De un día para otro, ya no podíamos ir al médico. Las mismas personas que antes nos recibían, ahora nos impiden el paso. Sabemos que la doctora continúa tras alguna puerta del centro de salud, pero ya no nos dejan verla. Al principio todo es desconcierto: ¿Es que no nos echa en falta?. Porque somos muchísimos; casi un millón. Algunas nos resignamos al brazo roto, al ojo ciego, al tiritar por la fiebre; a la sangre en los pañuelos. Mientras, seguimos trabajando, durmiendo, respirando. Tratamos de engañar al dolor. El miedo nos paraliza. Y algunas veces nos morimos de enfermedades normales que tienen cura pero que nadie atiende. Otras vamos al centro de salud o al hospital con las manos vacías, sin la tarjeta sanitaria que nos han arrebatado, que es la llave que abre la puerta de la consulta. Nos repiten que las normas no lo permiten; que el ordenador no lo acepta o que algún jefe impide que nos atiendan. Sin embargo, este muro de exclusión puede romperse entre todas. Pacientes, personal sanitario y vecinas de cada barrio, si acudimos a los centros de salud y tratamos de unir lo que una ley injusta ha separado: una persona enferma y la vocación de curar de una médica. Un gesto rápido y libre nos cambia la vida. Alguien quiere decir “sí”… ¡ y lo dice! Una casilla marcada y la injusticia se detiene. Nuestro destino deja de estar escrito. Esto es lo que ocurre siempre que alguien desobedece esta ley* sin corazón. Pasamos a la consulta. La médica, quizás desconocedora de nuestro viacrucis, nos recibe. Por fin a salvo. Tumbados en la camilla con la torpeza del huésped, nos llaman por nuestro nombre e imaginamos cómo será cuando el dolor desaparezca.
* Real decreto Ley 16/2012, que destruye el derecho a la sanidad universal.