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El degustador de palabras
En el compartimento del tren que lo llevaba de Roma a Nápoles, Salvatore Mastropasqua se percató de la presencia entre los viajeros de un tipo regordete, de unos cuarenta años, con un hilo de barba negra y corta que le circundaba la boca. Iba vestido todo de negro: saco, pantalones, cinturón, camisa, corbata, calcetines, zapatos, correa del reloj e incluso el pañuelo de bolsillo que sobresalía del saco. En fin, en Nápoles se diría, nada más verlo, que se trata del típico que te echa la sal.
El hombre regordete, mientras hablaba sobre temas de poca importancia, de esos que se entablan en el tren para pasar el rato, con el tipo que tenía sentado enfrente –no muy distinto a él por su tipología funesta–, salió de pronto con esta frase: –A mí me gustan las historias picantes. –Luego, luciendo una sonrisilla idiota, remachó el concepto–: Me gustan las historias de sabor fuerte, un poco escabrosas, que te hacen la boca agua y te provocan ganas de devorarlas...
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Hay personas que se comen las palabras, en sentido metafórico, es decir que se enmarañan con algunas palabras, incluso fáciles, que no consiguen pronunciar bien, que las mordisquean y quedan como los bordes de algunos platos antiguos. Hay otras personas, en cambio, que se comen las palabras de verdad, físicamente, a través de los libros: es un fenómeno bastante conocido, cuyo nombre científico es «bibliofagia» y que ha tenido ilustres comentadores. Hacia la mitad del siglo XIX, por ejemplo, Octave Delepierre escribió una curiosa disertación sobre los autores que se comieron sus propios libros, empezando por el profeta Ezequiel. En un artículo publicado en 1880 en la revista Le Livre, Gustave Brunet refiere algunos casos ejemplares de «bibliofagia», entre ellos el de un escri-
tor escandinavo que, debido a la publicación en 1643 de un peligroso panfleto político, fue condenado a comérselo hervido en una sopa, o el de un jurista alemán, un tal Philipp Andreas Oldenburger, también del siglo XVII, obligado no solo a comerse el opúsculo que había escrito, sino además a ser azotado mientras se lo comía.
Mientras el tren avanzaba rápido y monótono, sin excesivas vibraciones, por una zona desoladora del Lazio, Mastropasqua miraba aburrido por la ventanilla, consultando de vez en cuando el reloj, deseoso de llegar pronto a Nápoles. Después de escuchar esa frase, se sacudió la apatía y se volvió de golpe a mirar al «que te echa la sal», en cuyos labios se dibujaba aún una sonrisilla obtusa. Después dijo para sí: «Bravo, jovenazo, te lo agradezco».
Un mes más tarde, recogió de una tienda de sellos, detrás de la plaza de los Mártires de Nápoles, una tarjeta color bronce, formato rectangular. Era mediodía. Un sol tibio, aunque ya era noviembre avanzado, iluminaba la calle repleta de gente que avanzaba en filas paralelas, absorta en sus pensamientos o platicando en parejas.
Mastropasqua estaba radiante, cosa que no le pasaba desde hacía tiempo; al menos desde el día en que, sin mucha confianza, se había inscrito en las listas de la oficina de empleo, dispuesto a aceptar –si bien se había licenciado con mención honorífica en la Universidad de La Sapienza de Roma, con una tesis dirigida por Walter Pedullà sobre «Lo cómico en Aldo Palazzeschi»– cualquier tipo de trabajo, incluso manual, de esfuerzo (era buen mozo); dispuesto incluso a irse a trabajar fuera de la ciudad.
En la tarjeta satinada estaba su nombre grabado en mayúsculas:
SALVATORE MASTROPASQUA