Especial
Coca铆na Por Francisco Santana
72 SoHo
Edici贸n 119
Sobre la barra de caoba hay un montón de cocaína. Es difícil saber cuánta. Quizá 8 o 10 gramos. Suena música de los ochenta. Rock suave de Queen, Pink Floyd; aunque de vez en cuando, las chicas se apoderan de la computadora y ponen algo de Madonna. Ellas bailan con los vasos llenos de whisky, ríen y un par de veces se bajan las blusas para mostrar las tetas. Gozan con alegre indiferencia y despreocupación. Nadie tiene ni un pequeño gesto de tensión. Todo marcha como debería, porque esta noche el bar está cerrado para los extraños. No hay atención al público. Todo es privado. Un lujo para cinco personas: dos mujeres y tres hombres. Los cinco están felices, eufóricos, locuaces. Hablan a los gritos y mastican chicle para aflojar las mandíbulas. Cada funda de cocaína costó 20 dólares. Para los lectores que desconocen este mundo, la cocaína se vende de manera ilegal en forma de un polvo blanco, fino y cristalino, nunca se consigue 100% pura; entre más alta su pureza, mayor la posibilidad de morir de una sobredosis. También se puede inyectar, pero hoy no hablaremos de esa opción. El pusher (vendedor) que trajo la droga es un tipo común. Un padre de familia que se rebusca la vida vendiendo un buen, en ocasiones excelente, producto. No le gusta quedar mal, tampoco negociar, ni que la gente regatee por su mercancía. Es serio y directo. Habla poco. No participa de la fiesta. Entrega el material y se va. La disciplina es su principal virtud. A las nueve de la noche se desconecta. No existe manera de localizarlo. Entonces hay que ser previsor. Comprar un poco más, por si acaso la parranda dura hasta el amanecer. Tener de “a bastante”, como dicen algunos. Porque la buena, incluso la mala cocaína, nunca está de más. Es como una ley de Murphy: cuando más intensas y mejores se ponen las cosas, el producto desaparece. En la canción Carne pa’ la picadora, el grupo vasco La Polla Records dice: “La culpable de mi ruina es la sociedad, que cuando mejor estoy se acaba el material”. Esa frase podría ser un himno de multitudes. Uno de los tipos dice: “A mí, la cocaína buena me resulta un agresivo activador, un estimulante que me da una sensación de poder y de estar por completo en la cima del mundo. Pero sé que eso no es poder realmente y que no estoy en la cima de nada. La mala, te tapa la nariz y te hace verga el cuerpo. Al día siguiente no puedes ni respirar”. La chica más alegre acepta que la cocaína le resulta una droga de escape: “Escapas de lo que eres. Uno siempre quiere huir de los problemas. Es un alivio por un tiempo. Me desconecto de la realidad por unas horas, y soy feliz, aunque solo sea por unos instantes. Al final es lo mismo. Siempre se necesita más”. Asegura que nunca ha probado coca mala. Algunas veces solo moquea un poquito, nada más. Su pusher es 100% seguro. El pusher dice que el precio depende de la calidad. “Hay vendedores que no respetan al cliente y le venden cualquier güevada. ¿Qué se puede conseguir por una funda de cinco dólares? Cualquier cosa, porquería, de eso no hay duda. Ya que entre más bajo es el precio de la fundita, menos porcentaje de cocaína contiene”. Dice que hay manes que le compran a él y luego rebajan la droga agregándole maicena o talco o cualquier otra basura. “Los más hijueputas le ponen cal o raspan las paredes y fabrican una mezcla de terror”. Él no es así. Él da el peso justo y cuida todos los detalles. Es un individuo fino y delicado que no deja nada al azar. Cuidadoso. No cree en la suerte, cree en el trabajo. Aunque algunos consideran que su producto se ha convertido en un lujo, él justifica el precio desde la presentación: un ziploc. Además, entrega en el tiempo convenido, a veces se manda una promoción: pague tres y lleve cuatro. En Navidad y fin de año se pone generoso y siempre regala algo; por unos pocos días se transforma en el Papa Noel de la cocaína.
Algunos detalles para tener en cuenta: el kilo a veces le sale en 5.000 dólares, en otras ocasiones le cuesta más; sobre todo cuando la policía hace redadas y la cocaína se pone escasa. Tiene excelentes contactos y proveedores, gente de la high, alta sociedad. De vez en cuando le llega material de Bolivia o Perú: algo que se conoce como la Caspa de Atahualpa o de Huayna Capac. Vaya, eso es un delicia, una ricura, dice que no exagera. En el negocio ha visto de todo: hombres, varones que le quieren entregar el culo por un poco de cocaína, mujeres que hacen cualquier locura: cosas que no te puedes imaginar por una cuantas líneas. Así es el business: una montaña rusa de emociones interminables donde se arriesga la vida. El trabajo es duro y de alto riesgo. Valga el lugar común para dejar claro que en esto se vive en constante zozobra. Al borde. Con estrés permanente. En eterna sospecha. El pusher deja colgada una frase: siempre pilas, mosca, cañón. Después afloja una sonrisa para aliviar la tensión de la charla. No puede dar todos los detalles de la industria, incluso no entiende cómo y por qué se dejó convencer para esta crónica. Sin embargo, arriesga algunos datos: la calidad de la cocaína depende de su origen, la boliviana es la mejor; mientras sea ilegal, rara vez sabremos la pureza de la cocaína; la pasta base es cristalina pero no de la forma que tiene el clorhidrato; la cocaína base bruta se disuelve en éter, se filtra y se le agrega ácido clorhídrico y acetona; se filtra, se seca y se consigue clorhidrato de cocaína; el polvo que se obtiene es de color mate, cremoso; la base se fuma, el clorhidrato se esnifa. La cocaína no se disuelve en agua si no está en forma de sal. Por eso, la cocaína viene en forma de clorhidrato. Se puede decir que la base es para los pobres y el clorhidrato para la gente ‘billeteada’. Siempre es cuestión de billete. Si tú quieres ganar más, tienes que mezclar más, rebajarla. Ahí ya es asunto de cada vendedor. Cuando compras coca a vendedores desconocidos, no conoces su pureza. Pero lo más grave es que no sabes lo que estás comprando: el clorhidrato de cocaína y la pasta base son polvos blancos cristalinos similares en apariencia y en efectos. Los vendedores disfrazan con maña la pasta base, como si se tratara de clorhidrato de cocaína al convertirla en polvo para poder venderla más cara y conseguir más billete, a cambio de la salud de los giles. Dice que hace tiempo quiere contar su historia, una aventura en la que también hay terror. Cada uno se rebusca la vida como puede. Nunca se sabe, el final te puede alcanzar en cualquier momento. Le han disparado dos veces. En otra ocasión se fracturó ambas piernas en una fuga. Entiende que todo en su oficio es peligroso. Hablar es un lujo. A veces le llega una roca (cocaína solida y compactada); ahí empieza la aventura de buscar un sitio para cortarla, ya que en donde vive no se puede hacer: nunca hay que ‘foquear’ el hogar, es una regla importante. Si tiene suerte, algún pana que vive solo le acolita una casa o departamento. Para esos amigos, la recompensa es buena: un pedazo de roca. Después de que se raspa, generalmente con una hoja de afeitar, cuchilla o navaja, viene lo más complicado: mezclar el raspado con… ¿maicena? ¿talco? ¿azúcar? Es un secreto. ¿Puede ser bicarbonato de sodio? ¿Ritalin, la famosa cocaína para niños? Nada asegura. No quiere contestar. Ríe como si estuviera metido en una película mediocre. Nada es blanco o negro. En esto de vender y consumir, la verdad también es de color gris. Aclara que hay cosas que nunca se deben decir. Quizá otro día, cuando la vaina esté más calmada. Él sabe que ese día no existe. ¿Entonces? Siempre pilas, mosca, cañón. La fiesta acaba de empezar. En el bar, ninguno de los cinco protagonistas de la fiesta privada se acordará de él por un buen rato; por lo menos hasta que la coca se acabe.
Edición 119
SoHo 73