Enseñarle
a bailar salsa
por Pancho Terán
Siempre fui bueno para la fiesta y para el desorden. A mis 27,
llevaba una vida (y un departamento) de típico hombre soltero: la ropa tirada por todos lados, la refrigeradora vacía, desayunos en la calle, desvelos frecuentes… Por esa misma época, mi hija Gabriela, de 9 años, dejó la casa de su madre y se pasó a vivir conmigo a tiempo completo. Entonces, tuve que deslindarme, tanto como pudiera, de la vida de mierda a la que me había acostumbrado, para recibirla. El proceso más maravilloso y jodido por el que he tenido que pasar. Empezar a compartir mí día a día con ella me agarró desprevenido, principalmente porque yo era un padre joven. La Gaby nació cuando yo tenía apenas 19 años. No programé su nacimiento; ella fue quien me eligió a mí. Cuando vino a vivir a mi casa, yo aún sentía curiosidad por la vida nocturna, las bielas, las mujeres… Nunca renegué tener a mi hija a mi lado. Tampoco supe negarme a una buena farra cuando se presentaba la oportunidad. El Seseribó fue mi ‘antro’ favorito, y en el que pasé muchos años. Era una cueva que tenía onda, una mística extraordinaria. Y fue ahí donde nació una de mis grandes pasiones: bailar salsa. En las mañanas pasaba en el trabajo, y en las noches, especialmente los jueves, volvía, como todas las semanas, al Seseribó para bailar. Al principio, me dedicaba solamente a ver bailar a la gente del lugar. No despegaba mis ojos de sus pies ni un segundo. Así fue como, poco a poco, aprendí a desenvolverme en la pista. Ya después, me atreví a lanzarme, y con el tiempo me había convertido en el rey del Sese. Todo eso de bailar salsa es conocimiento adquirido en la clandestinidad de algunas noches de excesos. No era el tipo de baile que uno aprende en una clase o en un elegante salón. Era más bien algo que había nacido de, simplemente, gozarla. La pasión que genera este ritmo —eso sobre todo— fue lo que quise transmitir a mi hija. En mi familia siempre se han hecho reuniones familiares grandes; por fin de año, Navidad, cumpleaños de la abuela… Y ahí, con la familia en pleno, yo aprovechaba para enseñarle a bailar salsa a la Gaby. Le enseñé sus primeros pasos a sus diez años. A sus 13 ya era una experta bailadora. Y como era de esperar, a sus 18, me destronó, y se convirtió en la nueva ‘infaltable’ en el Seseribó. El baile y la música se han convertido, en nuestras vidas, en el mejor jarabe. Tanto en mis problemas como en los de ella, componer, cantar y bailar han sido la técnica más eficiente de alivio y escape. A los 19, la Gaby pudo afianzar la efectividad de este método. Luego de atravesar una enorme decepción amorosa, un día se levantó, hizo sus maletas y se largó a Cuba con dos propósitos: el de olvidar, por un lado, y por otro, el de sentir la salsa lo más cerca posible. Acá en Quito ella podía bailar la salsa, pero solo allá, en La Habana, la podría vivir. Su intuición fue una gran consejera: el vuelo emprendido y el tiempo que descargó en las salas de baile la ayuda-
ron a sanar. A los dos nos ha tocado vivir escenarios jodidos, pero parecería que la vida al son de Rubén Blades o Héctor Lavoe siempre es mejor. Ahora la Gaby tiene 28 años y resulta que es una mujer extremadamente fuerte, muy responsable y muy mujer. Vive en Los Ángeles y está en la búsqueda de encontrarse musicalmente. Decidió quedarse en esa ciudad del carajo y ahí está ella luchando la lucha de los migrantes. Está enfrentándose contra una ciudad bárbara que aplasta, tratando de encontrar su espacio entre millones de otras almas. Seguramente ya no tiene tiempo para bailar con tanta frecuencia. Yo, por mi lado, me dedico todos los días de la vida a apoyarla. Cuando hablamos por Skype, veo a través de la pantalla cómo ella llora, sufre o se angustia. Aunque sea a la distancia, hago todo lo posible por darle ánimos. Le digo: “¡No puedes dejarte derrotar, mi amor. Ese llanto es lo que te está volviendo más fuerte!” Es duro verla así. Igual que yo, ella se está forjando al fuego de la soledad, de las dificultades, de la independencia. Y aquí seguimos, la Gaby y yo, mirando de frente al futuro, cada cual en su propia batalla personal. Desde mi óptica de un hombre de 48 años, me reclamo el no haber compartido más tiempo con ella; no haber bailado más piezas; no haberle leído más cuentos antes de dormir… Recuerdo todo lo que viví con ella y me pregunto: “¡Mierda!, ¿habré podido ser un mejor papá?” Después yo mismo me respondo y me digo: “Hiciste todo lo que pudiste”. A pesar de todo lo que fui, con todas las carencias, nunca la dejé ni me hice de lado; siempre estuve en todo momento. Parecería que la vida es, en mucho, como la salsa: no importa si la letra es alegre o triste; hay que bailarla.
Edición 122
SoHo 41