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Reseña literaria: ‘Desconcierto’

Por Juanma Martin Cespedes Sol Contribuyente

Si existen 300 trillones de estrellas y cada una es capaz de albergar un puñado de planetas, y de estos al menos unos pocos se encuentran en la zona habitable, ¿dónde están todos los otros seres que habitan el universo? Esto es lo que se conoce como la paradoja de Fermi.

Esta paradoja surgió en 1950 en medio de una conversación informal del físico Enrico Fermi con otros físicos de laboratorio: si hay tanto espacio ahí afuera, tantas posibilidades para que la vida prospere, ¿por qué no hemos encontrado señal alguna de ella en ninguna otra parte del cosmos?

“Desconcierto”, la nueva novela de Richard Powers, parte de esta premisa para sumergirnos en una descorazonadora historia sobre la paternidad, la crisis medioambiental y el activismo. Theo es un astrobiólogo, profesor de universidad que tiene que criar solo a su hijo de 9 años después de que su esposa Aly muere en un accidente de tráfico.

Theo hace malabares para compaginar su carrera académica con la crianza de su hijo Robbie. Robbie está en el espectro autista, pero a pesar de un rosario de problemas de comportamiento, Theo se resiste a medicarlo.

En un mundo en decadencia que se parece inquietantemente al nuestro, en medio de una brutal crisis política que socava las bases de la propia democracia, y otra ambiental que compromete la existencia de la vida misma en el planeta, Theo luchará para sacar a Robbie adelante sin renunciar a las convicciones y principios con los que él y su esposa muerta decidieron criarlo.

Cuando Robbie entra en una espiral de comportamientos antisociales en la escuela, y la directora le exige a Theo que medique al niño, él acabará accediendo a someter a su hijo a una técnica experimental de estimulación cerebral. La técnica permite al paciente replicar determinados estados cerebrales a partir de la imagen de esos mismos estados en el cerebro de otro sujeto.

La vida y la personalidad de Robbie cambiarán radicalmente cuando mediante esta técnica sea expuesto a la imagen cerebral de Aly, su madre.

La novela plantea sibilinamente algunos de los dilemas de nuestro tiempo: ¿Cuán inminente es la catástrofe ambiental definitiva?¿Hace la evidente deriva populista de la política peligrar la propia democracia?¿Podrían las fuerzas conservadoras de nuestra sociedad desencadenar una contrarrevolución anticientífica?

Las respuestas del autor a estas preguntas parecen esbozar un porvenir nada halagüeño: Padre e hijo contemplan con estupor el retroceso definitivo de los bosques vírgenes, la irreversible pérdida de especies y la explosión de una pandemia de encefalopatía vírica en la cabaña ganadera mundial.

Entre tanto, el gobierno de Estados Unidos, liderado por un político megalómano, demagogo, populista y cretino agita el odio anti-intelectual contra la NASA y la comunidad científica mientras denuncia a cualquier opositor político como enemigo de la patria.

¿Es todo pesimista en esta historia? No. Ante la certeza de la sociedad quebrada, se recorta la silueta de la individualidad quijotesca de Robbie, un niño de 9 años, epítome del optimismo antropológico, del mito del buen salvaje de Rousseau.

Con el mito del buen salvaje Jean Jaques Rousseau (1712-1778) quería mostrarnos que un hombre apegado a la naturaleza, un “hombre primitivo”, es bueno física y moralmente. Aunque está condenado a sucumbir bajo la superioridad militar de la civilización que lo eliminará o lo asimilará a sus costumbres inmorales. La obstinación de Theo por proteger a su hijo de la medicación, no deja de ser una actualización de aquella vieja idea rousseauniana del bon sauvage: preservemos la pureza natural del individuo ante el azote estandarizador de la sociedad. Entonces, ¿está nuestro mundo condenado?¿Nos queda alguna esperanza? ¿Debemos suspirar mientras vemos evaporarse en nuestros jóvenes el idealismo y la inocencia? Como hombre soy escéptico, si no cínico. Como padre, igual que Theo, un irredento idealista.

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