Atlántico, huella artesanal

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ATLÁN TICO HU ELLA ARTESANAL — Memoria de los oficios tradicionales —

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Atlántico, huella artesanal. Memoria de oficios tradicionales Gobernación del Atlántico Eduardo Verano de la Rosa Gobernador del Atlántico Liliana Borrero Donado Primera gestora del departamento María Teresa Fernández Iglesias Secretaria de Cultura Dirección Corporación Acción por Atlántico – Actuar Famiempresas Fotografía de campo Jhony Ortiz Iglesias Harold Lozada Rodríguez Jean Carlos Martínez Bustos Fotografía estudio Iván Ortiz Ponce Asesoría y texto de Introducción Manuel Ernesto Rodríguez Textos Equipo de redacción Corrección de textos Delia Mariana Arismendi Edición de textos Patricia Iriarte Diseño Susana Carrié Edición José Antonio Carbonell Producción editorial Editorial Maremágnum Impresión en Colombia por Nomos Impresores S. A. ISBN: 978-958-99658-9-4 ©2019, Gobernación del Atlántico Derechos Reservados. Barranquilla; Atlántico, Colombia. Agosto, 2019


A TLÁ NTIC O H U EL L A ARTES A N A L — Memoria de oficios tradicionales —


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índice Presentación

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Alfarería Los tornos de Ponedera

Tejeduría para el reciclaje Los Límites · Luruaco

Papel maché El moldeado de máscaras en Galapa

El color del zuncho

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Introducción

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El tejido en iraca Usiacurí

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Los tejedores del bejuco Paluato

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Labrado en Totumo Tubará

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El arte de tejer con fique Suan

Lutería Los tambores de Tubará

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Las creaciones en enea San Juan de Tocagua · Luruaco

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Trabajo en madera El tallado de máscaras en Galapa

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Tejido en plástico sobre estructuras metálicas Las sillas coloridas

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Pisos hidráulicos o baldosas artesanales

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Identificación de oficios principales en el departamento del Atlántico

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Bibliografía Tejeduría con hilos de algodón Chorrera · Juan de Acosta

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El oficio de tallar la madera Madera náufraga Puerto Colombia

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presentación El término «cultura» incluye una serie de conocimientos, valores, imaginarios, representaciones, artes, costumbres y cualidades adquiridas por una sociedad en medio de un proceso dinámico que sirve de plataforma para su desarrollo. La cultura configura la identidad del ser humano y de los colectivos sociales, se convierte en una carta de presentación para estos, y también configura las experiencias a través de procesos creativos para elevarla ante el mundo con el fin de nombrarse y decir: ¡Esto somos! Por tanto, se reconoce la cultura de los pueblos como un bien público, de allí que los elementos que la integran, los procesos creativos y los trabajos que se desprenden de esa dinámica, merezcan que se les dé el estatus adecuado, que se focalice el interés, por ejemplo, en el mejoramiento de las condiciones laborales y personales de artesanos y hacedores, porque en sus manos se labra, se talla, se teje el patrimonio que heredamos de nuestros ancestros y, con base en esa lógica, resulta clave que este sector sea salvaguardado al insertar en sus actividades las cadenas de valor, para conocer realmente el potencial que tienen en beneficio de ellos y sus familias. «La economía naranja», como motor de ingresos a través de la promoción y explotación de los bienes culturales, entraña una oportunidad de transformación positiva en los seres humanos, pues se puede acceder a mercados muy bien remunerados que catapultan el desarrollo económico de los territorios. Gracias a este concepto es posible cerrar brechas sociales y unir a las personas menos favorecidas económica y socialmente —pero dotadas de saberes ancestrales generacionales— con los colectivos más favorecidos, alrededor de un propósito común: la integración social. John Howkins, autor del célebre libro La economía creativa (2001), reconoce el extraordinario talento que puede tener un ser humano y su contribución como individuo al servicio de la sociedad. Howkins sostiene que, aunque creatividad y economía no son conceptos nuevos, sí lo es «la naturaleza y el alcance de la relación entre una y otra, y de qué forma se combinan para generar una riqueza y un valor extraordinarios». Es decir, la posibilidad de unirlos para crear garantías de crecimiento económico que conduzcan al fortalecimiento social hace que este proyecto sea tan importante y novedoso para las comunidades. Como primera gestora del departamento del Atlántico he liderado el proyecto de innovación y diseño Atlántico Líder, Huella Artesanal, con varios propósitos como mejorar la calidad de vida de nuestros artesanos, acercarlos a los consumidores mediante la promoción de sus creaciones en diversos certámenes; resaltar sus productos, su creatividad y el valor simbólico e intangible que supera el uso doméstico; así mismo, destacar el sentido de la implementación de algunos materiales y su relación con la

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tierra. Con este libro queremos trazar un nuevo rumbo que haga posible el surgimiento de nuevos talentos y liderazgos entre los artesanos, diseñadores e ingenieros de productos, con un enfoque contemporáneo, pero siempre guardando la línea de inspiración de la naturaleza y sus recursos, todo ello, enmarcado en el conocimiento real de nuestras fibras y demás materiales, las cuales nos brindan identidad en todo lo que hacemos. Planteamos una relación respetuosa y consciente con la naturaleza, en un momento en el que nos enfrentamos al uso indiscriminado de recursos no renovables por parte de las sociedades, lo que nos conduce peligrosamente a una forma de autodestrucción. En este caso es la naturaleza quien provee los insumos para el sustento del proyecto que llevamos a cabo, es la naturaleza la que ofrece una salida económica a las comunidades, y es por esto por lo que nuestro enfoque está direccionado también en educar a favor de una relación de respeto entre el ser humano y el entorno natural, siendo conscientes de que estamos ante una sociedad que se aparta cada vez más de lo rural para hacer tránsito a lo urbano, creando con esto un importante reto, donde el objetivo es atender ese mercado cambiante y exigente, sin perder la esencia originaria. Entendemos que existen comunidades que se rigen y sustentan gracias al talento creativo que poseen, y es con estas comunidades con las que venimos trabajando en la asesoría y el acompañamiento durante los procesos de producción, con el propósito de fortalecer estos sectores económicos con determinación y de manera continua, para que los resultados, dentro de esta colectividad, sean tangibles. La estética y la funcionalidad de las creaciones siempre irán de la mano. La meta clara es crear objetos bellos y útiles que evoquen «lo que somos», que hablen por sí mismos de nuestra forma de ser y sentir. No en vano nuestros artesanos utilizan principalmente materiales ancestrales como el bejuco, la palma de iraca, la planta de enea, el fruto del totumo y la arcilla, entre otros, para convertir lo que serían simples objetos hogareños en verdaderas fantasías. Este trabajo de innovación, belleza y creación infinita se seguirá haciendo posible con el apoyo de todos. A medida que sigamos organizándonos, capacitándonos y sumándonos a la investigación nos conducirá hacia ese Atlántico Líder que deja huella en materia artesanal, con el único propósito de respetar nuestro patrimonio ancestral y transformar la vida económica de los artífices. Liliana Borrero Donado Primera gestora social Departamento del Atlántico

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introducción Identidades comunes y territorio de acogida Atlántico Huella Artesanal presenta la memoria de los oficios del departamento como reconocimiento de este patrimonio cultural, como registro de sus orígenes y de las características de sus técnicas. Una muestra que da cuenta de las labores actuales, resultado del sincretismo cultural, mestizajes e híbridas interacciones entre las herencias indígena, española y africana. Un recorrido por lugares centenarios, algunos de cuyos nombres originales han permanecido en el tiempo. Tierradentro, nombre español para el antiguo territorio caribe de la cultura malambo, referente de alfareros del rollo en espiral, cesteros, arquitectos del bahareque y la canoa. Destrezas que llegan casi intactas hasta el siglo xx. Laguna y brazo de río. Fauna de tortugas e iguanas; yuca silvestre y casabe. Sitios mokaná incorporados a la provincia de Cartagena de Indias, plantada de encomiendas y obrajes para indios. Cofradías de artesanos y oficios relacionados con el culto. Talla de imaginería y artesonados para iglesias doctrineras. Lucha de cimarrones y establecimiento de rochelas apartadas en los montes. Comarca de la Colonia, donde sus poblados acogieron menestrales, herreros y carpinteros. Hacedores de ladrillos y tejas. Alarifes del mudéjar para construir templos, murallas y viviendas de piedra y calicanto. Villa futura Barranquilla, nacida de encomendero en la hacienda de San Nicolás, albergue de concentrados libres, hijos del compadrazgo, indígenas, negros y extranjeros. Puerto nuevo para comerciantes y ganaderos. Registro de los oficios en los censos del siglo xviii: tejido de canastos en Piojó; sombrerería en Usiacurí; esteras de junco en Polonuevo; tejido de interiores en Soledad; hamacas y lienzos de algodón en Tubará; cañamazo y sillas para bestias en Baranoa; costureras de Barranquilla. Escenario de lucha por la Independencia. Artesanos que dejan en suspenso sus labores para convertirse en milicianos del Libertador, héroes anónimos y cuotas de vida para la historia no escrita. Importantes villas como Cartagena y Mompox, que se estancan al inicio de la República, afectando los oficios ligados a la construcción. Quedan sin ocupación alarifes, herreros, fundidores, ebanistas, caleros y aserradores. Oportunidad para poblaciones como Barranquilla que, sin la impronta de la Colonia, supieron aprovechar sus propios recursos. Pudieron mantener el abastecimiento del núcleo familiar y el trabajo manual; promovieron la creación de nuevos circuitos mercantiles y las exportaciones de tabaco, quina y añil. Seducción para migrantes extranjeros y amplia demanda de productos útiles para la vida doméstica pueblerina, hechura de artesanos recursivos con modales nativos.

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Talleres decimonónicos de pocos oficiales y aprendices, división simple del trabajo y confirmación de la artesanía. Arribo de maestros y albañiles, aparición de construcciones navales, primeras casas de mampostería, aplicación de nuevas técnicas: clavazón y cerrajería. Surgimiento de la curtiembre y la talabartería, presencia de instrumentos y utilerías diversos. El departamento del Atlántico, al inicio del siglo xx, ve desaparecer oficios prehispánicos como la alfarería de Malambo, y a algunos resistir, como la cerámica colonial de Ponedera. Llega el impulso de nuevas edificaciones del tardío republicano en el viejo Prado; celosías y mosaicos hidráulicos. El Barrio Abajo y Rebolo se consolidan. En boga la ebanistería con talla, muebles Thonet y mecedoras «maripalitos». Por fortuna, las últimas décadas del milenio renuevan el interés por los registros de artesanos, investigaciones de fibras, memorias de los oficios, mercados artesanales en los parques y en el teatro Amira de la Rosa. Así mismo, la apertura del Centro Artesanal de Usiacurí y el desarrollo de nuevos productos, fortaleza de su dinámica actual en alianza con instancias gubernamentales, con diseñadores de otros ámbitos y mercados lejanos. Los que llegan al siglo xxi continúan reinventándose de forma tradicional: pervive el taller casero, la manera de transmitir el conocimiento y la experiencia, así como su valor económico y cultural. Son artesanos oriundos de Galapa; que habitan en Usiacurí, Juan de Acosta, Luruaco o Tubará. Esperan en Suan a la orilla del Magdalena o miran el horizonte del mar en Puerto Colombia. Persisten las artesanas del barrio La Paz.

~ El patrimonio lo constituye el dominio de su arte, las huellas de sus manos, su caja de herramientas y las reminiscencias atávicas. Son ellos los últimos testigos directos de las costumbres del sitio, de las particularidades del territorio y de su entorno, de la arquitectura vernácula y de los modos propios del saber hacer. Esta memoria de oficios se convierte en una travesía por municipios y corregimientos que conservan sus prácticas artesanales, y permite nuevas miradas sobre una labor creativa, logrando que se satisfagan necesidades y se busque el sustento. Se trata de un encuentro con la localidad, con el sentimiento del arraigo y el sabor propio. Una experiencia para celebrar el parentesco y la vecindad. Se vuelve narrativa de pequeñas expediciones en bosques tropicales, en playas del mar Caribe, en la laguna de Tocagua y en las riberas del Río Grande; ofrece la posibilidad de conocer, de manera descriptiva, el cultivo, la recolección y manejo de los elementos de la naturaleza utilizados: iraca, enea, bejuco, fique, totumo o madera naúfraga. Un viaje que nos acerca a la transformación de los recursos en materiales para el trabajo: «nepas» de fibras, tinturados de colores, trenzados y acordonados para tejer las piezas de sus creaciones. Estera y petate.

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Invita a entrar a sus casas, a sus patios a la sombra de los mangos, al espacio de sus quehaceres. Convida a conocer el taller como escuela de aprendizaje, transmisión de una generación a otra: el celo de sus fórmulas ocultas, la urgencia de los encargos y el temor a perder el mercado. Este libro deja ver la destreza inmediata del artesano para manejar la herramienta y el aparato. Nos deja palpar las manos ambidextras para la aparición del objeto. La variedad de sus piezas útiles y bellas compartidas en el trabajo, la casa y la mesa con sus allegados. Pone en valor la jornada de trabajo cotidiano, a deshoras, temprano y tarde, paciencia y repetición que hace saltar la cualidad para descubrir la función, la forma y el uso que dará a cada artefacto: la cesta, la totuma y la vasija, contenedores para ser llenados y vaciados según el antojo. Máscara de torito y danza del Garabato para la representación de sí mismo; gaita y tambor en la algarabía del Congo de negros con su cuadrilla de animales. Cada año el performance del Carnaval y el velorio de Joselito. En la descripción de cada oficio se reconoce su laboriosidad, la tenacidad y la apertura a la innovación de los artífices. Cada alianza con los maestros o con sus aprendices, cada parcería con los diseñadores enriquece los saberes y conocimientos, vuelve el taller un laboratorio, cada prototipo un experimento, cada producto el suceso de sus invenciones. Atlántico, huella artesanal de identidades comunes y territorio de acogida. Manuel Ernesto Rodríguez

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~ el tejido de iraca ~ usiacurĂ­

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a técnica del tejido con palma de iraca en el departamento del Atlántico se practica en varios asentamientos (Repelón, Palmar de Valera, Santo Tomás y Piojó), pero hay uno en especial que destaca por su tradición, el desarrollo de nuevos procesos y el perfeccionamiento del oficio: Usiacurí. Se reconoce a este municipio, ubicado en el centro del departamento, a cuarenta y cinco kilómetros de Barranquilla, como el principal exponente de esta práctica artesanal. Usiacurí posee un arraigo ancestral desde épocas precolombinas, por estar situado en la región que habitó el pueblo Mokaná. Su nombre es la mezcla de dos palabras indígenas: usia (señoría) y Curi (nombre del cacique que dominaba el poblado). Con diferentes tipos de materiales y para atender variadas funciones domésticas y utilitarias, el tejido siempre fue una usanza artesanal presente en la cultura aborigen. Aunque actualmente en Usiacurí sobresale el trabajo del tejido con fibra de iraca, convirtiéndose en un verdadero referente de identidad, hay evidencia de que la práctica artesanal de la tejeduría se remonta a más de doscientos cincuenta años, habiendo pasado por distintas fases que involucraron materiales y productos diversos. Se sabe que desde mediados del siglo xix en la región se fabricaban sombreros con esta fibra y con otra conocida como palma de cuba, cuya producción se prolonga hasta comienzos de los años cincuenta del siglo pasado, cuando decae la demanda. Muchos testimonios indican que, desde esa época, y tomando la iraca como material predominante, comienzan a introducirse nuevas técnicas de bordado, incorporando la estructura de alambre o «alma» para armar los productos, elemento con el cual se caracteriza la artesanía de esa localidad hasta hoy en día. Esta palma se utiliza para el oficio de la tejeduría en diferentes localidades de Colombia, en particular en las poblaciones de Colosó, Sucre; Aguadas, Caldas; y en Sandoná, Nariño. En el Caribe se localiza en los departamentos de Magdalena, Sucre, Córdoba y Bolívar. Gran parte del recurso que es usado por los artesanos de Usiacurí proviene de regiones como las mencionadas. La planta, que antes se daba de forma silvestre, cada vez más es proporcionada por cultivadores artesanales, ya que la demanda, la extracción excesiva y la ampliación de la frontera agrícola han reducido su aparición espontánea. La iraca es una planta herbácea (Carludovica palmata) que suele alcanzar entre 1,5 y 2,5 metros de altura sin tallo visible; tiene hojas simples, agrupadas de tal forma que logran conformar una roseta con láminas de hasta 65 centímetros de largo, dando la apariencia de abanicos plegados, y el pezón que sostiene a la hoja suele medir hasta 4 metros. En busca de calidad se utilizan las «ripias» más finas de los cogollos de la planta. El cortador de la iraca, así como el del bejuco, debe tener en cuenta la luna menguante para obtenerla, porque de esta manera la fibra resultará

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suave y manejable a la hora de proceder con el tejido. No cumplir con este requisito acarrea, según los mismos artesanos, el daño parcial de la planta y del trabajo que quiera realizarse con ella. Antes de que las personas acudieran a los proveedores actuales, los primeros artesanos se aprestaban a organizar de manera cuidadosa, luego de su recolección, bultos llenos de cogollos secos, en lugares amplios, que evitaran la humedad y con ello, el daño de la fibra. Actualmente este recurso puede comprarse al por mayor a cortadores o intermediarios. Los artesanos la adquieren por mazos que contienen entre cuarenta y cincuenta cogollos cada uno, o en menor cantidad si hay escasez. Los cogollos se abren con cuidado, de forma manual, desprendiendo los desechos sin dañar el tallo, para luego dar inicio al llamado proceso de «ripiado», que consiste en convertir las hebras obtenidas del cogollo en una escobilla que remata en fajos de hilos gruesos color crudo. Así mismo, el curado y tinturado de la fibra es una fase importante en la consecución de un buen material para trabajar. Generalmente, en los patios caseros de las viviendas se monta el procedimiento de lavado, preparando la fibra para blanquearla y teñirla. Para ello se escogen las palmas de tonos más claros y sobre una hornilla se coloca una olla grande para hervir el agua con los pigmentos naturales o industriales, durante un tiempo determinado. Más tarde se cuelgan sobre alambres, bajo el sol, hasta que secan. Los mazos se ponen luego en los espacios caseros de almacenamiento. La paleta final de colores se obtiene según la pieza a realizar o los pedidos del cliente. Aunque siguen predominando los productos con el color natural, la mezcla del tono pajizo propio de la fibra con la gama de colores llamativos es cada vez más solicitada. Desde hace algunos años esta combinación rompió una tradición y resistencia que mantenía la monocromía en las piezas, y ha abierto una posibilidad creativa muy importante que se ve intensificada con la aceptación de los nuevos diseños, junto a una sensibilidad que se extiende a nuevas propuestas. La gran mayoría de los habitantes de Usiacurí se dedica a este oficio, habiéndose convertido en una de las ocupaciones principales y fuente de ingreso que involucra a veces a familias enteras. A mediados de los años sesenta del siglo pasado –según cuentan las artesanas mayores– Usiacurí comenzó a recibir visitantes que, conociendo de las habilidades de sus mujeres con la fibra de iraca, traían desde diferentes lugares muestras de objetos, con la pretensión de que fuesen replicados. Con la creciente demanda se desarrollaron técnicas como el trencillado, que consiste en cubrir los alambres, de varios calibres, con el amarre de dos pajas, dándole un acabado final a la estructura. Así mismo, se desarrollaron variedad de puntadas incluidas en sus dos grandes modalidades: estera y calado. Los artefactos se arman al tomar un número determinado de ripias de iraca que se van amarrando o cosiendo en espiral con una ripia del mismo material. Con la ayuda de una aguja especial se cosen y se bordan las ripias.

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el tejido de iraca · usiacurí

Para el tejido con la fibra de iraca existen más de treinta y dos puntadas distintas, entre las que se destacan el nudillo, la catatumba, la estrellita (en sus dos formas, basta y fina), la flor de papaya y el ojito de perdiz. Cada artesana o familia se especializa en una o dos puntadas, pero conoce la mayoría de variaciones. El tejido se realiza en distintas áreas de la casa y en diferentes momentos del día, ya que se combina con otras labores domésticas. Los actuales artesanos conservan la tradición y las técnicas del tejido trabajando en el núcleo familiar y vecinal; participan desde los más pequeños a los más viejos, unos como ayudantes y aprendices, otros como oficiales y maestros de este ritual del tejido. Los artesanos de hoy recuerdan y respetan la historia de los que les antecedieron en el arte y cuidan de la técnica. Generalmente cada maestra dirige a otras artesanas según los pedidos, puntadas y diseños encomendados por los clientes. Estas destrezas se han perfeccionado a través del tiempo y han sido transmitidas por tradición de madres a hijas, aunque cabe destacar que no es un oficio meramente encomendado a las mujeres; los hombres también tejen y participan en las labores de recolección o en armar y soldar los soportes de alambre. Tradicionalmente se ha elaborado una variedad de elementos para la mesa, como individuales, portacalientes, portavasos, paneras, fruteros, servilleteros y centros de mesa, pero últimamente se ha incrementado la producción de accesorios de moda como bolsos, carteras, aretes, cofres, joyeros, papeleras y abanicos de mano, entre muchas otras piezas de delicada factura. En Usiacurí se han realizado diversos programas y proyectos con apoyo de entidades gubernamentales y ONG para mejorar la calidad de la producción e impulsar el diseño de nuevos productos. También se ha establecido contacto con diseñadores de moda reconocidos que han incorporado piezas de Usiacurí en sus colecciones y tiendas de marca. Debido a la importancia económica y cultural del tejido con iraca los pobladores de este municipio se han organizado en cooperativas y asociaciones y cuentan con un centro artesanal para reuniones, talleres de formación y diseño, así como un área de exhibición y venta de productos. Es frecuente que exista una comercialización in situ en cada taller casero, pero también se vende a intermediarios en la misma localidad o en Barranquilla, quienes llevan las piezas artesanales a mercados regionales, nacionales o internacionales. En los años setenta se tuvo una experiencia muy importante de exportación a los Estados Unidos, que fortaleció y estabilizó la producción, así como el ingreso de los artesanos. El intercambio que se da al interior de la cadena de producción, con las dificultades naturales que estos procesos conllevan, ha sido, sin embargo, beneficioso con proveedores, intermediarios y creativos.

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La tejeduría para estas personas no sólo se conecta con la creación de artefactos para el sustento económico o el disfrute del oficio, sino que ha llegado a convertirse en marca de origen, en huella de identidad cultural y vínculo social para sus artífices, al punto de que el pequeño «pesebre» del Atlántico, como se conoce a Usuacurí por su particular configuración urbana, sea desde hace años referencia nacional en el trabajo de la iraca.

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iraca · usiacurí

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muy pocos kilómetros de Galapa, atravesando una carretera bordeada de frondosa vegetación, se encuentra Paluato, corregimiento de ese municipio, donde se asienta una pequeña pero establecida comunidad de tejedores que ha sabido mantener su oficio a través del tiempo, particularmente con el aprovechamiento de una variedad de bejucos propios de su territorio y del bosque nativo. Este lugar hace parte de la zona que fue poblada en épocas precolombinas por el grupo Mokaná, que extendía su influencia en el centro y norte del departamento hasta la desembocadura del río Magdalena. En otras poblaciones del Atlántico como Tubará (Guaimaral) y Candelaria también se fabrican artesanías utilizando esta especie vegetal. Los habitantes de Paluato conservan y resguardan su cultura por medio del tejido, tanto así que hoy día este oficio, además de un referente identitario, es un soporte económico importante para las familias que lo ejercen. En efecto, gran parte de la comunidad artesanal subsiste gracias a la cadena de valor que implica la confección de objetos creados a partir de estas fibras naturales, y gracias, además, a la destreza adquirida y enriquecida con el tiempo. Hasta ahora la tejeduría ha permanecido en Paluato como un oficio que se trasmite de generación en generación, siendo un espacio de aprendizaje colectivo que no sólo se limita al hogar, sino que ha sido llevado hasta los colegios a través de los currículos educativos, lo que promueve, además de su enseñanza a las nuevas generaciones, el valor originario que posee. Paluato se ha constituido así como un espacio en donde esta técnica se preserva y perfecciona debido a la riqueza patrimonial que representa; las viviendas, que son al tiempo el lugar de almacenamiento y el taller de trabajo, exhiben con orgullo en sus terrazas los diferentes productos que han salido de sus manos, y convierten al poblado en una vitrina permanente de artefactos hermosos en su sencillez y naturalidad. Los bejucos son en su mayoría plantas trepadoras y leñosas enraizadas en el suelo, muy comunes en los lugares de clima cálido, especialmente en los bosques tropicales. Se conoce una amplísima diversidad de tipos de bejuco que son utilizados en una gran cantidad de poblaciones del país. Entre los más populares en el departamento del Atlántico están los bejucos «real», «ajo», «ají», «cuchareto», «chupa chupa», «rabo de mono» y «esquinero», cada uno con sus peculiaridades para dar variedad de texturas, flexibilidad o color. En Colombia representan una de las fibras más importantes y se encuentran extensamente distribuidas, sobre todo en sitios como el Eje Cafetero, Tolima y Santander, entre muchos otros lugares donde se emplea una gran variedad de bejucos para la elaboración de artesanías. El bejuco «real» es uno de las más utilizados entre la comunidad de tejedores de Paluato. Esta especie, que crece en los montes aledaños al poblado, se hace

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cada vez más escasa debido al constante crecimiento de tierras para la agricultura y la ganadería, así como para las construcciones urbanas y parques industriales que se desarrollan en las inmediaciones de Galapa, lo que afecta considerablemente el ecosistema, haciendo que la recolección de este recurso sea cada vez más difícil. En algunos casos hasta se debe recurrir a intermediarios para obtenerlo. Los artesanos que cortan el bejuco con el procedimiento tradicional, generalmente con machete y cuchillos, evitan arrancar las varas desde la base, dejando una medida determinada que garantiza el retoño de la planta. Así mismo, se respetan las fases lunares, pues «una buena luna», como dicen popularmente, garantiza un buen producto. Normalmente se cuentan siete días después del «pase de luna nueva», pues la fase de luna creciente es el mejor momento para su recolección; hacerlo en otra ocasión puede acarrear daños a la mata y al recurso recolectado, pues el bejuco, por su naturaleza delicada, es susceptible de malograrse con facilidad. Una vez cortada la cantidad suficiente de bejucos, el árbol del que fueron extraídos no vuelve a tocarse durante un año o más, para permitir así su reposición natural; los cortadores solo toman el bejuco grueso y dejan el delgado en la mata para que continúe su proceso de desarrollo. Después de la recolección del recurso los artesanos se disponen a procesarlo y obtener la fibra necesaria para el tejido. El bejuco «real», uno de los más frágiles a la hora de trabajar, también es el mejor, según dicta la experiencia, porque es multifuncional: de él pueden sacarse las hebras más provechosas para la elaboración de los tejidos, parales y amarres. Así mismo, facilita el proceso de tinturado que, como una novedad, viene aplicándose desde hace poco tiempo y que, entremezclado con las gamas naturales de la fibra, aporta colorido y expresión a las piezas que salen de las manos de estos artesanos. Una vez obtenidas las ramas o lianas, se despajan, es decir, se les quitan hojas y nudos y se forman atados que se transporta hasta el taller. Allí se organizan por calibres y tamaños, se amarran en mazos para dejarlas un tiempo en remojo, y así facilitar su manejo según el uso que se le dará posteriormente. Después comienzan por abrirse y limpiarse o «ripiarse», labor que se realiza con un chuchillo; entonces se rajan y extraen los hilos o filamentos, llamados «nepas», de 8, 16, 32 y hasta 64 hebras, de acuerdo con las necesidades, las cuales se raspan y lijan para el acabado o el tinturado. Una vez terminado el proceso se ponen al sol para secarlas nuevamente. Por último, se inmunizan contra la polilla y el comején y, en algunos casos, se aplica un sellador mate para darle un acabado final que indica que la fibra está lista para su aprovechamiento. El tejido de cestería se inicia normalmente a partir de una estructura radial o cruceta que articula las tramas y urdimbres desde el fondo del recipiente. Las hebras se tejen una por una, dos por dos o tres por tres, sucesivamente, según el diseño que

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se quiera hacer o las texturas y contrastes de color o de calibre que se pretendan, además de lograr efectos de trenzados, lisos y de rombos. El bejuco ha sido aprovechado para la elaboración de cestas y utensilios desde la época prehispánica, cuando era empleado en actividades de vital importancia para los pobladores nativos tales como la caza de animales, la recolección, el transporte de alimentos o en la construcción de viviendas de bahareque, marcando con su uso una conexión entre el artesano actual y el antigu0 oficio de la tejeduría en la región. Hoy en día la aplicación del tejido en bejuco está encaminada hacia la creación de objetos decorativos y utilitarios como lámparas trenzadas, grandes canastos, abanicos, cestas con diversos servicios, fruteros, floreros, jarrones, portalámparas, roperos, cunas y objetos para decorar ambientes, entre otros. En algunos productos se mezclan varios tipos de bejucos o se combinan con madera para hacer las bases o tapas de recipientes. También se tejen urdimbres y tramas de bejuco sobre marcos cuadrados o rectangulares de madera para superficies planas, que son utilizados como partes de muebles o paneles. El mercado tradicional de este tipo de cestería se da a nivel local y regional. Sin embargo, se han venido consolidando proyectos para mejorar la oferta y el desarrollo de nuevos productos que satisfagan distintos segmentos de mercado y que puedan contribuir al mejoramiento del valor y el ingreso del artesano. Para mantener la vitalidad del oficio existe actualmente un programa de mejoramiento en diseño y gestión de las técnicas, con talleres que los artesanos reciben a través de entidades que buscan crear condiciones de comercio justo y, al mismo tiempo, promover la artesanía del lugar mediante ferias y festivales regionales y nacionales.

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n la margen occidental del río Magdalena, cercano al Canal del Dique, al sur del departamento del Atlántico, se encuentra el municipio de Suan, fundado en 1827. Debe su nombre a cierta especie de árbol frondoso que crece en las riberas del río. Fue un punto importante de abastecimiento de combustible y mercancías durante la época de la navegación fluvial. La influencia de afrodescendientes es notoria en Suan, pues la zona, con sus intrincados canales entre lagunas, ciénagas y pantanos, fue un lugar propicio para que se refugiaran esclavos negros huidos de haciendas de la región. Hoy tiene una población cercana a los diez mil habitantes, la mayoría de los cuales se dedican a la agricultura y ganadería en pequeña escala. La gastronomía, sustentada en una cocina tradicional e ingredientes locales, posee cierto reconocimiento, al igual que sus artesanías, y ambas son fuente de trabajo para buena parte de sus pobladores. En Suan existe un conjunto de artesanos dedicados a tejer en fique y a otros oficios como la talla en madera, el labrado del totumo y la confección. Pero recientemente, a través de programas de capacitación, se han entrenado nuevos artesanos en varios municipios del Atlántico como Soledad, Sabanalarga, Piojó, Luruaco y Malambo, además del propio Suan, en el arte del tejido de croché o ganchillo, utilizando el fique como material diferencial combinado con la cepa de plátano y la madera. La tejeduría en fique fue practicada por comunidades prehispánicas del Caribe para la elaboración del vestido y la ejecución de artefactos empleados en las faenas domésticas y el trabajo, como se ha documentado para distintos lugares. Actualmente la comunidad kankuama de Atanquez, en la Sierra Nevada de Santa Marta, cultiva, procesa y teje el fique para elaborar mochilas con sus propias características. Es también bastante conocida la cestería de Guacamayas, en Boyacá, con la técnica de rollo e hilos de fique muy finos. Para la población atlanticense dedicada al oficio de tejer con fique, este trabajo ha significado un incremento en su economía y, en muchos casos, el único medio de ocupación y subsistencia. La mayoría de los tejedores son mujeres que participan en los distintos momentos del proceso, en una división simple del trabajo, en el que se involucran desde los más pequeños hasta los más grandes, y en el que cada cual entiende que el oficio representa para ellos, además de una demanda cultural, una forma de trabajo digno, creativo y una importante fuente de ingreso. El fique (Furcraea sp.) es una planta que crece en América, en zonas tropicales. Se le conoce también como cabuya, pita, maguey, penca o chunta. En México se le denomina agave o mezcal, y está relacionada con la producción de sus licores emblemáticos. En Colombia se encuentra principalmente en la zona de los Andes, en lugares como Santander, Antioquia, Cundinamarca, Nariño y Cauca. La planta puede tener una altura de hasta 1,5 metros y se constituye de un tallo sin ramas, abundante

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en hojas que miden aproximadamente dos metros de largo por veinte centímetros de ancho. Para el proceso del tejido se extrae de las hojas la fibra, con la que se elaboran contenedores, canastas, costales, cabuyas y hamacas, entre otros productos. Toda la fibra producida se trata en el mismo lugar del cultivo, en un proceso que implica el corte, limpieza, desfibrado, lavado, blanqueado, entre otros cuidados. En Colombia existieron grandes talleres que procesaban el fique, tanto que en la década de los años cincuenta del siglo pasado se llegó a exportar este material a varios países que lo solicitaban para la realización de costales, alpargatas y productos de fuerte demanda en el mercado. De hecho, el fique se ubica como la fibra más usada en Colombia después del algodón. Incluso el café de exportación utilizó durante décadas el empaque de fique como un símbolo de su calidad artesanal y de su origen natural. Actualmente en Curití, Santander, existe una importante empresa de fique que suministra a todo el país el hilo crudo o teñido, en varios colores y calibres, y es el proveedor habitual de los artesanos del Atlántico. El fique utilizado por las artesanas de Suan es adquirido en Barranquilla, proveniente de allí. Los artesanos compran los ovillos o rollos ya listos, tanto de cabuya (acordonados gruesos de la fibra) como de hilo más delgado, pues trabajan con ambos tipos de calibre y los entremezclan primorosamente. La artesanía de Suan se ha centrado en la cestería, en distintos tamaños para uso doméstico o decoración, con objetos como paneras, dulceras, cestas, individuales, caminos de mesa y fruteros. Para su confección se toma la fibra en los calibres acordados según el tamaño de la pieza a elaborar y se inicia el proceso de tejido recubriendo la cabuya con distintas puntadas de crochet medio punto y punto o con puntadas en cruz, punto bajo y alto, amarrando la estructura en espiral con agujas especiales, para lograr así bordados muy finos. De igual manera, se utilizan bases de madera o de cabuya como fondo o soporte de las cestas y recipientes. El totumo y diversas maderas son utilizados también para formar la estructura de los artefactos a los que se les agregan detalles y componentes con la fibra. Utilizan el totumo en distintos tamaños como base de los contenedores, después de limpiarlo, pulirlo y encerarlo para darle un acabado lustroso. En el borde superior se perforan agujeros para coser las cabuyas con hilos de fique. La superficie del totumo se labra o se raspa para darle texturas diferentes y se tiñe con pigmentos naturales. El fique brinda a los artesanos de esta región no sólo un material característico sino la posibilidad de crear diversos productos con identidad propia, diferenciándose de otros centros artesanales que también lo utilizan. La demanda de productos tradicionales en fique ha cambiado radicalmente desde finales del siglo xx, por lo cual se ha venido dando un proceso de diversificación

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en todos los núcleos productores. Del simple y utilitario costal se ha pasado a la confección de telas, alfombras y paneles que se emplean para destinaciones tan alejadas de su origen rural como es el diseño de modernos interiores arquitectónicos. De igual manera, la comercialización se ha transformado de tal forma que el artículo expuesto en una plaza de mercado popular, a bajo precio y con poco reconocimiento, se exhibe ahora en tiendas de marca o en ferias de artesanías ganando un valor agregado y un atractivo diferenciado. El papel del diseño ha sido importante para buscar otras alternativas de producción y construcción de cultura local. El fique representa más que una fibra una identidad que, través de la confección de canastas, bolsos, carteras, sombreros, sogas, cabuyas, costales o redes, mantiene una huella material que rememora a los indígenas que trabajaron con ella y le dieron múltiples usos, y que permanece en quienes hoy la resguardan y la procesan a través de la artesanía.

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an Juan de Tocagua, corregimiento del municipio de Luruaco, en el suroeste del departamento, es el lugar donde se concentra el mayor y más calificado número de artífices de esa especie vegetal conocida como enea. Está apostado en las orillas de la laguna de San Juan, de aguas poco profundas, de donde toma su nombre. Allí la enea se da de forma silvestre, como pasa en algunos terrenos anegadizos de las fincas de la zona. Su población cuenta con una herencia ancestral tanto indígena como afrodescendiente y, además del quehacer artesanal, que se ha conservado por varias generaciones, sus pobladores se dedican también a la pesca y las labores del campo. Las artesanas, más de treinta tejedoras, han creado una asociación y un espacio comunal donde realizan talleres de capacitación técnica, de diseño y de teoría del color, consolidando esta labor artesanal y combinándola con los cotidianos quehaceres hogareños. Para estas personas la tradición de la tejeduría se vive en el día a día y se encuentra tan arraigada que, afirman, es un arte que se aprende desde el vientre materno, pues las artesanas «nacen con la enea y las esteras». La enea (Typha sp.) es una planta que al igual que la iraca pertenece al grupo de las herbáceas; se da en el trópico y el subtrópico y en gran medida crece en zonas pantanosas y en humedales. En Colombia se encuentra en los departamentos de Antioquia, Boyacá, Cundinamarca, Huila, Magdalena, San Andrés y Providencia, Santander y el Valle. En el Atlántico es común hallarla alrededor de lagunas (como la de Luruaco y el embalse del Guájaro) y de los cuerpos de agua conocidos como jagüeyes. Su crecimiento es espontáneo durante todo el año y soporta temperaturas extremas, convirtiéndose en una de las plantas acuáticas más resistentes. Llega a medir hasta tres metros de alto y posee hojas largas, que vistas a lo lejos tienen un parecido a espigas, por su forma acintada y plana; su consistencia es delicada y esponjosa, y de entre ellas emerge una especie de tallo sobre el que se agrupan las flores de color castaño. Cabe destacar que son las hojas de la planta las que se utilizan para el trabajo artesanal. A pesar de la importancia que tiene la enea para las poblaciones de artesanos del Atlántico, su labor se ha visto obstaculizada por la inminente expansión de la frontera agrícola y, en específico, por la ampliación de terrenos para la ganadería; los bajos de enea han sido erradicados en gran medida para sembrar en su lugar el pasto que sirve de alimento a los animales, viéndose de esta forma afectada la producción tanto de artesanos como de recolectores. A pesar de estos obstáculos, los pobladores persisten y continúan obteniendo la materia prima en lagunas y remansos a los que tienen acceso, aunque algunas veces para hacerse de esta planta deban ir hasta sitios alejados de su lugar de residencia. Con todo, el sentir artesanal se mantiene gracias a la utilización doméstica que se le da a la fibra para mejorar la dotación y funcionalidad de las propias viviendas,

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así como también a las nuevas creaciones que se ejecutan en la comunidad y que encuentran aceptación en los mercados regionales, produciendo ingresos adicionales a las familias. Gracias a su extensa práctica, los recolectores saben «a ojo» cuándo es el momento oportuno para cortar la planta. Las personas encargadas, ya en el sitio, toman en una mano la cantidad suficiente de hojas, mientras que con la otra mano, la que empuña el machete, hacen el corte de las espigas. Después de una jornada de trabajo se forman atados de enea que se amarran a lado y lado del lomo de un animal de carga y se emprende el camino de regreso al punto de almacenamiento y distribución. Los grandes mazos son separados y expuestos al sol para que se cumpla el proceso de secado; luego se disponen varios arrumes desde donde escogen las fibras aptas para la labor. Después de acomodarlas, quienes trabajan en la preparación de la enea proceden a seleccionar, limpiar y teñir la fibra con tintes naturales o anilinas para seguidamente trenzar y manufacturar los diseños que han creado. Tradicionalmente el manejo de la fibra consistía en amarrar los tallos horizontalmente con hilos de algodón o fique, formando una esterilla, pero la hebra que proviene de la enea es tan manejable que su práctica y técnica se ha diversificado y hoy se elaboran varias formas de trenzado y acordonado, así como de costura plana para diferentes aplicaciones. Además de la tradicional estera, que utilizaba la fibra «cruda», ahora al tejido con enea se le da un tratamiento más pulido, lo que incluye las tinturas de colores, que se entremezclan con el tono natural de la enea, así como trenzados más delicados. Los cogollos son amarrados o cosidos en máquinas de coser y para darle más cuerpo a algunos productos estos se mezclan con junco (otra fibra con características más bastas), logrando también contrastes de textura y color. El primer uso que se le dio a la enea como materia prima fue para la realización de esteras o «esterillones», una especie de alfombra tejida con la fibra natural. En principio se fabricaban gruesas y de tamaño mediano. Solían usarse con los pellones al ensillar animales de carga (burros y mulos) y así evitar que estos se maltrataran con las angarillas o la silla, pero después evolucionaron hacia un tipo de estera más delgada entrelazada con bejucos, que se cubría con junco y se unía con fique, dando la apariencia de tapetes de gran tamaño. Fueron tan populares que en las calles de los municipios del Atlántico y Bolívar los comerciantes ambulantes las vendían en gran cantidad, difundiendo su uso para para alfombrar pisos o como superficie para dormir o descansar y, aprovechando la frescura que ofrecían gracias a su componente vegetal, en muchos casos fueron utilizadas como cielo raso. En buena parte de la Costa Caribe, desde épocas precolombinas y hasta comienzos del siglo xx, la enea fue el material predominante en la arquitectura vernácula para cubrir y techar las viviendas con estructura de bahareque, las llamadas casas de «enea, madera y barro».

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La creciente demanda de esas esteras primitivas dio pie para considerar una clientela en aumento y consolidar una producción constante. En los últimos años se ha dado un proceso de diversificación y desarrollo de nuevos productos tendientes a abrir nuevos mercados, lo que ha permitido la innovación hacia la confección de artefactos contemporáneos útiles y visualmente atractivos, como cojines redondos y cuadrados, puffs, banquitos, taburetes con base de madera y metal, lámparas y piezas como caminos de mesa, correas, bolsos, carteras, monederos, cortinas, abanicos y muchos otros enseres.

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sta comunidad, tejedora por excelencia, está ubicada en las inmediaciones del municipio de Juan de Acosta. Aunque está situado en una zona que hace parte de un antiguo asentamiento indígena, el municipio debe su nombre a uno de los acompañantes del conquistador Pedro de Heredia, quien a mediados del siglo xvi explora y decide establecerse, junto a un reducido grupo de españoles, en un pequeño valle rodeado de cursos de agua donde hoy se sitúa el poblado. Cerca de allí, en el municipio de Tubará, se encuentra un importante testimonio de la cultura precolombina: el monumento Piedra pintada, petroglifo mokaná de más de 900 años de antigüedad y cuyos dibujos, que representan imágenes zoomorfas y antropomorfas, hacen alusión a relatos cosmogónicos de quienes los tallaron. A finales del siglo xix Juan de Acosta se erige como municipio, y en 1880 es fundada una compañía algodonera que perdurará hasta mediados del siglo xx, dedicada a la siembra y procesamiento del algodón, industria floreciente que dio empleo a la mayor parte de la población masculina y femenina. En distintos lugares de Colombia existe una importante tradición de tejido con algodón; grupos étnicos y centros artesanales como el de San Jacinto, en Bolívar, o la comunidad wayuu, en La Guajira, han perfeccionado este oficio de origen indígena convirtiéndose en un referente cultural y patrimonial con características propias. En otros municipios del departamento también existen pequeños núcleos de artesanos dedicados a este tipo de tejido, como en Repelón, Sabanagrande, Manatí, Santo Tomás, Palmar de Varela y Campo de la Cruz. En Chorrera la labor del tejido representa el principal medio de sustento económico, trabajo al que se dedica una alta proporción de sus habitantes, especialmente mujeres de variadas edades. Son cerca de un centenar las que se han agrupado para edificar, a través del ingenio y la innovación, un verdadero proyecto cultural. Fomentan el carácter de emprendedoras y creativas en la búsqueda de nuevas propuestas, intentando ir al mismo ritmo que lo hacen las tendencias de la moda y el mercado. El sentido asociativo y de colaboración les ha dado el impulso para ir más allá de las fronteras. La comunidad entera está consciente de la demanda de trabajo, por lo que poseen un alto sentido de la responsabilidad para cumplir con los pedidos, haciendo de su desarrollo laborioso y comunitario un ejemplo para el departamento. Las artesanas en Chorrera conservan aquello que han aprendido a través del tiempo gracias a quienes les precedieron en el arte del tejido. En aras de cubrir la creciente necesidad de darse a conocer a través de los productos artesanales que desde hace años vienen realizando, este grupo de tejedoras se ha organizado en una asociación con la cual han promovido la marca Chorrera, al tiempo que se han abierto a oportunidades económicas que benefician directamente a sus integrantes, puesto que se suman a proyectos y convocatorias culturales financiadas por diferentes entidades.

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En la comunidad de Chorrera las mujeres aprenden desde niñas a tejer con la técnica del medio punto, siguiendo la tradición trasmitida de las mayores a madres y de estas a sus hijas. En décadas anteriores las abuelas tejían y bordaban sábanas, pañuelos, manteles y cojines para el uso en el hogar, y de allí se tomó el referente de esta actividad con la intención de revitalizar el oficio dándole un nuevo enfoque de producción y emprendimiento. En el presente, las mochilas tejidas son el producto más representativo que sale de sus manos y que las hace conocidas en distintos escenarios. Esta labor de tejeduría se realiza con hilos de algodón industrial de distintos colores y calibres, provenientes de las hilanderías del Atlántico. Para los acabados alternan los hilos de algodón con otros materiales como lana, seda o fique, y con remates de cuero, metal y pedrería. La confección de las mochilas se inicia preparando el hilo –que viene en madejas u ovillos– según los colores y tamaños de la pieza a realizar. Luego se comienza tejiendo la base ovalada o redonda de la mochila y después se levanta en espiral, cambiando el color del hilo en las distintas vueltas según el diseño previsto. Con la técnica de croché o ganchillo, con aguja corta de metal, se realiza el tejido a doble hilo simultáneamente, de 2 a 18 hebras, siendo esta característica la que diferencia las mochilas de Chorrera de las mochilas de otras comunidades. Al final, como acabado, se puede tejer una trenza y se incorporan las asas con forma de cintas para sostener la mochila. Este núcleo de tejedoras se especializa en mochilas de varios tamaños y diseños, según la línea programada para determinados mercados, principalmente como accesorio de moda. Los modelos y presentaciones varían en forma (cartera cruzada, de mano) y tamaño, a los cuales se les han dado denominaciones propias como sobre, casabe, amapola, adonis, veranera, silvia o azalea. Los grafismos que se tejen en las mochilas y que en un comienzo fueron sencillos y de corte abstracto, han venido evolucionando hacia diseños más figurativos, con temas de la flora y fauna de la región, pero que incluyen también imágenes contemporáneas. Cada línea y colección tiene una temática y carta de color que se presenta en una determinada temporada o feria. Los grupos de tejedoras han recibido por parte de diversas organizaciones talleres de formación en diseño y producción, orientados a enfocarse en clientelas específicas buscando una comercialización más eficiente. Estas artesanas poseen un catálogo amplio que ha crecido en la medida en que el conocimiento y aceptación de sus productos se afianza en diferentes mercados nacionales e internacionales. Chorrera confecciona mensualmente centenares de mochilas que son exportadas a destinos internacionales como Estados Unidos, China y gran parte de Europa. Periódicamente, a la manera de las temporadas de moda, presentan una colección actualizada. Así, cada año exponen nuevos modelos y lanzan propuestas

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y muestrarios con diseños más novedosos, sin dejar de lado simbologías y motivos de su entorno cultural. Tienen unificada la puntada, los tamaños y ciertas características que las hacen diferentes, todo lo cual hace que Chorrera se encuentre en la perspectiva de definirse como una verdadera marca colectiva con denominación de origen.

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n las inmediaciones del municipio de Ponedera, en emplazamientos como Malambo y el embalse del Guájaro, los arqueólogos han hallado algunos de los restos más antiguos del continente respecto al uso de la alfarería por parte de comunidades precolombinas como la chimila y la malibú, que habitaban las llanuras aluviales del bajo Magdalena, abundante en ciénagas y zonas pantanosas. Sin embargo, se conoce que la tradición del modelado de la arcilla en la población de Ponedera tiene más cercanía con las técnicas que introdujeron los españoles durante la Colonia, difundiéndose desde la ciudad de Mompox a través de las vertientes del río, y conservándose hasta nuestros días. Ponedera, situada en la margen derecha del río Magdalena y a sólo 50 km de Barranquilla, se fundó a mediados del siglo XVIII como un sitio de colonos libres dispersos en la región. Debe su nombre al hecho de que en las playas que surgían al descender el cauce del río, en tiempo seco, llegaban a desovar varios tipos de anfibios como tortugas, hicoteas y caimanes. Por eso se habló del sitio de las «Ponederas», aunque más adelante se le llamó San José de Puerto Alegre, nombre que finalmente no consiguió suficiente reconocimiento. En 1965 esta comunidad fue elevada a la categoría de municipio. Sus habitantes hoy se dedican al comercio, la agricultura y la ganadería en pequeña escala. Algunas pocas familias de la localidad han trabajado por varias generaciones el oficio de la alfarería, con características peculiares que se asocian con otros puntos alfareros del río Magdalena. Precisamente las características que posee el lodo que forma el río en sus orillas son propicias para la transformación y el torneado de piezas, lo cual ha permitido la consolidación de este oficio ancestral de crear objetos hermosos y prácticos que acompañan la vida cotidiana con esta materia natural tan conectada con la tierra. En los talleres artesanales de Ponedera el proceso de elaboración de un utensilio de barro comprende varias etapas: la recolección del material en las canteras del río, la preparación del barro, el amasado, el torneado, el diseño y acabado de piezas, y finalmente la cocción en hornos de leña. Al obtener el barro del río, que es conocido como «barro gallego», este se transporta al taller, ubicado generalmente en la casa de los propios artesanos. Se inicia entonces una etapa de limpieza a través de una zaranda o cedazo, para extraer raíces, piedras y otras asperezas entreveradas con la arcilla. Luego, el lodo se mezcla con tierra negra, extraída de terrenos aledaños, en proporción equivalente, hasta lograr una pasta firme y moldeable, la cual se pisa consistentemente y se cuela para conseguir una masa flexible que no debe estar ni muy dura ni muy aguada. El alfarero toma un pedazo de esa masa y la convierte en un rollo cilíndrico llamado «pella», lanzándolo contra una mesa, una y otra vez, para compactarlo y

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eliminar el aire que hay dentro de ella (y que en algunos casos ocasiona la ruptura de las piezas durante el horneado). Cuando se cree que ya está lista para su uso es llevada al torno, artefacto rudimentario de tablas y listones, que en la parte de abajo tiene una especie de pedal circular que se impulsa con el pie para darle movimiento permanente, lo cual permite dirigir con las manos la presión que el barro requiere durante el giro de la rueda para tornear las figuras. Es este «torno de patada», como se le llama, el que permite imprimirle a los dedos y a la palma de la mano el ritmo y la presión necesarias para encontrar la espesura y contorno adecuados de la pieza. Con el girar de la rueda se va dando forma a la pasta de barro, de acuerdo con la pericia del artesano y la pieza a realizar; estas pueden ser alargadas, cóncavas, planas o redondeadas. Los objetos obtenidos se ponen a la sombra un tiempo y luego al sol para completar el proceso de secado, evitando así que al momento del quemado puedan cuartearse o partirse. Acto seguido se pulen, engoban (añadirle color y textura) y bruñen dándole el acabado final. Durante la noche se llevan al horno (construido con piedras y ladrillos, empleando fuego atizado con leña). Al día siguiente quedan listas las piezas, que bien pueden ser macetas, poteras, cuencos pequeños para dulces, vajillas compuestas de platos y bandejas, tinajas, múcuras, mollones, candelabros, cazuelas o alcancías con forma de «chonchito», que es como en la costa se les llama popularmente a los cerdos pequeños. Algunos artesanos han logrado dotar a sus objetos de un color terroso y una textura particular que les distingue y diferencia de las producidas en otras regiones del país. Puede decirse que lo que provocó una diferencia significativa en la técnica y en los modelos alfareros, separándola de los métodos tradicionales de moldeado a mano y de cocción directa sobre el fuego que traían las poblaciones indígenas, fue la introducción durante la Colonia del torno y de los hornos cubiertos, donde se logran altas temperaturas. Así mismo, la fundación en Mompox de un centro de producción alfarera vidriada con plomo, cuya influencia se trasladó al Atlántico a través del río y se asentó en Ponedera, por encontrarse allí, como se mencionó, el barro arcilloso apropiado para la elaboración de las vasijas y recipientes. Las cazuelas y vajillas de Ponedera son hoy bastante apreciadas por las familias atlanticenses, bien tengan un acabado negro crudo o rojizo. Por petición de los clientes, últimamente han incorporado la técnica de «ahogar» el horno con hojarasca o aserrín, pues de esta forma se logra un tono negro similar al de la cerámica de La Chamba, Tolima. Es típico que las sopas, el popular sancocho de guandú, de gallina y los mariscos sean servidos en estos recipientes de barro. La gran variedad de productos salidos de las manos de estos artesanos es cada vez más apetecida por intermediarios que vienen a los propios talleres artesanales a situar pedidos para comercializarlos en diferentes puntos del departamento y del país.

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La población ve con orgullo el trabajo que durante años han venido realizando los artesanos habitantes de esta localidad, pues además de suponer un respaldo económico para las familias que durante años se han dedicado a este noble oficio, también representa un sello de identidad que realza el nombre de Ponedera, al tiempo que garantiza un flujo de trabajo y reconocimiento artístico con el que algunos descendientes de los actuales alfareros comienzan a identificarse y ver como una posibilidad futura de ocupación, cada vez más valorada.

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l municipio de Galapa, a menos de diez kilómetros de Barranquilla, hace parte de su área metropolitana y se encuentra próximo a uno de los perímetros industriales más activos de la ciudad. Se levanta, como tantas otras poblaciones del Atlántico, en lo que fue un asentamiento indígena del pueblo Mokaná y su nombre se enarbola como herencia de este pasado, ya que toma su título de Jalapa, jefe de una de estas comunidades. Descendientes de ese pueblo que habitaba en lo que es actualmente Tubará, Malambo, Galapa, Baranoa, Usiacurí y Piojó hoy se hallan distribuidos en varias comunidades, cada una con un cabildo gobernador que se encuentra bajo la dirección de un Consejo de Ancianos. Aunque estos nativos perdieron su lengua y buena parte de sus tradiciones como consecuencia de la transculturización, aún conservan rasgos culturales de sus ancestros, que no difieren sustancialmente de las costumbres y creencias presentes entre los campesinos de la región. La presencia de población negra, patente desde el siglo xvii en las zonas geográficas tradicionalmente habitadas por los mokaná, introdujo importantes influencias sobre su conformación étnica y cultural, las cuales permanecen expresadas hoy en conductas, tradición oral, ritos y religión, música y folclor en general. En la actualidad, Galapa se ha consolidado como un foco importante de la actividad artesanal del departamento, pues allí se concentran alrededor de veinticinco talleres dedicados a la elaboración de máscaras (tanto en papel maché como en madera tallada); a la cestería, al tejido en bejuco, a la confección de disfraces y a la producción de objetos y pequeños animales labrados en madera. Debido a las labores artísticas que sus pobladores ejecutan, la economía local se ha visto beneficiada, ya que decenas de familias se congregan alrededor de esta actividad para nutrirla y convertirla en un modelo para fortalecer la economía doméstica y de permanencia cultural. Es común encontrar, en las casas de los artesanos, a los niños jugando con materiales como el barro, la madera o el papel, observando detenidamente lo que sus padres hacen para quizás en un futuro cercano, involucrarse en la tradición familiar. Galapa se ha consolidado, con el paso de los años, como un referente de excelencia artesanal en el Atlántico y en Colombia. Acontecimientos como el Festival de la Máscara y el Bejuco, que se celebra cada diciembre y que ya cumple más de una década, atrae a personas de todo el departamento y afianza la reputación del trabajo de los casi doscientos artesanos que exponen sus creaciones durante el festival. La relación entre los habitantes de Galapa y el Carnaval de Barranquilla es antigua y estrecha, pues este municipio no sólo ha sido el proveedor permanente de máscaras y disfraces, sino que una variedad de danzas y comparsas tradicionales se origina en Galapa y tiene ya una activa y lucida participación en los desfiles populares del

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carnaval. Entre muchas otras sobresale la conocida comparsa Selva Africana, fundada en Galapa en 1970, y que ahora, con más de cien bailarines, destaca como una de las más vistosas y coloridas de esta celebración. Quienes la integran confeccionan sus propios atuendos, adornos y caretas, entre ellas las afamadas máscaras elaboradas en papel maché, que también adoptan masivamente otros grupos y danzantes durante las festividades carnavaleras. Los orígenes del papel maché se remontan a la Edad Media, y fue una técnica ampliamente difundida en países de Oriente y Europa desde sus comienzos, hasta que se trajo al continente americano en la época colonial, puesto que se usó en el encolado de telas para las vestiduras de santos en las iglesias, para la confección de altares, escenografías y disfraces en festividades y celebraciones religiosas. Su nombre se deriva del término francés papier mâché, que quiere decir algo así como papel «mascado» o «machacado», debido a la forma como el papel, su materia prima, es procesado. En Galapa se reciclan, para su elaboración, restos de papel estraza o grueso, provenientes de bolsas de cemento, azúcar o harina, y como pegante o engrudo se aplica una especie de almidón de yuca. En cuanto al modelado de las figuras se utiliza un barro de arcilla roja que se obtiene en jagüeyes y arroyos, que luego de su recolección se conserva en bolsas de plástico para preservar la humedad. Con pinturas acrílicas se perfecciona el acabado. El proceso se inicia con la creación de bocetos, en papel de dibujo, de las figuras a recrear; mientras, se corta el papel para reciclar y se prepara el engrudo a base de yuca, luego de rallarla, humedecerla y cocinarla a fuego lento para que de esta manera adquiera la consistencia pegante. Enseguida se elaboran moldes en barro, modelando a mano la figura que va a representarse, haciendo énfasis en los rasgos más expresivos como ojos y boca; luego la maqueta se pone al sol durante un tiempo para evitar que se agriete. El siguiente paso consiste en encerar el molde de barro para que el empapelado no se adhiera completamente y puedan incorporarse sobre el molde, uno a uno, los trozos de papel hasta cubrir por completo el modelo subyacente. Se ponen entonces unas seis u ocho capas de papel para otorgarle grosor y resistencia, y durante un día, como mínimo, se cumple el proceso del secado. Posteriormente, con un bisturí, se hacen cortes precisos que facilitarán el desmoldeado, es decir, la liberación de la estructura de papel prensado y rígido. Cabe destacar que estos moldes de barro pueden ser reutilizados para crear nuevas máscaras. Luego se realiza el resanado, que se basa en aplicar una nueva capa de papel, al tiempo que se ensamblan aditamentos como los cachos del toro en el caso de la máscara respectiva. Cuando está totalmente seca se aplica una capa delgada de estuco, para después lijar y, de esta manera, lograr una textura suave y uniforme sobre la que se pintarán motivos con pigmentos acrílicos. Para esto, primero se

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extiende una base de pintura blanca, sobre la que se marcan con lápiz las líneas y las áreas que se rellenarán de color. Se utilizan colores primarios o secundarios, planos y vivos, los que se contrastan con contornos de pintura negra para producir tonalidades llamativas e impactantes en los rostros de los animales representados. Como fase final se aplica brillo con una laca catalizadora transparente que resaltará los colores que se administraron. De estos moldes surge una variedad típica de imágenes zoomorfas con las que se engalanan las danzas y comparsas del carnaval, como la de los Goleros, el Imperio de las Aves o las Guacamayas, entre otras, que representan el colorido y la diversidad del espíritu popular de la fiesta. Tigres, cebras, gorilas, burros, micos, toros, leones y pájaros diversos son las figuras más comunes. Desde hace poco los artesanos de Galapa, en su afán de innovar, han añadido a la indumentaria carnavalera un «tocado» que, a diferencia de la máscara, se lleva sobre la cabeza y se combina con el maquillaje del rostro, produciendo un efecto dramático muy adecuado para las coreografías de las danzas, ya que prolonga la máscara e intensifica su aspecto. Estos tocados tienen un proceso de elaboración tan cuidadoso como el de las máscaras y se combinan con accesorios como plumas o lentejuelas, siendo cada vez más codiciados tanto para disfraces individuales como para grupos y comparsas de fantasía. Finalmente, las particularidades en la aplicación del color, de las formas y los trazos, así como de aditamentos, producen en los productos diseñados por los artesanos de Galapa diferencias que pueden ser evidentes para el observador y que llevan a la creación de una «identidad de taller», que les distingue y les da notoriedad, haciendo que no sólo se busque la pieza artística sino también la huella del artesano que la produce. Objetos y máscaras de papel maché también se elaboran en otros lugares del departamento como Soledad, Candelaria o Santa Lucía.

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ada totumo representa una artesanía en potencia; de eso tienen conciencia en la comunidad de artesanos del municipio de Tubará, que guarda una relación territorial con uno de los asentamientos prehispánicos que poblaron la región, y especialmente con los restos pictográficos de Piedra pintada, monumento tallado en piedra con casi un milenio de antigüedad, que se halla en sus inmediaciones y que influye significativamente, con sus imágenes antropomorfas y zoomorfas, en los diseños que artesanos locales replican o interpretan sobre la corteza del totumo. Tubará fue uno de los poblados mokaná que los españoles encontraron a su llegada y que posteriormente convirtieron en resguardo indígena durante la época colonial. Según datos oficiales, allí se da hoy una de las mayores concentraciones de descendientes de aquel grupo que, aunque sufrió un fuerte proceso de aculturación, se encuentra en vías de recuperar su historia, tradiciones y algunas de sus organizaciones políticas como los llamados cabildos. Junto con el resto de habitantes, ellos se dedican especialmente a las labores agrícolas, la pesca y el comercio. El totumo (Crescencia cujete) crece en el departamento del Atlántico de manera espontánea y está tan arraigado que, en sus poblaciones, en cada casa o finca puede existir un palo de «calabazo», como se le conoce de manera coloquial. Para algunas personas resulta gratificante pensar en cómo este árbol está asociado al estilo de vida tradicional, a los antiguos usos y a los beneficios curativos que, entre muchos otros, ofrece esta especie. Por eso no es de extrañar que en casi todos los municipios del departamento existan grupos de artesanos que trabajan y se benefician de una u otra forma del totumo. Es un árbol que se origina en la América tropical, de crecimiento silvestre y con gran facilidad para adaptarse a los cambios de clima, lo cual le permite soportar temperaturas de hasta 40 grados centígrados. Presta un gran servicio tanto a indígenas como a campesinos desde épocas inmemoriales, adecuándose a sus exigencias sin requerir mucha atención para su cultivo. El fruto que produce, conocido de manera popular como «totumo», adopta diferentes formas: puede ser de gran tamaño, redondo, alargado o pequeño como una naranja. Aunque no es maderable, sirve para la confección de variados utensilios como cucharones de cocina y recipientes como la popular «totuma». Su pulpa se utiliza para la elaboración de jarabes medicinales o como alimento para los animales. Así mismo, con la corteza de este fruto se produce infinidad de objetos utilitarios y decorativos. El uso del totumo se remonta a épocas ancestrales, tanto, que es uno de los árboles referenciados en las investigaciones arqueológicas realizadas sobre la llamada tradición Malambo. Con él se fabricaban pulseras, aretes, collares, enseres domésticos y culinarios para guardar granos, sal y achiote; también para la confección

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de instrumentos musicales como pitos, maracas o sonajeros. Hoy se conserva como una costumbre enraizada el uso de enseres de este fruto en algunas de las viviendas del departamento, donde es común encontrar tazas de totumo para depositar alimentos líquidos como sopas, coladas o café. Puesto que el totumo crece silvestre no hay un lugar específico para su recolección, y aunque su búsqueda hoy en día se hace difícil debido a la expansión urbana y a la ganadería extensiva, se encuentra con relativa frecuencia en las orillas de las carreteras. El totumo se recoge cuando se considera maduro y se selecciona cuidadosamente, pues no todos los totumos sirven para ser trabajados. Luego se despulpa cortándolo en dos partes con una sierra y retirando una carnosidad viscosa y blanca que se oxida rápidamente. Después de esto, el totumo se introduce en una olla con agua caliente y se deja cocer a fuego lento para darle resistencia y maleabilidad. Seguidamente se seca y se lija por la parte externa para eliminar protuberancias y garantizar su lisura, repitiendo el proceso en la parte interna del fruto. La corteza de la fruta del totumo puede tallarse, labrarse, quemarse, pintarse o calarse. Es un material muy dúctil, por lo que el artesano que lo trabaja tiene múltiples posibilidades creativas. Según la técnica o el diseño perseguido se utilizan diferentes herramientas, como buriles, caladeras o clavos de acero. Para oscurecer o darle un tono intenso a la superficie se emplea un soplete, lo que requiere una gran destreza pero que acaba enriqueciendo los patrones de diseño. Dependiendo del modelo, el artesano puede grabar elementos de la fauna o la flora, así como los referentes iconográficos indígenas de la zona. El labrado que los artesanos de Tubará logran en sus creaciones está más cercano, por su finura, al oficio de la orfebrería o la joyería que a la talla de madera, ya que es una incisión o dibujo delicado que se va plasmando a partir de cortes precisos grabados en su superficie pulida. Además del labrado y el quemado utilizan el calado, la pintura con esmaltes y el corte de pequeñas piezas que ensamblan entre sí o incrustan en otros materiales para producir elementos más complejos. Para los artesanos del Atlántico cada totumo guarda la belleza de una obra que se va conociendo a medida que se confecciona. En un principio era común encontrar los totumos transformados en jarrones, joyeros o cubiertos de mesa. Ahora, con nuevos procedimientos, han pasado del tallado tradicional para innovar, de manera exitosa, especialmente con la técnica del quemado-labrado, en la realización de lámparas, cofres, adornos, collares, aretes, máscaras y bolsos, incluyendo accesorios de moda como gorros y faldas. También se practican creativas mezclas al adicionar o acoplar a otras fibras naturales como fique, hilo de algodón o cepa de plátano. Aunque Tubará sustenta su economía fundamentalmente en la agricultura, el turismo es un punto fuerte, no sólo por el atractivo de sus playas sino también por la

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fama que tiene la artesanía del totumo. Cuentan con asociaciones que se ha encargado de proyectar en el Atlántico y más allá de sus fronteras las creaciones artesanales que producen. Los habitantes de Tubará están firmemente conectados con esta tradición que los vincula a su legado histórico, y que día a día rescatan y reafirman a través de la maestría en el oficio.

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xiste en todo el Caribe, y particularmente en el departamento del Atlántico, una importante tradición musical en la que confluyeron las ricas herencias melódicas y rítmicas africanas, españolas e indígenas. Herencias que dieron origen a una gran variedad de aires musicales mestizos que hoy definen una manera tanto lúdica como festiva de vivir la vida. Junto a la gran cantidad de compositores, cantantes e intérpretes de variados instrumentos que existen en la región, es natural que haya surgido el oficio del luthier o lutier, como se conoce a la persona que se dedica a la construcción, reparación o ajuste de instrumentos musicales; especialmente de aquellos que se emplean a la hora de crear y tocar la música que identifica a la Costa Caribe colombiana: la cumbia, la puya, el mapalé, el chandé y el bullerengue, entre otros géneros, cuyas estructuras sonoras se soportan básicamente en la percusión de los tambores. En el municipio de Tubará, territorio de un antiguo poblado precolombino y resguardo indígena durante la Colonia, se ha concentrado un grupo de hábiles artesanos que trabajan diversas materias primas, y entre los que sobresalen aquellos que desde hace años se dedican a la lutería. Ellos enfocan su labor en la confección de flautas de millo, gaitas, pitos, guacharacas de corozo, maracas (construidas con totumo y semillas de capacho) y, sobre todo, tambores, congas y otros instrumentos de percusión. De sus manos aflora el popular «tambor alegre» o «hembra», el tambor «llamador» o «macho» y la «tambora» o «bombo», que con sus dos membranas produce ese sonido profundo y contundente tan propio de nuestra región. Para estas comunidades la fabricación de instrumentos se ha convertido en fuente permanente de sustento y de preservación cultural, sobre todo con la creciente demanda que generan las múltiples y arraigadas festividades populares que se celebran a lo largo del año en las poblaciones de la región, animadas por decenas de grupos folclóricos, bandas, orquestas y conjuntos musicales. La técnica de manufactura de los tambores comprende la talla de la madera, el curtido del cuero, el trenzado de las cuerdas y ensamblaje y, por último, la afinación del tambor. El proceso se inicia con la escogencia de la materia prima, la cual puede darse a partir de un árbol adulto de ceiba colorada, blanca o de carito. Estos árboles son buscados y seleccionados por los propios artesanos en los bosques del territorio atlanticense, donde todavía prosperan dichas especies. Como es recurrente en la creencia popular, el corte de la madera debe realizarse después del quinto día de luna, ojalá en la fase de la luna llena, ya que según se dice, es la época en la que el satélite ejerce una energía poderosa sobre la Tierra. Una vez escogido el tronco y cortado en su parte aprovechable, se inmuniza, se secciona con la extensión necesaria para dar cabida a la forma del instrumento y se empieza el

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«covado» o talla, que es la elaboración del «vaso» o la cavidad en el tocón, desde donde resonarán los golpes del tamborero. Esta labor se realiza gracias a una barra de metal con el extremo afilado como un cincel, que permite hacer tajos precisos para horadar el madero; una herramienta que ha sido perfeccionada por los propios artesanos a partir de su experiencia. Posteriormente se trabaja el amarre con cabuyas y con las respectivas cuñas, para luego montar los cueros que han sido previamente desbastados y curados. Los cueros utilizados en la fabricación de los tambores provienen de animales de corral asociados a las labores campesinas, como la cabra y el chivo. La membrana se ajusta con dos aros tensos de bejuco y se limpia con una cuchilla antes de que todo el conjunto pueda ser pulido y lijado. Por último, se procede a afinarlo, fase que se hace de forma intuitiva, al oído, y valiéndose de la gran experiencia que posee el lutier. Es importante para el creador del instrumento prestar atención al sonido que se produce y concentrarse en este, para que así se obtenga el volumen y pureza deseada; el tambor se afina a medida que se golpea con la mano en distintas partes de la pieza mientras se escuchan los sonidos producidos; de acuerdo con lo que se oye, se aprietan o sueltan los amarres y las cuñas, hasta que se logre el timbre apropiado. Este perfeccionamiento se ha alcanzado con el tiempo, en un lento aprendizaje en el que los artesanos han sabido escuchar los requerimientos de los músicos de la región en cuanto a la mejoría del sonido, mientras ellos refinan los acabados y cumplen con la óptima selección de la materia prima. El trabajo artesanal de la fabricación de tambores es un proceso de retroalimentación entre el artesano y el músico, pues aunque la construcción del instrumento está directamente en manos del lutier, el músico aporta conocimientos musicales y apoya en todo lo que tiene que ver con la creación de acordes y afinación de los instrumentos. El oficio tradicional de la lutería continúa siendo un importante medio de preservación de los valores y de las actividades productivas de los habitantes del departamento y, especialmente, del municipio de Tubará, que ha cobrado prestigio en este quehacer. La labor de estos artesanos no sólo es un soporte clave para la creación, salvaguardia y difusión del rico patrimonio cultural y musical en esta zona del Caribe, sino que se constituye en un medio maravilloso para que las costumbres musicales se mantengan con vitalidad y sean fuente de subsistencia para las familias que las practican. La confección de un instrumento musical no sólo refleja la destreza artística de quienes lo elaboran, sino que rescata y preserva, a través de un objeto que se convertirá en ritmo y sonido, las tradiciones melódicas que desde tiempos inmemoriales han sido un medio de comunicación, expresión y resistencia entre los grupos sociales que habitan esta región.

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l oficio tradicional de la talla de máscaras y animales en madera en el municipio de Galapa tiene como origen principal el Carnaval de Barranquilla. Esta festividad, que fue declarada por la Unesco Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, reúne expresiones en las que se manifiesta la alegría, el jolgorio, la música y la danza, en una fiesta colectiva que porta una historia de más de dos siglos y que involucra la participación masiva de los habitantes del departamento, en especial de las poblaciones de la zona ribereña del Magdalena. Los disfraces y las máscaras son elementos distintivos de su parafernalia, utilizada y enriquecida por miles de participantes de esta celebración en la que las comparsas, con sus coreografías y vestuarios, constituyen una expresión central del carácter de la festividad. Algunas, como las danzas de congos, casi tan antiguas como el carnaval mismo, vienen acompañadas con una especie de cortejo de danzantes disfrazados de animales (chivo, burro, toro, tigre, gorila, perro, mico, entre otros) que llevan máscaras elaboradas específicamente para el grupo. Estas danzas tienen su origen en los antiguos cabildos de negros de Cartagena —«refugios de africanía»— donde esta población daba rienda suelta a la manifestación de sus expresiones culturales, que, aunque reprimidas por las autoridades la mayor parte del año, les eran permitidas en conmemoraciones especiales como la fiesta patronal de la virgen de La Candelaria y el Carnaval. De allí, a finales del siglo xix, estas manifestaciones fueron incorporadas al carnaval barranquillero. En la comparsa del Congo Grande o en otras como la del Torito Ribeño la cuadrilla de animales viene liderada por el toro o «torito», lo que hace que el trabajo que se aplica a la elaboración de esa máscara sea probablemente el más esmerado. Se agregan personajes como la muerte y el diablo, con sus respectivas caretas, lo que muestra el carácter sincrético de estas representaciones al fundirse con elementos de la religión católica. A lo largo de la historia han existido verdaderos maestros mascareros, cuyos trabajos se preservan como obras artísticas en sí mismas, llegando a hacer parte de colecciones de museos especializados. En un principio los mismos integrantes del grupo las confeccionaban, pero la abundancia de comparsas y la necesidad de crearlas masivamente y con mejores técnicas, hizo que algunos grupos de artesanos se especializaran en el oficio. En los municipios de Galapa, Soledad y Malambo, y en barrios de Barranquilla como Rebolo, el Barrio Abajo o San Roque, desde hace varias décadas se organizan talleres de los cuales surgen diestros artesanos que llevan la talla de máscaras y de animales de madera a un nivel superior, reconocidos y apreciados en diversos eventos, creando un estilo propio que permite acercarse al lugar de origen y a la mano del artesano que las elaboró. En Galapa, donde existen decenas de talleres

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artesanales organizados, se lleva a cabo un interesante proceso de producción de máscaras para el carnaval, así como de otros objetos tallados en madera que representan con destreza la avifauna de la zona. La madera preferida por los artesanos para las labores del tallado es casi siempre la ceiba roja (Bombacopsis quinata), que tiene la propiedad de absorber mejor la pintura y es más liviana que el roble o el cedro, lo que permite a los bailarines llevarla durante mucho tiempo sin que resulte agotador. La ceiba, que hasta hace unos años podía conseguirse con relativa facilidad en las cercanías de Galapa, cada vez es más difícil de obtener por la urbanización acelerada y la ampliación de los terrenos para ganadería. Sin embargo, existe mucha conciencia en la población artesanal sobre la importancia de la especie como fuente para su propio sustento, lo que los ha llevado a ser muy cuidadosos en lo que a la tala del árbol se refiere, creando viveros para su crianza y un plan de resiembra y reforestación, percatándose, además, de la lentitud con la que llega a la madurez. Como es usual entre quienes trabajan artesanalmente la madera y las fibras vegetales, la primera se corta en la fase de luna menguante, con la convicción de que de esta forma quedará inmunizada de plagas que puedan afectar su calidad en el futuro. Esto propicia también una buena disposición en el tallado, lijado, pulimiento y pintura a que son sometidos los artefactos. Con cincel, gubia y buril los artesanos modelan con pericia algunos animales de monte característicos del entorno, así como variadas especies de aves. Las máscaras —el objeto más apetecido y al que probablemente más atención se le pone durante su confección—representan tigres, toros, burros, micos, perros, guacamayas, caimanes y animales africanos como gorilas, cebras o leones. En algunos casos, especialmente a las máscaras de toros, se les ensamblan elementos para dotarlas de mayor impacto y veracidad, como las cornamentas de ganado o dientes y colmillos reales de animales; a otras les construyen mandíbulas articuladas. Es común también el uso de crin de caballo para representar bigotes, rabos y barbas, y la aplicación de cuero natural para simular orejas o lenguas. A todas se les somete a un proceso final de pintura bastante complejo y colorido en el que se usan esmaltes o acrílicos y se alternan capas de colores planos y primarios con trazos geométricos, abstractos y de corte figurativo. A muchas se les da un acabado de pulido brillante y a otras un acabado mate. Como se mencionó antes, una buena cantidad de máscaras va destinada a los grupos folclóricos para sus disfraces, pero otras tienen una finalidad puramente decorativa y de colección. En todos los casos se busca que gracias al cuidadoso proceso de manufactura y a la calidad de materiales empleados, estas permanezcan en el tiempo y puedan ser usadas muchas veces.

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Aunque la apariencia de algunas máscaras, como la de los «toritos», es similar, características particulares en los trazos finales permiten identificar el taller o el estilo de un artesano específico. En general, para comenzar una máscara se siluetea el tema a realizar sobre el corte de la madera y se van tallando en bajorrelieve los rasgos de cada animal hasta logar su expresión. Una vez pulida, y sobre una base de pintura blanca, se da forma a la contextura del rostro, al contorno de los ojos (con ojeras bordeadas de puntos o líneas), a la viveza u opacidad de los colores, a ciertos grafismos, incrustaciones, o al uso de cornamentas reales. Los artesanos del Atlántico han desarrollado y aprendido durante décadas las técnicas del tallado de la madera a través del diálogo de saberes que ha pasado de una generación a otra. Sin embargo hoy, dada la importancia que como actividad productiva ha adquirido en el municipio de Galapa, la enseñanza de este oficio se introduce con éxito en las escuelas. Ya hace parte de los currículos regulares y son varios los estudiantes que lo adoptan como oficio luego de culminar los estudios de bachillerato. Por su parte, varios artesanos han entendido la necesidad de profundizar sus conocimientos, especializándose en escuelas de artes y oficios o en planteles técnicos de ebanistería o carpintería. El tallado de máscaras, un arte que resurge y sobrevive gracias, en gran medida, a la consolidación de los núcleos de artesanos que se han establecido en el departamento y a la fuerte personalidad visual impresa en sus creaciones, mantiene perdurable, con sus técnicas manuales de elaboración y con la propia vivencia de los artesanos en las fiestas del Carnaval, el simbolismo y origen de una importante tradición cultural.

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esde la antigüedad poetas y artistas han usado el contexto marítimo como inspiración para sus obras, debido quizás a esa mezcla entre belleza y añoranza que se mueve a través de lo que el océano sugiere. Se podría decir que los artesanos de esta zona costera del departamento también encuentran en el mar el entusiasmo para crear las obras que les caracterizan, a partir de la madera que navega de orilla a orilla. El departamento del Atlántico se encuentra flanqueado por dos importantes cuerpos de agua; hacia el noreste tiene una extensión aproximada de 90 km sobre el mar Caribe y hacia el este, 105 km sobre el río Magdalena, que se despliega entre las Bocas de Cenizas y el Canal del Dique, en cercanías de Suan. Esta arteria fluvial, que atraviesa el país de sur a norte, enlaza más de diez departamentos y su cuenca abarca prácticamente la cuarta parte del territorio nacional. El torrentoso caudal del río, que se acrecienta por los tajamares de su desembocadura, acarrea consigo una abundancia de materia vegetal, arrastrada desde alejados territorios del país, que termina encallada en las playas del departamento. Esta circunstancia hace posible que a lo largo de todo el litoral, a veces en extensiones de varios kilómetros, se deposite una gran cantidad de troncos de árboles, muchas veces con sus ramas y raíces. También traen las corrientes otro tipo de vegetación que se encuentra en las márgenes del río y que llega como resultado de la erosión o la tala indiscriminada. Desde hace relativamente poco tiempo, un grupo de artesanos ha venido descubriendo en estos materiales una posibilidad real de reciclaje y de arte, y así, lo que es considerado por otras personas como desperdicios o sedimentos que afean el paisaje de la playa, para los artesanos se ha convertido en una posibilidad de trabajo creativo. En varios puntos de la línea costera, y principalmente en las cercanías a Puerto Colombia, o en el sitio de Solinilla, las personas convergen para recolectar el tipo de madera apropiada para la labor del moldeo de artesanías. Esta madera, denominada con cierta connotación poética como «madera náufraga» o «madera ahogada», tiene la particularidad de que no ofrece garantías al artesano durante el proceso de tallado, debido a que ha sido sometida a la intemperie y a la corrosiva humedad de las corrientes acuáticas. A primera vista se desconoce qué veta o qué color pueda aparecer durante el trabajo con la madera náufraga, pues el tono que tiene cuando se halla en la arena es grisoso y opaco, muy diferente al que toma a medida que se trabaja. Así mismo, las texturas de este tipo de madera son difíciles de calibrar, por lo que este trabajo supone para el artesano un enorme desafío que sortea día a día. Sin embargo, el ojo y el tacto afinado por años de práctica permiten hacer un primer filtro, donde se prueba

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la porción de madera preseleccionada haciéndole palanca, forzándola o golpeando un tronco contra otro para comprobar si se deshace o si tiene consistencia; si pasa esta primera prueba significa que puede ser útil e indica que aunque lleve muchos días –quizás meses– de recorrido en el mar o en la playa, ha tolerado la humedad y lo seguirá haciendo fuera de estas. Las maderas moldeables deben ser blandas y no presentar rajaduras, pero si las tuviesen, existe la posibilidad de curarlas y repararlas; la experiencia también permite, en algunos casos, saber de qué tipo de árbol proviene un tronco: si es de ceiba, guarumo, guayacán o cedro, y con ello prever un tipo de veta y consistencia. Ya en el taller se da inicio al proceso de secado, el cual consiste en exponer la madera varias horas al sol y a la sombra, alternando de lado y lado, para que de este modo se obtengan resultados satisfactorios, en un proceso que se prolonga durante tres días. Luego, con herramientas eléctricas, se va despojando al madero de la capa superior, que normalmente está podrida e inservible por el agua. Se continúa entonces con los procesos de tajo y lijado, y se aplica finalmente un sellante natural que permite dar comienzo al corte propiamente dicho, al tallado y al modelado, en donde intervienen todas las posibilidades de la inventiva por parte de los artesanos. Las herramientas utilizadas para estas labores provienen en su mayoría de la ebanistería, como gubias y formones, pulidoras, lijas, serruchos, seguetas o buriles. El trabajo con este tipo de maderas depara gratas sorpresas al final de la creación, pues bajo su indeterminada apariencia surgen franjas con diversas formas y tonalidades: rojas, negras, blancas o amarillas, a partir de las cuales emergen, con la habilidad del tallador, diversos objetos que no se supondría a simple vista que provienen de aquellos despojos abandonados. Gracias al sentido artístico de estas personas un desecho logra convertirse en un bien sustentable, evitando de esta forma el impacto de utilizar materiales no renovables. Como sucede con gran parte de las tradiciones artesanales, el tallado de la madera náufraga es también un aprendizaje que se ejerce desde la niñez por vocación familiar, aunque su desarrollo es relativamente reciente. Sin embargo, algunos artesanos son egresados de talleres de carpintería o de escuelas técnicas. Con este peculiar fruto del mar la vida costera se enriquece, pues gracias a estas maderas se construyen también empalizadas, parasoles o tenderetes en la playa, muebles y bases de lámparas. Algunos logran artefactos únicos bajo pedido como lámparas especiales con características escultóricas, aunque lo usual es que se produzcan piezas que pueden replicarse y producirse en conjunto. Entre la gran variedad de objetos decorativos y utilitarios salidos de las manos de estos artífices están los portavasos, las tablas para cortar el pan y los artículos de mesa, así como marcos y otros adornos. Se destacan entre ellos los delicados pájaros que coronan servilleteros o tapas de cestas, que por su hermosa confección y exquisito acabado

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se han convertido en el emblema de este tipo de artesanía en madera. Estas aves de fina apariencia nacen de un bloque que va cortándose por secciones hasta llegar a una pulgada de grueso con pocos centímetros de ancho, en donde se aplica la silueta que se va a transformar y que, con delicadeza, va tallándose hasta formar el pequeño cuerpo con increíble detalle y expresión. Finalmente, las plumas de las alas son elaboradas como hojuelas o paletas delgadas de madera que luego se ensamblan en el cuerpo del ave.

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n la frontera que separa a los departamentos del Atlántico y Bolívar se encuentra enclavada una pequeña vereda llamada Los Límites perteneciente al municipio de Luruaco, donde existió uno de los muchos asentamientos indígenas que encontraron los españoles a su llegada, pero que en cien años se convertiría en un «sitio de libres» habitado principalmente por mestizos y mulatos. Algunas décadas más tarde a esta zona del departamento se incorporaron también afrodescendientes cimarrones escapados de las haciendas esclavistas de la zona del Canal del Dique y Cartagena, y congregados en rochelas, conformando una mezcla étnica y cultural que constituye la base de los actuales habitantes del sur del departamento, donde se evidencian costumbres y una tradición musical muy característica. Los Límites está ubicada, además, cerca de un bosque seco tropical en el que habita un pequeño simio que se ha convertido en algo muy importante para la comunidad: el mono tití cabeciblanco (Saginus oedipus). Esta especie endémica del norte de Colombia se encuentra amenazada por el manejo inadecuado del territorio por parte de la agroindustria, por las prácticas de deforestación y por la cacería furtiva para convertirlo en mascota. Sin embargo, el plan de conservación a favor de este frágil primate –pesa menos de medio kilo– que ha emprendido la población, hace que actualmente ella sea sede de un interesante proyecto ambiental y de desarrollo artesanal que ha llamado la atención de entidades especializadas tanto nacionales como extranjeras. Ante las dificultades para obtener empleo en esta zona, una comunidad de artesanas tomó la decisión de organizarse para desarrollar un programa productivo aprovechando alguno de los oficios tradicionales que conocían o que quisieran aprender, y que pudiera ayudarles a incrementar sus ingresos, antes adquiridos sólo esporádicamente o en el pesado trabajo doméstico en Barranquilla o Cartagena. De esta manera, en 2004 se organizó una asociación de artesanas que, con el apoyo de una entidad ambientalista que opera en la localidad, vio la oportunidad de formarse o perfeccionar el oficio de costura y muñequería como nueva fuente de ingreso, y aprovechar el referente del tití cabeciblanco para crear un «peluche» que lo representara y que fuera, al mismo tiempo, emblema del proyecto ecológico y de la localidad. Al mismo tiempo surgió la necesidad urgente de realizar labores de limpieza de basura cerca del bosque donde habita el tití, y así nació la idea de aprender la tejeduría utilizando los desechos plásticos recogidos y, con ello, la posibilidad de crear otros productos que incrementaran los recursos del grupo de mujeres. De esta manera se impulsaron jornadas de recolección casa por casa (contando también con los niños) del material desechado, incluyendo las veredas y corregimientos vecinos, para luego procesarlo como una segunda materia prima. Aunque la asociación tiene una sede que sirve como taller de capacitación y diseño, cada artesana

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trabaja las bolsas reutilizables en su casa: las clasifican, lavan, desinfectan, cortan y almacenan para ser recicladas, de acuerdo con los colores elegidos. Les suprimen las agarraderas y el fondo y las cortan con tijeras para convertirlas en tiras o hilos que forman espirales de medio, uno o dos centímetros de ancho, según el calibre del plástico. Una vez obtenidos los rollos o madejas, se teje con el punto cadeneta de la técnica croché, según la forma del producto que se quiere crear. Al final, con punto liso, se hace el remate y se adicionan las asas, también tejidas, para el caso de las mochilas. Es la llamada «eco-mochila» el producto insignia de la asociación, aunque también han tenido mucha aceptación con canastos, cojines, sombreros, manillas, bolsos y carteras para distintos usos y, desde luego, con el peluche del tití que ayuda a concientizar sobre su protección. Cada colorida eco-mochila está hecha con alrededor de cien o ciento veinte bolsas de plástico y en cada una se emplean varias jornadas completas de elaboración manual, aunque una grande, tipo playera, puede consumir hasta el triple de trabajo. El proyecto ha permitido reciclar más de tres millones de bolsas que de otro modo estarían contaminando una zona que carece de programas de recolección de deshechos. Actualmente trabajan en la asociación unas treinta y cinco artesanas para atender pedidos de Barranquilla, Cali y Medellín, principalmente de reconocidas diseñadoras de alta costura que incluyen las mochilas y accesorios en sus colecciones. También tienen clientes en Estados Unidos, asisten a ferias nacionales e internacionales y han recibido asesoría técnica empresarial y de diseño de distintas organizaciones. Con su labor artesanal de reciclaje estas mujeres han fortalecido no sólo el programa ecológico de Los Límites, sino que se han convertido en líderes de procesos sostenibles de su comunidad y de distintos proyectos a nivel nacional e internacional, como su alianza con organizaciones interesadas en replicar la experiencia en países como Costa Rica, Nicaragua y Panamá. Pero, al tiempo, han logrado mejorar su nivel de vida e incrementar sus ingresos. Se han capacitado en distintas áreas de asociatividad y en administración de procesos sostenibles que dinamizan el entorno saludable de sus viviendas y de la zona. También implementan en su quehacer cotidiano otras prácticas de contenido ambiental como la sustitución de la leña para cocinar por el uso de fogones ecológicos tipo binde, y han incursionado en la elaboración de postes plásticos para cercar, lo que evita la tala de árboles jóvenes. La alternativa de tener un oficio viable, como el que han venido construyendo, contribuye adicionalmente a evitar el éxodo de las mujeres a los centros urbanos en búsqueda de empleo, lo que les ha permitido no solo mantenerse cerca de sus familias sino cambiar la concepción de la mujer y su decisivo papel en la comunidad, así como el avance de su independencia económica.

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~ el color del zuncho ~

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as artesanas de Los Límites, San Juan de Tocagua y otros sitios del Atlántico, así como artesanos de Barranquilla, se han dedicado desde hace un tiempo relativamente corto, y disponiendo de sus propias viviendas como taller, a elaborar diversos artefactos con un material de origen industrial producido para otros fines, pero que al reciclarlo se transforma en objetos de gran utilidad y belleza. Se trata del zuncho, que es una cinta plástica de polipropileno que inicialmente ha sido diseñada para amarrar bultos, cajas y en general para el embalaje de mercancías, que a su vez reemplazó al zuncho metálico que se utilizó por décadas, pero que acarreaba algunos inconvenientes y peligros en su manipulación. Los nuevos zunchos fabricados en el país o importados vienen en una gama muy amplia de colores, y su resistencia y flexibilidad fueron rápidamente consideradas por quienes vieron en ellos la posibilidad de convertirlos en cestos y canastos para mercar, talegas, bolsos para la playa, canastillas para pícnic, cajas decorativas, baúles y hasta individuales para presentar la mesa. También se han utilizado como tejido sobre soportes de madera y muebles auxiliares muy comunes en el mercado y en el barrio San Roque de Barranquilla. En cualquiera de sus presentaciones lo más llamativo es el uso del color, al que se le dan combinaciones originales, así como los trenzados diversos y remates como el bordado de las asas o adiciones en otros materiales, que se incorporan para individualizarlos y destacarlos. Por el trabajo y patrón de color que se le da a cada pieza esta acaba resultando única y personal. Las antiguas prácticas del oficio del tejido se han trasladado a este nuevo material que, aunque no proviene de fibras naturales o directamente de la tierra, permite urdimbres y tramas muy similares a las que se usan para tejer el junco, el mimbre o la palma. Los contenedores multicolores construidos con estas cintas de plástico han tenido un origen netamente popular al surgir y encontrarse en las plazas de mercado del departamento y el país, y servirles eficientemente a las amas de casa y parroquianos para el transporte de víveres y de las compras cotidianas. Por la vistosidad de su policromía, la resistencia al uso y acabados cada vez mejor logrados son hoy una tendencia decorativa que la moda ha incorporado en sus estilos y presentaciones, sobre todo por el concepto de reciclaje que implica la reutilización de esta materia prima.

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~ tejido plรกstico sobre estructuras metรกlicas ~ las sillas coloridas

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n varios sitios del departamento del Atlántico como San Juan de Tocagua, Juan de Acosta, Piojó, Tubará y en la propia capital, Barranquilla, un grupo amplio de herreros y tejedores, especialmente mujeres, ha venido produciendo, desde hace varias décadas, sillas de estructura metálica tejidas con cuerdas plásticas de colores vivos, además de otros muebles que tienen un marcado sello caribe que representa una tradición de fabricación mobiliaria muy arraigada en la zona. Antiguas mecedoras o sillas, algunas tan emblemáticas como las «maripalitos» de madera, con la inclinación perfecta del respaldar, o las mecedoras momposinas, producidas en talleres de barrio bien reconocidos, han servido por décadas al esparcimiento y a conservar esa costumbre, establecida en toda la Costa Caribe, de salir a las terrazas de las casas para «tomar el fresco» de la tarde o para compartir con vecinos y transeúntes los comentarios del día, como una manera de socializar y expresar el temperamento espontáneo y confiado de los habitantes de la región. El tejido y la urdimbre de sus cuerdas radiadas permiten una trama aireada que ha resultado ideal para contrarrestar los rigores del clima caluroso. Sus líneas de diseño, simples y limpias, se encuentran asociadas también con la comodidad que genera su uso, y por todo ello se han generalizado. Hoy se las encuentra tanto en casas como en establecimientos públicos de toda el área, constituyéndose en un aditamento doméstico típico, valorado por su diseño y confort. Existe, además, un referente latinoamericano en la llamada silla «Acapulco», por haberse originado en ese balneario mexicano en los años 50 del siglo pasado, cuando celebridades del mundo de la política y el espectáculo, que visitaban asiduamente el lugar, se fijaron en este tipo de muebles que hacía parte de la dotación de algunos hoteles. Construidas por artesanos locales, con su diseño desenfadado y colorido, fueron elogiadas y puestas de moda. Debido a este antecedente tienen hoy un aura de objeto vintage y son tendencia en toda la región, siendo apetecidas por establecimientos comerciales como restaurantes, hoteles o tiendas de diseño. De igual forma adornan patios y balcones de viviendas de diferentes niveles socioeconómicos. Muchos de los artesanos en estos municipios o corregimientos, que comenzaron tejiendo con fibras naturales como la enea, el junco, el fique o la lana, ahora han dado el salto para tejer con cuerdas de colores de pvc o vinilo sobre estructuras de varillas de hierro, reinterpretando la tradición ancestral. La base metálica de las sillas es unida por cordeles que se entrecruzan para formar diseños geométricos con colores vibrantes, los cuales se complementan o contrastan. Usan diversos esquemas de tejido como el rombo, el medio rombo, la espiga, la cruceta, diagonales y otros. Por su parte, las estructura tienen forma de diamante, ovalada, hexagonal, redonda o cuadrada, e incluyen no sólo sillas sino también mecedoras, tumbonas, poteras y muebles para niños. Con estos materiales las tejedoras también elaboran objetos de uso doméstico como lámparas, mesas o

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tapetes. Las estructuras de varilla metálica, ensambladas y soldadas por herreros, son recubiertas con poliuretano o pintura electrostática para volverlas resistentes a la intemperie. Los herreros que trabajan en las bases de las sillas han establecido una alianza estrecha con tejedoras expertas para proporcionarles las estructuras, aunque algunos han empezado a tejerlas ellos mismos o con el personal de su propio taller. El oficio de la herrería tiene una larga tradición en el departamento, pues hay documentos que reseñan la actividad desde hace más de doscientos años. Junto con la producción de los armazones los herreros procesan también elementos utilitarios o decorativos como jaulas para pájaros, mobiliarios caseros, poteras y objetos domésticos de distinta índole como recipientes para colocar macetas, lámparas, manijas de puertas o siluetas decorativas hechas a pedido. Sin embargo, la hechura de rejas metálicas constituyó, durante mucho tiempo, con los avatares de los cambios de moda o estilo en su diseño, la pieza a la que han dedicado mayor esfuerzo y la que permitió desarrollar y perfeccionar el oficio de moldear, con la acción abrasiva del fuego y con los clásicos instrumentos de la forja: la fragua, el yunque, tenazas y martillos, productos muy elaborados y útiles, previamente delineados. El taller del herrero sigue siendo el espacio de apredizaje donde se transmiten, entre maestros y aprendices, los saberes asociados a este antiquísmo y universal quehacer de cortar y moldear el hierro, aunque ahora en colegios o escuelas técnicas se entrene a forjadores y soldadores. Son más de trescientas las artesanas que hoy se dedican al tejido de muebles con fibra de plástico en las poblaciones del departamento. Se han unido en un proyecto comunitario que ha contado con apoyo gubernamental, permitiéndoles recibir capacitación especializada en el oficio, tanto en diseño como en gestión empresarial y comercialización. Sus productos, a través de diferentes canales, son presentados en ferias artesanales en Colombia y el exterior. La implantación de este programa ha significado un cambio favorable en los niveles de vida de las artesanas. El aprendizaje de tejer (muchas se involucran por vez primera en este oficio gracias a este programa) y de comprometerse en nacientes actividades remuneradoras ha permitido no sólo que sus hogares cuenten con nuevos y cómodos enseres, así como con ingresos adicionales, sino que la agrupación misma se constituye en una red productiva y social que genera ocupación con materiales reciclados o con el manejo adecuado y consciente de recursos naturales. Además, el desarrollo de las nuevas técnicas aprendidas en la tejeduría y de su gestión económica ha significado un verdadero empoderamiento para ellas y sus familias.

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herrereĂ­a ~ sillas

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os árboles de roble amarillo y morado se mecen con la fuerza del viento que proviene del río; verlos florecer en su temporada es un espectáculo para la ciudad, pues combinan artísticamente con las grandes casas ubicadas en el emblemático barrio El Prado de Barranquilla. Este barrio –junto con sectores de Alto Prado y Bellavista, declarados patrimonio y sujetos a un plan especial de manejo y protección– encierra variedad de estilos y movimientos arquitectónicos de la primera mitad del siglo xx. Se conoce en el país como la urbanización pionera en planificación, con un ambicioso y esmerado diseño del espacio público en el que sobresalen el trazado de calles amplias, bulevares, arborización y grandes casas con antejardines, patios y generosas áreas circundantes. Visitar hoy alguna de las casas que han sobrevivido es acercarse a la contemplación de la época que marcaba la idea de progreso de la ciudad, cuyo protagonismo ya era notorio en el país por la actividad de su puerto, el comercio, la industria y la proyección urbana que poseía desde finales del siglo xix e inicios del xx. Además de ser llamativa la concepción social y urbanística con que fue construido el barrio El Prado, se destacan algunos detalles que desde el momento de su creación le dieron un aire de innovación. Los pisos, por ejemplo, resaltan como una de las referencias más vistosas. Estas superficies que demarcan pórticos, terrazas y espacios interiores, diseñadas con baldosas ajedrezadas o coloridas, surgían como signo de las aspiraciones de refinamiento y comodidad con que constructores y propietarios buscaban mostrar la pujanza que definía a la ciudad durante esos años de creciente desarrollo. Estas policromadas baldosas, elaboradas en cemento, comenzaron a hacer presencia en iglesias, edificios públicos y casas particulares de Barranquilla desde el comienzo mismo de su transformación urbana. Inicialmente fueron importadas: por Puerto Colombia llegaban provenientes de Europa, pero ya en una época tan temprana como 1917 empezaron a ser producidas y comercializadas en talleres y factorías locales. Las baldosas de cemento hidráulico, como se les llama por la importancia que tiene el agua en su fabricación, son producto de una técnica desarrollada en la segunda mitad del siglo xix en Francia, pero rápidamente difundida en otros países europeos como España y su zona mediterránea. Ganaron popularidad debido a la infinidad de modelos y variados colores con que pueden estamparse, y así mismo, por la dureza y resistencia ante el uso continuo y el tráfico intenso que pueden soportar. Los motivos pictóricos que las acompañaron desde el inicio están asociados con el modernismo, movimiento artístico predominante en un periodo caracterizado por la libertad de formas, la inclusión de elementos florales, las líneas sinuosas y espontáneas que también se relacionan con el art nouveau y la estética orgánica de finales del siglo xix.

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Sin embargo, el material importado pronto asumió distintivos gráficos locales y se sumó al lenguaje visual y arquitectónico del momento en la ciudad. Estudios recientes han podido determinar la gran variedad e imaginación con que fueron aplicados a las necesidades de los residentes en estas casas barranquilleras. Se ha hecho el inventario de un gran número de tipologías y patrones de diseño, con las más variadas influencias e inspiraciones que hacían juego con los modelos arquitectónicos neoclásicos y modernos que se estaban implantando en la ciudad. Predomina una aplicación ecléctica con influencias e inspiración del arte griego, románico-bizantino, islámico y de corrientes artísticas novedosas para la época como el art déco y la nueva abstracción. Todo un catálogo de representaciones que se refleja en formas geométricas, lineales, pero también de trazo libre inspirados en las siluetas vegetales y en la luminosidad propia del Caribe, que le otorga expresión y vivacidad. En los pisos, las baldosas (usualmente de 20 x 20 cm) configuran por lo común una red cuadrada, en ángulo de 90o, cercada por una cenefa o cinta con motivos complementarios, y con una gama de entre dos y siete colores con atrevidos contrastes y mezclas. Las baldosas están compuestas de tres partes: una capa superficial de desgaste, que es la capa visible, y en donde se mezcla el cemento con los pigmentos que definen el diseño y color; una capa de absorción que asimila el agua del revestimiento de colores y una última capa de mortero, que brinda el soporte estructural y es la base de adherencia contra el piso. Para su fabricación el soporte de cemento sobre el cual se regarán los tintes se enmarca dentro de una horma cuadrada de metal. En primer lugar, se cubre el área con aditivos químicos para así evitar que el mosaico se adhiera a la superficie; se encuadra en el molde de manera precisa, evitando que cuando se viertan los colores puedan desbordarse fuera. Para aplicar el motivo o figura se emplea un molde tridimensional de metal fundido, el cual se confecciona a partir de un modelo dibujado. La trepa o matriz queda configurada por compartimientos en los cuales se vierten los pigmentos, color por color, según el patrón de diseño. Una vez regados los tintes se retira la matriz de metal y se procede a verter con cuidado una capa secante compuesta de cemento blanco y arena, lo que evita que las tintas puedan correrse y al mismo tiempo ayuda a que se mantenga la forma. Seguidamente una última capa de mortero un poco húmeda facilita la adherencia de las pinturas; esta capa se empareja para luego tapar la horma e ingresarla a una prensa hidráulica que, bajo una fuerte presión, remata el proceso de fijado. Más adelante se extrae la baldosa y se apila en una estantería con compartimientos para el secado. Luego, las baldosas son sumergidas por varias horas en una piscina con agua, pues de esta forma se fragua el cemento. Por último, se pasan a una línea de secado donde permanecen expuestas por varios días. Como se ve, este tipo de baldosas no requieren cocción,

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sino que consolidan su estructura y grafismo por presión, como si de un arte tipográfico se tratara. El proceso de fabricación de las baldosas hidráulicas ha variado muy poco desde sus orígenes. Es una técnica típicamente artesanal en la que se produce una baldosa a la vez, con una intensiva aplicación de la destreza manual de operarios y dibujantes. En el Atlántico, como se mencionó, se elaboran desde hace más de cien años (incluso se les conoce popularmente como baldosas «pompeya», en alusión al nombre de la fábrica pionera en su producción) y hay hoy varios talleres dedicados a su confección en Barranquilla y sus alrededores. Después de algunas décadas en las que su uso se vio muy restringido, existe ahora un auténtico entusiasmo por el resurgir de la técnica y de nuevos modelos, y por las posibilidades que le ofrece a diseñadores, arquitectos y decoradores. La aplicación de estos pisos en la actualidad es cada vez más recurrente en las viviendas, y sobre todo en edificaciones comerciales como restaurantes, tiendas, cafés y hasta lugares públicos e institucionales, al dotar con un aire «retro» y sofisticado a los espacios. Las características de sostenibilidad y exclusividad que ofrece su producción en pequeñas cantidades y a gusto del interesado, también la convierte en favorita de los clientes. Pero lo que se resalta ahora con más ahínco es que el diseño y producción de este tipo de baldosas constituyen un antiguo oficio de esmerados artesanos, que está íntimamente ligado a la historia, configuración urbana y patrimonio cultural de la ciudad.

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identificación de oficios principales en el departamento del atlántico* n

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Puerto Colombia

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Juan de Acosta Baranoa

Polonuevo Piojó

Sabanagrande

Santo Tomás

Usiacurí

Palmar de Varela

Luruaco

Sabanalarga Ponedera

Repelón Candelaria Manatí

Santa Lucía

Campo de la Cruz

Suan

* Adaptación para esta edición del documento «Mapa artesanal 2019. Identificación de oficios artesanales en el departamento del Atlántico». Artesanías de Colombia – Gobernación del Atlántico. Se exceptúan los oficios de la capital, Barranquilla.

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Trabajo en madera Técnicas: tallado, torneado, pintura tradicional, acabado rústico, madera náufraga. Galapa · Puerto Colombia · Polonuevo · Piojó · Suan · Soledad · Sabanalarga Repelón (pintura) · Campo de la Cruz · Candelaria Trabajo en totumo Técnicas: burilado, calado, quemado, tinturado, frito. Tubará · Luruaco · Suan · Santa Lucía · Malambo · Puerto Colombia · Polonuevo Juan de Acosta · Baranoa · Sabanalarga · Sabanagrande · Santo Tomás · Soledad Campo de la Cruz · Candelaria Cestería en fibras naturales Técnicas: bejuco de uñita, amarrada en enea, cepa de plátano, junco. Galapa (Paluato) · Luruaco · Tubará · Piojó (Aguas Vivas) · Sabanalarga · Candelaria Tejeduría en fibras naturales Técnicas: estera en enea y cepa de plátano, ganchillo en fique, puntadas tradicionales en iraca, macramé, macramé en majagua, sombreros en palma amarga. Piojó (Aguas Vivas) · Usiacurí · Luruaco · Suan · Malambo · Sabanalarga Tejeduría con hilo de algodón Juan de Acosta · Malambo · Repelón · Sabanagrande · Santo Tomás · Palmar de Valera Soledad · Manatí · Campo de la Cruz Tejeduría con materiales sintéticos y reciclados Luruaco · Juan de Acosta · Palmar de Varela · Soledad · Manatí Moldeado en papel maché Técnicas: esculpido, matriz de moldeo. Galapa · Santa Lucía · Candelaria · Soledad Lutería Construcción de instrumentos musicales en madera, totumo, arcilla. Tubará · Soledad Alfarería Ponedera · Puerto Colombia

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El patrimonio lo constituye su dominio, las huellas de sus manos, su caja de herramientas y las reminiscencias atĂĄvicas. Son ellos los Ăşltimos testigos directos de las costumbres del sitio, de las particularidades del territorio y de su entorno, de la arquitectura del bahareque y de los modos propios del saber hacer. Esta memoria de los oficios se convierte en una travesĂ­a por municipios y corregimientos que conservan sus prĂĄcticas artesanales y permite nuevas miradas sobre una labor creativa que logra satisfacer necesidades y buscar el sustento. Se trata de un encuentro con la localidad, con el sentimiento del arraigo y el sabor propios. Una experiencia para celebrar el parentesco y la vecindad.


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