La punta del ovillo (donde todo empieza)
—¿Lo ayudo? 5 —¿A qué, m’hija? —A empacar, a qué va a ser. —Y para qué, si yo de acá no me pienso mover. —Ah, ¿no? —No. —¿Sabe lo que es usté? Un cabeza de tronco. —¿Tronco de pino o de lapacho? ¿De quebracho o de nogal? ¿De ceibo, de sauce, de laurel o chañar...? —No haga el gracioso ¿quiere? —¿Gracioso? Estoy hablando en serio, Escofina.
—Sí, muy en serio. ¿Así que se va a quedar acá para que lo achuren? —Nadie se las va a agarrar conmigo. —¿Por qué? ¿Tiene coronita? —¡Cruz diablo! Coronita tienen los reyes. Y los reyes son de los realistas. 6 —Bueno, como le digo entonces. Prepárese que esta noche nos vamos. Todos nos vamos, ¿entiende? El ejército realista está acá nomás. Y ya escuchó la orden del Belgrano ese. Hay que dejar la ciudad pelada: sin animales, sin plantas, sin personas. Si es posible, sin nubes. Seca. Refrita. Chamuscada. Con nada de nada para que los malditos godos no tengan qué tomar ni qué comer ni dónde descansar las patas. —Ya sé, m’hija. Ya lo escuché, y está muy bien. Lo andan repitiendo por la calle cada media hora, pero yo no me voy.
—Entonces lo van a achurar, lo van a hacer picadillo. —No, m’hija. Estese tranquila. Conmigo no se van a meter. —Con usté solo, no. Van a prender fuego todo lo que quede. —Y bueno, será… — ¿Qué es lo que será? —Que usté se va ir con la caravana (ya 7 está bastante grandecita para cuidarse sola) y yo me voy a quedar. —Pero ¡¿por qué?! Explíqueme por qué. —Porque no puedo hacer otra cosa. ¿Quién soy yo sin mis árboles, sin el valle, sin la madera de donde salen mis criaturas? —Su única criatura soy yo, padre. —Usté y mis figuras talladas… —¿Ah sí, viejo loco? ¿Me compara con muñecos de madera? —Lo de loco puede ser, pero viejo…
—Viejo, sí. Y de tan viejo, cabeza dura. —Basta, Escofina. Está muy insolente. Yo no la he criado así. —Y usté está muy tuerco. —Terco. —Tuerco. —Terco, se dice. —Terco, tuerco, torcido, tosco y malo, 8 qué más da. —Al final, para lo impertinente que ha resultado, mejor ni hubiera… —Ni hubiera ¿qué? —Nada, nada. —¿Mejor ni hubiera qué, padre? Digaló, de una vez. ¿Mejor no hubiera abierto la puerta ese día de hace doce años? ¿Mejor no me hubiera encontrado abandonada ahí, en la canasta? ¿Mejor me hubiera llevado al convento para que me criaran las monjas?
¿Mejor me hubiera tirado al río en vez de cuidarme como a su...? —¡No dije eso, Escofina! No sea escandalosa, muchacha, que así se pone Esco-fea. —Pero iba a decirlo, reconózcalo. —¿Qué tengo que reconocer? Si estoy más que agradecido de haberla encontrado y criado como a una hija. Y por eso, porque soy su padre, le ordeno: usté se va con don Belgrano igual que el resto de la población. Se lleva la mula y todo lo que queda del rancho. 9 —¡NO y no! —¡Sí y sí! Las gallinas ya las entregué al ejército y lo que dio la huerta también. Ni una papa quedó. Ni una lechuga. Ni un mísero ajo. Lo único que se queda soy yo y ni una palabra más. —¡¿Pero por qué?! —Porque a mí me crecieron raíces debajo de los pies. Como a los árboles. Porque yo aquí nací y aquí me pienso morir…
—Si usté se queda, yo también me quedo. —Usté se va, como le ordeno. Y no se retobe más que para eso sobran las mulas. Eso fue lo último que dijo Hermósimo Cayo antes de sacar de un cajón su talla favorita y apoyarla sobre la mesa de trabajo. Era una lechuza del tamaño de una mano, nacida en la madera de un nogal. El artista agarró un hacha mediana y de un golpe seco 10 y certero partió a la lechuza por el medio. Una de las mitades se la dio a Escofina, la otra se la guardó para él. —Cerca o lejos, m’hijita, siempre vamos a ser uno. Y nos iremos buscando hasta que nuestras mitades se encuentren. —Si usté no se va, yo tampoco —dijo ella. Devolvió su mitad de lechuza y salió corriendo del rancho.
Buena madera
Hermósimo Cayo era el mejor artesano del 13 mundo y sus alrededores. También de San Salvador de Jujuy. Su arte consistía en aprovechar las formas naturales de los troncos, las ramas y las cortezas descartadas por los árboles y, a fuerza de cavar, carcomer y pulir, crear esculturas de madera originales. Réplicas en miniatura de muebles, instrumentos musicales, bichos, personas y hasta escenas completas de la pulpería. De esto vivía Hermósimo Cayo. De tallar la madera y de cambiar sus obras por dinero o por mercaderías. Casi un zoológico completo con piezas de pino y de roble había pagado por un buen poncho para Escofina. Y aunque para asegurarse el alimento cultivaba algunas
verduras en el terreno que rodeaba su vivienda, lo que él más disfrutaba de la vida y por lo que más lo valoraban en el pueblo era por su arte de tallar madera. Y por 14 su extraño carácter (a veces muy solitario), a pesar del cual había criado a esa cachorra humana que alguien le había dejado hacía ya doce años en la puerta de su rancho. En una canasta y sin siquiera una palabra con la cual nombrarla. Muchos en el pueblo recordaban a Hermósimo en aquellos primeros días de la crianza. Tan poco tiempo le dejaba ese bicho llorador (como él llamaba a la bebé que le habían regalado) que ni para quejarse le quedaban fuerzas. Le daba y le daba a la madera, pero entonces como carpintero: hizo una cuna, una mesa, un corralito, banquetas y hasta muñecas para esa criatura a la que, de puro apuro, llamó “Gubia”, el nombre de una herramienta. Porque así fue
como Hermósimo bautizó a la nena por primera vez: Gubia. Que no es otra cosa que una especie de cuchara para socavar la madera. 15 Fue Alcira, una curandera con la que el artesano cada tanto estaba de novio, la que lo convenció de que le pusiera otro nombre, uno más verdadero. Y Hermósimo, que no sabía mucho de mujeres (y tampoco de nombres), volvió a pensar en sus herramientas: “Escofina – dijo entonces– que es un cepillito pulidor, pero suena como Josefina”. Y así quedó para siempre: Escofina. La Escofina de Hermósimo Cayo. Ahora, mientras todo el vecindario se preparaba para abandonar la ciudad y dejar tierra muerta a los realistas, Hermósimo Cayo cargaba el mate con la poca yerba que le quedaba y ponía una pavita al fuego. Era la mañana del 22 de agosto de 1812 y hacía un frío de los mil demonios.
Cayo cargaba el mate con la poca yerba que le quedaba y ponía una pavita al fuego. Era la mañana del 22 de agosto de 1812 y hacía un frío de los mil demonios.
Escofina
Mientras Hermósimo preparaba el mate en silencio, Escofina lloraba a moco suelto arrebujada sobre una rama alta del viejisimo nogal. El que estaba justo a la entrada del rancho. Sabía por qué era necesario abandonar la ciudad, lo tenía clarísimo. Comprendía por qué Belgrano ordenaba la retirada de los jujeños. Entendía perfectamente la razón por la cual, una vez que se iniciara la marcha, se procedería a incendiar todo lo que hubiera quedado en las casas y en las calles. Incluso a las personas. Lo que no podía era soportarlo.
"Pero es lógico -hablaba en voz alta-. Si el ejército enemigo tiene tantos más soldados y armas que el nuestro, no hay otra manera de enfrentarlo. Lo mejor -se repetía hasta convencerse- es que los godos al pisar esta tierra se mueran de hambre y de sed". Sí, Escofina lo entendía todo. Y le parecía más que justo sacarse de encima a los españoles. Hermósimo se lo había explicado con lujo de detalles. Que no estaba bien, le decía siempre, que del otro lado del océano alguien decidiera cómo había que vivir de este lado. Y encima -repetía- que se llevaran las riquezas para su rey y aquí solo dejaran migajas. La cuestión que igual -esto pensaba ahora Escofina, sobre la rama del árbol- el cabeza de alcornoque de su padre había decidido desobedecer la orden de Belgrano y ella su hija- lo haría también: si Hermósimo no abandonaba Jujuy con el resto de los
pobladores, tampoco ella se iría. Así que si había que morirse achurada, se moría achurada con él.
Las lavanderas
En eso estaba Escofina cuando las tres hermanas Moreno pasaron por el frente de su rancho y la vieron escondida entre las ramas del árbol. Llevaban sobre sus cabezas canastos con ropa limpia que cargaban desde el río Xibi Xibi, adonde-como siempre- habían ido a lavar. Pero esta vez - y apuradas -sus propios vestidos, los que habrían de llevarse en la mudanza. Las tres hermanas eran lavanderas y adoraban a Escofina que, desde muy chica, se había hecho la costumbre de acompañarlas a la orilla del rio, cebarles unos mates y ayudarlas a escurrir y a extender algunas prendas sobre las piedras que tenían
asignadas. Asignadas para ellas, si, las Moreno. Porque las lavanderas del Xibi Xibi eran muchas. Todas mujeres fuertes -de brazos y de carácter que día tras día se acomodaban en una ronda amplia a la orilla del rio. Cada una con su porción de agua para lavar y sus propias piedras donde poner ropa a secar. Aun así, discutían por cualquier pavada. Y a veces hasta con cierta violencia. Enojadas, las lavanderas eran muy capaces de echarse unas a otras el agua enjabonada a la cara. Fuera de eso se llevaban bien: compartían los chimentos de la hora, se contaban las noticias, se daban consejos Y sobre todas las cosas, se mataban de risa inventando cantitos picantes cada vez que entre la ropa de sus patrones aparecían calzones, camisetas y otras prendas.
Ay qué patitas peludas -se divertían cantandolas de la doña y el don que descansa, ensucia, come y jamás se lava un calzón. Ay qué patitas peludas -seguían cantando¡Qué camisón apestoso! Tan sucio y deshilachado que parece ropa de oso. Ay qué prenda mofletuda. Qué calzón de barrigón: para tamaño trasero no alcanza con un jabón. -Qué te anda pasando, Escofina? arrancó Suluna, la mayor de las Moreno. Que van a matarme susurró Escofina desde la rama del árbol.
¿Quién va a matarte? ¿Por qué?- habló ahora Aurora, la Moreno del medio. A padre y a mí va a matarnos el ejército. ¡De qué estás hablando!, si cuando lleguen los godos ya ni vamos a estar intervino Azulún, la Moreno más joven y más íntima amiga de Escofina Por eso dijo Escofina. Porque Hermósimo piensa quedarse. - ¿Quedarse? Pero… ¡¿por qué?! - Porque dice que tiene raíces. - ¡¿Raíces?! - Sí, en los pies, como las plantas. Y que sin sus hermanos, los árboles, él ni sabe quién es. - Siempre fue medio loco don Cayo, no le sigas la corriente. - Pero es que habla muy en serio. Y es mi único papá. Se hizo silencio. Un silencio encapotado que nublo el paisaje
- No voy a dejarte, Escofina - se plantó Azulun -. Si no vas, yo no voy y aquí me quedo también. - Apoyó su carga de ropa fresca sobre la tierra y se trepó al viejo nogal para sentarse junto a su compañera de juegos. - ¡Lo que faltaba! se quejó ahora Aurora. - ¡Vamos! ¡Bajen! ordenó Suluna - Yo no - contestó Escofina - Yo tampoco la imitó Azulun - ¡Bajen ya mismo, gurisas insistió la mayor de las Moreno - . ¡Tengo una idea que no va a fallar! probo convencerlas. Lo que Suluna tenía, en verdad no era una idea, sino una urgencia. Necesitaba que las chicas bajaran del árbol para volver pronto a su rancho y terminar de empacar los bártulos. Hacía rato vivía sola con sus hermanas menores y se ocupaba de ellas. La salida de Jujuy era una pesadilla sin duda.
Pero no había otra solución. Y además era inminente. Arrancarían esa madrugada, no había tiempo que despilfarrar. - ¡Rápido! ¡Apuren! repitió con ímpetu misterioso y jovial -. ¡Que la idea tiene alas y se me va a ir volando! Y sin mirar atrás empezó a caminar rumbo a su casa completamente segura de que no bien iniciara la marcha, las chicas - por curiosidad - correrían tras ella. Error. A los pocos metros se dio cuenta de que la única que la escoltaba era Aurora y que, detrás de Aurora, pero desde bastante más lejos, el que hacia señas y se acercaba era Tertulio, su novio, de pura casualidad el muchacho había tenido que entregar un recado en esa zona y ahora andaba por ahí acarreando una mula. Suluna dio media vuelta - Aurora con
ella-, volvió sobre sus pasos enojada, apoyó su canasto sobre la tierra y, bajo la copa del árbol (del nogal del rancho de don Hermósimo Cayo), se quitó el rebozo y se arremango la blusa. -¡Ya van a ver, mocosas del demonio! Eso dijo y empezó a trepar. O, mejor dicho, a intentarlo: su cuerpo era mucho más pesado que el de Azulún y el de Escofina juntas así que cada vez que pisaba los accidentes del tronco que a las chicas les habían servido de escalones, a ella se le resbalaba el pie. O el escalón se rompía y la depositaba en el suelo. De cola, como un payaso en el circo. El espectáculo era tan desopilante que lo único que consiguió Suluna con su amenaza fue que todos se rieran de ella a pata suelta, incluido Tertulio, que ya había llegado hasta el nogal del rancho y de la risa no podía decir ni buenos días.
- No te rías, Tertuliolo - lo retó Suluna - , que la situación es muy grave. Y es que, apenas aflojó el alboroto, mientras anunciaba una y otra vez que si su hermana se quedaba, ella tampoco se iba de Jujuy, Aurora la Moreno del medio anudó la ropa limpia de su canasto hasta convertirla en una cuerda, arrojo una de las puntas a donde estaban las chicas, les pidió que la ataran fuerte a una rama y trepo a la copa del árbol como una acróbata profesional.
Suluna y Tertulio (como en una comedia musical)
- ¿Y yo qué voy a hacer? - Se abrazó Suluna a Tertulio. Y empezaron una de esas conversaciones en las que hablaban en verso. -¡No te entiendo, mujer! - contestó su novio -. Hay solo una cosa que se puede hacer. - ¿Y qué es? - Abandonar la ciudad. - Vaya novedad. - Quemar lo que ya no hace falta. - Y rumbear a Córdoba por Salta. - Y que los godos se mueran de hambre. Y que los godos se mueran de sed. - Lo sé, mi Tertulio, lo sé.
- ¿Entonces, burbujita de jabón? - Que, si mis hermanas no vienen, tampoco de aquí me voy yo. Se hizo un nuevo silencio. Uno que duró el tiempo justo para que Tertulio lo entendiera todo. O casi todo, que es bastante parecido. Así que de pronto, envalentonado, hizo de su cuerpo una escalera humana. Como en la escena más romántica de una opereta, el caballero puso una rodilla en el piso y la otra pierna la volvió escalón. Al pisarlo, Suluna logró elevarse del suelo, abrazarse al tronco del árbol y rápido antes de resbalarse, apoyar los pies sobre los hombros de su amado. De este modo, la mayor de las Moreno llegó a la primera rama fornida del nogal y, ayudada ahora por Aurora, acomodo su corpulencia. Fue en esa rama donde supo que se jugaría su destino. Fue en esa rama
donde pensĂł que, si no las convencĂa de que se bajaran, morirĂa achurada junto a sus hermanas. Fue en esa rama desde donde vio como Tertulio se alejaba de la escena a gran velocidad, tirando fuerte de la mula para que apurara el paso.
La Tacita de Plata Tertulio era el segundo y último hijo de los Delvalle, los dueños de la pulpería. El primero era su hermano Segundo, cosa que a veces confundía un poco. Tertulio y Segundo vivían con sus padres en un rancho pegado al negocio. La pulpería de los Delvalle era la más concurrida y famosa de la zona. La Tacita de Plata se llamaba. A la mañana, la atendía Felisa despachando mayormente productos de almacén o de ferretería. A la tarde y hasta el cierre, Frondoso servía bebidas fuertes para los parroquianos. Tertulio y Segundo ayudaban si no había más remedio y el resto del tiempo reparaban mulas: las ponían en