Reforma Universitaria Al comienzo del período existían en el país tres universidades nacionales: Córdoba, Buenos Aires y La Plata y dos provinciales: Santa Fe y Tucumán, pero no existía un verdadero sistema universitario nacional, y la Ley Avellaneda, que regulaba el desarrollo de las universidades, resultaba insuficiente. El régimen universitario se consideraba anacrónico, y fundado en una “especie de derecho divino del profesorado” que le daba un carácter “monástico y monárquico”, e impedía el avance científico, colocando a la enseñanza universitaria muy por debajo de las necesidades reales de la República. La relación entre estudiantes y profesores, condicionada por un concepto arcaico de autoridad, solo era una tiranía destinada a sostener situaciones y privilegios. De modo que el orden afirmado por dicha autoridad era totalmente ajeno y extraño a los estudiantes, pero un instrumento eficaz para satisfacer intereses creados. Se daban prácticas y disposiciones que era necesario suprimir, como causa de uno de los mayores problemas de la universidad en ese momento: la burocratización de la enseñanza que la había convertido en “una fábrica de doctores” dominada por el “profesionalismo” y por una enseñanza “mercantilizada”. No tenía la posibilidad de orientar la vida intelectual, y alejada de cualquier intento por renovar sus tendencias tradicionales, impedía el arraigo de nuevas ideas o corrientes de pensamiento. La ciencia no penetraba en una universidad “cerrada e inmóvil” o se veía condicionada por una burocracia que hacía mediocre la enseñanza. Sólo afianzaba el orden establecido, pero desvinculándose del medio en el que le tocaba actuar. En ese aspecto, los valores individuales influían de manera muy débil en la Universidad Nacional de Córdoba, que era de carácter colonial. En efecto, las corrientes renovadoras científicas, sociales o políticas, surgían al margen de una universidad que era reflejo de una sociedad decadente, empeñada en permanecer en la dirección y en las cátedras universitarias. Este régimen y esta estructura conservadoras daban lugar a un monopolio que defendía “la ciencia oficia, fría y muerta” por medio de un paternalismo, nacido de “una herencia de 300 años de orientación confesional”. La falta de interés de la universidad por llenar una función social, que lógicamente no podía llevar a cabo, fue otra de las críticas del momento. Debía quedar atrás la “universidad cerrada, burocrática e inmóvil” pues esa inmovilidad era un signo de la muerte, tanto de sus estructuras como de sus métodos y orientaciones. Era tiempo de reemplazar el modelo napoleónico, injertado en sus formas coloniales, por una universidad libre, abierta y científica, capaz de ejercer las múltiples funciones que prepararan a los hombres para una vida integral en sociedad. Por otra parte esta situación, común a todas las universidades, se manifestaba en cada una de diversos modos, según las características de los diferentes centros educativos.