DE REYES y PRINCESAS Cuentos del Grado Séptimo
Proyecto
Un Cuento Áreas responsables Sociales, Castellano e Informática Docentes responsables Viviana Manrique y Joaquín Solano Edición y Corrección de Estilo
Joaquín Solano COLEGIO EL TESORO DE LA CUMBRE IED Bogotá, Colombia - 2016
1 El rey dejado entre nubes Por Wendy Acosta (701)
Este era un castillo en la parte más alta de una colina, que en días nublados desaparecía a la vista. Esa era la razón de que hasta muy lejanas tierras se cocieran historias fabulosas entorno a este reino. Debajo de la colina, reposaba un pueblo de gente muy pobre. Había también un sacerdote en la comarca y era muy bondadoso sin duda, pues no negaba su ayuda a quien lo necesitara nunca. Así se le conocía. Un día aquel sacerdote se atrevió a ir al castillo y pedir audiencia al rey. El sacerdote quedó impresionado por la opulencia que pudo ver: las cortinas de terciopelo, los pisos brillantes, el mobiliario hecho con las más finas maderas, los uniformes de los guardias de telas jamás vistas; en cada detalle había evidencia del buen gusto en la corte. El rey le hizo seguir ante su trono y, cuando se le dio la palabra, y eso no fue antes de inclinar el rostro y hacer una torpe reverencia ante el monarca, el sacerdote suplicó una muestra del favor del rey para con estas pobres gentes que habitaban el pueblo miserable que sufría bajo su sombra. El rey, que tenía fama de muchas cosas además de cruel, respondió que no compartiría, de ninguna manera, sus manjares con gente pobre y sucia. El sacerdote sintió gran indignación por la respuesta del rey y le exigió que mostrara mayor respeto por el pueblo, pero el rey, que poca bondad tenía en su corazón, llamó a sus guardias y les ordenó escoltar a aquel iluso sacerdote fuera del castillo. El
sacerdote quiso oponer resistencia pero sus fuerzas eran escasas ya por la edad, así que no tuvo otra alternativa sino dejarse llevar, por lo que le pareció una turba de gente armada. El pueblo estaba expectante, a la espera de buenas nuevas que trajeran regocijo a sus corazones; cuando el sacerdote bajaba la colina, pudo ver desde lejos que estaban todos reunidos en la plaza central a la espera de recibir el alimento de su rey. Pero el sacerdote traía sus manos vacías y su rostro decaído. Dos jóvenes del pueblo se apresuraron y le llegaron al encuentro; le preguntaron, ávidos, por la suerte de su misión, pero el aspecto del sacerdote fue suficiente para entender la negativa del rey a la petición. El pueblo se sumió en una tristeza trágica. Una semana después, se celebraba en la corte el cumpleaños del rey. Los príncipes, princesas, reyes y reinas de los reinos cercanos fueron todos invitados, y asistieron alegremente. Cortesanos, damas de alta alcurnia, ministros y embajadores de reinos lejanos asistieron también a la cita. La fiesta era extraordinaria desde todos los ángulos posibles. Corría el vino por doquier y la comida no era escasa. Los vestidos de las damas y los trajes de los caballeros eran sencillamente impresionantes. Las risas ahogaban el ambiente y un espíritu festivo se respiraba por todas partes. Los más pequeños corrían por los salones tratando de alcanzarse unos a otros. Todas las estancias preciosamente dispuestas fueron ocupadas por hombres con barbas y bigotes espléndidos que exhibían suntuosos uniformes con preciosas medallas
en el pecho, y por mujeres finamente vestidas y maquilladas, que dialogaban en exceso, de manera alucinante. Entre otras cosas, como ya dijimos antes, el rey tenía fama de cruel, pero quizá lo que más se comentaba entre estos poderosos era su fascinación y descontrol por las mujeres bellas y el licor. Justo estaba embebido en su mayor afición cuando, fruto de su exceso, decidió el rey, en aquella fiesta, que el hombre capaz de vencerle en una contienda a espada, lograría de él una gran riqueza y su respeto. Había en el lugar pocos espadachines suficientemente diestros que podían hacerle frente y vencerle, batirle en la contienda, pero ninguno se atrevió a enfrentarle conociéndole sus excesos, y además porque de avergonzarle (pues, difícilmente, el rey tomaría su pérdida de otra manera) la muerte podría ser el fin de aquella alegre velada. No hubo, entonces, nadie que osare tal hazaña. Al no haber contendiente entre los invitados, el rey ordenó que, antes que terminara la noche, fuera informada toda la plebe acerca del reto del rey para que quien quisiera blandir su espada con él, lo hiciera, y de vencer, recibiera de manos del rey el jugoso botín que ofrecía. En la aldea, hubo un silencio sepulcral; nadie, en ella, había nunca tomado una espada en sus manos y, mucho menos, combatido, de modo que no hubo emoción manifiesta; sólo el sacerdote dibujó en su rostro una fascinación que capturó de inmediato las miradas de todos. Sin mediar palabra, se dirigió decidido al castillo entre las súplicas de las mujeres que lloraban y gritaban que “alguien”, de alguna
manera, hiciera desistir a este terco clérigo de ir al encuentro con la muerte; una muerte segura. Un guardia se acercó y enteró al rey de la aparición de un rival, que esperaba su aceptación a las puertas del castillo. El rey inflado en su delirio hizo público tal aparición y ordenó, voz en cuello, que trajeran ante él, al valiente. Cuando lo vio e identificó, rabió como perro y soltó además tantos insultos como pudo, al punto que hizo sonrojar a las damas. Todos se habían congregado en el salón mayor y estaban fascinados de saber cómo terminaría la velada. El rey ordenó que vistieran al sacerdote adecuadamente para el combate y le dieran una espada. El sacerdote estaba en el ojo de todos, que, de paso sea dicho, se preguntaban quién sería el infeliz. Se sentía incómodo por la malla que cubría su pecho y que nunca antes había usado. Le temblaban las manos, tanto por la pesadumbre de pensar en qué se había metido, como por el peso del arma que le resultaba inadmisible. El rey tomó su tiempo para cubrirse también y elegir la espada. Acomodó sus guantes mientras se acercaba al ruedo y le miraba con desprecio. Al primer encuentro de las hojas, la espada del sacerdote fue a parar bajo las faldas de una dama que enseguida saltó aterrorizada. Todos, en el salón, sabían que el pobre infeliz no tenía oportunidad frente al rey, pero empezaron a sentir algo que ya habían olvidado: compasión. El rey dio unos pasos atrás para que el sacerdote pudiera recobrar la espada, y nuevamente arremetió contra él. Esta vez, la torpeza en sus reflejos no fue
afortunada y la hoja de la espada del rey hirió gravemente el muslo del clérigo, quien de inmediato soltó un quejido grotesco. No hubo más gritos ni risas. Todo en el salón era un total silencio. El sacerdote sangraba e intentaba con torpeza agarrar la espada que ya no podía sostener, mientras el rey meneaba la cabeza de un lado a otro, presagiando el triste final de su contendiente. De repente empezó a oírse una voz diminuta que desde el fondo del salón suplicaba tímida “misericordia”. El silencio era tal que la voz parecía tener el poder de una gran multitud. A esa voz se sumó una más, y otra, y otra, hasta convertirse en un muy tímido murmullo que escapaba de los labios de todos los presentes. Nadie se atrevía a alzar la voz, pero la pesadumbre se podía sentir a leguas. El rey miró alrededor estupefacto. Fueron apenas segundos que parecieron horas. Alzó, a la vista de todos, su espada y la clavó desafiante en el sacerdote, quien hizo una mueca y murió. Un suspiro frio atravesó el lugar. Uno a uno, inclinó su rostro y, en el más completo silencio, abandonó el lugar. Sólo quedó el rey, con su espada desnuda bañada en sangre, y aquel tonto anciano tirado inerte, a unos pocos pasos. Ni aun sus guardias quedaron en el castillo; el rey quedó completamente sólo. Dicen, quienes viajan a esas tierras lejanas, que el castillo desapareció entre las nubes para nunca más ser visto. Los lugareños también abandonaron la comarca. Del rey, nunca se supo nada, solo que, junto con el castillo, pereció de la memoria de todos aquellos reinos que en ese tiempo existieron, y que
solo hasta hoy, querido lector, que lees estas líneas, se recuerda con no poco desprecio.
─Fin─
2 El reino secreto de Arpía Por Luís Alarcón (701)
Érase una vez, un reino secreto en el interior de un volcán que se alzaba majestuoso en una pequeña isla, en medio de un gran océano. Se trataba de una fortaleza que nadie nunca hubiera podido menguar si hubiera siquiera querido intentar. Lo regía, con gran crueldad, una bruja que no sabía ya hechizar, pero era hermosa como ninguna otra mujer en el mundo conocido. Esta bruja había alcanzado, alguna vez, tanto poder y tal capacidad que ninguna otra bruja, por vieja o poderosa que fuera, nunca osó molestar. Nadie sabía cuál era su verdadero nombre, pero ella misma se hacía llamar Arpía, la reina Arpía; con tal recelo que quien estando en su presencia, pronunciara su nombre de manera errada era convertido en un santiamén en un asqueroso sapo. Por supuesto, decimos esto de cuando tenía poderes mágicos, porque los perdió cuando enfrentó a Coba. Coba era un niño más entre los cientos que había Arpía robado del mundo exterior para convertirlos en sus esclavos. Arpía los encantaba y regresaba al mundo exterior para que obtuvieran, para ella, ─aprovechando ese poder increíble, el cual ella temía; ese que los humanos llaman “ternura”─ extraer de las personas adultas todo vestigio de cariño, y con ello hacer de su mundo un sitio estéril. Arpía ideó un plan “B”, a fin de acabar con el amor, y fue engañar con su belleza a la raza de los hijos de Adán. El engaño consistió en hacerles creer que era más valiosa la hermosura que el amor
verdadero, y funcionó. Su encanto se extendió por toda la tierra. Un día, Coba, pensó que algo olía muy mal en todo esto, mucho más que su pañal; de modo que se echó a llorar hasta fastidiar a Arpía, a tal punto, que se acercó a Coba, tanto como nunca lo había hecho con ningún otro. Enojada por el berrinche, le gritó, y Coba empezó a gimotear incrustando su labio superior dentro del inferior y dejando escapar unas diminutas lágrimas por su redonda mejilla. Arpía, muy encolerizada, acercó su rostro al de Coba y notó sus labios pequeños, rosados y mojaditos; notó también las lágrimas y la manera como rodaban por esas mejillas popochas, sonrojadas y peluditas; notó que tenía unos ojos grandes y redonditos muy, pero muy lindos, color café; entonces, se echó rápidamente hacia atrás, perdiendo el equilibrio y cayendo de cola en el piso, frente al baboso angelical. Sacudió su cabeza como si alguna idea ajena quisiera colársele y conquistarle, para resistirle. Se levantó con torpeza y afán; sacudió su vestido real y se acomodó el cabello. Ese fue el día en que Arpía perdió su poder, pero ni aún ella supo cómo sucedió. Coba creció, pero Arpía nunca más volvió a acercársele porque le llegó a tener mucho temor. Había algo en ese niño que podía destruirla, y ella lo sabía. Pero Coba empezó a tener ideas propias acerca del mundo y del amor; más aún, acerca de ser libre para tener un hogar y una familia. Así que decidió huir de la isla. Coba caminó torpemente por entre el bosque, una noche en la que el cielo se engalanó de estrellas;
estar admirándolas le significó varios tropiezos. Coba estaba fascinado con el espectáculo. Al llegar a la orilla vio un pequeño bote en la arena; corrió hasta él y vio en su interior una corona que le dejó sorprendido. Arpía notó la ausencia de Coba cuando sus duendes serviles corrían de un lado a otro llamando a Coba, angustiados de poder encontrarle. Coba subió al bote y empezó a remar con su poca fuerza, intentando vencer las olas y entrar a mar abierto. Sus esfuerzos se veían poco recompensados y empezó a sentirse frustrado. Miraba en todas direcciones, rogando al cielo que no hubieran notado su ausencia muy pronto y tuviera tiempo para huir. Pero, nuevamente, se fijó en la corona. ─¿Quién la habrá puesto allí? ─, se preguntaba. Al ver que su plan parecía derrumbarse ante sus ojos, decidió tomar la corona y examinarla más de cerca; era preciosa. Sin pensarlo, la puso en su cabeza y dijo: ─¡Oh, si pudiera salir de esta tonta playa!─. De repente, en un pestañeo, su bote y él, aparecieron a 400 metros de la orilla, donde las olas no podían retenerle más. Coba sacudió su cabeza y se frotó los ojos. Una idea cruzó por su mente y era que algo mágico había ocurrido en ese momento. Queriendo comprobarlo, cerró los ojos y dijo: ─Quiero estar de nuevo en la playa─. Nuevamente, en un abrir y cerrar de ojos, apareció en su bote, sobre la arena. Luego, pensó si la corona que tenía en la cabeza tendría algo que ver, así que probó de nuevo, pero retirándosela; nada ocurrió. Se puso, otra vez, la corona y la magia ocurrió, una y otra, y otra vez.
Luego de divertirse un rato, se marchó para siempre de aquella isla. ¿A dónde? No se supo. Pero Arpía nunca más fue la misma. Todas las noches estrelladas, Arpía visita la playa de donde huyó Coba; mira hasta donde le alcanza la vista e imagina cómo será Coba ahora, que han pasado los años. Se lo imagina sonriendo y en tanto, deja correr unas lágrimas por sus mejillas. Nunca se lo ha dicho a nadie, pero la corona era suya y desde que Coba partió, no extraña ni la corona ni su antiguo poder; lo que más extraña es a Coba y su mayor deseo, que, algún día, él regrese.
─Fin─
3 Los esclavos de Irfi Por Brayan Bohórquez
Una formidable nave cruzaba el mar con sus velas al viento. En su interior viajaban, además de la tripulación, dos reyes y cuatro sacerdotes. Seguían las instrucciones de una pitonisa que les había asegurado que tendrían éxito en su travesía si viajaban juntos y trabajaban en equipo. Había una leyenda acerca de un reino muy poderoso, el reino de Irfi, en el que sobreabundaba el oro y las piedras preciosas, pero que era protegido por miles de esclavos, expertos en la guerra, capaces de vencer cualquier ejército conocido. Debían navegar hasta los confines del mundo y desembarcar en tierras donde la vegetación no era verde sino azul. Allí continuarían a pie hasta la montaña negra donde encontrarían la entrada a este reino. Cuando zarparon de Malta, cuidaron de reunir las provisiones necesarias para el viaje a pie y de conseguir un guía; esto último fue muy difícil hasta que conocieron a Rita, un aborigen muy extraño que Hablaba a media lengua el idioma de estos reyes y sacerdotes, pero que, aseguraba, conocía muy bien la lengua de Irfi, porque había escapado de allí, siendo muy joven. Las tierras con vegetación azul fueron razón de estupefacción para los viajantes, menos para Rita, quien no dejaba de golpearse con unas matas el rostro y las piernas, mientras repetía una y otra vez unas palabras difícil de articular.
No habían avanzado unos 4 kilómetros cuando fueron atacados por una banda de chimpancés. Les quitaron todas las provisiones y los dejaron rasguñados y malheridos. Sólo lograron salvar las armas (tres espadas y dos arcos con 29 flechas) y sus ropas. Rita quedó desnudo después del asalto pero, aun así, no dejaba de golpearse con las matas, en su rostro y piernas. Pasadas unas horas, una gran nube negra cubrió el cielo y se desató una tormenta que les impedía caminar. Buscaron refugio entre unas rocas y pronto lograron encender un fuego para calentarse. Tenían hambre, pero pesar de todas las vicisitudes, mantenían el ánimo arriba, porque estaban convencidos de poder sortear el poder Irfi y robar sus tesoros. Después de varios días de camino y de comer plantas, algunos insectos y frutos de los árboles, llegaron al pie de la montaña negra. Era espeluznante. Iniciaron el ascenso con la poca energía que aún tenían, pero a medida que avanzaban, la montaña se las robaba, de modo que, a media montaña, se arrastraban como muertos. Al llegar a la cima, creyeron morir, pero entonces se vieron rodeados por unos guerreros fantásticos, corpulentos como ningún hombre en la tierra, de una piel color negro intenso y unos ropajes espléndidos. Portaban en sus manos unas armas preciosas, cuidadosamente talladas con figuras que también aparecían en sus trajes. Eran los esclavos de Irfi, pues Rita, al verlos, lo repetía una y otra vez. Los reyes y los sacerdotes estaban absortos y empezaron a sentir cómo sus fuerzas se recuperaban, pero lo que realmente los dejó atónitos, fue ver como
Rita se convertía ante sus ojos en un esclavo de Irfi, tomando la semejanza de estos guerreros que los rodeaban y miraban amenazantes. Los dos reyes y los cuatro sacerdotes nunca más volvieron a la superficie; fueron escoltados por estos seres hasta el interior de la montaña y desaparecieron para siempre, y con ellos, toda su ambición y avaricia.
─Fin─
4 Los desvaríos del rey y el cazador Por Óscar Celeita (701)
Muy lejos, entre dos montañas enormes, hubo un pequeño pueblo en el que vivía gente muy pobre. Para sobrevivir debían servir a su rey sin lamentarse por nada. Cada mañana, muy temprano, lavaban los ganados del rey, limpiaban sus eses, los alimentaban, reparaban los pesebres y todo cuanto fuera necesario para mantenerlos en perfecto estado; ordeñaban las vacas y almacenaban la leche en tinajas enormes que eran recogidas por los guardias del rey, sin falta. Todo el día, hasta muy entrada la noche, el rey los ocupaba en el cuidado de sus ganados y en otros oficios. El rey amaba sus ganados y no aceptaba de ninguna manera que res alguna muriera o desapareciera, sin que todo el pueblo lo sufriera. El rey llevaba total control sobre sus ganados y los productos que de ellos derivaba, pero también sobre la población, de tal modo que, a cambio de unas pocas migajas para su supervivencia, el pueblo se mantenía sumido en el terror y el abuso. La gente cansada de esta situación se reunió clandestinamente para buscar alguna solución. Alguien dijo haber escuchado acerca de un cazador muy hábil, de quien se decía había vencido a un león adulto y un oso enorme en una misma contienda. Nadie sabía dónde encontrarlo pero tres jóvenes fueron elegidos para recorrer la tierra hasta donde fuera necesario hasta encontrarlo y convencerlo para que viniera y fuera su libertador. Estos tres jóvenes emprendieron su viaje en direcciones distintas tras darse un abrazo y desearse
buena fortuna. A dondequiera que llegaban preguntaban acerca de este cazador, pero muchos respondían que era sólo producto de la imaginación de las gentes; sin embargo, no se desanimaron y siguieron buscando por años. Finalmente, jamás lo encontraron. Los jóvenes regresaron al pueblo, pero al llegar, no encontraron a nadie en la aldea, pues al rey le pareció inadmisible que tres de sus jóvenes desaparecieran y luego de amenazar a algunos del pueblo supo sobre sus verdaderas intenciones. Así que los llevó cautivos a las mazmorras del palacio, mientras esperaba, escondido en su castillo, al cazador que le ajusticiaría. El rey se sumió en una esquizofrenia incurable; deliraba continuamente y acusaba a todos alrededor de desear su muerte. Su esposa e hijos fueron enviados lejos, pues hasta en ellos vio el rey conductas sospechosas. Sus guardias, por su parte, temían la ira del rey, pues su hostilidad iba en aumento cada día, con todos; de modo que el jefe de la guardia, acusado continuamente de conspirar contra el rey, por el rey mismo en sus delirios, decidió buscar aliados entre sus tropas y entre las gentes del pueblo, con el fin de deponer al rey, que resultaba ya, para todos sin excepción, un peligro inminente. El complot tomó mucha fuerza y ni aun los desvaríos del rey pudieron revelarlo, hasta cuando ocurrió. El rey se retorcía en su trono cuando se presentó ante él el jefe de la guardia con doce guardias fuertemente armados y diestros en el combate; junto a ellos, siete ancianos de la aldea y seis hombres adultos
que eran la fuerza del pueblo; se presentaron también los tres jóvenes que habían fracasado en su intento por hallar al cazador que habría de darles la libertad. Todos miraban atónitos al rey, perdido en sus alucinaciones. Le tomaron y encerraron en un cuarto, en la torre alta del castillo, donde vivió hasta su muerte, con los cuidados que fueron necesarios. Su esposa e hijos regresaron y se lamentaron profundamente por su rey. Su hijo mayor asumió el poder, pero también cansado de su despotismo, decidió ser un rey justo y dar libertad a su pueblo para tener sus propios ganados y mejorar sus condiciones.
─Fin─
5 La luciérnaga aventurera Por Valentina Chaves (701)
En una noche muy tranquila, llena de luces y animales que dejan sus sonidos al capricho del viento, rondaba una luciérnaga aventurera entusiasmada por encontrar una nueva aventura. Mientras aleteaba con sus diminutas alas, vio una luz tan brillante como el sol, debajo de un hongo. Tuvo tal curiosidad que decidió mirar de cerca que era aquello. Al llegar donde se encontraba el hongo, vio que debajo de él había una esfera de muchos colores que brillaba sin parpadear, con una estructura metálica muy fina alrededor que le hizo pensar que se trataba de un objeto antiguo, quizá medieval. La luciérnaga, extasiada por la visión, oyó una voz muy débil, apenas perceptible, que le decía, que no la tocara; ella miró a todos lados tratando de identificar su procedencia, pero no había nadie allí. Era ella tan curiosa que, sin pensarlo dos veces, extendió su mano y tocó la esfera. Inmediatamente sintió algo muy extraño pero no le dio mayor importancia. Lo que ella no sabía era que su atrevimiento le cambiaría por completo la vida. Siguió su camino, sin percatarse de nada. Al llegar a casa observó espantada que todas las luciérnagas estaban congeladas; era como verlas en ataúdes de hielo, regadas por todas partes. Alarmada voló hasta el hongo, sospechando que algo tenía que ver con el misterio. Ella pensó que quizá esa voz que creyó oír, realmente sí había hablado y que si tocaba de nuevo el extraño objeto, podría descongelar a sus compañeras. Al tocar la esfera, quiso creer que ya todo
había cambiado, que todo había vuelto a la normalidad, pero no; lo empeoró aún más, porque lo que ocurrió fue que viajó en el tiempo o a una realidad paralela; era difícil saberlo. Aquella luciérnaga estaba absorta de lo ocurrido. ¿Cómo podía ser posible esto?, se preguntaba, una y otra vez. Al principio le fue todo totalmente desconocido, pero con el paso de la sorpresa, fue identificando el lugar; se trataba del mismo lugar donde había crecido y vivía, pero había muchas cosas alrededor que no correspondían a su tiempo. De pronto se sintió muy entusiasmada por reconocer el lugar; voló a su casa pensando que quizá todo se arreglaría al llegar allí, pero no había nadie, ni tampoco su casa, ni sus muebles, ni el cercado alrededor, ni el cobertizo que construyó con tanto esfuerzo y decoraba cada día con flores frescas, ni tampoco los animales vecinos que rondaban por ahí y con quienes departía a diario. Decidió, entonces, volar muy alto para lograr una panorámica del lugar y ver si había algún movimiento que la rescatara de la angustia que ya le atormentaba. Quiso gritar: “¡Socorro!” y ser auxiliada por alguien pero no se lo permitió el dolor que punzaba su corazón y el miedo, un miedo que fue en aumento cuando enfocó sus ojos y observó muchos cadáveres de insectos amontonados hasta alcanzar el cielo; era una montaña de cadáveres de insectos que jamás imaginó posible. Espantada huyó en la dirección contraria, pero entonces vio una línea de insectos, entre ellos algunas luciérnagas, encadenados unos a otros, y escoltados contra su voluntad a quién sabe dónde. Su instinto
hizo que se escondiera tras una hoja, inmóvil, hasta que hubo pasado el último de los insectos. Aterrada, pensó que no había dónde huir de esta espantosa realidad. Entonces, pensó en el hongo y la esfera que escondía bajo su sombra, y decidió ir en su búsqueda. Cuando se aproximaba vio el hongo descompuesto y que la esfera no estaba allí. Lloró desconsolada sobre lo que quedaba de hongo y se sorprendió al ver que el hongo retornaba a la vida con cada lágrima que se depositaban en su copa. Pero no sólo el hongo; ante sus ojos, vio cómo crecía debajo de éste una esfera idéntica a la que le había originado tantos problemas, con el mismo brillo y los mismos colores. Secó sus lágrimas y, por fin, después de tanta angustia sintió nacer una gota de esperanza. Toco la esfera y, en efecto, regresó al que era su hogar. Pudo ver a su familia reunida, celebrando y cantando al unísono una canción muy alegre, como era su costumbre. A esta curiosa luciérnaga le parecía que celebraban su retorno aunque a ninguno le resultaba creíble lo que ella contaba, pues desde que estaba jugando en el campo cerca del hongo que ella decía era una puerta a otra realidad, hasta ese momento, no habían transcurrido sino unos pocos minutos. Nuestra inquieta luciérnaga no volvió a saber nunca más de aquel hongo que la hizo ver tantas cosas extrañas y que estimuló tanto su imaginación y el deseo de conocer. Pero reflexionó también y pensó que ahora, más que nunca, disfrutaba de estar en familia, riendo y conversando.
En adelante, la luciérnaga, cada noche busca nuevas aventuras y, aunque no lo crea amable lector, también al hongo mágico. Quienes la escuchan cuentan que ella suele decir, muy entusiasmada, que es bueno correr el riesgo de conocer y de aprender, y dejarse sorprender por lo que, después, pueda ocurrir.
─Fin─