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El derecho a ridiculizar, y la dificultad de hacerlo

“La libertad y la risa se han hermanado en la tradición europea durante siglos y juntas han proclamado que el derecho a ridiculizar es precioso”. a anotación es del historiador Simon Schama para quien la sátira oxigenó el debate inglés en el s. XVIII. “La carcajada saludable resonaba en cafés y tabernas con las caricaturas diarias”. James Gillray fue tan popular que su editora alquilaba álbumes suyos por días. Todos disfrutaban al primer ministro con forma de hongo surgiendo del estiércol, o a la reina con senos caídos tratando de seducir al canciller. Esa tradición pasó a Europa y América hasta llegar a Charlie Hebdo.

Yo vivo agradecido con Wolinski, Cabu y los de Harakiri, “revista estúpida y malvada” porque conocer esa izquierda irreverente y mamagallista, que además disfrutaba la vida, me liberó del trascendental mamertismo colombiano, con lecturas insufribles, resentimiento, sacrificio, autoritarismo, superioridad moral y condescendencia asimétrica con los violentos. Esas cualidades permanecieron, hasta reverdecieron. Indignados con el “no estarían recogiendo café” reaccionaron ante el atentado en París con “se lo buscaron”. No provoca ridiculizar tamaña incoherencia, que da grima. Y mejor ahorrarse las réplicas paternalistas y eruditas a los chistes, otro tic mamerto.


Los interesados por mi colección de Harakiris eran compañeros del Liceo Francés. No era sólo cuestión de idioma. Como su pedagogía, el humor de los franceses no es siempre amigable, pero ayuda a identificar debates serios. El Canard Enchainé, periódico satírico, no es simple mamadera de gallo. Revisando carátulas de Harakiri encontré una de hace 40 años con plena actualidad: una trans exhibicionista con cirio y atuendo religioso, “Escándalo por hostias con hormonas. ¡Niña cambia de sexo el día de su primera comunión!”. Me reí un buen rato, la comenté con dos amigos y hasta ahí llegó. Si se publicara en Colombia algo así, la reacción, fofa y predecible, sería “¡homófobo!”. Temas interesantes y huérfanos de debate, como los LGBT, están bajo una coraza que erradicó no sólo la risa sino la controversia, con la disculpa de que, estando todo clarísimo, se pueden herir susceptibilidades. Charlie Hebdo surgió de la censura a su antecesor por recordar que un muerto, Charles de Gaulle, no debía ser más relevante que 147 personas calcinadas recién olvidadas. Como no acepta publicidad, las dificultades financieras han sido constantes. El semanario post masacre, con una primera edición agotada de cinco

millones de ejemplares, no será ni sombra de lo que fue. Lo aplacarán las masas que se lo fagocitaron. Imposible saber cuanto durará la moda pero serán muchísimos lectores adicionales. Y ante esa multitudinaria nueva clientela, Charlie Hebdo suavizará la sátira. Espero estar equivocado. A los censores tradicionales, enemigos de Charlie Hebdo, los reemplazó una nueva censura, informal y difusa, de activismos seudoprogresistas que tampoco lo aguantan. Además de estigmatizar el humor, impusieron restricciones al vocabulario, a las formas, a la historia y a la información incómoda. Elaboraron una cartilla del qué opinar, el cómo decir y el qué callar. Amorosamente, protegen minorías y marginados de odios, fobias, indiferencia y chistes. Pero desprecian o insultan opositores, y promueven linchamientos virtuales sin agüero. Con el comodín del matoneo, que va desde mirada fea hasta violencia física, magnificaron los perjuicios de la burla para instaurar un equivalente al delito de blasfemia. Ya está casi maduro el


manual de caricatura correcta con el visto bueno de alguna universidad norteamericana. La reacción de la vieja guardia ante la masacre fue desafiante. “Nos vomitamos sobre quienes, súbitamente, dicen ser nuestros amigos”, comentó Willem, que se salvó por casualidad. Pero los demás sobrevivientes, dócilmente, se dejaron entrevistar para un programa televisivo de audiencia masiva: “estos días los pasamos en el corazón de Charlie Hebdo. En su sala de redacción vimos cómo encontraron las fuerzas para sacar este número”. También hablaron personas que hicieron fila de madrugada para comprar un periódico que jamás hubieran leído. Sería triste e irónico que ese bastión del humor libertario, malherido, lo acallara un enemigo acérrimo del fundamentalismo, el mercado.

Quedé atónito con la izquierda que pretendió enseñarnos que no debe haber unos muertos más importantes que otros. Ni siquiera son originales: para burlar la censura a ese mismo mensaje nació Charlie Hebdo. No fueron capaces de entender que los millones de personas manifestando no lloraban unos desconocidos sino que defendían unas ideas, en las que toca insistir. “Je suis Charlie”, “Yo no soy Fernanda del Carpio”, que se indignaba con la irreverencia, fingía que ignoraba la verdad y tenía “la tortuosa costumbre de no llamar las cosas por su nombre”. Al carajo con todas las censuras.


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