Vendedores sin compradores

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zona crónica

Historia. Este hombre de 84 años es el más antiguo de los vendedores. Él decidió no irse a Tababela por la distancia y su edad.

Vendedores sin compradores por Alexis Serrano / fotografías: santiago calero 48 SoHo

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A un grupo de trabajadores del Mariscal Sucre los dejó el avión. No fueron incluidos en el trasteo al nuevo aeropuerto de Tababela y quedaron en el aire. Tienen mercancía para vender, pero no compradores. Su futuro es incierto, según cuenta un cronista de SoHo.

Casi nada logra romper el silencio. Cuando llega un bus y los pasajeros salen, los cuatro vendedores apresuran el paso, como hormigas atareadas, y ofrecen sus productos: “Lotería, loto, el pozo, gafas, lleve sus gafas, mapas, cordones…”. Ya no gritan. Los promocionan en voz baja. Desde que los aviones dejaron de aterrizar aquí, el aeropuerto Mariscal Sucre quedó en silencio. Se fueron los viajeros, los pasajes, las maletas, las comidas, los clientes, los pilotos, las azafatas. Se acabaron las despedidas, los encuentros, el alboroto. Todo y todos volaron al nuevo aeropuerto. Ellos se quedaron varados, al garete. Les dijeron que en el nuevo aeropuerto no tenían espacio. Los días se les van ahora caminando sin ganas, arrastrando los pies. Febrero

Ha pasado una semana desde el cierre del aeropuerto. En los corredores ya casi no camina nadie. Un par de camiones y una decena de personas sacan apuradas mesas, sillas, letreros, mapas y escritorios que irán a Tababela. Afuera de lo que hasta hace poco fue la salida nacional del aeropuerto, 19 personas conversan. En el círculo que hicieron se encuentran una vendedora de periódicos y revistas, el de recargas de celulares, el de corbatas y sombreros, el de mapas y cordones, dos de gafas, tres de lotería, cuatro dueños de quioscos y seis betuneros. Planean irse al siguiente día al nuevo aeropuerto y meterse a la fuerza a trabajar. —Aquí no hay nadie, ¿de qué vamos a vivir? —dice Carlos Paredes, un hombre alto y de pelo blanco que tiene 70 años y trabajó la mitad de su vida en este lugar. Están asustados. Liliana Bonilla, dueña de uno de los quioscos, vendió la última semana de funcionamiento del aeropuerto 200 dólares diarios. Hoy, pasado el mediodía, no ha llegado a los 20. —Nos vamos y nos metemos a la fuerza —dice Cecibel Castillo, una joven lustrabotas, pequeña y pelirroja, de 24 años, que ha trabajado desde los cuatro en este lugar. Dos días antes del cierre, los periodistas se apresuraban a meterles micrófonos, grabadoras y libretas de apuntes a estos vendedores. Les preguntaban cuántos años habían trabajado ahí, si tenían nostalgia, qué harían después. El aeropuerto cerró y dejaron de llegar los periodistas. Hasta ahí llegó la historia. Pero los vendedores siguieron yendo. Ahí está el hombre de 70 años, paseándose con sus cordones en el hombro; ahí están los tres vendedores de lotería, con sus inmensas tiras de cartulinas multicolores; ahí están los betuneros, con

sus mamelucos y gorras azules de El Universo, que el diario guayaquileño les regaló ya hace varios años. Estos vendedores perdieron el rumbo. Los primeros días después de la mudanza, los dedicaron a intentar hablar con algún directivo de Quiport, empresa concesionaria del aeropuerto, para convencerlo de que les dejara ir a Tababela. Solían sentarse horas frente a la puerta de cristal, que era la entrada hasta las oficinas de la empresa, esperando una respuesta. Lo hacían por turnos. Mientras unos se plantaban en la vereda, otros correteaban a los buses que el municipio implementó como transporte entre el viejo y el nuevo aeropuerto. Cualquier hombre con maleta y pinta de turista los atraía como la miel a las moscas. Luego de varios intentos, el director de Quiport, Philippe Baril, les prometió que se llevaría a los que pudiera, que estudiaría caso por caso y que, a quienes no pudieran ir les daría “aunque sea de su bolsillo” un bono mensual que compensara las pérdidas que iban a tener hasta que se inauguren el parque y el centro de convenciones que el municipio ofreció construir en el lugar, con lo que “seguro sus ventas mejoran”. Lo días pasaron. El sueño de tomarse a la fuerza el nuevo aeropuerto lo truncaron los policías metropolitanos y le dio paso a la resignación. Abril

Mes y medio después del cierre, hay siete sobrevivientes: un betunero, un joven comerciante de gafas, dos vendedores de lotería y tres dueños de quioscos. De vez en cuando va el hombre alto de 70 años a vender sus cordones. Cinco de los seis betuneros se fueron a Tababela. Solo se quedó Don Miguel, el más antiguo de todos. Un hombre pequeño, de 84 años de edad, que lleva 40 trabajando en este sitio y está medio sordo. Hay que hablarle a gritos. Los demás vendedores perdieron la esperanza y se fueron. Solo uno de los tres quioscos abre todo el día. Los otros dos, solo por la tarde. Don Miguel va tres o cuatro días a la semana, cuando calcula que habrá algo de gente gracias a los buses que llegan con turistas desde el nuevo aeropuerto. Él vive en el sur y sus hijos le pidieron que, dada su avanzada edad y el largo viaje que tendría que hacer, no se fuera a Tababela. Han pasado 45 días del cierre y estos vendedores abrigan aún esperanzas de que algún día se los lleven. Los corredores del aeropuerto están cada vez más desérticos, ya ni siquiera los camiones de mudanza hacen algo de ruido. El silencio es sepulcral. Ellos siguen desfilando de un

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Realidad. La soledad y la quietud que ahora reinan en el antiguo aeropuerto de Quito marcan los días de quienes se quedaron.

lado a otro. Han comprado unos banquitos plásticos y coloridos para sentarse en los momentos en que no pasa nada. Varios fueron a Tababela, pero los metropolitanos amenazaron con quitarles todo. “Ni siquiera quise entrar a la terminal, en el parqueadero me quedé. Pero me mandaron sacando enseguida. En el bus me vine llorando porque solo con pagar el viaje perdí todo, porque era el último día para vender la lotería”, dice una de las vendedoras. Ese martes Mary Olivo fue a la vieja terminal para no quedarse sola en casa. Ella fue, durante 35 años, la más popular vendedora de periódicos y revistas del aeropuerto. Empezó a los 12 y ahora tiene 47. Ahí conoció a su esposo, que era trabajador de KLM, se enamoró y tuvo a sus tres hijos, que ahora tienen 30, 23 y 10 años de edad. Es una mujer pequeña, blanca y delgada. Tiene el pelo negro, muy pocas arrugas marcadas en su rostro y en aquella mañana usa un jean azul, una camiseta blanca y un saco de lana. Para ella, el negocio quedó reducido a cero. Luego del cierre, fue unos pocos días, pero al ver que no sacaba ni para pagar lo que compraba de periódicos, decidió que no tenía nada más que hacer que irse a su casa. “Es muy difícil para una mujer como yo resignarse a dejar de trabajar. En la casa no me encuentro, me siento sola, triste. Solo vengo de vez en cuando para no volverme loca”. Con lo que ganaba de sus ventas, Olivo educó a sus tres hijos: la primera ya es profesional, el segundo estudia Comunicación Social y el tercero está en el colegio. “Mi marido ha trabajado los últimos años como mensajero —cuenta ella—. Con lo que él gana, no nos alcanzaba para casi nada. Yo ganaba mínimo 800 dólares mensuales con mi puesto. Siempre tenía pilotos, diputados, exalcaldes, que venían a pedirme colecciones completas de revistas. Fui una mujer solvente, me compré un

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carro, pague siempre casi todo. Ahora, estar metida en la casa, sin hacer nada, es como una muerte en vida. Quisiera tener alas para salir volando”. Su puesto era una pequeña vitrina metálica, con vidrios en la parte superior, atiborrada de periódicos, revistas y varios libros que completaban la imagen. Ella solía estar siempre en la puerta de salida nacional del aeropuerto, la mayor parte del tiempo sola, algunos días con uno de sus hijos. Muchos decían que tenía un ‘cantado’ especial para vender. Muchos decían que reconocían su voz desde lejos. Era una mujer muy bien informada. Para pasar el tiempo, solía leer los diarios, sentada en un pequeño banquito de madera, que casi la dejaba al ras del suelo. Dice que también le gustaba leer revistas y le gustaban las historias de SoHo. Su vida cambió rotundamente. Su hijo, el que estudiaba en la Universidad Salesiana, tuvo que cambiarse a la Central, porque simplemente ya no tienen para pagar los costos. En su casa están pasando un mal momento. Ella sufrió, durante varias semanas, una parálisis nerviosa leve en su brazo izquierdo, se le hace difícil mirar al frente y ya no tiene la sonrisa de antes. Incluso cuenta que su hijo y su esposo la llevaron a Tababela para que conociera el nuevo aeropuerto. Lo hicieron como paseo familiar, pero, al llegar, rompió en llanto y estuvo a punto de tener otra crisis. “Llegar allá y ver todo tan distinto, tan cambiado, fue como enfrentarme al vuelco que dio mi vida”. Ahora, su pequeña vitrina, todavía llena, reposa en una bodega que le prestan en el aeropuerto, sellada con plásticos, candados y cadenas. Otra parte de sus libros y revistas está apilada en pequeñas cajas en su casa, en un cuarto pequeño que

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Lucha. Los ingresos de los vendedores de las casetas se han visto reducidos hasta en un 80%, pero siguen yendo, porque no conocen otra cosa para hacer.

nadie ocupa. “Debo tener siquiera unos 2.500 dólares entre la vitrina y mi casa. Pero nadie me los quiere comprar. Incluso les he dicho a algunos conocidos míos que me den vendiendo, dándoles hasta a menos precio, pero me dicen que está mucho, que no se ha de vender. Si desde el principio nos hubieran dicho que no nos iban a llevar, no hubiésemos comprado más mercadería. Muchos de nuestros clientes nos preguntaban si nos íbamos al nuevo aeropuerto y me pedían algunas colecciones. Yo me emocioné e invertí todo ese dinero. Incluso fie, pensando que sí me iban a llevar y les iba a poder cobrar. Pero nada”. Lo cierto es que todos los que se quedaron tenían cuentas pendientes que ahora ya no tienen esperanza de cobrar. Para estos vendedores es un misterio cuánto cuestan los arriendos de los locales del nuevo aeropuerto, pero ellos hablan de miles de dólares. De hecho, la dependiente de uno de los restaurantes que también se mudaron a Tababela confirma, sin decir montos, que el arriendo que pagan ahora es mucho mayor al que pagaban antes. Eso, obviamente, se ha visto reflejado en los precios. Un sánduche de ese restaurante que en la vieja terminal costaba menos de tres dólares, en la nueva cuesta casi nueve. Y eso no es todo, los dueños de ese lugar tenían antes un grande y lujoso lugar, con al menos 15 mesas y ahora tienen que conformarse con una pequeña ventanilla, similar a las de los patios de comidas de los centros comerciales.

“Es sencillo. Si los pasajeros tienen que comprar una botella de agua adentro a dos o tres dólares y nosotros se la vendemos a 50 o 60 centavos, obviamente nos van a comprar a nosotros. Por eso, no nos quisieron llevar, porque no les pueden dañar el negocio a los que están pagándoles tanto arriendo”, dice Mary Olivo, aún sentada y con los ojos llenos de lágrimas. Uno de los más jóvenes es Raúl Pacalla. Un hombre de 35 años que ha vivido prácticamente siempre de la lotería. Empezó a trabajar en el aeropuerto cuando tenía 9 años. Llegó gracias a su tía, otra vendedora de lotería que se vio obligada a quedarse. Él solía ganar al menos 300 dólares mensuales con este trabajo. Desde que se fue el aeropuerto, no logra reunir 100. Su esposa vende caramelos en la avenida Colón, pero “es muy poco lo que gana”. Lo cierto es que sus hijos ya están cansados de comer arroz con carne “dura” y él dice que está dispuesto a esperar un mes más por una solución. “Si no, con el dolor de mi corazón, porque aquí he pasado toda mi vida, tendré que irme a buscar otro trabajo, de lo que sea”. Casi dos meses después del cierre del viejo aeropuerto, todos tienen una historia similar. Estas personas siguen caminando, de un lado a otro, esperando con ansias cada bus desde Tababela, corriendo hacia cualquier persona con maletas. No saben qué más hacer. Cada semana renuevan su esperanza de tener una reunión con alguien que les ofrezca llevarlos. Pero nada. Ni siquiera los han llamado. Nada.

estas personas siguen caminando, de un lado a otro, esperando con ansia cada bus desde tababela.

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