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Introducción
El etólogo Honrad Lorenz escribió que dos de las grandes pulsiones presentes en los vertebrados superiores son el miedo y la agresividad. En ambos casos, la primera necesidad es correr; correr, escapar del enemigo, huir del depredador, atacar a quien invade tu territorio, atrapar a la presa, al alimento. En ese sentido, correr grandes distancias no es nada nuevo pero, ¿para qué correr si no es por estos motivos? Quizá es el afán, el deseo de superar algún “límite”, una constante en la historia del ser humano.
Correr es símbolo de la lucha del hombre, es una actividad natural que no tenemos al nacer sino que la adquirimos durante las últimas etapas del desarrollo en la deambulación (el niño empieza por moverse, luego voltea, rueda, se arrastra, se levanta, gatea, camina, corre y trepa, por último ¿vuela?). Correr es, pues, una manifestación de madurez física.
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Correr es símbolo de libertad; desde la antigüedad el hombre ha corrido por las llanuras y esta acción se convierte en vuelo del espíritu. Correr da la sensación de libertad, de posesión del cuerpo, de íntima relación con la tierra, de integración con la naturaleza. A veces transformamos esa naturaleza en asfalto ardiente, en edificios, en semáforos, al fin y al cabo esa es la naturaleza dominada por los motores rodantes, la tala impune de árboles y por la posibilidad de no tener un bello atardecer.
La participación en carreras de largo recorrido, bien sea por ganar, mejorar tiempo, o simplemente por llegar –de acuerdo con la capacidad física y mental de cada quien– es también un reto que supone probarse a sí mismo. En las sociedades modernas avanzadas este tipo de carreras se ha convertido en un recurso para crear vínculos de identidad vía espacios de interacción que compensan la falta de encuentro y comunicación social existentes en la vida diaria.
Por otro lado, ¿en qué están unidas con el pasado remoto del hombre esas competencias, plagadas de marcas comerciales, deportivas y no deportivas? ¿Qué relación tienen esos atletas especializados, asesorados por médicos, fisiólogos, nutriólogos y técnicos de alto nivel, con los corredores tarahumaras? Éstos corren impulsados por los gritos de su mujer y de su prole, ayudados por los conjuros del brujo-sacerdote de su comunidad. Tal relación es la esencia misma del evento.
Hay una gran diferencia entre la carrera del tarahumara y el corredor de lides internacionales: el primero corre sin la necesidad de romper una marca, corre en la montaña cruzando ríos y arroyos, sorteando piedras y troncos; sus principales espectadores son los árboles, los pájaros que le indican el camino mientras las liebres le abren paso y el alma de sus ancestros lo guía hacia la libertad. En cambio, el corrredor olímpico o de campeonatos mundiales, que tiene sus méritos, corre por otros objetivos: fama, remuneración económica, marcas… corre con orgullo, coraje, determinación y disciplina, pero no más.
Otra cosa hay que decir de las competencias que invaden las metrópolis del mundo como Tokio, Boston, la Ciudad de México, París o Nueva York, con todo el impulso comercial que despunta donde ocurren. Ahí van de por medio millones de pesos, dólares, euros, etc., para repartir entre los ganadores de una carrera que,
en cierta forma, tiene un sentido de protesta contra la sociedad robotizada de vida sedentaria, de cuerpos atrofiados por la manía del consumo. Hemos creado una comodidad artificial y desechable, una sociedad de plástico.