Noticias del tercer milenio. El círculo del poder

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NOTICIAS DEL TERCER MILENIO Al mismo tiempo que en el nuevo milenio sé ha abierto el abismo de la crisis más profunda en ochenta años, el ciudadano se ha visto arrastrado por el torbellino del acelerón tecnológico (móviles, ordenadores, Internet) que ha modificado, en poco tiempo, las formas de trabajo, las de consumo y las de ocio, los vínculos sociales, la cultura y la percepción del entorno. Como consecuencia de esa intersección brusca, y en cierta forma atroz, el escenario apocalíptico en el que se mezclan las ruinas y los satélites artificiales, los vagabundos y las pantallas de alta definición, la miseria y la sofisticación hipertecnológica, nunca ha sido más factible. No hay, además, posible escapatoria, puesto que el acelerón tecnológico, cual caja de truenos, es imparable y nos empuja hacia adelante querámoslo o no, creámoslo o no; y toda resistencia al cambio, todo gesto, sea heroico o melindroso, de negación resulta perfectamente estéril. Para ensombrecer más el escenario, una época que parece idónea para las decisiones audaces y creativas se ve sometida a estamentos de poder timoratos, incompetentes y sentimentales, temerosos de mirar hacia delante, y cuya única misión parece la de sobrevivirse a sí mismos, convertidos en una rémora más que en un factor de impulso. Nunca han estado los líderes políticos, o tal parece, más por debajo de sus ciudadanos, sometidos a unos vaivenes que no comprenden ni se esfuerzan por controlar. Perdida, pues, toda opción de un liderazgo esclarecido o animoso, que sea capaz de encontrar soluciones a la altura de los tiempos, debemos conformarnos con una clase política cuya asombrosa tarea parece ser ocupar la programación de los medios de comunicación con sus pendencias mezquinas, sus declaraciones bombásticas, sus ejercicios de política de lo irrisorio y sus corruptelas; en la que lo único que se puede (o que merece la pena) analizar es el peinado, el traje o la dicción de sus integrantes. Han abandonado el espacio de los informativos, de las noticias, para ocupar todo el resto del espectro horario de los medios, los programas del corazón, los de humor, la ficción, los pasatiempos. Forman parte importante del espectáculo social, pueden divertirnos o irritarnos, pero no esperemos de ellos una decisión eminente. La intersección del nuevo milenio ha hecho, además, de la crisis un problema global, que no se limita al entorno occidental, industrial o postindustrial, y que golpea de forma especialmente trágica al Tercer Mundo. Generada en el entorno capitalista, la crisis escapa de sus límites como una epidemia virulenta y ciega, y afecta a toda clase de regímenes y sociedades. Castiga más, si cabe todavía, a los no invitados, a aquellos países que no habían tenido la oportunidad de participar del festín de la prosperidad, de la gran comilona que antecedió a la gran resaca, pero que tendrán que cubrir igualmente su parcela de mortificación y de sacrificio, tendrán que pagar igualmente la factura de un banquete de despropósitos y de ostentaciones en el que no han tenido oportunidad de intervenir en ningún sentido. Todo está conectado con todo, en lo geográfico, en lo económico, en lo social, y eso ha dado lugar a una estructura cristalina, enormemente frágil, que tiende a desmoronarse más fácilmente cuanto mayor sea el número de «sinapsis». Mucho se habla, en los círculos económicos, de la necesidad de exportar que tienen los países para salir de la crisis, pero, a la vista está que de lo que se trata no es de exportar bienes, mercancías, tecnología, sino de exportar la miseria, la contaminación, el detritus, como se exporta desde hace tiempo la guerra.


Al igual que en el universo físico, en el social las diferentes esferas (la política, la económica, la cultural, la artística, la informativa, la tecnológica, la íntima, la sexual, etc.) ejercen una deformación del espacio contiguo, más poderosa en la medida en que su masa sea mayor. Sabemos que unas influyen en las otras; pero, a diferencia de otros ámbitos científicos, no podemos calcular cuál es la dimensión exacta de esas fuerzas concurrentes. Las distintas épocas se determinan por la relación entre estas esferas. Unas son más grandes que otras según los momentos, pero todas afectan en mayor o menor medida a su entorno. La esfera de la información ha sido determinante en el pasado siglo, y la política y la economía no han podido escapar a su enorme poder gravitacional. Los medios se han encargado de condicionar las carreras políticas tanto como los hábitos culturales, las relaciones sociales y, hasta las prácticas íntimas. En el nuevo siglo parece que sea la esfera tecnológica la que está creciendo hasta ocuparlo todo, es decir, invadiendo la mayor cantidad de espacio social, porque a su imponente dispositivo funcional se une su capacidad en la confección de mitos y valores culturales. Desde luego que los medios de información, la medicina, el arte y la cultura, el trabajo y el ocio, están seriamente condicionados por la deformación que ejerce a su alrededor la esfera tecnológica; pero también la economía, la política, la alimentación, la psique, la belleza, el deporte y la moda, el sexo y la muerte. Pero quizá lo más sorprendente de todo es la naturalidad con la que hemos aceptado el nuevo orden tecnológico, de la misma manera en que aceptamos el orden natural, como mundo importante, como ya señaló Gregor T Goethals (El ritual de la televisión), dentro del cual la experiencia queda medida y evaluada. Hemos asistido con Internet a la creación no simplemente de unas nuevas herramientas de comunicación, sino de un nuevo espacio tecnosocial en todo el sentido de la palabra. El ciberespacio no es otra forma de relacionarnos con el mundo, es un mundo en sí mismo, con sus leyes, sus vínculos, sus imposiciones y sus potencialidades que apenas estamos descubriendo. No hay más que mirar un cuadro de Gaspar David Friederich para darnos cuenta de la manera en que los artistas románticos entendían el paisaje como una experiencia religiosa. Ese vínculo de tipo sagrado o trascendente que existía en el pasado con la naturaleza se da hoy con la tecnología. Los «fans» de Apple, los moteros (con toda su mitología del hombre que se funde con la máquina), los «friquis» del móvil de última generación son las sectas que corresponden al nuevo siglo. La nueva experiencia mística del hombre tecnológico consiste en acudir a una feria del automóvil, a una exhibición de acrobacias en motocicleta o a una exposición de adelantos informáticos. El cine, la televisión y la publicidad han contribuido decisivamente a lo largo del pasado siglo a difundir imágenes y construir una mitología alrededor del orden tecnológico. La iconografía de automóviles, ordenadores, teléfonos móviles y electrodomésticos no se ha limitado a colocar frente al público el espectáculo de las máquinas, ha moldeado nuestra percepción de éstas. Todo el cine de acción, con sus persecuciones de automóviles, máquinas espía y secuestros de aviones está dominado por los artefactos. La vieja (y bastante tontorrona, por otro lado) serie de televisión El coche fantástico, protagonizada por la estrella del siglo XX, el automóvil, compendiaba toda la mitología de la máquina: el vehículo resultaba más inteligente que el conductor. No es extraño que haya vuelto en una versión remozada. En realidad nunca ha sido más vigente, ni más factible, en una nueva demostración de cómo el presente choca con el futuro, de cómo el presente se hace futuro. De manera singular, el cine de ciencia ficción, tan celebrado en estos años, es un cine de exaltación y devoción tecnológica, tanto como de pesadilla o de sospecha. En la película de Kubrick loor. Una odisea del espacio se mostraba una escena muy significativa que resume


la historia del horno faber, del mito del ser humano como constructor: un hombre mono acaba de descubrir la utilidad de un instrumento, un gran hueso que termina lanzando al aire y que, mediante lo que debe ser una de las mayores elipsis fílmicas jamás realizada, se transforma en una nave espacial. En ese tránsito de la herramienta prehistórica al viaje espacial está encerrada toda la extensión del desarrollo tecnológico. En mi opinión la profundidad de la crisis que vivimos, sólo de carácter económico en su parte más visible y dramática, se debe, en uno de sus factores más determinantes, al desequilibrio entre un entorno dominado por las' nuevas tecnologías, por la globalización y la velocidad de los cambios, y unos poderes que miran todavía hacia atrás. Un poder sentimental que permanece anclado (por edad, por debilidad, por comodidad) en las formas de pensamiento del pasado siglo. Un poder lábil propio de una época crasa, de esplendor económico, pero perfectamente incapaz en un tiempo de frugalidad y conflicto. Es imposible resolver los problemas del futuro con soluciones del pasado, es imposible que quien no comprende bien el presente, y se mantiene atado a una ideología pretérita, pueda dar solución a la crisis. Jürgen Habermas, el último de los pensadores de Fráncfort, ha señalado en un escrito reciente, hablando de la situación financiera, que: «Las buenas intenciones fracasan no tanto por la complejidad de los mercados como por la pusilanimidad de los gobiernos». Otras veces espeso en su discurso, el filósofo alemán ha sido aquí muy claro: estamos en manos de gobiernos débiles, indecisos, y esa indecisión viene de su falta de comprensión de lo que está ocurriendo; no sólo en manos de gobiernos sino de forma más general de poderes, pues es dudoso que todos los gobiernos detenten poder real en un escenario mundializado. Ya no hay jerarquías, círculos cerrados, ámbitos aislados, clases o condiciones sociales herméticas, todo es fractal, multiforme, poroso. Todo está conectado, la política y el marketing, el deporte y la tecnología, el arte y el consumo, la moda y la información. En cierta forma la disposición de los contenidos en este libro busca esa condición fragmentada y conectada a un tiempo. Eso quiere decir que su división en capítulos no deja de ser una convención para comodidad del lector, y que usted puede empezar a leer por cualquier punto, o reordenarlos a su placer, sin que el dibujo que busco se altere lo más mínimo. La vieja ciencia de los compartimentos hace tiempo que no sirve. La especialización es una forma de ignorancia. Los artistas se convierten en marcas (al igual que los políticos) y las obras de arte en mercancías; su valor se rige por las leyes, más que de la oferta y la demanda, de la información: el valor tiene que ver con el espacio/tiempo ocupado en los medios. En la medida en que la cultura ha sufrido un proceso total de mercantilización («cuando oigo la palabra cultura saco... la cartera») se ha visto asimismo tan afectada por la crisis como el sector inmobiliario. El artista sufre, sin saberlo las más de las veces, su propia crisis: la que surge de una absoluta contradicción entre su identidad y su realidad, entre una autoimagen heredada del romanticismo (como elemento que se opone a los poderes dominantes) y una situación confeccionada al servicio de los mercados, de los «massmedia» y de las modas. En la medida en que ha sufrido un proceso de mediatización se ha vuelto inevitablemente un apéndice del espectáculo «massmediático». Si en la sociedad moderna todavía podía tener algún sentido la diferencia entre alta y baja cultura, entre una cultura transgresora y otra sumisa para con los valores dominantes, las barreras han desaparecido cuando toda ella, alta y baja, se mueve en el territorio del espectáculo. Al igual que de los políticos, de los artistas ya no esperamos más que el que nos diviertan con sus astracanadas.


A toda corriente dominante le corresponde un movimiento de reflujo: en el dominio de lo tecnocientífico proliferan con fuerza las creencias esotéricas, el regreso de los magos y las adivinas; a la globalización le suceden, muchas veces con violencia, el retorno de los particularismos, de las idiosincrasias, la reivindicación de las identidades extraídas del pasado mítico; a la masificación, el cultivo del individualismo; al desenfreno económico y al optimismo ideológico, una nueva fase de sospecha y descrédito de las doctrinas. Hemos vivido en la fantasía de la seguridad, en la ilusión de la confianza, en la ficción de las certidumbres, y ahora lo que nos queda —una vez retirada la marea del bienestar y el conformismo— es un paisaje cada vez más movedizo, en el que miramos el porvenir con desconfianza y en el que apenas nos quedan certezas. En una canción John Lennon afirmaba no creer en Jesús, ni en el Mantra, ni en los reyes, ni en Elvis, ni en los Beatles, ni en Hitler, ni en Kennedy, ni en la Biblia, ni en la magia, ni en Buda, ni en el tarot... Tan sólo creía en él: tenía, al parecer, conciencia de sí mismo. Hoy día esa seguridad, esa convicción, nos asombra, puesto que ya no podemos estar seguros ni de nuestra propia identidad, y estamos, pues, obligados a inventarnos a nosotros mismos. EL CÍRCULO DEL PODER Coincidiendo con el desarrollo de la sociedad de consumo fue creciendo una nueva forma de poder asociada al estado benefactor, un poder cautivador y dúctil, mucho más complejo y sofisticado, pero también más difícil de advertir, de contender e incluso de comprender, en la medida en que se fue situando en una posición alejada, e incluso opuesta, a los poderes totalitarios, fanáticos o arbitrarios característicos de otras épocas. Un poder seductor, en definitiva, envuelto en una nube de benevolencia, lejos de las viejas imposiciones disciplinarias, preocupado por el ciudadano, incluso ultrapreocupado hasta el punto, en ocasiones, de hacerle la vida ardua, complicada o poco menos que imposible. Ese poder no ha hecho sino acrecentarse con el paso del tiempo hasta convertirse en una contrariedad para el ciudadano, o en un mal sueño de dominio acondicionado. Es el tipo de poder que nos dicta cómo debemos vivir, cuál es el prototipo de individuo al que debemos aspirar, dónde está lo correcto y lo incorrecto, que vigila la información que recibimos y programa nuestros sistemas educativos, en este caso con la total aquiescencia de los padres encantados de poder entregar la formación de sus hijos a los poderes del Estado y librarse de la pesada carga de la responsabilidad. Por supuesto que contra los poderes sentimentales hay escasa o ninguna posibilidad de rebelión; en todo caso siempre mucho menor que contra los poderes tradicionales más rígidos y obvios, también porque se ampara en la debilidad de las posturas políticas, en la atenuación de las jerarquías y en la diseminación de lo social. Es difícil percibirlos, interpretarlos como genuina autoridad vigilante; es difícil oponerse a ellos ya que todo lo hacen, aparentemente, por nuestro bien, aunque su misión última, como la de todo poder, sea siempre perpetuarse. Nada es gratis, ésa es una de las primeras enseñanzas de nuestra civilización. El precio en este caso es el de haber ido enterrando paulatinamente las utopías, las ideas de reconciliación universal, y la libertad, a cambio de una imperturbable sensación de bienestar. Sus aliados más directos han sido los medios de comunicación, sobre todo la televisión por su capacidad intrusiva que ha deshecho la esfera de lo íntimo; y la publicidad porque ha servido de modelo discursivo a los poderes seductores y ha desarrollado las estrategias de deseo; pero también la informatización de la vida cotidiana gracias al ordenador personal y


a Internet; y los objetos de consumo cuya obsolescencia programada ha creado un universo de desechos a la par que una conciencia de la obsolescencia de las ideas y de las ideologías. Cualquier idea de revolución parece hoy peregrina en Occidente. Aldous Huxley (Nueva visita a un mundo feliz) profetizaba que para finales del siglo XX la mayoría de la población en el mundo tendría que debatirse entre la anarquía y el totalitarismo. La lucha de clases se ha sustituido por el intercambio de miradas, y la clase obrera ha quedado reducida a un grupo de presión.1 Sólo el fogonazo de la crisis, como una explosión atómica en el paisaje económico y social, permite alguna esperanza a los más optimistas. Aunque en el horizonte no se divisan grandes mudanzas ni cambios de rumbo, sino refundiciones o refundaciones. Preparémonos, pues, para las reformas del capitalismo, puesto que las únicas revoluciones a la vista son las de orden tecnológico, las de los sistemas de información, el desarrollo de la inteligencia artificial y la electrónica de consumo; y las crisis son el alimento del sistema, precisamente aquello que lo legitima: «el hecho de que las instituciones más típicamente modernas sean incapaces de resolver sus crisis no sería un argumento a favor de su caducidad, sino una prueba de su siempre renovada vigencia».2 Hay demasiado interés en enterrar precipitadamente el capitalismo en cuanto manifiesta cualquier síntoma de debilidad o aparente agotamiento. Tanta las estructuras del capital como las de la sociedad de consumo parecen suficientemente sólidas como para pensar que no están en un peligro inmediato. El sistema permanece, lo que cambian son los contenidos. Probablemente el consumo se dirija hacia otra clase de productos, por supuesto hacia todo lo vinculado con la información. El paisaje publicitario ha cambiado enormemente, han ido desapareciendo de él todas aquellas mercancías que los gobiernos benefactores embebidos de sentimentalidad han considerado peligrosas (tabaco y alcohol en primer lugar), y que antes constituían la gran masa de los mensajes comerciales. Han disminuido excepcionalmente los alimentos publicitados y los limpiadores, que antes ocupaban un lugar preferente, suplantados por las empresas de telefonía, los móviles, las líneas de Internet y, sobre todo, por los propios contenidos de los medios en un proceso de realimentación permanente. Todo lo que pueda ser servido en forma de información lo será: la música, el cine, los libros y diccionarios, los productos de las industrias culturales, el dinero, la política, los servicios médicos, la educación y la economía. La propia guerra se convierte en información. Hay una voluntad clara por parte de las autoridades de librarnos de los humos perjudiciales, de los peligros de la nicotina o de la carretera, del riesgo del alcoholismo; pero, al parecer, no existe ninguna voluntad de protegernos de la información, del seudoacontecimiento y de la apatía ideológica. Hemos dejado la fase light del consumo para entrar en la fase informativa y tecnológica del consumo, aunque esté amenizada por el ecologismo y la «responsabilidad social». Se terminaron los grandes automóviles con grandes e «irresponsables» consumos de gasolina, se acabaron las calefacciones de carbón y las chimeneas humeantes, al menos del paisaje más inmediato del ciudadano; ahora lo que viene es el consumo «responsable», «solidario» «ecológico», pero no el fin del consumo. Ya no adquirimos mercancías sino experiencias: la experiencia de conducir un coche, de vestir una marca, la experiencia de un refresco o un postre, la experiencia de un aroma o un sabor. No tienes que comprar (nadie habla de comprar), tienes que experimentar. Hay un prestigio de lo local, de lo autóctono, de los saberes y los hábitos tradicionales, de lo marginal y excéntrico, de lo pintoresco, de lo flexible y opinable, de lo permeable. Y una 1 2

Jacobo Muñoz, «Inventario provisional», Revista de Occidente, n° 66, noviembre de 1968, p. 19. J. L. Pardo, «Filosofía y clausura de la modernidad», Revista de Occidente, n° 66, noviembre de 1968, p. 37.


decadencia de los saberes y las creencias rígidas, de la ideología compacta, del arte duro y difícil de comprender, del esfuerzo, del centralismo, de la mundialización. Todo lo emocional tiene un gran prestigio (la inteligencia emocional, la espontaneidad emocional, las descargas emocionales, el desorden y la impudicia emocional), mientras que lo racional cae en el descrédito. El proceso de modernización se sustentó en la razón, en el dominio de la racionalidad, en la autoridad de lo racional y en la creencia en un individuo autónomo, dueño de sus actos y no esclavo de sus emociones. Mientras que el mundo posmoderno se mueve en el escenario de los afectos, de las pulsiones. Hasta las máquinas deben ser emocionales («Inyección de emoción»), cálidas o apasionadas. Lo que se lleva es lo esotérico, la medicina naturista y el misticismo de guardarropía. Es un momento apropiado para el revisionismo y la melancolía, el regreso a un supuesto saber primigenio, lo vintage, las estéticas retro. Una gran parte del cine fantástico y de ciencia ficción recrea mundos futuros que en realidad son pasados, escenarios posapocalípticos que parecen medievales o primitivos, paisajes del porvenir que recrean una era mecánica, una nostalgia del vapor y del remache, la cicatriz y el remiendo: es la estética steampunk que se extiende por los cómics, las películas, la música popular y el diseño. «Hermosas ruedas dentadas y resortes deslumbrantes / Yo era un amante de los grandes y pequeños engranajes», canta el grupo de steampunk The Cog is Dead. Frente a aquel cine y aquellas novelad de la década de 1950 de trajes brillantes y construcciones pulidas y lisas, sin costuras, como la túnica de Cristo, ahora llega el movimiento retrofuturista, la reputación de la máquina victoriana, y sus fans tunean los artefactos tecnológicos añadiéndoles válvulas y ruedas dentadas. Este cambio de estética es el resultado de una sospecha sobre el futuro porque lo lejano, sea en el espacio o en el tiempo, deja su paso a la proximidad y a la familiaridad. Al igual que el viaje exótico ha sido sustituido por la estancia en la casa rural donde se reúnen todos los prestigios del siglo XXI: lo ancestral, lo cercano, lo vernáculo. Los poderes sentimentales surgen como el polo opuesto a un pasado rígido y dirigista, y para ello descabezan todo discurso que haya tenido un valor central, una pretensión de certeza, o una visión de perspectiva: el Arte, la Ciencia, la Historia (así, con mayúsculas, como para resaltar su posición en el viejo imaginario social), y que dejan paso a la época del diseño, de la tecnología y del acontecimiento. El conocimiento se retira en beneficio de la creatividad (algo que, según nos han dicho, todos poseemos); el esfuerzo en beneficio de la espontaneidad; el erotismo de las formas en beneficio de la pornografía de los sentimientos. Lo que está bien es salir en la televisión y contar nuestras miserias, exponer nuestra intimidad como en una feria, soltar dos o tres tacos, atropellar el idioma, confundirlo todo y demostrar que no nos avergonzamos de nada, de nuestra ignorancia o de nuestro impudor. Nadie tiene la verdad con él más de cinco minutos. Nadie es más que nadie. Las descargas emocionales son muy bien recibidas, así uno demuestra su «autenticidad», su valor. Junto al exhibicionismo salvaje de la parafernalia sentimental se sitúan la incontinencia informativa y el desorden del acontecimiento. Las emociones se amontonan como las mercancías, se intercambian de manera impúdica; se exponen como ropa tendida, porque lo importante es la realización personal. Más allá no hay nada. Al mismo tiempo, el ciudadano se ve envuelto en una gran confusión provocada por el cataclismo de la Gran Crisis, cuando ha visto que su patrimonio perdía todo su valor por la crisis inmobiliaria, las estafas financieras y la quiebra de los valores bursátiles; cuando se ha visto incluso sin empleo o sin vivienda o sin ambas cosas. Ha comprado, le han hecho comprar, a precio de oro lo que ahora es barro. Durante décadas se le ha animado, desde los


poderes, a consumir, a especular, a despilfarrar, a desperdiciar, a participar de la gran orgía del despilfarro y del exceso; y ahora se le pide ahorro y continencia, se le exige firmeza y resignación. Durante décadas, mientras interesaba al sector económico y al segmento político, se ha favorecido desde los medios, desde la publicidad, desde las instancias de poder, un individualismo total y se ha contribuido a la disolución de lo social al mismo tiempo que se le animaba a la autorrealización emocional. En esta nueva fase se solicita su contribución a los programas sociales, a las acciones colectivas, a la suma de fuerzas. Cada vez, por tanto, le resulta más difícil creer en los valores políticos, y ve con espanto que ese poder sentimental, endeble, light, condescendiente, carece de la autoridad, de la capacidad, de la resolución, para haber detenido lo que se venía encima; jugando, como ha pasado en España y en Grecia, a esconder la cabeza y esperar tiempos mejores. Es terriblemente difícil oponerse a los poderes sentimentales (poderes, como dice Lipovetsky, «cada vez más penetrantes, benévolos, invisibles») porque en cierta forma suponen la culminación de las aspiraciones democratizadoras, pacifistas y conciliadoras que surgieron tras la Segunda Guerra Mundial. Lo que ocurre es que lo que parecía una conquista benéfica cada vez se asemeja más a una pesadilla, la pesadilla de los poderes benévolos, lábiles e imperceptibles. Bajo la apariencia de la adhesión y del compromiso se escondía la indolencia y la despreocupación relajada de los poderes públicos. Bajo la figura del entusiasmo asociativo (el club deportivo, la asociación de padres, la terapia de grupo, el congreso de mujeres separadas o la reunión de padres con hijos anoréxicos, todo eso que ahora entra en las redes sociales) se ocultaba el frenesí de los conflictos subjetivos. Los deseos de cambiar el mundo de la época hippie dejaron paso a los deseos de cambiarse uno mismo de la era posmoderna. Lo que Lipovetsky llamaba «narcisismos colectivos» es lo que se encuentra ahora perfectamente reflejado, reconvertido en información, dentro de la red: la aproximación de lo idéntico, la reunión de los iguales, el prestigio de estar conectado aunque sea con lo mismo que yo. Nada de diálogo, nada de comunicación, sólo realimentación. El éxito de Internet entre los jóvenes no tiene que ver con la idea de un medio de comunicación convencional; es el éxito de la conexión y de la expresión. Desde Internet todo el mundo puede ser crítico de cine o cineasta, escritor o artista, humorista, periodista deportivo, comentarista político: democratización integral de la figura del emisor, todo el mundo tiene algo que decir. Esperemos que, al menos, este estallido de gestos y manifestaciones sirva para acabar con las pintadas en las paredes. «Lo importante es hablar» era el eslogan de una empresa de telefonía, lo que se diga es indiferente, a quien se diga es irrelevante, ya que a nadie interesa más que al propio emisor. La descompresión de la tensión política o ideológica, la trivialización de lo que en el pasado fue admirable o elevado, revelan ahora las contradicciones del sistema, su fragilidad, su descomposición.


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