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Regresos
Otra cosa
Hace unos días pasé por la puerta de la casa de mi ex novia. No sé si seguirá siendo su casa, o la casa de su papá, o de algún afortunado en alguna partición hereditaria. Sé que pasé mucho tiempo ocioso allí. Me frené, brazos en jarra, mirando las imperfecciones de la pared de la entrada del PH, las grietas rupestres que se confundían con las manchas de humedad y la reja de la puerta, la manija que no cerraba bien y que estoy seguro de que todavía no cierra. Pensé, pensé… ¿en la erosión del tiempo? Qué se yo, puede ser. Quizá fue eso: la adrenalina de conocer hasta la parte más minuciosa de una persona y después, no siglos ni de eras glaciares, sólo un par de años después, pasar a ser el tipo que te cruzás en una peatonal de Microcentro hablando por celular, del que no sabés absolutamente nada. Y así me quedé, mirando lo que fue y lo que es y sentí el cosquilleo del se queda esperando a ver qué pasa, espiando ahí, detrás del centeno, buscando algo que ya no está; eso, algo, otra cosa. Reinfancia en Macriland
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En marzo de 2015 aterricé en el frío polar de Atlanta siguiendo a una mujer. A fines de diciembre estaba otra vez en un avión, de vuelta a la Argentina, procesando el fracaso del amor. Apenas reconocí el país al que regresaba: unos días antes Mauricio Macri había asumido el gobierno y si bien me reconfortaba volver a sentir el murmullo del castellano a mi alrededor, la gente igual parecía estar hablando otro idioma.
La idea era simple: viviría con mis viejos, en la casa de mi infancia, por un par de meses, hasta conseguir un trabajo que me permitiera alquilar “algo” y mudarme otra vez.
Ese par de meses se convirtió en un par de años. Conseguir un trabajo en Macriland, con más de cuarenta, se demostró más difícil de lo que había previsto. Y esa convivencia prolongada, en el barrio en que viví de chiquito, fue una de las experiencias más extrañas de mi vida.
Esperaba que me invadiera cierta emoción particular al pisar de nuevo esa calle de tierra, al recorrer el viejo 25
barrio. No sentí casi nada. La casa era otra, todo el lugar era otro, el tiempo era otro. Yo mismo no me reconocía tanto en ese chico de las fotos y si bien el amor por mis viejos era el mismo, los códigos habían cambiado: en los intercambios entre adultos se hacen y dicen otras cosas, hay otros presupuestos.
Aprendí, por si hiciera falta, que es imposible volver de verdad. Que el pasado, como decía Hartley, es un país extranjero, y que sus fronteras están cerradas. Que me quedé para siempre de este lado.
–Sebastián Lalaurette
Cuando el barrio se encogió
¿Qué pasa cuando el pasado se hace presente? Cuando volvés a tu antiguo barrio, donde el parque con la lomada en el centro te recuerda a las cartas que de niña le mandabas a la tía de Tandil, contándole que donde vos vivías también había una montaña.
Entrás a la casa donde pasaste tu infancia por el portón que apenas cierra de tanto haberse usado. Subís las escaleras, que parecen haberse hecho más cortas, y te encontrás con que en el descanso aún está el revoque sin pintar con forma de avión. Pero ese ya no es tu hogar, ahora te toca decir: “Voy a la casa de mi hermano” . En algunas paredes de la casa están mezclados los garabatos que hizo tu hermanita con alguno de tu sobrino ya adolescente y los que hace ahora tu sobrina más chica. El dibujo en la pared que tapaba la silla mecedora te recuerda a la voz amenazante de tu madre: “¿Quién hizo esto?” , y la respuesta de tu hermanita: “Yo no fui” , cuando se podía ver claramente la firma delatora de las primeras letras de su nombre escritas con dificultad.
Sabés que, si te quedás a dormir en la pieza
de tus sobrinas, todavía podés ver las estrellas luminosas pegadas en el techo, con la constelación de las Tres Marías, en representación de tu trío de mejores amigas del jardín, la primaria y la vida. Pero no todo emana belleza, todavía mirás con preocupación cuando la puerta de la pieza se entrecierra, para comprobar si seguís viendo la sombra del cuco o a algún espectro que se digne a pasar esa noche por el pasillo.
La montaña en el valle se transformó en una simple lomada del parque Alberti; el gran árbol de rosas chinas al que trepabas con valentía hasta lo más alto para enfrentarte a, o más probablemente salir corriendo ante la presencia de, una araña, se volvió un pequeño árbol de ramas endebles. Desde que recorro las calles de La Plata con un barbijo, todo parece un sueño, o mejor dicho una fotografía. Me encuentro con miles de momentos y personas que siguen ahí, congelados en el tiempo, conviviendo con el presente de cada uno de nosotros.
–Milagros Esquibel
El cine
Durante mi niñez iba seguido al cine con mis abuelos, o a cualquier otro lugar que nos permitiera crear recuerdos juntos. En esa época era su única nieta así que acaparaba toda su atención, pero a medida que fueron llegando los demás, pasábamos menos tiempo juntos. También mis estudios y otras actividades me mantenían ocupada. Sin embargo, seguía siendo la nieta que más seguido los veía, por vivir más cerca y porque, al ser la mayor, era la única que podía ir por su cuenta.
Siguió pasando el tiempo y mi abuelo enfermó. Comenzó con pequeños olvidos; luego fue empeorando y llegó al punto de no saber quién era y no poder valerse por sí mismo. Esto llevó a
que mi abuela no quisiera dejarlo solo, ni siquiera cuando estaban los enfermeros que la ayudaban a cuidarlo. Como siempre disfruté pasar tiempo con ellos, decidí ir cada vez que podía a comer a su casa y a ayudar a mi abuela, sobre todo para que se distrajera un poco y volviera a sonreír. Con el pasar de los meses pude volver a salir con ella, solo que esta vez la acompañaba a hacer trámites, pero al menos formábamos recuerdos como antes… o casi.
Llegó el 2018, se estrenó la película Bohemian Rhapsody y con ella llegó una salida como en los viejos tiempos con mi abuela. Después de siete años, fuimos juntas al cine. Fue uno de los mejores días de mi vida: la vi disfrutar, emocionarse y sonreír como hacía mucho no lo hacía. En ese momento sentí que la mujer de mi niñez que se permitía ser feliz y alegrarse y no se sentía culpable por ello volvía a aparecer en el rostro de mi abuela. Aprecié cada segundo que duró para recordarla en el futuro y me prometí que haría todo lo posible por volver a hacerla tan feliz como ese día. Por un instante me sentí como una niña de nuevo y todos los años que habían pasado desde nuestra última salida al cine dejaron de existir.
–Micaela Márquez
Hacia adentro
Pues tenía 36 años cuando volví a sentirme bien después de casi dos años de una nostalgia que terminó en pérdida. Y para volver tuve que irme primero. Al otro lado del pacífico.
Dicen que los viajes no nos llevan en realidad a ningún lado más allá de nuestro verdadero ser. Hacia adentro. En ese sentido un viaje me parece, como ya lo dijo alguien más sabio que yo, un eterno retorno.
Cuando me rompí(eron) el corazón por tercera vez, la más brutal de todas, no me sentía “yo” en ningún lugar ni en ningún momento. Tuve que cargar conmigo y con una maleta pequeña (odio documentar equipaje en las aerolíneas) para visitar un lugar que sólo había visto en fotos y que no estaba en mi plan original, pero casualmente quedaba, en el mapa, hacia el lado opuesto del sitio al que en realidad quería ir a entregar los pedacitos filosos de mi quebranto. Que el avión, de un punto intermedio entre ambos caminos, terminara doblando al lado contrario me pareció no sólo conveniente, sino tristemente poético. Así que cambié el boleto original y terminé en Portugal. En Sintra.
El jet lag me obligó a dormir a fuerzas, dándome el empujón faltante para salir de la racha de insomnios que me atormentaban. Desperté con hambre y comí con ganas por primera vez en meses. Sola, pero con itinerario. Tomé un tren por primera vez en mi vida. Y llegué al lugar de las fotos… una torre invertida poseedora de significados esotéricos más allá de mi entendimiento que no me hicieron falta para admirarla: era pozo y torre a la vez. En su fondo, sus escaleras, en la cima, yo estaba rota y no rota a la vez. Peor que otras veces, quizás no por una última. Pero a la vez. De regreso no me traje ni un souvenir (¿fotos?, ¿cuentan como souvenir?) porque no viajé como turista. Me fui como alma en pena y regresé con el alma en un hilo, pero un hilo atado a un cometa de papel que planeaba de nuevo si hacía viento.
–Eidé Beltrán