EL CINE ESPAÑOL DURANTE LA II REPÚBLICA Por Ignacio Oliva
1. Los primeros cines nacionales en Europa. Desde la transformación del invento del cine en una industria al servicio del entretenimiento y los ocios obreros, la evolución de la escena de los cines nacionales en Europa tuvo un desigual desarrollo. El cine español tardó en eclosionar, y tras unos comienzos completamente subsidiarios de la vecina cinematografía francesa, llegó a tener un impulso notable con la nueva situación política generada a partir de la proclamación de la II República, momento en el que florecieron nuevas propuestas culturales. Dichas propuestas estuvieron orientadas en dos direcciones: por una parte sacar al pueblo español de su secular atraso cultural a través de programas de alfabetización como fueron las célebres “Misiones Pedagógicas”; por otra, una apuesta por la difusión de la cultura popular a través de programas de teatro o música. Es importante señalar a este respecto la apertura de España en estos años a los vientos de cambio provenientes del resto de Europa, cambios ideológicos, artísticos o éticociviles y una liberalización general de actividades artísticas, muchas de ellas provenientes de la llamada generación intelectual del 27, donde artistas e intelectuales como Buñuel, Lorca, Alberti, Dalí, Altolaguirre o Zambrano entre otros, participaron activamente. El cine español, que en los años veinte había tenido un discreto recorrido en el que no salió de esquematismos formales más o menos zarzueleros, gozará en estos años republicanos, pocos por desgracia, de libertad y apertura hacia esa Europa tantas veces ignorada por las fuerzas más reaccionarias y montaraces de la España nacional-católica. Directores, actores y productores se miraron en los cines nacionales europeos para la creación de un cine español más abierto y competitivo. Pero para entender mejor el modo en que operó este proceso es preciso establecer una caracterización del contexto, de la evolución de esos cines nacionales en Europa. Veamos en primer lugar el cine francés, que había dominado la industria mundial durante los cruciales primeros años. La compañía Lumiére, autora del invento, logró mantenerse en la producción durante algunos años con productos esencialmente descriptivos que consolidaron el primer modelo naturalista cinematográfico, pero llegado el momento de entrar en la ficción y hacer inversiones a gran escala, abandonó la lucha, dejando el terreno libre a la competencia de sus compatriotas, especialmente Star Film -la mítica compañía del mago Georges Méliés- la casa
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Gaumont y, sobre todo, la casa Pathé. Méliés, El mago de Montreuil, capitalizó su cine más que con francos con una imaginación y un talento desbordantes. A pesar de las exigencias económicas cada vez mayores de un mercado en continua transformación y crecimiento, Méliés mantuvo Star Film en la escena durante años, siendo admirado y plagiado por su competidores, hasta que tuvo que hipotecarse a su más directo rival y compatriota, el astuto Charles Pathé, que acabaría con él. Éste, tras sus exitosas aventuras industriales con el gramófono, supo buscar cuando fue necesario el apoyo económico externo para financiar sus películas, y de este modo crear industria y capitalizar unas producciones de calidad que se impusieron en todo el mundo, especialmente en los Estados Unidos. Pathé llegó a crear un imperio muy rentable, aunque el concepto identitario o de identidad nacional no estaba aún muy definido. El primer rasgo de un concepto nacional en el primer cine francés fue el impulso industrial. Así pues el cine francés fue conocido más por su fuerza comercial, por decirlo así, que por sus signos culturales idiosincrásicos. Será unos años más tarde cuando la tensión de las vanguardias artísticas, con París como escenario heroico, llegue a contaminar el cine francés y a abrirlo a nuevas propuestas experimentales que marcarán sin duda unos valores propios. Desde el experimentalismo formal, el impresionismo hasta el surrealismo, el cien francés adquirirá una identidad propia que irá más allá del realismo formal del cine narrativo. Italia, en estos primeros momentos del nuevo arte, aunque no había brillado como potencia industrial, si impuso algunos signos de una identidad propia. Desde el punto de vista temático, las epopeyas italianas habían admirado al naciente Hollywood, y al mismísimo David Griffith. El primer cine italiano impuso, pues, el gusto por la historia y por la aventura y estos podemos considerarlos primitivos signos de identidad que distinguen a un cine nacional en esta época. Aunque también hubo experimentalismo vanguardista, el cine italiano que más trascendió fue el histórico, que llegó a crear escuela. En Alemania, otra gran cinematografía nacional europea, encontraremos esa identidad cinematográfica desarrollada con fuerza unos años más tarde, durante la década de los años veinte, cuando el cine de la República de Weimar llega a convertirse en uno de los más significativos e influyentes. El director de la empresa nacional del cine alemán, Eric Pommer, impulsó toda una estética fílmica nacida del fondo de la convulsa sociedad alemana que sucedió a la Primera Guerra Mundial. Los nuevos presupuestos que dieron lugar a la compleja respuesta artística ocurrida durante los años del llamado expresionismo, entre los que se encontraba sin duda la escuela del director escénico Max Reinhardt, ofrecieron al cine alemán un universo estético de un gran poder expresivo que identificó sin duda a toda una sociedad, a sus aspiraciones y
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a sus sueños rotos. Y fue durante esos años cuando se fraguó, entre frustraciones y anhelos compartidos, una clima moral donde crecieron, por un lado el humanismo y la espiritualidad, por otro, la tensión especulativa, la confusión y la intolerancia. A finales de la década de los años veinte el cine alemán contuvo una serie de valores culturales propios, algunos provenientes de una tradición tardo romántica que se identifica con golems, monstruos y oscuras imágenes de la muerte que sobreviven al otro lado del Rhin, otros provenientes de la vanguardia artística centroeuropea y de las aventuras berlinesas. El cine alemán de la República de Weimar dio así grandes autores. La fascinación por el romanticismo oscuro en Murnau se une al talento de la guionista Thea von Harbou y al no menos talentoso Carl Mayer, con quien aborda el triunfo de “film de instintos”. Fritz Lang, en su matrimonio real y artístico con la guionista Thea von Harbou llegó a dar al cine alemán un contrapunto de género: La saga del Doctor Mabuse, estafador e hipnotizador heredero de Caligari, ofreció el retrato realista de la especulación campante en la sociedad alemana de esos momentos, como fue escrito en los programas de mano de presentación de la película, pero Metrópolis o Una mujer en la luna ofrecieron un giro hacia la aventura y la ciencia ficción, que probó la versatilidad de Lang. Durante esta década el cine alemán conquistó una identidad clara en todo el mundo que le hizo claramente reconocible, pero consolidó además una industria en la que se miraron todos los países de Europa, y también España, cuyos actores y técnicos viajaron a menudo en estos años a Alemania a aprender técnicas de trabajo. A finales de la década de los veinte los signos identitarios del cine alemán se vieron distorsionados por una suerte de esencialismo que se presentó como cultural y wagneriano pero que se reveló enseguida como peligrosamente violento. Cuando el fascismo llegó a tomar el poder democrático, tuvo como objetivo estrangular a la República de Weimar con un aparato legislativo cada vez más estrecho, y el resultado fue una fractura social que acabó dividiendo a toda una generación artística. Cuando Goebbels afirmó en Nuremberg que no era malo que el arte conquistara sus objetivos con las armas, aunque era mejor que conquistara los corazones, fue suficientemente esclarecedor. Pero unos años más tarde Fritz Lang, admirado por el Führer desde que había visto Metrópolis a finales de los años veinte en un pequeño pueblo, recibió la respuesta a todas sus dudas cuando el propio Goebbels le dijo: ”Nosotros decidiremos quién es judío”. Lang tuvo claro desde ese día que tendría que abandonar Alemania. La voluntad de búsqueda de valores propios de afirmación nacional por parte de un pueblo descontento con la presión internacional a la que le sometieron los aliados tras la Primera Guerra Mundial fue transformándose en este esencialismo ario en la superficie, un discurso populista, pero en el fondo iba creándose al mismo tiempo una formidable máquina de guerra preparada para actuar.
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La delirante pulsión nazi hizo del cine y del arte en general su presa para la defensa de valores propagandísticos, unos valores identitarios completamente deformados y con un creciente trasfondo violento de fatales consecuencias para el destino de una Europa que, atemorizada por la amenaza roja del este, no supo ver el peligro que tenía delante. Esa amenaza roja no era otra que la soviética, que había consolidado un estado comunista y ateo tras la Revolución de octubre de 1917 y que representaba una amenaza, entre otras cosas, para la toda la Europa católica. En la Unión Soviética se habían establecido también las bases para el desarrollo de una cinematografía propia, atendiendo a la consideración de Lenin de que el cine era la más importante de las artes. Durante los años veinte se produjo un amplio y acalorado debate en el cine soviético con varios frentes abiertos, todos ellos guiados por el experimentalismo vanguardista y la necesidad de crear nuevas claves para un nuevo cine. Desde la fascinación por la realidad objetiva de Vertov y su “cine-ojo” hasta la admiración por Chaplin y el cine americano de la Fábrica de Actor Excéntrico, pasando por personalidades de marcado carácter revolucionario como Eisenstein o Pudovkin, autores además de grandes contribuciones teóricas a ese debate estético. El cine soviético ofreció a la escena del cine europeo esa suerte de conciencia de motor de la historia e impuso, sobre todo, nuevas ideas para ese decisivo proceso técnico que nunca más volvió a ser lo que había sido desde Griffith como fue el montaje. El cine soviético, antes de caer en una búsqueda de su identidad a través de esquemas de un realismo feroz que dieron poco de sí, impuso en todo el mundo una nueva forma, una nueva pedagogía, y un nuevo destino histórico-dialéctico para un arte nuevo.
2. El cine español en la encrucijada: El caso de Benito Perojo y Florián Rey. Durante los años veinte la producción muda del cine español fue, salvo algunas excepciones, un cine costumbrista, zarzuelero, regionalista y esencialmente rural. Fue a principios de los años treinta, coincidiendo con la crisis política que acabó instaurando la II República española, cuando apareció el cine sonoro y las nuevas posibilidades técnicas que este ofrecía. Desde luego la irrupción del cine sonoro supone una contingencia técnica y como consecuencia de ello se produce una parada de la producción hasta que ese cine sin horizontes ni infraestructura lograra adaptarse a la nueva técnica cinematográfica. La II República no dio al cine español una época dorada pero si puso las bases para la creación de una industria que intentara competir con otras cinematografías nacionales, desde el punto de vista técnico y expresivo. Ya
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eran muchas las voces en toda Europa y también en España que intentaban salir al paso de los intentos hegemónicos de la máquina industrial cinematográfica norteamericana. En esta corriente, el Congreso Hispanoamericano de Cinematografía planteó, ante el desafío americano, medidas oficiales urgentes de protección, promoción y cooperación. La búsqueda de una identidad cinematográfica nacional iba de la mano, en primer lugar, de proteger y fomentar la exigua industria patria. A esta experiencia hay que sumar la aparición en esta época de cineclubs, creados fundamentalmente por organizaciones de base y sindicatos de izquierda, aunque organizaciones fascistas como Falange Española también crearon sus cineclubs. Sus objetivos eran crear un cine no directamente comercial, a la vez que, en una clara apertura a la influencia del cine soviético, crear un cine con vocación pedagógica, un cine de concienciación social y política. El cineasta Luis Buñuel, que ya había hecho en Francia sus obras “Un perro andaluz” y “La Edad de Oro” y por las que era suficientemente conocido, se implicó personalmente y creó una red de cineclubs como una de las tareas del proyecto de “Misiones Pedagógicas” del gobierno republicano. Y en esa red se produjeron las primeras proyecciones de cine sonoro en España, especialmente en Barcelona, donde se registraba un mayor movimiento intelectual y artístico, además de Madrid. Aunque la primera película sonora española
fue El
misterio de la Puerta del Sol, dirigida por Francisco Elías en 1929, las más relevantes fueron las de Benito Perojo y Florián Rey, los dos directores más importantes del cine español durante la II República. Es importante señalar la dependencia técnica del cine español de estos años, ya que el tejido industrial cinematográfico nacional era muy débil, y por eso las primeras producciones españolas se hicieron en estudios alemanes, franceses e ingleses, del mismo modo que el proceso de sonorización de las películas rodadas en España se hacía en estudios extranjeros. Hay que señalar que, además, había un mercado que no sólo era España sino todo el conjunto de países de América latina. Entre 1930 y 1933 se rodaron en España 18 películas mientras que las compañías norteamericanas que tenían divisiones trabajando en producciones en español para ese mercado, especialmente la Fox y la Metro Goldwyn Mayer, rodaron 170 películas. En España hubo movimientos financieros para constituir una serie de empresas que lograsen levantar el cine nacional. Cuatro fueron las iniciativas más importantes que vamos a mencionar seguidamente. La más importante fue CIFESA, radicada en Madrid y que produjo las películas más emblemáticas de estos años, especialmente las del director Benito Perojo. A ella hay que añadir CEA (Cinematografía Española Americana), creada por el escritor Jacinto Benavente y radicada también en Madrid, fundamentalmente al servicio de proyectos abiertos a colaborar con el cine norteamericano. Menos importantes fueron ECESA (Estudios
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Cinema Español S.A.) radicada en Aranjuez, y FILMÓFONO. A estas iniciativas empresariales está unido el destino y el talento de algunos directores, entre los que se encuentran los más importantes, el ya mencionado Benito Perojo, Florián Rey y el diplomático Edgar Neville, aunque también cabría destacar, en un nivel inferior, a Francisco Elías, Eduardo García Maroto o José Luis Sáenz de Heredia. El caso de Benito Perojo fue el más significativo por su calidad fílmica indiscutible y por su especial sentido formal, llegando a ser el director español más importante de esta época. Especializado en comedias populares con un aire desenfadado y hedonista, Perojo había dirigido antes dramas de hondo calado social como La aldea maldita, en 1930, pero cuando fue fichado por CIFESA fue cuando desarrolló realmente su carrera. Perojo tenía fama de cosmopolita, ya que había rodado en Francia y en Estados Unidos, era un cineasta culto y refinado, había viajado y había visto las más importantes películas de la época, con lo que la factura de sus obras trataba de estar a la altura de producciones internacionales. En muchos casos incluso reclamaba trabajar con técnicos extranjeros dada la pobre situación técnica en España y así se explica la gran elaboración formal de sus películas. En 1933 presentó con éxito en el festival de Venecia la película Se ha fugado un preso y obtuvo el primer premio de una película española en un festival internacional, las que siguieron una película por año: El negro que tenía el alma blanca (1934) y La verbena de la Paloma (1935) que constituyó la mejor versión hecha de semejante argumento dramático además de una rareza, ya que supuso una de las pocas películas musicales de la historia del cine español. Pero ya en estos años el clima de crispación política en España había ido en aumento. En octubre de 1933, a un mes de las elecciones generales,
se constituyó a puerta
cerrada en Madrid la organización fascista Falange Española, fundada por José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador Julio Ruiz de Alda, y en la que se dieron cita monárquicos, patrióticos y militares bajo un ideario centrado en antiliberalismo, antimarxismo, nacionalismo y totalitarismo. Su creación fue vista con buenos ojos por los medios afines al exiliado rey Alfonso XIII, especialmente un punto de su ideario: la disposición a asaltar y destruir violentamente el estado de derecho. En las elecciones generales del mes siguiente, elecciones en las que votaron las mujeres en España por primera vez, ganó por aplastante mayoría la derecha y desde un gobierno presidido por Lerroux se sucedieron episodios de disturbios callejeros y protestas, sobre todo cuando reestableció la pena de muerte. Por enumerar algunos hechos que sucedieron inmediatamente después y que condicionaron de un modo muy directo a la creación cinematográfica y a toda la sociedad española podríamos citar los siguientes: La revolución minera de octubre de 1934 en Asturias, duramente reprimida por el gobierno y que se saldó con la detención de más de 30.000 personas en campos de
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reclusión especiales y entre las que se encontraban personalidades políticas de la relevancia de Largo Caballero o Manuel Azaña; la huelga general y proclamación de la república independiente de Cataluña por parte de Companys, presidente de la Generalitat, que reprimida con dureza por la guardia civil con un saldo de 45 muertos. Así, las crisis de gobierno fueron continuas hasta 1936, año en que ganó las elecciones el izquierdista Frente Popular y de las que salió un gobierno presidido por el veterano político Manuel Azaña, que volvió así a escena, para ser proclamado inmediatamente después presidente de la República, tras la tempestuosa destitución de Niceto Alcalá Zamora. Durante estos años inestables todo se tambaleaba, y la industria del cine no era ajena a ello. CIFESA encargó a Benito Perojo una adaptación de
Nuestra
Natacha,
un
texto
de
Alejandro
Casona
caracterizado
como
moderadamente liberal y este fue su último proyecto antes de la guerra civil, que estaba a punto de estallar. De hecho, concluyó la película a finales de julio de 1936, empezada ya la guerra. CIFESA quedó del lado republicano y continuó durante los años del conflicto haciendo producciones de menor calado ya que la producción más importante de estos momentos fue sin duda el cine documental. Benito Perojo se exilió a Alemania y encontró refugio en Berlín, donde estaba radicada Hispano Films Produktion, de signo fascista y que le contrató para hacer películas de corte populista como
El barbero de Sevilla y Suspiros de España, ambas de 1938, que fueron
completadas con Mariquilla Terremoto, basada en un texto de los hermanos Álvarez Quintero. Estos films supusieron un momento un tanto frustrante para Perojo y se mostró más rígido y distanciado con los temas que en trabajos anteriores. El contexto político le pesaba como una losa. En la España en conflicto el frente republicano retrocedía cada vez más ante un ejército armado hasta los dientes por Hitler, y el último intento desesperado del ejército del pueblo se tradujo en la sangrienta batalla del Ebro, que se saldó con más de 20.000 bajas. En la propia Alemania las cosas se estaban complicando día a día. Hitler se anexionó Austria en marzo de 1936 y unos meses más tarde forzó a los atemorizados jefes de estado europeos a aceptar su anexión de los Sudetes en Checoslovaquia, un paso más en su expansión imparable. Benito Perojo era ya consciente de la situación y del triunfo inminente del fascismo de Franco en España, con lo que su último trabajo en el exilio fue una película más sombría que las anteriores, titulada Los hijos de la noche y rodada en Italia en 1939. Esta obra, rodada con más brío y firmeza que las anteriores contó con la ayuda en el guión del escritor Miguel Mihura. El trabajo de dirección de actores de Perojo es muy destacable en esta película ya que se distanció del histrionismo y modos teatrales de otras obras. En 1940, concluida ya la guerra civil, Benito Perojo regresó a una España hambrienta y destruida y allí dirigió su última película destacable, Marinela, en los
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estudios Orphea de Barcelona. Aunque parte de un texto del escritor republicano Benito Pérez Galdós, Perojo recibió la recomendación de hacer uso de una adaptación más “adecuada” de los hermanos Álvarez Quintero. Podemos decir que éste fue el canto del cisne de Benito Perojo, ya que poco después decidió abandonar España rumbo a Argentina, como gran parte del exilio republicano español, y allí estuvo más de diez años antes de regresar de nuevo a España para dedicarse, fundamentalmente, a la producción. Al igual que Benito Perojo, Florián Rey fue el otro gran director español de los años treinta, y concretamente, de la época de la II República. Más cercano a ideas nacionalistas que Perojo, trabajó en un interesante “filo de la navaja” que a veces ofreció sorpresas. Durante los años de la República Florián Rey había desarrollado un estilo populista muy en boga entonces, lleno de dinamismo y acción. De hecho fue el director más comercial de ese momento con dos obras que fueron las más vistas por el público español de la época. La hermana San Suplicio (1934), Nobleza Baturra (1935) y Morena Clara (1936) que supusieron el trampolín para la definitiva popularidad de Florián Rey. La crítica elogió el feroz retrato de sus oscuros dramas rurales, un poco al estilo Kammerspielfilm o film de instintos alemán de los años veinte. En 1938 se atrevió con una versión de la célebre Carmen, escrita por Mérimée en 1845, y tituló a su película Carmen, la de Triana. Desde un fiel tratamiento del texto, Rey se toma algunas licencias expresivas con el contexto y elabora un discurso claramente identificado con los valores de la nueva España: acentúa de un modo evidente todo el ambiente castrense con un claro protagonismo de los valores militares, al tiempo que condena el deseo libre que conduce fatalmente al personaje de Carmen y que la aboca al fracaso de sus amoríos.
3. Otros directores: Elías, Neville, Maroto y Sáenz de Heredia. Y vamos a cerrar este recorrido en torno al cine español durante la II República con la presencia de los directores Francisco Elías, Edgar Neville, Eduardo García Maroto y José Luis Sáenz de Heredia. Francisco Elías se había formado como técnico en Francia, en los primeros momentos del cine primitivo, y siguiendo la llamada de la naciente industria del cine en los Estados Unidos desembarcó en la costa este, donde llegó a trabajar de un modo profesional en muchos proyectos, lo que le hizo adquirir una buena base técnica. A mediados de los años veinte regresó a España y rodó como director una película muda en 1928, Fabricante de suicidios, con la que puso de manifiesto sus dotes y oficio narrativos, aprendidos de la mano del mismísimo David Griffith. Un años después, en 1929, rodó la primera película sonora española, Misterio en la Puerta del Sol, para pasar seguidamente a una serie de películas donde dominaba el tono cómico y musical. Durante la II Republica, Elías trabajó en un cine marcado, como sus compatriotas Perojo y Rey, por seguir los gustos del público, y Boliche (1933) Rataplán (1935) y, sobre todo, María de la O (1936) se disputaron la
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preferencia de la taquilla con Florián Rey. El estallido de la guerra civil sorprendió a Elías en Barcelona, en zona republicana y, aunque ideológicamente estaba más cercano al frente nacionalista, se hizo cargo de las iniciativas cinematográficas de la Generalitat de Cataluña. Volcada en el cine documental, ya sea signo anarquista o socialista-comunista, el cine institucional catalán y, en general, del resto del bando republicano español, fue un verdadero banco de pruebas para cineastas especializados en documental e intelectuales comprometidos como Joris Ivens. André Malraux, Hemingway, John Dospasos, etc. Francisco Elías trabajo en películas menos inspiradas en un compromiso firme como ¡No quiero…no quiero! rodada en 1937 con texto del escritor Jacinto Benavente y que a partir de 1940 tuvo, por cierto, un largo recorrido comercial en la España fascista del gobierno de Burgos. Eduardo García Maroto fue un director menor, aunque hizo algunas importantes aportaciones. Iniciado como montador, escribió varios cortometrajes junto a Miguel Mihura, rodados entre 1934 y 1935: Una de fieras, Una de miedo y Una de ladrones, fueron tres películas de cortometraje consecutivas, antes de entrar en un paréntesis que duró casi toda la guerra civil hasta que en 1939 dirigió Los cuatro robinsones. El cineasta fascista José Luis Sáenz de Heredia era primo hermano del fundador de Falange Española y combatió en el bando nacionalista del general Franco. Durante los años de la II República estudió arquitectura y tuvo diversas incursiones en el texto dramático antes de dirigir Patricio miró una estrella, en 1934 , y las dos siguientes Hija de Juan Simón y Quién me quiere a mi en 1935. Pero el director más importante de este segundo grupo fue sin duda el aristócrata y diplomático Edgar Neville, con quien acabaremos nuestro recorrido. El caso de Neville fue el de un cineasta que no realizó una obra profesional hasta después de concluida la guerra civil, momento en el que verdaderamente desarrolló su obra más importante, tres películas realizadas en plena posguerra, entre 1944 y 1946. Hombre culto, inteligente e inquieto y abierto a las vanguardias europeas, trabó amistad con algunos de los más influyentes miembros de la generación intelectual del 27, entre los que se contaban los escritores Ramón Gómez de la Serna o Federico García Lorca. Hizo un par de cortometrajes cómicos muy reseñables durante la época de la II República Malvado Carabel en 1935 y La señorita de Trevélez en 1936, en los que puso en juego su afilada ironía para ridiculizar el provincianismo español. Durante la guerra civil rodó varios documentales de signo fascista entre los que destaca Frente de Madrid, rodado en Italia en 1939. A pesar de su colaboracionismo con el régimen, Neville fue capaz de distanciarse del almidonado estilo del cine franquista en los años cuarenta para dirigir obras de la calidad indiscutible de La torre de los siete jorobados (1944), Domingo de carnaval (1945) y El crimen de la calle Bordadores (1946) en las que puso de manifiesto su brillantez y peculiar estilo dramático, lleno de sabiduría sobre los extremos del pueblo español. El cine español continuó, como hemos dicho, durante la contienda civil centrado fundamentalmente en el cine documental, que se constituyó como referencia altamente significativa para el mundo, pero su recorrido excede el propósito de estas
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