Palabras sobre Heber Raviolo

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Con la edición de Escritos sobre Literatura Uruguaya Banda Oriental cumple con un proyecto que, desde siempre, tuvimos el deseo de realizar: reunir en libro muchos de los estudios, conferencias y prólogos en los cuales Raviolo analizó la literatura uruguaya. Fueron fundamentales la seriedad y el cuidado de Oscar Brando en la selección de los textos que integran este volumen, tarea que asumió con entusiasmo durante meses en un crudo invierno montevideano. Incluso, fue el propio Oscar quien, buscando enriquecer el futuro libro, convocó a críticos y escritores para que brevemente recordaran a Raviolo. Qué mejor momento entonces, cuando presentamos el libro, para reunir esos cálidos testimonios. Este libro no solo representa un reconocimiento intelectual para todos los que seguimos en este proyecto; también encierra el respeto y el afecto que Heber irradiaba. A lo largo de más de cincuenta años, Raviolo construyó –con rigor y seriedad, no exenta de humor– este espacio fundamental de la identidad de nuestro país. Ahora el desafío es continuar y afianzar lo ya hecho y, con el aporte de las nuevas generaciones, enriquecer con nuevos libros y propuestas esta tarea imprescindible. Banda Oriental, setiembre de 2015 Contratapa: Explanada del Teatro Solis, mayo de 2011. Banda Oriental convocó allí a todos sus autores con motivo de la celebración de sus 50 años.



Jorge Albistur

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a éramos compañeros en el Instituto de Profesores «Artigas», él un par de años más avanzado que yo, cuando descubrimos que nuestros padres mantenían relaciones comerciales. El mío, que entre otras actividades se encargaba de un taller metalúrgico, le vendía palillos de ropa al padre de Heber, dueño de un almacén en la calle Justicia. Pero cuando lo supimos ya éramos bastante amigos, sobre todo a través de la vinculación con Domingo Bordoli, a cuya mesa solía arrimarse casi todo alumno de Literatura. Recuerdo que en una de aquellas tertulias, en el bar Sabará, de Sarandí y Zabala, Heber leyó un cuento de su autoría, de lo cual yo quedé absolutamente admirado: había que animarse, con Mingo como buen juez del 45 y el boliche repleto de gente cada vez más a viva voz a medida que arreciaban las vueltas. En aquel tiempo, era costumbre que todos escucháramos las clases de los otros compañeros, a fin de aportar nuestras impresiones y comentarios. No sé de qué podían servir nuestras sugerencias de novatos pero allá íbamos, así que escuché a Heber en un grupo del iava, pero no puedo recordar cuál era la lección del día. Sí recuerdo que Bordoli desarrolló toda una teoría acerca de la mirada del profesor, que a su juicio tenía que flotar por encima de todos los rostros sin mirar a ninguno, mientras dejaba caer la pertinaz llovizna de sus explicaciones. Heber dedicó demasiado tiempo a un mismo botija de la tercera o cuarta fila y creo que lo amedrentó en el afán de esclarecer totalmente una duda. Acontecimientos posteriores dejaron a la vista que la docencia no fue la vocación fundamental de su –5–


vida. Es decir, y me corrijo: él canalizó esa vocación hacia fuera del aula, y quizá la tuvo como centro en la tarea al frente de la editorial. Antes que en Ediciones de la Banda Oriental, conocí a Heber en otros trabajos: en el Servicio de Remonta del Ejército –creo que así se llamaba la oficina encargada de la caballería militar– y en el Instituto de Urbanismo de la Facultad de Arquitectura, donde Raviolo inició su amistad con Mariano Arana. Con Mariano fui, años después, a visitar a Heber, recluido en el Cilindro, en la predictadura. La detención fue fruto de una actividad sindical tal vez un poco olvidada. Entre otras cosas, fue el representante de los egresados en el Consejo Asesor y Consultivo del ipa, en tiempos ya difíciles. De la vida en Banda Oriental no podré decir nada que no se sepa, salvo que por dos veces se perdió, allí, el prólogo que yo había escrito para cierto libro poético de Joseph Vechtas. El autor lo conservó, felizmente, y también yo, aunque era la época anterior a la computadora; vale decir, la prehistoria del archivo. Creo que Raviolo –y toda la editorial– trabajaron siempre amenazados por una especie de caos inseparable del constante crecimiento. Por lo menos en los primeros tiempos, Raviolo hacía de todo, y recuerdo que fui con él, en un camioncito alquilado, a buscar el papel para mi primer libro y alcanzarlo nosotros mismos a la imprenta. Las reuniones en Banda Oriental, sobre todo en la calle Yi, demostraron sobradamente que la proverbial parquedad de Raviolo era una cosa bien distinta de cualquier forma de hostilidad. Todo el mundo se sabía escuchado y percibía que tenía delante a un verdadero ejemplo de fraternidad. Desde luego, lamento que la obra de Raviolo haya quedado literalmente desparramada en innumerables prólogos y páginas de ocasión, pero confío en la tarea que se emprende ahora en su memoria y homenaje: la reunión de materiales tan

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dispersos pero todos tocados por la misma jerarquía. Raviolo no está totalmente presente en ninguna de sus páginas, pero no está totalmente ausente de ninguna de ellas.

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Mariano Arana

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oetáneo y amigo de Raviolo durante 60 años, siento el compromiso de esbozar un testimonio de su estatura personal. Reconozco que no es fácil evocarlo sin caer en los frecuentes lugares comunes ante la pérdida de gente excepcional. Es que Raviolo –a quien nunca logré llamar por su nombre de pila, tan ajeno a mi modo de ver, con su peculiar idiosincrasia– era, en verdad, un ser de excepción. No solo por su erudición sin petulancia y su talento sin ostentación. No solo por haber impulsado tempranamente y con no poca audacia, una aventura que habría de ser perdurable y señera, jerarquizando el pensamiento y la literatura de nuestro país y de nuestra región. No solo por haber sabido compatibilizar su hondo compromiso cultural con el pragmatismo necesario para viabilizar un emprendimiento económicamente sostenible, en tiempos de relativa bonanza o de franca dificultad. En primer lugar, Raviolo fue una persona honesta. Honesta respecto a los demás y honesta consigo misma. Fue además, una persona reflexiva y austera; pródiga para el favor y parca para el discurso. Pero por encima de todo, Raviolo fue una persona entrañable. Sin tales atributos, Banda Oriental no hubiera sido posible.

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No hubiera sido posible en tanto editorial y tampoco en tanto espacio de diálogo plural, distendido y solidario. En época de oscurantismo y oprobio, ello posibilitó el encuentro estimulante con seres de calidad singular: José Pedro Barrán, Carlos Real de Azúa, Hugo Alfaro, Héctor Galmés, Washington Reyes Abadie, Vivian Trías, José María Obaldía, Domingo Bordoli, Tomás de Mattos, Alfredo Percovich, Benjamín Nahum, Mario Delgado, Eduardo Larbanois, Aníbal Barrios Pintos, Ricardo Rocha Imaz, Omar Moreira, Andrés Vázquez Romero, Anderssen Banchero, Alfredo Castellanos, Renzo Pi o el malogrado Darnauchans. Más de una vez me dio por imaginar –parodiando a un hipotético Borges– que Raviolo fue impuesto a la realidad por Morosoli, a quien tanto estudió y admiró y que como él, frecuentó la ternura, se dolió con la carencia ajena y profundizó en el alma del prójimo y en la suya propia. En todo caso, doy gracias a la vida, que me permitió compartir con él no pocas angustias pero sobre todo, numerosas satisfacciones y alegrías.

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Tomás de Mattos UN PUNTAL DE NUESTRA CULTURA

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l viernes 22 de noviembre de 2013, al mediodía, el llamado telefónico de una muy buena amiga me dio una noticia que me consternó. Acababa de morir Heber Raviolo. Vivir en Tacuarembó, a 400 kilómetros de los no siempre agradables entresijos de Montevideo, puede ser valorado como una ventaja aunque, con frecuencia, cobra su precio. Para sus amigos, la muerte de Heber no fue una sorpresa. Hacía unos días que su salud –asediada por una dolencia crónica que desde hacía años acostumbraba a sobrellevar muy bien, sin merma de sus intensas actividades– se había complicado, motivando su internación y un tratamiento extremo. De esa última vicisitud yo no estaba enterado, por lo que la noticia me cayó encima sin que estuviera preparado. Mi primera reacción fue la conciencia de la imprevista pérdida de un gran benefactor. No digo que Heber haya sido uno de mis mayores acreedores morales, porque nunca se comportó como tal. Habiéndome beneficiado mucho, jamás me reclamó retribución alguna. Pero esa su actitud invariablemente generosa no es motivo para que hoy yo no reconozca que aquel viernes murió una de las personas a las que yo más debo en mi vida. Le debo como individuo y como partícipe de nuestra comunidad cultural. Porque también Uruguay le debe mucho; sin duda, más de lo que en general se cree. Es natural que el nombre de Heber esté tan asociado a Ediciones de la Banda Oriental, esa editorial cuyo emblema tan significativo ha sido el del caballito –criollo, por lo tanto uruguayo– rampante y libre, en

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postura vital y desafiante. Nadie ha puesto ni pondrá en duda que Heber fue desde un principio, en 1961, y hasta el último día de su vida, su gran trasfoguero. Por supuesto, ebo, a puro trabajo y sin grandes recursos económicos, se convirtió rápidamente en una de las principales editoriales uruguayas, fuera cual fuese la época en la que actuara: la del boom editorial, la de la dictadura, la de la institucionalidad republicana recuperada o la de esta última década. No se puede tener una visión cabal de nuestra literatura sin tener muy en cuenta los títulos que ella fue proponiendo en un catálogo siempre cuidadosamente elaborado. Creo que no se exagera si se piensa que, por su sostenida trayectoria durante más de medio siglo, con el constante liderazgo de Raviolo, Banda Oriental merece ser considerada la principal editorial de nuestra historia cultural. Si se mira la literatura, se suele destacar que ebo se ha caracterizado por ofrecer un sólido respaldo a la obra prima de muchos escritores nacionales que, gracias a esa actitud de apertura y decidido apoyo, hemos tenido la oportunidad de tantear una vocación a la cual, quizá, no hubiéramos terminado atendiendo. He aquí una primera causa de mi gratitud. Ese objetivo de cubrir adecuadamente la necesidad de difusión de obras de iniciación, se ha manifestado también en la perseverante organización de concursos anuales de narrativa, confiando la premiación a prestigiosos y prestigiantes jurados, como el que desde hace décadas coorganiza desde Minas con la Fundación Lolita Rubial. Pero no solo por los novatos se ha preocupado ebo. Hay autores de primera línea a los que ha rescatado, preservado y consolidado. Cuando se analiza esta virtud, es ya un lugar común citar a Galmés, Morosoli y Banchero, pero no podemos olvidar los nombres de Da Rosa o Viana, Bocage o Monegal y los de tantos otros, tan notorios como los citados. – 11 –


Otro de los objetivos tras los cuales Heber lanzó a Banda Oriental, y muy porfiadamente, fue el acercamiento del gran público a los mayores regocijos que ha ofrecido la literatura nacional y a los principales vericuetos históricos y sociológicos de nuestro país. Cuando esto escribo estoy pensando, por ejemplo, en «Lectores de Banda Oriental», Capítulo Oriental y la Crónica General del Uruguay. Quizá nadie como ebo viene intentando desde hace años, hurgando en nuestro acervo, el rescate de crónicas que nos permitan hacernos una mejor idea de nuestro pasado. Isidoro de María, el Licenciado Peralta, Josefina Lerena Acevedo, son algunos de los nombres que, casi al voleo, me vienen a la memoria, a la par que los estudios de Silvia Rodríguez Villamil sobre nuestra vida cotidiana a fines del siglo xix. No es casualidad que muchos de esos valiosos libros hayan sido prologados y anotados por Heber. Si se repasa la historiografía uruguaya de los últimos cincuenta años y se apartan los títulos de mayor nivel e influencia, se comprobará que muchos de ellos fueron estimulados y publicados por ebo. Lego adicto como soy, supongo que se me permitirá resumir la demostración de este hecho en dos nombres, para nada convergentes ni en ideología ni en metodología: José Pedro Barrán, penúltimo premio Nacional, cuya obra fue casi íntegramente publicada por ebo, y Washington Reyes Abadie, indiscutido especialista en el estudio del ciclo artiguista. Y si, alejando la mirada, procuramos ojear la totalidad de los libros editados, que superan los tres mil, se ve nítidamente una característica férreamente procurada por el sello. La calidad de las ediciones, con una esmerada impresión, a la que añadió en las últimas décadas una más que satisfactoria coquetería del diseño gráfico. Se puede palpar un «estilo ebo» sólido, ameno, agudo, renuente al sensacionalismo y a la venta fácil por previsiones solo fundadas en el tema o en el título.

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Heber ha sido más que un editor. En nuestra plaza, gozó siempre de la reputación de ser uno de los más fecundos militantes de la causa del libro. No solo porque ha sido un muy frecuente integrante de las directivas de la Cámara del Libro, sino por los solidarios aportes de ebo durante la resistencia a la dictadura y por su actitud de apertura y colaboración con toda iniciativa cultural merecedora de apoyo. Fue su editorial uno de los ámbitos a los que más se acudió para que muchos de nuestros principales creadores pudieran sobrellevar las penurias de la destitución, hallando en actividades paralelas a la editorial, precarias pero suficientes fuentes de ingresos para solventar los gastos de su «incilio». Apenas leí el célebre artículo de Julio Herrera y Obes sobre la vida interna de la redacción de El Siglo, he deseado que alguno de sus concurrentes también rememorase al Cenáculo de ebo, ese oasis para las inclemencias políticas y culturales que se abrió primero en la calle Yi y luego en Gaboto. Allí, los provincianos novatos, como yo, podíamos acceder a contactos directos con figuras cuyos textos venerábamos. Era, sin duda, un Aleph cultural de Montevideo. Hallábamos a personalidades de las más variadas ideologías, siempre que profesaran una adhesión básica por el humanismo. Narradores, docentes, poetas, políticos de todos los partidos. Asistíamos a enardecidas polémicas y podíamos escuchar disquisiciones inolvidables de los más capacitados especialistas. Por su parquedad verbal y su modestia, no puede decirse que Raviolo fuera el centro de ese vórtice cultural, pero claramente era su pívot. Todos concurrían a la sede de Banda atraídos por ese colectivo bohemio; y quien lo había conformado, compartiendo los proyectos de cada uno, no era otro que Heber. Lo cierto es que allí se aprendía lo necesario, más que en un aula de la Facultad de Humanidades y, por cierto, de un modo mucho más divertido. Por ejemplo, aún me río recordando las partidas –en realidad, reyertas– ajedrecísticas entre un – 13 –


histriónico e improvisador Reyes Abadie y un Raviolo callado y cerebral, de movimientos imperceptibles que terminaban aniquilando al adversario, que se quedaba sin piezas para ayudar a su pobre rey. Heber acaba de morirse a los 81 años. Si se piensa bien, no es poco, pero la verdad es que esta muerte duele mucho. ¡Es tanto lo que todavía podía hacer!

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Carlos María Domínguez EL AMPARO DE UN EDITOR ORIENTAL

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onocí a Heber Raviolo a poco de radicarme en Montevideo, en setiembre de 1989. Yo llegaba de Buenos Aires con mi primera novela publicada, Pozo de Vargas, y Heber la contrató para su colección de «Lectores». Entonces las ediciones uruguayas eran tan modestas como sus editores y Heber me mostró el lado más modesto, respetuoso y parco, más amigo de la corrección que de la locuacidad. Creo que más que uruguayo, Heber era un oriental. Un tipo ovillado hacia dentro, no porque guardara un secreto sino porque guardaba un silencio. Ignoro de qué piedades estaba hecho el silencio, pero solo el tiempo pudo ayudarme a comprender que lo que estaba bien para Heber podía estar bien para mí, sin falsas excitaciones ni tormentos. Fue su prudente manera de acompañar al escritor. El premio Narradores de la Banda Oriental y la Fundación Lolita Rubial para La casa de papel nos volvió a reunir. Yo ignoraba que sería mi novela más afortunada y él también, acaso porque tenía sobrada experiencia en los caprichos del azar sobre el destino de los libros. Hizo una edición para las librerías y otra para su club de lectores, sin ningún impedimento para que el libro corriera su suerte dentro y fuera del país. Acabo de recibir una nueva edición alemana y de reencontrar, gracias al honesto empeño de Suhrkamp en no borrar la historia de los libros, el crédito de que la primera edición de La casa de papel fue de Banda Oriental, en 2002. Entre los libros que volvieron a juntarnos a lo largo de los años –una edición de mi cuento «La confesión de Johnny», Escritos en el agua, Las puertas de la tierra, la reedición de Tres muescas en mi carabina–, fue especialmente audaz la aventura de El norte profundo: Heber y Alcides Abella querían publicar un – 15 –


mapeo geográfico y humano de los departamentos del norte uruguayo y me convocaron a hacerlo. Nos pusimos de acuerdo en dos cosas elementales: yo ponía mi viejo fusca y ellos me pagaban la nafta y los viáticos durante dos meses. Y a los pueblos del norte me fui en el verano de 2003 a conversar con la gente en un autito temerario con la dirección de algunos contactos que consiguieron en Banda Oriental y su no menos temerario respaldo. Heber había imaginado un libro de información sistematizada, acaso más austero, pero me salió personal y aventurero. Como siempre, conversamos esa diferencia en silencio. Solo corrigió mis chambonadas y ripios, renunció al manual y se quedó con las crónicas de un mundo mal conocido al sur del río Negro, que tuvo la fortuna de muchas reediciones. Fue, tal vez, nuestra experiencia más intensa y más feliz. La que ahora me hace recordarlo con el orgullo de haber conocido a un editor de su raza, capaz de alentar la obra con la confianza y la apuesta por el riesgo, la lectura minuciosa, el aporte preciso y un respeto cuasi religioso por el autor, que siempre es un modo de la generosidad y la imaginación alrededor de los libros. En todo el mundo las ediciones han dado una historia de hombres y mujeres que detrás del autor aportaron un trabajo desconocido para el público. Es una realidad escrita en la intimidad de las publicaciones, pocas veces enunciada y rara vez advertida. Dentro de Uruguay, Heber Raviolo ocupa un sitio de sostenida dedicación al amparo de la tradición letrada. No solo por la recuperación de obras que hoy forman parte del patrimonio cultural en un amplísimo registro de materias y documentos; también por acercar a los lectores títulos esenciales de la literatura universal y el descubrimiento de nuevos escritores. Un día lejano, si ese día conserva un vínculo elemental con el pasado, se valorará que en este país hubo editores que hicieron una obra mayor. En la felicidad de sus logros se recordará la protección de su esfuerzo, y se recordará su nombre.

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Benjamín Nahum

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onocí a Heber Raviolo en el Instituto de Profesores «Artigas» (ipa) en 1956. Él había ingresado para cursar el Profesorado de Literatura y yo estaba cursando el de Historia. El Centro de Estudiantes del ipa (ceipa) había acogido una propuesta mía de publicar una revista con aportes de profesores y alumnos del Instituto. Interesado en esos temas de publicación, Heber se acercó espontáneamente para colaborar en la tarea. No guardo ningún ejemplar de la revista porque los doné a la Biblioteca, pero recuerdo lo arduo de la empresa de pedir y recolectar artículos, sobre todo de y sobre literatura uruguaya. Después de egresar, demoramos en volver a encontrarnos, situación frecuente entre jóvenes profesores que corrían de un liceo a otro sin tiempo disponible. Creo que Heber dio clase en un nocturno y luego entró como administrativo a la Facultad de Arquitectura. En ella reclutó a los socios que habrían de fundar en 1961 Ediciones de la Banda Oriental, entre los que se contaba Mariano Arana. Los primeros tiempos fueron duros, sorteando muchos inconvenientes para lograr afirmarse. Curiosamente, una circunstancia adversa para el país favoreció a la nueva editorial: en los comienzos de los años 60 la crisis económica se había empezado a volver social y ya se presumía la política. Ello despertó el afán de mucha gente por enterarse de las causas de esa conmoción y recurrir a la lectura de investigaciones y análisis que estudiosos uruguayos estaban dedicando a esa problemática. Y las editoriales los publicaban, los lectores los compraban y la industria editorial se afirmó. – 17 –


Además, en 1963 se cumplían los 150 años de muchos hechos principales del período artiguista, lo que también dio motivo para la publicación de libros y artículos sobre aquellos sucesos: el Congreso de Abril, la Oración inaugural, las Instrucciones del Año xiii, el Reglamento Provisorio de tierras (de 1815) y otros, muchos más. En aquellos momentos Barrán y yo habíamos empezado a escribir para Marcha, principalmente crítica de libros. Pero en ese año, Carlos Quijano, su director, le pidió a Barrán un artículo sobre el Reglamento de Tierras y a mí otro sobre las Instrucciones del Año xiii (Marcha, N° 1.151, 5 de mayo de 1963). Raviolo, como todo «intelectual compatriota» que leía Marcha todos los viernes religiosamente, los leyó, llamó a Barrán y le pidió un libro sobre su tema. Barrán –ya habíamos empezado a trabajar juntos– me llamó y me planteó el pedido. Aceptamos y así surgió Bases económicas de la Revolución Artiguista (1ª edición, 1964) que, por su enfoque económico y no político –como era tradicional en la historiografía uruguaya– llamó bastante la atención. Recientemente llegó a su 21a edición. Después seguimos investigando y le llevamos al pobre Heber, en 1967, el tomo 1 de la Historia Rural del Uruguay Moderno, que además de sus 659 páginas tenía un «Apéndice Documental» de 357 más; en total 1.016 páginas de dos autores desconocidos, cuyo costo de edición era fenomenal para una editorial con apenas seis años de vida. Heber no vaciló y se lanzó a la temeraria empresa de editarlo. Temeraria por su costo y porque no sabía entonces (nosotros tampoco, fue sin «mala intención») que le seguirían seis tomos más. «Muy valiente el uruguayo», Heber asumió la tarea y con préstamos a nombre de los autores, que otorgaba entonces el Banco de la República para los libros nacionales, inició la publicación.

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Su apoyo fue recompensado, porque la obra se vendió bien, la editorial se fortaleció y siguió publicando historia, literatura, política, economía, que el público de aquella década leía vorazmente, porque lo ayudaba a explicarse las causas de la crisis que padecía el país. La relación con Heber se tornó entonces en amistad, lo que nos permitió valorar su capacidad para opinar –y sugerir– en materias que no eran la suya; ayudar a los novatos; discutir con los consagrados; e incluso aconsejar a poetas, cuentistas y novelistas que luego se destacarían en las letras nacionales. La editorial, su editorial, contribuyó enormemente a la creación y difusión de ramas importantes de la cultura uruguaya y de muchos de sus creadores, que salieron del anonimato también gracias a los esfuerzos sin pausa de un editor que leía, corregía, sugería, aconsejaba... y publicaba. Su don de gentes, su calidez humana, sus rasgos personales más característicos (y a veces divertidos, como su parquedad al hablar), lo hacían muy querible. Yo decía que Heber era «morosoliano» porque, como Morosoli en sus cuentos, era capaz de pasar larguísimos ratos en silencio, meditando, y uno a veces quedaba desconcertado porque se sentía «culpable» por aquel «mutismo» inexplicable, pero amigo. Todavía no puedo aceptar que se nos haya ido en 15 días, cuando estuvo 60 años trabajando por la cultura nacional y era un amigo de fierro.

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Washington Benavides HEBER (MONTEVIDEO, 1932-2013)

Fue en la 1ª Feria de la incansable Nancy donde nos conocimos. (Una foto del grabador Naúl Ojeda testimonia ese encuentro: dos muchachos. Uno encorbatado y con traje, el otro [morocho] manos en la cintura, vestido despreocupadamente). Dialogamos. (Eso explicita la foto). En otra Feria (que motivaba viajes desde la lejana Tacuarembó) tomábamos un cafecito en un bar y hablábamos de libros. Heber, con un grupo de alucinados, conformaban las Ediciones de la Banda Oriental srl. [Heber era su Gerente. Cuando vimos pasar por las vidrieras a un tipo casi estrafalario. Le pegué el grito: era Walter. Era Walter Ortiz y Ayala que había arramblado [con todos los premios y menciones del Concurso de Poesía de la Feria. Y pasaba por la vereda más solo que un astronauta. Se lo presenté a Heber. De paso, comentamos que semejante poeta era un poeta inédito. Heber le ofreció publicarlo en Banda.

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Y así comenzó Ortiz y Ayala a ser leído, como con toda razón se lo había ganado. La relación con Heber se intensificó por el hecho de que en Banda aportara su esfuerzo un exalumno de Tacuarembó: Isabelino Villa. Publicamos en Banda nuestro tercer libro. Entramos a formar parte de los seres que compartían, primero en la calle Yi, luego en Gaboto, una suerte de Corte de los Milagros. Al fin y al cabo, casi todos eran escritores. Borremos del pizarrón del tiempo estos comienzos. Un invierno crudo (nosotros en cama con bronquitis en Tacuarembó) y de pronto aparece Heber Raviolo. Insólito. Como insólita era la razón de su presencia. (Formaba parte de un grupo de expedicionarios [–no hallo otro título–, que viajaban a determinadas regiones del país. [Agrestes, intrincadas, solitarias. Heber con su amigo El Vasco prácticamente habían descubierto a Valizas entre cambiantes y hermosas soledades. Heber y su banda habían desembarcado en Valle Edén. El terrible frío de julio los hizo batirse en retirada. Unos regresaron a la capital y otros [(como Heber) se aventuraron a Tacuarembó. Difícil es barajar un mazo de naipes cuando no son cuarenta las barajas. Sino muchas más. Heber y sus colaboradores remontaron la abulia de lectores y proyectaron – 21 –


una editorial incomparable. Heber –ese «moas todo corazón» (como lo retrató la poeta Gladys Castelvechi), desde su serenidad, que, por supuesto, era la superficie de un hombre compenetrado de su tarea. De la difícil tarea que se había impuesto y que llevó a cabo no sin sobresaltos [(cómo superar a la oscurana dictatorial y ser fieles a su destino de despejar [al mundo de tinieblas). Heber lo hizo. Reunió en su editorial a los Barrán y Nahum, a los Galmés y Banchero, a los De Mattos, a los Delgado Aparaín y Castillo, a los Milán [y las Cristinas Carneiro. A los próceres del pasado y a las nuevas voces. El «moas todo corazón» acaba de dejarnos. No integrará un grupo de expedicionarios delirantes, [no formará otra Editorial. Pero en el fondo de todo (y esto no borraremos en el pizarrón del tiempo), Heber sigue con nosotros. In memoriam de un grande de nuestras letras. Diciembre de 2013, Montevideo.

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Ana Morosoli

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a presencia de Heber se nos hacía casi imprescindible. Nos parece oír su llamada telefónica, su voz, sus explicaciones y relatos de cómo iba todo en su querida Banda Oriental. Fue para nosotras, las dos hermanas, un gran asombro cuando nuestra madre nos llama por teléfono para avisarnos de la presencia de Heber en Minas. La falta del padre se nos había hecho penosa, éramos tres mujeres sin apoyo o por lo menos sin la presencia de un varón, de alguien que nos rodeara y nos alentara en horas de terrible pesar. Allí estaba Heber... Algo cohibidas frente a un tipo circunspecto, joven, con su sonrisa amable, escuchamos las tres sus explicaciones, sus historias de penas y alegrías con Banda Oriental: la lucha para que la gente aprendiera a leer, se interesara y saliera del mundo diario, normal; a otro mundo; que puede ser, según los gustos, un mundo fantástico, o cuentos de amor, de compañerismo, de maneras de vida de otros seres. Lo que siempre quiso mi padre, lo que nos enseñó para conocer idiosincrasias, vidas en otros países. Heber habló y habló, nos hechizó, nos llevó a la idea de otros mundos, de otros amores, costumbres. Siempre fue bueno oírlo para mí: charlas de lo que leía, de lo que sentía en esa lectura. Era un buen oyente y un buen narrador, como sus relatos de su querida Valizas. Junto a Miriam, llegó a Minas para cada Premio Morosoli, noches de charla «en familia» (para nosotras, una voz de hombre cálida y amiga, como la de Pepe). Para mí, lectora insaciable, fue un mentor, un amigo o hermano (mejor) para charlar sobre autores nuevos, sobre nuevos estilos. Cada una de sus visitas – 23 –


era una renovación de horas de calidez, relatos, risas y alegría. ¡Mi hermano! y Miriam junto a él, su mano derecha. Ahora ya no está pero sí se siente, si lo recuerdo «manoteo» entre los libros de Banda Oriental y salen Joseph Conrad, el terrible Faulkner, el querido Mario Delgado, el admirado Carlos María Domínguez, Fornaro. ¡Dios mío! ¡Toda una vida o vidas de los mejores escritores del mundo! Una colección admirable, que por suerte mucha gente de Minas tiene. No sé decir más, sé que Banda sigue; sé quiénes están y seguirá siendo Banda Oriental tal vez lo mejor del país, pero también sé que lo serán allí tras «las galeradas», con Miriam a su lado, llevándolos a todos con su campechana presencia y su bonhomía. ¡Que haya Banda Oriental muchísimos años!

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Omar Moreira HEBER RAVIOLO, UN HACEDOR Y MUCHO MÁS

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ara entender el milagro de Banda Oriental –bien que lo es atravesar la última cincuentena tan convulsionada y proseguir más vigorosa– es necesario comprender a Heber Raviolo. Felizmente conocí los pasos fundantes de la editorial porque nos relacionamos por el año 1951, en aquel gran mundo en efervescencia que era el Instituto Alfredo Vázquez Acevedo (iava). Heber escribió el prólogo al libro de Gualberto Trelles Merino (Una historia montevideana, ebo, 2010). «…integramos un mismo grupo gremial, Agrupación Reforma Universitaria (aru), de orientación “tercerista” e inocultablemente anarca. Allí militamos, junto a Gerardo Gatti, Germán Rama, José de Torres Wilson, Tito Martínez, Raúl Cariboni, Gervasio Guillot, José Obaldía, Omar Moreira y Rubén Prieto, para recordar solo algunos nombres hoy conocidos». Por aquellos años estuve en contacto con el grupo de asir, que comenzó a publicar libros allá por el año 60 y que luego ya tomará la forma de editorial en Banda Oriental con el respaldo del propio Domingo Mingo Bordoli. Creo haber sabido de la creación de la editorial por él y nos comprometimos a colocar diez ejemplares de algunos libros como una base social y económica. Desde aquel nucleamiento fuimos a dar a las páginas literarias de El Ciudadano, El País, de la mano de Domingo Bordoli y Arturo Sergio Visca. Muchos estudiantes jóvenes del Instituto de Profesores fueron arrastrados por aquel clima fermentario: de ese modo se tenía el encadenamiento deseado, el artículo periodístico, la nota más trabajada de revista y luego el libro, el mayor desafío. Ediciones de la Banda Oriental fue un emprendimiento desde esas raíces y lo llevó adelante Heber con su – 25 –


sabiduría –¿de dónde la sacó?– dejando formar y crecer otros liderazgos. Por allí pasaron José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, también Bocha Benavides, Washington Reyes Abadie, Bordoli, Aníbal Barrios Pintos y todos aquellos que prepararon materiales para estudiantes liceales (antologías: Darío, Bécquer, literatura española.) Fue así una usina de trabajo a la que se sumaron en un comienzo estudiantes de literatura del ipa. Banda Oriental –Raviolo, de hecho, era la editorial– en la época de la dictadura fue el amparo, de múltiples formas, de tantos destituidos, especialmente de la docencia. Los sucesivos locales, el de la calle Yi o el de Gaboto, fueron puntos de encuentro de tantos «humillados y ofendidos» y a la vez de serena resistencia, un espacio para aquellos que no lo encontraban. Banda fue un bastión de resistencia a la dictadura, en la que incluso a Heber Raviolo le tocó conocer el Cilindro Municipal, usado como cárcel en aquellos años. En lo personal debo reconocer un apoyo decisivo en el momento crucial de mi carrera literaria: escribí una novela histórica sobre la guerra de 1904, Fuego rebelde, luego de años de investigación y trabajo prolongado. Memoria que tenía muy viva por haber nacido y vivido en el epicentro de la misma. La editorial recién se iniciaba y tanteaba terrenos y por tanto el tema de la novela histórica era nuevo para aquel período cultural. Leímos el borrador con Heber en la estancia «Tres Marías», sobre el Cordobés, leguas más allá de los cerros y la estancia de Aparicio. Él me pasaba sus anotaciones o cuestionamientos puntuales y de aquel intercambio salió la versión definitiva de Fuego rebelde, que me significó un enorme orgullo. Raviolo no era elocuente ni brillante en su discurso –su modestia y bajo perfil se lo impedían– pero era un ejecutor de largo aliento de cultura nacional que hizo historia en los últimos cincuenta años. Nuestra generación –la del 60– tan raleada, pierde un amigo íntegro. Una pena honda, muy honda.

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Rosario Peyrou HOMBRE DE POCAS PALABRAS

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onocí a Heber Raviolo a principios de los años 70 en el Instituto de Profesores Artigas. Yo era, junto con Roger Mirza, delegada estudiantil al Consejo Asesor y Consultivo del ipa y Heber, delegado de los egresados. Eran los años previos al golpe de Estado, años difíciles en los que tanto el Consejo –un larvario cogobierno que reunía a los tres órdenes– como el director Alfredo Castellanos, navegaban en aguas turbulentas frente a una política cada vez más represiva del gobierno de la época, en una escalada que desembocó en la Ley de Educación aplicada por la dictadura y en las consiguientes destituciones del director y de muchos docentes (nosotros entre ellos). Allí, en ese ámbito, conocí de una vez y para siempre los rasgos que definen a Raviolo: su genuino compromiso con la cultura, su generosidad y su ya legendaria propensión al silencio. Cierto que me llevó varios años descubrir que la parquedad de Raviolo era una condición natural, que no tenía nada que ver con lo que hiciera o dijera su interlocutor, y que no había que ponerse nervioso ni intentar quebrar el silencio porque él estaba cómodo así y no consideraba que hablar más de lo indispensable fuera una obligación social. Los allegados de Heber repiten una historia que si no es cierta, merecería serlo. Dicen que cuando tenía cuatro años lo operaron de las amígdalas y varios días después de la operación su madre empezó a alarmarse porque no había vuelto a escucharle la voz. Pensó que algo había salido mal y lo llevó al médico. El otorrino lo revisó, encontró que todo estaba bien y, extrañado, le preguntó a Heber por qué no hablaba. El niño, impasible, contestó que porque no tenía ganas. – 27 –


Antes de saber esta historia y de conocer mejor a Raviolo, pasé algunos malos ratos con su silencio. Con él coincidíamos casi todos los días en el ómnibus 427. Yo lo tomaba para ir a mi trabajo en el Centro y Heber, terminada su jornada matinal de funcionario, subía en la Facultad de Arquitectura. Invariablemente se sentaba en el asiento de al lado, saludaba y se quedaba callado. Yo, que tenía menos de veinte años y era bastante conversadora, creía que si él no hablaba era señal de que se aburría y sacaba tema tras tema y hacía preguntas que Heber contestaba apaciblemente con monosílabos. Confieso que alguna vez me cuidé de sentarme en un asiento al lado de un desconocido para evitar la situación del monólogo sin respuesta. Varios años después me exilié con mi familia en Barcelona. Un día recibí una llamada desde Madrid. Era Heber, que vendría a Barcelona al día siguiente en tren y quería verme. La noticia me dio una gran alegría. Por verlo a él después de tanto tiempo y porque en esos años las comunicaciones eran lentas y trabajosas, y encontrarme con alguien como Heber era una ocasión de tener noticias frescas de Uruguay y saber de personas con las que había perdido contacto. Ese día planifiqué todo con detalle: me pregunté qué cosa le interesaría, a quién querría ver, y cuando iba camino a la Estación de Francia me asaltó el pánico: me imaginé una jornada entera con Heber siempre callado y yo sacando temas de debajo de las piedras, preguntando y contestándome a mí misma. Falsa alarma: Heber estaba –no diré que dicharachero, pero cordialísimo y moderadamente conversador. Me contó del ambiente cultural uruguayo, de lo que había que hacer para sortear la censura. Hablamos de amigos comunes, de libros y de las posibilidades de apertura. El ambiente de la capital catalana, tan distinto a la oscuridad montevideana de la que venía, debe haberlo inspirado. Cuando lo dejé en el tren, dos días después, tuve que reprocharme mi poca fe.

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Después de mi regreso seguí viéndolo con asiduidad en Banda Oriental. La editorial, que junto con Arca había sido fundamental en los años «del boom» en la creación de un público lector uruguayo, había sabido resistir y sobrevivir a la dictadura. Entre otros recursos, Heber había inventado la colección «Lectores de Banda Oriental», con un catálogo de clásicos modernos de primera línea, elegidos por él, que nutrieron las bibliotecas de miles de uruguayos y salvaron la economía de la editorial, donde trabajaba un montón de gente (incluidos varios ex presos a quienes Raviolo dio empleo). Fue un hombre bueno, solidario sin alharacas, y un editor de vieja estirpe, una especie casi extinguida hoy; un editor que solo publicaba lo que le parecía de calidad, y hasta el final, un lector fino y avezado, con quien la cultura uruguaya está en deuda. Morosoli estaba casi olvidado cuando Heber lo rescató, dio a conocer varios inéditos y lo estudió con inteligencia y sensibilidad. A lo largo de los años publicó a Líber Falco, la mayoría de los libros de Washington Benavides, pero también «descubrió» a escritores como Anderssen Banchero, Héctor Galmés, Tomás de Mattos, Mario Delgado Aparaín y Henry Trujillo. Banda fue el sello de casi toda la obra de Barrán y Nahum. Y la única editorial uruguaya que se ocupa de la literatura de Brasil. Le importaba el rescate de la memoria, el hilo que da continuidad a una cultura. En los últimos años en la colección «Biblioteca Ciudad de Montevideo» editó completos a cronistas como Isidoro de María y Sansón Carrasco. Compartí con Raviolo algunos jurados del premio Narradores de la Banda Oriental y poco antes de su muerte colaboré con él en la coordinación de una colección del cuento uruguayo. Siempre me impresionó su buen ojo para seleccionar, pero también su sencillez, su falta de arrogancia. Esa condición entrañable de estar al servicio de una tarea que amaba y a la que no pedía – 29 –


más que la alegría del trabajo bien hecho. No es casualidad que nunca haya reunido sus escritos en libro. Casi me animaría a decir que la condición de buen lector es como el oído musical, que si bien se mejora con los estudios formales, no «se aprende» si no hay una disposición previa. Heber tenía un instintivo ojo crítico, al punto que más de una vez me pregunté por qué no escribía ficción. Una vez lo escuché decir que en su casa de la infancia no había ningún libro. Que el primer libro que hubo lo llevo él, de niño. Y a los libros les dedicó la vida, una pasión que Miriam, su esposa, debe haber sufrido estoicamente, por la manera en que invaden el espacio doméstico. En compensación, Heber la llevaba al cine casi a diario y respetaba a rajatabla los rituales y los horarios. Una anécdota que cuenta Alcides Abella lo pinta de cuerpo entero. Un día llegó a Banda Oriental Luis Alberto Lacalle, que era en ese momento presidente de la República. Venía de visita, con su guardia personal y sin avisar. Heber lo atendió amablemente, pero a las 11 de la mañana le pidió que lo disculpara, que tenía que irse, porque él siempre se iba a esa hora. Y se fue tan tranquilo. Estoy segura de que no fue un desplante.

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