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Literatura y generosidad, Sebastián Antezana
from elANSIA
by Sergio Vega
Literatura y generosidad
Sebastián Antezana 1
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lo bueno es que es verdaderamente alguien accesible. Mientras palea la nieve que en los inviernos se acumula frente a su casa, en un café tras una clase, una noche en algún bar de Ithaca, la pequeña ciudad en que vive, o en una charla informal vía Skype, Edmundo Paz Soldán, quizás el escritor boliviano con mayor presencia en la actualidad, es un tipo accesible.
Muchos son los que se han comunicado con él en plan de lector interesado en su obra, de alumno de la universidad en que enseña preocupado por algún punto particular, de amigo que tiene ganas de tomarse con él un trago o charlar un rato, de colega escritor interesado en una opinión o una crítica, o de aspirante a escritor que busca consejos o alguna guía. Acercarse a Edmundo y pedirle una palabra sobre un tema cualquiera, literario o no, es siempre placentero y amable, por lo que con él yo, como muchos, he tenido varias charlas a lo largo de los años, desde mi sitio de entrevistador periodístico, alumno y amigo.
En una conversación reciente que tuve con él, por ejemplo, en la que le empezaba preguntando por sus inicios en la escritura, me contaba que sus primeros pasos se dieron un poco por casualidad. Mientras estudiaba relaciones internacionales en una universidad de Buenos Aires, y como respuesta al mayor ambiente cultural que en la capital argentina había respecto a Cochabamba, empezó a escribir una serie de cuentos que nacieron como respuestas a diferentes lecturas. “Los cuentos –dice Edmundo– eran poco más que breves reflexiones críticas de algunas lecturas que por entonces tenía. Digamos que, si leía Lolita, de Nabokov, después escribía un cuento que se llamaba ‘Dolores’ en el que había también un personaje parecido a Lolita y en el que trataba de darle un giro personal a lo que acababa de leer. Ese fue el inicio”.
Después de ese inicio, vino un primer intento de sistematización. Durante esa misma charla que hace unos meses tuve con él, o en medio de una parrillada en casa de un amigo común en la corta primavera del Upstate New York, o al finalizar uno de los talleres que organiza en su casa para un pequeño grupo de
1 Escritor y crítico literario.
Página 146: Junto a su pareja, la escritora Liliana Colanzi, en un parque de Ithaca.
amigos escritores, Edmundo me dice: “Esos primeros años simplemente escribía, hasta que un día llegué a tener un buen número de textos y ellos formaron un manuscrito que me decidí a mandar a la editorial Los amigos del libro, en Cochabamba. Entonces el manuscrito se llamaba Cristales en la noche y don Werner Guttentag, que lo recibió, después de revisarlo me dijo que le faltaba un poco, que lo corrigiera, que siguiera intentando y que habláramos en un año”.
Pausado, calmo, risueño, Edmundo, que nació en Cochabamba en 1967, me cuenta esto sin el menor dejo de lástima o culpa, como si el temprano fracaso –ante las tempranas ganas de publicar– fuera el gesto resultante natural. Y luego sigue: “Yo volví a leer el manuscrito, me di cuenta de que don Werner tenía razón y me decidí a eliminar gran parte de los textos, darle buena forma al resto y utilizarlos como base de un libro más serio. Finalmente, el 89, volví a mandarle el manuscrito y esta vez me lo aceptó, pero me dijo que yo tenía que conseguirme la financiación, que él podía publicarlo bajo el sello de Los amigos del libro pero que yo debía pagar la publicación. De modo que tuve que prestarme dinero de mi madre para sacar la primera edición del libro, que terminó llamándose Las máscaras de la nada (1990) y que tardó cuatro o cinco años en venderse”.
Las máscaras de la nada fue, justamente, uno de los primeros libros que leí de Edmundo, allá por un, para mí, lejano 1996 o 1997. Quizás debería aclarar en este punto que no he leído todos los libros de Edmundo (más de quince o dieciséis, creo; esa es todavía una tarea pendiente), pero sí recuerdo con fijeza los tres primeros libros de cuentos, otra vez Las máscaras de la nada, Desapariciones y Dochera y otros cuentos, y luego de un salto temporal más o menos largo Amores imperfectos. Y, en cuanto a novelas, recuerdo con cariño Río fugitivo y luego la que, creo, es su etapa más madura, de consolidación o, si se quiere, de plenitud, representada por Los vivos y los muertos, Norte, el libro de cuentos Billie Ruth y muy recientemente Iris.
Algo que se sabe pero que no está demás repetir: en conjunto, la obra de Edmundo Paz Soldán constituye uno de los puntos importantes de la narrativa boliviana contemporánea. Por otro lado, independientemente, algunos de sus libros
de cuento y de sus novelas son instancias en torno a las cuales se van formando olas que podrían ser corrientes importantes en nuestro panorama. Edmundo es, sin duda, uno de los escritores más importantes de la actualidad nacional, no sólo por el carácter internacionalista de su obra –hecho que en sí mismo no significaría mucho si no fuera por la poca trascendencia que por lo general tiene nuestra narrativa– sino también por una característica que año tras año, desde la primera aparición de Las máscaras de la nada hasta la reciente de Iris, se ha ido consolidando: su rigurosidad formal, su compromiso literario, su manera particular de construir sentidos.
En esa línea, uno de sus principales intereses –según me cuenta mientras caminamos por los otoñales jardines de la universidad de Cornell, donde Edmundo enseña literatura hace casi dos décadas, o a la salida de uno de los cines de Ithaca– uno de sus principales intereses, a través del cual se revela una especie de horizonte o vocación personal, un deseo antes contenido y ahora liberado sistemáticamente, libro tras libro, tiene que ver con desmontar a través de la ficción el mecanismo del mundo, el mecanismo de la realidad, el mecanismo de todo, puesto que todo es mecanismo, sumas de artificios y estrategias. Es decir que su vocación literaria está ligada a una necesidad de ver por dentro las operaciones que componen lo que conocemos; está ligada a una urgencia por comprendernos o empezar a vislumbrarnos, de no dejar que la vista se le nuble.
Como dice Cioran, el hombre se mide únicamente por su capacidad de desacuerdo, por el grado de lucidez que alcanza. Y la campaña literaria de Edmundo, el diseño conjunto de sus libros de cuento y sus novelas y sus otros libros, su mapa literario, tiene que ver con eso, con el desmontaje de las estrategias que nos hacen, con profundizar su capacidad de desacuerdo, con tratar de alcanzar cada vez un mayor grado de lucidez y, al hacerlo, con transmitir a sus lectores esa vocación de compromiso con el desafío de desmontaje y construcción de la realidad que es, a fin de cuentas, el mismo de toda buena literatura.
Escritor, profesor universitario, conferencista, bloguero, columnista de periódicos, pareja de una escritora, la vida de Edmundo parece girar exclusivamen
En Santiago de Chile, después de una clase dictada a estudiantes de Stanford.
te en torno al núcleo demandante de la literatura y sus múltiples formas. Así, su narrativa parece estar motivada igualmente por la esencia y por el accidente (como en Los vivos y los muertos), por lo intemporal y por lo cotidiano (Río fugitivo), por la mística y la historia (Iris), el sinsentido y los desbalances psicológicos (Norte). El mundo que libro a libro crea es uno constituido por peripecias políticas que se muestran tanto abiertamente (Palacio quemado) como mediante discursos sugeridos (El delirio de Turing), por la fragilidad y madurez de la niñez como por la fragilidad e inmadurez de los adultos (Billie Ruth).
Mientras seguimos hablando sobre su obra mientras tomamos un café o una cerveza, y aunque él no lo menciona, me doy cuenta de que, por lo general, los personajes de Edmundo están entre la adolescencia y la madurez, y que pocas veces llegan a la vejez. La suya parece ser, por ahora, una narrativa consagrada a la experimentación, a la experiencia siempre ardua del crecimiento o a la complejidad de las vidas adultas, pero son raras las ocasiones en que la vejez asoma el rostro entre las páginas. Además, a diferencia de lo que pasa con otros escritores, que eligen estilos o estéticas como si se posicionaran en un campo de batalla, la narrativa de Edmundo tiende tanto al fragmento como al sistema, a la experimentación lingüística como a la llaneza verbal, a la construcción compleja y en algunos casos masiva como a la búsqueda de algo más pequeño, algo quizás místico o inmaterial, un destello o un pixel denso como un sol, capaz de iluminar una casa a oscuras.
No sólo eso. Como varios de los nombres importantes de la literatura latinoamericana, Edmundo –el cochabambino– ha construido una ciudad propia en la que transcurre buena parte de su ficción, Río fugitivo, una especie de trasunto de Cochabamba. A propósito, podría decirse que, muy a grosso modo, su narrativa ha cubierto hasta hoy por lo menos dos etapas, una primera marcada por la nostalgia y los intentos de recuperación de su ciudad natal, o algunos rasgos y momentos de su ciudad natal desde la distancia (Edmundo vive hace más de veinte años en Estados Unidos), una etapa de novelas como Días de papel, Río fugitivo, La materia del deseo e incluso El deliro de Turing, y otra posterior, más abierta hacia
Foto Archivo Edmundo Paz Solán
afuera, desapegada del referente inmediato o, por lo menos, de la nostalgia por un referente como Cochabamba, que resultó en Río fugitivo.
Aunque pese a ello, pese a lo marcado de esta primera etapa, pese a la fuerte impronta de Río fugitivo en la obra de Edmundo, él no es un escritor DE Cochabamba a la manera en que, digamos, Jaime Saenz o Adolfo Cárdenas son escritores DE La Paz. La cochabambinidad de Edmundo, por llamarla de alguna manera, por el momento parece resolverse en el territorio de la memoria, que nunca es el del referente realista puro y que permite, más bien, una apertura narrativa parecida a la que Onetti consigue con Santa María, su ciudad inventada.
Y eso, quizás, porque, gracias a su doble labor de escritor de ficción y profesor de literatura, Edmundo es un tipo acostumbrado a cruzar fronteras, no sólo en sentido metafórico –entre sus dos, digamos, profesiones– sino porque también es una persona bastante cosmopolita. A propósito del tema, y mientras vemos caer la nieve resguardados por la calefacción de un aula de la universidad o mientras almorzamos en el restaurante vietnamita de la ciudad, le hago una pregunta: “Edmundo, ¿cuál es tu idea de frontera?”. Con cierta complicidad y entre cucharadas de pho, no tarda en responder: “Mira, creo que hay organismos, instituciones políticas e incluso discursos académicos que están constantemente preocupados por separar espacios (me acuerdo de que Borges se hacía la burla de ciertos académicos americanos; decía: ‘éste es experto en literatura medieval, pero apenas comienza el renacimiento deja de leer’). Desde algún tipo de
Foto Archivo Edmundo Paz Solán
perspectiva, siempre se ha intentado categorizar, separar, crear fronteras de todo tipo, pero creo que el problema con que se enfrenta este impulso es que dentro de nosotros permanece constante la idea de expansión. Es decir, nosotros mismos vamos transgrediendo constantemente las fronteras que se nos imponen e incluso las que nos imponemos mentalmente. Y eso, claro, porque la misma naturaleza de la frontera es ser transgredida. Entonces, creo que, internamente, es más fácil romper estas fronteras –las conscientes y las subconscientes– que las que imponen las instituciones, los estados”.
Animado por su respuesta, y tratando de mitigar el picante salvaje de esos pimientos diminutos pero hermosamente aterradores del sudeste de Asia, le respondo con otra pregunta: “Y hablando justamente de eso, de ese cruzar fronteras, ¿cómo lo vives tú en lo que respecta a tu doble función de escritor y profesor universitario?”. Él, en un nuevo escenario, un encuentro en una feria del libro o la casa de un amigo común en Bolivia, indica: “Es un poco esquizofrénico. Llegué al mundo académico pensando que me podía ayudar en la escritura y con el tiempo me di cuenta de que la cosa no funcionaba así. La gente de la academia llega a la literatura y la percibe desde otra perspectiva, a veces incluso antagónica. Esto produce una constante esquizofrenia y a veces hay que tomar partido y elegir: o el análisis o la creación, ya que ambas pulsiones son muy poderosas. Personalmente, la academia me ha ayudado sobre todo a organizar mis lecturas (que antes de llegar a ella eran muy anárquicas y desordenadas), a situarlas respecto a la producción contemporánea y anterior, a ver qué hay detrás de ellas, a saber que nadie está inventando nada y que con nuestros libros sólo estamos añadiendo matices al edificio ya levantado de la literatura. La academia es una instancia muy estimulante pero, por su vocación fuertemente analítica, puede llegar a enfrentarse a la creación, a sospechar de ella e incluso a desactivarla”.
Pero frente al monstruo académico pueden siempre levantarse otros monstruos a darle pelea. Así, aquí valdría la pena mencionar algo que parece un irse por las ramas pero que no lo es tanto. Edmundo es, además de lo ya dicho, una persona generosa. Hace ya varios años que se ha constituido en una especie de
Con Rodolfo Fogwill, en el congreso Eñe en Montevideo.
núcleo generador de escrituras y que viene dando a conocer mucho de la producción narrativa nacional dentro y fuera de Bolivia, quizás con especial énfasis en las generaciones posteriores a la suya, y lo hace siempre de forma esforzada, crítica y abierta. Este gesto, que repite tanto con escritores jóvenes bolivianos como con escritores jóvenes de otros países, muestra, además de la mencionada generosidad, un particular afecto por indagar en las literaturas de varias latitudes y generaciones, y es parte de una actitud mayor que es una de las principales características de Edmundo.
Cuando se observa con atención esta vocación suya, al parecer siempre despierta, se la descubre capaz de centrarse alternativamente –o más bien simultáneamente– tanto en la novela boliviana de fines del siglo XIX como en la última novedad estadounidense, española o brasileña. Esta es una de las facetas que considero más notables de Edmundo, el espectáculo de su curiosidad, literariamente vasta, que en muchas otras personas seguramente resultaría fruto de una pose. Cuando hablo con él, cuando coincidimos en eventos como un encuentro de escritores o en la cotidianidad en la que compartimos la misma ciudad, la cantidad y el ritmo de sus lecturas me asombra y me deprime a partes iguales, porque no entiendo cómo, a pesar de toda la carga laboral y familiar que tiene él y tenemos todos, consigue leer tanto y tan bien, cómo consigue interesarse a partes iguales, aunque en diferentes épocas, por la problemática de la migración latina a Estados Unidos, la formación de un corpus de literatura andina, los pormenores de la actualidad de la crítica y la teoría literarias y, digamos, los avances y las problemáticas del desarrollo de géneros como la novela policial y la ciencia ficción no sólo en Bolivia, no sólo en América Latina y ni siquiera sólo en Estados Unidos o Europa, sino en todos los anteriores juntos, en un vendaval de sistematicidad y memoria que me deja, francamente, un poco deprimido.
Fruto de esa misma curiosidad, entonces, y para retomar el punto anterior, Edmundo parece haber dejado momentáneamente su ciudad inventada, Río fugitivo, y haber consolidado sus últimas ficciones en otros terrenos, como por ejemplo Iris, una isla-planeta de ciencia ficción que sin embargo tiene raíces
Foto Archivo Edmundo Paz Solán
profundamente asentadas en esta Tierra y que es el escenario de su última novela, del mismo nombre, y Estados Unidos, lugar donde transcurren dos de sus más recientes novelas y un libro de cuentos. A propósito de este desplazamiento a este nuevo lugar de acción, que es el mismo país en el que Edmundo vive hace más de veinte años, y mientras nos despedimos por El Prado paceño o los Commons de Ithaca, tras una noche de juerga, le hago una última pregunta: “Al parecer, desde los años 20 del siglo pasado hasta hoy, Estados Unidos se ha vuelto la última gran frontera que traspasar para el resto del mundo. ¿Por qué este continuo atractivo, por qué esta necesidad de llegar hasta allí? ¿Se resume todo a factores económicos o hay acaso algo más?”. Sin inmutarse, como si hubiera reflexionado mucho sobre este tema, Edmundo me responde, mientras me da la mano y nos prometemos un cercano rencuentro: “Hay algo más. Creo que hay
En Ithaca, antes de una ceremonia de graduación, con las ropas oficiales de Cornell.
un factor simbólico muy fuerte. Estados Unidos tiene mitos fundacionales que, a partir de su poder imperial, de su magnitud, han sido difundidos por el resto del mundo y han colonizado nuestro inconsciente. Estados Unidos no sólo es un motor productor de pesadillas muy siniestras y de una cultura a veces muy barata, sino también de mitos muy fuertes. Por ejemplo, se lo considera una especie de crisol de razas y además se denomina a sí mismo como la tierra de la libertad, la tierra prometida, aunque sabemos que esto tiene muchísimos bemoles. Y, pese a ello, estos mitos, estas historias y espacios, no sólo pertenecen a los estadounidenses sino a todos los habitantes del planeta –ya que concretizan los deseos de todos los hombres: libertad, esperanza, bienestar, etc.– y es muy difícil resistirse a ellos, sobre todo si en el propio país hay pocas oportunidades”.
Al empezar este texto decía que esta etapa narrativa de Edmundo es una de plenitud. Quizás sea injusto calificar de esta manera su trabajo actual y así dejar el anterior algo de lado, pero si alguien me pidiera que defina su escritura de hoy con una palabra lo haría con esa: plenitud. Importa poco que viva hace muchos años fuera de Bolivia, que se lo vea con frecuencia o solo de vez en cuando. Desde el momento en que, para muchas circunstancias, en muchos casos, podemos imaginar sus respuestas en la escritura, su tarea ficcional, sabemos que es un escritor pleno, porque ya lo conocemos, porque ya conocemos a Edmundo a través de sus textos, a pesar de la lejanía. Ese vínculo que une a Edmundo con sus lectores a pesar de vivir en países diferentes, esa intimidad a distancia que sentimos con él y su literatura, sólo es posible con alguien curioso, generoso y dispuesto a interesarse y hablar de todo, incluso de fútbol o de actualidad política. Es un autor que, en una de las cimas evidentes de su carrera, nos entrega obras consistentes, libros siempre recomendables que nos muestran los muchos lados de la cotidianidad y que consiguen algo no poco importante: hacen disfrutable el acto de leer. Eso, en un momento en que muchas lecturas se hacen por compromiso, por mera repetición o que simplemente no se hacen, no es algo trivial. Es una constante afortunada que con los años se ha venido convirtiendo en una marca registrada en los libros de Edmundo Paz Soldán. G
Foto Archivo Edmundo Paz Solán