44 SoHo
general
una revista para gente de izquierda
que suite
messi ronaldo
e. .. qu e
s de i l a qu p po e r vid rq n i n c a ue o i p es un a d i o s un o m , a es i t e a c d e lo n á cla qu c o r va n ra ci e ta pr p i s e ón ef s a i s ie s . re .
la ga r silvio que ricky martin ter o
dj
bruja que sicologo c a qu bo e r o r que ol je li ño ng
M va a á s l humor
más vale
que
silvio
Por Jaime Andrés Monsalve B.
ricky mart n
Habrá quien diga que este ejercicio supone el despropósito de comparar manzanas con, digamos, aceitunas; aquellas que calmaban la locura del cantautor Silvio Rodríguez en la canción del mismo nombre, de 1976. Pero es que cuando las manzanas pintan tan agusanadas… Dicen por ahí que “Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos alas”. La música de Silvio Rodríguez, cubano, solo puede emparentarse con el aire que les da vuelo. ¿La “música” del puertorriqueño Ricky Martin? Si acaso con eso tan ornitológico pero tan cero volátil que nos obliga a correr cada vez que vemos que un ave se nos pasea por encima. Creo que el trovador de San Antonio de los Baños estaba pensando en muchos Ricky Martin de ayer y de hoy cuando hizo ironía del lugar común con su famoso verso Te quiero, mi amor, no me dejes solo / no puedo estar sin ti, mira que yo lloro. En cambio, con solo consultar un par de sus canciones, se nota que el boricua ni siquiera ha pensado una sola vez en Silvio. Algunos de los menos jóvenes defensores de Martin dirán que el hombre era bueno (ejem…) cuando hacía parte de una agrupación en la década de los ochenta. ¡Menudo fiasco! Pues aunque no lo crean, Silvio también pasó por un grupo. Se llamaba el Grupo de Experimentación Sonora del Icaic (el Instituto de Cine de Cuba). Y hasta donde sé, ninguno de sus integrantes —Pablo Milanés, Noel Nicola, Sara González y otros dignos coetáneos— se vio jamás en la necesidad de hacer coreografías para trascender. Sé que este ejercicio compartido incluye una defensa del señor Martin. Insisto que la comparación no resiste la prueba ácida, pero sería de admirar que quien asumiera tan encomiable labor se atreviera a defender una letra, unita no más, del sujeto de marras. O al menos que intentara restarle importancia a cualquiera de las contundentes, complejas, parnasianas, urgentes canciones de Silvio Rodríguez. Ni siquiera necesitamos citarlas aquí: Si Ojalá y La maza pueden llegar a saturar, no lo pongo en duda, es porque han sido cantadas hasta la saciedad, destino natural de una composición redon-
da. ¿Recuerda usted cómo iba la letra de Livin’ la vida loca? ¿Podría cantar en la ducha una frase de alguna canción de Ricky Martin algo más larga que un, dos, tres, un pasito pa’lante, María, un pasito pa’tras? Silvio Rodríguez nos recuerda que música y poesía alguna vez fueron una sola cosa. Su obra nació para un mundo inexistente en el que el artista no es un producto de catálogo; en el que componer y escribir con inteligencia es más meritorio que exponerse en ropa ajustada. Tome usted una canción de Ricky Martin como La bomba y terminará balbuceando un coro sin sentido. Propóngase escuchar una sola canción del cubano, pongamos que Escaramujo y, si no le gusta, al menos terminará recurriendo al diccionario. Y eso siempre se agradece. Cuando no bastan una guitarra, una voz y un talento compositivo, aparece Ricky Martin; es decir, todo lo demás: coreografías epilépticas, instrumentación efectista, iluminación y sonido deliberadamente atronadores cuyo objetivo es no dejar ni ver ni oír. No sé qué tan bien visto esté Ricky Martin, sobre todo tras decidir, después de unas reveladoras declaraciones, cambiar radicalmente de público objetivo (no hay costeño que pueda contener la risa cuando le dicen que Martin le cantó a La copa de la vida). Lo que sí sé es que la música de Silvio Rodríguez tampoco está hecha para todo el mundo. Pero así se volteara después de viejo, sus correligionarios no lo haríamos. Como no ha pasado, fieles que somos, en más de 40 años de carrera. De seguro, aunque no nos consta, el tema de la venta histórica de discos puede favorecer a Martin, con todo y que Rodríguez le dobla la edad artística. No queda en ese caso sino darle la razón a Baudelaire cuando dijo que al público “jamás hay que ofrecerle perfumes delicados que lo exasperen, sino inmundicias cuidadosamente escogidas”. No lo piense más: la música de Ricky Martin es mejor perdérsela. Y ya que en esas estamos, nuestra recomendación incluye darse la oportunidad de perder un unicornio.
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SoHo 45
humor
Por Eduardo Sacheri
más vale
que
messi
ronald
El objetivo de esta columna no es otro que convencer al
gigantesco número de lectores progresistas que posee SoHo de que, en su condición de tales, deben apoyar al futbolista argentino Lionel Messi en el personal duelo que mantiene contra el portugués Cristiano Ronaldo. Los responsables de la revista han tomado una decisión sabia al encargármela. Primero, porque soy argentino, es decir, compatriota del astro del Barcelona. Y a los argentinos nos encanta hablar bien de los argentinos, siempre y cuando el otro polo de la comparación sea extranjero. En esos casos, sacamos a relucir nuestras mejores galas patrióticas (con gorro frigio y todo, si pinta la ocasión). Distinto es si la comparación es entre dos argentinos. En un caso así, si lo que se espera de nosotros es que comparemos al argentino A con el argentino B, un trágico destino tribal nos sube desde las tripas, nos hace enredarnos en confusos argumentos, y concluir que, en resumidas cuentas, ni el sujeto A ni el sujeto B son personas demasiado meritorias. Para méritos, uno mismo, el argentino C, con “c” de columnista, o sea el que firma la nota, dicho esto modestamente. Pero hay otro motivo adicional para que sea muy oportuno encargarle esta columna a un argentino. En los últimos años, en Argentina nos hemos vuelto expertos en progresismo. Nos hallamos empeñados, de hecho, en una carrera desesperada para demostrarnos, los unos a los otros y hasta a nosotros mismos, al poder ejecutivo, a los medios hegemónicos y a quien nos quiera escuchar, que nacimos progresistas, somos progresistas y no moriremos progresistas, sencillamente porque nuestro progresismo nos hará eternos y nos salvaguardará de la muerte y sus corrupciones. Tenemos un gobierno progresista, una oposición progresista, un clero progresista, unas fuerzas armadas progresistas… Si me apuran, estimados lectores, les digo que en Argentina estamos todos a la izquierda del mismísimo Lenin. Pero solo si me apuran. De manera que si un argentino les dice, queridos lectores de SoHo, que Messi es el adalid último del progresismo, y Cristiano Ronaldo es el último baluarte de la reacción derechista, créanlo. Créanlo y suscríbanlo. De lo contrario voy a enojarme, que es lo que hacemos los progresistas argentinos si alguien osa contradecirnos. ¿Motivos? ¿Necesitan motivos para suscribir la idea de que Messi encarna al progresismo? Ejem… veamos… (No estaba listo para esto. Acá en Argentina nos alcanza con grandes enunciados: no nos detenemos en menudas justificaciones… Pero en fin, lo intentaré). Ah, ya sé.
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Primero que nada, observen qué camiseta lleva puesta cada uno. Messi juega en un club que fue perseguido por el franquismo y debió tolerar décadas de opresión centralista. Mientras que su contrincante portugués se desempeña precisamente allí, en la cuna, en el foco de la reacción capitalista-clerical que gobernó España durante las décadas centrales del siglo XX (qué bien suena eso de “capitalista-clerical”, juro que lo improvisé). Además, si ustedes reúnen los colores de la indumentaria utilizada por el Barça en las últimas temporadas, sumando el tradicional azul-grana con las camisetas suplentes, de Champions League, etcétera, llegará casi a la totalidad de los tonos de la bandera internacional del cooperativismo. ¿Usted cree que eso es casual? ¿Verdaderamente lo cree? Otro argumento incontestable: ¿Cuál es la pierna hábil de Lionel? ¿Acaso la retrógrada pierna derecha, esa que el lusitano utiliza casi exclusivamente para pegarle al balón (confieso que con extraordinaria pericia)? No, señor. Usa la zurda. Y no es que le resulte más fácil. No, señor. Es un tributo, tácito y permanente, a aquellos viejos revolucionarios franceses de la Asamblea Nacional de 1789. Cada semana, en consecuencia, mientras Cristiano, a fuerza de derechazos, refuerza la opresión, consolida las clases dominantes y la extracción de la plusvalía, Messi, con cada toque de su bendita zurda, invita a los proletarios del mundo a unirse y a sacudirse el yugo de la patronal y del modo de producción capitalista. ¡Y su origen, señores míos! Nacido en Rosario, es decir, en una provincia de la Argentina, país recónditamente ubicado donde el diablo perdió el poncho, el cuádruple ganador del balón de oro representa ya no a la periferia, sino a la periferia de la periferia. Una especie de periferia al cuadrado. ¡Y su rival, en cambio, es un europeo de pura cepa, señores míos! Se me dirá que Portugal no es Suiza ni Noruega. Bien. Lo acepto. Pero comparado con Argentina, Portugal es una mezcla de Alemania con Francia, con algunos condimentos daneses, si se me permite. Y por último, pero no por último menos principal. Y este argumento va en serio, estimados lectores. El festejo de los goles. El de Messi es, a carta cabal, un festejo socialista. Siempre se abraza con sus compañeros. Siempre agradece al que le pasó la pelota. Siempre se acerca a reivindicar a sus colegas, cuando ha sido otro el autor de la conquista. ¿Qué hace, en cambio, el adalid del capitalismo merengue? Sonríe, le hace gestos provocativos a la hinchada rival, alza el mentón, se acomoda el jopo engominado, saca pecho, se mira en los enormes monitores, se asegura de dar la estampa de macho alfa, y luego se deja adorar por el resto del equipo. Me apuntan aquí que Messi, al final de su festejo, alza los ojos al cielo. Es cierto que, en nuestra próxima reunión plenaria, los progresistas argentinos deberemos discutir, y decidir, si esa actitud no constituye una rémora, un resabio de un pasado atávico de oscurantismo religioso. Por el momento, no voy a profundizar en la cuestión, porque con el papa Francisco recién entronizado, los progresistas argentinos estamos en estado de revolución intelectual y emocional, y no sabemos bien cómo pararnos. Espero que los lectores me excusen al respecto por unos días, hasta saber a ciencia cierta para dónde sopla el viento, y acomodarme en consecuencia. Llegado el caso, prepararé un confuso argumento que relacione al papa, reconocido hincha de San Lorenzo de Almagro, con el Fútbol Club Barcelona. ¿O sus camisetas no se parecen muchísimo? Quién lo creyera, esto del progresismo nacional a uno lo obliga a permanentes esfuerzos intelectuales. Casi no es vida, les confieso.
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más vale que
bruj
Por María Fernanda Ampuero
sicologo
Seré redundante: la primera —y última— vez que fui a un sicólogo vivía en Buenos Aires. Fue gracioso. Mejor dicho, ahora es gracioso, entonces fue una porquería. Mi vida en ese momento trastabillaba: él me había dejado sin explicación, yo me había largado de Ecuador dando un portazo, abría una botella de Malbec a las 12 del día, lloraba cada hora con espasmos incontrolables, como estornudos. Para colmo las encías me habían empezado a sangrar sin razón. El mercadillo de pesares en el que me había convertido me llevó a buscar a un cura: el cura me mandó al sicólogo. El desagradable y vampiresco tema de las encías me llevó a buscar a un dentista: el dentista me mandó al sicólogo. Un día compré tabaco: la quiosquera me mandó al sicólogo. Así que fui al sicólogo. El profesional en cuestión se parecía a uno de los Les Luthiers. Me preguntó qué me pasaba y desparramé mi desgracia como cuando un gordo se lanza en bomba en una piscina. No sé si entendió algo de mis palabras en medio del llanto histérico, pero creo que tampoco le importaba. No intentó consolarme, no me pasó un Kleenex, no dijo ni pío mientras yo hipaba y me asfixiaba con mis propios mocos. Sus ojos tenían la expresividad de un muñeco de cera. Lo único que dijo al final fue: “Tenés que venir dos veces por semana”. A ciento cincuenta pesos la vez. Yo era pobre y los pobres, claro, no tenemos para pagar dos llantinas semanales en un despacho frío frente a un Les Luthier de cera. No volví. Al poco tiempo, cuando todavía chillaba por los parques, hacía llamadas perdidas con código internacional, tenía chuchaqui a las cinco de la tarde y amanecía con la almohada sanguinolenta, conocí a una chica a la que describiré como la única argentina que no me mandó al sicólogo. Esta maravillosa mujer me mandó a un “asesor espiritual” que, aseguró, a ella la había sacado del hueco. “Yo intenté suicidarme cruzando la 9 de Julio en verde”, dijo. Coño. Así que fui. El “asesor” era un tipo muy joven —¿paraguayo?, ¿boliviano? nunca lo supe— que reci-
bía a sus “clientes” en una cochambrosa habitación interior en el centro. Ahí dentro olía a alcanfor, papel quemado, sudor, madera podrida, dulce de leche, sebo, incienso y cebolla. La peste echaba para atrás, el cuartucho era de una sordidez inenarrable “ropa por el suelo, moscas verdes, un colchón a rayas sin sábana”. Quise largarme, me odié en silencio: “Mira que eres cojuda que siempre caes en estas cosas”. Con la mano, el muchacho me hizo sentar en un banquito y yo, mientras hacía fuerzas para no vomitar, lo miré llenar una vasija con papeles rotos, gotas de aceite, cera de vela, pétalos de flores y algo más que no identifiqué. Eso lo quemó y, batiendo el humo con las manos, dijo, sin que yo dijera nada todavía: “A vos te han hecho mucho daño”. Otra vez me derramé como la piscina a la que cayó el gordo en bomba. Y entonces se obró el milagro: el tipo acercó su banquito al mío y dijo una serie de palabras ¿mágicas? con su acento dulcísimo. De pronto todo olió a rosas y cuando soplé tres veces el humo de la vasija, como me indicó que hiciera, dijo que veía en mi futuro próximo a un hombre alto y musculoso, tal vez deportista, boricua (así de afinado), muy guapo, inteligente y amoroso. “Vos serás feliz”, dijo con la convicción de un iluminado. Sorbí los mocos como un niño al que al fin le devuelven el chupete y se acabó la lloradera, las encías de sangre, la borrachera al mediodía, el marcar el maldito teléfono de larga distancia para oírle la voz al hijueputa. Al poco tiempo —y juro por lo más sagrado que esto es así—, conocí en una cena a Eliud, puertorriqueño criado en Estados Unidos, ejecutivo de una multinacional gringa con oficinas en Buenos Aires, exjugador de básquet, guapísimo, inteligentísimo y amorosísimo. Ese mismo día conocí también a su novio, Rodrigo. Nos hicimos inseparables. Con los dos, del brazo como en El mago de Oz, recuperé la carcajada. Nos comimos la ciudad a mordiscos. Fue el mejor año de mi vida. Así que, ¿cómo no voy a creer más en los brujos que en los sicólogos?
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SoHo 47
humor
Por Francisco Santana
más vale
Cabo que
Rojeno
rolling Como diría mi amigo el longo Camilo —el único que conoz-
co que no le molesta que lo llamen así—: “Cabo Rojeño siempre”. ¡Ay mamá! Es que ni bien va uno entrando ya se va quemando con tanto ritmo caliente. Salsa pelada y dura. De la clásica, vieja, de la buena. ¿Para qué más? Y bueno, tampoco le piden tarjeta de crédito para ingresar. No hay consumo mínimo y ni siquiera tiene que vestirse como si fuera galán turro de barata telenovela importada. Mejor dicho: usted puede ir y vacilar en bermudas y zapatillas. Y eso ya es mucho donde sea. Ya pues, con eso cualquiera se anima a la aventura de perderse en el dato tropical. El Cabo Rojeño está en sintonía con el alma de Guayaquil. El guayaco, normalmente, es bullanguero, ruidoso y bailador. Gozador de los ritmos antillanos y tropicales. Y el Cabo reparte: goza y deja gozar. Cada uno en lo suyo, vibrando con la salsa que te transporta a las latitudes donde reinan los grandes maestros salseros: Héctor Lavoe, Ismael Miranda, Celia Cruz, Pete Conde Rodríguez, Marvin Santiago, Roberto Roena. Aquellos que nadie considera aquí ídolos de barro, por más que algunos se hayan muerto sin despedirse bien. Nada de esto aplica para Rolling (Urdesa, Circunvalación Sur 110 y Víctor Emilio Estrada); antes conocido como Rolling’s Tone. Aquí la vaina se complica de una: usted tiene que dejar su tarjeta de crédito en la caja para entrar. O puede hacer como hacemos algunos chiros: ir con un pana y que él ponga la tarjeta. Entérese para que no caiga como gil: hay consumo mínimo. También hay rock y varias salas de entretenimiento. En la parte inferior del bar, están las mesas de billar y futbolín. Predomina el ambiente retro, pero hay algunas pantallas —una LED inmensa en el centro— para que los asistentes aprecien los deportes. En la parte exterior, está el área para fumadores, y como todo local que se precie de aniñado, también tiene su respectiva sala VIP.
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A la entrada del bar —lado izquierdo—, se expone una motocicleta Harley Davidson como parte de su decoración, más fotos de grupos de música, deportes, películas. Por supuesto, también tiene su oferta gastronómica como alitas de pollo, papas fritas, chuletas ahumadas y más piqueos. Pero yo prefiero Cabo Rojeño (Rumichaca entre Quisquís y Luis Urdaneta). Cabito para los más allegados. Porque ahí se respira y revienta la vida con la sala derecha amarilla en honor a Barcelona y la izquierda en azul por Emelec. Ambas repletas de afiches y fotos de los mejores equipos de los ídolos del Astillero, las fotografías de futbolistas legendarios, de los cracks, como diría Pepito Cebolla. Con sus montañas de discos y las pantallas gigantes para ver partidos de fútbol o conciertos salseros. Y el dato de encontrarse con los dueños, Yoyo (a quien le gusta vacilar los miércoles porque el tiro es más tranquilón) y Galo; además de los infaltables y acolitadores Camareta, Kaviedes, Marino; los panas que reinan en el rincón más caliente de Guayaquil. Para la anécdota queda el dato de que un montón de años atrás las mujeres no podían ni pisar la vereda del Cabo: había un letrero que decía: Prohibido entrar mujeres solas. Ahora es normal encontrarse con hembras que tienen metido el baile en las caderas y se mueven con la cadencia de quien domina el peligro y se sabe conocedor del alma ajena. No es que el asunto en Rolling sea turro e insoportable. Los asiduos dicen que todos los días hay happy hour de las 17:00 hasta las 20:30, pero yo, como Héctor Lavoe, nunca llego tan temprano a ningún sitio. Lo seguro es que los fines de semana siempre hay banda que mete tocada en vivo y las lindas chicas, algunas muy jóvenes y demasiado flacas, se apoderan de la pista y desesperan con sus gritos por el cantante que asesina las canciones de INXS, Queen, Rolling Stones, AC/ DC, Nirvana y alguna que otra de The Beatles. Uno lo soporta porque entiende que aquello no va a durar para siempre, y con paciencia se puede pescar a río revuelto la ilusión del amor borracho. Sin embargo, puestos a escoger, al Cabo Rojeño no le gana nadie en la batalla del desorden nocturno; ya sea que usted vaya solo, con hembra o con panas.
el cabo reparte: goza y deja gozar. cada uno en lo suyo, vibrando con la salsa que te transporta a las latitudes donde reinan los grandes.
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más vale que
general suite
El viejito ese del radio pegado a la oreja y que, en forma
intermitente informaba sobre los partidos de provincia. “Liga Uno. Macará Cero. Polo Carrera. 22 del segundo tiempo”. A él lo vi largos años: el mismo puesto, el mismo aire de soledad, la misma chompa de poliéster. Y ese pasamontañas climatizado, con que se bancaba los pachecos o los solazos quiteños. El negro de las cocadas que, con su vozarrón y sabrosura, se cruzaba la popular completa pregonando sus dulces de coco y de miel, recién traídas de Esmeraldas. El negrón era todo un diplomático: mientras como pisando huevos pasaba su inmensa humanidad entre la gente, siempre avizoraba el triunfo o pronto empate del equipo local. Y ahí mismo iba colocando su atadito de cinco cocadas amarradas con una fundita de plástico. Las paperas de Otavalo, chiquititas, respetuosas y acontecidas. Desfilaban por el graderío casi sin anunciar el delicioso platillo y su ají rojo ferrari todopoderoso: el mismo pueblo se encargaba del gritazo. ¡Papas, María! Y llegaban ellas —las Marías de la vida real o las de turno— en corto nomás, haciendo malabares con tremendo canastón asentado en la cabeza, protegida de una suerte de colcha. ¿De a cómo llevas?, preguntaban. De mora y chocolate tengo yo, vociferaba el veterano de mandil y bigotes de plata, tatuado un ancla en la mano derecha. De mora y chocolate cantaba mientras, raudo y ágil, brincaba de grada en grada, bien agarrado su cajón de tablitas y atendiendo el grito pelado de su inmensa clientela. Entonces se paraba y mostraba el portento: entre una densa neblina blanca, bañados en escarcha, asomaban los helados secos. ¡De mora y chocolate, irá pidiendo! Y el Falso Ciego: un tipo regordete de manos inmensas y cuadradas, pantalones raídos y viejo saco plomo cuello tortuga. Ese sí era un trucha de campeonato. Escuchaba en la radio que el Católica-Nacional arrancaba y ese rato —casi que con los árbitros— se lanzaba a dar la vuelta al ruedo de la entonces inmensa General Sur. El ciego, de bastón de palo de escoba y viejo y desportillado jarrón de hierro enlozado, tenía calibrado el tono de su voz para pedir limosna y agravar su drama. A mí me encantaba ver qué putas nomás tenía el ciego en su jodido jarrito. Y cuando pasaba por el frente nuestro, era posible. La gente le caía con todo: monedas “de a sucre”, centavos, monedas de otro país, botones, tuercas, canicas, rodelas, colillas de
Por tony montana
cigarrillos. Pero lo maravilloso de todo esto, es que el ciego se daba cuenta de todo eso. Una vez mi viejo decidió salir unos diez minutos antes de un Nacional 3-Barcelona 0. Por el tremendo sol de toda la mañana, dijo que iríamos al baño, para refrescarnos la cabeza. Fue cuando, oh sorpresa, nos topamos cara a cara con el ciego: salía del baño, cambiado de saco, bien peinado, sin gafas y más ágil que Wilson Nieves en la banda izquierda nacionalista. ¿Le vio al ciego, mijo? ¡Pues él también! ¡Ciego chiuchetumadre! Largos y maravillosos años de mi infancia y juventud los vacilé en ese territorio feliz de mi General Sur. A la vuelta de los años, fui reparando —y lo sigo haciendo—, maravillado, de todo de lo que miré y aprendí en esas gradas. Acá, a mis seis años, vi por primera vez un indio y también un negro. Acá miré actuar a esos que llegaban al estadio para inventarse la vida, para driblarse el día. Aquí aprendí a sobrevivir entre tumultos, a estar mosca con los borrachos abusivos y hasta a darles guerra, grada abajo. Aquí miré la tristeza que le embargaba al señor que siempre cantaba los marcadores de los partidos y, en otra parte del graderío; cómo le gustaba saludar a una viejita que vendía higos con queso, solo en el entre tiempo del partido. Pero también me chumé, me di de patadas, me abracé con los que amo y reí como nunca y como nadie con el más delirante humor quiteño, ya sea de un ocurrido infaltable o esas insólitas bromas colectivas. También miré unos niños que no lo parecían, que eran súper callados y los vestían como viejos, con gorritos de ferrocarrileros: los ayudantes de las gordas vendedoras de cerveza. Eran primeros años setenteros en mi pequeñito y humilde país agrario. En mi General Sur descubrí que había pues, “el otro”, “los otros”. Los costeños y/o monos, los negros, los indios, los chagras, los provincianos, los jodidos, los ebrios, los pobres, los rateros, los alcanzados, los cuenteros: los otros, los que no eran como uno. Y aquí, con mi Nacional formado en fila y saludando marcialmente a la afición, escuché la hermosa frase del tío Ignacio María, mirando y aplaudiendo a rabiar a esa docena de negros y cholos vestidos con la entonces ploma divisa de la Máquina Gris: —Esos son hijito. Arcilla nuestra, arcilla de acá.
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SoHo 49
humor
más vale
Por Aldo Rocco
que
lagartero
dj
Increíble a lo que hemos llegado. Si bien el
DJ y su música es una forma de arte no se comparará con el talento y el conocimiento musical del lagartero. Bohemio ermitaño de la noche que cabalga a la suerte de buscar una esquina para cantar su repertorio. Y si la esquina se resiste, entonces esta especie de Quijote contemporáneo busca un sitio y se cola en medio de una cena o de un festejo para una vez más retar al destino, y entre canción y canción ganarse su sustento a punta de rasgar viejos temas en una añeja guitarra. Es el lagartero ese eco que nos recuerda que el pasado no es tal y que las novedades del mundo que habitamos son tan efímeras como el frenesí que producen. El DJ llega en avión con previo contrato y pago. Luego de recibirlo y alimentar su cuerpo y sentidos, procede a tocar su música pregrabada, quizá en un orden, también preparado de antemano. Los europeos llegan con sus mezclas listas, engranadas en un guion que parece infranqueable; los suramericanos se adaptan a la pista, le dan al público en la medida en la que este pide. La del DJ es una industria con todo el vértigo y los lujos. Es un pasaporte para ganar bien y tener a las chicas más lindas al frente tuyo. Lo del lagartero es un oficio que se hace a pie, sin más agentes o patrocinadores que la noche y la voz al servicio de la nostalgia. No hay mánager o agente que busque la siguiente tocada. La pelea es en el ring de la calle cuerpo a cuerpo, sin intermediarios. La suerte del lagartero depende del azar, de si la moneda que surca los aires —llegado el momento— aterriza en cara o cruz. El lagartero escoge su tema en sintonía con la ocasión y lo interpreta en ese momento desde la inspiración que se materializa en la pareja a la cual le canta. Se expone a que lo callen para no pagar, para no oír en su voz el eco del desamor; se queda a merced de la euforia que lo amenaza con dejarlo sin escenario… sin piso.
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El DJ, si es famoso, tiene contratos comprometidos, su agenda es apretada y difícil de permear. Incluso, dependiendo de la fama que tenga, puede darse licencia para elegir los destinos a los que le place ir: Europa siempre es una buena parada. Para el lagartero, el contrato es la palabra de quien le pide que cante, su publicidad es su guitarra enfundada bajo el brazo, su voz es su único anuncio de llegada. Lo conocen por “radio bemba” y su destino fijo es el asfalto que recorre silbando su mejor melodía. El lagartero sale cada noche a jugársela, a mirar por la rendija de las posibilidades. No tiene rumbo y su performance diaria es la única que le garantiza el sustento. La entrega, el esfuerzo y sus acordes son los ingredientes del plato principal que es la noche. Mientras el DJ mezcla canciones y temas, el lagartero los toca, los canta, los siente. Son dos oficios que comparten el objeto, pero que se arman cada uno desde un terreno diverso: el uno desde las luces y los aplausos de una disco, y el
Lo del lagartero es un oficio que se hace a pie, sin más agentes o patrocinadores que la noche.
otro desde la intemperie y el ruido anónimo. Si le preguntas a los jóvenes, van a preferir el DJ. Así cómo prefieren Facebook antes que comerse un libro; ver deportes en TV antes de salir a la pelear la pelota; ver videos en YouTube, en lugar de coleccionar música; pegarse a National Geographic antes que lanzarse al campo. Ahora, si la pregunta es conmigo, yo me quedo con el lagartero, una botella de licor, una esquina, un fuego alimentado por papeles y palitos de la calle para amainar el frío, como lo hacían nuestros abuelos en un pasado no tan lejano.
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