Arte degenerado

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ARTE DEGENERADO


ARTE DEGENERADO*1 De Sol Correa Hoy soñé mi muerte. El proceso duró toda una tarde junto con la noche, pero, aun así, la muerte fue rápida e imprevista. Durante el día estuve recibiendo advertencias limpias, evidentes. Aunque no para mí, poco habituado a cualquier tipo de intuición. Algo en el pecho se conectaba con el cerebro, y de vez en cuando, con un cosquilleo desde las rodillas. Los ojos se iban llenando del negro de las pupilas en un acto irónico de vaciado. La acción nítida de apagar una luz con la misma facilidad con la que se enciende, con la misma voluntad útil con la que concluyen las cosas o los pensamientos, un cuerpo, el mío, tironeando de una manta inmaterial. Un momento clave fue cuando me vi una abertura mínima en el vientre, la presioné uniendo sus bordes para ver de qué se trataba y se me abrió la panza naturalmente dejando al descubierto una especie de cánula corta expendedora sin fin de kilogramos de grasa que se iba acumulando en el suelo. Grasa opaca y untable se enrolla a mis pies como una serpiente. No había preocupación en mí porque en ese momento estaba rodeado de gente y a nadie le llamó la atención el hecho. Alguno me preguntó como al pasar de qué se trataba eso que me salía del estómago pero sin alarma. Una mujer con una copa de vino en la mano, pasó, me miró de reojo y se apretó la falda con firmeza. Todos gestos discretos. No me resultaba necesario abandonar la exposición de la galería para ir al hospital. Lo que siguió me tranquilizó porque me dio una respuesta. Empecé a toser. Era una tos que nacía como de atragantarse con una esponja de cobre, un cuchicheo metálico y seco. La tos en unos segundos derivó en escupir una hebilla de cinturón redonda y dorada. La miré detenidamente y tenía un águila cincelada en reposo sobre una rama. Las alas y el cuerpo relajados, pero en el pico se concentraba toda la tensión del animal: ligeramente abierto y con una pequeña lengua ensanchada, parecía estar ahogándose del mismo modo en que yo lo había estado hace segundos. Sentí esa imagen como una representación burda de mi mismo y arrojé la hebilla contra la mesa para abandonarla. Como rebotó en una de las botellas de vino 1

Cuento publicado en: Correa, S. et al. (2015). Nueve cuentos borrados. Buenos Aires: textosintrusos.


blanco, el ruido hizo que el grupito de las señoritas volteara a mirarme para constatar que su aborrecimiento hacia a mí estaba en lo correcto; continuaron comiendo peras y uvas simulando ser de Avignon. Alguien estaba a mi lado y se permitió golpearme en la espalda como suelen hacer cuando uno se atraganta, pero con el fin de saludarme. Me molestó la confianza que flotaba en el ambiente. Desde que vivo aquí sólo hablo con mis clientes. Los demás no me interesan o, por el contrario, me interesan tanto que son la causa por la que estoy acá. Para alejarme, me acerqué a la mesa y guardé la hebilla en el bolsillo. Recordé que esa tarde había visto ese cinturón en la vidriera de la armería del centro. La iluminación dicroica resaltaba la redondez de su forma dándole un volumen que en realidad no tenía y ese efecto me retuvo en el local un largo rato. En ese momento el sueño tuvo dos planos: vomitar el cinturón y la compresión lógica de ese acto. Ambos formaban parte de lo mismo, pero el segundo sólo existía para confiar en la ficción del primero, la bendita dialéctica del amo y el esclavo. Luego hubo un lapsus, supongo, porque de la galería pasé a estar durmiendo en mi cama. Y de ahí, a la muerte. Para consuelo, fue una muerte natural. Decir que el cuerpo se convertía en un hueco me parece la mejor referencia, y que me iba hundiendo en él, en el hueco de mi propio cuerpo, también. Me dejé arrastrar hacia el agujero que se abría en el centro de mi pecho sin desesperación, pero no sin angustia. Quería avisarle a alguien que dormía a mi lado, pero la voz no se emitía, había sido la primera en escurrirse. Sólo quedaba el movimiento de la boca, y el ruido de los huesos de la mandíbula, cada vez más débiles, hasta que se desmontaban convirtiéndose en gelatina. La conciencia fue la última resistencia -como suelen decir. Rodé de la cama al suelo, quise agarrarme de esa espalda ajena que ocupaba toda mi visión, pero sólo alcancé a rozar, con las uñas ya blandas, una serpiente tatuada, verde y roja, con dientes puntiagudos que tenía debajo de la nuca. Me caí sin posibilidad. El piso estaba helado, y totalmente opuesto a la temperatura que mi cuerpo todavía conservaba de las frazadas. Me morí tibio. La muerte natural, es cierto, termina por ser agradable. Y solamente así pude convertirme en una raza desprendida de la emoción humana. No recuerdo que la muerte haya sido un lugar en donde encontrar esa idealización. O quizás sí, en la parábola más ingente.


Después, el día no se modificó para nada. El ánimo por la mañana fue el mismo. Me pegué una ducha excesivamente caliente, como de costumbre, me sequé con la toalla todavía húmeda del día anterior. Me miré los dedos para colocarme las lentes de contacto y noté pelusas rojas de la toalla en las yemas arrugadas. No suelo elegir poliéster por algodón, de ahí mi malestar. Gasté mi tiempo en despegar hilos de ese material barato en los azulejos blancos y también en el bidet hasta dar con mi cara en el espejo: los ojos demasiado hundidos y los párpados algo caídos, sin embargo, el pelo pegado a la sien y lo tupido de la barba me llenaron de una energía superior sólo comparable a la inmovilidad de una pintura. Examiné las perchas de pantalones y elegí el de sarga azul marino. El frío afuera rondaba los 3 grados, según la radio. La sarga es una tela noble y económica. La prefiero en invierno que es cuando no acumula olor. Camino los tres kilómetros hasta la estación de trenes, todos los días, menos los viernes que me tomo el bus. Me gusta respetar mis caprichos. A esa hora ya empieza a clarear el día, la caminata no es tan helada como de regreso. Lo único por lo que estoy aquí es por la nieve, un manto-virgen que se lleva todo sin mesura: desde un perro hasta la luz. Hago este trayecto solo para oírla debajo de mis botas y que salpique en mis manos; dejar que un sol tonto me pegue en los ojos y beber un trago de licor de café que guardo en el bolsillo. La meteorología resuelve bien la combinación nieve, humedad y frío, algo que todavía no hace mi cuerpo pero que tampoco me quita el sueño, por lo visto. La estación es minúscula. Existe por ser una conexión con otro tren que tiene como destino un punto turístico. Pero en general, no hay intención en los rurales de acercarse a la ciudad. Un grupo de hombres de unos cincuenta años suele reunirse en el bar que está enfrente de la boletería para tomar unos vodkas caseros y seguir viaje. Ellos son mis clientes. Dejan propina cuando se dan cuenta que me hablaron demasiado. El último tren llega a las 18 hs. y no vuelve a salir hasta el día siguiente a las 8 hs. Guardo mi caja de herramientas en el cuarto de mantenimiento, me tomo una cerveza tibia en la barra del bar y me ajusto el pasamontaña para afrontar el puñetazo helado del afuera.


En la rotonda de regreso, paso por delante de un anciano tirado en el suelo con la cabeza rota en un charco de sangre. Unas tres personas están a su alrededor y pareciera que repiten una dirección señalando hacia el oeste. Estoy familiarizado con el idioma, pero los nombres propios todavía me cuestan por no tener referente. Llego a ver, entre los abrigos de paño de la gente que empieza a agolparse, la mano del hombre caído sujetando un bastón de madera lustrosa sobre su estómago. La tensión de los músculos en ese gesto me hace dudar de su muerte. O pienso, en realidad, en las partes del cuerpo que quedan funcionando cuando el corazón no. El bastón está tallado en la punta con la forma de un pico de águila y su mano en la base ahorca al ave. La horizontalidad del anciano entre las piernas de los otros anula el territorio, pero la sangre encierra la figura y la abstrae. Con la sirena de la ambulancia a lo lejos y la responsabilidad del testigo, sigo mi camino al corroborar los residuos de un lenguaje artístico que hace tiempo me perteneció e insiste en castigarme por lo que no hice o por lo que no fui. Desde que cambié la cerradura, me cuesta abrir la puerta de casa. Dejo las botas en el porche por más que mañana estén heladas. Pongo el café a calentar mientras podo el nogal. Tengo una escopeta calibre 17,5 con postas de goma, tiene una gran potencia propulsada a gas CO2. Ya no cazo de todos modos. Quedó estaqueada junto al árbol y enterrada por la nieve. Aunque no la vea, sé que está ahí porque deforma la silueta del tronco del nogal, le dibuja un contorno que no tiene, lo hace parecer otra cosa. “Es evidente que ese pueblo no existe y que nadie puede lustrar zapatos en un lugar tapado por la nieve”, me dijo ella. A mí no se me había ocurrido desconfiar de nada de lo que había descripto sobre sí misma: sus 43 años, su corpiño talle 100, sus caniches y los ojos azules de sus sobrinos. “Solo yo puedo narrarme para recordar que existe y no es deseo. Si lo dejara en manos de un tercero seguramente sentiría la incomodidad de la relatividad y el cansancio que produce la aceptación del devenir”, le contesté en una carta escrita de puño y letra en un acto pedagógico de soberbia, pero aun más, de innecesaria justificación. Me fui a dormir más temprano de lo habitual y me llevé un té a la cama. Iba a ser fácil imaginarme que vendría una versión del sueño anterior: a. ser un adolescente adoptado por sus padres en medio de una conversación de sobremesa a los gritos, b. aislarme en una


mecedora de madera cerca del televisor, y c. ver reflejado en la pantalla brillante y gris un busto de mujer con unos pechos rosados maravillosos. Un busto de resina tan duro como falso en lugar de mi pecho esquelético y estéril, casi un busto retrospectivo de mujer. Tratando de descubrir mi nuevo cuerpo en la pantalla, me voy arrodillando hasta dar con el rostro, soy una mujer calva al estilo de Cicerón. Un punto negro en mi frente me afea. Lo aprieto con mis dos índices y con la fuerza comienza a salir un millar de hormigas del agujero que deja el grano. Rebalsa una masa negra y espesa del interior de mi cuerpo con una velocidad irreal. Sacudo la cabeza para sacármelas de encima y me queda un hueco con un borde cauterizado. El rifle está junto a la ventana, a la derecha del televisor, voy hacia él con parsimonia, como prendiendo, una a una, las luces de una galería de arte. Acerco mi ojo a la mirilla y apunto hacia afuera, un águila con pico tenso, entreabierto, se afirma en la cruz que forma el blanco. Un segundo alcanza para que el ave me mire directamente a través del cristal y una pluma caiga ofensiva sobre mi hombro. Me ofrenda un gesto y una acción mínima para demostrarme que ella, en realidad su cuerpo, comparte sólo el tiempo, pero no el espacio con el mío, ese otro cuerpo ya fuera de la pantalla. Una tos húmeda me sube en dos tiempos desde el cuerpo del esternón hasta la boca seca. En dos tiempos, otra vez. En dos tiempos, hasta quedar en L sobre la cama como volviendo de una muerte debajo del agua. Tengo que arrancar otro día más con el peso de seguir cayendo en la trampa del lenguaje. Llegué hasta acá, me despedí (o huí) de una memoria que ahora sé que no fue. Un recuerdo que hizo a la vez de persecución y angustia en un paisaje lejos y diferente. Llegado el caso, y es que efectivamente llegó, sigo dándole vueltas a la muerte con un discurso sobre el arte como si fueran la misma cosa, como si eso fuera de lo único que alguien pudiese hablar y huir al mismo tiempo en este pueblo tapado por la nieve.


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