Reflexiones en torno a la muerte
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Reflexiones en torno a la muerte es una publicación de Synergias de Prensa, S.L. para Serveis Funeraris de Barcelona (Grupo Mémora) Editor: Juan Robles Director: Xavier Agulló Directora de Arte: Sofía Alonso Ilustradora: Lluïsa Guedea Fotografías: Enric Aromí, Agencia EFE, Ricardo Martín, Joan Masats Correctora: María Ripoll Synergias de Prensa, S.L. C/ Francesc Pérez i Cabrero, 11-B, entlo. 8 08029 Barcelona Tel. 93 241 73 12 synergias@lugaresdivinos.com Depósito Legal: xx.xxx/2008
Intur Servicios Funerarios, S.L. Avda. Europa, 21. Parque Empresarial La Moraleja 28108 Alcobendas (Madrid) www.memora.es
Serveis Funeraris de Barcelona, S.A. C/ Sancho de Ávila, 2 08018 Barcelona www.sfbsa.es Las opiniones expresadas por los colaboradores reflejan únicamente las ideas de los mismos. Está prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de este libro sin la autorización expresa del Editor. Reflexiones en torno a la muerte® 2008
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SUMARIO 05
Editorial Eduard Vidal
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Prólogo Xavier Agulló
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La gastronomía y la muerte Rafael Ansón
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La muerte en la música clásica Fernando Argenta
16
La luz al final del túnel Joaquín Barraquer Moner
20
Unas palabras sobre eutanasia Moisés Broggi
24
Yo que estuve en mi entierro Alfredo Bryce Echenique
28
Viviendo la muerte Anji Carmelo
34
La presencia de la muerte en el arte contemporáneo Lourdes Cirlot
38
El mito egipcio Jordi Clos i LLombart
44
La cajita de memoria Arcadi Espada
48
Morir: Mágicamente, transformarse Fernando Fernández Martorell
52
Lo vital de la muerte Antonio Gala
56
La muerte desde una perspectiva forense Raimundo García del Moral
60
Iconografía de la muerte Román Gubern
64
Qué es la muerte Gabriel Masfurroll
66
¿Es la mortalidad el precio del amor? Eduard Punset
68
Cuando el corazón nos dice adiós Jordi Rius Garriga
72
Entierros modernos Joaquim Roglán
76
La perspectiva budista Ricard Rotllan. (Ven. Bikshu Thubten Phuntsog)
80
La muerte tiene un después Josep Urdeix
86
A propósito de la muerte Antoni Vives Fierro
88
Epílogo La gestión de la muerte Ricardo Molina Oltra
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EDITORIAL
aprenderemos a vivir mejor. Es de especial interés informar al lector de esta obra que SFB cuenta con la biblioteca de temática funeraria más importante del mundo, con más de 2.000 referencias bibliográficas, y que se halla suscrita a las revistas técnicas más importantes del sector, cuyo fondo puede ser consultado por internet. Deseo que, con esta aportación, el lector que decida adentrarse en el contenido de este libro, se sienta atraído por él, y encuentre en el mismo respuesta a preguntas que en un momento u otro de la vida la mayoría de los seres humanos nos planteamos, y que le sea de ayuda para reflexionar en torno a un hecho tan vital como es la muerte. Eduard Vidal
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SERVEIS FUNERARIS DE BARCELONA (SFB) ha estado presente en la ciudad de Barcelona desde hace décadas. Durante estos años, ha seguido la misma evolución que la sociedad a la que había de servir. La nuestra es una sociedad que avanza y se moderniza continuamente, y SFB no quiere quedarse atrás. Desde mi incorporación en SFB el año 2004, he querido marcar el inicio de una nueva etapa, en la que se empiecen a aplicar nuevos valores para mantener la sintonía con nuestra sociedad. Se trata de una apuesta personal y comprometida para que la modernización en nuestros servicios impregne todas las relaciones que se establecen con los ciudadanos. Quiero que, a través de la actividad que realizamos, nos podamos acercar a los ciudadanos y beneficiarlos. Bajo el título “Circulo SFB: Aproximaciones en torno a la muerte”, desde hace más de tres años SFB lleva impulsando y organizando un ciclo de conferencias a través del cual invita a ponentes de todo tipo de creencias, ciencias, artes, disciplinas y áreas del conocimiento, a disertar acerca de las vertientes más variadas de la muerte. Me complace presentar y editar este libro, “Reflexiones en torno a la muerte”, que constituye un paso más en nuestra responsabilidad social y en el que, como el lector podrá apreciar, para su realización, hemos contado con la colaboración de prestigiosos escritores, así como artistas y personalidades de referencia en sus respectivos campos de actuación y conocimiento, para que nos ayuden con sus pensamientos a romper el último gran tabú de nuestros tiempos. El libro pretende hacer reflexionar a los lectores sobre la muerte, con tranquilidad, curiosidad e incluso en algún momento con cierto humor, a través de todo tipo de formas literarias. La muerte, a pesar de ser un hecho inevitable, está fuera de nuestros menesteres diarios, pero cuando se nos cruza, nunca estamos preparados para poderla afrontar con serenidad y naturalidad, a diferencia de otras culturas. Cualquier aportación en este sentido puede tener consecuencias positivas para las personas que estén dispuestas a reflexionar con este libro. Estoy convencido de que después de leerlo, nos habremos preparado un poco más para morir, y como dicen algunos, también
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“Brilla radiante el sol, la primavera los campos pinta en la estación florida; truéquese en risa mi dolor profundo… Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?”. Así finalizaba el romántico Espronceda su Canto a Teresa, tras la muerte de ésta, metaforizando en sus versos lo trágico de la muerte pero, a la vez, la necesidad de superarlo y seguir caminando la senda de la vida. Efectivamente, el gran reto de la muerte lo deben jugar los que se quedan. Ahí está el verdadero desafío. Un lance que, desde Mémora, es objeto inicial y final. La propia esencia de la compañía. ¿Es posible serenar para los que se quedan este momento de transición de un ser querido? La respuesta es afirmativa. A siglo XXI, Mémora dispone de las más sofisticadas herramientas para ello. En todos los ámbitos. Desde lo formal a lo numinoso; desde lo ecléctico a lo psicológico. Fruto de esta filosofía heterodoxa y muy contemporánea de Mémora es la edición de este volumen tan especial. Un libro que se suma a toda una política de actuación cultural integral que, a través también de exposiciones, conferencias y otras actividades, quiere reflexionar, manifestar y difundir las nuevas visiones que el punto de inflexión de la vida hacia la muerte ofrece a día de hoy. Éste ha sido el propósito. Hemos buscado a algunas de las mentes más lúcidas en distintos campos de la cultura (medicina, ciencia, literatura, arte, periodismo, religión…) para que nos entregasen sus pensamientos y consideraciones sobre la muerte. Diferentes personajes. Diferentes enfoques. Todos válidos. Todos complementarios. Hemos intentado acotar el fenómeno en sus distintas vertientes. Hemos abordado la muerte, sin complejos, a partir de todas las disciplinas, con algunos de sus máximos exponentes. Hemos perseguido todas las explicaciones. Hemos ilustrado todos sus recodos. Y aquí tienen el resultado. Un trabajo serio, complejo, diverso y a la vez lúdico. Seguramente, la lectura de este ejemplar, donde coinciden por primera vez personajes de talla nacional e internacional, ayudará a entender mejor algo a lo que todos estamos destinados. Seguramente aprenderemos, con estos ensayos eruditos pero clarificadores, a convivir mejor con algo consustancial a la vida. Comprender la muerte significa comprender la vida. He aquí nuestra aportación a ello. Xavier Agulló
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PRÓLOGO
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La gastronom铆a y la muerte Rafael Ans贸n
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L Presidente de la Academia Española de Gastronomía
a gastronomía es, por definición, fuente de vida y placer pero, como todo tiene dos caras, exhibe en ocasiones más cercanía con la muerte de la que imaginamos. Y no me estoy refiriendo, como es lógico, a la Última Cena (celebración de Jesucristo con sus discípulos previa a una muerte segura) ni al hecho de que los condenados a un inmediato viaje postrero suelan recibir una despedida culinaria mejor de lo habitual. Hablamos, por ejemplo, de envenenamientos, porque las formas en las que “los asesinos de las comidas”, tanto reales como ficticios, han despachado a sus víctimas a lo largo de la historia son muchas y variadas, mientras que el lugar de la muerte puede haber sido un restaurante, un café, un club o una posada tan a menudo como el propio hogar. Asesinos Gourmet Como cuenta Peter Haining, ameno recopilador de “asesinos gourmet” (brillantes precursores de Hannibal Lecter), acaso no exista otro personaje más diabólico en esta línea que el cardenal florentino Fernando de Médicis, quien mostró su opulencia hace más de cuatro siglos. Como andaba ansioso por librarse de su hermano mayor, se le ocurrió la idea de envenenarlo con un melocotón que él mismo compartiría. Con un cuchillo de oro, cortó la fruta por la mitad con gran precisión y, tras pasarle una mitad a su hermano, se puso a masticar la suya con gran alegría. Un minuto después, su hermano cayó al suelo agonizante. La sutileza fue que el veneno estaba untado cuidadosamente tan sólo en uno de sus
lados, el que De Médicis le ofreció a su confiado pariente. Los Borgia fueron, como los Médicis, otra saga muy capaz de relacionar gastronomía y muerte, siguiendo una tradición que puede remontarse perfectamente a los emperadores romanos. Envenenar a los hombres y a las mujeres era mucho más fácil en el pasado, cuando la comida era más salada y más especiada, e incluso a principios del siglo XX, cuando se puso de moda el asesinato por administración de sustancias tóxicas, la ciencia forense estaba en su primera infancia y existían muchos productos a los que resultaba difícil seguirles la pista en un cadáver. Los venenos de la historia El periodo de entreguerras resultó especialmente propicio para esta “gastronomía del crimen”, puesto que, como nos han resaltado las novelas de época, se asociaba muchas veces a la comida y a la bebida tanto el arsénico como el cianuro o la cicuta. Los pesticidas eran una elección muy popularizada en los asesinatos de casas de campo. Haining enumera también algunos de los platos más socorridos a la hora de introducir el veneno. A la hora del desayuno, los favoritos eran las gachas y los huevos; llegado el almuerzo, el lenguado, tanto al horno como hervido; y para la cena, los platos de carne con una salsa cremosa, que parecía impedir toda sospecha. Incluso los licores y las infusiones eran lugares perfectos para esconder veneno con facilidad, al igual que las cajas de bombones. Por no hablar del vaso de leche o de chocolate caliente bebidos antes de dormir.
Algunos de los platos más socorridos a la hora de introducir el veneno eran las gachas y los huevos; llegado el almuerzo, el lenguado; y para la cena, los platos de carne con salsa cremosa
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Y no hay que olvidar que no todos los asesinatos que se cometen a la hora de comer recurren al veneno, puesto que, mientras una persona satisface esta necesidad fisiológica, el momento de relajación en que se encuentra le hace bajar las defensas y ser más fácilmente vulnerable, sea, por ejemplo, a través de la pistola o del cuchillo. ¡Cuántos crímenes de la Mafia se han cometido mientras el asesinado devoraba un buen plato de pasta¡ Detectives gastrónomos Son numerosos los relatos literarios en los que, a lo largo de la historia, se mezclan la comida y el asesinato. Sabuesos detectives como Hércules Poirot, el inspector Maigret o el mismo Pepe Carvalho han sido grandes aficionados a la buena mesa, sencillamente porque sus autores, tanto Agatha Christie como Simenon o Vázquez Montalbán, también lo eran. Otras escritoras británicas como P.D. James o Patricia Highsmith ambientaron muchas de sus historias “negras” en buenos restaurantes y en clubes. Día de Difuntos Para relacionar cocina y muerte, Pan y Tánatos, podríamos analizar incluso las peculiaridades de la cultura egipcia, que trasladaba manjares hasta la tumba de sus grandes personajes. Pero más allá de la “historia universal de la infamia” y sea o no ficticia, la gastronomía tiene una de sus más evidentes relaciones con la muerte durante la celebración de la Fiesta de Todos los Santos, eso que en tiempos respondía al nombre de Día de Difuntos (en México, de los Muertos), sobre el que Mariano José de Larra nos dejó escrito un relato ejemplar. Fue el Papa Bonifacio IV, una vez que el cristianismo llegó a tierras celtas, quien sustituyó la fiesta pagana del Sammein, de gran arraigo en Irlanda, por el Día de Todos los Santos, aunque, como ocurre
en muchos casos, se mantuvieran algunos de los rituales y creencias de la antigua fiesta celta. Halloween Y fueron los primeros colonos irlandeses que llegaron a América allá por 1845 quienes iniciaron la tradición de celebrar esta fiesta, dando origen a Halloween (significa “víspera de todo lo sagrado”), convertida con el paso del tiempo en la mayor celebración universal en torno a la muerte, con esa mezcla de componentes festivos y telúricos. Pero volviendo hacia atrás, la Fiesta de Todos los Santos se fue extendiendo por todo el mundo con los evangelizadores cristianos, aunque en cada zona se mezcló con el culto a los difuntos que cada una de ellas otorgaba, puesto que el trato a los seres queridos que fallecen es uno de los elementos más diferenciales de cada civilización. Como no podía ser de otra forma, esta fiesta (y sus diferentes versiones) fue asumiendo diversos contenidos gastronómicos, puesto que, poco a poco, fueron siendo muchos los dulces, platos y referencias alrededor de la comida que comparecían en estos días de otoño. Como productos habituales sobresalen las castañas (los “magostos” son una tradición del norte de España cuando finaliza octubre), los higos chumbos, las moras o los madroños. Huesos de santo y buñuelos de viento Entre los más conocidos dulces de nuestro ámbito cultural se encuentran los huesos de santo, hechos a base de azúcar y huevo, y que en México se convierten en pequeños esqueletos y calaveras. Los buñuelos de viento (recordemos que ánima significa “viento” en griego) también tienen gran tradición entre nosotros, según la leyenda
de que, al comerlos, el aire que sale responde, en realidad, a un alma que deja el purgatorio. Y otros ejemplos: en Cataluña, por Todos los Santos no faltan nunca los panellets, elaborados a base de piñones, azúcar y almendra molida; en el Bajo Segura se preparaban hasta hace poco unas gachas de “difuntos” a base de harina anisada; y en Mallorca, otros “panecillos de la muerte”, antecedente de los huesos de muerto mexicanos. Calaveras y esqueletos en México Porque aunque en España todo lo telúrico ha tenido siempre gran fuerza y muchas veces asociado con los fogones (en muchos velatorios ha sido costumbre histórica obsequiar a quienes acuden a dar el pésame con alguna comida más o menos frugal), no existe ningún país en el mundo con la capacidad de México para construir una cultura en torno a la muerte y la buena mesa como una forma de exorcizar todos los demonios ligados al viaje definitivo. ¿Hay alguna manera mejor de perder el miedo a los espíritus que comérnoslos? En México, a los dulces con forma de calaveras y esqueletos se unen también las ofrendas culinarias que se llevan a las tumbas o a los altares, que suelen responder siempre a los gustos del difunto y varían desde las ollas con hierbas aromáticas hasta las frutas frescas. Muchas son, por tanto, las interrelaciones entre la comida y el último trayecto, como corresponde a dos de las grandes evidencias de la condición humana. Y nada resulta más gratificante, en mi opinión, que un banquete de despedida en torno a los grandes placeres culinarios de nuestra vida para resaltar lo efímera de nuestra existencia y esa singularidad de que lo mejor es siempre disfrutar de las cosas pequeñas por aquello de apurar el néctar de la vida antes de que sea demasiado tarde.
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La muerte en la música clásica Fernando Argenta
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¿
Cómo se enfrentaron los grandes músicos a la muerte? ¿Qué pensamientos les suscitaba el hecho más seguro que tenemos los seres humanos en la vida?
¿Creían los grandes genios de la música “en el más allá”, en otra vida después de la muerte?
Musicólogo
Naturalmente, en esto, como en todo, no se puede generalizar, pero lo que sí se puede decir es que el compositor, por ser creador, tiene forzosamente que tener una tendencia a lo trascendental. Su obra está hecha para sobrevivir a su propio creador, para perpetuar su pensamiento, sus sensaciones y emociones y transmitirlas universalmente a través del tiempo. El músico creador siente la necesidad de comunicarse con los demás, desembarazándose de las ligaduras materiales que nos impone la fecha de caducidad de nuestro cuerpo. Así, el creador tiene instinto de pervivencia a través de su música. Lógicamente podemos pensar que cuanto más profunda fuese su posible creencia religiosa, más arraigada tendría la idea de la existencia de vida tras la muerte. Ese es el caso de Johann Sebastián Bach que, ya ciego y sintiéndose mal, dictó a su cuñado, Altnikol, un Coral que tituló: “Desde las profundidades de mi miseria, te invoco, ¡Oh Señor!”. Días después, en una crisis nerviosa, recuperó la
vista, y él mismo, con un pulso tembloroso, cambió aquel título por el de: “Señor, heme aquí ante tu trono”. Días después, fallecía. Dicho Coral no transmite una sola señal de dolor. Todo él irradia una sensación de serenidad casi sonriente. Mozart, también con fuertes sentimientos religiosos, escribió la última carta a su padre cuando éste se encontraba ya enfermo de muerte, y en ella intenta serenar su espíritu contándole su propio pensamiento al respecto: “Siendo la muerte, entendida en su verdadero sentido, el genuino fin último de nuestra vida, hace ya un par de años que vengo familiarizándome con esta auténtica y óptima amiga del hombre, hasta el punto de que hoy su imagen no tiene ya para mí nada de espantoso y me infunde más bien una gran tranquilidad y extraordinario consuelo. Y doy gracias a Dios por haberme concedido la gracia de saber descubrir en ella la llave de nuestra real felicidad. No me voy nunca a la cama sin pensar que, no obstante ser todavía joven, podría tal vez no ver el día de mañana. Y sin embargo, nadie de cuantos me conocen podrá decir que, en mi trato, sea yo triste o de mal humor. Por esa serenidad de espíritu, que deseo de todo corazón a mis semejantes, doy gracias a diario a mi Creador”. Otra cosa es que luego afrontara su propia muerte con una sensación de tristeza infinita por morir tan joven.
“Siendo la muerte, en su verdadero sentido, el genuino fin último de nuestra vida, hace un par de años que vengo familiarizándome con esta auténtica y óptima amiga del hombre” Mozart
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Él mismo escribiría: “¡Ha llegado la hora! Estoy acabado antes de haber podido disfrutar de mi talento. ¡La vida era tan bella!”. Esa misma tristeza queda reflejada en su maravilloso “Réquiem” que él creía estar escribiendo para su propio funeral, como así fue.
Otra cosa es el impresionante testamento musical que significa el Último Movimiento de la última Sinfonía de Tchaikovsky, “La Patética”. En él, claramente Tchaikovsky, pensando en acabar con su vida, escribe un movimiento en el que se suceden dos sentimientos contrapuestos, el de rebeldía y el de resignación frente a su trágico destino.
De Beethoven no se puede decir que fuera, precisamente, una persona religiosa, pero sí creía que había un ser todopoderoso, y a él se dirigió más de una vez invocando su comprensión. De todas formas, siempre tuvo una lucha interior entre la fe y el escepticismo, pero la idea de lo heroico como trascendente suponía un pensamiento de lucha contra el Destino que le llevaría más allá de la muerte.
Para finalizar, un ejemplo de carácter morboso en torno a la muerte, el de Gustav Mahler, que en su infancia vio como morían de difteria cinco de sus once hermanos en los primeros años de vida. Otro hermano, Ernst, a quien Mahler quería muchísimo, se murió de hidrocardia a los doce años, prácticamente en sus brazos. Sólo dos hermanos, de los once que tenía, sobrevivieron hasta la edad adulta.
Por ello, su idea de tragedia, expresada en muchas partes de sus obras, como en la famosa “Marcha Fúnebre” de su Tercera Sinfonía, “Heroica”, termina en una victoria salvadora a través de una lucha titánica del héroe con el Destino, como así ocurre también en su Quinta Sinfonía.
Tan acostumbrados estaban a la muerte que Justina, una de las hermanas, jugaba a tenderse en la cama rodeada de velas, haciéndose la muerta. Todo aquello influyó de tal manera en
Son muchos los grandes músicos que nos han transmitido, a través de su obra, sus creencias sobre la existencia de otra vida después de la muerte. Así, el propio Beethoven, en la Obertura “Egmont”, tras un silencio que significa la muerte del héroe, escribe un final victorioso de resurrección. Richard Strauss en su Poema Sinfónico: “Muerte y Transfiguración”, trata la transfiguración después de la muerte como un crescendo, como si se tratara de un despertar hacia una nueva vida, que termina en un clímax potentísimo.
sicas: la universalidad y la prolongación de su vida a través de su creación. Yo no soy ningún creador ¡qué más quisiera! y, por lo tanto, no dejo una huella que perpetúe de algún modo mi presencia en este mundo, pero mis sentimientos en relación con la muerte son contrapuestos. Por un lado soy algo escéptico sobre una vida en el más allá y me da la impresión de que todos somos parte de la naturaleza, y por lo tanto, cumplimos el ciclo de creación y transformación de la energía, sin más. Pero por otro, y quizá por la educación recibida y por el ambiente social en el que vivimos, aparte de la herencia del código genético, tengo mis dudas. El hachazo repentino y cruel que significó en mi vida la muerte de mi padre, cuando yo tenía doce años, hizo que nunca me haya acostumbrado a su desaparición y muchas veces he soñado con él, como si estuviera vivo, y son bastantes las veces que tengo la sensación de estar hablando con él, o de que él y mi
Tan acostumbrados estaban los hermanos Mahler a la muerte que Justina, una de las hermanas, jugaba a tenderse en la cama rodeada de velas, haciéndose la muerta
Mahler, que siempre estuvo obsesionado con la muerte, y esto se transmite bastante en su música. Su mujer, Alma, contó lo nerviosa que se ponía cuando le veía componer su ciclo de “Canciones para los niños muertos” mientras su pequeña hija, Ana María (que moriría poco después) jugaba alrededor de él. En cualquier caso, casi siempre en la obra de un artista subyacen dos ideas bá-
madre me echan una mano en situaciones difíciles. Es posible que todos terminemos siendo polvo…. pero polvo enamorado.
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La luz al final del túnel Joaquín Barraquer Moner
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ería por mi parte muy atrevido asegurar, pues cada uno tiene sus propias convicciones, que al final de la vida hay una luz que nos ilumina y que nos lleva a otra vida llena de esperanza y amor, destino éste en el que, por otro lado guiado por mi fe cristiana, creo firmemente.
Catedrático de Cirugía Ocular de la UAB Presidente de la Sociedad Española de Oftalmología Director del Centro de Oftalmología Barraquer y del Banco de Ojos para Tratamientos de la Ceguera
Recapacitando sobre esta posibilidad desde mi propia experiencia personal y desde mi perspectiva como médico oftalmólogo, puedo afirmar que éste es un fin al que todos podemos contribuir. Me estoy refiriendo a la posibilidad de devolver la visión a un ciego, para que deje de serlo y vuelva a ver la luz. No me refiero simplemente a operar mediante una cirugía más o menos compleja a una persona con problemas de visión por cataratas o por desprendimiento de retina, entre otras. Me estoy refiriendo así, exclusivamente y de forma muy concreta, a un gran acto de amor con el prójimo que podemos cumplimentar una vez fallecemos. No hay duda de que la muerte para algunos es un final y para otros es un camino a otra vida, pero para todos puede ser una ocasión para ayudar a otra persona anónima a que vuelva a ver. Ya hace cerca de un siglo que se completaron con éxito los primeros trasplantes de córnea. A primeros de 1940 mi padre, el Profesor Ignacio Barraquer, contribuyó a generalizar en España este tipo de intervenciones. Actualmente, cada año en nuestro país más de tres mil pacientes vuelven a ver gracias a esta cirugía. La ceguera
corneal es aquella que esta causada, entre otras razones, por tener opacidades o lesiones que quitan o restan visión en esa primera lente del ojo que es la córnea. La falta de visión causada por estas opacidades en la córnea no deja de ser un problema similar al que le ocurre a un reloj cuya maquinaria funciona perfectamente, pero en el que no podemos ver las agujas que señalan las horas debido a que el cristal está rayado o empañado. En este caso, el relojero debe cambiar el cristal. En medicina, el oftalmólogo debe trasplantar, sustituir la córnea defectuosa o enferma por una sana, a fin de permitir que la luz entre en el interior del ojo con nitidez y genere el milagro de la visión. Para poder completar este solidario círculo hacen falta donantes. En 1962 para remediar esta problemática fundamos el primer Banco de Ojos de la Europa continental. A fecha de hoy, cerca de 160.000 personas han manifestado su voluntad de donar sus globos oculares al fallecer y hemos pasado de las primeras 14 donaciones efectivas, aquellas que obtenemos una vez el donante ha fallecido, a más de 1.000 al año. Indudablemente la madurez y la concienciación de la sociedad a favor de la donación de órganos ha contribuido de forma fundamental en este éxito colectivo. Por propia experiencia sé que es difícil pensar en cumplimentar la donación de un ser querido en el momento de su pérdida. En esos momentos de dolor se apoderan de nosotros los sentimientos
No hay duda de que la muerte para algunos es un final y para otros es un camino a otra vida, pero para todos puede ser una ocasión para ayudar a otra persona anónima a que vuelva a ver
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más emotivos y acuden a nuestra memoria miles de recuerdos y de vivencias que compartimos a lo largo de una vida con el difunto. Aunque todo ello no debe de hacernos olvidar la posibilidad de devolver la vista a dos personas, mediante un generoso acto de amor como es la donación. En 1965, a los tres años de fundar el Banco de Ojos, mi padre, maestro y mejor amigo, falleció por la noche. Una vez recompuesto por su triste pérdida procedí a obtener yo mismo sus córneas, para poder utilizarlas inmediatamente en quirófano. Gracias a su generoso gesto a los pocos días recuperaban la visión una mujer española y un maestro argelino. Al paciente argelino, con los años le perdí la pista. A la mujer, la seguí controlando a lo largo de su vida, llegando incluso a operarla de cataratas. Al morir hizo también donación de sus ojos y pude “recobrar” así las corneas del Profesor Ignacio Barraquer, que conservo como ejemplo en el museo de piezas anatómicas de nuestra clínica. Sin duda hay que pensar que la donación de los globos oculares al morir
no es una experiencia triste, sino que es un hecho reconfortante que debe contribuir a replantearnos el momento de la muerte. Mediante una donación podemos devolver la vista a dos ciegos corneales, que tienen en ella la única posibilidad de recuperación, pues se trata de un tejido irremplazable. Los ojos no se compran ni se venden… sólo se dan, todos podemos ser donantes siempre que no tengamos enfermedades transmisibles, que la córnea esté sana y que deseemos hacer un acto altruista y solidario como pocos que, como dice el título de este capítulo, significa para muchos una “luz al final del túnel”.
Sin duda hay que pensar que la donación de los globos oculares al morir no es una experiencia triste, sino que es un hecho reconfortante que debe contribuir a replantearnos el momento de la muerte: es la única posibilidad de recuperación para los ciegos corneales
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Unas palabras sobre eutanasia Moisés Broggi
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L Doctor en Medicina
a palabra eutanasia quiere decir “buena muerte” y se refiere a la muerte libre de sufrimientos y dolores. De la misma manera que la medicina ha conseguido controlar los dolores del parto, también ha conseguido liberar a la muerte de los temibles sufrimientos, angustias y dolores que suelen acompañarla y la hacen más pavorosa, del tal forma que se puede obtener la muerte pura y simple, entrando en ella como en un sueño. Según el uso que de ella se haga, creo que hay que considerar dos formas de eutanasia. La primera es aquella que se aplica a los pacientes en fase terminal, en el curso de aquellas agonías largas y penosas. Se consigue con ella el gran objetivo de las curas paliativas: alcanzar la muerte dulce y tranquila, lo cual no sólo está aceptado mundialmente, sino que es un derecho que no se puede negar a nadie. Se trata, más que de un hecho eutanásico, de una oferta de una buena práctica médica para disminuir el dolor, el sufrimiento y el miedo de muchos enfermos que se acercan a la muerte. Otra cosa es la aplicación de la eutanasia a otras situaciones más conflictivas, como son estados demenciales irreversibles o a los suicidas. Y sobre todo cuando, extendiendo aún más las indicaciones, se pasa del paciente terminal al incurable o a considerar las motivaciones económicas, camino que nos puede llevar a las mayores aberraciones y a plantear grandes problemas socio-judiciales por implicar una introducción a la muerte. Por ello no es de extrañar que la sociedad haya establecido unas normas y una legislación coercitiva rigurosa para evitar estos
posibles desmanes. Por principio y desde un comienzo, la religión se opuso taxativamente a este tipo de eutanasia, pero en la realidad existen personas afectadas por enfermedades incurables, gravemente invalidantes y con sufrimientos insoporables, que piden ansiosamente la muerte eutanásica. Ante estos casos, muchos de los cuales han alcanzado gran resonancia, el legislador no se ha atrevido a decidirse, optando por la prohibición. Pero en alguno de ellos, las cotas de sufrimiento eran tan altas y ostensibles que se fue directamente a la realización del proyecto eutanásico, a pesar de la prohibición. Todos los procesos acabaron con la absolución, con grandes aplausos por parte del público, que demostraban de forma clara y ostensible la imperiosa necesidad de establecer una legislación adecuada sobre tan importante cuestión. Uno de los motivos más importantes que se debe considerar, dada su gran frecuencia en el momento actual, es el de aquellos pacientes que sobreviven gracias a aquellas técnicas y adelantos incesantes de la medicina que permiten alargar la vida de forma artificial hasta límites inimaginables. Es cierto que estos grandes adelantos –tal como hemos dicho antes– pueden mejorar el bienestar, pero también prolongar agonías y vidas inútiles y llenas de penas y sufrimientos. Por todo ello, creemos legítimo el temor de la gente en general a que la gran capacidad de actuación médica les conduzca a situaciones indeseables, y es natural que cada vez se dé más importancia a la autonomía del enfermo, con leyes de defensa en este sentido. De tal forma que actualmente ningún tratamiento se puede
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imponer a ningún enfermo, y esta falta de obligatoriedad se compensa con una mayor información y una práctica más rigurosa del imprescindible consentimiento previo a las actuaciones. Y, cuando la capacidad de comprensión del enfermo se encuentre demasiado disminuida, teniendo en cuenta su voluntad anticipadamente expresada. Con la ley actual, queda claro que la negativa al tratamiento es un derecho y por lo tanto, el imponer un tratamiento a quien no quiere, aunque sea para salvarle la vida, es una mala praxis clínica que puede ser castigada. Muchas veces se hace demasiado para retrasar la muerte y poco para mitigar el sufrimiento que la acompaña. Sobre el miedo de la gente al exceso de cuidados, es demostrativo el resultado de una encuesta bastante reciente efectuada en Estados Unidos, sobre 210.000 pacientes en fase terminal con menos de seis meses de esperanza de supervivencia. De ellos, el 86% declararon que, si realmente estaban en fase terminal, con menos de 6 meses de esperanza de vida, preferían pasar dicho tiempo en sus casas junto a sus familiares
y no sólo por el ambiente, sino también para huir de los excesos de la atención médica. Porque la “buena muerte” no toda ella depende de las atenciones médicas y farmacológicas, sino también –y en gran parte– del ambiente y del sitio donde tiene lugar. Casi todo el mundo aspira, como supremo bien, a poder morir rodeado de seres queridos, estrechando una mano amiga, como si algo de aquí pudiera acompañarnos más allá. En cuanto a las demandas de asistencia al suicida lúcidamente decidido a poner fin a una vida que se ha hecho insoportable, es indudable que su aplicación representa un peligro para la sociedad y explica que ésta se muestre muy exigente en la elección de los casos y en la valoración de las motivaciones. Pero el número de casos y las prácticas clandestinas indican la necesidad de una legislación en la que se demuestre la voluntad expresa del interesado o de sus familiares y el visto bueno de un comité previamente formado, multi-disciplinario, que estudiara la realidad de las motivaciones e impidiera la posibilidad de abusos.
Con la ley actual, queda claro que la negativa al tratamiento es un derecho y por lo tanto, el imponer un tratamiento a quien no quiere, aunque sea para salvarle la vida, es una mala praxis
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Yo que estuve en mi entierro Alfredo Bryce Echenique
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ran los tiempos idos en que los muertos morían en casa y hasta se convivía con ellos un buen par de días y sus noches. Y entonces uno como que les notaba algunos cambios a sus muertos, e incluso hasta algunas mejoras; en fin, ciertos toques de elegancia, por ejemplo, que de vivos no tenían, amén de que por aquello del debido respeto a cada muertito realmente se le trajeaba y ajetreaba, e incluso se le ajuareaba, como dicen en México los campesinos de Jalisco, con lo mejor de sus prendas, sin excluir ni las más íntimas, consta también. En resumen, cosas como las de aquella canción ranchera que afirma, reiteradamente, que: La vida no vale nada / No vale nada la. Pues sí, cosas de este mundo, pero también del otro, por qué no. Eran, sí, también los tiempos de mis abuelos, y por ello este relato empieza la veraniega mañana aquella en que apareció mi abuelo materno, Francisco Echenique Bryce (los abuelos paternos eran Bryce Echenique y los maternos viceversa, desde tiempos de los virreyes, más o menos, por un asunto de endogamia o de gente decente, o, también, de gente como uno, según el vocabulario que me trajo al mundo y que me educó –en fin, dejémoslo así–, y que en más de una oportunidad rozó el incesto consumado y todo. STOP). Apareció pues el abuelo materno Echenique Bryce con la noticia aquella de que acababa de comprar un panteón familiar, con sus esculturas italianas y todo, y nada menos que en el corazón del limeñísimo cementerio del Presbítero Maestro. La mayor de mis hermanas vomitó, pero aquella mañana nada podía estorbar siquiera la felicidad estival del abuelo materno, vestido de punta en blanco de lino blanco, amplio y
genuino sombrero Panamá íntegramente manufacturado en Ecuador (sic), realmente encantado de la vida con su panteón aquel, y que por lo demás no quedaba tan lejos tampoco de la iglesia de la Buena Muerte, allá en la más vieja Lima colonial. Acto seguido –lo estoy viendo y oyendo y sigo aterrado, yo ahí muy niño–, el abuelo Echenique Bryce emprendió feliz su matinal caminata por el malecón Figueredo, aunque no sin antes anunciarme de lo más sonriente que también para mí había sitio en aquel panteón, porque tú también te vas a morir, hijito, y porque así es la vida, hijito. Me lo dijo con todo el amor del mundo, el abuelito materno, flaco, alto, elegantísimo, y, ya no sé si super castellano o super macho o simple y llanamente buñuelesco, me anunció también de paso que se iba al malecón a mirar unos cuantos culos, acto seguido. Ese mismo abuelo muerto muy cristianamente fue uno de los espectáculos más absurdos a los que he asistido en mi vida y realmente ilustra a la perfección aquello de que la vida es el generoso don de la nada, y que, por consiguiente, cuando algún día –porque la parca es infalible– la misma nada nos venga a reclamar la vida, pues qué más nos queda salvo entregarnos. Y, como el cristianismo es más bien tristón, el abuelo, maniático en aquello de no desentonar ni de faltar a una muy hidalga y castiza concepción del mundo, el abuelo, sí, y muy en su ley, se nos fue de este valle de lágrimas un frío y negro día de invierno.
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Yo andaba a la sazón con mi primer amor cuando el primer amor de mi hermana menor vino a interrumpirme un beso muy ardiente y lingual con aquello de que el patriarca ha descansado, Alfredo. Ipso facto volé pues a vestirme lo más de luto que pude, y, en menos de lo que canta un gallo, ya estaba asomado al dormitorio del abuelo. Y vaya convencimiento con que se había muerto el viejo. No dejaba lugar para la sombra de una duda lo castellano y muerto y aguileño que estaba. Y sin lugar a dudas también por eso he pensado yo siempre que al abuelo el aire aquel que lo pescó, lo enfrió, y en tres días nos lo remató, tuvo que agarrarlo de perfil y regresando de alguna procesión o algo así, pero jamás de una de sus tan mentadas excursiones en busca de un buen culo. La de mi abuelo era una buena muerte, sin duda alguna, porque además de todo nunca lo vi tan elegante y nunca tampoco tuve tantas ganas de decirle que no se me fuera a la otra vida con esa perla en la corbata y los gemelos esos con su anagrama en los puños tan perfectamente bien confeccionados de su camisa de fina seda a la medida. Y todavía recuerdo la sensación aquella de gracia y ligereza, de aire puro y lozanía, en fin, la sensación aquella de que, a sus nuevas vidas, la eterna y la de los gusanos, el abuelo materno, lo me menos que puede decirse es que llegó realmente hecho todo un dandy.
Aunque algunas dificultades de último momento sí que las hubo, porque resulta que en el flamante panteón familiar destaparon la sepultura del abuelo y el ataúd del abuelo no cupo. Cuestión de detalle, por supuesto, y que fácilmente se iba a arreglar con un toque de albañilería, aunque tampoco era cosa de tener a la toute Lima que asistió al entierro expuesta a tan crudo invierno. O sea que, al azar, se escogió otra sepultura y resultó que era la mía, cosa que me aterró y que además me tomé como un castigo divino por aquellos besos tan intensos a mi primer amor, de hace tan sólo un momento, y que de tan intensos ya ni siquiera eran besos sino más bien ósculos, en fin todo un tremendo pecado contra el mandamiento de la carne y demás cosas de esas del diablo y de los curas del colegio, maldita sea. Y así, tal cual, asistí a los perfectos golpes de cincel con que un escuálido enterrador, pálido y flaco como la propia parca, abría mi antesala del infierno, y, en efecto, yo me estaba muriendo, de todas todas yo me estaba muriendo, y hasta me requetemoría, sí, pero en realidad de lo bruto que fue siempre el tío Ezequiel, y que aquel día de mi entierro soltó nada menos que lo siguiente, y muy exactamente, de lo puro burro que fue siempre: –Hazlo por tu abuelito, Alfredo, y piensa en el orgullo, en el honor que deberías sentir, si, en su reemplazo, pudieras tú...
La de mi abuelo era una buena muerte, sin duda alguna, porque además de todo nunca lo vi tan elegante y nunca tampoco tuve tantas ganas de decirle que no se me fuera a la otra vida con esa perla en la corbata y los gemelos esos con su anagrama
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Nacer nos abre la puerta a la mortalidad, la muerte nos regala la inmortalidad, nos regala la Vida.
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l papel que juega la muerte en nuestras vidas va a influenciar e incluso determinar, no sólo nuestra forma de morir sino nuestra forma de vivir. Nos encontramos en el momento preciso, porque siempre es el momento preciso, para poder descubrir o destapar el gran regalo que había sido nuestro siempre, pero que de alguna forma jamás habíamos abierto: una visión de la muerte buena e inspiradora. Permitid que os la presente: la muerte en muchas culturas es femenina y no por conquistarla habremos podido reducirla para que deje de inquietarnos. La muerte como toda mujer no se invade, domina y posee, la muerte se conoce y a través de ese conocimiento lento y trabajado, conocimiento que lleva a intimar progresivamente cada vez más, podemos entrar en un estado de constante contacto, permitiendo si acaso finalmente ser conquistados por ella. Cada conocimiento nos proporciona algo que anteriormente nos faltaba. Cada paso que damos nos permite profundizar más, paulatinamente adentrándonos en su dominio, que es el territorio de lo eterno, el territorio de la inmortalidad. Pero en realidad no se trata de conquista sino de transformación para que en algún
momento de explosión esencial nos podamos convertir en muerte. Y lo maravilloso es que entonces empezamos a estar más vivos que nunca. Ser muerte es más fácil porque ya lo somos. Desde el momento de nuestro nacimiento entramos en la dualidad ocupando nuestro lugar específico y vital entre vida y muerte. Nuestra tarea de vida entonces se convierte en el desarrollo de un nivel de consciencia que nos proporcione la capacidad para ir más allá de los límites de la materia. De esta manera forjamos nuestro autoreconocimiento a través de todas las experiencias necesarias. Moriremos una y otra vez en el día a día de nuestra cotidianidad para tomar la vía de la Vida y así poder entrar en otra realidad que se encuentra más allá del alcance sensorial que veníamos experimentando. La muerte continua y constante es la dinámica de nuestra existencia terrenal. Los sentidos sólo son capaces de captar lo que la consciencia reconoce. Ni más ni menos. De niños es imposible comprender lo que es ser adolescente ni los magníficos 40 pueden adelantar la serena sabiduría de los 60. Este es el impulso evolutivo que permite construir sobre lo que ya se sabe para comprender cada vez más. Pero si no se muere a lo de
Permitid que os la presente: la muerte en muchas culturas es femenina y no por conquistarla habremos podido reducirla para que deje de inquietarnos. La muerte como toda mujer no se invade, domina y posee, la muerte se conoce
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ayer, difícilmente se van a alcanzar las promesas del mañana. Si no dejamos ir lo que ya no nos sirve, no podremos descubrir nuevas maneras de hacer. Pero existen muchas visiones o perspectivas que son más completas que otras. Cuando la perspectiva de muerte es desde la materia, sin excepción se atraviesa el lado tremendo y trágico de la muerte. Para la materia y lo terrenal la amenaza mayor es la extinción. Habrá que acceder a otra perspectiva y el descubrimiento es que las perspectivas no se escogen ligeramente como gafas que pueden ayudar a ver en una realidad que está más allá del entendimiento, las perspectivas aparecen al intentar vivir esas realidades. ¿Qué perspectiva o manera de vivir va a ayudar a ver y comprender que somos muerte? Al ser un continuo de vida y muerte en constante manifestación a través de toda nuestra experiencia aquí, en esa experiencia, la materia es el engaño total porque nos facilita identificar vida a través de ella y cuando su fragilidad nos demuestra la ausencia de eternidad, entramos en el espacio del sufrimiento. Estamos constantemente, de forma inconsciente, habitando el país del dolor no identificado, debido a la mortalidad de nuestro cuerpo. La materia se deteriora y para contrarrestar, creamos cada vez más materia a nuestro alrededor. Más y mejor y cuando nos enfrenta la pérdida, el vacío es insoportable.
Emocionalmente podríamos escapar de la trampa de lo físico ya que las emociones, que tienen vida propia y siguen a pesar de la temporalidad del cuerpo, nos acompañan cada vez que nos dejamos vivir por el Amor. Entonces, las emociones nos llevan más allá de la necesidad de tener la presencia física y experimentamos la permanencia de sentimientos verdaderos que viven para acercarnos y lograr esa unión que sabemos es esencial a toda criatura de la creación.
Cuando la perspectiva de muerte es desde la materia, sin excepción se atraviesa el lado tremendo y trágico de la muerte. Para la materia y lo terrenal la amenaza mayor es la extinción
Mentalmente, nuestra expansión hacia la totalidad se asienta con cada punto de vista que permite vislumbrar más allá del enfoque alcanzado hasta ahora. Conocemos para comprender e incluir en constante aprehensión, verdades cada vez más esenciales y así poder ser más nosotros desde nuestra infinidad. Somos depositarios de todo lo que hemos vivido desde el principio de los tiempos y la constante comprensión y adquisición de todo lo que nos está ayudando a reescribirnos, no conoce final. Evidentemente estamos espiritual o universalmente conectados con toda existencia antes, ahora y siempre. Desde la perspectiva de la unión, podemos entrar en la muerte con un impulso que
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nos permite soltar lo que nos pertenece y vaciarnos de todo impedimento para adueñarnos de lo que nos está esperando y así impulsarnos hacia dimensiones antes inimaginables. Vislumbramos la cara verdadera de la muerte cada vez que vamos más allá de nuestro cuerpo, cada vez que nos vivimos desde lo que no se puede tocar. Desde lo imperecedero nos afianzamos más en lo intangible, pero substancial. Cuando cambiamos nuestro punto de mira y dejamos de apuntar a la materia logramos ver más allá de lo aparente. Esa visión es lo que progresivamente nos va a acercar a lo que realmente somos, vida y muerte y va a potenciar todo lo que es perdurable y que no muere.
intangible pasa a formar parte esencial nuestro y va a servir para ir a más en todos estos estadios. Dejamos ir ideas caducas y de pronto descubrimos formas de pensar que nos catapultan a posibilidades antes imposibles, dejamos ir sentimientos que ya no nos llenan y agrandamos el espacio para nuevas maneras de querer, entristecerse, estremecerse, sentir felicidad y por supuesto amar, dejamos ir lo que tenemos y de pronto descubrimos que no nos hacía falta para ser. La incapacidad de soltar es miedo a la muerte, la recompensa de haber soltado es vida. Y parecerá paradójico que muerte dé entrada a más vida, pero sólo tenemos que fijarnos en la naturaleza, que cada invierno se despoja para que el ciclo evolutivo lleve a más crecimiento, más
Cuando dejamos de temer finales, cuando agarramos nuestra eternidad a través de lo que somos y hemos sido, sin temor a perderlo, nos apropiamos de esa perspectiva que cambiará nuestra vivencia
Cuando dejamos de temer finales, cuando agarramos nuestra eternidad a través de todo lo que somos y hemos sido, sin temor a perderlo, nos apropiamos de esa perspectiva que cambiará nuestra vivencia como quien descubre una nueva forma de ver lo que siempre se le había escapado. Darse cuenta de lo imperecedero, de lo realmente esencial y por ende importante, nos permite deshacernos de aquello que nos está lastrando y no dejando avanzar. No importa si es materia, sentimiento o pensamiento, cuando reconocemos el valor de lo que ha sido y ya no tiene cabida, cuando lo dejamos ir, inesperadamente descubrimos que eso ya no lo podemos perder ya que de forma
proliferación. Muerte y vida en constante despliegue marcan nuestra existencia aquí. Vivimos y morimos cada segundo de nuestras vidas, aunque muchos sólo estamos enfocados en la vida y la muerte la apartamos lo más lejos posible sólo permitiendo su presencia en el último momento, ultima expiración imposible de detener.
Podemos vivir lo que somos y esto significa vivir la muerte, vivir el presente, significa estar donde estamos y ese punto sin pasado ni futuro, sin recuerdos ni proyecto, sin remordimiento ni preocupación es lo más parecido a la eternidad que vamos a conocer en este planeta. Entramos entonces a través de muerte y renacimiento en la eternidad y de pronto nos damos cuenta que ya no tenemos que temer la muerte, la gran desconocida que temíamos se presenta ahora como esa parte esencial, que nos convierte en expertos de Vida. Entonces damos el gran paso de la mortalidad a la inmortalidad, de lo temporal a lo intemporal. Cada muerte nos despoja de las cadenas que nos forzaban a lo transitorio. Descubrimos que lo que realmente importa jamás se puede perder, que nuestros seres queridos que no están aquí físicamente ya forman una parte importante de nuestro ser, que todo lo intocable que hemos desarrollado a lo largo de nuestra presencia aquí es nuestro para siempre porque no ocupa ni lugar ni tiempo, es infinito y eterno.
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A través del reconocimiento de las incontables muertes que han llenado nuestra vida y por ende de nuestra reconciliación con muerte, podemos finalmente sabernos seres con los pies en la tierra pero con una proyección que va más allá de lo visible. Toda nuestra idea de esa muerte que es innombrable porque raras veces se conoce, cambia. La capacidad de vivirnos de forma menos material, ya resta importancia a la materia. Nos damos cuenta de que nuestra proyección vital no es la presencia física insuflada por un alma sino un alma eterna e infinita divinizando un cuerpo para experimentar la materia y para que podamos irnos más libres, más sabios y más capaces de amar, de lo que hemos venido.
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No es la muerte! La muerte era la vida. La muerte era este beso exasperado La muerte era este muro deslumbrante, La muerte era este almendro florecido, La muerte era mi voz enamorada, La muerte era el recuerdo, era la mano. La muerte era mi verde golondrina. Juan Eduardo Cirlot Canto de la vida muerta (1946)
Catedrática de Historia del Arte de la Universidad de Barcelona
A finales del siglo XIX ni impresionistas ni postimpresionistas abordaron temas relativos a la muerte por ser tendencias claramente positivistas, en cambio el simbolismo sí lo hizo, pues heredaba una tradición romántica
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esde siempre el hombre ha sentido la necesidad de mostrar imágenes en sus creaciones artísticas relacionadas con la muerte. A veces éstas han sido muy explícitas y, en cambio, en otras ocasiones, tan sólo se ha tratado de alusiones indirectas. En el arte contemporáneo no existen demasiadas obras en las que de modo claro se aborde dicha temática. No obstante, sí puede percibirse la honda preocupación de los artistas contemporáneos por el tema del dolor, el sufrimiento, la tortura y la muerte. No en vano en el siglo XX se vivieron los horrores de dos guerras mundiales y sus consecuencias.
A finales del siglo XIX ni impresionistas ni postimpresionistas abordaron temas relativos a la muerte por ser tendencias claramente positivistas, en cambio el simbolismo sí lo hizo, pues heredaba una tradición romántica. Edvard Munch realizó diversas composiciones dedicadas a la temática de la mujer vampira y se hizo famoso por su cuadro El grito, que preludiaba la angustia terrible que habría de apoderarse de los expresionistas alemanes. Así el arte que surge en
Alemania en torno a la primera guerra mundial, sobre todo el inmediatamente posterior a la misma, muestra escenas terribles o bien se decanta por plantear distintas cuestiones relativas a la muerte de modo incisivo e irónico. Los precedentes de esta última tipología pueden hallarse en determinadas escenas de la pintura del artista belga James Ensor. Ideológicamente esas imágenes entroncaban con la percepción nihilista de Nietzsche y con el psicoanálisis freudiano. En el contexto surrealista, desde finales de los años veinte hasta mediados de la década de los cuarenta fueron muchos los pintores –Max Ernst, André Masson y Salvador Dalí– que introdujeron en sus oníricas e impactantes escenas aspectos relativos a la muerte. El surrealismo, nutriéndose fundamentalmente de las teorías sobre Eros y Tánatos de Sigmund Freud, desarrolló una iconografía sexual con claras connotaciones ligadas a la muerte. Tan sólo hay que recordar las interpretaciones de Salvador Dalí en relación al Angelus de Jean François Millet. Si tuviéramos que citar una de tales por su extraño carácter, no dudaríamos en mencionar Atavismos del crepúsculo de 1933. Más adelante, en 1935 Dalí dedicará una
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tela al Caballero de la muerte, inspirándose en la famosa pintura La isla de los muertos del artista simbolista Arnold Böcklin. De todos modos, la pintora que de manera continuada hizo referencias al dolor y a la propia muerte fue Frida Kahlo. Son tantas las obras en las que integró elementos relativos a tal iconografía que resulta imposible mencionarlas todas. Es importante señalar que esta peculiar “surrealista” mejicana tuvo una experiencia vital espantosa, dominada por el dolor. De pequeña había sufrido poliomielitis y antes de cumplir los veinte años tuvo un accidente de circulación que la marcó de por vida. Nunca pudo tener hijos; sólo tuvo abortos que quedaron reflejados en varias de sus creaciones. En la fase final de su vida tuvieron que amputarle una pierna, tras años de estar postrada en una cama y de tener que utilizar una silla de ruedas para desplazarse. Frida Kahlo fue capaz de transmitir la horrible experiencia de su vida a sus lienzos y, muy probablemente, pudo resistir el dolor y el miedo gracias al optimismo que le infundía su actividad como pintora. En el seno del informalismo o “arte otro” también hubo pintores que como Jean Dubuffet –recordemos Metafixis de 1950– trataron la temática de la muerte. Además, las obras informalistas en general, sobre todo las llamadas matéricas, aludieron de manera sistemática por medio de las técnicas empleadas –como el grattage– a la destrucción y al caos. Todos los grandes artistas del siglo XX como Picasso, Andy Warhol o Joseph Beuys trataron también en determinados momentos de su trayectoria temáticas relacionadas con la muerte. De Picasso no
puede dejar de mencionarse la terrible Calavera en bronce de 1943, que con toda seguridad hacía alusión a los horrores de la guerra. Especial interés tuvieron las acciones del grupo japonés Gutai, que trabajaron a mediados de los años cincuenta con la temática de trasfondo de los efectos espantosos que se desencadenaron a raíz de las explosiones de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. Andy Warhol, por su parte, estuvo siempre obsesionado con la muerte y ésta aparecía de modo indirecto a través de sus famosas Sillas eléctricas o bien de manera clara en sus Autorretratos con la muerte o en sus series de Calaveras. En cuanto a Beuys es quizás el artista alemán –tal y como indicaba su secretario y amigo, Heiner Bastian– que más supo expresar en sus creaciones la noción de culpa del pueblo alemán, tras la segunda guerra mundial. Es posible que la temática de la muerte nunca esté tratada de modo directo, pero hay tal cantidad de alusiones a ella en sus acciones o sus environments que no es posible acercarse a su obra sin percibir cómo ésta logra afectar a nuestros sentimientos más profundos. En Caixaforum, en Barcelona, se halla expuesta de modo permanente la terrible habitación construida en plomo e iluminada con una única bombilla, titulada Hinter den Knochen wird gezählt. Schmerzraum (Tras los huesos se contará. Espacio de dolor) que data de 1983, realizada tres años antes de que Beuys muriese. De las instalaciones creadas en las décadas de los ochenta y de los noventa destacan las de Christian Boltansky que, en su mayoría, hacen referencia a los
campos de exterminio nazi. Se trata de obras muy efectistas, en las que aparecen fotos de personas muertas en campos de concentración, iluminadas de modo fantasmagórico. En el ámbito de la videocreación algunos artistas también han abordado, desde distintos puntos de vista, temáticas afines a la muerte. Destaca Bill Viola en cuya obra, el Tríptico de Nantes del año 1992, contrapuso imágenes del nacimiento de su propio hijo con otras de la agonía de su madre. El resultado no podía ser más impactante desde un punto de vista emocional. Más tarde, a principios del siglo XXI, Viola ha desarrollado el tema de las Pasiones en distintas videoinstalaciones, en las que el dolor es el elemento común a todas ellas. Dentro de este ámbito otro de los artistas que ha dedicado algunos ambientes al tema de las naturalezas muertas con calaveras es Tony Oursler, quien jugando con proyecciones lumínicas de diferentes colores e intensidad, consigue espacios verdaderamente sobrecogedores. A uno de los artistas británicos más reconocidos en la actualidad como pueda ser Damien Hirst, se le debe una Calavera de diamantes que data de 2005, en la que irónicamente conjuga el dinero y la muerte. En los últimos tiempos el artista que trabaja en el seno del arte digital, Víctor Koen, griego de origen, instalado en Nueva York, ha dedicado numerosas obras a la temática del género de las Vanitas, en las que yuxtapone imágenes de calaveras, relojes de arena y objetos mundanos ricos y atrayentes a la manera de los pintores barrocos. La diferencia es que este artista trabaja con medios digitales y difunde sus creaciones por Internet.
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El mito egipcio Jordi Clos i LLombart
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n toda época y lugar, el concepto de la muerte ha concentrado una gran parte de las emociones del ser humano, tanto a nivel individual como colectivo. La cuestión sobre lo que hay o lo que puede haber más allá del cese de la actividad orgánica es de carácter universal; no así las respuestas que los diferentes grupos humanos han ido confeccionando y ofreciendo a sus miembros.
Presidente de la Fundación Arqueológica Clos
Los planteamientos religiosos de los antiguos egipcios convierten la vida terrenal en una etapa de tránsito; los elementos de la naturaleza más determinantes para su civilización son fuentes de inspiración fundamentales: por un lado, el sol, que muere cada noche, para aparecer renovado y esplendoroso al día siguiente tras un tortuoso viaje a través del mundo nocturno y, por el otro, el río Nilo, que cada año, a mediados del mes de julio, “resucita” milagrosamente con una gran
bienaventurados; habitarán en los Campos del Iaru o se verán sometidos a un cruel castigo eterno. Sea cual fuese el siempre inescrutable destino del espíritu, a éste debía garantizársele por todos los medios un soporte físico donde concretarse. Entre éstos, el más indicado era el cuerpo que lo había alojado durante su vida terrenal, que podía conservarse (y aquí los egipcios demostraron una maestría ejemplar) mediante la aplicación de las técnicas de momificación; en substitución o como complemento de la momia, también eran válidas como soporte físico las estatuas, las representaciones parietales o el mero nombre del individuo en cuestión redactado en un soporte tangible. Es en este punto donde la tumba cobra una importancia capital como garante de las aspiraciones de vida ultraterrenal. La tumba es el santuario individual y el receptáculo que contiene todo lo necesario para la pervivencia eterna; los restos mortales y el equipamiento funerario están protegidos en el interior
La muerte física del individuo forma parte de un proceso cuyo destino final es la pervivencia eterna. Cuando ésta se produce, los componentes espirituales del ser humano abandonan el que hasta entonces ha sido su soporte físico e inician un camino hacia el tribunal de Osiris inundación que pone fin a la dramática época de estiaje. Del mismo modo, la muerte física del individuo forma parte de un proceso cuyo destino final es la pervivencia eterna. Cuando ésta se produce, los componentes espirituales del ser humano abandonan el que hasta entonces ha sido su soporte físico e inician un camino que ha de llevarles ante el tribunal de Osiris, dios de los muertos; allí serán juzgados y admitidos o no entre los llamados “justos de voz” o
de cámaras y galerías inaccesibles; por otro lado, la tumba ha de contar también con espacios concebidos especialmente para llevar a cabo las actividades de culto dirigidas a su propietario, en las que familiares o sacerdotes especializados proporcionan ocasionalmente todo aquello que se considera necesario para la supervivencia. A pesar de la materialidad de las ofrendas, el aprovechamiento de éstas es puramente espiritual: el difunto se nutre de la esencia incorpórea de las cosas.
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En realidad, la razón de ser del culto es la de ofrecer al ser humano la única posibilidad de supervivencia demostrable: la mención de su nombre, la contemplación de su imagen o la evocación de sus acciones sobre la tierra no dejan de ser más que una prolongación de la permanencia entre los vivos. A este respecto, algunos textos conservados en tumbas egipcias son suficientemente explícitos:
"Mi mayor nobleza fue construir una tumba rupestre, pues todo hombre debe imitar lo que hace su padre. Mi padre se construyó una casa para el ka en la ciudad de Mernofret, con buena piedra de Ayan, a fin de perpetuar su nombre para siempre y establecerlo eternamente; para que su nombre pudiese vivir en boca de la gente y permanecer en boca de los vivos, sobre su tumba en la necrópolis, en su excelente casa de eternidad, su sede de perpetuidad" (Texto biográfico de Cnumhotep II, Beni Hasan. Dinastía XII)
Aunque parezca paradójico, se sabe más de la vida de los antiguos egipcios por los documentos que aparecen en las tumbas que por la información obtenida a partir de las excavaciones de sus lugares de hábitat. Las recreaciones del mundo terrenal, realizadas en pintura o relieve con todo lujo de detalles, no sólo son un retrato fidedigno de tipos humanos o actividades, sino que también reflejan el gran valor que los egipcios daban a la vida en el valle del Nilo, tanto, que en ella se basa el modelo de vida ideal que se esperaba disfrutar eternamente. El pretendido carácter eterno de las tumbas guarda estrecha relación con el uso que los egipcios hicieron de determinados materiales. Las que consideraron como sus "casas de eternidad" podrían resistir más el paso del tiempo cuanto mayor fuese la consistencia de sus componentes constructivos. Los egipcios fueron conscientes, en definitiva, del peligro que podían correr sus deseos ultraterrenales si no se evitaba el deterioro de las estructuras que los hacían factibles. Esto es algo que aprendieron y aplicaron a partir de la Dinastía III, época en la que la degradación posiblemente era ya patente en las débiles estructuras de adobe de las dos primeras dinastías. En la medida de sus posibilidades, y a partir de la documentación que conocemos, la mayor aspiración de algunos mortales era la de llegar a poseer una tumba bien equipada pero, ante todo, resistente. Las construcciones más logradas, efectivamente, se consiguieron con el uso del material más "eterno" del que se disponía, la piedra, bien excavándolas en el sustrato geológico, edificándolas a partir del nivel de superficie del terreno o, lo más frecuente, combinando ambos procedimientos.
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Tanto o más que la conservación de la estructura al egipcio le afectaba la preservación de su contenido. Algunos textos jeroglíficos fueron especialmente redactados sobre las paredes de las tumbas con este propósito:
"A cualquier hombre que entre en esta tumba (y sus bienes funerarios), lo agarraré como a un pato salvaje; será juzgado por ello por el gran dios". (Texto procedente de la Tumba de Herjuf, Asuán, Dinastía VI)
Los daños sufridos por la momia o cualquier otro componente del equipo funerario eran irreversibles y la desaparición de su contexto original, privaba para siempre al difunto de su disfrute. Así, una forma de dañar a una persona non grata que puede apreciarse en multitud de tumbas y objetos consistía en repiquetear los jeroglíficos de su nombre o desfigurar su cara a golpes de cincel: su alma, no reconociendo el nombre o el rostro de su propietario, erraría falta de un soporte material donde concretarse. Ni tan siquiera las tumbas de los faraones escaparon a las profanaciones y daños de diversa índole, a pesar de todo tipo de medidas y recursos técnicos para garantizar su seguridad. De mayor o menor riqueza, lo cierto es que son muy pocas las tumbas de personajes de alto rango que se han preservado intactas. Como mal menor, en aquéllas expoliadas, los saqueadores dejaron muchos de los elementos de relativo valor en el Egipto de la época que hoy día ayudan a ilustrar y recomponer aspectos importantes de la cultura faraónica. En cuanto a su localización, existían lugares concretos destinados a la construcción de las tumbas. El Oeste era el lugar más indicado al ser el punto por donde el sol desaparecía para volver a renacer el día siguiente. En el Oeste, el sol iniciaba un viaje nocturno que terminaba al amanecer. El alma del difunto, después de su recorrido por la oscuridad, debía "salir hacia la luz del día", o lo que es lo mismo, iniciar la nueva vida. Este condicionante religioso no siempre se respetó; es el caso de las tumbas rupestres de Beni Hasan o Tell el-Amarna, donde los farallones rocosos
situados al este se adecuaban mucho mejor a las necesidades constructivas. Al ser el faraón el propietario de todo el territorio egipcio, le correspondía el papel de decidir tanto el lugar de construcción de su recinto funerario como el de adjudicar a los difuntos admitidos en la necrópolis un espacio específico acorde con su rango y función. De ahí que en algunos cementerios, las tumbas de los miembros de la familia real o los altos cargos de la administración estén próximas a las del rey, reflejo explícito de la relación mantenida en vida. Uno de los tópicos más extendidos y posiblemente fundados es la idea que presenta al egipcio como un ser obsesionado por el Más Allá. En realidad, es una cuestión difícil de valorar y en la que se ha de ser cauto a la hora de establecer aseveraciones genéricas. Sin ir más lejos, de todas las tumbas construidas en Egipto a lo largo de su historia, las más logradas (un porcentaje que representa una mínima parte de los individuos que vivieron y murieron en el país), pertenecieron al grupo social de mejor situación económica y en ellas se fundamentan gran parte de los conocimientos sobre cuestiones funerarias. Bellas y espectaculares creaciones que conducen con facilidad y convicción hacia el tópico mencionado. Pero, al igual que con todo lo que concierne al ser humano, también es lícito pensar que algunos no compartieran estos sentimientos, o al menos, no de una manera tan acusada. ¿Sacrificarían los nobles egipcios parte de sus recursos en la construcción de una tumba, en detrimento de un mayor disfrute de los mismos en vida?, ¿En qué medida afectarían las creencias
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funerarias a las personas de baja condición social que, en definitiva, poco tenían que perder?... En este sentido existen textos que reflejan desencanto o escepticismo ante las expectativas de vida ultraterrena; bien pudieran ser el reflejo del pensamiento de una parte importante de la población, en definitiva, seres humanos con inquietudes y necesidades propias de su naturaleza; uno de los más conocidos procede de la tumba de un personaje llamado Antef:
“Los dioses que existieron antes y que reposan en sus pirámides, los nobles glorificados que igualmente fueron enterrados en sus pirámides, los que construyeron los templos, sus lugares (ya) no existen ¿qué se ha hecho de ellos?... ...Nadie ha vuelto de allí para hablarnos de su situación, Para contarnos lo que han perdido (de forma que) nuestro corazón halle consuelo Hasta que marchemos al lugar al que ellos han ido... (Así pues) pasa una feliz jornada, No languidezcas en ella. Mira, no hay nadie que haya partido (y después) haya regresado”.
Finalmente, se ha de decir que de una manera intencionada o casual los egipcios consiguieron, a pesar de la propia extinción de su civilización, permanecer en el tiempo y obtener el reconocimiento de las generaciones futuras, en definitiva, una forma inmejorable de supervivencia colectiva como pueblo.
Uno de los tópicos más extendidos y posiblemente fundados es la idea que presenta al egipcio como un ser obsesionado por el Más Allá. En realidad, es una cuestión difícil de valorar y en la que se ha de ser cauto a la hora de establecer aseveraciones genéricas
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La cajita de memoria Arcadi Espada
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H Periodista y escritor
ace un tiempo mantuve una entrevista muy interesante con el biólogo Ginés Morata. En un momento dado, y sin que mediara presión por mi parte, me dijo que el hombre llegaría a ser inmortal. La idea en sí no me sorprendió demasiado, debo decirlo, porque yo he pensado eso mismo muchas veces. Pero la cuestión novedosa es que Morata es un científico serio y yo sólo soy un hombre que no quiere morirse. Mis meditaciones en torno a la inmortalidad siempre han ido acompañadas de un peregrino lamento ético: convencido como estoy de que el eje binario vida/muerte es coyuntural, siempre me ha parecido de un pésimo gusto la formidable injusticia de que yo haya contribuido (¡muriéndome!) a la inmortalidad de los que vendrán. Un amigo, que padece los mismos problemas, me lo dijo una noche con una gran claridad: "Chico, yo estoy seguro de que el día después de morirme se descubrirá la inmortalidad". Le planteé este caso de injusticia cósmica al biólogo Morata, pero no se inmutó, como es perfectamente normal. El sentido de la vida, y mucho menos el sentido de la justicia, no se hallan entre sus competencias. La hipótesis de la inmortalidad humana no suele formar parte de las conversaciones educadas por innumerables razones de tipo técnico, entre las que destacan la evidencia de que los hombres siempre han muerto: una tesis que de todos modos no deja de ser el reverso de la paradoja del pavo de Navidad, cuyos días uno detrás de otro
han sido felices y bien nutridos y no se ve (no lo ve el pavo) por qué razón el 25 habrá de ser un día diferente. Hay personas que no hablan de la muerte porque llevan vidas infelices y, aunque no deseen morirse de inmediato, no se imaginan, sin horror, una vida eterna. Es un punto de vista razonable, desde luego, pero que suele obviar algo fundamental: y es que buena parte de sus infelicidades tienen a la muerte (a su temor y a la constante necesidad de esquivarla) como causa principal. Y entre las razones, también está, se asuma o no, el escándalo monumental que ya he citado: la posibilidad de que unos hombres mueran y otros no. La muerte es soportable teniendo en cuenta que a todos nos alcanza; pero cualquier vacilación en la aplicación indiscriminada de esta sentencia dejaría el habitual desarrollo de la vida humana en un estado de K.O. técnico. Naturalmente ya sé que para que la esperanza de vida haya llegado a los 80 años en el Primer Mundo han sido preciso largas etapas donde la Humanidad no rebasó fácilmente los 30. Pero el hombre está más o menos acostumbrado a que la vida vaya entre esos extremos. Cualquiera puede morir joven, incluso hoy, y cualquiera pudo ser longevo (¡así el gran Tiziano!) ayer. Hay un abismo entre morir a los 30 o a los 80. Pero entre morir y no morir no se sabe bien lo que hay. Como la inmortalidad, según el sabio, es cuestión de tiempo (y nunca mejor dicho), los hombres de mi época atravesamos un momento particularmente duro. Lo viejo no muere (la muerte) y lo nuevo (la inmortalidad) se resiste a nacer. Es decir, la crisis, expuesta en términos políticos, gramscianos. Es un momento que no creo que tenga
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precedentes en la Historia. Hasta ahora las religiones habían garantizado, siempre que hubiera buena conducta, la salvación individual. La Ciencia, y su terrible perspectiva, garantiza la muerte individual, pero insinúa la inmortalidad del futuro. Una inmortalidad que, naturalmente, sólo pasa por la conservación de la memoria. Le preguntaban a la psicóloga Susan Blackmore en una entrevista: –Acaban de clonar embriones humanos maduros usando células cutáneas humanas adultas. Supongamos que clonamos a Susan Blackmore usando sus células cutáneas, cargamos su inteligencia a un ordenador, la convertimos en software, y la pasamos al cerebro del clon de Susan Blackmore. ¿Esto es Susan Blackmore? –Sin duda. Veamos; has mencionado todo lo que es realmente importante, ¿no? Va a ser lo mismo que soy yo. Pero rápidamente dejaría de ser lo mismo. Me refiero a que, digamos que haces diez de estas cosas y las tienes todas aquí delante de nosotros. Bueno, no pueden estar todas sentadas en esta silla al mismo tiempo. Van a comenzar a ser diferentes desde el principio. Una se moverá hacia allí, otra irá a hacerse una taza de té antes que las demás, y gradualmente procederán a divergir en su manera de pensar y en lo que les ocurre, como sucede con mellizos. Van a convertirse en cosas distintas. La respuesta de Blackmore era impecable. Pero a la pregunta le faltaba añadir "recuerdos" a "inteligencia". Solo los recuerdos garantizarían la innmortalidad de Susan Blackmore. "Los recuerdos son circuitos" me dijo un día el gran neurocientífico español Carlos Belmonte. Belmonte tiene metáforas muy elevadas, nuevas, insurgentes. Me dijo también que el cerebro es una bengala en
la noche con la que el hombre puede trazar las elipsis más diversas. El conjunto del yo son circuitos, insistió, y no parece imposible pensar en su traslado de un cuerpo a otro y en su copia. Belmonte tiene amigos cargados de un humor inteligente. Uno acabó concretándole: "El cerebro es el único órgano del que uno querría ser donante". Pero entre todo lo que me dijo, casi en una esquina abandonada de la conversación, destaca esta observación sencilla, veraz y prodigiosa: "En realidad sobre la complejidad de la circuitería de los recuerdos se exagera con frecuencia. Recuerdos, en realidad, tenemos pocos". Cuando lo escuché decir eso estuve a punto de reaccionar agresivamente, picado por ese reduccionismo (en realidad, tan feliz) que practican los científicos. Pero me bastaron unos segundos para admitir que llevaba razón. Sus palabras me recordaron un viejo artículo de la periodista Montero que me impresionó en mi juventud. Al parecer se había trasladado de casa y observando el camión de las mudanzas concluyó que en realidad la vida de uno, sus objetos, cabían en un pequeño cuadrado del camión. No era para tanto, concluía con gran realismo. No es para tanto tampoco
con los recuerdos. Comparados con la inmensidad de las horas muertas, dormidas, desperdiciadas de la vida, con esa gran prosa, el volumen de los recuerdos es nimio, ligero, unos cuantos subrayados con iluminador amarillo, que es el color más adecuado para la función. De ahí se sigue que tal vez el yo quepa en una cajita y ésta pueda ir de mano en mano por los pliegues infinitos del tiempo. Que la muerte es, en cualquier caso, la destrucción de la memoria nos lo enseña cada enfermo de alzhéimer. Yo he visto algunos, en esa fase aún no terminal que les permite ser todavía hombres, pero ya sin saber qué hombres son. La visión es impactante. Uno los ve y observa en ellos todos los rasgos del hombre que conoció: la piel, el color de los ojos, la forma del cuerpo, el tono de voz. Pero hay graves errores en los billones de conexiones neuronales que forman su cerebro y aquel yo (aquel tú) conocido y amado se ha perdido para siempre. Paradójicamente la muerte en vida de los enfermos de alzhéimer tiene un punto reconfortante, alentador. Si hay muerte en vida también puede haber vida en la muerte. La gramática, como el algodón, no engaña.
Hasta ahora las religiones habían garantizado, siempre que hubiera buena conducta, la salvación individual. La Ciencia, y su terrible perspectiva, garantiza la muerte individual, pero insinúa la inmortalidad del futuro: la conservación de la memoria
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Morir: Mรกgicamente, transformarse Fernando Fernรกndez Martorell
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L Escritor Creador de la Novela Iniciática
a primera pista de que la muerte es positiva y meramente transformadora, me la proporcionó la muerte de mi padre, de suavidad octogenaria. Al morir, mi padre empezó a mirar la ciudad a través de mis ojos (ése fue el único cambio que noté en la ciudad al morir él). Es decir, que empecé a ver lo que él siempre había visto, sin habérmelo confesado. Que mi padre empezara a ver la ciudad a través de mis ojos quiere decir con exactitud que de pronto mi padre se apoderaba de mi mirada, después de muerto, y empezaba a mirar a través de mí mientras yo observaba su mirar. Y así, jamás lo amé tanto como cuando, después de muerto, empezó a usar mis ojos para mirar por fin sin riesgo ni cuidado. Tranquilo y resguardado (por mí). Por medio de su muerte, mi padre había entrado en mí y había por fin aparecido realmente, más prístino que nunca, en mí. Yo me había transformado en algún sentido o plano o pliegue en parte de él, al asumirlo por su muerte, y su fantasma había aparecido en mí (y es que únicamente eso es, en verdad, un fantasma). La segunda pista de que la muerte es positiva y meramente transformadora me la dio, mi madre al morir. Puesto que si alguien tan extremadamente bella como ella (incluidas en la comparación las cúspides del cinematógrafo) quedaba en el momento de su muerte convertida en algo semejante al envoltorio ceniciento o cáscara de una cebolla gris, tal cosa quería decir –aunque algunas gentes
airadas se encrespen contra mí por decir esto– tal cosa quería decir evidentemente, con evidencia mágica, que había huido de allí gran cantidad de espíritu hasta disolver tanta belleza y que por lo tanto antes la había y en tan gran cantidad como para que al conjuro de la muerte física tal belleza quedara convertida en cenicienta cebolla. ¿Adónde habría ido, tal cantidad de espíritu? Ahí, ahí me inspiró mi madre sobre la auténtica actuación de la muerte en las personas, puesto que yo siempre había sospechado la gran cantidad de espíritu que se contenía en ella, de todo lo cual su extrema belleza era disfraz y disimulo, mágico mecanismo. Abrumado quedé porque las experiencias personales sobre la muerte provenientes de mi padre y mi madre, no tenían conjugación con la doctrina oficial o común sobre la muerte. Mis experiencias apuntaban a una especial continuidad, a una entrada en un lugar innombrable y antes jamás expresado, a un intercambio instantáneo de sospechados y secretos valores, a un cultivo ilocalizado que ir a rescatar con la muerte, afinando a los seres, dotándolos de bisel como para penetrar en sutiles ranuras, y en cambio las opiniones a mi alrededor oscilaban entre una creencia a ultranza de un escenario semejante al nuestro pero con luz apocalíptica y las de los que creían en la muda y completa desaparición.
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Ahí la influencia de los ejemplos de mis padres y la fuerza interna de mi propia genética decidieron. Sentí que la sustitución de la vida por el Arquetipo de la Muerte confirmaría la regla máxima del mundo, que todo lo rige, y que es la de la Transformación. Y en esa Transformación lo que iba a aparecer tendría que ver, seguro, con la intensidad con que el difunto hubiera vivido sus propios misterios. Así que la tercera pista, definitiva, me la di yo mismo. Y previamente a su llegada comencé a afinarme para entrar en ella como herramienta bien afilada entra en el corte. La profesión de lo mágico me inspiraba con claridad que lo más emocionante de la vida son los contactos con lo desconocido, con el extraño sentido que todo parece tener, y así ¿no era lo más coherente que la verdadera aparición empezase justo al terminar una inexplicable desaparición? La muerte.
Al morir, mi padre empezó a mirar la ciudad a través de mis ojos (ése fue el único cambio que noté en la ciudad al morir él). Es decir, que empecé a ver lo que él siempre había visto, sin habérmelo confesado
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En mensaje cifrado te transformas con la muerte, e instantáneo, con toda tu opinión y tus amores, en mensaje, en carta, en sobre, que se mete en el buzón de la propia historia, y de ahí, parte.
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Lo vital de la muerte Antonio Gala
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Escritor
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protegido de la soledad y de la angustia. Entre nosotros hay quienes se lamentan de que hemos perdido el concepto de los más altos valores. ¿Podrá decirse que la cultura occidental, a diferencia de la oriental, hoy los ignora? ¿Quizá nosotros nos hemos desculturizado?
Cada cultura se caracteriza por los velos y tamices que coloca entre sus miembros y la realidad, es decir, por la forma en que les impone una percepción y una valoración. Así uniforma de cierta manera a cada grupo humano, forja su personalidad y hace que se sienta
No hace tanto algún valor, que hoy no cotiza en bolsa, se consideró definitivo y consagrador de un proceso cultural del que formamos parte, y que hemos desviado o intentado desviar. Se trata de la importancia de la muerte. Al ser ella apartada, se lleva consigo una buena porción de la importancia de la vida. El progreso, no más que técnico (el hombre total no ha progresado), mueve a creer en una especie de omnipotencia frente a la enfermedad y sus secuelas. El personal dotado para curar se halla poco dispuesto a aceptar el fracaso de sus conocimientos ante la finitud. El poder material ha movido a identificar la culminación del ser humano con la posesión y el enriquecimiento, olvidando el espíritu y negándose a considerar la muerte, prueba radical de nuestro último desvalimiento. Y, por fin, habitamos un área cultural en la que el triunfo del cuerpo, la exaltación de su juventud y su belleza, su utilización en la moda y en la publicidad tan contagiosa y tan dispersa –con sus gimnasias, sus antiarrugas, sus adelgazamientos, sus crecepelos y su cirugía plástica–, se dirigen a abolir la urgente presencia de la muerte y a reputarla como algo impensable o lejanísimo. En nuestra sociedad se juzga ofensivo morir. De ahí que se aparte a los agonizantes, se los destierre de nuestra proximidad, se exilien los cadáveres a los tanatorios, se maquillen los muertos y se procure convertir el tema en una idea vaga, difusa y desde luego ajena. Sólo mueren los otros, por próximos que estén a nuestra intimidad.
a única certeza común a todos los seres vivos es su muerte. Se trata de algo tan natural y absoluto como la vida, con sus verdes y jugosos mandatos. ¿Por qué parece entonces tan terrible? Por el ansia ancestral de no desaparecer enteramente, por la arrogante inercia de persistir, por las dudas sembradas de fes inverosímiles no confirmadas nunca. Si identificáramos la muerte con el definitivo acabamiento, morir sería más fácil; pero el mar donde la muerte desemboca, tan lleno de sospechosas amenazas o remuneraciones, la ha convertido en el comienzo de un juicio eterno ante el que el hombre tiembla. Y si se añade la posibilidad de que a la agonía –la última lucha– la acongojen martirios físicos, se comprende que a la muerte la consideremos el peor de los males. El individuo muere, muere sufriendo y muere solo. El mundo continuará igual, pero sin él. La vida le retira su aval; se aleja de él cantando; lo aparta del espumoso caudal con el que lo inundaba. Ese umbral no lo atraviesa el hombre de la mano de nadie. La sociedad, que le enmarañó la muerte con promesas o amagos ulteriores, se lava ahora sus manos. ¿Nada puede hacer ya por él sino absolverlo de sus pecados y otorgarle un supuesto viático espiritual, tan poco acorde con la naturaleza? Podría acaso despenarlo, en el doble sentido del término –sacarlo de su pena y rematarlo–, pero elige abstenerse.
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Nos adormece aunque sólo sea la duda de lo que haya después de todo. Ese es el enigma que el hombre y la mujer, con mayor o menor ferocidad, se han planteado siempre. Ignoro si es o no razonable, después de aquel Eritis sicut deos que se prometió con la tentación de comer el fruto prohibido del árbol del conocimiento, de la razón y del bien y del mal: el árbol que confirmó la libertad rebelde. De ahí quizá que la criatura racional se resista a morir del todo; de ahí que necesite un paraíso, o aunque sea un infierno, al que acogerse. Y se refugie, tanto al menos como en ésta, en una vida de ultratumba. El hombre puede explicarse el resto, no el principio ni el fin. Y, sin embargo, su preternaturaleza reside en eso: un náufrago ahogándose en el mar es más grande que mar, porque el náufrago sabe que se ahoga y el mar no sabe que lo mata. Por tal falta de aceptación la Humanidad, desde su aurora, requirió religiones y dioses; no tanto por su debilidad ante la desdicha cuanto por su incertidumbre ante el más allá. ¿Qué más allá? Agnósticos serenos, capaces de vivir con su final a cuestas, hay pocos. Es muy duro pensar que no somos los propietarios de la vida, ni aun sus depositarios, sino utensilios suyos desechables. Y, ante ese vacío y ese desamparo, echa mano el hombre de hostiles poderes sobrehumanos que lo protejan de los humanos que le son hostiles; de vidas eternas que lo consuelen de la frustración de ésta; de espíritus inmortales que retornan para cuidar de él y tranquilizarlo; incluso de extraterrestres que lo convenzan de que no está solo y sustituyan a dioses, ángeles y demiurgos. Echa mano de fantasmas, demonios, exorcistas, videntes, parasicólogos, fuerzas indecibles,
incógnitos temblores: de lo que sea, con tal de saberse acompañado y duradero. ¿Cómo no entender que dar gloria a cualquier dios sea justamente la finalidad de toda vida? ¿Cómo va a darse gloria a ningún dios sino viviendo? El fenómeno religioso parece ignorar que de la muerte depende la importancia de la vida. Como si lo más importante de una casa estuviese de tejas para arriba. Como si el fin de la vida no se aclarase sino tras su fin. Como si lo más trascendente del mundo estuviese, más allá de él, en la metafísica. Como si cualquier clave nos aguardase en la ultratumba. Como si hubiésemos de dejar perder el pájaro que tenemos entre manos para asir los imaginarios trinos de cien pájaros
apoyar los pies en el incentivador suelo de la muerte, que urge tanto y que tanto estimula. Sólo en presencia de ella el mundo alcanza su más hondo significado, y el hoy merece la pena de ser vivido con independencia del mañana improbable. La muerte es, seguro, la última puerta abierta. Para salir, no para entrar. Somos sus prometidos; debemos encontrarnos con ella y abrazarla. Hay quien tiene prisa por consumar el matrimonio y que la echa de menos; hay quien confía en la prolongación de su noviazgo. Da igual, es la protagonista de la vida que a ella se dirige. Por el trayecto, recreémonos en las flores, entretengámonos con la hermosura, sonriamos a quien se cruza
El hombre puede explicarse el resto, no el principio ni el fin. Y, sin embargo, su preternaturaleza reside en eso: un náufrago ahogándose en el mar es más grande que mar, porque el náufrago sabe que se ahoga y el mar no sabe que lo mata póstumos. Como si nuestro alrededor, en lugar de una realidad tangible, fuese tan sólo una metáfora… Yo me quedo con el Rilke de la Octava Elegía: “Con todos sus ojos las criaturas perciben lo Abierto /… que tan profundamente transparenta / la faz del animal. / Ella libre de muerte, mientras nuestras miradas sólo la muerte ven”. Una vez más Jacob roba la primogenitura al velludo Esaú, que otorga y calla. No obstante, la intensidad vital, la fruición con que se han de exprimir las horas, nunca podrán conseguirse del todo si no se posee la idea de la muerte y con ella se convive. Por el contrario, costará menos dejar una vida usada bien y mucho que otra consumida en vanas ilusiones bobas y estériles: la que transcurrió sin
con nosotros, jugueteemos y gocemos, demorémonos un suave instante con la música… La muerte está al final de ese camino. Es el fin del camino. O su interrupción. La cumbre más alta de la vida es despertar del bello o airado sueño de la inmortalidad individual. Dejemos nuestras huellas aquí. Dejemos nuestro recuerdo luminoso. Será la única forma de que aún nos toque un poco más de abril y del abril de quienes nos sucedan.
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… Despertaba el día / y, a su albor primero, / con sus mil ruidos / despertaba el pueblo. / Ante aquel contraste / de vida y misterio, / de luz y tinieblas, / yo pensé un momento: / ¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!... En la Rima LXXIII “Cerraron sus Ojos”, de Gustavo Adolfo Bécquer
Catedrático de Anatomía Patológica de la Universidad de Granada
Aunque la idea del acoplamiento de la vida y la muerte en el interior de las células como dos procesos antagónicos pero complementarios según el modelo oriental del yin y el yang es relativamente nueva, su germen fue la teoría celular formulada en el siglo XIX por Rudolf Virchow
E
l adjetivo forense aplicado a la palabra médico define al profesional encargado por la justicia para dictaminar problemas de medicina legal, entendida esta como su aplicación al asesoramiento pericial de los tribunales. Forense como sustantivo aislado designa a la persona que realiza autopsias por mandato del juez para esclarecer las circunstancias no naturales que pudieran haber rodeado a la muerte. El pueblo llano generalmente ignora que los anatomopatólogos de los hospitales practicamos autopsias clínicas a diario para analizar al microscopio las lesiones de los pacientes fallecidos con dos objetivos fundamentales: a) mejorar la calidad de la asistencia prestada y b) aportar información sobre el origen de las enfermedades, su prevención y mejores posibilidades de tratamiento futuro. Y como la autopsia implica transformar a los cadáveres en objeto de estudio es habitual que los médicos forenses y los anatomopatólogos contemplemos la muerte en soledad puesto que, al fin y al cabo, investigar la patografía1 de quien no puede colaborar activamente para resolver el intrincado jeroglífico que la existencia ha labrado en su cuerpo debe ser más bien motivo de introspección que de vana palabrería.
La vida y la muerte como un continuo celular La vida es el camino sin retorno desde la unión del material genético del padre y la madre en un huevo primitivo hasta la muerte, en cuyo instante se inicia el admirable ciclo biogeoquímico de fusión del cuerpo con la naturaleza. Este proceso, quizás por la consustancial morbosidad de la especie humana, ha cobrado gran interés mediático y es objeto de multitud de documentales y series de ficción, que describen con todo lujo de detalles la cadena trófica de detritívoros2 implicada y como el análisis detallado de sus exuvias3 contribuye a fechar la muerte de cada individuo. Aunque la idea del acoplamiento de la vida y la muerte en el interior de las células como dos procesos antagónicos pero complementarios según el modelo oriental del yin y el yang es relativamente nueva, su germen fue la teoría celular formulada en el siglo XIX por Rudolf Virchow, el más grande anatomopatólogo de la historia. Según sus leyes, los órganos y tejidos están formados por células independientes con vida propia susceptibles de enfermar y morir aisladamente, sin que ello repercuta en la supervivencia del individuo completo. Además, las células nacen, se desarrollan, envejecen y mueren siguiendo ciclos diferentes que dependen del tejido donde
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asientan. Por ejemplo, las neuronas del cerebro no pueden ser sustituidas por otras cuando mueren, lo cual provoca la progresión de la demencia de la enfermedad de Alzhéimer; por el contrario, todas las células del epitelio intestinal se renuevan en pocos días, lo que explica la elevada capacidad reparativa del tubo digestivo ante las distintas agresiones tóxicas o infecciosas que frecuentemente padece.
inmortalidad. De hecho, la criocongelación del cuerpo humano en nitrógeno líquido, para una eventual resucitación cuando sean descubiertos nuevos tratamientos para las enfermedades, ha sido propuesta como alternativa a la muerte, aunque las observaciones realizadas por los científicos en un grupo particular de seres vivos, los Tardígrados4, han hecho perder vigencia a esta sugerente posibilidad.
Desde el punto de vista técnico no es lo mismo muerte celular que local o general. La primera depende de la anulación funcional irreversible de las estructuras que soportan la vida en el interior de cada célula. El concepto de muerte local más bien se refiere a la desintegración morfológica concomitante de un conjunto de células en los tejidos y órganos. Un ejemplo paradigmático de lesión local es el infarto de miocardio, que puede comprometer en mayor o menor medida la estructura y funciones del corazón hasta llegar a producir la muerte general del individuo cuando es suficientemente extenso. Mientras que desde antiguo la teología se ha interrogado acerca del instante durante el cual la vida abandona el cuerpo del hombre, actualmente la ciencia lo hace sobre cómo se tramita la muerte en cada una de las células que lo componen. Y si para la primera cuestión la respuesta continúa siendo objeto de fe, en la segunda cada día es más evidente la existencia de un punto de no retorno […a la vida], definido por la imposibilidad de revertir, o al menos detener, el proceso de muerte celular.
Se define como criptobiosis la capacidad de los Tardígrados para inhibir su metabolismo y cualquier signo detectable de vida cuando las condiciones medioambientales se tornan desfavorables. Esta situación de vida latente es completamente reversible, recuperándose plenamente la actividad si las circunstancias del entorno lo permiten, algo que hasta hace poco tiempo sólo se consideraba posible en las bacterias. Aunque los mecanismos moleculares que facilitan a los Tardígrados la entrada en criptobiosis son desconocidos, se ha propuesto que están vinculados a la especial organización de sus moléculas, que recurrentemente serían capaces de cambiar hacia formas activas (durante la vida normal) o inactivas (en criptobiosis) sin apenas coste energético, pues en ambas situaciones mantendrían inalterado su nivel de entropía5, que necesita un nivel organizativo muy elemental. De este modo y llegado el momento, los Tardígrados resucitarían mediante un proceso equivalente al de inicialización binaria de los computadores aunque utilizando como fuente exclusiva de arranque la escasa energía libre existente en el medio.
Muerte, criptobiosis y punto de no retorno El envejecimiento per se como causa de muerte celular tradicionalmente ha sido obviado por la ciencia, de modo que la prolongación de la esperanza de vida en la sociedad occidental y el progreso en la prevención y curación de las enfermedades ha hecho rebrotar el ansia por alcanzar la
En las células de los organismos pluricelulares más diferenciados, la muerte sería el precio a pagar para mantener sus especializadas funciones. El punto de no retorno estaría ligado a la incapacidad de las
células de los seres superiores para entrar en criptobiosis cuando las circunstancias vitales se tornan desfavorables ya que su ADN, que posee un nivel de organización superior al de los Tardígrados, no podría reiniciar la síntesis de proteínas por un mecanismo equivalente al propuesto para ellos. En otras palabras, la avanzada especialización tisular medio de los mamíferos superiores conlleva una pérdida irreversible de información básica sobre los más primitivos mecanismos de reproducción celular y que alcanza su máximo grado en las neuronas. Estos sistemas de supervivencia paradójicamente son recuperados por los tumores malignos, de forma que las células cancerosas son las únicas de la especie humana capaces de alcanzar la inmortalidad a expensas de multiplicarse y extenderse de forma incontrolada hasta acabar con la vida de los sujetos afectos. 1.- Conjunto de enfermedades padecidas por cada individuo y que son complemento inseparable de su vida. 2.- Las diversas variedades de insectos, gusanos y microorganismos que emplean los cadáveres en descomposición para nutrirse. 3.- Conjunto de cutículas del exoesqueleto de los detritívoros que es abandonado tras su muda. 4.- Los Tardígrados, también llamados “osos del agua o del musgo”, son un filo de seres microscópicos pluricelulares encontrados tanto en las mayores profundidades oceánicas como en las cumbres del Himalaya y que contiene hasta 750 especies diferentes. Se caracterizan por tener un cuerpo cilíndrico tetrasegmentado con simetría bilateral de entre 0,2 y 0,5 milímetros, cuatro pares de patas provistas de uñas y sistema nervioso ventral con cerebro multilobulado. Estos seres son capaces de sobrevivir en condiciones medioambientales extremas, incluyendo su deshidratación completa, la congelación en aire líquido a -190 C, el calor extremo hasta 150º C y las radiaciones electromagnéticas con intensidad mil veces superior a la letal sobre el ser humano. 5.- Concepto físico que define la acumulación creciente e irreversible de desorden en las moléculas o átomos de un sistema dado.
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Lo vital de la muerte Antonio Gala
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protegido de la soledad y de la angustia. Entre nosotros hay quienes se lamentan de que hemos perdido el concepto de los más altos valores. ¿Podrá decirse que la cultura occidental, a diferencia de la oriental, hoy los ignora? ¿Quizá nosotros nos hemos desculturizado?
Cada cultura se caracteriza por los velos y tamices que coloca entre sus miembros y la realidad, es decir, por la forma en que les impone una percepción y una valoración. Así uniforma de cierta manera a cada grupo humano, forja su personalidad y hace que se sienta
No hace tanto algún valor, que hoy no cotiza en bolsa, se consideró definitivo y consagrador de un proceso cultural del que formamos parte, y que hemos desviado o intentado desviar. Se trata de la importancia de la muerte. Al ser ella apartada, se lleva consigo una buena porción de la importancia de la vida. El progreso, no más que técnico (el hombre total no ha progresado), mueve a creer en una especie de omnipotencia frente a la enfermedad y sus secuelas. El personal dotado para curar se halla poco dispuesto a aceptar el fracaso de sus conocimientos ante la finitud. El poder material ha movido a identificar la culminación del ser humano con la posesión y el enriquecimiento, olvidando el espíritu y negándose a considerar la muerte, prueba radical de nuestro último desvalimiento. Y, por fin, habitamos un área cultural en la que el triunfo del cuerpo, la exaltación de su juventud y su belleza, su utilización en la moda y en la publicidad tan contagiosa y tan dispersa –con sus gimnasias, sus antiarrugas, sus adelgazamientos, sus crecepelos y su cirugía plástica–, se dirigen a abolir la urgente presencia de la muerte y a reputarla como algo impensable o lejanísimo. En nuestra sociedad se juzga ofensivo morir. De ahí que se aparte a los agonizantes, se los destierre de nuestra proximidad, se exilien los cadáveres a los tanatorios, se maquillen los muertos y se procure convertir el tema en una idea vaga, difusa y desde luego ajena. Sólo mueren los otros, por próximos que estén a nuestra intimidad.
a única certeza común a todos los seres vivos es su muerte. Se trata de algo tan natural y absoluto como la vida, con sus verdes y jugosos mandatos. ¿Por qué parece entonces tan terrible? Por el ansia ancestral de no desaparecer enteramente, por la arrogante inercia de persistir, por las dudas sembradas de fes inverosímiles no confirmadas nunca. Si identificáramos la muerte con el definitivo acabamiento, morir sería más fácil; pero el mar donde la muerte desemboca, tan lleno de sospechosas amenazas o remuneraciones, la ha convertido en el comienzo de un juicio eterno ante el que el hombre tiembla. Y si se añade la posibilidad de que a la agonía –la última lucha– la acongojen martirios físicos, se comprende que a la muerte la consideremos el peor de los males. El individuo muere, muere sufriendo y muere solo. El mundo continuará igual, pero sin él. La vida le retira su aval; se aleja de él cantando; lo aparta del espumoso caudal con el que lo inundaba. Ese umbral no lo atraviesa el hombre de la mano de nadie. La sociedad, que le enmarañó la muerte con promesas o amagos ulteriores, se lava ahora sus manos. ¿Nada puede hacer ya por él sino absolverlo de sus pecados y otorgarle un supuesto viático espiritual, tan poco acorde con la naturaleza? Podría acaso despenarlo, en el doble sentido del término –sacarlo de su pena y rematarlo–, pero elige abstenerse.
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Nos adormece aunque sólo sea la duda de lo que haya después de todo. Ese es el enigma que el hombre y la mujer, con mayor o menor ferocidad, se han planteado siempre. Ignoro si es o no razonable, después de aquel Eritis sicut deos que se prometió con la tentación de comer el fruto prohibido del árbol del conocimiento, de la razón y del bien y del mal: el árbol que confirmó la libertad rebelde. De ahí quizá que la criatura racional se resista a morir del todo; de ahí que necesite un paraíso, o aunque sea un infierno, al que acogerse. Y se refugie, tanto al menos como en ésta, en una vida de ultratumba. El hombre puede explicarse el resto, no el principio ni el fin. Y, sin embargo, su preternaturaleza reside en eso: un náufrago ahogándose en el mar es más grande que mar, porque el náufrago sabe que se ahoga y el mar no sabe que lo mata. Por tal falta de aceptación la Humanidad, desde su aurora, requirió religiones y dioses; no tanto por su debilidad ante la desdicha cuanto por su incertidumbre ante el más allá. ¿Qué más allá? Agnósticos serenos, capaces de vivir con su final a cuestas, hay pocos. Es muy duro pensar que no somos los propietarios de la vida, ni aun sus depositarios, sino utensilios suyos desechables. Y, ante ese vacío y ese desamparo, echa mano el hombre de hostiles poderes sobrehumanos que lo protejan de los humanos que le son hostiles; de vidas eternas que lo consuelen de la frustración de ésta; de espíritus inmortales que retornan para cuidar de él y tranquilizarlo; incluso de extraterrestres que lo convenzan de que no está solo y sustituyan a dioses, ángeles y demiurgos. Echa mano de fantasmas, demonios, exorcistas, videntes, parasicólogos, fuerzas indecibles,
incógnitos temblores: de lo que sea, con tal de saberse acompañado y duradero. ¿Cómo no entender que dar gloria a cualquier dios sea justamente la finalidad de toda vida? ¿Cómo va a darse gloria a ningún dios sino viviendo? El fenómeno religioso parece ignorar que de la muerte depende la importancia de la vida. Como si lo más importante de una casa estuviese de tejas para arriba. Como si el fin de la vida no se aclarase sino tras su fin. Como si lo más trascendente del mundo estuviese, más allá de él, en la metafísica. Como si cualquier clave nos aguardase en la ultratumba. Como si hubiésemos de dejar perder el pájaro que tenemos entre manos para asir los imaginarios trinos de cien pájaros
apoyar los pies en el incentivador suelo de la muerte, que urge tanto y que tanto estimula. Sólo en presencia de ella el mundo alcanza su más hondo significado, y el hoy merece la pena de ser vivido con independencia del mañana improbable. La muerte es, seguro, la última puerta abierta. Para salir, no para entrar. Somos sus prometidos; debemos encontrarnos con ella y abrazarla. Hay quien tiene prisa por consumar el matrimonio y que la echa de menos; hay quien confía en la prolongación de su noviazgo. Da igual, es la protagonista de la vida que a ella se dirige. Por el trayecto, recreémonos en las flores, entretengámonos con la hermosura, sonriamos a quien se cruza
El hombre puede explicarse el resto, no el principio ni el fin. Y, sin embargo, su preternaturaleza reside en eso: un náufrago ahogándose en el mar es más grande que mar, porque el náufrago sabe que se ahoga y el mar no sabe que lo mata póstumos. Como si nuestro alrededor, en lugar de una realidad tangible, fuese tan sólo una metáfora… Yo me quedo con el Rilke de la Octava Elegía: “Con todos sus ojos las criaturas perciben lo Abierto /… que tan profundamente transparenta / la faz del animal. / Ella libre de muerte, mientras nuestras miradas sólo la muerte ven”. Una vez más Jacob roba la primogenitura al velludo Esaú, que otorga y calla. No obstante, la intensidad vital, la fruición con que se han de exprimir las horas, nunca podrán conseguirse del todo si no se posee la idea de la muerte y con ella se convive. Por el contrario, costará menos dejar una vida usada bien y mucho que otra consumida en vanas ilusiones bobas y estériles: la que transcurrió sin
con nosotros, jugueteemos y gocemos, demorémonos un suave instante con la música… La muerte está al final de ese camino. Es el fin del camino. O su interrupción. La cumbre más alta de la vida es despertar del bello o airado sueño de la inmortalidad individual. Dejemos nuestras huellas aquí. Dejemos nuestro recuerdo luminoso. Será la única forma de que aún nos toque un poco más de abril y del abril de quienes nos sucedan.
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Qué es la muerte Gabriel Masfurroll
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M Fundador y Presidente de USP Hospitales
e encanta escribir. De hecho es uno de mis placeres. Me relaja y me permite expresar y sacar todo aquello que constantemente genera mi mente. No obstante y a fuer de ser sincero, cuando me sugirieron que escribiera sobre la muerte, mi mente quedó en blanco. ¿Por qué? Imagino que para la mayoría de los humanos (también llamados mortales y nunca mejor dicho para este artículo), este es un tema tabú. ¿Qué es la muerte? Pues si quieren que les sea sincero, soy incapaz de imaginarlo, es más, lo he intentado algunas veces, no muchas, y me pierdo y por qué no decirlo, me asusta. Dicen que los humanos, a lo que más tememos es a lo desconocido, y creo que la muerte es lo más inexplicable que tenemos. Yo me sentiría y no pararía de llenar folios y folios sobre la vida. Pienso que es bella, que a pesar de las enormes desgracias que se ciernen en el mundo, a pesar de la crueldad y maldad de muchos humanos, la vida vale la pena vivirla y no sólo una vez, sino que repetiría mil veces. Pensarán algunos de ustedes que esto yo lo digo porque quizás la vida me ha sonreído más que a otros. Quizás, pero también he vivido situaciones difíciles, trances dolorosos y estos, en especial, han sido los que han tocado a la muerte. Es por ello que sólo puedo hablar de la muerte, por contraste con la vida. Quizás los dos momentos más trágicos de mi vida han sido la pérdida de dos seres queridísimos. Nuestro hijo Alex se fue con 3 años, un 28 de diciembre, el día
de los Santos Inocentes, sin despedirse. Aún creemos que no fue cierto, que ha sido una pesadilla, pero la triste realidad es que Alex no está. Es cierto que no está físicamente, pero gracias a la Fundación Alex (www.fundscionalex.org) cada día esta más y más presente y además nos ayuda a ser mejores. La otra muerte, la de mi padre. Ésta fue una muerte lenta, en las garras del Alzhéimer. Fueron 4 años consumiéndose, dejándonos lentamente, viendo cómo se fundía, aunque déjenme que les diga algo importante. Para mí, mi padre murió el día que dejó de conocerme, el día en el que ya no nos pudimos comunicar, el día que no reconoció nuestras caricias ni él podía darnos las suyas. La muerte física llegó unos meses más tarde. Como dijo Steve Jobs recientemente a los graduados de la Universidad de Standford, su universidad: “La muerte es el destino que todos compartimos. Nadie ha escapado de ella. Y así tiene que ser, porque la muerte es posiblemente el mejor invento de la vida. Retira lo viejo para hacer sitio a lo nuevo. Vuestro tiempo es limitado, así que no lo gastéis viviendo la vida de otro”. Sabias palabras de un hombre sabio que ha estado cerca de la muerte. Yo tan sólo añadiría como epitafio: La muerte es el paradigma del socialismo, ante ella todos somos iguales, pues el final es idéntico para todos los humanos. ¿Y luego? Soy absolutamente incapaz de imaginar el más allá. Escucho y respeto todas las teorías, pero no invierto demasiado tiempo en analizarlas, prefiero dedicarlo a la vida.
“La muerte es el destino que todos compartimos. Nadie ha escapado de ella. Y así tiene que ser, porque la muerte es posiblemente el mejor invento de la vida”. Steve Jobs
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¿Es la mortalidad el precio del amor? Eduard Punset
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a muerte es el subproducto de un sistema de reproducción sexual determinado que, probablemente, cuajó hace unos setecientos millones de años –la vida había existido con anterioridad durante más de dos mil millones de años–.
Escritor y divulgador científico
Cuando se produjo la diferenciación en las células germinales entre los óvulos y los espermas, quedó sellada la diferencia de sexos. En el sistema de reproducción sexual, al contrario de lo que ocurría con la reproducción clónica, hacía falta que se juntaran dos organismos para producir sólo uno. En términos económicos, se trata de un negocio poco rentable, porque en el sistema de clonación, que sigue vigente en multitud de organismos, una sola bacteria se desdoblaba en dos, y luego en cuatro y en ocho.
En su sentido más literal, la muerte es el subproducto del amor entre dos organismos distintos que se fusionan para sobrevivir, intentando remediar su degradación celular y falta de energía. El precio pagado por la especialización celular entre células reproductoras inmortales y células somáticas perecederas pudo crear una nostalgia infinita en los organismos complejos. El precio pagado por esa especialización celular es particularmente abusivo. Las bacterias, organismos unicelulares que se reproducen subdividiéndose, no mueren nunca. Un clon es idéntico al siguiente y éste al siguiente hasta la eternidad. Sólo las mutaciones aleatorias son responsables de la diversidad. Los organismos multicelulares como nosotros, en cambio, son únicos e irremplazables. La diversidad y el sexo comportan la individualidad y, por tanto, la muerte.
En el sistema de reproducción sexual que se impuso por razones todavía no aclaradas del todo, se produce una mezcla de dos cromosomas distintos, de manera que el hijo ni es clon del padre ni es clon de la madre, sino que es único e irrepetible; no hay otro ni habrá nunca otro igual; su cerebro no será jamás parecido al cerebro del organismo de otra persona. Y claro, los hijos de una bacteria, que eran idénticos al progenitor, y los hijos de estos hijos idénticos vivían para siempre. Mientras que el organismo que es único e irrepetible, como el resultante de un sistema de reproducción sexual, no se puede repetir y por definición se muere forever, para siempre.
En su sentido más literal, la muerte es el subproducto del amor entre dos organismos distintos que se fusionan para sobrevivir, intentando remediar su degradación celular y falta de energía
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Cuando el coraz贸n nos dice adi贸s Jordi Rius Garriga
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l Cardenal se moría. Mi brazo derecho rodeaba sus hombros. Su expresión era plácida y totalmente serena. De repente se incorporó, miró la pared de enfrente con ojos de absoluta felicidad, ojos que ya no eran de este mundo, y dijo: “Jesús, voy hacia ti”, y expiró.
Cardiólogo
Xavier Cugat, el director de orquesta, con crisis de fallo cardíaco muy repetidas, venía a la clínica muy apurado y decía: “Doctor, doctor, por favor, deme una inyección que termine con todo”. Lo tratábamos incluso con intubación y respiración artificial, y a los tres días estaba perfecto, pellizcando a la primera enfermera que se le ponía a tiro. Un médico cirujano de toreros, a las 12.30 de la noche, me llamó a casa comentándome que notaba mucha opresión en el pecho. Mientras hablábamos de repente se calló, no me contestaba, me respondió su mujer, había fallecido dejando el teléfono colgando. De un gran científico divulgador, gran didacta y muy respetado, a las 3 de la madrugada su esposa, a su lado en la cama, se dio cuenta de que no se movía. Había muerto sin hacer ruido alguno, calladito. Muerte súbita, como el caso anterior. En una cena en Puigcerdà, un señor que estaba al lado de una señora explicándole un chiste, murió sin el menor movimiento ni exclamación, cayendo en su regazo. Como es lógico, tenemos muchas anécdotas de vivos y de muertos, y a ambos los dejamos en paz.
Los médicos afrontamos diferentes situaciones de muerte. El primer ejemplo que he puesto era de muerte terminal, pues tenía un cáncer, y su muerte se predecía desde semanas antes. El caso del torero y el científico, impredecibles e inesperadas, son muerte súbita. La muerte súbita no es infrecuente en situaciones de estrés al límite, como en campos de fútbol. Desde Maracaná pasando por Wembley y en España se han dado casos. En cada situación el médico tiene que saber actuar, teniendo presente que ante todo, el respeto al paciente es prioritario. Lucharemos hasta que no veamos futuro, hasta que la Muerte nos haya vencido, esperando su golpe final. No tiene sentido alargar una vida cuando ya no hay posibilidades de seguir adelante. La muerte, en muchos casos, es el fracaso de la medicina. Tenemos la obligación de respetar al paciente en todos sus aspectos, su mente, su cuerpo, sus creencias, y procurarle que su entorno tenga una atmósfera relajante, de comprensión y ayuda, tanto por parte de la familia como del personal sanitario que le rodea. Al paciente le diremos “no sufra, le voy a ayudar”. Y no mentimos pues le ayudaremos a vivir, si es posible, o a morir sin sufrimiento. A veces miembros de una misma familia ante una situación de muerte anunciada pueden opinar de forma muy dispar en diferentes temas como el de acortar o prolongar una situación terminal, si ofrecerle o no ayuda religiosa… El médico les escuchará a todos pero tomará la decisión que considere más acertada y que será muy meditada.
Lucharemos hasta que no veamos futuro, hasta que la Muerte nos haya vencido, esperando su golpe final
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La medicina podrá vencer o controlar enfermedades que parecían imposibles de solucionar. Los avances tecnológicos se suceden continuamente, diagnósticos por la imagen, la genética con sus predicciones y tratamientos, células madre, y la proteómica, que nos conducirá a la medicina personalizada, son ofertas impensables que aunque por esperadas no les debemos poner fechas ni presionar a los investigadores. La Muerte siempre ha estado presente en muchos teólogos, filósofos, artistas, escritores y científicos… Por ejemplo Miguel Angel escribió a Vasari: “Non nace in me pensier che non vi sia dentro scolpita la morte”... Pero nadie como Axel Munthe vivió la Muerte.
descansaba y que no paraba de lanzar sus dardos mortíferos. Ante un paciente grave el Dr. Munthe se ponía a un lado de la cama y en el otro había la Muerte, y luchaban. La Muerte se lo quería llevar, Munthe no cedía, pero finalmente decía: ” Con este paciente has podido, he fracasado, pero con el otro por el que estamos luchando no triunfarás, seré yo el vencedor”. Su obsesión era curar y cuidar a los pacientes, trató a los más pobres en la Banlieu de París y en Roma a los más poderosos, a todos con la misma ilusión y entrega. Sobrevivió a la tuberculosis, a la difteria, a la rabia trabajando con Pasteur, al cólera en Nápoles cuando todos los médicos huían de esta ciudad, y también salió con vida del tifus y demás enfermedades de las trincheras de la Gran Guerra.
Axel Munthe (1857-1949), médico sueco, amante de los seres humanos, de los mayores y de los niños, de los animales, perros y pájaros. Es difícil encontrar un médico con más entrega y luchador para vencer a la Muerte, con la que tenía conversaciones deliciosas, pura poesía, que no tienen desperdicio. En 1930 publicó la Historia de Sant Michele, llamada por muchos la “Historia de la muerte”. La muerte nunca abandonó sus pensamientos, la tuvo presente durante toda su vida, fue una constante. En su libro, que deberían leer todos los estudiantes de medicina, dice frases muy vivas sobre la muerte. Con sólo cruzar el umbral de su casa de Anacapri, que construyó él mismo con la ayuda de dos campesinos, en el suelo hay una cerámica de un esqueleto con su guadaña correspondiente. En sus años de residente de neurología, en la Salpetrier de París, con el profesor Charcot, en las vacaciones estivales se quedaba en el hospital, porque decía que no había vacación para el dolor de los pacientes y tampoco vacación para la Muerte, que no
“Sabemos que debemos morir, en realidad es lo único que sabemos de lo que nos aguarda. Todo lo demás es pura suposición, la mayor parte de las veces equivocada, y de repente nos encontramos ante la Gran Aventura de la Muerte”
Falleció a los 92 años en el Palacio Real de Estocolmo, donde tenía un apartamento invitado por los reyes de Suecia. Nunca regresó a Sant Michele. Él hubiera preferido morir con su cabeza apoyada en el hombro de San Francisco de Asís y acariciando a su perro. La medicina lucha por la vida, sólo en Estados Unidos en el 2006, el presupuesto de Sanidad superó 2 trillones de dólares. Se está progresando en la lucha contra la malaria, y no digamos de los avances en el tratamiento de las enfermedades cardiovasculares y del cáncer. No obstante los retos siguen vigentes, las enormes ayudas que vienen de fundaciones privadas y de los distintos gobiernos hay que distribuirlas y canalizarlas adecuadamente, evitando corrupciones. Y confiemos que un día todos los millones y millones de dólares que se están empleando en armamento y en guerras en distintos puntos geopolíticos de nuestro planeta se encaucen a ayudar a la Humanidad. La muerte, como hemos dicho antes, un día llegará. No hay duda de que la medicina actual está prolongando la vida humana, vamos a vivir más años, pero el gasto de sanidad irá aumentando exponencialmente a medida que esto ocurra. La única solución pasa y pasará cuando la sociedad comprenda la necesidad de practicar UNA BUENA PREVENCIÓN.
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Entierros modernos Joaquim Roglรกn
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C Periodista
Los entierros siguen siendo un acto social donde el principal protagonista ya no se entera de nada, pero a los asistentes hay que hacerles pasar un rato lo más agradable posible
ada vez que se moría algún amigo o conocido, mi abuelo decía: “no iré a su entierro porque él no vendrá al mío”. Luego, incumplía su humorístico sentido de la muerte, acudía al sepelio de las personas que apreciaba y ayudaba a sus deudos en todo lo que podía. Así que el triste día que le tocó morirse, la casa familiar se llenó de gente que vino a velarle, a consolarnos, a cenar y a contar chistes de humor negro. Al día siguiente, el coche fúnebre partió de nuestro domicilio, enfiló una carretera y caminamos tras él con una larga comitiva que nos seguía los pasos hasta la iglesia del barrio, cuya campana, según decía, sonaba mucho mejor que la de su pueblo natal cuando tañía a muerto. A lo largo de nuestro lento y lloroso trayecto, las damas se santiguaban, los caballeros se quitaban el sombrero y un tranvía que nos seguía se resignó y tuvo el detalle de no tocar la campanilla en cada parada. Acabado el funeral, posamos ante una interminable cola de personas que nos estrechó la mano y nunca jamás he recibido tanto beso y abrazo de señoras conocidas y desconocidas.
acuerdo que me voy a morir, echo la manta y me pongo a dormir”. Pero hoy en día pasa que tratamos de irnos al otro barrio causando las mínimas molestias a nuestros deudos y a nuestros conciudadanos, que con bastantes problemas se quedarán para pagar créditos e hipotecas mientras nosotros descansamos en una siesta eterna. De paso, si dejamos una herencia generosa y libre de impuestos, mejor que mejor. Y si además logramos que nuestro entierro no sea un dramón, ni un mar de lágrimas, ni un alarido de plañideras, tal vez nos recuerden con mayor gratitud. El resultado es que los entierros siguen siendo un acto social donde el principal protagonista ya no se entera de nada, pero a los asistentes hay que hacerles pasar un rato lo más agradable y entretenido posible.
Eran otros tiempos, la casa familiar ya no existe, la mayoría de mis antepasados han sido enterrados, en el barrio ya no suenan las campanas ni hay tranvías, y los coches atascados tocan la bocina cuando se para el autobús o alguien cruza por un paso cebra. Por eso es de creer que, si un día circulase un coche fúnebre con mis restos dentro y una comitiva detrás a paso lento, habría un estruendo de bocinazos contra mis despojos y contra mis seguidores. Por esta y por otras muchas razones de los tiempos modernos, ni los funerales ni los entierros ya no son lo que eran.
Debido a ello, ir a un entierro es una caja de sorpresas, escrito sea con el debido respeto a quien yace en la caja. Antes, predicaba un clérigo y los demás nos limitábamos a decir amén o así sea, ya que no quedaba otro remedio. Ahora, habla todo el que quiere, desde los más allegados, hasta los amigos, los colegas del trabajo e incluso algún enemigo que disimula y queda bien. Años ha, sólo sonaba música fúnebre en los sepelios de cierta posición económica. Ahora, cualquiera puede elegir entre un amplio repertorio clásico y moderno que va desde el Réquiem de Mozart, hasta el Cant dels Ocells de Pau Casals, pasando por la copla favorita del extinto. Esa libertad de mercado musical funerario nos ha permitido escuchar últimamente desde El testamento de Georges Brassens, hasta aquella canción que quiso prohibir el general Franco porque Bonet de San Pedro y los Siete de Palma preguntaban: “Rascayú, rascayú, ¿cuando te hayas muerto qué harás tú? Un cadáver nada más tú serás…”
Todo pasa y todo queda, predijo Antonio Machado. Y aconsejaba: “cuando me
Parecido ocurre con la poesía. Porque si José Zorrilla se dio a conocer leyendo un
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poema en el entierro de Mariano José de Larra, cada vez hay más sepelios con aspirantes a poeta que leen versos de más o menos calidad. Pasados de moda los plantos medievales de la Trotaconventos y olvidadas a causa de la sequía y del cambio climático las bellísimas Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique que recordaban “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”, la antología de la creatividad elegíaca se ha ampliado hasta límites insospechados, cuando no insostenibles. Como resulta ser que Bécquer y su “¡qué solos se quedan los muertos!”, suena a demasiado realista y poco romántico para los tiempos que corren, hace poco escuchamos en un funeral unos versos que decían: “muertos, muertos, muertos, el cementerio vacío aguarda expectante”, cosa que nos produjo mayor espanto todavía al enterarnos de que su autor era un médico. Ya advirtió Quevedo que “el médico es el mejor ayudante del sepulturero” y que “nuestra vida es un transcurrir de muertes amigas”. Pero eso no impide que el óbito nos cause cierto desasosiego si se le añade el riesgo de que en nuestro último viaje alguien nos despida con canciones, versos o danzas de la muerte que no sean de nuestro agrado. Dado que Gil de Biedma nos enseñó que “envejecer y morir es el único argumento de la obra”, conviene tomar las debidas precauciones, porque siempre hay quien oficia de aguafiestas hasta el último momento. Ante tan lamentables circunstancias, resulta aconsejable dejar el asunto zanjado antes de que sea demasiado tarde, elegir lo que nos ocurra tras el tránsito para evitar que alguien lo haga por nosotros, y decidir quién cobrará los derechos de autor de las músicas y letras que suenen en nuestro funeral. Conscientes de que después ya no podemos reclamar daños y perjuicios estéticos, esa última libertad es otra ventaja de los actuales responsos y oficios de difuntos.
Al igual que en otros muchos asuntos importantes de la vida, la sociedad del bienestar nos permite poner nuestro último viaje en manos de profesionales. Si nos hacemos una casa, la diseña un arquitecto. Si nos operamos la nariz, la cincela el cirujano. Si compramos un traje, nos asesora la estilista. Si vamos de vacaciones a lugares exóticos, nos confiamos a una agencia de viajes. Por tanto, puestos a morirnos, mejor que se ocupen de los detalles los profesionales de esas empresas que antes se llamaban de pompas fúnebres. Ellos nos garantizarán que los conocidos no vengan a casa de nuestra familia para comer y beber gratis durante el velatorio y nos depositarán en un tanatorio decorado de modo que no parezca un tanatorio. También velarán para que en el funeral sólo hable quien queremos que hable y los demás asistentes se callen para siempre, igual que cuando van a una boda y el oficiante pregunta si alguien tiene algo que oponer. Y seguro que cumplirán nuestra voluntad si pedimos que el dinero de las flores que nos dieron alergia en vida se destine a otra causa más noble o caritativa. Como pasa casi con todo en las sociedades avanzadas y bien informadas, lo más práctico es ir a lo práctico, incluido el sepelio. De ahí que una de las últimas tendencias consiste en que familiares y amigos aporten fotografías, textos y recuerdos para componer un libro, álbum o soporte audiovisual neo-tecnológico que perpetúe y difunda nuestra memoria. Es una iniciativa original y muy acorde con una época en que la imagen tiene tanta importancia que si no salimos ni un minuto de nuestra vida en la tele, no existimos. Por eso, al igual que ocurre con las clásicas esquelas, también es conveniente confiar nuestra memoria a expertos en comunicación e imagen. En caso contrario, podría ser que cualquier amigo o conocido con ínfulas de creativo convierta nuestra biografía y nuestro
sepelio en un reality show y lo cuelgue en Internet o en Youtube para mayor desconsuelo y oprobio global de nuestros deudos. Puestos a no ser los más ricos del cementerio, bien gastado estará el dinero que invirtamos en cuidar la imagen que leguemos a la posteridad. Porque un profesional como es debido siempre evitará que alguien aporte fotos o videos de una noche de juerga excesiva, ni textos desatinados, ni versos cursis, ni recuerdos trasnochados, que una cosa son el dolor y la nostalgia y otra pasarse de creativo a cargo del difunto sin derecho a réplica. Vistas las cosas que estamos viendo con esos ojos que se ha de comer la tierra en algunos entierros modernos, vale la pena delegar en especialistas que redacten una biografía o realicen un documental sobre nuestro paso por este valle de lágrimas. Al fin y al cabo, no deja de ser algo parecido a aquel programa de televisión que entrevista a personajes famosos para que digan ante la cámara todo lo que les venga en gana, con la única condición de que no se emitirá hasta después de muertos. Así pues, los entierros modernos sólo son un vivo reflejo de la complejidad de nuestra sociedad, de la diversidad de gustos y de culturas, de la gran riqueza de tradiciones, de la acumulación de inventos y eventos, de las leyes y normas que nos rodean, de las modas, de las costumbres y de un largo etcétera. A todo eso, lo único que no ha cambiado es que, tarde o temprano, nos morimos y alguien viene a ver cómo nos archivan para siempre. Sabedores de ello, más vale morirse como aquel humorista que antes de cerrar los ojos por última vez se dijo adiós a sí mismo y se deseó buenas noches. Como del entierro y de dar por despedido el duelo ya se encargarán los que nos sigan en la lista de espera, siempre nos queda el consuelo de reírse del muerto, de quien lo vela y de nuestro propio sepelio.
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La perspectiva budista Ricard Rotllan. Ven. Bikshu Thubten Phuntsog
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No cometer ni una sola acción dañina. Cultivar la riqueza de la virtud. Adiestrar completamente la propia mente. Esta es la enseñanza de Buda.
Ricard Rotllan (Ven. Bikshu Thubten Phuntsog) Monje de la tradición Buddhista Tibetana Máster en yoga
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os budistas tienen una vivencia diferente de la muerte. La entienden como algo natural, algo por lo que tarde o temprano todos los seres hemos de pasar, no la temen y, naturalmente, la recuerdan constantemente, así llegado el momento, estar familiarizados con el proceso de la muerte para obtener un progreso espiritual considerable; incluso en el mejor de los casos obtener liberación completa del sufrimiento, despertando su mente a la plenitud completa, la paz duradera y la felicidad estable. Dice Buda: El mundo, los seres, todo es transitorio. Particularmente la vida de los seres es frágil como una burbuja de agua. Cierto es que hemos de morir, incierto es el momento de la muerte. Una vez muertos
no seremos más que cadáveres. Ya que en este momento la práctica espiritual es nuestro único recurso, en vida dedícate a la práctica espiritual perseverantemente. Esta meditación enfatiza el hecho de que en el momento de morir lo que se deja atrás es simplemente el cuerpo físico, pero que la mente, al no ser un ente material no muere,y sigue existiendo llevada por la acumulación de acciones realizadas durante la vida. Si esto es así, tal como el Buda enseña, el practicante budista trata de adiestrar completamente su mente, para acumular una gran riqueza en virtud que transcienda el proceso de la muerte; cosa que no sucede con la acumulación de bienes materiales que hay que dejar atrás llegado este instante decisivo; por ellos, en vida, solemos invertir una gran cantidad de energía, además de crear innumerables acciones dañinas. Tanto los practicantes laicos como especialmente los monjes, en sus meditaciones cotidianas incluyen el recuerdo constante de la muerte, preparándose para ella, emulando el proceso como si estuvieran experimentándolo realmente. Piensan constantemente en las desventajas y en las ventajas de acordarse de la muerte, ya que es muy contraproducente y nada consecuente con la realidad tratar deliberadamente de evitar pensar en la muerte. Pensando en ella se llega a aceptarla como parte de la vida y cuando al final llega, se puede encarar con más facilidad.
La meditación sigue a través de nueve puntos básicos de contemplación: Contemplar el hecho de que la muerte es inevitable. 1. La muerte acabará llegando y no se puede evitar. 2. Nuestra vida no se puede alargar y día tras día se acorta. 3. Incluso en vida hay muchas distracciones que nos privan de la práctica espiritual. Primera decisión a tomar: He de practicar el desarrollo de la mente altruista y la sabiduría para obtener plenitud. Contemplar el hecho de que el momento de la muerte es indefinido. 4. Nuestro periodo de vida en este mundo es indefinido. 5. Las causas de la muerte son muchas, las de la vida pocas. 6. La hora de la muerte es incierta a causa de la fragilidad del cuerpo. Segunda decisión: He de hacerlo ahora. Contemplar el hecho de que en la muerte nada nos puede ayudar excepto la práctica espiritual. 7. En el momento de la muerte los amigos no nos pueden ayudar. 8. En el momento de la muerte nuestra riqueza no nos puede ayudar. 9. En el momento de la muerte nuestro propio cuerpo no nos puede ayudar. Tercera decisión: Practicaré para no aferrarme a ninguna de las cosas bonitas de la vida.
“El mundo, los seres, todo es transitorio. Particularmente la vida de los seres es frágil como una burbuja de agua. Cierto es que hemos de morir, incierto es el momento de la muerte”. Buda
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Es muy importante además, aprender sobre el proceso de la muerte, ya que no importa lo bueno o lo malo que nos haya ocurrido durante la vida presente, pues lo que ocurre en el momento de la muerte es particularmente influyente. Algunas personas mueren en paz; otras pueden morir experimentando un gran temor. Ante la mente del moribundo surgen varias visiones, agradables y desagradables. La meditación cotidiana que se realiza en vida en el proceso de la muerte consta de ocho etapas, caracterizadas por diferentes signos físicos externos y signos internos. Estas etapas son las mismas que experimenta un moribundo, cuando éste muere de forma natural, puede ser consciente de ellas ya que se presentan en orden y poco a poco. Los moribundos que tienen sus cuerpos y mentes desgastados por grandes enfermedades o los que mueren de forma súbita en accidente, experimentarán estas etapas de forma repentina, debido a ello no tendrán oportunidad de practicar nada. En la primera etapa se disuelve el elemento tierra; este elemento pierde fuerza, haciéndose menos capaz de servir de base a la conciencia. En este momento el elemento agua se hace más manifiesto a la conciencia. Como signo externo las extremidades se adelgazan, se vuelven débiles, se pierde el vigor; se tiene la sensación de que el cuerpo se hunde, la visión se vuelve borrosa. El signo interno es la visión de un espejismo. En la segunda etapa se disuelve el elemento agua, pierde fuerza, haciéndose más manifiesto a la conciencia el elemento fuego. Como signo externo los líquidos corporales se secan, no se percibe el sonido. Como signo interno se tiene una visión de humo.
En la tercera etapa se disuelve el elemento fuego, pierde fuerza, haciéndose más manifiesto a la conciencia el elemento aire. Como signo externo disminuye el calor corporal, no se puede oler ni recordar el nombre de los familiares. Como signo interno una visión como de chispas en humo. En la cuarta etapa se disuelve el elemento aire. Como signo externo cesa la respiración, no se experimentan ni gusto ni tacto. Como signo interno la visión similar al resplandor de la llama de un candil. Aunque no se ha muerto, este momento se considera el momento de la muerte porque la persona ya no respira y el corazón no late. El proceso de la muerte todavía continúa, se han disuelto los elementos y las conciencias de los sentidos, pero permanece la conciencia mental que es pura luminosidad y saber. En la conciencia mental hay muchos niveles burdos y sutiles distribuidos en cuatro, por lo que aún quedan cuatro etapas de disolución. Los más burdos empiezan a disolverse primero, comenzando por los ochenta pensamientos conceptuales. En la quinta etapa se disuelven los primeros treinta y tres de los ochenta pensamientos conceptuales con las energías sutiles que les sirven de base. El signo interno es una apariencia mental blanca y radiante. En la sexta etapa se disuelve la mente de apariencia blanca y radiante y los siguientes cuarenta pensamientos conceptuales con las energías sutiles que les sirven de base. El signo interno es una mente más sutil de apariencia roja radiante. En la séptima etapa se disuelve la mente de apariencia roja radiante y los siete pensamientos conceptuales restantes con su base. El signo interno es la aparición de una mente aún más sutil de casi logro
negra radiante. Se deteriora la alerta consciente y se entra en un estado parecido a la inconsciencia. En la octava etapa se disuelve la mente de casi logro negra y radiante con la energía sutil que le sirve de base; aparece la mente más sutil de todas: la mente fundamental e innata de la luz clara. Esta es la verdadera muerte. Se le llama mente fundamental porque es la raíz de todas las otras mentes que en relación a ésta son adventicias. Es la mente que existe sin principio y de forma continua. Una persona que muera de muerte natural permanecerá en esta mente de luz clara durante aproximadamente tres días. Durante este tiempo la conciencia más sutil aún se halla en el cuerpo. Una persona excepcional que ha practicado la meditación en la muerte puede mantener la conciencia alerta reconociendo esta mente de luz clara y permaneciendo en ella incluso dos semanas, para luego obtener liberación completa. Si en este momento no se reconoce la mente de luz clara, cesa; la conciencia sale del cuerpo y pasa por las etapas precedentes a la inversa, la mente de casi logro negra, roja, blanca, candil, chispas, humo y espejismo. Cuando este proceso comienza, el ser entra en un estado intermedio entre vidas, con un cuerpo sutil similar al cuerpo onírico que experimentamos en vida mientras soñamos. El estado intermedio puede durar un máximo de cuarenta y nueve días, terminando en el momento en que se establece la conexión con la nueva vida. En Tibet es costumbre que el maestro espiritual guíe al difunto en el proceso de la muerte.
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La muerte tiene un después Josep Urdeix
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Más allá de la muerte
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a vida. Ésta puede ser la respuesta más sencilla y más clara. Si a un cristiano le preguntan qué hay más allá de la muerte, si le hacen esta pregunta que a todos preocupa, bien sea por motivos religiosos, bien sea por mera curiosidad, la respuesta puede ser ésta, aunque parezca buscar, en un juego de palabras, una manera de querer eludir la cuestión con demasiada facilidad.
Presidente del Centre de Pastoral Litúrgica
Más allá de la muerte hay la vida. Aquella vida para la que en realidad hemos nacido. Es aquella vida que no está marcada por la caducidad de la presente y a la que nacemos al morir, es decir, en el momento de nuestro segundo y definitivo nacimiento. De hecho, en la tradición eclesial, al día de la muerte, al día que pone fin a la labor que el hombre ha venido a hacer en este mundo, se le denomina el “día de su nacimiento”, su “día natalicio”. También podemos responder de otra manera, igualmente sencilla y que, en realidad, tiene el mismo sentido que la anterior. Más allá de la muerte está Dios. Dios, que mientras vivimos en este mundo, está como escondido para nosotros y que sólo podemos percibir en sus obras, empezando por el soplo de vida, por el espíritu, que sostiene nuestra vitalidad. Así como también le podemos percibir, sutilmente, por aquella palabra suya que resuena en nuestro corazón cuando conseguimos que un silencio fecundo nos aleje de escuchar cualquier
otra palabra; o, si queremos decirlo de otra manera, cuando, llevados por la sinceridad en nuestra búsqueda de Dios, descubrimos que su ley está impresa en nuestro corazón y que él ha trocado el que podría ser nuestro corazón insensible, de piedra, por un corazón de carne, capaz de amarle, a él y a cuanto él ama. Más allá de la muerte está Dios. No ya como escondido a nuestros ojos, sino que entonces le veremos tal como es, veremos en su gloria al Señor de la vida, al autor y fuente de la vida. De él recibiremos la vida que ya no estará sometida a la muerte y en su visión podremos descansar para siempre. Más allá de la muerte está la vida y está Dios, el Dios que vive eternamente y da la vida eterna.
Cristo, vencedor de la muerte, el primero de los resucitados Estas afirmaciones podrían parecer fruto de una utopía. Pero podemos hacerlas, no como ofreciendo unas bellas palabras para paliar los interrogantes y temores que provocan el abismo, las sombras, de la muerte en el alma humana, sino porque Jesucristo, con su muerte y su descenso al abismo de la muerte, venció el reino de esta muerte que, como fruto del pecado, señoreaba en la humanidad. Al morir Jesucristo en la cruz, le pareció, a la muerte, que era ella, una vez más, la que salía vencedora frente al hombre heredero de la muerte. Pero cuando Cristo salió victorioso del sepulcro, después de liberar a cuantos estaban encadenados en el abismo de la muerte, ésta comprobó que había sido vencida.
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Con su muerte, Cristo había vencido a la muerte; y con su resurrección, daba a los hombres la esperanza cierta de resucitar. A partir de entonces, la muerte ya no era el camino que hacían todos los hombres, ya no era la cita común de todos los hombres, sino que la cita común de los hombres, el camino que todos debían hacer, ya no era el de la muerte sino el de la resurrección.
Dios, remunerador misericordioso y justo Esta cita común de la resurrección no tiene excepciones. Cuando recitamos el Credo, afirmamos claramente: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”, o bien: “Creo… en la resurrección de la carne y la vida eterna” (puesto que ambas expresiones responden a la fe de la Iglesia). Sin embargo, al confesar así nuestra fe en la universalidad de la resurrección, no olvidamos –no podemos olvidar– que Dios, que es misericordioso y justo, y quiere que todos los hombres se salven, es también remunerador, es decir, que, en la vida futura, dará a cada uno según hayan sido sus obras mientras vivía en esta carne mortal. Nos vemos así introducidos en otro elemento que no podemos dejar de mencionar cuando hablamos del más allá de la muerte, un más allá en el que encontrará eco el más acá de la muerte. Y lo encontrará, en cada uno de nosotros, después de haber pasado –en el momento que sea– por aquel juicio en el que nuestra vida se presentará como un libro abierto ante la mirada del mismo Dios.
Si, en el más acá, hemos vivido ya nuestra vida en comunión con Dios, por nuestra fe en Cristo Jesús, por habernos ido enriqueciendo con la gracia divina que emana de los sacramentos, por haber puesto en el primer plano de nuestra vida el precepto del amor, nuestro más allá se verá remunerado, para siempre, con una plena comunión con Dios. Si en nuestro más acá, con nuestras obras hemos dado muerte a nuestra comunión con Dios, también en el más allá pesará la condena del estar privados de la plena comunión con Dios. Ambas realidades, fruto de haber escogido, ya en nuestro más acá, el camino de la vida o el camino de la muerte, como se decía desde muy antiguo, o si en el curso de nuestros días
Dios, que es misericordioso y justo, y quiere que todos los hombres se salven, es también remunerador, es decir, que, en la vida futura, dará a cada uno según hayan sido sus obras no hemos tenido presente que “al caer de la tarde seremos juzgados sobre el amor”, como decía muy expresivamente san Juan de la Cruz, ambas realidades han venido a recibir nombres concretos. A la vida bienaventurada, feliz en extremo, llena del gozo de poder ver a Dios cara a cara y, sobre todo, del participar de la comunión con la vida divina, a esto le damos el nombre de cielo. A la realidad contraria, privada de todos estos dones, le damos el nombre de infierno. Y aún cabría mencionar aquella situación en la que las almas necesitadas de purificación para poder alcanzar la vida celestial pasan transitoriamente por un estado de purgatorio, que siempre ha sido difícil de definir.
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Las limitaciones de nuestro lenguaje En nuestra manera de hablar y de tratar acerca de estas cuestiones, a causa de la tendencia en mesurarlo todo a la medida de nuestros sentidos, cuando nos referimos al cielo o al infierno a menudo lo hacemos como se tratara de unos lugares que pueden dibujarse con nuestros pinceles, tocarse con nuestras manos y contemplarse con nuestros ojos. El cielo es contemplado como un placentero jardín y el infierno como un espacio inmerso generosamente en flamígeros tormentos. Es verdad que el género apocalíptico se complace en este tipo de imágenes, de la misma manera que la mejor literatura ha cultivado esta misma manera de expresarse.
Pero esto no es más que un recurso pedagógico para introducirnos en la verdad más profunda: el cielo es vivir para siempre con Cristo y con el gozo de ver a Dios tal cual es; el infierno es el estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados. El resto es literatura, como decimos en el lenguaje corriente. Tratar del más allá de la muerte no nos debe hacer caer en la trampa de pensar que es una temática que podemos nutrir a base de imaginación. Hemos de ser conscientes de que se trata de una cuestión que sólo podremos contemplar con acierto si la vemos con la luminosa mirada de la fe. Fuera de esta contemplación, nos quedaremos a las puertas del misterio de la vida eterna, de la vida que el mismo Dios nos ha dado a conocer por Jesucristo y, de manera particular, con la resurrección de Jesucristo.
Sabemos poco y sabemos mucho Es verdad, también, que esta vida más allá de la muerte, este resucitar y este encuentro con Dios no se realizarán en una secuencia seguida y que coincida, en duración, con el cómputo del tiempo de esta tierra. Poco sabemos de todo ello. Sabemos lo más radical que debemos saber para que nuestro vivir, dentro de los parámetros de la libertad humana, se vaya adecuando desde ahora y anhelando la vida bienaventurada prometida por Dios y a la que la muerte y resurrección de Cristo nos ha abierto las puertas. Poco sabemos de cuándo será la resurrección de todos los muertos; poco sabemos de cómo seremos una vez hayamos resucitado; poco sabemos de qué manera concreta viviremos en el más allá de la muerte. Pero sí sabemos, por la palabra de Cristo, por aquella palabra suya que nunca pasará, que habrá resurrección, que habrá juicio, que habrá vida eterna, que habrá cielo y que habrá infierno. Parece poco y es mucho. Al menos, es lo suficiente para que nuestra aventura humana, iluminada por la fe en Cristo Jesús, sea un discreto ensayo, en cuanto se refiere al amor y a la comunión con Dios, de la vida eterna en la que creemos y esperamos.
Por eso, cuando los cristianos despedimos a uno de los nuestros que ha muerto, no le decimos un “adiós
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No hay un adiós definitivo
definitivo”, sino que le saludamos con un “hasta luego”
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Por eso, cuando los cristianos despedimos a uno de los nuestros que ha muerto, no le decimos un “adiós definitivo”, sino que le saludamos con un “hasta luego”. Le ponemos en manos de los ángeles y de los santos, para que ellos le acompañen ante la presencia misericordiosa de Dios, mientras nosotros, con la esperanza de que en la vida eterna volveremos a encontrarnos con él, y deseando que en el cielo podamos vernos de nuevo, dejamos su cuerpo descansando en la paz del Señor, esperando, con el sueño de los justos, el momento glorioso de la resurrección.
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A prop贸sito de la muerte Antoni Vives Fierro
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ntes de iniciar un viaje, se suele adquirir un billete de ida y vuelta. Tan sólo hay un destino sin billete de vuelta, o al menos, yo nunca he conocido a nadie que lo haya conseguido.
Pintor
A mi modesto entender, existen varias muertes. La más importante sin duda es la propia, pero ésta es la que menos nos afecta ya que una vez sufrida, no percibimos ya nada. Cosa que no sucede con la muerte del ser amado. Nuestro egoísmo se revela contra la triste realidad de vernos privados de su presencia. Tan sólo el paso del tiempo consigue mitigar el dolor y olvidar. Este olvido es relativo, el recuerdo nos hace revivir en el pasado, mucho más si el desaparecido ha dejado su obra, ya sea músico, pintor, escritor… en este caso, además del recuerdo personal, tendremos el de su obra. Siempre viva, imperecedera. La muerte del creyente en la resurrección de la carne y en una nueva vida en el más allá es digna de toda consideración. Tan sólo nos basta recordar a Santa Teresa “y tan alta vida espero que muero porque no muero…” Mención aparte merece la muerte del anónimo, el desconocido. En general, no nos afecta lo más mínimo. Tan sólo la hipocresía del ser humano crea una solidaridad totalmente falsa, propulsada normalmente por las religiones y las políticas. Tanto las unas como las otras han sido culpables de las grandes masacres y genocidios a través de la historia.
Cada civilización tiene una idea particular de la muerte. Los antiguos tracios saludaban al recién nacido con gemidos y se regocijaban a cada muerte: “Lugere genitum, tanta qui intravit mala” (Plutarco). Swift celebraba el día de su nacimiento con gran aflicción. Sócrates dice en boca de Platón: La muerte es un bien admirable… This something better not to be (Byron). La muerte es silencio y el silencio es lo más bello que nos ofrece la vida. Desgraciadamente, no podemos escoger el tipo de muerte, ni dónde, ni cuándo, ni de qué manera. Si tal deseo fuera posible, yo me quedo con morirme de risa. La muerte también es beneficiosa en múltiples ocasiones: significa no visitar ya nunca más al dentista, respetar los 80 km/h, no pasar más controles de alcoholemia, atarse el cinturón de seguridad, la declaración de la renta de personas físicas y otras lindezas como son las fiestas navideñas…
Ve en la muerte el descanso que ofrece la amable naturaleza Samuel Johnson
A mi modesto entender, existen varias muertes. La más importante sin duda es la propia, pero ésta es la que menos nos afecta ya que una vez sufrida, no percibimos ya nada
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EPÍLOGO
La gestión de la muerte Ricardo Molina Oltra Presidente de Mémora
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a muerte es algo que hoy, especialmente en las grandes ciudades, parece que no existe; algo extraño y remoto que ocurre, en la mayoría de los casos, en la periferia de las ciudades, en hospitales grandes o en residencias llenas de personas en el ocaso de sus vidas. Nuestro deseo de evitarnos sufrimientos y las características de la vida apresurada y, en general, bastante materialista, que es el signo de nuestro tiempo, nos hacen vivir de espaldas a la muerte. Pero la muerte es el hecho más natural y el único seguro de nuestra vida. Y aunque sabemos muy bien que es así, a todos nos preocupa y asusta encontrarnos con ella. Pero es que, incluso, aunque sepamos de la inminencia de la muerte de un ser querido, en general el suceso nos coge desprevenidos y muchas veces poco preparados. Cuando todo se acaba, cuando se produce el deceso, siempre doloroso, y, en algunos casos, insufrible, otra nueva preocupación surge y añade zozobra y angustia a esa situación: hay que “gestionar” la muerte, hay que disponer del cuerpo y preparar un acto fúnebre, todo lo cual, en general, se percibe como un problema y un dolor añadido. Resolver satisfactoriamente esa situación es lo que da sentido a las Empresas de Servicios Funerarios, y es que en ese momento, muchas veces angustioso, aparecen unos abnegados profesionales que se encargan de todo y entonces, en general, la familia siente que se le ha quitado un gran peso de encima.
UN SERVICIO IMPORTANTE Y PECULIAR Pero ¿quiénes somos y qué hacemos las Empresas de Servicios Funerarios? A lo largo de la historia, como no podría ser de otra manera, las honras fúnebres han ocupado un papel importante en la vida de cada sociedad. Es bien conocido que las grandes civilizaciones, como la de los antiguos egipcios, o los griegos y los romanos, nos han legado grandes muestras de sus ritos y su arte funerario. Desde la Edad Media, en nuestra cultura cristiana, serán ciertas órdenes religiosas las que se ocupen de dar “paz a los muertos”, especialmente a los que menos tienen, ya que las clases más adineradas siempre han celebrado importantes ceremonias fúnebres. Esta tradición terminará desembocando, con la llegada de la modernidad y el creciente laicismo de
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la sociedad, en instituciones de carácter municipal, que desarrollarán esa tarea. En Europa, es en el siglo XX cuando esas instituciones, de carácter municipal y más o menos benéfico, se transforman y mediante un proceso de privatización, que, por otra parte, se produce en muchas otras actividades del área pública, se convierten en las Empresas de Servicios Funerarios, de carácter privado y con una dimensión de gestión y de negocio. Como es bien sabido, en el continente americano, especialmente en los Estados Unidos de América, así como en Australia y los países más jóvenes del mundo, el estado y la res pública tienen menos tamaño que en la vieja Europa. La Sociedad Civil tiene que organizarse y se organiza, con bastante eficacia, para afrontar actividades tan diversas como la Conquista del Oeste, el establecimiento del ferrocarril, la defensa del orden, eligiendo al sheriff o, también, para enterrar a sus muertos. Es por ello que es en América donde aparecerá el concepto de Servicios Funerarios en la forma que hoy conocemos, con un importante grado de innovación y adelanto respecto a lo que se hacía en Europa, como, por ejemplo, el concepto de funeral home, precursor de nuestro Tanatorio. En definitiva, aunando tradición e innovación, con un carácter acentuado de atención al cliente, nos hallamos ante las modernas Empresas de Servicios Funerarios, que no son otra cosa que los prestadores de todos los servicios que las familias requieren ante la muerte de un ser querido. Las Empresas de Servicios Funerarios somos prestadores de servicios, pero de unos servicios con bastantes peculiaridades:
En España, se trata de un sector serio, con magníficos profesionales, con vocación y entusiasmo, que tienen “conciencia del momento” que vive la familia y están preparados para resolver todos los problemas y aconsejar al cliente, en un momento en que el cliente necesita que le ayuden y le faciliten las cosas. Como decíamos más arriba, la llegada del profesional funerario descarga a la familia de un gran peso y le produce un gran alivio que, en general, se acrecienta a lo largo de las horas que implica el desarrollo del servicio. Así lo demuestran las encuestas de satisfacción y los numerosos testimonios de agradecimiento que recibimos cada día.
Cuando todo se acaba, cuando se produce el deceso, siempre doloroso, y, en algunos casos, insufrible, otra nueva preocupación surge y añade zozobra y angustia a esa situación: hay que “gestionar” la muerte y preparar un acto fúnebre
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• Se trata de una actividad que se presta 24 horas al día, 365 días al año, con absoluta irregularidad e imposibilidad de planificación • Se presta en uno de los momentos más importante y señalado en la vida y en la historia de una familia • Son servicios irrepetibles y que perduran en la memoria de los familiares • Sus profesionales están sometidos a una evaluación larga y continuada de sus servicios, por un número importante de personas, que los presencian y participan • El profesional se encuentra con una escasa posibilidad de subsanación de errores • Y todo debe hacerse contra reloj, con un horario exigente (los entierros son muy puntuales, especialmente en las grandes ciudades) y con múltiples trámites a cumplimentar
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Al mismo tiempo, es un sector moderno y dinámico, que ha evolucionado mucho en los últimos años en España, con importantes mejoras y nuevos servicios. En estos momentos, el respeto al medio ambiente y la innovación (I+D+i) están instalados en el sector, que hace en muchos casos un alarde de imaginación para ofrecer novedades, que están siendo muy bien acogidas por los clientes. Actividades y productos como la música en directo, tanto en Tanatorio como en Cementerio, los féretros y urnas ecológicos, las ceremonias civiles, con mayor participación de la familia, la asistencia psicológica al duelo, la toma de muestras de tejidos, para su conservación para posibles investigaciones genéticas, y productos tan novedosos como “la crónica de un adiós” o “la crónica de una vida”, están siendo utilizados en muchos de los servicios que actualmente realizamos para nuestros clientes. Liberalización, necesidad de inversiones, concentración, transparencia En la última década se ha producido en España la liberalización de los Servicios Funerarios, que han perdido el carácter de servicio público y la reserva al dominio “municipal” que habían tenido tradicionalmente. Sin embargo eso no quiere decir que los Servicios Funerarios no estén regulados ni sometidos al control de las autoridades, especialmente municipales. Muy al contrario, se trata de servicios con carácter de “esenciales”, sometidos a una vigilancia especial, comenzando porque requieren una licencia que se otorga en base al cumplimiento de una Ordenanza Municipal, así como al control de las autoridades sanitarias, para lo que existen los Reglamentos de Policía Sanitaria Mortuoria, de ámbito autonómico. No olvidemos, dentro del aspecto regulatorio y de control, el sometimiento a los órganos de Defensa de la Competencia, habiendo realizado el propio Tribunal de Defensa de la Competencia una importante labor de interpretación y de control de las conductas de las Empresas de Servicios Funerarios, al extremo de resultar llamativo el número de actuaciones en comparación con el de otros sectores, con mucho mayor peso económico. Por otra parte, la necesidad de acercar el servicio al cliente, buscando una prestación más próxima y con mayor intimidad, más personalizada en definitiva, ha conducido al aumento del número de instalaciones, especialmente Tanatorios y Crematorios. De los trescientos Tanatorios que existían en España en 2001, llegaremos a los mil antes de finales de la década. Afortunadamente, desde el punto de vista del cliente y de la calidad del servicio, se trata de instalaciones más pequeñas (2 a 5 salas de velación) y llegando a poblaciones de 5.000 habitantes, con varias instalaciones en las ciudades más importantes, con el concepto de “Tanatorio de barrio”, similar al implantado en el Sistema Sanitario. Ciertamente estamos ante un Sector de Servicios Funerarios de calidad, que sitúa a España en un puesto muy alto en la calidad del servicio, de los primeros de Europa. Pensemos que en países como Portugal no existen aún los tanatorios y que en Italia se pueden contar con los dedos de una mano. En Francia, con un sector bien establecido, con bastante industria auxiliar, existen pocos Tanatorios y muchos no se pueden comparar con los españoles. Este desarrollo de las instalaciones, que significa calidad y modernidad, implica necesariamente importantes inversiones, que están siendo realizadas, en su mayoría, por el sector privado, y que tienen un retorno lento, pues los precios del Tanatorio son
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bastante moderados, especialmente si los comparemos con instalaciones semejantes en la hostelería tradicional. Esta modernización de los Servicios Funerarios, con el consiguiente esfuerzo inversor al que nos hemos referido, ha llevado a un cierto proceso de concentración, que hace que existan actualmente unas 85 empresas con facturaciones superiores a un millón de euros y que concentran, aproximadamente, el 60% de la actividad del sector, con más de 4.000 empresas, algunas muy pequeñas. Sin embargo, creemos que por mucho tiempo coexistirán las empresas grandes y pequeñas, y que esa coexistencia es una ventaja para el cliente. Efectivamente, como pasa con otros servicios, en España hay una cobertura universal, y con bastante Actividades y productos como la música en directo, tanto en proximidad, de las necesidades funerarias, Tanatorio como en Cementerio, los féretros y urnas ecológicos, siendo una actividad que se debe prestar las ceremonias civiles, con mayor participación de la familia, la con gran cercanía al cliente y en un ámbito de intimidad. Con esos condicionantes, asistencia psicológica al duelo, la toma de muestras de tejidos, siempre tendrá sentido la existencia de son algunas de las adecuaciones contemporáneas ofrecidas empresas más pequeñas que cubran las necesidades de pequeñas poblaciones, mientras las empresas más grandes pueden aportarles la innovación y algunas tecnologías que no están a su alcance. No olvidemos que en este sector la colaboración entre empresas está muy arraigada, al ser muy normal conceptos como el de “traslado”, cuando se produce un fallecimiento en una localidad y el servicio terminará en otra, que puede estar tan distante como Barcelona y Cádiz. Por último, quisiéramos decir que en las Empresas de Servicios Funerarios estamos intentando aumentar la transparencia de nuestra gestión y acercarnos más a la sociedad, para explicar lo que hacemos y cómo lo hacemos. Y lo estamos consiguiendo. Hoy día, en la mayor parte de las Empresas de Servicios Funerarios, se trabaja con presupuestos aprobados por el cliente y con precios perfectamente conocidos. Hacemos encuestas de calidad, por cierto con muy buenos resultados. En algunas empresas, especialmente las de tamaño más grande, estamos trabajando en el conocimiento de la opinión de los clientes y de sus deseos, desde una metodología de marketing habitual en los demás sectores. Y nos hemos abierto a la sociedad, con muchas iniciativas de comunicación y de acercamiento.
Descrito el Sector Funerario español, con sus logros y retos recientes, es obligado referirse al principal artífice de la prestación: el funerario. No en vano somos empresas de servicios y de servicios personales. La cuenta de resultados típica de una Empresa Funeraria española nos da ya el primer dato de la importancia de esta labor: más del 40% de los costes corresponden a los de personal. Y el funerario es un empleado con unas características humanas muy destacables. Es una persona abnegada, que trabaja en horarios irregulares, en días festivos, en épocas de vacaciones para el resto de la sociedad, y que lo hace con gran dignidad y profesionalidad. Él sí que está en contacto con la muerte todos los días y con su entorno
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EL EMPLEADO DE FUNERARIA ES UN SER HUMANO EXCEPCIONAL
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de dolor. Y aunque es cierto que el entrenamiento y formación que recibe le prepara para tener una cierta “impermeabilidad” que le permite resistir, no es menos cierto que ante sucesos especialmente dolorosos, como muertes de jóvenes y niños, accidentes, etc., de pronto puede desmoronarse su pretendida fortaleza e inmunidad al dolor, y pueden llegar a requerir atención psicológica. El funerario es, además, un gran facilitador. Suele ser desconocido para la familia cliente la cantidad de trámites que se requieren, y las dificultades que hay que vencer, para que 24 horas después de haber ocurrido un fallecimiento se pueda terminar satisfactoriamente un servicio fúnebre, con el fallecido enterrado o incinerado, a veces en población distinta, de alguien que, en la mayor parte de los casos, no tenía nada pensado ni preparado, que no tenía ni tan siquiera el deseo o la capacidad de tomar La importancia que tiene el factor humano en el servicio ninguna decisión. funerario nos lleva a dedicar una cantidad importante de En esa situación, además, el funerario es tiempo y dinero a la formación. Cada vez más se hacen más capaz de velar por el interés del cliente, cursos de todo tipo: atención al cliente, atención telefónica, en un momento especialmente sensible y delicado. Y es que el funerario de raza, contratación, tanatoestética, tanatopraxia, etc. que es muy habitual en el sector, tiene a gala conseguir la satisfacción de su cliente y obtiene una gran recompensa emocional con el agradecimiento que continuamente le expresan los familiares. Sin embargo, aunque suelen recibir el agradecimiento de los clientes, en general la sociedad no reconoce la labor del funerario. ¡Cuántas veces una persona es objeto de risitas o comentarios frívolos cuando manifiesta su condición de funerario! Quizás nuestro miedo a la muerte, el no querer saber de su existencia, nos condiciona de manera absoluta y nos hace tomar esas actitudes despreciativas a los que, finalmente, desarrollan un trabajo necesario que nadie quiere hacer por sí mismo. Ciertamente la importancia que tiene el factor humano en el servicio funerario nos lleva a dedicar una cantidad importante de tiempo y dinero a la formación. Cada vez más se hacen más cursos de todo tipo: atención al cliente, atención telefónica, contratación, tanatoestética, tanatopraxia, etc., así como otros de tipo más general, y habituales en todo tipo de empresas, como la gestión directiva, gestión de cobros, planificación, etc. No hay duda de que el empleado formado tiene más capacidad y que el dinero invertido en formación tiene un rendimiento superior a la mejor de las inversiones.
EL COSTE DE LA MUERTE Después de todo lo dicho parece claro que morir en España no es tan caro como generalmente se piensa, e, incluso, se dice de vez en cuando en los medios de comunicación. Ese es uno de los mitos que más nos gustaría “desmitificar”, porque además de no ser cierto es muy injusto para todos los profesionales de este sector. Aunque este no es el sitio para intentar resolver esta cuestión, no podemos dejar de incluir unas pinceladas aclaratorias. Como primer argumento hay que tener en cuenta que los servicios funerarios en España tiene un costo más barato que el de los países del entorno, Francia, Italia y
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Portugal. También es bastante menor que el de América, para servicios equivalentes. Pero si consideramos los costes y las inversiones involucradas, que hemos explicado más arriba, los precios aplicados no son altos en absoluto, ni en sí mismos, ni en comparación con otros equivalentes. Pensemos por ejemplo en el coste de una sala de Tanatorio, utilizada 24 horas, con afluencia de unas 100 personas, en comparación con el precio de la utilización de un salón de un hotel equivalente. Finalmente pensemos en el concepto de costo evitado, tan utilizado en la valoración de otras actividades. ¿Cuánto estaríamos dispuestos a pagar por no hacer personalmente todos los trámites y todos los actos necesarios para disponer de los restos mortales de nuestros seres queridos, incluyendo el preparar el cadáver, etc.? Ese tipo de razonamientos son los que empleamos cuando pedimos una pizza o contratamos una cuidadora para nuestros hijos o una ayuda doméstica.
CONCLUSIÓN Como resumen de todo lo dicho queremos destacar que los Servicios Funerarios en España: • Constituyen un sistema de calidad a precios ajustados • Significan la “socialización” de los ritos y honras fúnebres, haciéndolos asequibles a toda la población • Poseen un capital humano fundamental, muy profesional y capaz, que realiza tareas que nadie quiere hacer, con poco aprecio de la sociedad Las Empresas de Servicios Funerarios estamos inmersas en un proceso de innovación y mejora importante, acometiendo cuantiosas inversiones y tratando de estar más cerca de la sociedad, explicando lo que hacemos con la máxima transparencia. En definitiva, somos empresas de servicios que, como otras, buscan la excelencia como factor competitivo, con el efecto gratificante añadido de que esa excelencia significa hacer un poco mejor la vida de una familia que está sufriendo.
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