICE

9. DE UNA TRADICIÓN SUBTERRÁNEA: 1808 EN LA CULTURA POPULAR ENTRE SIGLOS, Joaquín Díaz ....

223

10. «REVOLUCIÓN ESPAÑOLA», «GUERRA DE LA INDEPENDENCIA» Y «DOS DE MAYO» EN LAS PRIMERAS FORMULACIONES HISTORIOGRÁFICAS, Joaquín Álvarez Barrientos .............................................

239

11. LA «GUERRA CIVIL» DE 1808: EL DOS DE MAYO EN LA CULTURA POLÍTICA DE LA ESPAÑA LIBERAL, Pablo Sánchez León ..........................................................

269

12. EL PUEBLO EN EL PRIMER CENTENARIO DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA, Christian Demange .......................................................................................

301

13. GUERRA HASTA LA ÚLTIMA TAPIA. LA HISTORIA SE REPITE CIENTO TREINTA AÑOS DESPUÉS, Rafael Cruz Martínez ....................................................

327

14. ¿EL TRIUNFO DEL DOS DE MAYO?: LA RELECTURA ANTILIBERAL DEL MITO BAJO EL FRANQUISMO, Hugo García ........................................................................

351

15. 1808-1950: AGUSTINA DE ARAGÓN, ESTRELLA INVITADA DEL CINE HISTÓRICO FRANQUISTA, Jesús Alonso López ......................................................................

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VIII


PRÓLOGO LA GUERRA DESPUÉS DE LA GUERRA JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS *

La idea de preparar un volumen como éste, en el que se diera cuenta de cómo se crearon las distintas interpretaciones acerca de lo que fue la Guerra de la Independencia y del uso que después ha tenido en nuestra historia y cultura, cristalizó el mes de agosto de 2006, cuando en el marco de un curso de verano organizado por la Universidad de Salamanca y dirigido por Fernando Rodríguez de la Flor y Manuel Ambrosio Sánchez Sánchez, Pablo Sánchez León y yo comentamos nuestra curiosidad por las conmemoraciones. De ahí surgió la posibilidad de trabajar sobre la que estaba a punto de llegar: la de la Guerra de la Independencia. En mi caso, al interés por estudiar la política de conmemoraciones, celebraciones y aniversarios —a menudo vilipendiada, pero útil para recordar, repensar y contribuir a la memoria—, a la que ya me había acercado con motivo de los centenarios de Carlos III, Calderón de la Barca y del Quijote, se añadía el propio interés por la guerra. De hecho, mi intervención en aquel curso trató precisamente sobre guerra urbana, teniendo como excusa el levantamiento del Dos de Mayo. Desde el principio estuvo claro que queríamos atender más a cómo se pensó, interpretó y utilizó la guerra que a cuestiones estrictamente contemporáneas de ella o con ella relacionadas. Sin embargo, al considerar aquellos aspectos que parecían relevantes en lo que algunos han llamado «construcción de la Guerra de la Independencia» y otros «invención» de la misma, pensamos que debíamos atender también a determinados elementos internos o inmediatamente posteriores a los hechos bélicos. Ésa es la razón de que haya varios capítulos centrados en asuntos contemporáneos de la guerra. Pero, siempre, sin olvidar la perspectiva historiográfica que nos guiaba. * Investigador científico, CSIC, Madrid. IX


PRÓLOGO

Como no podía ser de otra forma, desde que en 2006 pusimos en marcha el equipo de colaboradores —la mayoría jóvenes— han aparecido varios libros importantes que tratan asuntos aquí estudiados, e incluso algunos se han acercado también a nuestra perspectiva y objetivo de estudiar la guerra después de la guerra. El libro de Ricardo García Cárcel, El sueño de la nación indomable, el dirigido por Antonio Moliner Prada, La Guerra de la Independencia en España (18081814) y el coordinado por Stéphane Michonneau, Sombras de mayo. Mitos y memorias de la Guerra de la Independencia (1808- 1908), sobre todo, son algunos de los que van en esta línea. En este nuestro, el lector encontrará similitudes y diferencias respecto de aquéllos, que, espero, contribuyan a enriquecer sus perspectivas y no a embrollar cuestiones de por sí «sensibles». El objetivo perseguido no es hacer una historia de la Guerra de la Independencia ni de su interpretación, sino favorecer acercamientos diferentes y parciales que propicien interpretaciones novedosas y se centren en disciplinas, aspectos y ámbitos concretos y variados, de modo que se pueda reflexionar sobre cómo los hechos del pasado —en este caso, los relativos al conflicto armado— cambian de significado según el contexto en que se piensa sobre ellos, según quiénes lo hagan, qué valores defiendan o quieran promocionar valiéndose de la guerra y en función del público al que se dirigen. Por tanto, este libro es el relato fragmentario y crítico, en forma de mosaico, de las interpretaciones y representaciones que desde muy pronto se hicieron de la Guerra de la Independencia. Podría decirse que esa guerra comienza, precisamente, en 1815, y no en 1808, cuando diferentes posiciones ideológicas intentan objetivarla y apropiarse de ella para dar sentido y legitimidad a sus propios discursos, si no fuera porque al menos desde 1810 se encuentran textos, como los de Martínez de la Rosa, el padre Salmón y otros, que ya se dedicaban a la tarea de orientar interpretaciones y consolidar posiciones. Eso, sin olvidar las memorias y diarios que desde 1808 quieren dejar constancia de lo sucedido. Pero lo cierto es, como se sabe, que ese querer dar sentido a lo que ocurrió en 1808 y después, utilizar la guerra como fondo que avalaba reivindicaciones de uno u otro cariz, que explicaba España o las diferentes Españas, comenzó de manera implacable al poco de acabar la guerra y continuó con los historiadores del período romántico. IncluX


PRÓLOGO

so la misma denominación de Guerra de la Independencia ha sido debatida y rebatida, del mismo modo que el sentido de conceptos como revolución, independencia o libertad. A este respecto querría recordar que los primeros trabajos historiográficos y políticos acerca de la guerra no emplean la denominación «Independencia» en el título, aunque sí se encuentren en sus primeras líneas alusiones a ella. La palabra que comúnmente aparece es, como quizá no haya que recordar, «Revolución», revolución de España o española, lo cual significa cosas distintas según quién sea el autor de la obra. Una excepción es la Historia de las operaciones del ejército de Cataluña en la Guerra de la Usurpación, o sea de la Independencia de España, aparecida en 1809. Como también es una excepción La Guerra de la Independencia, o sea, triunfos de la heroica España contra Francia en Cataluña, uno de los testimonios que suele aducirse como de los primeros que en la historiografía sobre la guerra utiliza en su título la palabra Independencia. Esta obra de Cecilio López, sin embargo, no es una historia de los hechos, sino dos comedias militares, hondamente patriotas, escritas en 1814 y publicadas en 1833. Pero, al margen del nombre que se le dé a la guerra, desde 1808 hasta el presente año existe una continuidad en su consideración como momento histórico de máxima relevancia, como episodio que cambió nuestra historia y sirvió para aglutinar y dar visibilidad a tendencias y fenómenos políticos e ideológicos que estaban latentes al menos desde los años ochenta del siglo XVIII. Ese episodio —nacional— no podía ser olvidado; ese momento, a menudo identificado por sinécdoque con el Dos de Mayo, debía tener un sentido simbólico y mítico, y fue convertido, como se sabe, con dificultades en el lugar fundacional de la modernidad y de la identidad española. Se constituía en ejemplo de los valores nacionales, lo cual, si tenía un uso funcional, generaba enormes problemas de asimilación por las diferentes partes implicadas en el análisis de apropiación e interpretación del pasado. La guerra se convertía en una institución identitaria, pero, a la vez, en el espacio donde se enfrentaban distintos discursos acerca de su interpretación, de su papel en el presente y futuro de la comunidad política y como referente (o no) del país que se deseaba tener. Son varios los trabajos, por tanto, que se acercan a esta dimensión y escrutan la relación entre la disputa ideológica y la construcción de la ciudadanía. XI


PRÓLOGO

El avatar histórico de la guerra ha sido complejo y difícil. Baste recordar que, ya en época de la Restauración, la fecha emblemática del Dos de Mayo, símbolo de la identidad nacional, se vio amenazada por otra fecha, igualmente emblemática y simbólica, como fue la del Primero de Mayo, que postulaba una identidad basada en razones de clase. Sobrevivió a ese envite, incluso al uso que los dos bandos hicieron del día y de la guerra durante la contienda de 1936 y que patrocinó el franquismo. Pero, significativamente, salvo en tiempos recientes, no parece que su valor simbólico fuera muy relevante durante la democracia, ya que fue a partir de los años ochenta cuando su valor nacional se vio mermado en beneficio de una dimensión más local, en tanto que día de la Comunidad de Madrid. Estas consideraciones acerca de la trayectoria del mito colectivo están también en la motivación y en el origen del proyecto; lo mismo que la atención al «pueblo», presente en varios trabajos. Parecía que, de entre los elementos emergentes más relevantes en la discusión sobre la institucionalización de diferentes interpretaciones e imágenes, el más complejo y casi desde el principio vinculado «indudablemente» a los hechos, era el del «pueblo», como agente o sujeto histórico y político. Esto permitía ofrecer una o varias imágenes del pueblo en tanto que vehículo y representante de valores nacionales y morales del país que se deseaba, manifiestos en una cultura. Así, se han recorrido los diferentes cambios semánticos que han acompañado al concepto «pueblo» en la cultura española de los siglos XIX y XX, sin olvidar que también durante la guerra, procedentes de distintas tradiciones de pensamiento, se invocaron y elaboraron diversas concepciones del «pueblo», por parte de publicistas, escritores y políticos. El acercamiento a la guerra y a su historia es una cuestión candente y polémica porque en ella se apoyan los mitos y las razones sobre el origen de la nación, pero sobre todo porque se proyectan sobre aquel período cuestiones y debates políticos actuales que dificultan los análisis. Seguramente era inevitable que, a pesar de nuestros intentos, algunas de esas cuestiones se colaran al hablar de cómo se interpretó y se forjó lo que denominamos «Guerra de la Independencia» y en cuyo sentido, significado y trascendencia aún no nos hemos puesto de acuerdo, como sucede con otros momentos importantes de nuestro pasado. No quiero terminar estas páginas sin agradecer la colaboración, dedicación e implicación de los autores desde el primer momento que XII


PRÓLOGO

se les propuso la participación en el libro. Sus sugerencias, comentarios y observaciones mejoraron el proyecto. También hay que agradecer que Siglo XXI de España Editores acogiera el proyecto, y en esa decisión tuvo señalado papel Pablo Sánchez León. A todos, gracias. JOAQUÍN ÁLVAREZ BARRIENTOS

XIII


1.

MUCHOS RELATOS QUE CONTAR, MUCHAS MANERAS DE CONTARLOS: MITOS Y HÉROES DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

LUIS MARTÍN POZUELO *

Dos de mayo de 1977. Una joven desnuda cae herida desde lo alto del grupo escultórico de Daoíz y Velarde en la plaza del Dos de Mayo, su compañero subido a la estatua pierde un ojo por el impacto de una pelota de goma. La revisión de los sucesos más significativos ocurridos en las últimas décadas en la plaza del Dos de Mayo en Madrid nos presenta un panorama agitado, de conflicto. Lugar de enfrentamiento, protestas y luchas. El escenario y los héroes de uno de los hechos más conocidos y representados de la Guerra de la Independencia y del Dos de Mayo retornan periódicamente a un primer plano, mostrándose como espacio de, y con personajes para la representación de nuevas inquietudes sociales, deseos y demandas de diferentes grupos y colectivos, como son el militar, religioso, político o asociaciones diversas. Treinta años más tarde, en una noche del verano de 2007, entre la muchedumbre de la plaza del Dos de Mayo, unas voces organizaban la velada tomando como referente el grupo escultórico de los héroes de Monteleón: «Recorramos de la mano, como estos dos apuestos chicos, la agitada noche en Malasaña». Lugar dinámico que va sumando interpretaciones, distintos significados, según los intereses de los grupos que los promueven, según los tiempos. Escenarios con héroes se adaptan y se transforman, dotando de nuevos contenidos e ideales a los viejos símbolos.

* Investigador de la Universidad Autónoma de Madrid. 1


LUIS MARTÍN POZUELO

Cuando los tiempos comienzan a entristecerse y se ven brotar los gérmenes de decadencia en la vida de una Nación, nada mejor para levantar su espíritu y retemplar su fibra, que remontarse a los ideales [...]. No hay manera más eficaz para volver sobre aquellos ideales, que ponerse en contacto inmediato con los hombres que, luchando valerosamente, con fe y abnegación... [Ibáñez, 1891: 59]

En este proceso de elaboración de nuevos significados en torno a héroes, heroínas, mitos y espacios simbólicos, es clave para su comprensión descifrar las motivaciones que facilitan la aceptación y consolidación de determinados relatos de lugares concretos, de ciertos personajes ejemplares, mientras otros son apartados y olvidados para, en determinadas ocasiones, ser recuperados y reactivados. Es necesario retroceder a su origen, atender a cómo fueron construidos y cómo se realizó su difusión, interpretar sus diferentes significados a través del tiempo y la coincidencia o disparidad de intereses de los grupos que los promueven con el público que los percibe. Para ello atenderemos principalmente a contextualizar los testimonios visuales que, aunque reconocida su importancia, en pocos casos se llega a situar correctamente su significación.

I. ORIGEN DE LAS PRIMERAS REPRESENTACIONES VISUALES DE LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA: HÉROES DEL DOS DE MAYO DE 1808

La popularización de los acontecimientos se estructura sobre la construcción de unas impactantes imágenes, que pronto llegarían a conformarse como el origen visual del mito del Dos de Mayo. Este desarrollo iconográfico germina a partir de la colección de estampas 1 grabada por el maestro Tomás López de Enguídanos (Valencia, c. 1773-1814, Madrid) y que servirán de referente para la creación, difusión y reinterpretación de héroes. Estas mismas imágenes se utilizarán recurrentemente en decorados teatrales, óleos, estampas, me1

361 × 429 mm. Cobre, talla dulce: aguafuerte y buril. Museo Municipal de Madrid. 2


MUCHOS RELATOS QUE CONTAR, MUCHAS MANERAS DE CONTARLOS...

dallas, ilustraciones gráficas para periódicos y revistas, o para su adaptación en diversos soportes, como son los abanicos, cajas de cerillas, cerámicas y posteriormente en cartelería o publicidad, que permiten prolongar en el tiempo, hacer cotidiano y cuestionar los hechos del Dos de Mayo junto con otros episodios de la Guerra de la Independencia. El héroe en los primeros momentos es el pueblo anónimo, héroe colectivo que toma las calles: El Dos de Mayo amanece [...] y el pueblo de Madrid incapaz ya de sufrir más ultrajes se arroja a vengarles o a morir. Desnudo, mal armado, sin plan, sin caudillos, no dudó un momento en arrostrar aquellas falanges veteranas. [Valdés, 1811: 3]

Y al que se aniquila mezquinamente: Pero que a guelta de un maldito bando de Paz... (Mal reventón pa quien le hizo!) dempues haian sacao de sus casas a tantos probes ya despreveníos aquellas noches, pa arcabucearlos a las Pasqualas, y juntal Retiro, dexándolos encueros, y a otro día vender públicamente sus vestíos... Ésta es una maldá que no la hiciera nadie. [Papeles varios, 1808: 13]

Pueblo que se levanta de manera instintiva, irracional, visceral y sobrecogedora. El texto publicado por El Universal pone letra a las primeras estampas y a posteriores representaciones de los acontecimientos, mostrando de manera reiterativa elementos referidos a la carnalidad —entrañas, tripas, boca, fauces, sangre, mano, corazón— y a lo agresivo —atravesado de claro en claro, puñal vengador— que se visualizan en las estampas de Enguídanos, especialmente en la estampa que muestra la lucha en la Puerta del Sol, o en las realizadas por otros artistas en los primeros momentos del enfrentamiento. ¿Queréis recordar el dos de mayo? Diremos: aquí, aquí murió uno atravesado de claro en claro las entrañas; allí otro peleaba herido ya, pisando sus mismas tripas. En este lugar un valiente al abrir la boca, que pronunciaba religión y Fernando, Patria y Libertad, una ardiente bala entró en sus fauces, y le hizo escupir la vida acabada en gloria; aquí cayó una columna cerrada de enemigos sin moverse más; allí el peto de un corpulento coracero salpicado en sangre, 3


LUIS MARTÍN POZUELO

fue arrancado por una fuerte mano que clavó el puñal vengador en el corazón que se creía invulnerable. [El Universal, 2 de mayo de 1814]

Ejemplo de este ensañamiento es la estampa anónima titulada Muerte de un soldado francés por un patriota (c. 1814-1820) 2 que con simpleza en su ejecución es capaz de captar todo el horror de un asesinato y la crueldad con una víctima a la que se mutila ante la risueña presencia de unos ciudadanos, que muestran su cándida satisfacción por el arrojo del vengativo patriota. La memoria francesa recoge esta visión descarnada del pueblo que se refleja en las estampas del momento: «En este pueblo cada habitante era un enemigo encarnizado, feroz, lleno de astucia, que no pensaba más que en hacer perecer todo lo que fuera francés» (Farias, 1919: 26). Es la presentación de un pueblo, que ante la deslealtad de sus dirigentes afronta en soledad la lucha en contra de un poderoso ejército: ¿Por qué no se quedaron en aquel pueblo para luchar con el enemigo, para animar con su ejemplo al vecindario, y dirigirle, como jefes suyos, en esa resistencia funeral? Todos ellos huyeron cobardemente de Madrid a la primera noticia de peligro, abandonándolo todo, menos los caudales y la cobranza anticipada de sus sueldos [...]. Madrid quedó sin gobierno, entregado a sí mismo: quedó sin fondos para acudir a las urgencias públicas: quedó sin defensa. [Reinoso, 1816: 50]

Estas características serían recurrentes al referirse al pueblo de Madrid en relación con el Dos de Mayo hasta el fin de la contienda en 1814. Las descripciones de la toma de Madrid por Napoleón dan diferentes versiones de la resistencia contra el francés. El madrileño José García de León y Pizarro (1770-1835) describirá este tumultuoso éxodo y la huida de los jefes y dirigentes, algunos disfrazados entre la población: Al rayar el día observé millares de personas que salían también huyendo de Madrid; familias enteras huían en el mayor desorden. ¡Qué cuadros tan tier2

Cobre, talla dulce. Museo Municipal de Madrid. 4


MUCHOS RELATOS QUE CONTAR, MUCHAS MANERAS DE CONTARLOS...

nos y lamentosos se presentaban en cada momento!... El capitán general de Madrid, el marqués de Castelar, se había unido al pelotón de gentes en que iba yo, medio disfrazado y a pie, temiendo que el pueblo, y la tropa de Portazgo en especial, lo insultasen por la capitulación [...]. Se calculan en más de 14.000 personas las que salieron de Madrid [...]. Estaban en Junta: el conde de Floridablanca dijo iba a comer: en lugar de eso marchó para Extremadura: cuando vinieron a buscarle encontraron la casa vacía. [García de León, 1953, vol. I: 118-121]

En El Patriota, del 23 de diciembre de 1809, se publica un artículo que defiende al pueblo de Madrid de un desprecio que parecía generalizado desde otras ciudades de la península, motivado por esta capitulación de Madrid, efectuada tras unos enfrentamientos que duraron escasas horas: Oigo comúnmente [sic] tachar a los Madrileños de afrancesados, esto es, de no haber cumplido como Españoles en la defensa de la patria, y de estar bien hallados con sus infames huéspedes, y así nadie está más obligado que un verdadero patriota y testigo de vista a volver por el honor de sus hermanos, y desengañar a los que tienen noticias equivocadas de aquel suceso y sus consecuencias. [El Patriota, 23 de diciembre de 1809: 22 y ss.]

Esta escena de la rendición se recoge en varias estampas francesas con los representantes de Madrid en una actitud de sumisión ante el emperador, mostrándose a sus pies, como se observa en la titulada Bombardement de Madrid 3 o entregando las llaves de la ciudad en la estampa Entrée de Napoléon a Madrid 4. La mirada de Manuel Ybarra, que se proclama como uno de los hijos de Madrid, es complementaria a la mostrada por García de León y Pizarro. Ybarra nos describiría así las luchas de noviembre en Madrid: Cuando Napoleón, desde su campamento de Chamartín, amenazaba con incendios, asesinatos y saqueos: cuando sus habitantes se hallaban oprimidos con más de cincuenta mil de sus legionarios, lejos de desmayar, viendo la im-

Cobre, talla dulce: aguafuerte y buril, 281 × 402. Madera, entalladura, 320 × 520. Ed. de Jean-Charles Pellerin, Museo Municipal de Madrid. 3 4

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periosa necesidad de capitular por el estado de las cosas, e imposibilidad de sostenerse, al contrario, resistieron y sacaron de entre sus ruinas la libertad de la patria, del Gobierno y de los ciudadanos. [Ybarra, 1811: 3]

Junto al pueblo, opera la figura del otro destacado héroe en estos primeros momentos, el de un deseado Fernando VII, que con un mes de reinado cuando se iniciaron las luchas carecía de representación oficial como monarca.

II.

OLVIDANDO A LOS PRIMEROS HÉROES

Un segundo momento para la difusión de imágenes lo marca el fin de la guerra, en 1814. Los decretos de 4 de mayo de 1814, derogándose la libertad de imprenta establecida en 1810, y la de supresión el 2 de mayo de 1815 de las publicaciones periódicas, exceptuándose la Gaceta de Madrid y el Diario de Madrid, caracterizarían esta época (Martínez Riaza, 2001: 38-40). Se tendería a mostrar de manera exclusiva la figura del monarca y su política reaccionaria que tiende a anular las posibles influencias de un pueblo y de sus representaciones. La revisión oficial de los acontecimientos se inicia una vez acabada la contienda, pero ante el evidente desinterés caería en el olvido: Apenas Fernando VII salió de su cautiverio y ocupó el trono [...] nombró en 1816 una junta de jefes y oficiales del Estado Mayor del ejército, que bajo la dirección del Ministerio de la guerra escribiesen los gloriosos hechos de la guerra de la Independencia [...] resultando que después de 15 años de su formación, la Nación carece de una historia en donde se consignen los heroicos hechos. [Muñoz, 1833: 8-9]

No será necesario buscar explicaciones causales a los hechos, que siempre dependerán del momento político. Las plazas, los héroes y sus luchas serán desactivados para proceder a su recuperación cuando fueran útiles en los procesos de reconstrucción histórica, sin atender a 6


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profundas e incómodas investigaciones de los motivos y causas del enfrentamiento. En el siglo XIX, el control de los mecanismos de creación y difusión de estereotipos que facilitan la legitimación ideológica fue un elemento de constante lucha por parte del Estado y de los diversos grupos de poder que pugnaban por el control político. En este contexto, podremos observar los diferentes esfuerzos ideológicos y políticos en la fabricación de imágenes que conforman la memoria colectiva de un pueblo, así como la activación o el abandono de elementos claves de las primeras representaciones visuales. El protagonismo otorgado al pueblo se diluye cuando Fernando VII retorna a España en 1814. La victoria sobre el francés deja de ser mérito exclusivo del conjunto de ciudadanos que, sin dirigentes capaces ni ejércitos organizados, han sido capaces de enfrentarse al ejército napoleónico. La enorme fuerza de la imagen de Fernando VII, que mantiene intacto su prestigio tras seis años en Francia, se alza sobre un pueblo que le rinde su admiración. En el periódico El Fernandino 5 (núm. 1, 16 de abril de 1814) se publica lo siguiente: Día de entrada del más querido y deseado de sus reyes, Fernando VII. Monarca de las Españas arrebatado pérfidamente del seno de sus pueblos, conducido a Francia, prisionero seis años en Valencey, restituido milagrosamente en nuestros brazos, cuya imagen a reynado milagrosamente en nuestro corazón a pesar de los tiranos que han intentado borrarla, vuelve a ocupar el trono que el cielo le designó, y que el voto nacional le ha consagrado. [...] han conservado sin mancha el noble carácter de Españoles fieles a Dios, a su nación, y a su Rey [...] Fernando es el amigo, el padre de su pueblo; el pueblo ama, idolatra a Fernando.

Las estampas de estos momentos muestran a un Fernando VII benefactor, padre y amigo del pueblo. Ejemplo es el aguafuerte titulado 5 El Fernandino disponible se publicó en Valencia, imprenta de Francisco Brusòla, desde el 16 de abril de 1814 hasta el 5 de mayo de 1814, período de permanencia en Valencia de Fernando VII. Su difusión era en los puestos de dispensación habitual de prensa y también se sirvió de los ciegos para su comercio, como se indica en su primer número: «Se hallará en los puestos acostumbrados, y los ciegos lo publicarán por las calles».

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Fernando VII el Deseado: en memoria y honor de las ilustres víctimas del 2 de mayo de 1808. En esta imagen se representa al rey dando limosna a un pueblo cuyos héroes han sido totalmente aniquilados, solamente los niños, esposas y ancianos quedan como recuerdo del sacrificio. Al fondo de la escena una inscripción anuncia la vida eterna a los muertos por la patria. La lucha de los españoles se torna tras la llegada de Fernando VII en una guerra santa, las motivaciones no son ya la libertad ni la independencia, sino la salvación en los cielos: ¡Qué guerra tan suspirada para los más ardientes, y celosos corazones de los fieles, y perseverantes en su propia, y verdadera Religión; para aspirar, y entrar en el más seguro camino de la Patria, y el Reino inmortal! Era sin duda la presente, aun mucho más gloriosa que cuantas anteriores nos refieren las historias de sobresalientes Mártires en la Religión y Patriotismo [...] y subsistamos en esta Santa Guerra de Religión y Patria; hasta que os veamos, de improviso, colmados de gloria completamente en el suspirado, y venturoso día de la Paz Universal. [Ximenez Carreño, c. 1808: 5-7]

Texto que podría completarse con ideas tomadas de la Historia de la Guerra de la Independencia que Fernando VII encargó escribir a José Muñoz Maldonado 6, en el que se profundiza en la guerra santa: «El odio de los españoles es sobre todo inexorable contra los mamelucos que caen en sus manos, ansiosos de herir de un solo golpe un francés y un musulmán» (Muñoz: 1833: 140). Y con el apoyo explícito de la religión a la guerra, divulgando reflexiones poco elaboradas, pero de gran calado popular. Ejemplo son las expresadas en el año 1814, en la oración agradeciendo el regreso de Fernando VII: Bien sé que en la Escritura no sólo se aprueban las guerras, sino que las mandan santificar: Dios las preside, y que no en vano se dice Dios de los Ejércitos: que los príncipes para eso llevan espada: que las guerras son necesarias para la conservación de la sociedad, para asegurar la paz, para proteger la inocencia y para contener la codicia en los límites de la justicia. [Iglesias, 1814: 25]

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Real Orden de 24 de agosto de 1831. 8


MUCHOS RELATOS QUE CONTAR, MUCHAS MANERAS DE CONTARLOS...

En un principio, el rey está interesado en mantener la memoria de la Guerra de la Independencia, como deja reflejado en la constitución de la junta para la redacción de los gloriosos hechos de la contienda. Pero Pérez de Guzmán nos mostrará la poca atención prestada por Fernando VII a las conmemoraciones de un acontecimiento clave, como era el Dos de Mayo, a las que se intentaba dotar exclusivamente con un significado religioso, sin interés por los protagonistas de este día, que se tiende a olvidar: No obstante ni en ese, ni en el siguiente de 1818 [...] volvió a tener el aniversario del Dos de Mayo el calor, la animación ni el entusiasmo de 1814. En 1819, no sólo no tuvo la contrariedad de ser trasladado al día 4, por haber caído el 2 en domingo, sino que hubo que echar mano del catafalco que había servido para las honras de la reina Amalia, porque el Supremo Consejo de la Guerra, el año anterior, había mandado deshacer el que estaba sirviendo en San Isidro para la conmemoración del Dos de Mayo y para las honras de los militares de alta graduación. También fue aquél el último año que presidió en persona el rey Fernando las honras de San Isidro. [Pérez de Guzmán, 1908: 734-736]

El 4 de marzo de 1820, el rey jura la Constitución y con el Trienio Liberal se instaura de nuevo la libertad de prensa 7; textos e imágenes referentes a la Guerra de la Independencia surgen de nuevo y se incorporan a la vida de la gente. Entre los objetos de uso cotidiano utilizados para la representación de los hechos vinculados a la Guerra de la Independencia, los abanicos demuestran ser un soporte eficaz en la difusión popular de las imágenes, debido fundamentalmente a su amplio alcance expositivo y a su baratura, ya que en su fabricación se pueden emplear materiales tan comunes como el papel, para realizar el país y el hueso, para elaborar las varillas, siendo un objeto al que se le dota de complejos códigos socioculturales y registros de gran carga simbólica y sentimental. Otros soportes habían sido beneficiados por anteriores legislaciones como la dictada por el gobierno de José I que favoreció la produc7 Archivo del Congreso de los Diputados, Papeles reservados de Fernando VII, t. 36, fol. 162 (el borrador) y t. 35, fol. 8 (el impreso) citado en J. Vega, 1987, p. 32.

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ción de barajas, abriendo el mercado y la fabricación a aquellos que quisieran estamparlas. Las barajas pueden ser consideradas elementos propagandísticos de alta eficacia. Los juegos de cartas han constituido una actividad central para ocupar los ratos libres en las casas, tabernas y sociedades en tiempos de la Guerra de la Independencia, ejemplo de ello se recoge en el Diario de Madrid de 1808, en la que se anuncia la venta de un «juego para la diversión de toda clase de personas, dispuesto en dos barajas». En tiempos de conflicto y movilización militar, como eran los años de 1820 a 1822, las barajas constitucionales, además, pueden ser estudiadas como un artefacto de consolidación de ideales y fijación de objetivos, y ejemplos por los que luchar son dotados de una gran carga ideológica como se observa en la realizada por Simón Ardit y Quer, en la que se estampan las figuras de los héroes. En este caso ya individualizados, alejados de la masa popular. A lo largo del siglo XIX se fabricaría gran cantidad de barajas, siendo los naipes de muy diferente temática: de juegos satíricos, histórico-políticos o mitológicos, entre otros. La victoria de las tropas del duque de Angulema traería una vuelta a la represión en la llamada Década Ominosa (1823-1833) caracterizada por una ley del silencio y del cierre de cualquier centro que facilitase la creación de saber, de opinión y de sus representaciones, como podemos comprobar con el Decreto de 27 de septiembre de 1823 (Fernández, 1908: 71-72), por el que se cierran universidades y periódicos. El poder del periodismo y la libertad de imprenta serán vistos como elementos de calumnia, según se recoge de publicaciones de la época: Que la libertad de la imprenta serviría para ilustrar las discusiones [...] que echando mano los doctrinarios y jefes de partido, crearon el poder del periodismo, poder con el cual no puede existir gobierno alguno [...] que por su esencia debe adular pasiones, sostener a los descontentos, calumniar a los gobernantes, y que mientras más se entrega al desenfreno, más seguro está de hallar provecho. [Razagón, 1831]

Araujo a finales del siglo XIX vería en el pueblo a la masa que, sin autonomía y subyugada, ejecuta los ideales de unos grupos de poder que representan los intereses de la monarquía y la religión. La compa10


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ración de las sucesivas invasiones francesas de Napoleón y del duque de Angulema serviría para la reflexión acerca del papel jugado por el pueblo: Es increíble la degradación a que habíamos llegado. Las pasiones políticas, la misma influencia del clero que había sido el alma de la conjuración de Fernando VII en El Escorial, del motín de Aranjuez, y de la resistencia a la invasión de las tropas de Napoleón y el gobierno de su hermano José, borraron de tal modo el recuerdo de los agravios recibidos de los franceses pocos años antes, que los mismos guerrilleros que con tanta saña los persiguieron, y algunos de los generales, recibieron con júbilo y festejos a la expedición que mandaba el Duque de Angulema y que venía a mezclarse en nuestros asuntos interiores. Los pueblos recibían sin resistencia, casi con agrado, a aquellos soldados franceses que eran los mismos que en 1808. Entonces no se extrañaban ya de que aquellas tropas se alojaran en las iglesias y cometieran en ellas profanaciones. [c. 1890: 77, 2.ª numeración]

III.

REACTIVACIÓN DE LOS HÉROES

Con la llegada al trono de Isabel II (1833-1868), se inicia un período caracterizado por una gran inestabilidad política que favorecerá cambios significativos en los gobiernos y en sus maneras de entender el Estado y las relaciones entre los diferentes grupos sociales. Se constata un proceso de recuperación de los acontecimientos y de sus héroes, siempre de manera intermitente y dependiente de los intereses políticos de los dirigentes del momento. En el periódico madrileño El Castellano se refiere a la conmemoración del Dos de Mayo en los siguientes términos: Hoy, después de trece años en que se ha visto pasar este día con indiferencia, vuelve a rendirse el debido homenaje a los manes de los defensores del pueblo, cuyos esfuerzos miran siempre con ceño los que quieren esclavo y no soberano. Por eso desde el año 23 acá, parece haber habido un interés en no honrar la memoria de aquellos mártires y parecía un delito el celebrar su heroísmo, y hasta el rogar al ETERNO por el de sus almas. [El Castellano, núm. 231, 2 de mayo de 1837] 11


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Este proceso para la recuperación de las representaciones se observa en diferentes publicaciones, así en el Eco del Comercio se realizará desde 1840 hasta 1846 un editorial dedicado a esta fecha, para el encabezamiento de cada ejemplar conmemorativo, se recurrirá a una versión en madera de la estampa de Enguídanos, suprimiendo elementos religiosos, como las cruces representadas en el original y se suman otros elementos que desbordan lo local al introducir héroes de otras batallas y regiones, enfrentamientos todos ellos gloriosos para la nación. Ejemplo de ello es la figura femenina al pie del cañón que es clara referencia a la heroína de Aragón representada por Juan Gálvez y Fernando Brambila para la colección de 37 láminas titulada Ruinas de Zaragoza 8. Junto a esta escena se estampan en cada ángulo superior medallones con los bustos de Daoíz y Velarde, que ofrecen la imagen de héroes intemporales que conectan el presente con la Antigüedad clásica, vinculándolos al origen de la nación. Otra de las viñetas alude al obelisco del Dos de Mayo que honra a las víctimas, representadas en los restos de los dos héroes de la patria. En años sucesivos se añadirán otros grabados en madera que mostrarán a unos guerrilleros con las banderas de la independencia y la libertad. El magacín madrileño El Museo de las Familias se ilustrará en 1844, con una estampa que recoge las luchas del Dos de Mayo por las calles de Madrid. La litografía de E. Zarza y V. Castelló hace referencia a la figura de Daoíz, que con el sable en la mano dirige a un reducido grupo de soldados que toman el frente del combate, seguidos por una muchedumbre que se parapeta tras la figura de un héroe que con su decisión y valentía pone en retirada a un batallón francés. El pueblo retoma en varias representaciones la iniciativa de la lucha, entrando en claro conflicto de representación con la personalidad de los héroes individualizados que ya han sido encumbrados, y muestra la fuerza que adquiere la imagen del pueblo de Madrid con los héroes anónimos de las clases populares. Algunas de estas publicaciones darán relevancia al papel de la mujer: Crece todo en bélico entusiasmo; hasta las señoras, retiradas del bullicio por los afanes domésticos, acercan sus floreros, sillas, cómodas y mueblaje a los balco8

Cobre, aguafuerte y aguatinta. 12


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nes para exterminar a los enemigos, arrojándolo y tirándolo todo, si es necesario, sobre sus cabezas. Las mujeres a su vez, exhaladas por las calles, tremolan sus pañuelos, excitan al combate, e invocando al nombre sagrado de patria y libertad, inflaman el ánimo de todos sin distinción. [Ochagavia, 1855: 11]

Manuel Vázquez Taboada publicará El Dos de Mayo o los franceses en Madrid, en el que se mostrarán los exquisitos modales de unos oficiales, tanto en los textos como en las estampas, repleto de galantería con un enemigo que dista mucho del odiado por el populacho: «Velarde entonces alargó afablemente el herido (...) dando muestras de la más profunda y exquisita cordialidad» (Vázquez, 1866: 116). Y así lo muestran las estampas litografiadas que se reproducen en el texto, algunas firmadas por el grabador Urrabieta y otras por Martí, mientras el pueblo sigue luchando ferozmente contra el mameluco invasor, según muestra otra estampa de la publicación. Los consecutivos aniversarios marcan diferentes posicionamientos en la conmemoración, como indica el año que se intentó suprimir: Cuándo suprimir la fiesta por completo, como, si mal no recuerdo, sucedió en 1863, resultando la más interesante que yo he conocido, por aparecer aquella mañana árboles, verja, postes y pilares cubiertos de papeles con aclamaciones y vivas a lo tradicional, e insultos y provocaciones a los partidarios de la supresión. [Ciria, 1908: 11]

Para la representación de los héroes se hace uso de otros soportes, como es la medalla, si bien el tema conmemorado puede ser entendido como un pretexto para financiar determinadas técnicas artísticas. Damos la reproducción de la medalla grabada y acuñada por el joven artista D. Victoriano González, discípulo que ha sido de la Real Academia de San Fernando, y posteriormente del reputado grabador de Paris M. Tasset. Dicha medalla es un recuerdo consagrado, como lo indica la inscripción del reverso, a los héroes de la Independencia nacional D. Luis Daoíz y don Pedro Velarde, que sucumbieron peleando contra el invasor el 2 de mayo de 1808. Asegúrasenos que el Excmo. Ayuntamiento Constitucional de esta corte ha aceptado la dedicatoria de este trabajo, y que se ha formado expediente para contribuir a los gastos de la acuñación. La Junta Consultiva de Guerra, por su 13


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parte, patrocina también el pensamiento por iniciativa de algunos de los distinguidos generales que la forman. A nuestro entender, deben protegerse y alentarse los esfuerzos que, como éste, van encaminados a restaurar el difícil arte del grabado en hueco, bastante decadente hoy en nuestro país, donde ha tenido tan distinguidos representantes. [La Ilustración española y americana, Madrid, 8 de mayo de 1880, año XXIV, núm. XVII, p. 291]

La revista La Semana Ilustrada, en su suplemento extraordinario del Dos de Mayo de 1883, muestra los acontecimientos del aniversario con cuatro escenas, recogiendo en la primera de ellas la muerte de Daoíz en el parque de Artillería. Retoma la estampa de Enguídanos, de la que muestra el icono que representa la puerta con su característica fisonomía, en la que sitúa la escena. Pero recurre al escenario de los hechos, a la puerta de entrada al parque, para mostrar una realidad distinta. Se centrará en la representación idealizada de la muerte de Daoíz, su aniquilamiento significa la desaparición misma de la libertad, que yace moribunda a los pies del héroe, simbolizada en esta ocasión por una figura femenina con los pechos descubiertos. Daoíz, que es el protagonista de la lucha, es auxiliado por unos harapientos y exaltados personajes navaja en mano, en representación de un desordenado pero valeroso pueblo que lucha por el héroe de la nación; los ciudadanos pasan a ser el actor secundario de la obra, cediendo el protagonismo al héroe militar. En la segunda estampa de este suplemento, la lucha se muestra en toda su crudeza. El pueblo común, chisperos, manolos y figuras femeninas, con sus navajas y cuchillos dispuestos para la batalla, se bate cruelmente frente a una representación costumbrista de una populosa confitería de la calle Mayor. El pueblo muestra su valor, pero también su cara más terrible y vengativa, su aspecto irracional, como nos indica el texto que acompaña a la imagen: «Nadie pensaba en huir, sólo se aspiraban emanaciones de sangre humana: el anhelo era matar; el deseo, morir antes que entregarse a los enemigos (...) Padres que incitaban a sus hijas a la defensa» (La Semana Ilustrada, suplemento extraordinario al núm. VII, 2 de mayo de1883). El tratamiento que se le concede a los diferentes héroes es dispar; el valor de Daoíz se muestra con la gallardía del caballero, que lucha por unos altos ideales y que da su vida dignamente por ellos, su muerte 14


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es un bello ejemplo para la nación, sin embargo, el pueblo, compuesto por un conjunto de villanos, al que no se le niega su predisposición para la lucha, es representado con toda su fiereza e irracionalidad, la venganza y la ira mueve sus acciones, una mujer hunde el cuchillo en el pecho del caballo, las navajas degüellan a los franceses, transmitiendo al espectador un espectáculo de horror, un ejemplo que no es digno de perpetuarse como modelo en tiempos de paz. Otros relatos muestran al pueblo madrileño entre lo heroico y lo burlesco. Así lo representa la estampa de Francisco Gabazón, reproducida en Los guerrilleros de 1808, obra de Rodríguez-Solis publicada en 1887. Los héroes y heroínas alternan con personajes que observan graciosamente a las señoras, dispuestos a lanzar algún piropo, mientras las paredes son marcadas con dibujos caricaturescos en referencia a los franceses. El pueblo madrileño se representaba en esta ocasión como se había representado siempre ante los peligros, indiferente y arrojado, heroico y burlón. La Paca, con su palabra y con su ejemplo, excitaba el valor de sus compañeras, y dirigía a los imperiales frases que eran como cantáridas. El abate, tranquilo y sonriente ante el peligro, admiraba a la morena y lanzaba de vez en cuando alguno de sus famosos latines. El Zurdo, que había recobrado su buen humor, disparaba tiros, y soltaba fisgas y chanzas al mismo tiempo. Bergamota le ayudaba en sus bromas, y el lacayo y el mozo no desmentían el valor que demostraron en el Parque. [Rodríguez-Solís, 1887: 18; V: 1]

Otro curioso soporte al que se recurre para la difusión de héroes y hazañas de la Guerra de la Independencia es la caja de cerillas. De la década de los ochenta del siglo XIX se conservan álbumes para la colección de las fototipias estampadas en las cajas: Donde no llega el libro, donde se desconoce el periódico, donde no se tiene idea de los más elementales rudimentos, allí llega por medios tan sencillos la fototipia con sus hermosos colores, al amparo de un artículo de primera necesidad, como es la cerilla, que en tales condiciones lleva luz a los sentidos y a la inteligencia [...]. Cada uno de los personajes que conforman esta preciosísima colección son el retrato de una época y el modo de ser de una sociedad [...]. Dar a conocer esos grandes personajes que expusieron su vida por una idea o 15


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por la independencia de la patria, es digno de elogio [...] grandes hombres que con las armas en la mano abrieron horizontes nuevos a las ideas y engrandecieron la patria. [Gómez, c. 1880]

Son imágenes que se matizan y revisan continuamente. Su cuidada selección servirá para el estudio de la historia de España. Así se verá en los libros de primera enseñanza de Perlado y Melero, textos oficiales por Real Orden de 4 de abril de 1887 y reimpresos hasta 1905. La estampa que ilustra la portada realiza unas significativas modificaciones en cuanto a la composición y al contenido. Daoíz pasa a ser el elemento central de la representación. Su figura es altiva, elegante, con el sable en actitud de orden de mando, que organiza el ataque de unos seguidores improvisados y desorganizados que se desangran a sus pies y que se enfrentan al poderío y organización del poderoso enemigo francés. La indumentaria y vestimenta de los actores es reinterpretada, el arrojado pueblo de Madrid pasa a ser un repertorio de representantes regionales. A los pies de la pulcra e impoluta figura de Daoíz, vestido de uniforme, se nos representa el cuerpo inerte de un voluntario que cubre su cabeza con una barretina catalana, al pie del cañón y herido en el pecho, una figura con fajín ancho y largos pantalones dispara al enemigo, mientras un chispero con un sable permanece tras el cañón. Las ilustraciones de los diarios y revistas de estos años finales del siglo harán constante referencia al Dos de Mayo y a sus glorias, insertándolos en los discursos de identidad nacional. De esta manera se puede leer la estampa aparecida en la publicación El Noventa y Tres, que vinculará el amor de Amadeo I a España con el amor a las glorias del Dos de Mayo que se recuerdan en el Campo de la Lealtad, en busca de un apoyo social del que carecía, con un pie de ilustración que dice «Tanto amará nuestro Amadeo las glorias españolas, que por las noches se bajará a admirar el monumento del Dos de Mayo». En esta estampa se enfatiza en clave humorística, la importancia del Dos de Mayo en su monumento a los caídos, un símbolo representativo de toda una nación, en un intento de legitimación dinástica. También se realizan parodias de acontecimientos trascendentales y espacios consagrados, como se muestra en la estampa firmada por 16


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Ángel Pons, titulada Una fecha Gloriosa y reproducida en el número 42 del periódico madrileño La Caricatura, de 7 de mayo de 1893. El autor divide la litografía en tres viñetas, sirviendo el Campo de la Lealtad de recurso para contextualizar la evolución sufrida por los madrileños a lo largo del siglo XIX. La primera viñeta representa a los hombres del Dos de Mayo de 1808, simbolizados en un oficial que, malherido, se enfrenta dignamente, sable en mano y porte altivo, a la lluvia de balas de cañón de las baterías napoleónicas. La segunda viñeta muestra cómo eran los hombres del Dos de Mayo de 1893, representados esta vez por un borracho que, con botella de vino en el bolsillo, hace un expresivo gesto al obelisco; la tercera viñeta muestra la peligrosidad de esta plaza a partir de las doce de la noche, cuando es tomada por delincuentes navajeros, que sin ningún reparo ante las glorias de la nación están a la espera de la incauta víctima. Estas ilustraciones muestran cómo estos años finales del siglo XIX están marcados por la pérdida de significados y referentes del Dos de Mayo. En el tercer cuarto del siglo XIX, transcurridos más de cincuenta años desde los sucesos del Dos de Mayo, se dieron a conocer al gran público las pinturas de Goya referidas a estos acontecimientos 9. Tendrían una nueva y decisiva influencia en las representaciones de los hechos, al aparecer novedosas estampas que recogerán motivos de inspiración goyescos y se procederá de esta manera a la renovación de las que habían constituido hasta entonces las imágenes míticas de las luchas. Vicente Urrabieta y Ortiz (1813-1879), al realizar en 1879 las estampas encargadas para la Historia General de España y sus colonias de Esteban Hernández y Fernández (Hernández, 1879: 369; V: 2), recurrirá a una versión del lienzo de Goya, dotándola de una visión profundamente romántica. Desprovisto de una referencia espacial concreta, y sin la posibilidad de rastrear el emplazamiento exacto de los sucesos, los anteriores protagonistas, pueblo y héroes, se desvane9 Lafuente indica que los lienzos no aparecerían hasta la publicación del extenso catálogo del Museo del Prado del año 1872, permaneciendo desde 1834 en el depósito del Museo, aunque sólo hay referencias de su pertenencia al museo desde que Charles Iriarte publicase en 1867 el libro sobre Goya en el que se mencionaban como lienzos que colgaban del Museo Real (Lafuente, 1946: 23-52).

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cen y van incorporándose al panteón de los olvidados. Las víctimas laureadas pasan a ser una selecta representación de la alta sociedad del momento. El valiente y heroico pueblo, que fue representado en las estampas contemporáneas a los hechos y momentos revolucionarios posteriores, no tiene cabida en estas nuevas propuestas. Un grupo de encumbrados burgueses, que con sus prendas y ademanes muestran su elevado estatus social, son la nueva apariencia de los personajes ejemplares. Otras son las sensibilidades frente a la lucha y otra es la mirada a la muerte. Lejos queda el alborotado pueblo sublevado en masa. En el centenario de los hechos del Dos de Mayo, los héroes tendrán su interpretación, dependiendo de los grupos que los reivindican. Juan Arzadun Zabala, comandante del cuerpo de artillería, publicará una obra en la que escribe sobre los sucesos del parque de Artillería: La organizó Velarde con su actividad prodigiosa y su personal prestigio, valiéndose para difundirla, de la frecuente comunicación con los distritos a que a su cargo de secretario de la Junta Superior de Artillería le obligaba. Huelga decir que la generosa idea halló entusiasta acogida en la gran mayoría de los oficiales del Cuerpo. [Arzadun, 1908: 9]

Para argumentar a continuación el lógico desenlace para los proyectos que imaginaba Velarde, y que no fueron llevados a la práctica, para conseguir la salvación de la nación: Unía a Daoíz estrecho parentesco con una dama de la Reina Maria Luisa, un primo suyo era paje de Palacio. Por ellos conocieron ambos oficiales los ocultos pormenores del proceso del Escorial [...] y desde aquel punto y hora vieron en la nefasta alianza francesa el mar tormentoso en que zozobrar podía el arca santa de la nacionalidad [...]. Brotaron de la fecunda imaginación de Velarde muchos y detallados proyectos, que tal vez hubieran impedido el avance de los invasores. [Arzadun, 1908: 12]

La Raza toma un referente para algunos autores y la plebe tiene un lugar preeminente en la épica de la Guerra de la Independencia, siendo ese pueblo bajo el que se recoge la esencia de la nación: «el bajo Pueblo, el Pueblo de “Pan y Toros”, (...) había guardado en el arca de su hogar 18


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la ejecutoria de Nobleza de la Raza» (Antón, 1911-14: 162, t. 6). Ligando a los héroes populares y sitios de la Guerra de la Independencia con los míticos héroes y lugares ibéricos: «En la plebe estaba el árbol genealógico que enlazó al Empecinado con Viriato y entroncaba a Zaragoza con Numancia» (Antón, 1911-1914: 162-163, t. 6). Una obra que busca mostrar el ejemplo de una plebe del 2 de Mayo de 1808 que contrasta con la que vive su centenario, sumida en agitados movimientos sociales: La gravedad de la situación es tal, que asistimos a los últimos momentos de la Raza [...]. La plebe, que el 2 de Mayo de 1808 mantenía íntegra la tradición espiritual de España, se halla hoy contaminada por la gangrena venida del extranjero. La propaganda de animalización, que el torpe materialismo de las escuelas filosóficas de Europa ha realizado durante el siglo XIX, ha penetrado en el Pueblo Español. [Antón, 1911-1914: 249, t. 6]

Han transcurrido doscientos años desde los sucesos que dieron lugar a la Guerra de la Independencia, y se siguen sumando interpretaciones: Los vecinos de Madrid, posiblemente a diferencia de otras ciudades como Zaragoza, tienden a olvidar. Hasta mediados de los ochenta, los vecinos conocían el porqué de las fiestas, que eran muy populares y ligadas a otros lugares como la plaza de las Comendadoras, vivíamos los acontecimientos y conversamos si Manuela Malasaña mató a un francés o no, hasta que llegó la ocupación de los macroconciertos y el posterior vaciamiento de contenidos. Es en estos momentos una fiesta y una conmemoración desconocida, incómoda, en el que los regidores municipales no quieren involucrarse, trasladando estas conmemoraciones a otras instituciones, que pueden diluir estos actos en otros espacios 10.

Las asociaciones vecinales cuestionan una conmemoración laudatoria de la resistencia, y prefieren invitar a un debate a propósito de una ocasión perdida para una posible modernización ideológica, política, social y económica de la España decimonónica y de sus consecuencias en la España del siglo XXI. Reflexiones actuales para centenarias historias, viejos héroes para nuevas problemáticas. Son muchas las 10 Entrevistas realizadas con representantes vecinales del barrio de Universidad de Madrid (Maravillas-Malasaña), el 27 de septiembre 2007.

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historias que se pueden contar y muchas las maneras de contarlas. Pongámonos a reflexionar.

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LA «GUERRA CIVIL» DE 1808: EL DOS DE MAYO EN LA CULTURA POLÍTICA DE LA ESPAÑA LIBERAL

PABLO SÁNCHEZ LEÓN *

[L]a invasión de los franceses fue el principio de nuestras disensiones intestinas, y la guerra de la independencia una especie de guerra civil al mismo tiempo. Evaristo SAN MIGUEL

Una afirmación como la que encabeza este artículo debería resultar cuando menos chocante. No tiene desde luego fácil cabida dentro del elenco de interpretaciones historiográficas que hemos heredado sobre el período que se abre con el Dos de Mayo de 1808, y menos aún dentro del arsenal de discursos públicos conmemorativos sobre la Guerra de la Independencia que pueden resonar en la memoria de los ciudadanos españoles de hoy o en los medios de información con motivo de las efemérides (García Cárcel, 2007). Desde su definitiva mitificación a partir del liberalismo en el segundo tercio del siglo XIX, el levantamiento popular madrileño ha sido generación tras generación unívocamente caracterizado como un acto expresivo de unidad en torno al común rechazo a la invasión de las tropas francesas. Sin duda, el significado del Dos de Mayo de 1808 ha estado sometido también a interpretaciones variadas e incluso en ocasiones contrapuestas, de manera que, ya desde la época del liberalismo, «los distintos grupos comprometidos en la lucha política e ideológica (...) se confrontaban» entre sí «a través de la interpretación que cada grupo daba del alzamiento madrileño» y sus secuelas; con todo, lo habitual es considerar que las diferencias de énfasis entre autores y públicos no eran en realidad sino reflejo de un común y creciente «apego al mito» según el cual el pueblo habría expresado sin fisuras y con rotundidad su rechazo a la invasión napoleónica (Demange, 2004: 53). No hay en el relato que hemos heredado sobre el Dos de Mayo nada en principio más alejado que un imaginario de guerra civil. * Profesor en el Departamento de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos, Universidad Complutense de Madrid. 269


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Ello vuelve más intrigante la cita que abre estas páginas. Procede de la obra de un liberal, para más información de la corriente progresista que destacó en el Trienio Liberal y en los primeros años del reinado de Isabel II, bajo la Regencia de María Cristina (San Miguel, 1836: 12). El texto fue escrito en la década de 1830 y al calor de la guerra entonces entablada con los carlistas. Una opción tentadora es concluir que estamos ante una opinión distorsionada producida por la situación de confrontación bélica intestina. Sería ésta, sin embargo, una manera demasiado superficial de despachar el asunto. Por mucho que pudiera funcionar como un contexto propicio y hasta una importante condición de posibilidad de un discurso de esas características, la guerra carlista no explica por sí sola la elaboración de una imagen de la Guerra de la Independencia como inicio de un enfrentamiento entre españoles: antes al contrario, precisamente en un período de confrontación social, política y militar interna, lo esperable sería que el mito de 1808 como ejemplo memorable de una modélica unidad nacional se hubiera exacerbado aún más en la retórica liberal buscando el contraste con la situación de guerra abierta entonces vivida. Cierto es que, por otro lado, el de 1808 como una guerra civil no llegó a convertirse en discurso dominante durante el reinado de Isabel II; justamente en este período se consolidó de hecho la representación del Dos de Mayo que hemos heredado como un acto de afirmación unitaria de la voluntad popular ante la invasión extranjera. La paradoja que hay que explicar precisamente entonces es esa coexistencia en un mismo contexto de dos aproximaciones tan aparentemente dispares a un mismo fenómeno: 1808 como unidad nacional y a la vez como guerra civil. Para dar cuenta de ella lo que aquí se ofrece es una perspectiva sensible al cambio semántico (Traugott y Dasher, 2002; Koselleck, 2002): para empezar, guerra civil significaba a la altura de 1830 algo bastante diferente a lo que hoy asumimos, tras un oscuro siglo XX en el que ha quedado definitivamente identificada con un enfrentamiento hasta el exterminio entre grupos de una misma sociedad organizados en dos bandos excluyentes. En el caso de la historiografía española, la traumática experiencia de la guerra de 1936-1939 favorece aún más si cabe una definición fija y normativa del concepto (Juliá, 2007). Pero si aspiramos a compren270


LA «GUERRA CIVIL» DE 1808: EL DOS DE MAYO EN LA CULTURA POLÍTICA...

der pasajes como el que abre este texto, necesitamos asumir que los conceptos pueden cambiar profundamente de significado en el tiempo, y que algunos de los procesos más significativos de cambio se produjeron durante el período que se abre con la Ilustración y la implantación del liberalismo (Koselleck, 1993: 10-25). Lo que este texto trata de mostrar es el cambio semántico experimentado por el concepto de guerra civil en torno de las pugnas por la interpretación del Dos de Mayo entabladas por distintos grupos y tendencias ideológicas con capacidad de elaboración de discurso. Y aspira a hacerlo dentro de un análisis más completo sobre la retórica sobre el Dos de Mayo en distintos grupos ideológicos constituidos en la cultura política isabelina, incluyendo otros referentes significativos, en particular el de unidad, pues al fin y al cabo, unidad y guerra civil remitían en aquel período a universos semánticos más amplios e interrelacionados, respectivamente los de orden y desorden. El cambio semántico de los términos y referentes propios de unos universos hubo de afectar al de otros, y viceversa. Además de dar cuenta, al hilo de una descripción de los discursos sobre el Dos de Mayo en el reinado de Isabel II, de la emergencia de nuevos significados de términos que contaban ya entonces con una historia anterior, se trata también, de paso, de arrojar luz sobre algunas de las matrices del lenguaje de la modernidad en España, cuya cargas profundamente valorativas eran intensa y extensivamente compartidas por todo el espectro político más allá de las divisorias ideológicas. En particular, el estudio de la retórica sobre 1808 en progresistas y moderados y, en menor medida, republicanos y demócratas durante el reinado de Isabel II permite calibrar la influencia de herencias del lenguaje acuñado por el primer liberalismo «doceañista» en torno a la Guerra de la Independencia. Finalmente, el estudio aspira a interesar a una historia de la cultura política en la época del liberalismo que busque alejarse de lecturas funcionalistas e intencionales. Este texto trata de mostrar que la fijación de ese lenguaje compartido tuvo el interesante efecto de volver progresivamente más difícil, a los autores que elaboraban interpretaciones del Dos de Mayo o a los grupos ideológicos y políticos que los divulgaban, apropiarse de ellas de un modo instrumental y duradero. La imagen de unidad inserta en los discursos sobre el Dos de Mayo 271


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quedó así finalmente elevada a la condición de mito; pero la divulgación de éste, lejos de rendir frutos para quienes primero la formularon y trataron de representar, se cobraría eventualmente su venganza al poder ser reinterpretado por nuevas identidades colectivas críticas con las elites políticas y sociales del orden liberal que lo habían primeramente formulado o que se habían en origen apropiado de él.

I.

LOS PROGRESISTAS O EL PRECIO DE UNA RETÓRICA BELICISTA

Lo primero que hay que ofrecer son muestras de que la de San Miguel estaba lejos de ser una postura solitaria en la cultura liberal española, al menos entre las filas progresistas. Desde luego la suya no fue una interpretación circunstancial, ni siquiera exclusiva de los años treinta: bastante tiempo después, a mediados de la década de 1850, Antonio Pirala —quien unos años más tarde acabaría siendo cronista y bibliotecario de la Casa Real de Amadeo I— escribió que en 1814 una vez «[v]ictoriosos los españoles», no obstante, «apareció en medio de su triunfo la feroz discordia, y de la división que engendrara, nació la revolución, no terminada aún» (Pirala, 1879, iii; el texto fue publicado en esta fecha más tardía, pero Pirala se refiere en ese pasaje al Dos de Mayo como un evento sucedido «[m]edio siglo hará en breve»). Ciertamente, la cita de Pirala procede del prólogo a su célebre obra sobre la guerra carlista, y ello refuerza en principio la idea de que quienes reflexionaban sobre esta guerra eran los más proclives a identificar el Dos de Mayo con el origen de una profunda división social. La principal cuestión a dilucidar es, sin embargo, qué entendían estos progresistas por guerra civil. Lo que el texto de Pirala deja ver con claridad es que, todavía a mediados del siglo XIX, el término remitía casi obligatoriamente a otro campo semántico del que era inseparable, relacionado con el concepto de revolución. Al operar así nuestros antepasados liberales encarnaban una larga tradición de la filosofía política occidental heredada de la Edad Moderna —la del humanismo cívico— dentro de la cual una guerra civil aparecía como un tipo de desorden que sólo cobraba sentido por contraste con el que encarnaba la revolución (Pocock, 2000). Con la primera se evocaba segura272


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mente la peor de las crisis sociales imaginable, pero en cambio no un enfrentamiento entre todos los miembros de una comunidad a partir de su división en dos bandos: la idea remitía más bien a una bellum omnes contra omnium, desenlace terrible en la medida en que definía un escenario de caos, mas en un sentido de absoluta desorientación, que lo convertía en un fenómeno imprevisible y por tanto no sólo ingobernable sino además incomprensible; justamente al contrario, el concepto de revolución remitía a necesidad y voluntad inteligible de cambio, sobre todo una vez que adquirió en la Ilustración su definición moderna como escatología de progreso (Koselleck, 1993: 35-62). Las guerras napoleónicas habían alterado no obstante el valor atribuido a la revolución como horizonte de expectativa de superación del Antiguo Régimen, hasta el punto de que a la altura de la tercera década del siglo XIX las divisorias ideológicas entre liberales españoles se hallaban marcadas por la diferente posición que ocupaba la revolución en los idearios de moderados y progresistas (Rivera García, 2006). Todos los liberales europeos deseaban evitar que se repitieran los excesos de la Revolución Francesa y sus secuelas (Fontana, 1991). Al igual que sus homónimos europeos, los españoles de todas las sensibilidades liberales creían ahora contar con la fórmula mágica de un gobierno representativo que, al otorgar derechos políticos restringidos a una minoría de propietarios y personas con «capacidad», permitiría aportar un elemento de distinción y calidad con que equilibrar la soberanía popular (Castells y Romeo, 2003). Este consenso elitista daba ya de por sí alas a las posiciones moderadas en los nuevos procesos constituyentes en marcha, las cuales además contaban con la ventaja filosófica inicial de una mayor ortodoxia doctrinaria (Rivera García, 2006); y sin embargo, durante la década de 1830, los progresistas españoles se mantuvieron a la ofensiva, desde gobiernos como el de Mendizábal, o en la oposición a través de la capitalización de levantamientos y movimientos de juntas que culminaron en la Regencia de Espartero a comienzos de los años cuarenta, justo al finalizar la primera guerra carlista (Vilches, 2001). Uno de los principales recursos discursivos con que contaron en esa ofensiva procedió del empleo de una retórica de corte revolucionaria para definir el proceso institucional que se vivía tras la muerte de Fernando VII; pero lo que en otros casos europeos hubiera sido 273


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reflejo de obsolescencia discursiva y debilidad estratégica, en el contexto español se convertía en cambio paradójicamente en fortaleza. Ello era así al menos en parte debido a que esta retórica permitía hacerse cargo de toda una abundante herencia interpretativa que, ya durante la propia guerra contra los franceses, había entendido «el memorable 2 de Mayo» como «origen venturoso de nuestra revolución» (Fuentes y Fernández Sebastián, 2002: 629, cita procedente de un periódico de 1811). La prolongación del conflicto con los carlistas permitió a los progresistas identificar esta guerra con uno de esos episodios que amenazaba con detener la revolución, cuando no hacerla descarrilar, hasta incluso eventualmente desembocar en el triunfo de la reacción. Denominarla guerra civil era subrayar ante todo la componente de obstáculo para lo que sólo podía ser entendido como una revolución en marcha, y esto a su vez abría la puerta a la inclusión de la Guerra de la Independencia como el aldabonazo de un proceso revolucionario que trascendía con creces el período 1808-1814, situándose en un continuum con el que se había abierto tras la muerte de Fernando VII. A cambio, ese pasado reciente pasaba a quedar disponible para buscar en él inspiración ante las encrucijadas del presente. Sin duda, lo que separaba a esos progresistas respecto de 1808 era que ellos convivían ahora con una guerra civil en toda regla, algo que en cambio no había llegado a producirse entonces, por mucho que hubiera «algunos espurios hijos de España, que en corto número se pronunciaron contra el general torrente de 1808 a favor del usurpador Napoleón» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1838). De hecho, esa «guerra civil» —así nombrada literalmente en la prensa progresista— anterior a la carlista había que considerarla un fenómeno en buena medida posterior al Dos de Mayo y que sólo habría quedado realmente declarada en 1814, cuando quienes, tras encarnar «un proyecto de división y de discordia» durante la invasión napoleónica, pudieron con el regreso de El Deseado unirse con los «esfuerzos del fanatismo y las clases que vivían de abusos». La cita aclara que cuando los progresistas se referían al grueso de los instigadores de esa guerra civil entablada ya en el pasado reciente no tenían en mente tanto a los afrancesados como a los legitimistas. También permite ver que lo que para ellos resultaba más relevante de 274


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esa «cruda guerra» larvada durante el reinado de Fernando VII no era la violencia que de suyo implicaba sino que su estallido y perduración había impedido «que los pueblos pudiesen apreciar las ventajas del gobierno representativo» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1838). Era el temor a que se repitiera un escenario como ése en la década de 1830 lo que les movía a buscar en el 1808 una fuente de inspiración moral e intelectual, pues lo que según ellos constaba era, en palabras de Antonio García Blanco —diputado progresista y religioso encargado de un sermón en memoria del Dos de Mayo— que los hechos de aquel heroico día destacaban como «un producto de sensatez, de tino político, de pasiones nobles» en medio del más absoluto desgobierno cortesano, clarividencia popular en momentos de crisis «que no puede confundirse con el fanatismo, con la superstición, con la vieja costumbre» encarnada ahora por los carlistas pero igualmente tampoco «con otras causas más comunes por que suelen revolucionarse los hombres» (García Blanco, 1837: 20). Reflexionar sobre el Dos de Mayo resultaba por tanto indispensable no sólo para comprender el ciclo revolucionario en su totalidad y en sus encrucijadas actuales, sino también para definir el ideal de sujeto para los nuevos tiempos liberales. A esos efectos existía ya para entonces un rico acervo de memoria colectiva heredado de la propia guerra de 1808-1814, en el que el pueblo aparecía plenamente habilitado como agente soberano con capacidad de decisión y acción propia (Fuentes, 2002: 586-587), imagen que además había quedado eventualmente fijada en letras de molde en una constitución —la de 1812— fundada en una noción de base social amplia y fuertemente inclusiva, colectiva, participativa y unitaria de nación política (Portillo, 2000). A esas alturas, sin embargo, una mayoría de los progresistas había abandonado la pretensión de poner de nuevo en vigor la Constitución de Cádiz, que otorgaba el derecho al voto a una proporción relativamente amplia de habitantes, aunque sobre la base de un sufragio de tipo indirecto (Varela, 1995). La complicada tarea a la que se enfrentaba el progresismo isabelino no era otra, en fin, que edificar una retórica que permitiera adecuar la soberanía popular a las exigencias del gobierno representativo sin malversar al hacerlo el influyente legado de recursos discursivos procedentes del primer constitucionalismo (Romeo, 2000). 275


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Para los progresistas españoles la interpretación del Dos de Mayo dejó pronto de ser un simple objeto sobre el que volcar un ideario ortodoxo preestablecido, convirtiéndose, sobre todo a través de las efemérides anuales, en ocasión para una reflexión ideológica que favorecía la recepción y readaptación de interpretaciones y tropos de comienzos de siglo de los que muchos progresistas también parcialmente se reclamaban. La continuidad más evidente entre esa cultura cristalizada en 1812 y la de los progresistas isabelinos se plasmaba en la definición de la guerra contra los franceses como una lucha que no era sólo por la independencia nacional. En la estela de afirmaciones como la de la Junta Central en 1809 —para la cual un pueblo «tan magnánimo y generoso no debe ya ser gobernado sino por verdaderas leyes» (Dérozier, 1978: 262)—, la prensa progresista afirmaba que el Dos de Mayo había sido la hazaña de un «pueblo heroico y entusiasta de sus derechos» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1837). Sobre esta base se edificó una interpretación que equiparaba libertad e independencia, presentando como inseparable del levantamiento la consecución de las garantías ciudadanas. En efecto, desde 1808 y a lo largo de toda la guerra, el «pueblo» se había visto obligado «a pensar a un tiempo en sacudir el yugo aborrecido del intruso, y en reformar su existencia política y civil», pues comprendía que, de lo contrario, «reincidiría fácilmente mil veces en los riesgos que a la sazón le rodeaban» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1838). El levantamiento popular madrileño contra los franceses, venía a decirse, no hubiera sido «fecunda semilla de cuyos gérmenes brotó la guerra de independencia» si ese heroico sujeto colectivo no hubiera al mismo tiempo considerado «necesario gobernarse por sí mismo» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1839). La imagen asociada a esta toma de conciencia era la de un pueblo saliendo del «profundo letargo» en el que venía viviendo durante el reinado de Carlos IV y especialmente en sus últimos años, en medio de la corrupción ministerial y el abandono por parte de las autoridades. Es evidente que esta retórica tenía una orientación claramente instrumental en el contexto en el que se emitía. Servía por un lado para remarcar el compromiso de los progresistas con una percepción agonista de la soberanía popular: «que reconozca su inmenso poder» —arengaba su prensa con motivo del Dos de Mayo en 1839, coincidiendo con 276


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señales de una crisis en los gobiernos moderados que culminaría en un movimiento de juntas apoyado por los progresistas— «que vea lo que consiguió con sus propios esfuerzos». Por otro lado, permitía también a los progresistas capitalizar una retórica cívica de importantes réditos no sólo en un escenario de guerra militar contra los enemigos de la constitución sino ante posibles tentaciones autoritarias y reactivas en la propia sociedad política liberal: «¡Lección terrible para los pueblos que todo lo fían al poder de los reyes!», exclamaba otro editorial a la vez que, recordando «con luto y con glorioso júbilo» la hazaña de los héroes madrileños de 1808, instaba a los españoles patriotas a mostrarse dispuestos a emularlos y «sacrificar la vida en aras de la patria antes que ser esclavos» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1838). Los progresistas contaron por otro lado a su favor en esos años con toda otra serie de novedades institucionales que favorecieron la difusión de su interpretación del Dos de Mayo en clave antitiránica y de soberanía popular. Pues fue a lo largo de la guerra carlista cuando se estableció el protocolo y se instituyó el ritual de celebración de las efemérides que se mantendría prácticamente intacto durante el resto del reinado de Isabel II, y en el cual se implicaban el ayuntamiento, el jefe político, sectores del ejército y el gobierno casi en pleno, así como el clero y la milicia nacional. También entonces se terminó de edificar el monumento en su día diseñado para albergar los restos de los mártires y se restituyó para la conmemoración la dimensión de fiesta de ámbito nacional. Los progresistas pudieron hacerse notar en esto, no sólo a través de proclamas y bandos municipales, que solían además editar en su prensa el día anterior para anunciar el evento, sino también incluyendo crónicas al día siguiente con las que trataban de identificarlo con sus ideales, recalcando por ejemplo la masiva presencia de miembros de la milicia nacional, encarnación de un virtuoso ciudadano-soldado (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1838). Todo esto, unido a los avances en la guerra carlista y finalmente a la sustitución de María Cristina por Espartero en la Regencia, hizo que los años 1839 y 1840 asistieran a la primera gran apoteosis conmemorativa del Dos de Mayo, en la que pasado y presente se mostraban unidos por el cordón de la interpretación progresista del Dos de Mayo. El Eco del Comercio, uno de los principales órganos de opinión progresista, dedicó esos dos años extensos suplementos que contenían 277


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inflamados editoriales, poemas, narraciones de los hechos del levantamiento madrileño, semblanzas de los principales héroes Daoíz y Velarde, e incluso ilustraciones del monumento recién terminado con exégesis de su simbología. Al hilo de esta actividad editorial se produjo un sutil pero significativo cambio de énfasis en la interpretación progresista, de manera que, si hasta hacía poco se afirmaba que en 1808 «[e]l grito de independencia bien pronto fue seguido entre nosotros por el grito de libertad» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1837), ahora se trasponía el orden subrayándose el heroísmo de unos antepasados «dispuestos a sacrificarlo todo por la LIBERTAD E INDEPENDENCIA de la patria» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1840). Pese a su éxito divulgativo, el discurso progresista sobre el Dos de Mayo estaba no obstante atravesado por algunas inconsistencias y lógicas internas que, bajo contextos cambiantes, podían favorecer evoluciones inesperadas, algo que sucedió durante los agitados años del Trienio Esparterista, entre 1840 y 1843. Operaban aquéllas a dos niveles diferentes. Por una parte, en el engarce entre la tradición interpretativa heredada y el más nuevo discurso sobre las virtudes del gobierno representativo con censo electoral restringido. El populismo doceañista dejaba poco espacio para todo lo relacionado con el liderazgo en el desmantelamiento del Antiguo Régimen, un asunto que resultaba en cambio completamente crucial para los nuevos requisitos doctrinarios. La legitimidad del proyecto progresista se apoyaba en el ideal de unas «capacidades» ilustradas y virtuosas —normalmente identificadas con clases medias— que pudieran a su vez representar adecuadamente al pueblo, cohesionándolo y movilizándolo para lograr el común objetivo de la libertad y la prosperidad general (Romeo, 1998). Pues bien, era realmente difícil señalar dónde había figurado esa suerte de aristocracia de la «capacidad» en los momentos cruciales de la crisis de 1808; más bien al contrario, lo que la tradición predefinía y el propio espíritu doceañista de muchos progresistas enfatizaba era que en medio de la «disolución e inmoralidad», del abandono y la sujeción política histórica, «un pueblo sin cabeza» se había organizado «de improviso» estableciendo además «su centro democrático de acción y de gobierno» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1838). La insistencia con la que en nombre del ideal de soberanía popular se afirmaba que «el pueblo, y sólo el pueblo, resistió el poder colo278


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sal de Bonaparte» volvía aun más difícil distinguir dentro de esa imagen unitaria e inclusiva del sujeto colectivo protagonista a una minoría rectora en algún sentido significativo. Ello no impedía que los progresistas tendieran a ver al pueblo como un compuesto de oficios y estatus diferentes, pero su nota más característica era la homogeneidad inclusiva en nombre de unos fines cívicos: «todos quieren ser soldados» de la libertad, se concluía en un sermón, impidiendo incluso distinguir protagonismo individual alguno. De hecho, la interpretación progresista del Dos de Mayo era reacia a conceder siquiera a Daoíz y Velarde un puesto excesivamente destacado en la primera resistencia contra los franceses, y así en los editoriales y sermones solía mencionarse a los dos héroes pero habitualmente seguidos de una coletilla que recordaba a «tantos otros que al morir pedían venganza» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1839). El problema derivado de la influencia de esa tradición doceañista que imaginaba al pueblo como un conjunto unido e indiferenciado es que ello terminaba afectando al estatus del progresismo mismo como ideología decisiva en el desenlace de los acontecimientos iniciados en 1808: si el pueblo se había levantado espontáneamente contra la opresión, entonces la función de las ideas revolucionarias o liberales en general y de las progresistas en particular quedaba puesta en entredicho en relación especialmente con el Dos de Mayo, episodio considerado no sólo inicio de la revolución en marcha sino además completamente determinante para el destino a largo plazo de la nación española, verdaderamente digno de gloria y conmemoración y ejemplo para las nuevas generaciones de luchadores por la libertad. En el mejor de los casos, 1808 quedaba separado del resto de la secuencia de acontecimientos que eventualmente habían llevado a la afirmación de la soberanía popular. La primera evolución significativa en la interpretación progresista del Dos de Mayo tuvo que ver con esa insensible deriva doceañista. Con el tiempo, los progresistas dejaron de insistir en la importancia de «la extensión de las doctrinas que había producido la revolución de Francia» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1837) y pasaron a admitir que la invasión napoleónica había tenido lugar «cuando en el ánimo de los españoles ilustrados andaban las teorías revolucionarias mezcladas con los recuerdos de las antiguas libertades castellanas» (Eco 279


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del Comercio, 2 de mayo de 1842). Lo interesante de esa imagen de 1808, menos como establecimiento que como restauración de libertades, es que de la mano de ella los valores cívicos que se atribuían al pueblo comenzaban a ser concebidos de forma ontológica: si ya en 1839 se ensalzaba que el pueblo hubiera sido capaz de actuar «sin otra dirección ni unidad que la formada naturalmente por el valor y por el buen deseo», en 1841 se afirmaba sin ambages que el Dos de Mayo «recuerda la virtud y el amor a la libertad», rasgos considerados «instintivos de los españoles». De ahí a la reivindicación de una capacidad espontánea de autodeterminación colectiva sólo había un paso, que los progresistas fueron adjudicando al Dos de Mayo a medida que se implicaban en la ola de protestas urbanas de fines de la década de 1830: de aquel civismo popular innato de 1808, concluían, «nació acaso sin pensarlo al principio un gobierno democrático y federal de hecho», sólo gracias al cual «se venció al vencedor del mundo», Napoleón, un enemigo infinitamente más poderoso que el carlismo (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1839). Este discurso reivindicativo de las juntas locales a partir de una interpretación de 1808 rendiría sus frutos de cara a la oposición a los gobiernos moderados de fines de la década de 1830; lo que no resulta sencillo es despacharlo como el resultado de un viraje estratégico: no es fácil explicar que justo cuando estaban haciéndose con el poder los progresistas se mostrasen tan dispuestos a sacrificar no sólo la imagen de una elite dirigente —por otro lado indispensable para representar adecuadamente al pueblo según su propio ideario— sino el valor mismo de las ideas en los procesos revolucionarios. Todo indica que estamos ante los efectos de la insensible pero creciente influencia sobre su discurso del mito doceañista de un pueblo heroico y virtuoso. Lo más contradictorio del discurso progresista sobre el Dos de Mayo procedía con todo de la originaria necesidad de imaginar 1808 como el comienzo o el germen de una guerra civil reabierta en la década de 1830. Pues este legado se volvió realmente difícil de desactivar, incluso una vez terminada la guerra carlista, o precisamente una vez sellada la paz. Un factor contextual importante en esta perduración del discurso guerracivilista fue que el final de la contienda militar dio paso a otra guerra, pero ahora a una «de papel», entre posiciones ideológicas dentro y fuera de las filas liberales, y ello afectaba de lleno a la 280


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pugna por la interpretación del Dos de Mayo. Súbitamente, los progresistas, que contaban entonces con mayorías parlamentarias y de gobierno, se encontraron jugando a la defensiva desde su prensa, combatiendo la extensión de «la injuriosa idea sostenida por los serviles, de que en el alzamiento de 1808 no prevaleció más deseo que el de salvar la legitimidad de los Borbones y el instintivo seguimiento de la independencia del país» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1841). La polémica podría parecer a primera vista de escasa relevancia pública, pero en ese mismo editorial los creadores de opinión progresista estaban levantando acta nada menos que de toda otra «guerra sorda y de intriga» más amplia que al parecer había venido desde tiempo atrás acompañando en paralelo a la carlista, y a la que supuestamente los progresistas habían tenido que hacer frente «simultáneamente varias veces» luchando contra «unos y otros contrarios» por ambos lados del espectro ideológico. Pero lo que es más importante, a diferencia de la carlista, es que ésta, en cambio, no había terminado con el Abrazo de Vergara; al contrario, incluso se había exacerbado con la firma de la paz, pues según la opinión progresista ahora eran más los dispuestos a actuar «contra el principio de la soberanía nacional y contra las legítimas consecuencias de este vital principio». A partir de esta novedosa utilización del término guerra civil que ya no identificaba al «otro» fuera, sino en el interior del universo de lealtades e identidades liberales, los progresistas entraron en una vertiginosa espiral de reinterpretaciones del Dos de Mayo en clave nostálgica que se producían además en un contexto de degradación institucional y enrarecimiento de la convivencia política, durante la Regencia de Espartero. «Entonces un solo grito, un solo eco, un pensamiento único ocupaba el corazón» de los españoles, arrancaba un editorial conmemorativo del levantamiento de 1808 publicado en 1844: «hoy se halla dividido en tantas fracciones como son los hombres que no tienen corazón ni afecciones para con su patria» (Eco del comercio, 2 de mayo de 1844). La letanía, como puede observarse, confirma que, aun a la altura de la década de 1840, la idea de guerra civil todavía era bien distinta a la que hemos heredado del siglo XX, resonando en ella los ecos de esa larga tradición que la equiparaba con el desorden y la guerra de todos contra todos, en contraposición al universo semántico del orden, uno de cuyos conceptos referenciales era el de unidad. 281


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El de guerra civil seguía siendo entre los progresistas sin duda el referente motor de esta transformación con todo drástica en la interpretación del Dos de Mayo, que consideraba ahora que el germen del desorden se hallaba en el seno de la sociedad liberal y no entre sus enemigos declarados. Tras ella se asomaba el efecto de la otra evolución importante en su pensamiento: puesto que los problemas de la revolución no podían estar en un pueblo ontológicamente virtuoso, había entonces que buscarlos en su liderazgo, es decir, en la clase política en su conjunto. Así, al igual que ya en 1814 a la nueva España salida de la guerra con una constitución «le faltó gobierno, faltáronles hombres con dignidad que hubiesen sabido aprovechar los elementos que conservaba la nación después de aquella guerra», ahora «gracias a la maldad de los partidos atentos sólo a su interés» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1843) peligraba igualmente la «obra» de la revolución, pues por esta desunión «ni la libertad es una verdad práctica tal cual debiera serlo, ni las verdaderas reformas sociales y políticas se han planteado aún como la prosperidad del país necesita» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1842). Parte de este discurso derivaba sin duda de la propia concepción revolucionaria que los progresistas tenían de las reformas, pues ésta les hacía tender a ver el escenario como un proceso siempre abierto que «[f]alta perfeccionar»; pero la conclusión final de que «[h]oy se halla España en peor situación que en los días que precedieron al DOS DE MAYO» porque «[h]oy sólo hay opresión, desconfianza, descontento entre todos los hombres de los diversos partidos» (Eco del Comercio, 2 de mayo de 1844) remite necesariamente a otras fuentes de significado más concretas activadas conforme los progresistas reaccionaban ante la sensación de un deterioro de la suerte de su partido y por extensión de la revolución liberal en su conjunto. Dichas fuentes bebían de la tradición del doceañismo y su reticencia hacia los partidos en pro de la unidad. Cuando exclamaban con nostalgia que «entonces [en 1808] había unión», los progresistas se manifestaban menos como innovadores intelectuales que como intérpretes de lo que era ya entonces un mito preestablecido sobre el Dos de Mayo; contradictoriamente además, el discurso que producían a partir de él lo estaban sirviendo en bandeja a sus contrincantes los moderados.

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II. LOS MODERADOS Y EL DISCURSO DE UNIDAD EN CLAVE CONFESIONAL

«Señores: ninguna nación es grande sino después de grandes sacrificios: jamás hizo notables progresos la civilización sino en medio o después de guerras desastrosas, de sacudimientos violentos, o sangrientas revoluciones» (García Blanco, 1837: 19). Aunque pronunciada en plena guerra carlista, esta afirmación —en boca de un ministro de la Iglesia— hecha con motivo de una conmemoración de 1808 expresa el grado de extensión de un lenguaje de connotación bélica entre los progresistas isabelinos y muestra hasta qué punto el Dos de Mayo era una de las recurrentes fuentes de inspiración de éste. Diez años después, sin embargo, no sólo brillaban por su ausencia los réditos de esta retórica sino que incluso se perfilaba un diagnóstico de los males del progresismo que sugería con fuerza la posibilidad de que toda esta corriente política hubiera quedado secuestrada por dicho imaginario: «partido formado en la guerra y para la guerra» —afirmaba un órgano de prensa que se presentaba como Periódico progresista constitucional—, el progresismo se topaba de cara al futuro con serios problemas para adaptar su organización y su ideario a la paz, introduciendo «las modificaciones necesarias de los tiempos» pero «sin salir del círculo que [le] trazan sus propias condiciones de existencia» (El Siglo, 5 de diciembre de 1847; énfasis en el original). En el ínterin, los moderados habían sido capaces de capitalizar los problemas de gobierno de las mayorías progresistas del Trienio Esparterista y, tras un violento levantamiento militar seguido de la represión de movimientos juntistas locales, se hicieron con el control de las instituciones. En este mismo proceso, se apropiaron también de la nueva interpretación progresista de la Guerra de la Independencia, algo que pudieron hacer sin demasiados problemas dado que ellos venían desde tiempo atrás centrando sus discursos con motivo de las efemérides de 1808 en el temor y repudio de la desunión entre españoles. En efecto, ya en 1837 en los órganos de prensa de lo que entonces se venía en conocer como «partido constitucional» podían leerse declamaciones como ésta: «¡Ojalá que llegue un día en que aplacadas desgraciadas disensiones suscitadas por el encono de los partidos puedan reunirse 283


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todos los españoles alrededor de la tumba de cuantos han muerto por la nación (...) [!]» (El Español, 2 de mayo de 1837). Llamadas como ésta a la unidad alrededor de símbolos colectivos no pudieron ser sin embargo capitalizadas hasta unos años más tarde, y ello en gran medida porque en la prensa moderada resultaban desde el principio inseparables de una interpretación del Dos de Mayo como un levantamiento «en defensa de la independencia» sin otras connotaciones ideológicas añadidas. Fue necesario, por consiguiente, que la retórica sobre la Guerra de la Independencia relajase la componente cívica y libertaria que los progresistas habían conseguido hasta cierto punto convertir en dominante a partir de un lenguaje de revolución y guerra. Es cierto que, incluso una vez aupados a mayorías parlamentarias duraderas en la década de 1840, los moderados no tenían reparo en reconocer que el Dos de Mayo había sido «el primer destello de la generosa revolución que lanzó a este pueblo grande y magnánimo por la senda de los derechos», pero ello siempre que fuera como mínimo a condición de asumir a renglón seguido que aquellos hechos y otros más recientes «han vuelto a colocarlo en el sendero de una civilización» (El Español, 2 de mayo de 1846). En el mejor de los casos, la revolución podía darse ya por concluida. En realidad, para una mayoría de moderados el concepto mismo de revolución resultaba a esas alturas algo más que incómodo, sobre todo desde el ascenso de los progresistas en la etapa final de la guerra carlista y sus secuelas, exacerbando el resentimiento de los ideólogos moderados con una parte esencial del legado que retrotraía a 1808 el origen de un nuevo orden de cosas. De hecho, la interpretación que fue abriéndose camino entre las posiciones moderadas desde finales de los años treinta imaginaba la época abierta con la Guerra de la Independencia como la etapa final de un proceso de degeneración de larga duración que en realidad tenía orígenes más antiguos y culminaba con la fatídica prolongación del reinado de Fernando VII después de 1823. Dicha degradación —más que meramente institucional, social— se manifestaba en una combinación de levantamientos que desataban conflictos intestinos, reacciones pro absolutistas y nuevas explosiones radicales, de suerte que el balance de largo plazo de esta dialéctica era una alarmante descomposición del cuerpo social y, lo que era casi peor aún, un extremo divorcio entre la energía colectiva 284


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de la nación y las ideas rectoras indispensables para hacer transitar a la sociedad española del Antiguo Régimen al liberalismo (Sánchez León, 2006; Garrorena, 1974). Esto no implicaba de suyo una valoración negativa del Dos de Mayo: al contrario, la constante sería que «aquel memorable día fue el punto de partida de la regeneración de la sociedad española» (El Español, 2 de mayo de 1846), pero el camino hacia ella no sólo había estado plagado de estancamientos y retrocesos sino que, en puridad, los principios que alentaban la degeneración seguían más que activos, manifestándose en los extremos de la guerra carlista y las aventuras federalistas alentadas por los progresistas que amenazaban con disolver el orden social a través de una atomización territorial de la soberanía que a sus ojos se mostraba como lo más parecido al caos absoluto. La relación negativa que los moderados establecían entre el pasado reciente y el presente se debía a que, desde su perspectiva, a la altura de 1808 la vieja nobleza de sangre había ido perdiendo su poder político y social conforme los reyes habían ido permitiendo a las clases medias nutrir los oficios públicos y enriquecerse; pero esto, lejos de ser una buena noticia, desataba todas sus alarmas, pues quería decir que España estaba constituida entonces ya sólo por dos de los tres principios cuya combinación era indispensable para equilibrar el orden social y evitar los extremos de la tiranía y el desorden: una monarquía despótica y ajena a un pueblo, a su vez extenso y llano, el cual, al desatar su acción en el Dos de Mayo, había volcado peligrosamente la base constitucional de la nación hacia la democracia (Sánchez León, 2007). En efecto, «la guerra de la Independencia consumó la confusión de las jerarquías, dando importancia a las clases y a los hombres del pueblo» (Díaz, 1970 [1839], II: 15). Si en los progresistas la definición de una elite dirigente era un importante derivado de su compromiso con el gobierno representativo, los moderados se encontraban ante una necesidad aún mayor de recrear una nueva clase social superior al completo, cuyos miembros, aunque pudieran ser reclutados entre las clases medias «no se olviden de que la clase media es también una aristocracia» de manera que «por amor al pueblo no adulen a la multitud» (Díaz, 1970 [1839], II: 32). Con un diagnóstico tan pesimista y una actitud tan deferente hacia todo lo relacionado con el pueblo, se comprende que los moderados 285


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no estuvieran en condiciones de hacerse fácilmente con el legado de recursos interpretativos heredado del 1808 y sus secuelas. Tampoco es que aspirasen a ello; bien al contrario, sus esfuerzos conscientes iban encaminados a revertir el sentido convencional que se daba al legado del Dos de Mayo en la mitificación doceañista, pues en ello se jugaban el destino de su opción ideológica todavía más que los progresistas, lo cual explica en parte que sus referencias a la Guerra de la Independencia se extendieran más allá de las editoriales de sus órganos de prensa, por las principales obras de sus ideólogos. En el intento de crear un nuevo cuerpo intermedio expresivo de la necesaria desigualdad social y único capaz de frenar la tendencia a la confrontación entre los principios de la monarquía y la democracia —que inspiraría el establecimiento de un Senado por la reforma constitucional de 1845— los moderados consideraban imprescindible desandar parte del camino iniciado en 1808, y especialmente abandonar el imaginario revolucionario que lo acompañaba. Pues erosionado el poder de la nobleza incluso antes de que se iniciase en Francia, en España en puridad «[l]a revolución tuvo poco que hacer» (Díaz, 1970 [1838], II: 76); por su parte, al estar influidos por las doctrinas ilustradas radicales, «[l]os legisladores de 1812 no tenían ni idea del Gobierno representativo» (Díaz, 1970 [1839], II: 23). A la altura de 1833, no sólo la revolución debía darse por concluida, sino que cualquier intento de reactivarla o siquiera continuarla lo único que podía traer consigo era desorden incontenible y degradante. Con el tiempo, los moderados comenzaron a dar al término revolución el significado que en la tradición tenía el de guerra civil, es decir, un desorden extremo, una suerte de anarquía. Y a su vez, conforme los progresistas fueron aumentando su influencia con el apoyo de experiencias juntistas, comenzaron a estigmatizar a éstos con el apelativo de seguidores del «Partido revolucionario», arengando al resto de la «nueva generación política» a movilizarse «contra las ya rancias preocupaciones revolucionarias, contra las teorías trastornadas, contra las exageraciones democráticas, contra la ojeriza antimonárquica y el fanatismo antirreligioso de nuestros decrépitos jacobinos» (Díaz, 1970 [1841], II: 36). En principio, lo único que estaban abiertamente dispuestos a conservar del legado doceañista era el valor de la unidad nacional. 286


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«¡Unión, españoles, unión os pedimos por la memoria veneranda del DOS DE MAYO!», proclamaba la prensa moderada en 1846 en línea con las proclamas progresistas de estos mismos años (El Heraldo, 2 de mayo de 1846); «que la unión prenda será el triunfo y anuncio infalible de la paz y venda del Estado», subrayaba el año anterior otro editorial (El Heraldo, 2 de mayo de 1845). Se diría entonces que a mediados de la década de 1840 se había producido una confluencia entre dos discursos —el de los moderados y el de los progresistas— que compartían la misma retórica. Conviene, sin embargo, adentrarse un poco en lo que los moderados entendían por unidad, o lo que es igual, qué temores trataban de exorcizar con semejante invocación. Sin duda, al igual que los progresistas, los moderados denostaban las divisorias entre las familias de políticos liberales y sus respectivos posicionamientos y seguidores, lo cual les había llevado a proclamar en 1843, en plena crisis de legitimidad de la Regencia de Espartero, que «la nación de 1808 ya no existe, el pueblo del 2 de Mayo ha desaparecido» (El Español, 2 de mayo de 1843). Pero entre las filas moderadas esa retórica de desunión-unidad tenía connotaciones genuinas. La falta de unión de los españoles, si era realmente de temer, se debía a su expresión final en dos fenómenos cuya interrelación afectaba a lo más profundo de la sociedad: según sentenciaba un editorial con motivo de la conmemoración de 1808, «[e]l despotismo y la anarquía son dos aberraciones» que impiden el triunfo «[del] orden, la equidad y la justicia», de ahí el reclamo de «un pueblo fuerte que no consienta que la anarquía esté perpetuamente en lucha contra el orden» (El Heraldo, 2 de mayo de 1846; énfasis en el original). No es difícil rastrear detrás de esa aspiración a un mundo «sin las arbitrariedades del absolutismo ni las violencias de la democracia» el intento de los moderados de presentarse como la postura media virtuosa entre los supuestos extremos del legitimismo recalcitrante y nostálgico y el progresismo aventurero y radical. Según puede apreciarse, al tratar de apropiarse del discurso sobre el Dos de Mayo, los moderados hacían hincapié en dos conceptos —orden y unidad—, pertenecientes ambos al mismo universo semántico y que no por casualidad se contraponían respectivamente a los de revolución y guerra civil. Aunque los dos eran importantes, en su esquema el segundo era entendido como secuela lógica del primero, que es el que remitía direc287


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tamente a sus fuentes ideológicas doctrinarias (Rivera García, 2006). Los moderados se centraron en principio en ese imperativo de orden para edificar una interpretación alternativa sobre la Guerra de la Independencia. Redujeron para empezar drásticamente el sesgo cívicolibertario del progresista, subrayando que en el mejor de los casos en 1808 «la libertad a la que aspiraba [España] era la de los pueblos, no la de las palabras», al tiempo que ampliaron el elenco de virtudes colectivas en juego presentando el Dos de Mayo como una lucha «por la sana independencia, por el Trono, por la nacionalidad» (El Heraldo, 2 de mayo de 1847). Tras estas heroicas y gloriosas razones se hallaban otras no menos relevantes máximas que según un sermón podían resumirse en el deseo colectivo de todos los españoles, expresado ya en 1808, de «[c]onservación y tranquilidad» (Cruz, 1850: 12). El problema de esta interpretación era que cubría tanto por un costado como contribuía a dejar el otro al descubierto. Pues entre tanta agregación de causas justas lo que no quedaba claro era el principio que en última instancia había logrado inflamar al unísono los corazones de los españoles de 1808, motivando su unidad de acción. Era obligado, en fin, cuando menos establecer una cierta prelación entre todos esos principios que sólo juntos parecían garantizar una lectura del Dos de Mayo acorde con el ideario moderado. Aplicado a 1808, el concepto mismo de orden, más que vago, podía resultar ambiguo, como una indirecta reivindicación del Antiguo Régimen; el de libertad era a su vez excesivamente polisémico y daba alas al progresismo. En esta encrucijada, la noción que pasó a ocupar la posición cenital en el discurso moderado sobre 1808 no fue la que por eliminación hubiera sido esperable —independencia nacional en clave románticocultural—, pero tampoco lo fue la apelación al Trono, que hubiera casado bastante bien tanto con interpretaciones tradicionalistas como con principios doctrinarios: en lugar de ello, desde el primer momento los moderados priorizaron la religión como fundamento de la unidad del pueblo español por encima de divisiones y otros valores comunitarios, de manera que si el Dos Mayo dio comienzo a una movilización nacional ello había sido expresión de que «el pueblo se salva cuando mantiene la observancia de su religión, de sus costumbres y de sus leyes» (El Español, 2 de mayo de 1846). 288


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Este empeño en la religión —y, conviene matizar, en una religión inseparable de unas costumbres y leyes— revela por un lado la creciente influencia del pensamiento reactivo católico en la esfera pública del liberalismo español, pero por otro, también, una conexión subterránea con el —en lo demás tan denostado— legado doceañista de la «nación católica» como encarnación de una unidad soberana (Rivera García, 2006). Pero por encima de todo, pone de manifiesto en qué medida los problemas derivados de la necesidad de apuntalar una interpretación en clave ceñidamente doctrinaria sobre el Dos de Mayo dieron alas al desarrollo de una lectura crecientemente confesional de todo el universo semántico del orden en el que los moderados basaban su interpretación de 1808. Este sesgo religioso en la interpretación fomentaba por otro lado que los sermones pasasen a un primer plano dentro del ritual conmemorativo. No es que antes éstos no hubieran sido importantes, pero ahora las misas cobraban mayor protagonismo dentro de la celebración institucional, de modo incluso programático: en esos años se editaron cuidadosamente los sermones, se alargaron y adquirieron la posición que en la década anterior habían tenido las alocuciones a cargo de las autoridades municipales. Esto, qué duda cabe, contribuyó no sólo a asentar con decisión una interpretación de 1808 apoyada en el concepto de unidad, sino de paso a diluir en las efemérides el protagonismo del pueblo como sujeto político colectivo. A cambio permitió su mejor y mayor mitificación como fiesta «nacional», pero puso también en marcha una deriva interpretativa observable con el tiempo. «Religión, Rey, Patria. He aquí el núcleo del valor español; he aquí el móvil de su proverbial heroísmo» (García y Antón, 1854: 24). A la altura de 1854, en la antesala de otra «revolución» que acabó con las mayorías moderadas, el lenguaje confesional había ido configurando una nueva jerarquía conceptual; en realidad, esa supuesta tríada de principios resultaba engañosa. Más que de predominio, hemos de hablar de creciente subsunción de todos los atributos imputados al pueblo madrileño bajo la condición de leal defensor de una religión que además encarnaba en unas costumbres nacionales. Y por cierto con tintes indelebles. Pues un año después, una vez había triunfado la «Vicalvarada» y existían nuevas mayorías de gobierno a escala local y central, el sermón del Dos de Mayo siguió girando en torno de la religión, de 289


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la que se afirmaba que era no sólo «archivo de nuestras venerandas tradiciones», sino nada menos que también «sagrado asilo de los derechos», «acento de la libertad» y, en fin, «eco de la patria» (Ochagavía, 1855: 8-9). Las matrices metapolíticas insertas en dicho lenguaje parecían a esas alturas ser, no ya la mejor, sino casi la única garantía del destino nacional. Se cerraba así un círculo por el cual el lenguaje teológico se convertía en medio indispensable para dar sentido a la Guerra de la Independencia dentro de la secuencia más amplia que conectaba ese pasado reciente cada vez más lejano con el presente, sustituyendo así el embarazoso concepto de revolución: como ya había subrayado la prensa moderada unos años antes, sucesos como el Dos de Mayo «nos atestiguan que la Providencia vela constantemente sobre los destinos de esta nación magnánima» (El Heraldo, 2 de mayo de 1844).

III. LA REVANCHA DEL MITO: EL RESURGIR DEL DOS DE MAYO COMO GUERRA CIVIL

La sublimación en clave religiosa del discurso sobre el Dos de Mayo se convirtió en rasgo común entre las familias liberales en el último período del reinado de Isabel II, favoreciendo su creciente aggiornamiento: así lo expresaba el predicador Ochagavía en 1855, al sermonear aseverando que «no me inclinaré a los principios de una u otra escuela filosófica, porque la Religión está por encima de todas» (Ochagavía, 1855: 6). La consolidación de una retórica que concebía la unidad en clave esencialmente ajena al lenguaje moderno de la política muestra hasta qué punto lo realmente difícil de asumir para el núcleo de las corrientes del liberalismo español era una concepción realmente ciudadana del pueblo (Varela, 2005). La paradoja es que dicho pueblo era por otro lado un protagonista difícil de eludir en cualquier interpretación de la Guerra de la Independencia que aspirase a perdurar dentro de una sociedad civil crecientemente estable, densa y compleja. Pues por mucho que quedara diluido en la nación y su personalidad reducida a los preceptos de la moral religiosa, por el camino el pueblo estaba dejando de ser convidado de piedra en las retóricas conmemorativas de 1808. Ya en la an290


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tesala de la Revolución de 1854, el ministro de la Iglesia encargado del sermón de la misa sobre el Dos de Mayo formulaba a los presentes esta pregunta: «oye pueblo, ¿has cogido el fruto de tantos afanes, de tanta sangre, de tantas victorias» desde la implantación del gobierno representativo? (García y Antón, 1854: 30). La respuesta era negativa. Más significativo es otro sermón predicado con motivo de la efeméride del Dos de Mayo. En él se arremetía de improviso contra unas minorías de agitadores que al parecer sembrando la discordia entre los gobernantes y gobernados logran presentar como dura la condición de los pueblos, disponen los ánimos a la rebelión, y encienden la guerra civil. [Ochagavía, 1855: 16]

La cita muestra que a esas alturas las principales familias del liberalismo entendían toda forma de enfrentamiento entre españoles en una misma clave de desorden injustificado. No obstante, lo que refleja aun con mayor claridad es que al hacerlo estaban permitiendo que el término guerra civil no sólo reentrase en los discursos sobre 1808, sino que además lo hiciera cargado de unas connotaciones ideológicas que no puede decirse que tuviera antes. Ciertamente, en la tradición, para que se produjera una guerra civil debía siempre mediar alguna conspiración, pero ahora se estaba dando un protagonismo inusitado a unas ideas particulares sobre las condiciones sociales de vida —así como a las personas que las instigaban— capaces al parecer de persuadir al pueblo. La referencia no podía ser a ninguna de las fuerzas políticas situadas dentro del consenso institucional establecido, pero menos aún a los nostálgicos del Antiguo Régimen. Lo era a otros grupos políticos con capacidad discursiva pero situados al margen del sistema censitario y críticos con la evolución de los acontecimientos tras la Revolución de 1854: republicanos y demócratas. Los primeros habían nacido ya durante la crisis de legitimidad del Trienio Esparterista, mientras que los segundos procedían de una escisión del progresismo producida tras los sucesos de 1848 en Europa (Peyrou, 2002; Castro Alfín, 1994). Sus programas no eran desde luego idénticos pero con el tiempo sus idearios irían convergiendo conforme el régimen liberal diera muestras de una incapacidad insuperable de extender el sufragio y ampliar los contornos de la sociedad política. 291


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Al igual que la mayoría de las otras corrientes liberales, si en algo estaban en general de acuerdo republicanos y demócratas era en un común diagnóstico según el cual «la principal división de la sociedad, y la raíz de las demás diferencias, se encontraba en el terreno político» (Pérez Ledesma, 1991: 71). La diferencia era que republicanos y demócratas metían en un mismo saco a los distintos partidos concurrentes en el seno del gobierno representativo, a los que consideraban por igual «privilegiados», tanto como al resto de las elites «aristocráticas, nobiliarias, militares, clericales y bursátiles», todas ellas definidas menos por su «posesión del capital» que por su «ocupación del Estado, el control de la administración y el presupuesto» y en suma por un «monopolio de los derechos políticos» que les permitía ir apareciendo como una «clase» distinta al «pueblo» (Pérez Ledesma, 1991: 73-74). Esta retórica resultaba particularmente sensible a la tradición del lenguaje político acuñado durante la Guerra de la Independencia pues, frente a esta minoría de parásitos, el republicanismo español hacía alarde de una auténtica veneración cuasirreligiosa por ese sujeto colectivo virtuoso que para ellos constituía el pueblo. En un escenario en el que los moderados habían ido desdibujando la dimensión popular y política de la nación ante sus grandes encrucijadas históricas, tamaña demolatría permitió a republicanos y demócratas hacerse con facilidad desde mediados de la década de 1850 con una parte importante del legado de 1808 del que se habían apropiado también con éxito los progresistas en la década de 1830 para producir una interpretación que después habían ido abandonando en la de 1840. Recuperaban así una definición de unidad en clave no sólo aconfesional sino de hecho cívica, pero le añadían ahora connotaciones novedosas de carácter social. En efecto, los republicanos y demócratas empleaban el término pueblo de un modo ambiguo, pero también lo hacían siempre en clave social: unas veces englobaban a trabajadores manuales asalariados de la industria y la agricultura junto con pequeños propietarios y comerciantes y maestros de taller, mientras que en otras ocasiones incluían también a intelectuales y profesionales liberales, rentistas y contribuyentes (Castro, 1987: 200-201). Sobre esta base dogmática, estas culturas radicales emergentes en el seno del liberalismo isabelino profundizaron en la elaboración de 292


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imágenes ontológicas del sujeto del Dos de Mayo iniciadas por las otras opciones ideológicas. Siguiendo la estela de las interpretaciones libertaria y religiosa pero con una orientación propia, para sus ideólogos —como Fernando Garrido— esa «democracia dominada por el sentimiento de igualdad» (Garrido, 1865: 110) que era la España del siglo XIX tenía como mínimo «hondas y profundas raíces» (La Discusión, 2-5-1865) que iban mucho más allá de 1808, plasmándose en una secuencia histórica de largo plazo caracterizada por la recurrencia de una lucha entablada entre el derecho divino de los reyes y la soberanía popular (El Siglo, 2 de mayo de 1848), cuando no entre el pueblo que peleaba «por su libertad e independencias» y los tiranos, en plural, que lo hacían «por sostener los frutos de su rapacidad» (La Asociación, 13 de marzo de 1856) **. En esa guerra secular imaginada sobre la base de una escatología del progreso, la fuerza moral estaba teleológicamente abocada a triunfar sobre la fuerza bruta representada por la arbitrariedad y la tiranía del sistema censitario, pero el desenlace había quedado en suspenso con la afirmación del despotismo desde fines de la Edad Media para sólo reabrirse en la Guerra de la Independencia. Ésta sólo podía entenderse en suma como una nueva conflagración de dimensión social recurrente en el tiempo, transmitida históricamente: si los republicanos se sentían dispuestos a apelar a los ciudadanos en tanto que herederos de los héroes del Dos de Mayo era porque para ellos los españoles de 1808 a su vez habían, como heroicos «descendientes de Pelayo, del Cid y de Padilla», recobrado «el sentimiento de su dignidad y su poder» al lanzarse a un combate a muerte que sólo adquiría su pleno sentido si era entendido como la «continuación de la guerra de las Comunidades» (El Eco, 2 de mayo de 1846). La guerra civil reaparecía con rotundidad en el centro de las retóricas sobre el Dos de Mayo, pero ahora entendida como un enfrentamiento social entre privilegiados y fraternos aspirantes a los derechos ciudadanos. Es decir, por primera vez en el sentido que convencionalmente hemos admitido y que se considera hoy habitual en el terreno académico, como una confrontación en el seno de una sociedad divi** Agradezco a Florencia Peyrou la aportación de las referencias tomadas de prensa republicana que aparecen en este texto. 293


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dida en dos bandos ideológicamente irreconciliables y políticamente contrapuestos, pero además dotados de una base social propia más o menos extensa. El auge de toda esta nueva retórica, que iría ganando terreno en la opinión pública a lo largo de la década de 1860, se debía sin duda en parte a la defección de que hizo gala después de 1854 el resto de las fuerzas políticas liberales —a excepción los progresistas— a la hora de tratar de adaptar sus discursos sobre el Dos de Mayo a los cambios en la opinión pública. Los moderados en especial abandonaron crecientemente el campo a los republicanos y demócratas, quienes durante el Sexenio Revolucionario lograron para su interpretación un reconocimiento cuasiinstitucional. Así, cuando Gabriel Feito y Martín, en su folleto Doctrina republicana para las clases trabajadoras publicado en 1869, arengaba a los madrileños equiparándolos con un «pueblo del dos de mayo» a la vez actual e intemporal, lo hacía atribuyéndoles la condición de herederos de ese otro que en 1808 llenó también su «pecho del fuego sacro de libertad e independencia», en un giro que recuperaba la jerarquía valorativa propia de los progresistas sin menoscabo de connotaciones doceañistas e incluso —aunque con otro signo— de los moderados. Pero lo realmente importante para el objetivo de estas páginas es que al mismo tiempo sentenciaba que «[h]oy es la segunda etapa de aquella jornada» (De la Fuente y Serrano García, 2005: 348; énfasis en el original). Fue seguramente durante el Sexenio cuando una retórica guerracivilista sobre el Dos de Mayo pasó a quedar más naturalizada en la cultura política, pero ello mismo unió su suerte de un modo inextricable, de manera que en conjunto toda esta manera de interpretar 1808 quedó completamente relegada a partir de la Restauración, tras el fracaso de la «revolución» del 68 (Demange, 2004). Aun así, cuando más de medio siglo después, en la guerra de 1936, los republicanos españoles vuelvan a fijarse en la Guerra de la Independencia para establecer paralelismos, hacer propaganda y de paso adquirir perspectiva histórica sobre la dramática encrucijada que vivían, lo harán extendiendo este mismo imaginario, el cual les llevaría a ver la guerra abierta tras el golpe fallido de Franco como una continuación o reactivación de aquella otra lejana guerra de 1808, contribuyendo al hacerlo a fijar sus rasgos como esa guerra civil en el sentido que después 294


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hemos heredado (Babiano Mora, 1992; Núñez Seixas, 2006: 40-62). La diferencia sustancial, por la que nos cuesta hoy imaginar 1808 como guerra civil, es que republicanos y franquistas entendían por igual que uno de los bandos en ambas guerras era necesariamente extranjero. El concepto de guerra civil tiene una historia singular dentro de la cultura española. Fue en las primeras décadas de andadura del orden liberal cuando éste y otros conceptos relacionados con el campo semántico del desorden y el orden —como el de unidad como sinónimo de orden— asumieron nuevos significados que han perdurado a lo largo de la modernidad. De lo que aquí se ha tratado es de ofrecer una perspectiva sobre la influencia en particular de los discursos sobre el Dos de Mayo en este proceso. Algo crucial que conviene subrayar como primera conclusión es que la transformación del significado del término guerra civil en la cultura política liberal española, desde el sentido heredado de la Edad Moderna como forma extrema de anarquía y desorden al significado hoy convencional, no se produjo durante la guerra carlista, que ofrecía una experiencia aparentemente propicia para ello, sino una vez terminada ésta, en una etapa en la que no puede decirse que existieran conflictos abiertos entre españoles de especial significación que sirvieran de trasfondo para la reflexión. Ello es muestra de que las ideas no se transforman como reflejo, efecto ni consecuencia directa de acontecimientos que supuestamente muestran la «realidad» histórica, sino que están gobernados por otros factores, como son los límites de las tradiciones semánticas heredadas a la hora de dar cuenta de determinados fenómenos emergentes. En el caso de la guerra civil en la cultura liberal española, los problemas derivados del divorcio entre derechos civiles y políticos favorecieron la emergencia de un lenguaje de confrontación clasista que fue resquebrajando progresivamente el imaginario populista heredado del primer liberalismo (Pérez Ledesma, 1997). La conclusión principal de este texto es que la evolución del concepto de guerra civil hasta perfilar su significado hoy convencional dependió esencialmente del desenlace en la pugna por la valoración moral de otros conceptos, especialmente el de revolución. Conviene de paso insistir también en que a través de este imaginario histórico de 295


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guerra civil en el caso de España se estaba actualizando y reinterpretando el legado doceañista, que muestra así haber constituido una corriente subterránea duradera en esa cultura liberal española. Ello permite otra conclusión añadida, y es que, por mucho que una inmensa cantidad de ellos careciera de derechos políticos, los ciudadanos contaban no obstante entonces ya con recursos interpretativos que, a partir de conceptos referenciales establecidos o en proceso de cambio semántico —entre los que figuraban entre otros muchos unidad y guerra civil—, les permitían como mínimo dar significado al mundo en que vivían (Moscoso, 1992; Cabrera, 2002). La retórica sobre el Dos de Mayo constituyó en este sentido un vehículo de socialización de este tipo de recursos entre unos ciudadanos con capacidad de opinión, a partir de los cuales pudieron producirse otros discursos que contribuyeron a perfilar identidades críticas con el orden institucional establecido y eventualmente a modificar las relaciones de fuerza entre ellas. Por último, es obligado subrayar una vez más el hecho de que finalmente el discurso del Dos de Mayo como inicio de una guerra civil no ha logrado traspasar la barrera impuesta por la cultura política franquista y reaparecer en tiempo de democracia. Pero en este caso para señalar los límites del empleo instrumental de los discursos y en especial de los que aspiran a quedar fijados como mitos convencionalmente admitidos: no siempre los discursos mitificadores del pasado histórico terminan con el tiempo instituidos; pero además el hecho de que se instituyan no garantiza que sean interpretados por públicos amplios de una misma y única manera. Conviene recordar esto ahora que, coincidiendo con su segundo centenario, se vuelve a producir una impúdica apropiación por parte de las instituciones de la efeméride del Dos de Mayo y una divulgación de mitos que proyectan sobre los ciudadanos del presente arquetipos morales como mínimo discutibles. Por suerte, sin embargo, los ciudadanos del siglo XXI contamos también con recursos interpretativos para resistir y cuestionar esas retóricas; incluso eventualmente para producir interpretaciones alternativas. ¿O no?

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El historiador Georges Didi-Huberman nos advirtió de la condición anacrónica de las imágenes. Son muchos los problemas que se le plantean a la historia del cine en relación con «el tiempo». Por ello, DidiHuberman nos invitaba a resolverlos, epistemológicamente, a través del concepto de anacronismo. Esto es, la imagen como portadora de memoria, en tanto que la relación entre tiempo e imagen supone un montaje de tiempos heterogéneos y discontinuos que sin embargo se conectan. Enfrentarnos hoy a las imágenes propuestas por el franquismo de la «Guerra de 1808» supone hacerse cargo de un programa iconográfico que aunque se nos antoje ajeno, y posiblemente olvidado, nos obliga, en una suerte de «Nuevo Historicismo» a plantearnos una «poética cultural» que estudie las negociaciones, transacciones y cambios sociales y culturales que hay en la obra cinematográfica —el intercambio dinámico de un momento histórico específico—. Por ello, habrá que centrarse en las «marcas textuales» (las distintas creencias colectivas, las prácticas sociales y los discursos culturales que dan forma a una obra específica) de la cultura en la que la obra es creada. La endogamia cultural y la represión política franquistas trajeron consigo una constante exaltación autárquica nacionalista. En el cine franquista de primera hora, encargado como sistema de propaganda para buscar coartada justificativa de los orígenes del «Nuevo Estado», se comenzó a hacer uso prolijo de un discurso histórico opuesto a los modelos políticos democráticos. Es entonces cuando se comenzaron a 1 Agradezco la atención prestada por Carlos García Simón durante la realización de este artículo. * Crítico de cine.

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exhumar algunas de las figuras y hechos históricos más susceptibles de ser manipulados en favor de la creación de un pasado histórico coherente con el discurso del nuevo régimen caudillista. En consecuencia, empezó a forjarse una suerte de sistema de representación bajo el emblema de la productora valenciana CIFESA (Compañía Industrial Film Español S.A.). Durante aquel período se asistió al florecimiento del género «histórico». CIFESA fue, si nos ceñimos al primer franquismo, la productora de las cuatro películas más significativas del género: Locura de amor (1948, acerca de Juana la Loca), Agustina de Aragón (1950), Leona de Castilla (1951, en torno a la revuelta comunera) y Alba de América (1951, peculiar biopic de Cristóbal Colón); las cuatro dirigidas por Juan de Orduña. En el presente texto haremos hincapié en la tercera de ellas, Agustina de Aragón, raro ejemplo de masculinización (una mujer-guerrera como protagonista) y alegoría de «España»: un personaje en el que se deposita la expresión concentrada de los «valores eternos» (idealismo, abnegación, fidelidad, sacrificio, entrega e, incluso, castidad) sobre los que descansa la representación simbólica de la patria franquista. 1950: las producciones cinematográficas españolas, y en particular aquellas procedentes de CIFESA, se caracterizaron por un nacionalismo y una pomposidad de cartón-piedra que pronto se desveló anacrónico en relación con el viento que soplaba, dada la reorientación internacional de la dictadura 2. Apareció, entonces, un ambicioso ciclo historicista que se desplegó en abierta contradicción con el devenir político del momento y tratando de dar un fundamento al orgullo au2

El largo período comprendido entre los años 1945 y 1951 es conocido como «la etapa de la autarquía». Diremos que la autarquía —y el intervencionismo estatal que la legitimó— marcaron la pauta de una política de desarrollo del capital financiero mediante la concentración del sector bancario convertido en la principal fuente financiadora del proceso de industrialización gracias al sistema de créditos y avales y ante la dificultad —que no el cierre total— para la entrada de capitales extranjeros. Cfr. Font (1976: 75). Con el desvanecimiento falangista se desarrolló el auge de la Iglesia más integrista (gabinete de 1945) que dio primacía al aparato ideológico-religioso mediante el cual se justificó el sentido nacional-católico y el carácter de Cruzada que revistió el Alzamiento Nacional (componente religioso de signo nacionalista determinando una práctica de clase pretendidamente unitaria que se manifestó nítidamente en el cine de los géneros autárquicos y que, a la postre, se adecuó perfectamente con los intereses más retardatarios de la oligarquía terrateniente). Cfr. Font (1976: 79). 380


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tárquico y despechado de un régimen, aislado frente a las democracias emergentes tras el desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Para Heredero (1993: 171) nos encontraríamos ante una alegoría intemporal del «Imperio Español» perdido y, al tiempo, con una mitología utilitaria justificadora del aislamiento. De ahí, la retórica plástica y escenográfica de su configuración visual, el acartonamiento dramático de sus imágenes —consonante con el anquilosamiento ideológico que lo alimentó—, el aliento xenófobo de sus propuestas narrativas y el anclaje decimonónico de sus matrices pictóricas y esteticistas. En definitiva, una exaltación nacionalista constante que fluyó por todas las películas de esta tendencia bajo el subrayado de unas ficciones que se convirtieron en metáfora de su apoteosis. No obstante, las películas en cuestión continuaban una tendencia que durante la primera mitad del decenio se había generalizado en la Italia fascista, la Alemania nazi y el régimen de Vichy —incluso en Inglaterra: Caesar and Cleopatra (Gabriel Pascal, 1944) o Henry V (Laurence Olivier, 1944)— donde abundaron los títulos que se proyectaban hacia la historia, bien con la intención de propiciar simbólicas relecturas interesadas o de dignificar el celuloide a partir de la literatura académica. Cfr. Castro de Paz (2002: 137-138). El exasperado nacionalismo que fuera inoculado durante la etapa autárquica actuó como coartada para el llamado «cine histórico-nacional» (según la acepción de sus promotores) o «cine de barbas» o «fazaña» (si atendemos a la expresión popular de la época). La identidad «histórico-nacional» de Cataluña, Euskadi o Galicia, así como sus manifestaciones culturales y estéticas, dejaron de existir por decreto en el ámbito nacional, es decir, que la exaltación imperialista comenzaba y finalizaba en las gestas castellanas preñadas de santos, reyes, conquistadores y héroes de un glorioso pasado, defensores de los valores raciales y la pura esencia de la España eterna. Si la Cruzada —y el cine patriótico que la exaltara— pudo dar pie al considerando de una España dividida, la historia pasada excluía todo tipo de divisiones, toda diferencia de fuerzas en litigio; no en vano la «Historia Castellana» estaba escrita a partir de una encarnizada lucha entre una unidad perenne —España— y la fuerza enemiga, fuera ésta o no unitaria (Font, 1976: 80-81). En definitiva: se buscó la conjunción entre el sentir espiritual de las hazañas y la unidad nacional como reflejo corolario 381


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de una homogeneidad, que el régimen necesitaba presentar como justificación ante el aislamiento internacional —pudiendo presentarlo entonces oficialmente como actos de hostilidad al pueblo español—. Todo ello manifestaba con suma nitidez los intereses ideológicos de una aristocracia agraria que se apoyó en el nacionalismo y en el patrimonio espiritual para reivindicar la lucha del pueblo llano contra el desarrollo capitalista, intereses maniqueos y feudales típicos del militarismo nacionalista. El debate acerca de un cine de tales características viene de lejos, así Castro de Paz (2002: 138-139) nos recuerda el siguiente editorial —publicado en la revista de cine, tutelada por Falange y tan popular como la revista Fotogramas, en aquel momento—, titulado «Necesidad de un cine histórico español», Primer Plano, núm. 95 (9 de agosto de 1942: s. p.): «La altura y la responsabilidad del cine histórico es tal que con ningún otro género puede compararse (...). La importancia del género histórico en la pantalla alcanza, pues, a la formación misma del espíritu nacional (...). Ningún momento como éste —en que la exaltación de las esencias nacionales es deber primordial e ineludible de todo español— para que productores y realizadores sientan como imperativo indeclinable la obligación de enseñar, dentro y fuera de nuestras fronteras, cuál fue la trayectoria magníficamente gloriosa de España a través de los siglos» 3. En 1943 escribía, por su parte, Javier Olondriz: «hay que producir, sin duda, películas históricas, sobre el fondo de nuestras gestas más representativas, de nuestros héroes, sabios, artistas y santos más auténticos, para dar a conocer al mundo nuestra verdad histórica. No todas nuestras películas deberán ser obras de tesis; pero en las que se realicen de este género habrá que exponer y justificar las tesis fundamentales y externas del pensamiento español, para divulgarlo y hacer que sobre él no quepan mixtificaciones» («Cinematografía con misión hispánica», Primer Plano, núm. 143, 11 de julio de 1943, cit. en Castro de Paz, 2002: 138-139). 3 Pueden consultarse, además, otros artículos tan significativos como Francisco Casares, «El cinema al servicio de la historia», Radiocinema, 70 (3 de noviembre de 1942); José Sainz y Díaz, «Hacia un cinema nacional. La misión de la pantalla: distraer y educar», Radiocinema, 50 (15 de abril de 1940) o Joaquín Romero Marchent, «Cinema Nacional LIII. El cinema espejo de la cara de los pueblos», Radiocinema, 55 (30 de agosto de 1940).

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El esquema era idéntico para todas las películas históricas (exceptuando algún caso, como es el de Alba de América). El punto de partida era siempre agónico, España se debatía entre la muerte y la supervivencia. En este tipo de películas se tejían siempre dos tramas, una de amor y otra política. Según la película, una primaba sobre la otra. Este esquema solía teñirse de los códigos característicos de algún género cinematográfico: el melodrama, la película de aventuras, el musical... De hecho, el cine histórico se manifestó en estrecha promiscuidad con una multiplicidad de géneros y cauces narrativos; esencialmente, el melodrama, la película de aventuras, el espectáculo musical y las biografías. Del primero extrajo la base emocional sobre la que pivotaron las frecuentes historias amorosas que lo salpicaban. La segunda ofrecía un cauce idóneo para el desarrollo de la acción individualista y para la expresión nostálgica del pasado. El tercero utilizaba a las estrellas de la canción popular española como una llave que facilitaba la penetración ideológica del producto y, finalmente, las biografías reforzaban la propuesta ejemplarizante a través de figuras públicas susceptibles de ser asimiladas por el franquismo como modélicas. No deja de ser curiosa, en este campo, la proliferación de heroínas: Juana la Loca, María Pacheco, Agustina de Aragón, Catalina de Inglaterra, Lola la Piconera, Rosa de Lima, Teresa de Jesús y, en la década anterior, Inés de Castro, Isabel la Católica, Eugenia de Montijo..., mujeres fuertes en las que se depositaba la expresión concentrada de los «valores eternos» (idealismo, maternidad, abnegación, fidelidad, sacrificio, entrega e, incluso, castidad, en algunos casos) sobre los que descansaba la representación simbólica de la patria. Huelga decir que esta tipología misógina excluía, salvo excepciones, casi cualquier tipo de excelencia intelectual: una faceta reservada para los personajes masculinos que eventualmente las acompañaban. Cfr. Heredero (1993: 172-173). El referente visual no solía ser la iconografía correspondiente al período en el cual se desarrollaba la acción sino anacrónica: la acuñada por la pintura histórica del siglo XIX. Los referentes iconográficos y narrativos del ciclo se alimentaron de la literatura del siglo XIX (Palacio Valdés, Alarcón, Coloma), del teatro burgués de la segunda mitad de dicho siglo (Echegaray, Tamayo y Baus, Marquina) y de sus epígonos franquistas (Pemán, Luca de Tena, Benavente), así como de la pintura romántica de Rosales, Gisbert o Padilla. Estas señas de identi383


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dad se manifestaron en el diseño de una arquitectura escenográfica capaz de traducir y amparar la ampulosidad dramática y triunfalista de sus propuestas. Así como en la tendencia a rodar los exteriores con los criterios de iluminación de los interiores y, ambos a su vez, bajo una pátina global de excesos compositivos y manieristas. Cfr. Heredero (1993: 172-173). Por otra parte, desde el Teatro Español y el María Guerrero, Cayetano Luca de Tena y Luis Escobar, respectivamente, habían impulsado ese modelo tradicionalista que entroncaba con la recuperación del «modernismo castizo» —a lo Eduardo Marquina— y el drama barroco calderoniano. Incluso en lo musical se produjo tal «modernismo castizo», así la música del llamado Maestro Quintero, autor, por cierto, de la partitura original de Agustina de Aragón. Éste parece ser el Zeitgeist del momento. Desde el punto de vista ideológico podemos distinguir los siguientes aspectos característicos: se trataba de películas que mantenían con el público una relación autoritaria y admonitoria. Todas ellas empezaban con una voz en off que precisaba el tipo de lección que se iba a impartir. En el orden de las excusas, también todas ellas decían ser poco fieles a la realidad de los hechos. En palabras de Juan de Orduña: «yo siempre he creído que las películas históricas para que sean verdaderamente soportables deben tener un 30% de rigor histórico y el 70% de apuntalamiento en la fantasía». En todas ellas se exaltaba lo español por encima de lo foráneo, lo extranjero. La idea de España podía venir expresada, no era raro, por una sinécdoque: Castilla, Aragón, Andalucía, etc. La política siempre se presentaba como una actividad innoble, cosa de intrigantes. También era habitual que al frente de cada situación comprometida se situara a un militar para recordarnos que hay otros modos diferentes a la intriga, la maledicencia y la corrupción para hacer avanzar el mundo. Los dos momentos históricos preferidos fueron la España de los Austrias (Locura de amor, La leona de Castilla, Alba de América...) y la España de la resistencia contra Napoleón (Agustina de Aragón, Lola la Piconera...). En ellos se recogían dos nódulos de intensidad imprescindibles para el apuntalamiento del discurso franquista: uno, el de una España imperial forjada según el modelo de unidad acuñado por los Reyes Católicos, y otro, el de la resistencia frente al extranjero como principal tarea patriótica. Cfr. Fanés (1982: 179-180). 384


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El motor de la historia (story) era el héroe individual, exaltado, siempre católico, y patriota. La colectividad quedaba postergada al papel de coro y caja de resonancia, composición ésta que ejercía de metáfora justificativa de la teoría del caudillaje entendida como reafirmación del principio unitario de la patria y como oposición integrista a los modelos democráticos mediante la condena de la actividad política y el realce de las bondades encarnadas en la alternativa militar. Por lo demás, tal concepción individualista de la historia generaba, en paralelo, un desarrollo de los conflictos bélicos o políticos en términos de meros enfrentamientos personales evacuando todo componente ideológico, económico o de clase; una idealización que estaba en el origen del planteamiento abstracto y casi litúrgico de las ficciones. La dinámica histórica se sustituía, de hecho, por una quimérica confrontación de los héroes patrióticos contra las fuerzas del mal en defensa de ideas que también tendían hacia la abstracción: la patria, la religión, la bandera, etc. Cfr. Heredero (1993: 172). En resumen: predominio de lo territorial sobre lo político, lo económico y lo sociológico, confianza en las grandes biografías de personajes ilustres, propensión hacia la exaltación del héroe-caudillo como motor de la historia y sujeto de relaciones paternalistas con el común de la población, maniqueísmo tanto en la consideración del «otro» (asumido bien como enemigo interior bien exterior), voluntad erudita de acumular acontecimientos concretos y «decisivos», carencia de cualquier hipótesis interpretativa o crítica frente a una voluntad sacralizante de hacer predominar lo mítico sobre lo histórico, concepción teleológica de lo nacional como misión antepuesta a cualquier diferencia regional y, finalmente, selección interesada de determinados segmentos cronológicos entendidos como gloriosos en función del valor anticipador y legitimador del presente. Cfr. Monterde (1995: 235-236). En todo el proceso de acelerada redefinición ideológica, el cine representó la baza de convertirse en uno de los vehículos de transmisión por excelencia; mecanismo de representación y legitimación que, dado su peso como forma de entretenimiento dominante en el período —dominio compartido con la radio—. Esto es, se reafirmaba la lectura de la historia de España elaborada por Menéndez Pelayo, pero con la interpretación de Donoso, según la cual los momentos de grandeza del país coincidían con los del «catolicismo patrio», esto es, los concilios tole385


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danos y la unidad nacional, la Reconquista, Isabel la Católica, la conquista de América, Felipe II, la Guerra de la Independencia «y esta otra guerra contra el bolchevismo». Cfr. Di Febo (2002: 154).

II. ESTUDIO DE CASO: AGUSTINA DE ARAGÓN (JUAN DE ORDUÑA, 1950)

El 29 de abril de 1938, una orden del gobierno nacional de Burgos hizo del Dos de Mayo «un día festivo a efectos oficiales». El franquismo rescató la vieja fiesta nacional de la España liberal integrándola en el copioso calendario de las nuevas fiestas nacionales que solían celebrarse bajo la tutela de la Falange y según unas normas que se impusieron a todos. Pese a la aparente paradoja —cómo la mayor fiesta de la España liberal pudo ser recuperada por el régimen franquista— éste supo desde el principio apoyarse en la conmemoración para legitimarse por la historia. El argumento era sencillo: las guerras que empezaron el 2 de mayo de 1808 y el 18 de julio de 1936 eran dos guerras de independencia. Así se cultivó con obstinación el paralelismo, sobre todo durante los primeros años. Los héroes y mártires de 1808 y los caídos de la Cruzada de 1936 luchaban por la unidad y la independencia de España, dos valores fundamentales inscritos en los conceptos de raza y nacionalidad españolas. Cfr. Demange (2004: 272-273). Agustina de Aragón, epopeya de la señorita barcelonesa Agustina Saragossa i Domènech 4, es narrada como la evocación de un recuer4 Leemos en Fraser (2006: 259-261): catalana por parte de madre, «tenía unos 22 años de edad, una hermosa mujer, de la clase baja del pueblo», así la describió un observador inglés de clase alta que la conoció en Zaragoza. Otro testigo ofreció una imagen más halagadora: «su apariencia es dulce y femenina; su sonrisa encantadora y su rostro en general lo último que hubiera imaginado en una mujer que había conducido a las tropas a través de sangre y matanza y apuntado el cañón al enemigo». Aunque fue, y es, comúnmente conocida como Agustina de Aragón, sus apellidos eran Zaragoza Doménech. Como recompensa por su acción fue nombrada teniente de artillería, y llevaba enaguas y una casaca militar amplia, con una charretera dorada. En una breve visita a Andalucía al año siguiente, donde Agustina estaba sirviendo, Byron, que nunca afirmó haberla conocido, hizo de ella, en su Childe Harold’s Pilgrimage, una de sus heroínas románticas.

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do. Antes de los créditos, Agustina —en escorzo, junto a un cañón y con la mecha prendida—, grita estentóreamente: «Nunca venceréis, nunca entraréis en Zaragoza». Un adverbio de tiempo y un verbo enmarcan el relato, quizá, incluso por metonimia al mismo régimen (nunca, vencer). Tras los créditos se lee la siguiente cartela: «Esta película que no pretende ser un exacto y detallado proceso histórico de la gesta inmortal, glosa ferviente y exaltada del temple y el valor de sus hijos, de héroes y heroínas reunida en la impar figura de Agustina de Aragón, símbolo del valor de la raza y del espíritu insobornable de independencia de todos los españoles». La construcción narrativa se apoyó, con frecuencia, sobre el mecanismo de contar en presente —y desde una voz en off admonitoria— anécdotas y acontecimientos cuyo desenlace «se encontraba en los libros de historia», lo que tendía a reforzar el papel del espectador como observador privilegiado de unos hechos cuya resolución ya conocía (?). Este recurso se complementaba con la anticipación icónica del desenlace o de la encrucijada decisiva, ya contenidos o insinuados en las primeras imágenes de cada ficción: procedimiento que reducía al mínimo la función del suspense o de la intriga para concentrar el interés de la representación en la intensidad con la que se pretendía hacer vivir al espectador el desarrollo de la narración. Esa intensidad se derivaba o se hacía recaer sobre la identificación de los espectadores, al mismo tiempo, con el narrador del relato (poseedor de un punto de vista omnisciente) y con el héroe patriótico portador del ideario didáctico. Cfr. Heredero (1993: 173). A continuación, sobre un plano de la basílica de Nuestra Señora del Pilar, leemos: Templo Nacional y Santuario de la Raza. Conviene recordar la dedicatoria de Francisco Franco en su libro Raza —o por mejor decir, Jaime de Andrade, Raza. Anecdotario para un guión de una película, Madrid, Numancia, 1942— que dio lugar a la película de igual título (José Luis Saénz de Heredia, 1942): «A las juventudes de España, que con su sangre abrieron el camino a nuestro resurgir. Vais a vivir escenas de una generación; episodios inéditos de la Cruzada española, presididos por la nobleza y espiritualidad características de nuestra raza. Una familia hidalga es el centro de esta obra, imagen fiel de las familias españolas que han resistido los más duros embates del materialismo. Sacrificios sublimes, hechos heroicos, rasgos de generosidad y actos de elevada nobleza desfilarán ante vuestros ojos. Nada artifi387


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cioso encontraréis. Cada episodio arrancará de vuestros labios varios nombres... ¡Muchos!... Que así es España y así es la raza». Cfr. Reig Tapia (2003: 107-108). El relato se inicia con el homenaje que el rey Fernando VII rinde años después (los signos, luto y canas, informan de ello) a Agustina en el Palacio Real. La protagonista se encuentra allí con un antiguo mando del ejército que la recibe calurosamente, Agustina le interpela como General, el militar responde: «No, Coronel. Imaginemos que no ha pasado el tiempo». Ergo otro mecanismo narrativo: la ficción de un tiempo detenido. A continuación, Agustina se acerca melancólicamente (y un travelling acompaña su paseo por la sala) hacia el pendón con la imagen de la Virgen del Pilar, la bandera, la misma, que, avanzada la película, sabremos «guió la defensa de Zaragoza»: guerra de imágenes, guerra de símbolos. Como recuerda Di Febo (2002: 135), el régimen —recuperando costumbres del catolicismo integrista-carlista— confirió a los santos y a las vírgenes honores y grados militares, premiándolos por su apoyo a la Cruzada e incorporándolos virtualmente a las jerarquías del ejército. A partir del decreto-ley que estableció la creación del «Nuevo Estado», éstos se convirtieron en un instrumento para ratificar un poder absoluto que borra el confín entre lo humano y lo sobrehumano. Siguiente secuencia: desde un primer plano de Agustina se produce un fundido encadenado sobre un Napoleón en el momento en que decide, rodeado de sus consejeros, invadir España. Tras esta secuencia, le sigue otra de montaje donde se encadenan distintos «episodios nacionales» de la guerra de 1808: Dos de Mayo, Tres de Mayo (recreación del cuadro los Fusilamientos de Goya), Móstoles, el Bruch, Valencia y Barcelona. Se trata de la reafirmación del principio de la unidad de la patria, recuerda Torreiro (1999: 60-61), identificada como una «unidad de destino en lo universal», construida por encima, o directamente sofocando, las diferencias regionales o nacionales, cimentando en su lugar los más manidos lugares comunes sobre el supuesto carácter de cada pueblo de España, convertido en mero soporte folclórico de la acción: recuérdese, en la secuencia referida el grito de «¡visca Fernando VII!», o al esforzado catalán que sólo habla su lengua para dar loas a la Virgen de Montserrat. Otro apunte más sobre esa secuencia memento. Como ha indicado Selva (1999: 185-186), en lo que refiere a la representación (heroi388


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ca) de la mujer, el valor de sus aportaciones no siempre era reconocido, sólo lo era episódicamente, según conveniencia. Cuando sí lo era, ese valor significante no partía de una estimación real de una posible cultura femenina, sino que sólo era tenida en cuenta desde los lugares que la sociedad patriarcal consideraba productivos a sus intereses. Y de ahí la necesaria y por otra parte fácil transformación de lo femenino patriarcal en varonil. La misma Agustina vive con emoción el reconocimiento a su defensa de Zaragoza desde su posición de civil, alejada de lo político y de cualquier función de intervención pública, esto es, desde una posición perfectamente asumible, por fin, como pictograma de la historia. En la publicidad de la película se decía: «símbolo de la heroica mujer española», esto es, heroína fílmica que, obvio decirlo, representa los intereses de la realeza, la nobleza feudal y la aristocracia para edificar ilusoriamente un mayor consenso entre las mujeres españolas de clase baja que debían acudir al cine como refugio subliminal a su depauperada supervivencia económica. Cfr. Font (1976: 84). Agustina sale de Barcelona para ir a Zaragoza, donde la espera su prometido, Luis Montana. Al salir de la ciudad un desconocido le entrega unos documentos para que Agustina los haga llegar a manos de unos guerrilleros comandados por Juan. Éste, que salva a Agustina de ser violada por un francés, produce una fuerte impresión a la muchacha, que por todos estos hechos se ha convertido en una ferviente patriota. Ya en Zaragoza, Agustina descubre que su prometido está de parte de los franceses (¡sobre el escritorio de su casa se observa un volumen de Voltaire!). Por esta razón el proyecto de matrimonio queda en eso, en proyecto. Agustina se suma —reencontrando a Juan— a los quehaceres de resistencia de la ciudad. A partir de ese momento, la acción (que ha pasado de film de aventuras a film bélico) se ve fustigada por una serie de momentos límite, resueltos por sendas arengas de Agustina que, simultáneamente, reafirman su carácter patriótico, hacen que la narración progrese. Obsérvese que Palafox y en alguna medida Agustina son presentados como providenciales —fruto de un anacrónico universo míticoreligioso originado por la «guerra-cruzada» que generaba la macrorrepresentación del nacionalcatolicismo, fundado en la asimilación de la identidad nacional con el catolicismo conservador y tradicional—, 389


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encargados de una misión palingenésica con connotaciones salvíficas y patrióticas. Los resultados bélicos son consecuencia de una protección milagrosa tanto más poderosa cuanto más difícil se hace la conquista de territorios y ciudades. Di Febo (2002: 133-134) ha estudiado cómo la especificidad de la construcción del carisma del Caudillo, a diferencia de otros dictadores, se inscribía en el nacionalcatolicismo en cuanto ideología que estructuraba el estado confesional y que permitía la utilización de aparatos devocionales y sacrales con una función legitimadora del poder. Al mismo tiempo ofrecía al dictador la posibilidad de exaltarse en una clave mítico-religiosa hasta extremos de pretensión de omnipotencia. Volviendo una vez más a la estructura, en primer lugar, se observa que el acontecimiento central que vertebra la película siempre es generado por fuerzas o presiones enemigas, supone un peligro para la patria. En segundo lugar, este peligro se construye en clave de pérdida de los valores universales, dotados por una idea de patria, de indiscutible trascendencia ontoteológica. Esta clave de pérdida confiere a la mayoría de las películas un tono elegíaco y una visión apocalíptica de cualquier cambio, convirtiéndose en un lastre pesadísimo de sobrellevar en lo que a tramas argumentales se refiere. Un lugar común de gran parte de este cine, mayoritario sobre todo durante los primeros años del franquismo, es precisamente la pesadez, un engolamiento claramente sobresignificado y una tendencia a la astracanada sin miramientos, resultante alarmantemente lógica de la pérdida de peso de las argumentaciones, del razonamiento. En relación con las tramas que contemplaban la presencia de personajes femeninos como protagonistas, tal como ocurre en numerosas películas entre 1941-1961, se detecta una clara superposición de valores masculinos, basados en la heroización, sobre su condición de mujeres ejemplares. El héroe de estas películas poco guardaba en común con el tradicional protagonista de las películas de Hollywood y sí con otros sistemas axiológicos que eran los que las ficciones históricas en el fondo movilizaban. De hecho, el efecto de estrellato en estas películas estaba prioritariamente subordinado al honor y, sobre todo, a la disposición del protagonista para el sacrificio. A diferencia del cine hollywoodiense, la estrella del género histórico durante el franquismo no tenía asegurada, por su propio espesor mítico, la obtención de pre390


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mio alguno... como no fuera, obviamente, la vida eterna y la no menos eterna memoria de su gesta y el recordatorio de su dolor, del cual la película se convertía en voluntario monumento. El valor supremo era el concepto de deber y, subsidiariamente también, en buena lógica del nacional-catolicismo que impregnaba casi todas las manifestaciones artísticas del período, el del martirologio. El conflicto amoroso (en este caso la relación entre Agustina y Juan) en el que habitualmente le sumergía la trama solía ser más que un recurso narrativo para atraer la atención del respetable: era un elemento amortiguador de las desavenencias que los hechos de la historia presentaban respecto al discurso integrador de «lo nacional», «lo español», etc. De ahí que no costara entender que en multitud de películas históricas de la época, la muerte de los portadores de identificación se antojara casi inevitable: al fin y al cabo, para la ideología dominante, el héroe era una mezcla de soldado y monje, dispuesto al abandono de la vida cotidiana y presto a inmolarse en el altar de una patria siempre en peligro, siempre acosada (así la muerte de Juan, bien distinta a la del afrancesado, redimido por la vía definitiva de la muerte). Ese héroe presentaba comportamientos unívocos, era a menudo autoritario y rígido en sus posturas, intransigente en la defensa de sus ideales. Como vehículo privilegiado de la expresión de un discurso, más que de una historia, su hacer en la película se veía compensado también por la habitual invocación, igualmente autoritaria, a un saber narrativo situado fuera de la ficción, expresado con frecuencia por una voz en off (en nuestro caso por los intertítulos del inicio) que no se correspondía con personaje alguno y que solía introducir y clausurar el relato, lo que paradójicamente sitúa a éste fuera de la historia, lejos de las contingencias de la discusión y la confrontación de ideas: al espectador se le daba a ver una ficción revestida con las formas de lo histórico, y al tiempo se le indicaba una única dirección posible en su trabajo de lectura. Cfr. Torreiro (1999: 62-63). Podríamos considerar sintomática otra constante: el papel que en el orden de los conflictos se asigna a lo femenino. Según éste, su presencia sólo se asocia a la hábil recurrencia a las capacidades y cualidades ancestrales de las mujeres, asociadas a la preservación de los valores tradicionales (transferencia instrumental de su capacidad reproductora) o consideradas como espoletas que activan el deseo de conquista de los 391


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varones. Cada época deja, en cada una de las películas que produce, los indicios de cómo se entiende el denominado hecho femenino en el presente de la creación de la obra y en relación también con los ambientes históricos que recrea. A cada época le corresponde su obsesión y a cada una de ellas sus imágenes. Entre éstas la de la mujer que ha quedado siempre bastante blindada y ha sido siempre bastante reiterativa. El cine que se produjo durante la etapa franquista presenta una serie de fijaciones reveladoras que acabaron por constituir unas coordenadas ejemplares respecto a la representación de los arquetipos femeninos, arquetipos de los que el cine posterior a esta etapa no acaba de desprenderse con la rotundidad deseable. Encontramos en aquel cine materiales explícitamente referidos a estas premisas que pueden ayudarnos a entrever constantes y valores. En cualquier caso, esta presencia subsidiaria nos permite abordar el cine histórico producido y su tratamiento elíptico de la diferencia sexual como un síntoma de los modos de representación que el pensamiento hegemónico ha desarrollado en España. Cfr. Selva (1999: 181-183). Cuando se daba el caso, como en nuestra película, de una figura de la mujer (personaje) fuerte, y por tanto digna de heroización, tenía o corría siempre el riesgo de tener que pagar un peaje que para nada respondía a la gestión que su deseo exigía y que la obligaba a un travestismo irredento. Sólo las mujeres capaces de demostrar una cierta «virilidad estándar» eran ejemplares para las otras mujeres en tanto que modelos capaces de un reconocimiento público. La hipérbole narrativa en la que descansaban los relatos sobre los grandes héroes, a todas luces deshumanizada en exceso para todos y todas, funcionó también para las mujeres, pero con la salvedad de que, en estos casos, su desafección por el mundo de las emociones y en general por todo lo que el orden de las convenciones patriarcales fue interiorizando como carácter asociado a los «valores femeninos»: se encriptaba como una deuda extrema que sólo se saldaba, en la mayoría de las ficciones, con la infelicidad o incluso con la muerte. Es difícil encontrar ejemplos en los que la ambición personal de personajes femeninos estuviera descrita desde una realidad diferenciada y, por lo tanto, conjugada por otros verbos que atendieran a la complejidad necesaria que exigían realidades también diferenciadas. Al no ser reconocidas por esta exagerada miopía patriarcal, que consideraba su estandarización como 392


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un universal indiscutible, cuando aparecían estas referencias a lo diferente se convertían siempre en un gesto histérico dentro de la película. Cfr. Selva (1999: 183-184) 5. El resultado, en Agustina de Aragón, acaba siendo un refrito de gritos en los que se modula en falsete la pasión política de esta mujer desprovista, como personaje, de la menor consistencia. En verdad, este personaje contiene una serie de dobleces narrativas que nos permiten también convocarlo en relación con un tema tan fundamental como destacable dentro de la construcción arquetípica de los personajes femeninos pertenecientes a esta corriente denominada cine histórico, fundamentalmente el del franquismo, pero también el de la transición y el de parte de la época democrática: la asociación entre mujer y madre patria. Esta relación es uno de los elementos que permite entender cómo, durante los primeros años del régimen franquista, se observa una notable cantidad de películas que tenían a persona5 ¿Cómo resolver el protagonismo femenino en el terreno político de la mano de un personaje inscrito en un conflicto bélico cuando la Sección femenina promovía un explícito ademán de deserción de la vida pública y laboral de las mujeres? Para la Falange, era menester que las mujeres colaborasen mediante misiones de propaganda y de organización en la construcción de una España grande e imperial: «es a ti a quien toca actuar (mujer), compromete al hombre a hacerlo» (Punto 5 de la Falange Femenina); el movimiento sólo se hará fuerte durante la guerra. Los historiadores se preocupan por la paradoja de la Falange Femenina: la muerte de los jefes (José Antonio, Onésimo Redondo) convirtió a la hermana del primero, Pilar Primo de Rivera, y a la viuda del segundo, Mercedes Sanz Bachiller, en las organizadoras de un movimiento que los nuevos jefes (Franco, la Iglesia) fueron modificando poco a poco. Para la Falange, eran prioritarias la separación de la Iglesia y el Estado, la lucha contra la gran propiedad, una concepción fascista de la sociedad y del imperio; con el franquismo, desde la guerra se produjo la evolución inversa: las tendencias fascistas demasiado marcadas desaparecieron con ocasión de la Segunda Guerra Mundial, tras la muerte de Mussolini y con la posible victoria de los aliados. A partir de ese momento el «adoctrinamiento social» ya no fue fascista sino nacionalcatólico. La Guerra Civil permitió a Franco utilizar a las mujeres en la organización llamada Auxilio de invierno y luego Auxilio social (imitación del Winterhilfe alemán), «florecimiento de azul y de ternura» «ordenada por Dios» y unida por Franco en la Falange Femenina en 1937. En efecto, el estado de espíritu forjado por la guerra y el franquismo no pudo admitir heroínas históricas que no estuvieran sometidas a la divinidad, ni mujeres que no estuvieran sometidas a la maternidad: Pilar Primo de Rivera se dirigió al Caudillo en mayo de 1939, en presencia de 10.000 miembros de la Falange Femenina, para «festejar la victoria», pues «la única misión que la Patria asigna a las mujeres es el hogar» (Bussy Genovois, 1993: 216-218).

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jes femeninos como aparentes protagonistas de causas públicas. «La Patria está en peligro». Y para salvarla, convenía recurrir al reducto donde se consideraba que residían los valores esenciales de la civilización: la mujer. Ella, en defensa del estatuto que la sostenía en lo transhistórico, traspasaba las barreras entre lo privado y lo público y accedía a comprometerse en este último ámbito para retirarse en cuanto las cosas volvían a su cauce. Así, cuando interesaba o convenía, los atributos tópicamente relacionados con lo que debía ser la mujer se trasladaban de lo privado a lo público, adquiriendo aparentemente otro significado. El carácter transhistórico (es decir, su fijación a valores inmutables a través de los siglos) devenía transitoriamente histórico en tanto que era reclamado por los asuntos públicos. Una pirueta oportunista que buscaba en el concepto contrario la baza fundamental para validar, puntualmente, la eficacia ideológica (para recibir del primero un carácter indiscutible). Desde la defensa de estos valores situados normalmente en el reducto de lo íntimo-doméstico, se movilizó a las mujeres-personajes en el espacio público. Saneado, este mismo entorno las expulsó de nuevo, como cuerpos extraños. Cfr. Selva (1999: 185-186).

III.

CODA I

Ante nuestra irremediable atadura a la memoria en todos los modos en los que ésta aparece, por ejemplo la historia, y teniendo a nuestra disposición distintas correas a través de las cuales hacernos cargo de aquélla, observamos que el franquismo pareció decantarse por una suerte de «historia monumental», activa y esforzada, de exaltación heroica que transmutaba en héroe, por extensión, también a quien la formulara. Esto es, parecía obsesionado por crear «algo grande»: hacer historia, de ahí la necesidad de mirar hacia atrás, al decir del régimen, pues sólo quien supiera ver la grandeza de un momento pasado podía producir algo de similar categoría en el presente. Suerte de arcaísmo monumental en donde no tenía cabida una modernidad que rompiera con el pasado y sí la tenía en cambio otra reacción no menos desligada del pasado: la del historicismo romántico del que se alimen394


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taron los primeros nacionalistas y que el franquismo recogió en alguna medida (Gómez Ramos, 2003: 28-29). Y así Agustina de Aragón, otro espectáculo más, otro desfile de la victoria, pues la película se preocupa siempre de esconder la derrota. En aquella larga victoria que fue la posguerra, el «caudillaje» encontró su confirmación en cultos y ceremonias al mismo tiempo que en liturgias civiles. En este sentido los desfiles militares, durante muchos años solemnes celebraciones de movilización y recomposición nacional alrededor del Caudillo (conductor y pater patriae), no fueron únicamente expresión de una liturgia secularizada con su mensaje épico-salvífico, sus símbolos y sus ceremonias. Acompañados a menudo por actos promovidos por la Iglesia se fundieron, para el imaginario colectivo, en una única representación patriótico-militar-religiosa. (Di Febo, 2002: 12). Poco se puede decir sobre la operatividad sociológica y movilizadora de opiniones de un cine como éste. Como ha advertido Torreiro (1999: 64), no disponemos aún de estudios científicamente rigurosos sobre la recepción de estas películas; pero en todo caso, se puede apuntar como hipótesis que a estas ficciones no parece haberles correspondido un destino diferente al de, por ejemplo, la enseñanza durante el mismo período. Incapaz de crear unas elites gobernantes que posibilitaran un engarce real con los países del entorno, el sistema de aprendizaje del franquismo sólo reprodujo ideología vindicadora, anticomunismo feroz, y fáciles idealizaciones del pasado. Hay una insuficiencia, obvia, de la escritura ante «la imagen», y hay, también, un espectador, sesenta años después, que ríe atónito ante lo que considera un delirio que, por supuesto, no va con él. En castellano tenemos la expresión «tener que ver con alguien», ¿qué nos es dado a ver, qué tenemos que ver? ¿Qué tenemos en común? Hay un sentimiento de extrañeza al contemplar aquellas imágenes; pareciera que no son para nosotros. Y claro que no lo son. Y, sin embargo, estamos a la vez implicados y estamos de más. Enfrentarse con las imágenes... ¿desde qué punto de vista? ¿Cómo enfrentarse hoy a unas imágenes que consideramos que no son nuestras, no somos nosotros, y que sin embargo parecen atenazarnos? Escribo: enfrentamiento. Porque, quizá, sólo podamos pelearnos con unas imágenes que desprenden humo, miedo, guerra y muerte, mucha muerte, «antes muerto que...» se repite muchas veces a lo largo de la película. 395


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Godard en el primer capítulo de sus Histoire(s) du Cinema dice, en uno de esos intertítulos que parecen losas: «mas, para en lugar de la incertidumbre instalar la idea y la sensación, las dos grandes historias fueron el sexo y la muerte», y añade más adelante: «una industria de la muerte», y concluye: «una industria de los cosméticos (máscaras)». Agustina se antoja una lápida: lo que perdura, frente a la horizontalidad del cadáver. Ni siquiera es un muerto, es un fantasma —un espectro—. ¿Qué exorcismo no se ha llevado a cabo, a lo largo de estos años, para que esas imágenes nos acechen? ¿Por qué nuestro sentimiento de superioridad ante aquellas imágenes que consideramos raras, histéricas, paranoicas? Porque nos reímos de segunda mano, porque creemos ver el negativo de ellas, porque nunca enterramos su cadáver y con frecuencia nos visita, y a su manera, nos pide árnica. Hace años, antes, cuando aún se distinguía y discutía acerca de los conceptos de alta y baja cultura, había uno que hizo fortuna, y comentadores egregios (Adorno, Broch) del mismo, era el kitsch. Agustina de Aragón sería, entonces, un fantasma —el fantasma del kitsch— que nos obligaría a estudiar los rasgos grotescos e hiperbólicos en el cine franquista, incluso su persistencia en la cultura contemporánea. Eran los años del neorrealismo (Godard lo explica proponiendo el matrimonio de Daumier con Rembrandt); ya se habló de cuáles eran las fuentes iconográficas (pictóricas) de Agustina, e incluye en la película uno de los autorretratos de Rembrandt, aquel en el cual mira espantado al espectador (al fuera de campo): el mirar espantado. «La vida nunca ha devuelto a las películas aquello que les había robado y que el olvido de la exterminación forma parte de la exterminación» (Godard).

IV.

CODA II. PERVIVENCIA EN EL LENGUAJE

Walter Benjamin nos advirtió de la rivalidad (llamada diálogo) entre el artista (cineasta) y el líder político; trabajan la misma materia: la figuración política. En su película de 1978, Hitler - ein Film aus Deutschland, HansJürgen Syberberg reprocha a la marioneta-Hitler haber empobrecido la lengua alemana, haber enkitschado a Alemania, haber vuelto impro396


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nunciables ciertas palabras, haberlas matado o, peor, haberlas condenado a asediar la lengua de un modo obsesivo, en definitiva, haber sido, ante todo, un muy mal cineasta. Como si esas palabras se hubiesen convertido en palabras-marionetas, que hay que manipular con precaución. La pregunta es qué hacer con las palabras desvariadas. Qué hacer, se pregunta Syberberg, con palabras como «Hitler», «judío», «tierra» o «irracional». Qué hacer con ellas allá donde ya no hay comillas, en un film, por ejemplo. Decía Daney (2004: 53) que la inscripción del significante «Hitler», ya en el título mismo de la película, señala el lugar del problema: hay un duelo que no se ha podido elaborar, ciertas palabras continúan sin poder ser pronunciadas con simplicidad. El conocimiento que tenemos de las condiciones socioeconómicas que produjeron a Hitler y al nazismo no nos ha liberado de aquello que la enunciación de ciertas palabras han continuado anudando: la vergüenza y el horror, la fascinación vaga, el humor negro y la repugnancia. Podemos renunciar a esas palabras, no pronunciarlas más, lo menos posible, o con muchas precauciones. Política del avestruz. Lo siniestro es que lo reprimido siempre retorna, poco a poco, en la deriva de las connotaciones. Decididamente, hay un trabajo de duelo que hacer, palabras que devolver a su banalidad, a su denotado. El proyecto Syberberg no es ni piadoso ni bien pensante; se trata de un exorcismo. Asimismo en el caso que nos ha ocupado, ciertas palabras se han enkitschtado como signos unívocos de una ideología: «España», «raza», «victoria»... Si bien la figura de Syberberg es, en cierto modo, un caso marginal (pero no aislado: Kluge) España no ha contado con un trabajo de duelo similar; nadie se ha arrogado esa responsabilidad. Tanto es así que ese fantasma kitsch sobrevive y reaparece episódicamente hasta en nuestra historia más reciente.

V.

APÉNDICE

Si durante la Segunda República no encontramos referencias cinematográficas a 1808, durante la década anterior sí. Como ha advertido Cánovas Belchí (1999: 36-37), a lo largo de los años veinte prolifera397


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ron películas basadas en significativas figuras históricas del pasado más inmediato, recreadas en un imaginario fílmico donde la utilización de la iconografía de procedencia artística (pictórica, fotográfica, escultórica), literaria (teatro, novela, poesía) y escénica (zarzuela y varietés) sirvió de coartada para legitimar una versión del pasado acorde a los intereses del poder financiero que sustentó estos proyectos y al imaginario que los sectores más populares de la sociedad reclamaban como símbolos de su identidad nacional. Tal es el caso de Agustina de Aragón (1928), dirigida por Florián Rey —de ella apenas nos han llegado algunas secuencias—, o El Conde de Maravillas (1927) —basada libremente en la obra de Alejandro Dumas El caballero de Harmental donde «al parecer la película presentaba a un Godoy magnánimo...»—, o El dos de mayo (1927) —adaptación sui géneris de los Episodios Nacionales de Galdós—, dirigidas ambas por José Buchs. De hecho, hay que esperar a la Transición para reencontrarnos con 1808. Y así Curro Jiménez: la primera gran figura que guió los discursos políticos en la Transición fue ésta. Se emitieron cuarenta episodios entre diciembre de 1976 y abril de 1978. Entre sus diversos realizadores encontramos a Joaquín Romero Marchent, Mario Camus y Pilar Miró. Nació como una serie de aventuras continuadora de las tradiciones del western europeo. Tuvo un parto rodeado de muchas dosis de arbitrariedad. Según Palacio (1999: 146), al parecer, el origen de la serie fue una partida de cartas que Sancho Gracia ganó al presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. De cualquier modo, su éxito la convirtió durante años en el referente obligado de un populismo pedagógico, que, excusado es decirlo, estuvo al servicio de la construcción de un imaginario nacional democrático contrapuesto al «otro» (el invasor francés). No se privaron en alguna ocasión de realizar algún capítulo de verdadero cine político de izquierda comunista —por ejemplo, La batalla de Andalucía de Antonio Drove—, caso absolutamente inusual en toda la historia de la televisión en España. Lo cierto es que nunca hasta entonces una serie histórica había permeabilizado tanto en el espacio público. El latente nacionalismo de Curro Jiménez tuvo una expresión más depurada y visible en otras series, también, por cierto, interpretadas por Sancho Gracia, como La máscara negra (realizada por José Antonio Páramo y Emilio Martínez Lázaro) —donde sorprende por su patrioterismo y su carácter antifran398


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cés— o Los desastres de la guerra (con guión, entre otros, de Jorge Semprún) —donde el enemigo exterior, como ocurrirá años más tarde en la serie Goya, abarca «al invasor francés» y al duque de Wellington—. Parece, por tanto, que también Televisión Española buscó durante la Transición procesos de identificación del imaginario de los españoles con la guerra de 1808 o con la Guerra de la Independencia (Palacio, 1999: 146-147).

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