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ecolog铆a zona cr贸nica
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Asílostumban rascacielos de
insectos por elías urdánigo fotografías: jaime idárraga
un cronista acompañó a un equipo de jornaleros a talar y cargar árboles en medio de la selva. los aserradores tumbaron plantas sin piedad, ni conciencia ecológica, pero convencidos de estar haciendo lo mejor para sostener a sus familias. La tierra tiene una piel; esta piel tiene sus enfermedades. Una de esas enfermedades se llama, por ejemplo, “hombre”. Friedrich Nietzsche I Cuando yo era niño, vivía en un pequeño pueblo de Esmeraldas. Mi abue-
lo entonces era un tipo alto y ancho como un ceibo humano, y se había dedicado en su juventud a talar árboles. En un mundo hostil para las personas, el leñador era un “facilitador”. Podía exterminar toda una generación de árboles y dejar una superficie limpia como la calva de un gordo. Una superficie lista para levantar un pueblo y proporcionar a los colonos una especie de vida digna. No hubiéramos sobrevivido como especie sin talar o utilizar madera. Debimos siempre enfrentar a la naturaleza para mantenernos en esta tierra. No estamos hechos para convivir con ella sino para someterla o morir. Mi abuelo trabajó con y contra la madera por varios años, taló árboles para los traficantes y los aserraderos, hasta que las montañas de la zona se extinguieron. Entonces dejó su etapa nómada, levantó una casa y se volvió colono. Aunque empezó cortando árboles con sierra manual y hacha, fue la motosierra la que le proporcionó sus mejores años y una manera de ganarse la vida, aun después de haber abandonado la tala. Mi abuelo aprendió todo lo que pudo del mecanismo de la motosierra y se convirtió en el primer mecánico del pueblo. De todos los rincones, llegaban jornaleros con sus espadas dentadas para que mi abuelo las arreglase. Lo malo de esto era el ruido. Su taller quedaba debajo de la casa, y cada vez que probaba una motosierra, me arruinaba el audio de mi programa favorito. En esa época, casi todos los programas de la televisión eran mis favoritos. El rugido de los dientes metálicos cortando madera se mezcla en mi cabeza con las películas de Cristopher Reeve. Supermán y una motosierra roja o amarilla, igual a la que usan en una escena de Scarface.
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Ramón, Alcibiades y Jimmy cobran entre 10 y 15 dólares por una faena de tala. En las fotos aparecen en acción, recogiendo un árbol de Clavellín recién cortado en el que encontraron una colonia de congas, conocidas por el dolor que causa su picadura como hormigas bala.
Por la mañana acompañaré a un grupo de jornaleros que talan y cargan madera. Estamos en el siglo XXI, pero no ha cambiado mucho la forma en que un hombre se gana la vida en el campo, desde que mi abuelo talaba árboles. Ni se ha extinguido el tráfico ni la miseria de los jornaleros. Y nuestra necesidad de madera es la misma o mayor que antes. II Enero, mañana de cielo cubierto, aire tibio. Contemplemos el fenómeno misterioso de la muerte de un árbol. Cómo va a suceder, se preguntan. El hombre que corta el árbol agarrará una motosierra y hará un corte transversal en el tronco para que este se desplome. Ese árbol morirá para convertirse en cuna, cama, mesa, armario o encofrado como es el caso del Fernán Sánchez (una madera de no muy buena calidad). Y esa muerte, niños, ocasionará que la vida de ustedes y las de sus padres sea más cómoda y armoniosa con la naturaleza. Será una muerte misteriosa, no para ustedes ni para sus padres, lo será en ese pequeño mundo de coleópteros y pájaros, hormigas y mariposas, lagartijas y arácnidos, para los que el árbol era su rascacielos privado. Eduardo Valencia tiene 23 años y está a cargo de la motosierra. Corta madera desde los 18, y no ha sufrido accidentes. Lo menos grave que le puede pasar a un motosierrista es que se le arranque la cadena y el latigazo le desgarre el pecho, la cara o los brazos. Lo peor es que el árbol no caiga según lo previsto, y lo aplaste a él o a uno de sus compañeros estibadores. No es, nunca fue, una tarea sencilla. Pero esta mañana no hay mucho de qué preocuparse. Solo son unos cuantos troncos aislados que cortar, árboles no muy gruesos, madera que servirá para paletas: esas pequeñas plataformas utilizadas para colocar diversos objetos, o encofrados: las tablas que se utilizan para dar forma a las columnas de hormigón, etc.
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Estamos a una hora del centro de Santo Domingo, en los terrenos de una comuna tsáchila, cuyos dueños quieren deshacerse de los árboles que impiden la siembra de cacao. Al motosierrista lo acompañan tres hombres, que son los que se encargarán de cargar los troncos sobre sus hombros y espaldas. Nadie utiliza ningún tipo de protección, ni con ellos ni con la naturaleza. Esta zona no va a ser reforestada, se la “limpia” para una actividad agrícola. Lo que importa es el dinero que se va a obtener por la tala, porque esto, el jornal, es con lo único que cuentan estas personas. Si el presidente dice que lo primordial de la naturaleza es el hombre, pues ellos hacen carne ese precepto, y nadie puede culparlos. Ganan de 30 a 40 dólares el viaje, cuando se trabaja todo el día, en jornadas que pueden durar desde las siete de la mañana hasta las dos de la madrugada. Todo depende de la accesibilidad al sitio y el tamaño de los árboles por talar y cargar. Generalmente, es un solo viaje, rara vez dos. El motosierrista gana más, pero en este grupo, Valencia no solo es quien corta la madera, también es el contratista, es quien compra el árbol para revenderlo en tronco a los aserraderos. Hoy trabajaran hasta las tres de la tarde y la tarea es relativamente sencilla. Así que Jimmy, Ramón y Alcibíades, un negro de 70 años, según dice, y que aún carga madera que dobla su peso, cobrarán entre 10 y 15 dólares. Por su parte, el conductor del camión tasó el viaje en 80. Para paliar el agotamiento, tienen un galón de agua y un trozo de panela. Jimmy, un negro delgado como los demás y de barba canosa, espanta un perro flaco que intenta lamer el vaso de plástico. Luego prepara el brebaje que van injerir a sorbos durante toda la jornada él y sus compañeros. La lluvia de la noche ha dejado la tierra lodosa y escurridiza, hay que afianzarse con firmeza de piernas sobre el terreno para no caer. El tramo desde donde cargan la madera hasta el camión es de unos 60 metros. El piso está compuesto de hierba y tierra mojada.
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Ya se ven unas cuantas plantas de cacao esparcidas a los alrededores, hay muy pocos árboles. “Esto dejó de ser montaña hace tiempo”, afirma el motosierrista. Aquí no hay nada para los adalides del medioambiente, la deforestación es un hecho. El arroyo que atraviesa el terreno está casi seco, las especies, sobre todo pájaros, ya se fueron o extinguieron en el intento de fugarse. Las arañas cambiaron de hábitos, la ley de la evolución de Darwin fue acatada, los más débiles perecieron. Y, sin embargo… en el tronco de un árbol que estos hombres denominan Clavellín, y cuyo nombre en Internet es Clavellina, en el tronco de este árbol, habita una colonia de congas majestuosas. Ver por primera vez a estas hormigas impresiona. Son gigantescas en comparación a las hormigas comunes. Su nombre científico es Paraponera Clavata, y una de sus picaduras es capaz de provocar fiebre, escalofríos, taquicardia, parálisis respiratoria. En varios websites se dice que el dolor de una picadura es comparable con un balazo (también las llaman hormigas bala). Aunque las congas no están entre las especies que sirven al ser humano para el control biológico de plagas ni como alimento, son una variedad que ancestralmente ha sido utilizada como tratamiento para el reumatismo, y su mandíbula, como sutura para cerrar heridas con ayuda de la saliva que segrega, la misma que sirve para inflamar la piel y sellar la herida. Cuando el Clavellín se desploma, la colonia empieza a emerger. Negras, brillantes, exóticas. Los leñadores las observan sin interés. Ni siquiera advierten al fotógrafo que se acerca más de la cuenta para retratarlas. Es probable que esa colonia se disperse y muera. Las congas hacen casa dentro de los árboles y aquí ya no quedarán viviendas para hormigas okupas. No es algo por lo que estos hombres vayan a incomodarse. Ellos no viven con comodidades; también han tenido que adaptarse y sobrevivir en condiciones adversas ni saben qué mierda es Greenpeace. No tienen el pelo largo ni la barba por moda. No ven a la naturaleza como una madre. Solo son parte del eslabón más débil, son los que resienten las leyes a favor del medioambiente, forjada por quienes ya le sacaron el provecho que pudieron a Pachamama. Estos hombres tienen como prioridad la conservación de su propia especie: su familia. Y aunque sean capaces de repetir las frases aprendidas en el trato con activistas ambientales, no tienen una clara conciencia de cuánto daño pueden generar en la naturaleza cortando un triste árbol de Clavellín. Aunque quizá no sea para tanto. ¿Cuántas colonias de hormigas bala se necesitan en el planeta? III Cuando se trata de talar en un lugar permitido, la idea básica es cortar y volver a sembrar para no deforestar el lugar, dañar el terreno, etcétera. Pero esta no es una zona de reforestación. Las plantas sembradas alrededor mueren pisoteadas, los árboles adolescentes que estorban el paso son destruidos, significa más espacio para las plantas de cacao. Ramón lleva 20 años trabajando con madera (los años que tarda un árbol de Teca en madurar, aunque ahora la podan y le ponen urea para cortarla a los 10), se toma un descanso en medio del recorrido que hace para depositar el tronco en el cajón del camión. Esta vez lo baja de su hombro y lo coloca sobre la tierra. “Nosotros más trabajamos con madera reforestada, donde se tumba un palo y se siembra otro. Cortar madera natural está prohibido por Medio Ambiente”. Si los descubren con este cargamento, que no ha sido autorizado por ningún funcionario, les decomisarán el camión y tendrán que cancelar una multa, si es que el dueño no quiere perder
su carro en un remate. La guía es un permiso exclusivo que se otorga bajo ciertos parámetros, entre los cuales están contemplados la altura y el diámetro del árbol, que la finca no esté hipotecada. Y por supuesto, su reforestación. Sin embargo, ellos no se hacen problema, no es la primera vez que trabajan sin guía. Deben evitar los lugares donde se encuentran los controles, haciendo un viaje más extenso a través de guardarrayas. “Sabemos que si se acaba con los árboles se acaba con el oxígeno. Los árboles nos dan sombra, ayudan a la tierra. Lo que está al filo de los ríos no se corta para proteger el agua. Yo no he estudiado ni la primaria, pero sé de la naturaleza, de todas formas cómo podemos vivir de otra cosa. De la madera vivimos millones de personas. Se sabe que hay que reforestar, pero esto de aquí ya no es montaña,
ganan de 30 a 40 dólares el viaje, cuando se trabaja todo el día, en jornadas que pueden durar desde las siete de la mañana hasta las dos de la madrugada. todo depende de la accesibilidad al sitio. esta tierra ya lo ocuparon hace rato para la agricultura”. Después de su discurso, Ramón levanta el tronco del suelo, su cara se contrae, dobla la espalda con dificultad, lo trepa sobre el hombro y continúa su camino hasta el camión. Tiene 46 años. Los cuadrilleros no se jubilan, dice Alcibíades de 70. -¿Tienen hijos? Sí. ¿Dónde están? Haciendo lo mismo, pero en lugares más lejanos, rodando y cargando troncos con polea, troncos 20 veces más gruesos de los que cargan sobre sus hombros Alcibíades, Ramón y Jimmy. IV Mi abuelo ahora tiene ochenta y pico de años. Una de sus piernas falla, su pelo es blanco como las hebras del abacá. Las motosierras no suenan más entre sus manos. Hoy vende licor artesanal y de eso subsiste. De vez en cuando, lo escucho hablar sobre ese otro país que es la juventud. Su voz susurra, rememora, confunde, miente. Cuenta su pasado, cómo la vida era más sencilla y abundante. Los árboles poblaban la tierra y las montañas eran un misterio de ojos inquietantes y prometedores. Habla de sus aventuras en las montañas, de los árboles inmensos que vio caer, de la cacería, de monos y tigres, animales que ya no viven por estas tierras, que le abrieron camino al progreso. Lo mismo cuentan Jimmy, Ramón y Alcibíades. Montañas vírgenes, abundantes. Llenas de árboles gigantescos, obviamente más trabajo, más sustento para la familia. El pasado fue mejor, claro, porque entonces éramos jóvenes. “Si se siembra madera, no tiene por qué acabarse, hay que cortar, pero también se debe reponer, nosotros mismos no tuviéramos en qué trabajar si se acaba la madera”, suelta Jimmy. Se sirve un trago de agua panela, y vuelve a cargar el tronco sobre su espalda. Se dice que las congas emiten un chillido cuando caen sobre el enemigo. Pero el único ruido que se escucha por el momento es el de la motosierra talando otro árbol: ¿el ruido del ser humano al saltar sobre su enemigo?
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