El degustador de palabras
En el compartimento del tren que lo llevaba de Roma a Nápoles, Salvatore Mastropasqua se percató de la presencia entre los viajeros de un tipo regordete, de unos cuarenta años, con un hilo de barba negra y corta que le circundaba la boca. Iba vestido todo de negro: saco, pantalones, cinturón, camisa, corbata, calcetines, zapatos, correa del reloj e incluso el pañuelo de bolsillo que sobresalía del saco. En fin, en Nápoles se diría, nada más verlo, que se trata del típico que te echa la sal. El hombre regordete, mientras hablaba sobre temas de poca importancia, de esos que se entablan en el tren para pasar el rato, con el tipo que tenía sentado enfrente –no muy distinto a él por su tipología funesta–, salió de pronto con esta frase: –A mí me gustan las historias picantes. –Luego, luciendo una sonrisilla idiota, remachó el concepto–: Me gustan las historias de sabor fuerte, un poco escabrosas, que te hacen la boca agua y te provocan ganas de devorarlas... Hay personas que se comen las palabras, en sentido metafórico, es decir que se enmarañan con algunas palabras, incluso fáciles, que no consiguen pronunciar bien, que las mordisquean y quedan como los bordes de algunos platos antiguos. Hay otras personas, en cambio, que se comen las palabras de verdad, físicamente, a través de los libros: es un fenómeno bastante conocido, cuyo nombre científico es «bibliofagia» y que ha tenido ilustres comentadores. Hacia la mitad del siglo XIX, por ejemplo, Octave Delepierre escribió una curiosa disertación sobre los autores que se comieron sus propios libros, empezando por el profeta Ezequiel. En un artículo publicado en 1880 en la revista Le Livre, Gustave Brunet refiere algunos casos ejemplares de «bibliofagia», entre ellos el de un escri-
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