Ciberficción

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CIBERFICCIÓN


El soldado ruso subía nervioso la ladera, con el fusil preparado. Miró a su alrededor, se lamió los secos labios. De vez en cuando se llevaba una enguantada mano al cuello y se enjugaba el sudor y se abría el cuello de la guerrera. Eric se volvió al cabo Leone. - ¿Lo quieres tú? ¿O lo mato yo? - ajustó el punto de mira de modo que la cara del ruso quedase encuadrada en la lente cortada por las líneas del blanco. Leone lo pensó. El ruso estaba cerca, se movía con rapidez, casi corriendo. - No dispares. Espera. No creo que sea necesario. El ruso incremento su velocidad, pateando cenizas y montones de escombros a su paso. Llegó a la cima de la ladera y se detuvo, jadeando, y miró a su alrededor. Había un cielo plomizo de móviles nubes de partículas grises. Brotaban de tanto en tanto troncos de árboles; el suelo pelado y desnudo, lleno de desperdicios y de ruinas de edificios surgiendo de cuando en cuando como amarilleantes cráneos. El ruso estaba inquieto. Sabía que algo iba mal. Miró colina abajo. Estaba ya a sólo unos pasos del bunker. Eric estaba poniéndose nervioso. Jugaba con su pistola, mirando a Leone.


- No te preocupes - dijo Leone. No llegará aquí. Ellos se encargarán de él. - ¿Estás seguro? Ha llegado muy lejos. - Ellos andan alrededor del bunker. Está entrando por mal sitio. ¡Prepárate! El ruso comenzó a correr colina abajo, hundiendo sus botas en los montones de ceniza gris e intentando mantener el fusil en alto. Se detuvo un momento, y se puso las gafas de campo. - Está mirando directamente hacia nosotros - dijo Eric. El ruso siguió avanzando. Podían ver sus ojos, como dos piedras azules. Llevaba la boca un poco abierta. Necesitaba un afeitado; en una de sus huesudas mejillas llevaba un esparadrapo, con una mancha azul en los bordes. Un punto fungoidal. Tenía la guerrera sucia y rota. Le faltaba un guante. Leone tocó el brazo de Eric: - Aquí llega. Algo pequeño y metálico, cruzó el suelo relampagueando bajo la parda luz del mediodía. Una esfera metálica. Subió colina arriba hacia el ruso, dejando una estela. Era pequeña, una de las pequeñas. Llegaba los garfios fuera, dos cuchillas que se proyectaban de su masa y giraban en un torbellino de acero blanco. El ruso la oyó. Se volvió instantáneamente e hizo fuego. La esfera se disolvió en partículas. Pero ya una segunda había surgido y seguía a la primera. El ruso volvió a disparar. Una tercera esfera saltó sobre una pierna del ruso, girando y batiendo. Subió hasta el hombro. Las girantes cuchillas desaparecieron en el cuello del ruso. Eric se tranquilizó. - Bueno, se acabó. Dios mío, esas malditas cosas me ponen los pelos de punta. A veces pienso que estábamos mejor antes. - Si no las hubiésemos inventado, lo habrían hecho ellos - dijo Leone, encendiendo tembloroso un cigarrillo. Me pregunto por qué vendría hasta aquí ese ruso solo. No veo a nadie que le cubra. El teniente Scott entraba por el túnel del bunker. - ¿Qué pasó? Algo entró en la pantalla. - Un Iván. - ¿Uno sólo? Eric hizo girar la pantalla de visión. Scott miró por ella. Había ahora numerosas esferas de metal rasgando el cuerpo inerte, hoscos globos de metal que giraban y batían serrando al ruso en pequeños trozos que se llevaban. - Qué puñado de garras - murmuró Scott. - Vienen como moscas. No tienen mucha caza últimamente. Scott desvió la pantalla con repugnancia.


- Como moscas. Me pregunto por qué llegaría ese ruso hasta aquí. Saben que tenemos garras por todas partes. Un gran robot se había unido a las esferas más pequeñas. Estaba dirigiendo las operaciones, y era un largo tubo con proyecciones oculares. No quedaba mucho del soldado. Lo que quedaba iban llevándoselo ladera abajo las garras. - Señor - dijo Leone -. Si no tiene inconveniente me gustaría salir y echarle una ojeada. - ¿Por qué? - Puede que trajera algo. Scott lo consideró. Se encogió de hombros. Está bien. Pero cuidado. - Tengo mi tab. - Leone indicó la banda de metal que llevaba a la cintura -. No tendré problemas. Cogió su fusil y subió cuidadosamente hasta la boca del bunker, abriéndose camino entre bloques de hormigón y tensores de acero, retorcidos y doblados. El aire era frío arriba. Cruzó hacia los restos del soldado, caminando sobre la suave ceniza. Sopló una ráfaga y alzó su rostro un remolino de grises partículas. Cerró los ojos y siguió. Las garras retrocedieron al acercarse él, reduciéndose algunas a la inmovilidad. Tocó su tab. ¡Cuánto habría dado por él el Ivan! Las radiaciones cortas que emitía el tab neutralizaban las garras, y hasta el gran robot retrocedió respetuoso al aproximarse. Se inclinó sobre los restos del soldado. La mano enguantada estaba cerrada con fuerza. Tenía algo dentro. Leone separó los dedos. Un recipiente sellado, de aluminio. Aun brillante. Se lo metió en la bolsa y volvió al bunker. Tras él las garras volvieron a la vida. Se reinició la procesión, esferas metálicas cruzando la gris ceniza con sus cargamentos. Podía oír el rumor de su roce en el suelo. Se estremeció. Scott se interesó mucho por el tubo. - ¿Tenía esto? - En la mano - Leone desenroscó la tapa -. Quizá debiera echarle un vistazo, señor Scott lo tomó. Vació el contenido en la palma de la mano. Un pedacito de papel de seda cuidadosamente doblado. Se sentó junto a la luz y lo desdobló. - ¿Qué dice, señor? - Preguntó Eric mientras subían por el túnel varios oficiales. Apareció el mayor Hendricks. - Mayor - dijo Scott -. Mire esto. Hendricks leyó el papel. - ¿Vino sólo esto? - Venía un solo hombre. Ahora mismo.


- ¿Dónde está? - Preguntó con voz viva Hendricks. - Las garras le cogieron. El mayor Hendricks lanzó un gruñido. - Mira - se lo pasó a su compañero -. Creo que esto era lo que estábamos esperando. Desde luego se tomaron su tiempo. - Así que quieren condiciones de paz - dijo Scott -. ¿Vamos a aceptarlo? - Eso no hemos de decidirlo nosotros. - Hendricks se sentó. ¿Dónde está el oficial de comunicaciones? Quiero que me ponga con la base lunar. Leone meditó mientras el oficial de comunicaciones alzaba cauteloso la antena exterior, escrutando el cielo sobre el bunker para ver si había rastros de una nave rusa de observación. - Señor - dijo Scott a Hendricks -. Es bastante extraño que aparezcan de pronto. Llevamos utilizando las garras casi un año. Ahora de repente empiezan a ceder. - Quizá las garras hayan conseguido entrar en sus búnkeres. - Una de las garras, de las que clavan, entró en un bunker ruso la semana pasada - dijo Eric -. Liquidó a todo un pelotón antes que consiguieran echarla. - ¿Cómo lo sabes? - Me lo dijo un tipo. La garra volvió con... con restos. - Base lunar, señor - dijo el oficial de comunicación. Apareció en la pantalla la cara del monitor lunar. Su pulcro uniforme contrastaba con los uniformes del bunker. Y estaba perfectamente afeitado. - Base lunar. - Aquí es el comando L-Whistle. En tierra. Quiero hablar con el general Thompson. Desapareció el monitor. Aparecieron en la pantalla los toscos rasgos del general Thompson. - ¿Qué pasa, mayor? - Nuestras garras cogieron a un soldado ruso con un mensaje. No sabemos qué hacer... ha habido trampas como esta en el pasado. - ¿Qué dice el mensaje? - Los rusos quieren que enviemos a un solo oficial a nivel político. Para una conferencia. No especifican el carácter de la conferencia. Dicen que cuestiones de... - consultó el papel -... cuestiones de grave urgencia hacen aconsejable que se inicien conversaciones entre un representante de las fuerzas de las Naciones Unidas y ellos. Alzó el mensaje ante la pantalla para que el general lo examinara. - ¿Qué debemos hacer? - Preguntó Hendricks. - Manden un hombre fuera. - ¿No cree que sea una trampa? - Podría serlo. Pero el emplazamiento que nos dan de su comando es correcto. De cualquier modo merece la pena probar.


- Enviaré a un oficial. Y le tendré informado a usted en cuanto regrese. - De acuerdo, mayor. - Thompson interrumpió el contacto. Se apagó la pantalla. La antena exterior volvió a ocultarse. Hendricks enrolló el papel, muy pensativo. - Iré yo - dijo Leone. - Quieren a alguien a nivel político. - Hendricks se rascó la barbilla -. Nivel político. Llevo meses sin salir. Puede que me haga bien un poco de aire. - ¿No cree que es un poco arriesgado? Hendricks alzó la pantalla visual y miró por ella. Habían desaparecido los restos del ruso. No se veía más que una garra. Estaba plegada y se hundía en la ceniza como un cangrejo. Como un horrible cangrejo de metal... - Eso es lo único que me inquieta - dijo Hendricks -. Sé que estoy seguro mientras tenga esto conmigo. Pero de todos modos me ponen los pelos de punta. Las odio. Me gustaría que no las hubiésemos inventado nunca. Hay en ellas algo maligno. - Si no las hubiésemos inventado nosotros, los ivanes lo habrían hecho. Hendricks apartó la pantalla. - De cualquier modo, parecen estar ganando la guerra esas malditas. Supongo que esto es bueno. - Lo dice como si estuviese del mismo lado que los ivanes. Hendricks miró su reloj de pulsera. - Creo que es mejor que me dé prisa si es que quiero volver antes de que anochezca. Respiró profundamente y luego salió a aquel suelo sucio y gris. Tras un minuto, encendió un cigarrillo y miró a su alrededor. Era un paisaje muerto. Nada se movía. Podía ver kilómetros y kilómetros, una interminable extensión de cenizas y escombros, y ruinas de edificios. Unos cuantos árboles sin hojas ni ramas, con sólo los troncos. Sobre él rodaban las eternas nubes grises, que separaban la tierra del sol. El mayor Hendricks siguió caminando. Distinguió algo a la derecha, algo redondo y metálico. Una garra que perseguía algo. Probablemente algún animal pequeño, una rata. También atacaban a las ratas. Como una especie de extra. Llegó a la cima del montículo y miró por los prismáticos. Las líneas rusas estaban a unos cuantos kilómetros frente a él. Y había un puesto de mando adelantado en ellas. De allí procedía el soldado que había traído el mensaje. Pasó junto a él un cuadrado robot de brazos ondulantes, moviendo sus brazos, inquisitivo. El robot siguió su camino, desapareciendo bajo unos escombros. Hendricks lo contempló. Nunca había visto robots como aquél.


Cada vez aparecían nuevos tipos, nuevas variedades y tamaños de robots de las fábricas subterráneas. Hendricks tiró su cigarrillo y se apresuró. Era interesante la utilización de formas artificiales en la guerra. ¿Cómo había empezado? Por pura necesidad. La Unión Soviética había obtenido un gran éxito inicial, como suelen obtenerlo los que inician la guerra. La mayor parte de Norteamérica quedó borrada del mapa. Pronto hubo una respuesta, desde luego. El cielo se llenó de disco-bombarderos mucho antes de que empezase la guerra. Llevaban allí años. Los discos comenzaron a caer por toda Rusia a las pocas horas del bombardeo de Washington. Pero esto poco ayudó a Washington. Los gobiernos del bloque americano se trasladaron a la base lunar el primer año. Era inevitable. Europa había desaparecido; era un montón de escombros con oscuros matorrales que brotaban de cenizas y huesos. La mayor parte de Norteamérica era inhabitable, no podía plantarse nada, nada podía vivir. Unos cuantos millones fueron hacia Canadá y hacia Sudamérica. Pero durante el segundo año empezaron a caer paracaidistas soviéticos, pocos al principio, y luego más y más. Llevaban el primer equipo antirradiación realmente eficaz; lo que quedaba de la producción norteamericana se trasladó a la luna junto con los gobiernos. Todo salvo la tropa. La tropa que quedaba permanecía allí sobreviviendo a duras penas, y muy esparcida. Nadie sabía exactamente dónde se encontraba; se asentaban donde podían, vagando durante la noche, ocultándose en ruinas, en alcantarillas, en sótanos, con ratas y serpientes. Parecía que la Unión Soviética tenía casi ganada la guerra. Salvo un puñado de proyectiles que se disparaban desde la luna diariamente, apenas si se utilizaban armas contra ellos. Iban y venían a su antojo. A efectos prácticos la guerra había terminado. Nada eficaz se les oponía. Y entonces aparecieron las primeras garras. Y la suerte de la guerra cambió en quince días. Las garras eran torpes al principio. Lentas. Los ivanes las liquidaban casi en cuanto entraban en sus túneles subterráneos. Pero luego fueron haciéndolo mejor, más deprisa y con mayor astucia. Las fábricas de toda la tierra las fabricaban. Fábricas en su mayoría subterráneas, detrás de las líneas soviéticas. Fábricas que habían hecho antes proyectiles atómicos, ya casi olvidados. Las garras se hicieron más rápidas y se hicieron mayores. Aparecieron nuevos tipos, unas con sensores, otras que volaban. Había unos cuantos tipos de garras saltadoras. Los mejores técnicos de la luna trabajaban en ello haciéndolas cada vez más complicadas y flexibles. Los rusos empezaron a tener graves problemas con ellas. Algunas de las garras pequeñas aprendían a ocultarse, enterrándose entre la ceniza y esperar.


Y luego empezaron a entrar en los búnkeres rusos, deslizándose dentro cuando levantaban las compuertas para la entrada de aire o para echar un vistazo afuera. Una garra dentro de un bunker, una esfera giratoria de metal y cuchillas, era suficiente. Y cuando entraba una la seguían otras. Con un arma como aquella, la guerra no podía prolongarse mucho. Quizá hubiese terminado ya. Quizá fuese a oír aquella noticia. Quizás el Politburó hubiese decidido tirar la toalla. Lástima que hubiesen tardado tanto. Seis años. Mucho tiempo para una guerra como aquella, tal como la habían desarrollado. Los discos de represalia automática, cayendo por toda Rusia a centenares de miles. Cristales bacteriológicos. Los proyectiles dirigidos soviéticos, silbando en el aire. Las bombas en cadena. Y ahora esto, los robots, las garras... Las garras no eran como las otras armas. Prácticamente estaban vivas, quisiese o no admitirlo el gobierno. No eran máquinas. Eran cosas vivas que giraban y reptaban y se alzaban bruscamente de la ceniza gris y se lanzaban hacia un hombre y escalaban por él buscando su cuello. Para eso estaban diseñadas. Era su trabajo. Hacían bien su trabajo. Sobre todo últimamente, los nuevos diseños. Se reparaban a sí mismas. Eran completamente autónomas. Los tabs de radiación protegían a las tropas de la ONU, pero si un hombre perdía su tab las garras lo cazaban sin que les importase el uniforme. Bajo la superficie, la maquinaria automática iba fabricándolas. Hacía tiempo que los seres humanos estaban al margen. El riesgo era excesivo; nadie quería estar con ellas. Se las dejó abandonadas. Y parecían arreglárselas muy bien. Los nuevos diseños eran más rápidos, más complejos. Más eficaces. Al parecer habían ganado la guerra. El mayor Hendricks encendió un segundo cigarrillo. Le deprimía el paisaje. Sólo ruinas y ceniza. Parecía estar solo en el mundo, como si fuese la única cosa viva que quedase sobre la tierra. A la derecha se alzaban las ruinas de un pueblo, unas cuantas paredes y montones de escombros. Tiró la cerilla apagada, avanzó más deprisa. De pronto se detuvo, alzó su fusil, el cuerpo tenso... Durante un minuto pareció como si... De entre las ruinas de un edificio se acercaba alguien, caminando lentamente hacia él, titubeando. Hendricks parpadeó. - ¡Alto! El muchacho se detuvo. Hendricks bajó el fusil. El muchacho le miraba en silencio. Era pequeño, ocho años quizá. Pero resultaba difícil lo de los años. La mayoría de los chicos que quedaban estaban subalimentados y raquíticos. Llevaba un descolorido suéter azul, cubierto de barro, y


pantalones cortos. Tenía el pelo largo y sucio. Pelo castaño. Le colgaba sobre la cara y sobre las orejas. Llevaba algo en brazos. - ¿Qué tienes ahí? - preguntó ásperamente Hendricks. El muchacho lo alzó. Era un juguete, un oso. Un oso de felpa. El muchacho tenía unos ojos grandes pero inexpresivos. Hendricks se tranquilizó. - Yo no lo quiero. Consérvalo. El muchacho volvió a abrazar el oso. - ¿Dónde vives? - dijo Hendricks. - Allí. - ¿En las ruinas? - Sí. - ¿Bajo tierra? - Sí. - ¿Cuántos hay allí? - ¿Cuan... cuántos? - Sí, cuántos sois. ¿Cuántas personas mayores hay donde vives? El muchacho no contestó. - No estarás solo, ¿verdad? - dijo Hendricks, ceñudo. El muchacho asintió. - ¿Y cómo vives? - Hay comida. - ¿Qué clase de comida? - Diferente. Hendricks estudió con curiosidad al muchacho. - ¿Cuántos años tienes? - Trece. No era posible. ¿O lo era? El muchacho estaba delgado, raquítico. Y probablemente fuese estéril. La radiación, años recibiéndola directamente. Era lógico que fuese tan pequeño. Tenía los brazos y las piernas nudosos y flacos como palos de escoba. Hendricks acarició el brazo del muchacho. Tenía la piel seca y áspera: piel de radiación. Se inclinó y miró el rostro del muchacho. Inexpresivo. Grandes ojos, grandes y oscuros. - ¿Eres ciego? - dijo Hendricks. - No. Veo algo. - ¿Cómo te las arreglas con las garras? - ¿Las garras?. - Esas cosas redondas que corren... - No comprendo. Quizá no hubiese garras por allí. Había muchas zonas libres de ellas. Solían agruparse alrededor de los búnkeres, donde había gente. Habían sido ideadas de modo que percibiesen el calor, el calor de las cosas vivas. - Tienes suerte - Hendricks se irguió. ¿Bueno, adónde vas?


- ¿Puedo ir contigo? - ¿Conmigo? - Hendricks cruzó los brazos -. Voy muy lejos. Kilómetros. Tengo prisa. - Miré su reloj -. Tengo que llegar allí al anochecer. - Quiero ir. Hendricks hurgó en su mochila. - No merece la pena. Toma - le dio las latas de comida que llevaba -. Coge esto y vete. ¿De acuerdo? El muchacho no contestaba. - Yo volveré por aquí. Tardaré un día. Si estás por aquí cuando vuelva podrás venir conmigo. ¿De acuerdo? - Quiero ir contigo ahora. - Es mucho camino. - Puedo caminar. Hendricks se agitó inquieto. Era un blanco demasiado bueno, dos personas caminando juntas. Y el muchacho le retrasaría. Pero no podría volver por aquel camino. Y si el muchacho estaba realmente solo... - Está bien. Vamos. El muchacho se colocó a su lado. Hendricks empezó a caminar. El muchacho andaba silenciosamente, abrazando su oso de felpa. - ¿Cómo te llamas? - dijo Hendricks, al cabo de un rato. - David Eduardo Derring. - ¿David? ¿Qué... qué les pasó a tus padres? - Murieron. - ¿Cómo? - En la desintegración. - ¿Hace cuánto? - Seis años. Hendricks se detuvo. - ¿Llevas solo seis años? - No. Habían otras personas conmigo. Pero se fueron. - ¿Y desde entonces vives solo? - Sí. Hendricks bajó los ojos. El muchacho era extraño, por decir poco. Remoto. Pero así eran los niños que habían sobrevivido. Tranquilos. Estoicos. Les dominaba una extraña fatalidad. Nada les sorprendía. Lo aceptaban todo. No había ya nada normal, ningún curso natural de las cosas, moral o físico; habían desaparecido la costumbre, el hábito, y todas las fuerzas determinantes del aprendizaje; sólo quedaba la experiencia directa. - ¿Voy muy deprisa? - dijo Hendricks. - No. - ¿Cuándo me viste? - Estaba esperando.


- ¿Esperando? - dijo Hendricks sorprendido. ¿Y qué esperabas? - Coger cosas. - ¿Qué cosas? - Cosas para comer. - Oh - Hendricks frunció los labios. Un muchacho de trece años que vivía de ratas y de sabandijas y de comida enlatada medio podrida. En un agujero bajo las ruinas de una ciudad. Con estanques de radiación y garras, y las minas perforadoras rusas acechando en el cielo. - ¿Adónde vamos? - preguntó David. - A las líneas rusas. - ¿Rusas? - El enemigo. Los que empezaron la guerra. Los que tiraron las primeras bombas radioactivas. Ellos empezaron. El muchacho cabeceó. Le miraba con rostro inexpresivo. - Yo soy americano - dijo Hendricks. El muchacho no dijo nada. Siguieron los dos, Hendricks caminando delante, David tras él, apretando contra el pecho el sucio oso de felpa. Sobre las cuatro de la tarde pararon a comer. Hendricks hizo una hoguera en un agujero entre fragmentos de hormigón. Arrancó los matorrales y preparó leña. Las líneas rusas no estaban muy lejos. Se encontraban en lo que había sido un largo valle, hectáreas de frutales y viñedos. Ahora sólo quedaban unos cuantos tocones ennegrecidos y las montañas que se extendían en el horizonte al fondo. Y las nubes de rodante ceniza que arrastraba el viento, asentándose sobre los matorrales y los restos de edificios, paredes esparcidas, un trozo de calle. Hendricks hizo café y calentó un poco de carnero y pan. - Toma - dio pan y carnero a David. David se sentó al borde del fuego, las piernas cruzadas, huesudas y blancas las rodillas. Examinó la comida y la rechazó con un gesto. - No. - ¿No? ¿No quieres? - No. Hendricks se encogió de hombros. Quizás aquel muchacho fuese un mutante, acostumbrado a alimentos especiales. Daba igual. Cuando tuviese hambre ya encontraría comida. Era un muchacho extraño. Pero sucedían muchas cosas extrañas en el mundo. La vida ya no era igual. Nunca volvería a serlo. La humanidad iba haciéndose a la idea. - Allá tú - dijo Hendricks. Comió pan y carnero y café. Comía lentamente, como si le resultase laborioso digerir la comida. Cuando acabó se puso de pie y apagó el fuego. David se levantó lentamente, observándole con sus ojos de joven viejo. - Nos vamos - dijo Hendricks. - Muy bien.


Hendricks reemprendió la marcha, el fusil en la mano. Estaban cerca ya, y Hendricks iba tenso, preparado para cualquier cosa. Los rusos tenían que esperar un emisario, una contestación al suyo, pero eran muy tramposos. Siempre había la posibilidad de un error. Examinó el paisaje que les rodeaba. Escombros, ceniza, unos cuantos montículos, árboles chamuscados. Muros de hormigón. Pero algo más allá estaba el primer bunker de las líneas rusas, el puesto de mando adelantado. Bajo tierra, profundamente enterrado, sólo mostrando un periscopio y unos cuantos cañones. Quizás una antena. - ¿Llegaremos pronto? - Preguntó David. - Sí. ¿Cansado? - No. - ¿Entonces? David no contestó. Caminaba cuidadosamente tras él, abriéndose camino entre las cenizas. Tenía pies y piernas grises de polvo. Tenía en la cara arrugas de ceniza gris que se dibujaban sobre la blanca palidez de su piel. No tenía color en la cara. Típico de los nuevos niños, criados en sótanos y alcantarillas y refugios subterráneos. Hendricks se detuvo. Alzó sus prismáticos y estudió el terreno que tenía delante. Tenían que estar allí, en algún sitio, esperándole... ¿o le vigilaban, como habían vigilado sus hombres al emisario ruso? Se estremeció. Quizás estuviesen preparando sus armas, disponiéndose a disparar, lo mismo que sus hombres, disponiéndose a matar. Se enjugó la cara cubierta de sudor. - Maldita sea. - se sentía incómodo. Pero tenían que esperarle. La situación era distinta. Siguió caminando sobre la ceniza, sujetando el fusil con ambas manos. Y detrás iba David. Hendricks miraba a su alrededor, ceñudo. En cualquier segundo podría suceder. Un relámpago de luz, un fogonazo cuidadosamente enfocado desde el interior de un profundo bunker de hormigón. Alzó un brazo e hizo una señal en el aire. Nada se movió. A la derecha se veía una larga cordillera, coronada de troncos muertos. Habían crecido unas cuantas vides silvestres alrededor de los árboles, de los restos de árboles. Y las eternas hierbas oscuras. Hendricks examinó el cerro. ¿Había algo allá arriba? Un lugar de observación perfecto. Se aproximó nervioso David le seguía silenciosamente. Si hubiese sido su puesto de mando habría allí un centinela vigilando a los soldados que quisiesen infiltrarse en la zona de mando. Por supuesto, si fuese su puesto de mando habría garras alrededor para una protección plena. Se detuvo, separadas las piernas, las manos en las caderas. - ¿Ya estamos? - dijo David.


- Casi. - ¿Por qué paramos? - No quiero correr ningún riesgo. - Hendricks avanzaba lentamente. Ahora el cerro quedaba directamente a su lado a la derecha. Por encima de él. Su inquietud aumentó. Si hubiese allí arriba un ruso estaría en sus manos. Agitó de nuevo el brazo. Tenían que esperar a alguien con uniforme de la ONU como respuesta a su nota. A menos que todo aquello fuese una trampa. - Ven a mi lado - dijo, volviéndose a David -. No te quedes atrás. - ¿Contigo? - A mi lado. Estamos muy cerca. No podemos correr riesgos. Ven. - Voy bien aquí. - David continuó caminando tras él, a unos pasos de distancia, sin soltar su oso de felpa. - Allá tú. - Hendricks alzó de nuevo sus prismáticos, súbitamente tenso. Por un momento... ¿se había movido algo? Examinó cuidadosamente el cerro. Todo estaba en silencio. Muerto. No había vida allá arriba, sólo troncos de árboles y cenizas. Quizás algunas ratas. Las grandes ratas negras que habían sobrevivido a las garras. Mutantes... construían sus refugios con saliva y ceniza. Una especie de plástico. Adaptación. Continuó caminando. En la colina, sobre él, apareció un hombre alto de flotante capote. Verde gris. Un ruso. Tras él apareció un segundo soldado, también ruso. Ambos alzaron sus armas, apuntando. Hendricks quedó paralizado. Abrió la boca. Los soldados estaban arrodillados, apuntando desde el borde del cerro. Se les había unido una tercera persona, una figura más pequeña, también verde gris. Una mujer. Se mantenía detrás de ellos. Hendricks consiguió hablar por fin. - ¡Alto! - Hizo gestos frenéticos con los brazos -. Soy... Los dos rusos dispararon. Detrás de Hendricks sonaron dos suaves pops. Sobre él cayeron oteadas de calor, que le derribaron. La cara se le llenó de ceniza y, tosiendo, se puso de rodillas. Todo era una trampa. Estaba sentenciado. Había ido a que le mataran, como a una res. Los soldados y la mujer bajaban por la ladera hacia él, deslizándose sobre la suave ceniza. Hendricks estaba conmocionado. Le palpitaba la cabeza. Torpemente, alzó su arma y apuntó. El fusil le pesaba mil toneladas; apenas podía sostenerlo. Le picaba la nariz y las mejillas. El aire estaba lleno de aquel aroma acre y amargo. - ¡No dispares! - dijo el primer ruso, en un inglés con fuerte acento. Los tres llegaron junto a él y le rodearon. - Deja tu rifle, yanqui - dijo el otro. Hendricks estaba desconcertado. Todo había sucedido con demasiada rapidez. Le habían capturado. Y habían desintegrado al muchacho. Giro la


cabeza. David había desaparecido. Lo que quedaba de él estaba esparcido por el suelo. Los tres rusos le examinaron, curiosos. Hendricks permanecía sentado, conteniendo la sangre de su nariz y escupiendo fragmentos de ceniza. Movía la cabeza intentando despejarla. - ¿Por qué hicisteis eso? - murmuró -. El muchacho. - ¿Por qué? - replicó uno de los soldados que le ayudó a levantarse; mientras hacía volverse a Hendricks -. Mira. Hendricks cerró los ojos. - Mira - los dos rusos le empujaron hacia adelante -. Deprisa. ¡No hay tiempo que perder, yanqui! Hendricks miró. Y lanzó un gemido. - ¿Ves ahora? ¿Comprendes? De los restos de David salió rodando una rueda metálica. Relés, metal resplandeciente. Piezas, cables. Uno de los rusos dio una patada al montón de restos. Las piezas se desparramaron. Cayó una sección plástica medio chamuscada. Hendricks se inclinó tembloroso. Se había desprendido la parte frontal de la cabeza. Pudo ver un intrincado cerebro, cables y relés, tubos y conmutadores, miles de pequeñas piezas... - Un robot - dijo el soldado que le tenia sujeto del braza -. Vimos cómo te seguía. Así es como hacen. Siguen a uno para entrar en el bunker. Así es como consiguen entrar. Hendricks pestañeó, desconcertado. - Pero... - Vamos. - Le condujeron hacia el cerro, resbalando al subir por la ceniza. La mujer llegó primero a la cima y los esperó allí. - El puesto de mando adelantado - murmuró Hendricks -. Vine a negociar... - Ya no hay puesto de mando adelantado. Consiguieron entrar. Te explicaremos. - Llegaron a la cima del cerro. Sólo quedamos nosotros. Nosotros tres. Los demás estaban en el bunker. - Por aquí. Bajemos por aquí. - La mujer abrió una compuerta oculta en el suelo. Entra. Hendricks se agarró y entró. Los dos soldados y la mujer entraron y bajaron tras él la escalerilla. La mujer cerró la compuerta, asegurándose de que quedaba bien encajada. - Fue una suerte que te viéramos - gruñó uno de los dos soldados -. Hubiese acabado contigo. - Dame uno de vuestros cigarrillos - dijo la mujer -. Hace semanas que no pruebo tabaco americano. Hendricks le dio el paquete. La mujer sacó un cigarrillo y ofreció a los dos soldados. En un rincón de la pequeña estancia brillaba una lámpara. Era una habitación de techo bajo, y apenas había sitio para que se sentaran


los cuatro alrededor de una mesita de madera. A un lado se amontonaban algunos platos sucios, Tras una raída cortina se veía parcialmente una segunda habitación. Hendricks vio el extremo de un catre, algunas mantas y ropas colgadas de un gancho. - Estábamos aquí - dijo uno de los soldados; se quitó el casco, echándose hacia atrás su rubio pelo. Soy el cabo Rudy Maxer. Polaco. Incorporado al ejército soviético hace dos años -. Extendió la mano. Hendricks titubeó y luego se la estrechó. - Mayor Joseph Hendricks. - Klaus Epstein - dijo el otro soldado, bajo, moreno y de pelo tupido; Epstein se rascó nervioso la oreja -. Austriaco. Incorporado Dios sabe cuándo. No me acuerdo. - Los tres estábamos aquí, Rudy y yo con Tasso - indicó a la mujer. - Por eso escapamos. Los demás estaban abajo en el bunker. - Y... y les cazaron. Epstein encendió un cigarrillo. - Primero entró solo uno. Como el que te seguía a ti. Luego ése dejó entrar a los otros. - ¿Es que hay más de un tipo? - preguntó Hendricks alarmado. - El muchachito. David. David con su oso de felpa. Es la tercera variedad. La más eficaz. - ¿Qué otros tipos hay? Epstein buscó en su capote. - Mira - sacó un montón de fotografías y las extendió sobre la mesa; iban atadas todas en una cinta -. Sírvete tú mismo. Hendricks desató la cinta. - Ya ves - dijo Rudy Maxer -. Por eso queríamos entablar conversaciones de paz. Quiero decir, los rusos. Lo descubrimos hace una semana. Descubrimos que vuestras garras empezaban a hacer nuevos diseños por su cuenta. Nuevos tipos. Mejores. En vuestras fábricas subterráneas detrás de nuestras líneas. Los dejasteis que se fabricaran y se repararan por su cuenta. Los hicisteis cada vez más perfeccionados. Lo que ha sucedido es culpa vuestra. Hendricks examinó las fotografías. Habían sido sacadas precipitadamente; estaban movidas y eran confusas. Las primeras mostraban... a David. David caminando solo. David y otro David. Tres David. Todos exactamente iguales. Todos con un astroso oso de felpa. Todos patéticos. - Mira los otros - dijo Tasso. La siguiente fotografía, tomada a gran distancia, mostraba a un soldado de elevada estatura herido sentado al borde del camino, con un brazo en cabestrillo, un muñón de pierna. Luego dos soldados heridos, los dos iguales. Hombro con hombro.


- Esta es la primera variedad. El soldado herido. - Klaus se inclinó y cogió las fotografías -. ¿Te das cuenta? Las garras fueron diseñadas para atrapar seres humanos. Para encontrarlos. Cada tipo mejoraba el anterior. Llegaron muy lejos, lograron superar nuestras defensas e introducirse en nuestras líneas. Pero mientras eran sólo máquinas, esferas metálicas con garras, cuernos y sensores, podíamos localizarlas y destruirlas como a cualquier otro objeto. Podían detectarse como robots mortíferos en cuanto les viésemos. En cuanto les viésemos... - La primera variedad arrasó nuestra ala norte - dijo Rudi -. Tardamos mucho tiempo en darnos cuenta. Cuando lo hicimos, ya era demasiado tarde. Llegaban, soldados heridos, llamaban, y pedían que les dejáramos entrar. Y les dejábamos preparados contra las máquinas... - Entonces se pensó que sólo había un tipo - dijo Klaus Epstein -. Nadie sospechaba que hubiese otro. Nos pasaron las fotografías. Cuando os enviamos el emisario, sólo conocíamos un tipo. La primera variedad. El gran soldado herido. Creíamos que no había más. - Vuestra línea cayó con... - Con la tercera variedad. David y su oso. Funcionó aún mejor. - Klaus sonrió amargamente -. A los soldados les gustan mucho los niños. Los trajimos e intentamos alimentarlos. Descubrimos después lo que eran. Lo descubrieron los que estaban en el bunker. - Nosotros tres tuvimos suerte - dijo Rudi -. Klaus y yo estábamos... haciéndole una visita a Tasso cuando pasó. Esta es su casa - indicó con un gesto. Esta pequeña celda. Acabamos y subimos por la escalerilla otra vez. Lo vimos desde el cerro. Estaban allí, alrededor del bunker. Aún había lucha. David y su oso. Eran centenares Klaus sacó las fotografías. Klaus ató de nuevo las fotografías. - ¿Y esto está pasando a lo largo de toda vuestra líneas? - dijo Hendricks. - Sí. - ¿Y nuestras líneas? - Inconscientemente, acarició el tab de su brazo. ¿Pueden...? - A ellos no les afectan vuestros tabs radiactivos. A ellos les da igual rusos o americanos o polacos o alemanes. Todos son lo mismo. Ellos hacen aquello para lo que están diseñados. Persiguen a la vida, donde la encuentren. - Se orientan por el calor - dijo Klaus -. Así los construisteis desde el principio. Por supuesto, los que vosotros construisteis podéis mantenerlos a raya con los tabs radioactivos. Pero ahora han burlado esto. Estas nuevas variedades están cubiertas de capas de plomo. - ¿Cuál es la otra variedad? - preguntó Hendricks -. El tipo David, el soldado herido... ¿Cuál es el otro?


- No lo sabemos. - Klaus señaló hacia la parte superior de la pared. Había dos placas de metal, melladas en los bordes. Hendricks se levantó y las examinó. Estaban dobladas y dentadas. - La de la izquierda procede de un soldado herido - dijo Rudi -. Cogimos uno. Iba hacia nuestro viejo bunker. Le disparamos desde el cerro, como al David que venía contigo. En la placa había un sello: I-V. Hendricks examinó la otra placa. - ¿Y esta es del tipo David? - Sí. - La placa también tenía un sello: III-V. Klaus las contempló, inclinado sobre el ancho hombro de Hendricks. - Ya ves lo que nos espera. Hay otro tipo. Quizá lo abandonasen. Quizás no funcionase. Pero tiene que haber una segunda variedad. Tenemos la uno y las tres. - Tuviste suerte - dijo Rudi -. El David te siguió hasta aquí sin tocarte. Probablemente pensó que le meterías en algún bunker. - Entra uno y se acabó - dijo Klaus -. Son muy rápidos. Si entra uno entran todos. Son inflexibles. Máquinas con un objetivo. Sólo fueron construidas para una cosa - se limpió el sudor del labio. Quedaron silenciosos. - Dame otro cigarrillo, yanqui - dijo Tasso -. Son buenos. Casi me había olvidado de cómo eran. Era de noche. El cielo estaba negro. No se veían estrellas entre las nubes de ceniza. Klaus levantó cautelosamente la compuerta para que Hendricks pudiese mirar afuera. Rudi señaló en la oscuridad. - Hacia allí están los búnkeres. Donde estábamos nosotros. No hay más de un kilómetro de distancia. Fue pura casualidad que Klaus y yo no estuviésemos allí cuando pasó. Debilidad. Nos salvó nuestra lujuria. - Todos los demás deben haber muerto - dijo Klaus con voz queda -. Fue todo muy rápido. Esta mañana el politburó tomó la decisión. Nos lo notificaron... al puesto de mando. Enviamos inmediatamente un emisario. Le vimos salir hacia vuestras líneas. Le cubrimos hasta que le perdimos de vista. - Alex Radrivsky. Los dos le conocíamos. Desapareció hacia las seis. Acababa de salir el sol. Hacia el mediodía Klaus y yo teníamos una hora de descanso. Salimos y nos alejamos de los búnkers. No había nadie observándonos. Vinimos aquí. Antes había sido un pueblo, unas cuantas casas, una calle. Esta bodega era parte de una gran casa de campo. Sabíamos que Tasso estaría aquí, oculta en su refugio. Ya habíamos venido antes. Y venían aquí otros de los búnkers. Por casualidad hoy era nuestro turno. - Por eso nos salvamos - dijo Klaus -. Casualidad. Podrían haber sido otros. Bueno... acabamos, y cuando salimos a la superficie y miramos hacia


los búnkers les vimos, a los David. Lo comprendimos inmediatamente. Habíamos visto las fotografías de la primera variedad, el soldado herido. Nuestro comisario las distribuyó con una explicación. Si hubiésemos dado otro paso nos habrían visto. Hubiésemos tenido que destruir a los David para volver. Había cientos, por todas partes. Como hormigas. Sacamos las fotos y volvimos aquí, y cerramos. - No hay mucho problema cuando se trata de uno solo. Somos más rápidos que ellos. Pero ellos son inexorables. No son como los seres vivos. Avanzaban directamente contra nosotros. Y nosotros los desintegramos. El mayor Hendricks se apoyó en el borde de la compuerta, ajustando sus ojos a la oscuridad. - ¿No es peligroso levantar la compuerta? - Hay que tener cuidado. ¿Cómo podrías si no utilizar tu transmisor? Hendricks alzó lentamente el pequeño transmisor del cinturón. Lo apretó contra su oído. El metal estaba frío y húmedo. Sopló en el micrófono y levantó la corta antena. En su oído un leve murmullo. - Sí, desde luego. Pero aún vacilaba. - Te meteremos dentro si pasa algo - dijo Klaus. - Gracias. - Hendricks esperó un momento, poniéndose el transmisor en el hombro -. Es interesante, ¿verdad? - ¿Qué? - Esto, lo de los nuevos tipos. Las nuevas variedades de garras. Estamos completamente a su merced, ¿no es cierto? Es muy probable que a estas horas hayan alcanzado también las líneas de la ONU. Eso me hace preguntarme si no veremos pronto el comienzo de una nueva especie. La nueva especie. Evolución. La raza que sucederá al hombre. Rudi lanzó un gruñido. - No habrá ninguna raza después del hombre. - ¿No? ¿Por qué? Puede que estemos presenciando el fin de los seres humanos, el nacimiento de una sociedad nueva. - No hay una raza. Son asesinos mecánicos. Los hicisteis para destruir. Sólo pueden hacer esto. Son máquinas con un trabajo. - Eso parece ahora. Pero, ¿y después? Cuando acabe la guerra. Quizás muestren sus auténticas potencialidades cuando no haya seres humanos que destruir. - ¡Hablas como si estuviesen vivos! - ¿No lo están? Hubo un silencio. - Son máquinas - dijo Rudi -. Parecen personas, pero son máquinas. - Usa tu transmisor, mayor - dijo Klaus -. No podemos quedarnos aquí eternamente.


Sujetando con firmeza el transmisor, Hendricks emitió el código del bunker de mando. Esperó, escuchando atento. Ninguna respuesta. Sólo silencio. Comprobó cuidadosamente las claves. Todo estaba en su sitio. - ¡Scott! - gritó en el micrófono. ¿Puedes oírme? Silencio. Elevó la potencia al máximo y lo intentó otra vez. Sólo ruidos parásitos. - No capto nada. Quizá me oigan y no quieran contestar. - Diles que es una emergencia. - Creerán que están obligándome a llamar. Que me obligáis vosotros. Lo intentó de nuevo, transmitiendo brevemente lo que había descubierto. Pero sólo le respondieron ruidos parásitos. - Las lagunas radiactivas eliminan la mayor parte de la transmisión - dijo Klaus al cabo de un rato. A lo mejor es eso. Hendricks dejó el transmisor. - Es inútil. No contestan. ¿Lagunas de radiación? Puede. O quizá me oigan y no quieran contestar. Yo haría lo mismo, francamente, si un emisario intentase llamar desde las líneas soviéticas. No tienen por qué creer lo que les digo. Pueden haberlo oído todo... - O quizá sea demasiado tarde. Hendricks asintió. - Será mejor que cerremos - dijo Rudi, nervioso -. No tenemos por qué correr riesgos innecesarios. Descendieron lentamente por el túnel. Klaus encajó con firmeza la compuerta. Entraron en la cocina. La atmósfera resultaba pesada y opresiva. - ¿Podrían actuar tan deprisa? - dijo Hendricks -. Salí del bunker al mediodía. Hace diez horas. ¿Cómo pudieron hacerlo tan deprisa? - No tardan mucho. Desde que entra el primero. Ya sabes lo que pueden hacer las garras pequeñas. Estas son increíbles. Tienen cuchillas en cada dedo. Es una locura. - Haré una cosa - dijo Hendricks, dándoles la espalda. - ¿Qué cosa? - dijo Rudi. - La base lunar. Dios mío, si hubiesen llegado allí... - ¿La base lunar? Hendricks se volvió. - Es imposible que lleguen a la base lunar. No hay ninguna posibilidad. No puedo creerlo. - ¿Qué es esa base lunar? Hemos oído rumores, pero nada claro. ¿Cuál es la situación? Pareces preocupado. - Recibimos suministros de la luna. Allí están los gobiernos, bajo la superficie lunar. Todo nuestro pueblo y nuestras industrias. Por eso podemos continuar la lucha. Si estos monstruos consiguiesen llegar a la luna...


- Basta con que llegue uno. En cuanto llega uno introduce a los demás. Cientos, todos iguales. Tendrías que haberlos visto. Idénticos. Como hormigas. - Socialismo perfecto - dijo Tasso. - El ideal del estado comunista. Todos los ciudadanos intercambiables. Klaus lanzó un gruñido colérico. - Ya basta. ¿Bueno, qué hacemos? Hendricks paseaba por la habitación. El aire olía a comida y sudor. Los otros le observaban. Tasso cruzó la cortina y entró en la habitación contigua. - Voy a dormir un poco. La cortina se cerró tras ella. Rudi y Klaus se sentaron a la mesa, sin dejar de observar a Hendricks. - Es asunto vuestro - dijo Klaus -. Nosotros no conocemos vuestra situación. Hendricks asintió. - Es un problema. - Rudi bebió un sorbo de café, que echó en su taza de un oxidado puchero. - Estaremos seguros aquí durante un tiempo, pero no podemos quedarnos siempre. No tenemos reservas de alimentos suficientes. - Pero si salimos fuera... - Si salimos nos cogerán. O pueden cogernos. Sería lo más probable. No podríamos ir muy lejos. ¿A qué distancia queda el bunker de mando americano, mayor? - ¿Y si están ya allí? - dijo Klaus. Rudi se encogió de hombros. - En ese caso volveremos aquí. Hendricks dejó de pasear. - ¿Qué posibilidades hay según vosotros de que hayan llegado ya a las líneas americanas? - Es difícil saberlo. Pero es bastante probable que hayan llegado ya. Están organizados. Saben muy bien lo que hacen. En cuanto empiezan son como una plaga de langostas. Tienen que seguir moviéndose, y deprisa. Se basan en el engaño y en la velocidad. Antes de que te des cuenta ya están dentro. - Comprendo - murmuró Hendricks. Tasso se agitó en la otra habitación. - ¿Mayor? Hendricks apartó la cortina. - ¿Qué? Tasso le miró lánguidamente desde el catre. - ¿Te quedan más cigarrillos americanos? Hendricks entró en la habitación y se sentó frente a ella en un taburete de madera. Hurgó en los bolsillos.


- No. No me queda ninguno. - Qué lástima. - ¿De qué nacionalidad eres tú? - preguntó Hendricks tras de una pausa. - Rusa. - ¿Cómo llegaste aquí? - ¿Aquí? - Esto era Francia. Una parte de Normandía. ¿Viniste con el ejército soviético? - ¿Por qué? - Pura curiosidad. La examinó detenidamente. Se había quitado la guerrera y la había echado a los pies del catre. Era joven, unos veinte. Esbelta. Su largo pelo se derramaba sobre la almohada. Le miraba en silencio, con unos ojos grandes y oscuros. - ¿Qué piensas? - dijo Tasso. - Nada. ¿Cuántos años tienes? - Dieciocho. Ella continuaba observándole, sin pestañear los brazos detrás de la cabeza. Llevaba pantalones y camisa del ejército ruso. Verde gris. Grueso cinturón de cuero con hebilla y cartuchera. Botiquín. - ¿Perteneces al ejército soviético? - No. - ¿Dónde conseguiste el uniforme? - Me lo dieron - dijo ella, encogiéndose de hombros. - ¿Qué edad tenías cuando... cuando viniste aquí? - Dieciséis. - ¿Tan joven? Ella achicó los ojos. - ¿Qué quieres decir? Hendricks se rascó la barbilla. - Tu vida habría sido muy diferente de no ser por la guerra. Dieciséis. Viniste aquí a los dieciséis. A vivir de este modo. - Tenía que sobrevivir. - No estoy moralizando. - Tu vida habría sido también muy distinta - murmuró Tasso; se inclinó y se desabrochó una de las botas; se desprendió de ella de una patada -. Mayor, ¿por qué no te vas a la otra habitación? Tengo sueño. - Va a ser un problema, los cuatro aquí. Resultará difícil vivir en este espacio. ¿Sólo hay dos habitaciones? - Sí. - ¿Qué tamaño tenía originariamente el sótano? ¿Era mayor? ¿Hay otras habitaciones llenas de escombros? Quizá pudiéramos despejar una.


- Puede. En realidad no lo sé. - Tasso se aflojó el cinturón; se acomodó en la litera y se desabrochó la camisa -. ¿Estás seguro de que no tienes más cigarrillos? - Sólo tenía aquel paquete. - Qué lástima. Quizá podríamos encontrar alguno si volviésemos a tu búnker. - Soltó la otra bota; luego buscó el cordón de la luz. Buenas noches. - Vas a dormir? - Eso es. La habitación se hundió en la oscuridad. Hendricks se levantó, cruzó la cortina y entró en la cocina. Y se detuvo, rígido. Rudi estaba contra la pared, la piel blanca y brillante. Abría y cerraba la boca, pero sin emitir ningún sonido. Frente a él estaba Klaus, que le clavaba en el estómago el cañón de su pistola. Ninguno de los dos se movía. Klaus estaba serio, sujetando con firmeza la pistola. Rudi, pálido y silencioso, pegado a la pared. - Pero ¿qué...? - Murmuró Hendricks, pero Klaus le interrumpió. - Tranquilo, mayor. Acércate. Tu pistola. Saca tu pistola. Hendricks sacó su pistola. - Pero ¿qué pasa? - Cúbrele - Klaus le empujó hacia adelante. A mi lado. ¡Aprisa! Rudi se movió un poco y bajó los brazos. Se volvió a Hendricks, lamiéndose los labios. Sus ojos brillaban ferozmente. Tenía la frente empapada de sudor que le goteaba por las mejillas. Fijó sus ojos en Hendricks. - Mayor, se ha vuelto loco. Deténgale la voz de Rudi era áspera y sorda, casi inaudible. - ¿Qué Pasa? - preguntó Hendricks. Sin bajar la pistola, Klaus contestó: - Mayor, ¿se acuerda de nuestra discusión? ¿Se acuerda de las tres variedades? Conocíamos la una y la tres. Pero no conocíamos la dos. O no la conocíamos hasta ahora. - Los dedos de Klaus se apretaron alrededor de la culata e su pistola -. No la conocíamos, pero ya la conocemos. Apretó el gatillo. De la pistola brotó un fogonazo blanco y cálido que rodeó a Rudi. - Mayor, esta es la segunda variedad. - ¡Klaus! ¿Qué hiciste? Klaus se volvió, apartando los ojos de la forma chamuscada que se desmoronaba gradualmente por la pared al suelo. - La segunda variedad, Tasso. Ahora la conocemos. Hemos identificado los tres tipos. Hay menos peligro. Yo... Tasso contempló los restos de Rudi, los ennegrecidos y retorcidos fragmentos entre trozos de tela.


- Le mataste. - No lo lamentes. No era un hombre. Estaba vigilándole. Tenía el presentimiento, pero no estaba seguro. Al menos, no estuve seguro antes. Pero esta tarde me convencí. - Klaus frotó la culata de la pistola, nervioso. Tenemos suerte. ¿No os dais cuenta? Otra hora aquí y podría... - ¿Estás seguro? - Tasso se inclinó sobre los humeantes restos del suelo; su expresión se endureció -. Mayor, véalo usted mismo. Huesos. Carne. Hendricks se inclinó también. Eran restos humanos. Carne chamuscada, fragmentos de huesos carbonizados, un trozo de cráneo. Ligamentos, vísceras, sangre. Sangre formando un estanque junto a la pared. - No hay ninguna pieza - dijo Tasso quedamente, se levantó. No hay ruedas ni piezas ni relés. Ni garras. Nada de segunda variedad. - Cruzó los brazos -. Tendrás que explicar esto. Klaus se sentó junto a la mesa, súbitamente pálido. - Suéltalo de una vez - dijo Tasso, cerrando una mano sobre su hombro. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué le mataste? - Estaba asustado - dijo Hendricks -. Todo esto, todo este asunto... - Puede. - ¿Qué entonces? ¿Qué piensas? - Creo que puedes haber tenido una razón para matar a Rudi. Una buena razón. - ¿Qué razón? - Quizá Rudi descubriese algo. Hendricks examinó su sombría cara. - ¿Sobre qué? - preguntó. - Sobre él. Sobre Klaus. Klaus alzó la vista rápidamente. - Supongo que te das cuenta de lo que quiere decir. Ella cree que yo soy la segunda variedad. ¿Comprendes, mayor? Ahora quiere que creas que le maté a propósito. Que soy... - ¿Por qué le mataste, entonces? - dijo Tasso. - Ya te lo dije - respondió Klaus -. Creí que era una garra. Creí que le había descubierto. - ¿Por qué? - Había estado vigilándole. Tenía sospechas. - ¿Por qué? - Porque tenía ciertos datos. Oí algo. Creí oírle... como girar de ruedas dentro de él. Hubo un silencio. - ¿Crees eso? - dijo Tasso a Hendricks. - Sí. Creo lo que dice. - Yo no. Yo creo que mató a Rudi a sabiendas - Tasso cogió el fusil que había en el rincón -. Mayor...


- No - Hendricks hizo un gesto decidido. - Acabemos con esto ahora mismo. Basta con uno. Tenemos miedo, lo mismo que él. Si le matamos haremos lo que él hizo a Rudi. Klaus le miro agradecido. - Gracias. Tenía miedo. Lo comprendes, ¿verdad? Ahora tiene miedo ella, como lo tenía yo. Quiere matarme. - No habrá más muertes - dijo Hendricks, dirigiéndose hacia la escalerilla -. Voy a subir y probar suerte con el transmisor otra vez. Si puedo localizarles volveremos a mis líneas mañana por la mañana. Klaus se levantó inmediatamente. - Subiré contigo y te echaré una mano. El aire de la noche era frío. La tierra estaba refrescándose. Klaus respiró profundamente, llenando sus pulmones. El y Hendricks salieron del túnel y pisaron el suelo de la superficie. Klaus, plantado y con las piernas separadas, el fusil dispuesto, observaba y escuchaba. Hendricks acuclillado junto a la boca del túnel, accionando el pequeño transmisor. - ¿Hay suerte? - preguntó Klaus. - Aún no. - Sigue intentándolo. Diles lo que pasa. Hendricks siguió intentándolo. Sin éxito. Por fin bajó la antena. - Es inútil. No me oyen. O me oyen y no quieren contestar. O... - O no existen. - Lo intentaré otra vez - Hendricks alzó la antena -. Scott, ¿me oyes? Escuchó. Sólo ruidos parásitos. Luego, muy desmayadamente... - Aquí Scott. - ¡Scott! ¿Eres tú? - Aquí Scott. Klaus se arrodilló a su lado. - ¿Es tu puesto de mando? - Scott, escucha. ¿Me oyes? ¿Recibiste lo de las garras? ¿Recibiste el mensaje? ¿Me oyes? - Sí. - Desmayadamente. Casi inaudible. Apenas si podía diferenciar la palabra. - ¿Recibisteis mi mensaje? ¿Va todo bien ahí? ¿No ha conseguido entrar ninguno? - Todo bien aquí. La voz se hizo más débil. - No. Hendricks se volvió a Klaus. - Están bien. - ¿Les han atacado?


- No. - Hendricks apretó el auricular junto a su oído -. Scott, no te oigo apenas. ¿Has notificado a la base lunar? ¿Lo saben ellos? ¿Los habéis alertado? No hubo respuesta. - ¡Scott! ¿Me oyes? Silencio. Hendricks se relajó y se sentó en el suelo. - Se fue. Deben ser las lagunas radioactivas. Hendricks y Klaus se miraron. Ninguno de los dos dijo nada. Por fin, al cabo de un rato, habló Klaus: - ¿Era la voz de alguno de tus hombres? ¿Pudiste identificar la voz? - Se oía muy mal. - ¿No puedes estar seguro? - No. - Entonces podría haber sido... - No sé. Ahora ya no estoy seguro. Volvamos abajo y cerremos la compuerta. Bajaron lentamente por la escalerilla y volvieron al cálido sótano. Klaus aseguró el cierre de la compuerta. Tasso les esperaba, seria y grave. - ¿Hubo suerte? - Preguntó. Ninguno de los dos contestaba. - Bueno - dijo por fin Klaus -. ¿Qué piensas, mayor? ¿Era tu oficial, o era uno de ellos? - No lo sé. - Entonces estamos como antes. Hendricks miró al suelo, apretando las mandíbulas. - Tenemos que ir. Para asegurarnos. - De todos modos sólo tenemos comida aquí para unas semanas. Tendremos que salir a la fuerza. - Eso parece. - Pero ¿qué pasa? - preguntó Tasso -. ¿Conseguisteis contacto con el bunker? ¿Cuál es el problema? - Podía haber sido uno de mis hombres - dijo lentamente Hendricks -. O podría haber sido uno de ellos. Pero quedándonos aquí no lo sabremos nunca. - Miró su reloj -. Apaguemos y durmamos un poco. Tenemos que levantarnos temprano mañana. - ¿Temprano? - El mejor momento para pasar entre las garras es por la mañana temprano - dijo Hendricks. Era una mañana cruda y clara. El mayor Hendricks estudió el paisaje con sus prismáticos. - ¿Ves algo? - dijo Klaus.


- No. - ¿Distingues nuestros búnkers? - ¿Hacia dónde quedan? - Allí. - Klaus tomó los prismáticos y los ajustó. - Yo sé dónde mirar. - Miró largo rato, silencioso. Tasso llegó a la cima del túnel y salió a la superficie. - ¿Alguna cosa? - No. - Klaus devolvió los prismáticos a Hendricks -. Están desenfocados. Vamos. No nos quedemos aquí. Bajaron los tres por la ladera del cerro, deslizándose sobre la suave ceniza. Tras una piedra lisa vigilaba una lagartija. Se pararon instantáneamente, rígidos. - ¿Qué fue? - murmuró Klaus. - Una lagartija. La lagartija echó a correr entre las cenizas. Era exactamente del mismo color. - Adaptación perfecta - dijo Klaus -. Prueba que tenemos razón. La tiene Lysenko, quiero decir. Llegaron al pie de la ladera y se detuvieron, muy juntos, mirando alrededor. - Vamos - dijo Hendricks -. Hay mucho camino a pie. Klaus se colocó a su lado. Tasso caminaba detrás, con la pistola preparada. - Mayor, quería preguntarle una cosa - dijo Klaus -. ¿Cómo encontraste al David? El que venía contigo... - Lo encontré por el camino. En unas ruinas. - ¿Que te dijo? - No mucho. Dijo que estaba sólo. - ¿No pudiste percibir que era una máquina? ¿Hablaba como un ser humano? ¿Nunca lo sospechaste? - Es extraño, esas máquinas son tan parecidas a las personas que pueden engañarle. Casi vivas. Me pregunto cómo acabará esto. - Se dedican a hacer aquello para lo que las diseñasteis vosotros los yanquis - dijo Tasso. - Las creasteis para perseguir la vida y destruirla. La vida humana. En donde la encuentren. Hendricks observaba atentamente a Klaus. - ¿Por qué me lo preguntas? ¿En qué piensas? - En nada - contestó Klaus. - Klaus piensa que tú eres la segunda variedad - dijo tranquilamente Tasso detrás de él -. Ahora ha puesto los ojos en ti. Klaus enrojeció. - ¿Por qué no? Nosotros enviamos un emisario a las líneas yanquis y volvió él. Quizá pensara que encontraría aquí buena caza.


- Yo vine de los búnkers de la ONU - dijo Hendricks con una risa áspera -. Y allí estaba rodeado de seres humanos. - Quizá pensaste que era una oportunidad de entrar en las líneas soviéticas. Quizá pensases que era tu oportunidad. Quizá... - Las líneas soviéticas estaban ya invadidas. Invadieron vuestras líneas antes de que yo saliese de mi búnker. No olvides eso. Tasso se colocó a su lado. - Eso no prueba nada, mayor. - ¿Por qué no? - Parece ser que hay poca comunicación entre las variedades. Todas son de fábricas distintas. No parecen trabajar conjuntamente. Podrías haber salido hacia las líneas soviéticas sin saber lo que hacían las otras variedades. O incluso cómo eran las otras variedades. - ¿Cómo sabes tú tanto sobre las garras? - dijo Hendricks. - Las he visto. Las observé. Vi cómo tomaban los búnkers soviéticos. - Mucho sabes tú - dijo Klaus. -. En realidad viste muy poco. Es extraño que fueses tan buena observadora. Tasso se echó a reír. - ¡No sospecharás de mí ahora! - Olvídalo - dijo Hendricks. Siguieron caminando en silencio. - ¿Vamos a hacer todo el camino a pie? - dijo Tasso, al cabo de un rato. No estoy acostumbrada a andar: Miró a su alrededor, contemplando la llanura cenicienta que se extendía por todas partes hasta el horizonte. - Qué desolación - exclamó. - Es así por todas partes - dijo Klaus. - En cierto modo hubiese preferido que estuvieses en tu búnker cuando llegó el ataque. - Algún otro hubiese estado contigo, en ese caso - murmuró Klaus. Tasso se echó a reír, metiéndose las manos en los bolsillos. - Supongo que si. Siguieron caminando, los ojos fijos en el horizonte de la vasta llanura de silente ceniza que les rodeaba. Se ponía el sol. Hendricks avanzaba lentamente, con Tasso y Klaus detrás. Klaus se sentó, apoyando su arma contra el suelo. Tasso encontró una losa de hormigón y se sentó exhalando un suspiro. - Es mejor que nos tomemos un descanso. - Silencio, estate quieta - dijo Klaus ásperamente. Hendricks subió hasta la cima del montículo que había ante ellos. La misma cima a la que había subido el emisario ruso el día anterior. Hendricks se echó al suelo, y tumbado miró con sus prismáticos lo que había más allá.


No se veía nada. Sólo ceniza y algún árbol. Pero allí, a no más de cincuenta metros, estaba la entrada del búnker. El bunker del que él había salido. Hendricks observaba en silencio. Ningún movimiento. Ningún signo de vida. Nada revivía. Klaus se deslizó junto a él. - ¿Dónde está? - Allá abajo. Hendricks le pasó los prismáticos. Nubes de ceniza cruzaban el cielo del crepúsculo. El mundo oscurecía. Aún les quedaban un par de horas de luz, como máximo. Probablemente menos. - No veo nada - dijo Klaus. - Aquel árbol de allí. El tocón. Junto a la pila de ladrillos. La entrada está a la derecha de los ladrillos. - Tendré que creerlo. - Tú y Tasso cubridme desde aquí. Yo exploraré el camino hasta la entrada del búnker. - ¿Bajarás solo? - Con mi tab de muñeca estaré seguro. El terreno que rodea al búnker es un hervidero de garras. Se esconden en la ceniza. Como cangrejos. Vosotros, sin tabs, no podríais hacer nada. - Quizá tengas razón. - Caminaré lentamente. Tan pronto como esté seguro... - Si están dentro del búnker no podrás volver aquí. Son muy rápidos. ¿Es que no te das cuenta? - ¿Qué sugieres? Klaus se quedó pensativo. - No sé. Lo mejor sería conseguir que subieran a la superficie. Así podrías ver. Hendricks sacó su transmisor del cinturón, alzando la antena. - De acuerdo, lo haremos. Klaus hizo una señal a Tasso. Tasso subió diestramente la ladera de la colina hasta donde estaban. - Va a bajar solo - dijo Klaus -. Le cubriremos desde aquí. En cuanto le veas retroceder, dispara. Son muy rápidos. - No eres muy optimista - dijo Tasso. - No, no lo soy. Hendricks comprobó cuidadosamente su arma. - Puede que no haya ningún problema. - Es que no los viste. Centenares. Todos son iguales. Como hormigas. - Podré descubrir si están ahí sin necesidad de bajar. - Hendricks montó su arma, la sujetó con firmeza y cogió el transmisor con la otra mano. En fin, deseadme suerte. Klaus le tendió la mano.


- No bajes hasta estar seguro. Habla con ellos desde arriba. Que se muestren. Hendricks bajó la ladera de la colina. Momentos después caminaba lentamente hacia la pila de ladrillos y escombros junto al tronco muerto. Hacia la entrada del búnker de mando. Nada se movía. Accionó el transmisor. - ¿Scott? ¿Me oyes? Silencio. - ¡Scott! Soy Hendricks. ¿Me oyes? Estoy a la entrada del búnker. Tenéis que verme en la pantalla de visión. Escuchó, apretando con fuerza el transmisor. Ningún sonido. Sólo ruidos parásitos. Siguió caminando. Una garra salió de la ceniza y corrió hacia él, lo examinó atentamente, y luego se colocó detrás, perrunamente respetuosa, siguiéndole a unos pasos de distancia. Un momento después se le unió otra gran garra. Las garras le seguían silenciosas, mientras él caminaba lentamente hacia el búnker. - ¡Scott! ¿Me oyes.? Estoy a la puerta. Aquí afuera. En la superficie. ¿Me escuchas? Esperó, apretando contra el costado la pistola, mientras mantenía el transmisor pegado a la oreja. Se esforzaba por oír, pero sólo había silencio y vagos ruidos parásitos. Luego, clara y metálica, sonó una voz: - Aquí Scott. Era una voz neutra. Fría. No podía identificarla. Pero el auricular era preciso. - Scott, escucha. Estoy aquí arriba. Estoy en la superficie, frente a la entrada del búnker. - Sí. - ¿Me ves? - Sí. - ¿Por la pantalla visual? ¿Me tienes enfocado? - Sí. Hendricks meditó unos instantes sobre la situación. Le rodeaba un círculo de pacientes garras. - ¿Va todo bien en el bunker? ¿No ha pasado nada especial? - Todo va bien. - ¿Podrías subir a la superficie? Quiero verte un momento. - Hendricks respiró profundamente. Sube aquí conmigo, quiero hablarte. - Baja. - Sube, es una orden. Silencio. - ¿Subes? - Hendricks escuchó; no había respuesta -. Te ordeno que subas a la superficie.


- Baja. Hendricks apretó las mandíbulas. - Ponme con Leone. Hubo una larga pausa. Escuchaba ruidos parásitos. Luego llego otra voz, firme, sólida, metálica. Igual que la anterior. - Aquí Leone. - Hendricks. Estoy en la superficie. A la entrada del búnker. Quiero que subáis uno aquí. - Baja. - ¿Por qué? ¡Es una orden! Silencio, Hendricks bajó el transmisor. Miró cautelosamente a su alrededor. La entrada estaba frente a él. Casi a sus pies. Bajó la antena y fijó el transmisor al cinturón. Cuidadosamente, sujetó su arma con ambas manos. Avanzó, paso a paso. Si podían verle sabían que se dirigía a la entrada. Cerró los ojos un momento. Luego puso un pie en el primer escalón. Dos David subieron hacia él, sus caras idénticas e inexpresivas. Los desintegró en partículas. Seguían subiendo silenciosamente, todo un ejército. Todos exactamente iguales. Hendricks dio la vuelta y echó a correr, lejos del bunker, hacia la colina. En la cima de la colina, Tasso y Klaus dispararon. Las garras pequeñas subían ya hacia ellos, brillantes y rápidas cual esferas de metal, surcando frenéticas las ceniza. Pero no tenía tiempo de pararse a pensar. Se arrodilló, apuntando con su pistola hacia la entrada del búnker. Los David salían en grupos, con sus ositos de felpa. sus flacas y huesudas piernas resonando al subir los escalones hacia la superficie. Hendricks disparó contra la masa principal. Estallaron, desparramando engranajes y muelles en todas direcciones. Disparó de nuevo, entre la niebla de partículas. Una figura gigantesca surgió de la entrada del búnker, alta y vacilante. Hendricks la contempló sorprendido. Un hombre, un soldado. Con una pierna sólo, apoyándose en una muleta. - ¡Mayor! - era la voz de Tasso. Más disparos. La inmensa figura avanzaba, con los David hormigueando a su alrededor. Hendricks salió de su estupor. La primera variedad. El soldado herido. Apuntó y disparó. El soldado se dispersó en piezas, casquillos, cables y muelles por todas partes. Los David se esparcían por la llanura. Disparó una y otra vez, retrocediendo lentamente y disparando. Desde la cima de la ladera disparaba Klaus. La ladera hervía de garras que pretendían subir. Hendricks retrocedió hacia el montículo, sin dejar de disparar. Tasso había dejado a Klaus e iba lentamente bordeando hacia la derecha, apartándose de la cima. Un David subió hacia él, con su carita blanca e inexpresiva y su pelo marrón colgando sobre los ojos. Se inclinó súbitamente, abriendo los


brazos. El oso de felpa saltó al suelo y avanzó con él a saltos. Hendricks disparó. David y el oso se disolvieron. Era como un sueño. Hendricks parpadeó. - ¡Sube aquí! - era la voz de Tasso. Hendricks se dirigió hacia ella. Estaba junto a unas columnas de hormigón, de un edificio destruido. Disparaba por encima de él, con la pistola que Klaus te había dado. - Gracias. - Llegó junto a ella, jadeando por el esfuerzo. Ella le empujó detrás de las columnas. Sacaba algo de su cinturón. - ¡Cierra los ojos!. - Sacó una bomba de la cintura y la activó. - Cierra los ojos y tiéndete. Tiró la bomba. Describió un arco y fue saltando hasta la entrada del búnker. Dos soldados heridos estaban apostados junto a la pila de ladrillos. Seguían saliendo más David, esparciéndose por la llanura. Uno de los soldados heridos se acercó a la bomba y se agachó para cogerla. La bomba estalló. La explosión hizo rodar a Hendricks por el suelo. El viento caliente lo azotó. Vio a Tasso de pie tras las columnas, disparando lenta y metódicamente contra los David que salían de las ardientes nubes de blanco fuego. Parapetado en la cima Klaus, luchaba con un anillo de garras que le rodeaban. Retrocedía, disparando contra ellas, intentando atravesar el anillo. Hendricks se puso de pie trabajosamente. Le dolía la cabeza. Apenas veía. Todo te daba vueltas. No podía mover el brazo derecho. Tasso se acercó a él. - Ven. Vamos. - Klaus... está allá arriba. - ¡Vamos! - Tasso arrastró a Hendricks, apartándole de las columnas. Hendricks movió la cabeza, intentando despejarla. Tasso andaba deprisa, los ojos duros y brillantes, temerosa de las garras que habían escapado a la explosión. De entre las rodantes nubes de llamas salió un David. Tasso lo desintegró. No aparecieron más. - Pero Klaus... ¿qué hacemos? - Hendricks se detuvo, vacilante -. El... - ¡Vamos! Retrocedieron, apartándose cada vez más del búnker. Un grupo de garras les siguió durante un rato, y luego les dejó y retrocedió. Por fin, Tasso se detuvo. - Podemos parar aquí y recuperar fuerzas. Hendricks se sentó en un montón de escombros. Se frotó el cuello, carraspeando. - Dejamos a Klaus allí. Tasso no contestó. Abrió su pistola y colocó un peine nuevo. Hendricks la miró, desconcertado.


- Le dejaste allí aposta. Tasso cerró la recámara. Miraba los montones de escombros que les rodeaban, con cara inexpresivo. Como si buscase algo. - ¿Qué es? - Preguntó Hendricks -. ¿Qué estás buscando? ¿Viene algo? No comprendía. ¿Qué estaba haciendo ella? ¿Qué esperaba? El no veía nada. Ceniza por todas partes, ceniza y ruinas. Y de vez en cuando el tronco chamuscado de un árbol, sin hojas ni ramas. - ¿Qué...? Tasso le interrumpió. - Quieto. - Achicó los ojos y sacó la pistola. Hendricks se volvió, siguiendo su mirada. Por el camino que habían seguido ellos venía alguien. Caminaba cansinamente hacia ellos. Tenía las ropas destrozadas. Cojeaba, y avanzaba muy lentamente. Se detenía de vez en cuando a descansar y tomar aliento. Una vez estuvo a punto de caer. Se detuvo un momento para recuperarse. Luego continuó. Klaus. Hendricks se incorporó. - ¡Klaus! - avanzó hacia él -. Cómo demonios... Tasso disparó. Hendricks se volvió. Ella disparó de nuevo, por encima de él, un mortífero trallazo de fuego. La llama alcanzó a Klaus en el pecho. Explotó, tuercas y piezas volaron por el aire. Durante un instante continuó caminando. Luego se tambaleó y se derrumbó en el suelo. Rodaron unos cuantos tornillos más. Silencio. Tasso se volvió a Hendricks. - Ahora entenderás por qué mato a Rudi, supongo. Hendricks volvió a sentarse lentamente. Estaba conmocionado. No podía pensar. - Te das cuenta? - Dijo Tasso. - ¿Comprendes? - Hendricks no dijo nada. Tenía la sensación de que todo se derrumbaba a su alrededor a gran velocidad. La oscuridad le cubría. Cerro los ojos. Hendricks abrió los ojos lentamente. Le dolía todo el cuerpo. Intentó incorporarse, pero sintió pinchazos de dolor en el brazo y en el hombro. Lanzó un gemido. - No intentes levantarte - dijo Tasso. Se inclinó, poniendo su fría mano en la frente de Hendricks. Era de noche. En el cielo brillaban unas cuantas estrellas, entre las nubes de ceniza. Hendricks estaba tendido y apretaba los dientes. Tasso le miraba impasible. Había hecho una hoguera. El fuego ardía débilmente alrededor


de un recipiente de metal que había sobre él. Todo estaba en silencio. Inmóvil oscuridad fuera del círculo del fuego. - Así que él era la segunda variedad - murmuró Hendricks. - Lo supe desde el principio. - ¿Por qué no le descubriste antes? - Me lo impediste tú. - Tasso se acercó al fuego para mirar el recipiente. Café. Estará listo dentro de un rato. Se sentó de nuevo a su lado. Abrió la pistola y empezó a desmontar sus mecanismos, examinándolos atentamente. - Una hermosa pistola - dijo Tasso, medio hablando sola -. La técnica de construcción es soberbia. - ¿Y qué me dices de ellas? De las garras. - La explosión de la bomba acabó con la mayoría. Son delicadas. Un mecanismo muy complejo, supongo. - ¿También los David? - Si. - ¿Cómo tenías una bomba como aquélla? Tasso se encogió de hombros. - Nosotros la diseñamos. No deberías subestimar nuestra tecnología, mayor. Sin aquella bomba ni tú ni yo estaríamos vivos ahora. - Es muy eficaz. Tasso estiró las piernas, aproximando los pies al calor del fuego. - Me extrañaba que no te dieses cuenta después de que mató a Rudi. ¿Por qué crees que...? - Ya te lo dije. Creí que tenía miedo. - ¿De veras? Sabes, mayor, durante un tiempo sospeché de ti. Porque no me dejabas que le matase. Creí que le protegías. - Se echó a reír. - ¿Estamos seguros aquí? - preguntó de pronto Hendricks. - Por un tiempo. Hasta que lleguen refuerzos de otras zonas. - Tasso empezó a limpiar los mecanismos de la pistola con un trapo. Terminó y la montó otra vez. Acarició con los dedos la culata. - Tuvimos suerte - murmuró Hendricks. - Sí. Mucha suerte. - Gracias por ayudarme. Tasso no contestó. Alzó los ojos hacia él, brillantes a la luz del fuego. Hendricks se examinó el brazo. No podía mover los dedos. Tenía todo el costado como dormido. Y sentía un dolor sordo y firme. - ¿Cómo te sientes? - preguntó Tasso. - Tengo el brazo herido. - ¿Algo más? - Heridas internas. - No te agachaste lo suficiente cuando estalló la bomba.


Hendricks no contestó. Observó a Tasso servir el café en una cazuela de metal. Se la pasó. - Gracias. - Se esforzó en beber. Le resultaba difícil tragar; sentía vómitos, y le devolvió el recipiente. No puedo beber más. Tasso bebió el resto. Pasó un tiempo. Las nubes de ceniza cruzaban entre ellos y el oscuro cielo. Hendricks descansaba, la mente en blanco. Al cabo de un rato se dio cuenta de que Tasso estaba de pie a su lado, y que le miraba. - ¿Qué pasa? - murmuró. - ¿Te sientes algo mejor? - Algo. - ¿Sabes, mayor, que si no te hubiese traído hasta aquí te habrían liquidado? Estarías muerto. Como Rudi. - Lo sé. - ¿Quieres saber por qué lo hice? Podría haberte dejado. Podría haberte dejado allí. - ¿Por qué lo hiciste? - Porque tenemos que largarnos de aquí. - Tasso avivó el fuego con una astilla, y contempló fijamente las brasas -. Aquí no puede vivir ningún ser humano. Si vienen refuerzos no podremos resistir. He pensado en todo esto mientras estabas inconsciente. No creo que tarden más de tres horas en volver. - ¿Y esperas algo de mí? - Eso es. Espero que encuentres un medio de salir de aquí. - ¿Por qué yo? - Porque yo no conozco ninguno - le miró con ojos relampagueantes, firme y segura a la media luz -. Si no das con un medio de salir de aquí, nos matarán en tres horas. Yo no veo ninguna salida. ¿Qué dices tú? ¿Qué vas a hacer? He estado esperando toda la noche. Aquí sentada mientras estabas inconsciente, esperando. Va a amanecer ya. Está acabando la noche. Hendricks lo pensó un momento. - Es curioso - dijo al fin. - ¿Curioso? - El que pensases que yo encontraría un medio de salir de aquí. ¿Qué creíste que podía hacer yo? - ¿No puedes hacer que nos lleven a la base lunar? - ¿A la base lunar? ¿Cómo? - Debe haber algún medio. - No - dijo Hendricks -. No conozco ninguno. Tasso no dijo nada. Por un instante su firme mirada vaciló. Bajó la cabeza, apartándola bruscamente. Se levantó. - ¿Más café? - No.


- Como quieras. - Tasso bebió en silencio. Hendricks no podía verle la cara. Estaba tendido en el suelo, ensimismado en sus pensamientos, intentando concentrarse. Le resultaba difícil pensar. Aún te dolía la cabeza. Y aún persistía la conmoción. - Podría haber un medio - dijo de pronto. - ¿Sí? - ¿Cuánto falta para que amanezca? - Dos horas. No tardará en salir el sol. - Teóricamente tendría que haber una nave cerca de aquí. Yo nunca la he visto. Pero sé que existe. - ¿Qué clase de nave? - Un crucero. - ¿Podríamos ir en él a la base lunar? - Teóricamente sí. En caso de emergencia. - Se rascó la frente. - ¿Qué te pasa? - La cabeza. Me resulta difícil pensar. Apenas puedo... apenas puedo concentrarme. Fue la bomba. - ¿Está cerca de aquí la nave? - Tasso se colocó a su lado, sentada -. ¿A qué distancia? ¿Dónde está? - Estoy intentando pensar. Ella hundió sus dedos en el brazo de Hendricks. - ¿Está cerca? - su voz era como acero. - ¿Dónde crees que está? ¿Estará bajo tierra? ¿En un refugio subterráneo? - Sí. En un hangar de almacenamiento. - ¿Cómo podemos localizarlo? ¿Hay alguna indicación? ¿Hay algún código que permita identificarlo? Hendricks se concentró. - No. No hay ninguna indicación. Ningún código. - ¿Qué, entonces? Una señal. - ¿Qué clase de señal? Hendricks no contestó. A la vacilante luz de la hoguera, se le borraba la vista, y sus ojos eran dos órbitas ciegas. Tasso hundió con más fuerza los dedos en su brazo. - ¿Qué clase de señal? ¿Qué es? - Yo... no puedo pensar. Déjame que descanse. - Está bien. - Tasso le dejó y se levantó. Hendricks se quedó tendido en el suelo, con los ojos cerrados. Tasso se apartó de él, con las manos en los bolsillos. Dio una patada a una piedra y se quedó mirando al cielo, la oscuridad de la noche empezaba a engrisecer. Llegaba la mañana. Tasso apretó su pistola y se puso a caminar alrededor de la hoguera. El mayor Hendricks seguía en el suelo inmóvil, con los ojos cerrados. La línea gris fue alzándose en el cielo cada vez más. Empezó a hacerse visible el


paisaje, campos de ceniza en todas direcciones. Ceniza y ruinas de edificios paredes, montones de hormigón, el tronco desnudo de un árbol. El aire era frío y áspero. Lejos, un pájaro lanzó unos cuantos gorjeos sombríos. Hendricks se agitó. Abrió los ojos. - ¿Amaneció? ¿Ya? - Sí. Hendricks se incorporó. - Tú querías saber algo. Me preguntabas. - ¿Te acuerdas ahora? - Sí. - ¿Qué es? ¿qué? - Un pozo. Un pozo en ruinas. Debajo está el hangar de almacenamiento. - Un pozo - Tasso pareció tranquilizarse -. Entonces encontraremos ese pozo. - Miró su reloj -. Nos queda más o menos una hora, mayor. ¿Crees que lo encontraremos en una hora? - Ayúdame a levantarme - dijo Hendricks. Tasso dejó su pistola y le ayudó. - Va a ser dificil. - Si, desde luego - dijo Hendricks, apretando los dientes -. No creo que lleguemos muy lejos. Empezaron a andar. El sol del alba les calentaba levemente. El terreno era desnudo y liso, una extensión gris e inerte hasta el horizonte. Sobre ellos, muy arriba, hacían círculos silenciosos y lentos unas cuantas aves. - ¿Ves algo? - dijo Hendricks -. ¿Ves alguna garra? - No. Aún no. Cruzaron unas ruinas, un montículo de hormigón y ladrillos. Unos cimientos. Las ratas huían. Tasso se volvió hacia Hendricks. - Esto era una ciudad - dijo Hendricks -. Un pueblo, más bien. Toda la zona llena de viñedos. Salieron a una calle destruida, con el pavimento lleno de fisuras y matorrales. A la derecha brotaba una chimenea de piedra. - Con cuidado - advirtió él. Apareció ante ellos un pozo, un sótano abierto. Salían de él extremos mellados de tuberías, dobladas y retorcidas. Cruzaron parte de una casa, pasaron ante una bañera volcada, una silla rota, unas cuantas cucharas y restos de platos. En el centro de la calle se había hundido el suelo. La depresión estaba llena de matorrales, escombros y huesos. - Es aquí - murmuró Hendricks. - ¿En esta dirección? - A la derecha. Pasaron ante los restos de un pesado tanque; el contador que llevaba Hendricks al cinturón cliqueteó lúgubremente. El tanque había sido


destruido por la radiación. A unos metros del tanque había un cuerpo momificado con la boca abierta. Al otro lado de la calle había un campo liso. Piedras y matorrales y fragmentos de cristal. - Allí - dijo Hendricks. Se destacaba un pozo de piedra, roto y desmoronado. Tenía encima unas cuantas tablas. Hendricks caminó vacilante hacia él, con Tasso a su lado. - ¿Estás seguro? - dijo Tasso -. Parece un pozo normal. - Estoy seguro. Hendricks se sentó al borde del pozo, apretando los dientes. Respiraba con premura. Se enjugó el sudor de la cara. - Estaba previsto para que pudiese escapar el oficial de mando en caso necesario. Si caía el bunker... - ¿Tú eras el oficial de mando? - Sí. - ¿Dónde está la nave? ¿Está aquí? - Estamos sobre ella. - Hendricks extendió sus manos sobre la superficie de la piedra del pozo -. Está programada para mí y para nadie más. Es mi nave. Hubo un agudo clic. Luego oyeron un sonido rechinante bajo ellos. - Volvamos atrás - dijo Hendricks. Se apartaron del pozo. Una parte del suelo retrocedió. Una estructura metálica fue brotando lentamente de la ceniza, dispersando en su ascensión ladrillos y matorrales. La ascensión cesó al quedar al descubierto el morro de la nave. - Aquí está - dijo Hendricks. La nave era pequeña. Descansaba tranquila, suspendida en su soporte, como una aguja roma. Una lluvia de ceniza cayó en el interior de la cavidad oscura de la que había surgido la nave. Hendricks se acercó. Desatornilló la escotilla y la abrió. Se veían los tableros de control y el asiento de presión. Tasso se acercó y se colocó a su lado, mirando el interior de la nave. - No estoy habituada a pilotar cohetes - dijo al cabo de un rato. Hendricks la miró sorprendido. - Seré yo quien la pilote. - ¿Tú? Sólo hay un asiento, mayor. Veo que está construida para una persona sólo. Hendricks estudió atentamente el interior de la nave. Tasso tenía razón. Sólo había un asiento. La nave estaba construida para llevar sólo una persona. - Comprendo - dijo lentamente -. Y esa persona eres tú. Ella asintió. - Por supuesto. - ¿Por qué? - Tú no puedes ir, estás herido. Probablemente no sobrevivirías al viaje. Tal vez no llegases nunca.


- Un comentario muy interesante. Pero has de saber que yo sé donde está la base lunar y tú no. Podrías estar meses volando sin encontrarla. Está muy bien escondida. Si no se sabe lo que hay que buscar... - Tendré que correr mis riesgos. Quizá no la encuentre. Yo sola. Pero estoy segura de que me darás toda la información que necesite. Tu vida depende de ello. - ¿Cómo? - Si encuentro la base lunar a tiempo, quizá pueda conseguir que envíen una nave a recogerte. Si encuentro la base a tiempo. Si no, no tendrás ninguna posibilidad. Supongo que en la nave hay suministros. Me durarán lo suficiente... Hendricks actuó rápidamente. Pero le traicionó su brazo herido. Tasso le esquivó, echándose ágilmente a un lado. Y alzó su mano, rápida como el rayo. Hendricks vio la culata de la pistola. Intentó esquivar el golpe, pero ella era demasiado rápida. La culata de metal le golpeó en la cabeza, sobre la oreja. Le inundó un dolor agudo, y le cubrió de pronto una nube de oscuridad. Se derrumbó en el suelo. Percibía confusamente que Tasso estaba a su lado, y que le empujaba con un pie. - ¡Mayor! Despierta. Abrió los ojos, con un gruñido. - Escúchame. - Se inclinó, apuntándole a la cara con la pistola -. Tengo prisa. No queda mucho tiempo. La nave está lista, pero tienes que darme esa información. La necesito antes de irme. Hendricks movió la cabeza intentando despejarla. - ¡Aprisa! ¿Dónde está la base lunar? ¿Cómo puedo encontrarla? ¿Qué debo buscar? Hendricks no decía nada. - ¡Contéstame! - Lo siento. - Mayor, la nave está llena de provisiones. Tengo para semanas. Acabaré encontrando la base. Y de aquí a media hora tú habrás muerto. Tu única posibilidad de supervivencia... - paró de hablar. Por la ladera, entre las ruinas, algo se movía. Algo en la ceniza. Tasso se volvió rápidamente, apuntando. Disparó. La pistola escupió un globo de fuego. Algo pareció huir entre la ceniza. Disparó otra vez. La garra se desintegró. - ¿Viste? - dijo Tasso. - Un explorador. No tardarán. - ¿Les harás venir a rescatarme? - Si. Lo más pronto posible. Hendricks alzó los ojos hacia ella. La examinó atentamente. - ¿Me dices la verdad? - había en su rostro una expresión extraña, una ávida codicia -. ¿Volverás por mí? ¿Me llevarás a la basé lunar?


- Te llevaré a la base lunar. ¡Pero dime dónde está! Queda muy poco tiempo. - Está bien - Hendricks cogió una piedra y se sentó. - Mira. Hendricks comenzó a dibujar en la ceniza. Tasso estaba de pie a su lado y observaba los movimientos de la piedra. Hendricks trazaba un tosco mapa lunar. - Esta es la cordillera de los Apeninos. Aquí está el cráter de Arquímedes. La base lunar está a unos doscientos cincuenta kilómetros del final de la cordillera. No sé exactamente dónde. Nadie lo sabe en la Tierra. Pero cuando estés sobre los Apeninos, lanza una bengala roja y una bengala verde, y luego dos rojas en rápida sucesión. El monitor de la base recogerá tu señal. La base está bajo la superficie, por supuesto. Te guiará hasta abajo con garfios magnéticos. - ¿Y los controles? ¿Puedo manejarlos? - Son prácticamente automáticos. Sólo tienes que dar la señal correcta en el momento adecuado. - Lo haré. - El asiento absorbe la mayor parte del impacto del despegue. El aire y la temperatura tienen control automático. La nave saldrá de la Tierra y pasará a espacio libre. Se alineará con la luna y se pondrá en órbita, a unos ciento cincuenta kilómetros de la superficie. Esa órbita te llevará sobre la base. Cuando estés en la región de los Apeninos, lanza las bengalas. Tasso se deslizó en el asiento de presión. Los cierres de los brazos se plegaron automáticamente, rodeándola. Accionó los controles. - Lástima que no vengas. mayor. Todo esto estaba aquí esperándote, y ahora no puedes hacer el viaje. - Déjame la pistola. Tasso sacó la pistola y la balanceó en el aire, pensativa. - No te alejes mucho de aquí. Sería dificil encontrarte si lo haces. - No. Me quedaré aquí, junto al pozo. Tasso acarició el mecanismo de despegue. - Una hermosa nave, mayor. Bien construida. Admiro su técnica. Su pueblo siempre ha trabajado bien. Construyen ustedes cosas excelentes. Su trabajo, sus creaciones, alcanzan su mayor logro. - Dame la pistola - dijo impaciente Hendricks, extendiendo la mano. Intentó ponerse en pie. - Adiós, mayor - Tasso tiró la pistola por encima de Hendricks. La pistola repiqueteo y rodó. Hendricks se lanzó tras ella. Se inclinó, cogiéndola. La escotilla de la nave se cerró. Hendricks retrocedió. Comenzaba a sellarse la puerta interna. Alzó la pistola laboriosamente. Hubo un estruendo estremecedor. La nave se alzó de su soporte metálico, arrojando un chorro de fuego. Hendricks retrocedió aún más. La nave se lanzó hacia las nubes de ceniza, perdiéndose en el cielo.


Hendricks se quedó observando largo rato, hasta que la estela desapareció. Nada se movía. El aire de la mañana era crudo y silencioso. Comenzó a andar sin propósito por el camino por el que había llegado. Mejor no quedarse quieto. Tardaría mucho en llegar ayuda... si llegaba. Buscó en los bolsillos hasta que dio con un paquete de cigarrillos. Encendió uno. Todos querían fumarse sus cigarrillos. Pero los cigarrillos andaban escasos. La lagartija se deslizó a su lado entre la ceniza. Se detuvo, rígido. La lagartija desapareció. Arriba, el sol estaba alto. Algunas moscas se posaron en una roca lisa que había junto a él. Hendricks las espantó con un pie. Aumentaba el calor. El sudor le chorreaba por la cara y por el cuello. Tenía la boca seca. Se detuvo y se sentó en unos escombros. Abrió su botiquín y tragó unas cápsulas narcóticas. Miró a su alrededor. ¿Dónde estaba? Había algo en el suelo frente a él. Tendido en el suelo. Silencioso e inmóvil. Hendricks sacó rápidamente su pistola. Parecía un hombre. Entonces recordó. Eran los restos de Klaus. La segunda variedad. Allí lo había desintegrado Tasso. Pudo ver ruedas y engranajes y cables esparcidos sobre la ceniza. Brillando y relumbrando bajo la luz del sol. Hendricks se levantó y se acercó. Empujó con el pie la forma inerte, dándole la vuelta. Vio el casco de metal, las costillas de aluminio. Cayeron más engranajes. Como vísceras. Montones de cables, engranajes y relés. Ruedas y motores. Se inclinó. El cráneo se había roto en la caída. Se veía el cerebro artificial. Lo examinó. Una masa de circuitos. Tubos diminutos. Cables finos como cabellos. Movió el resto del cráneo. Se fragmentó. Comprobó el sello. Y palideció. IV-V. Contempló la placa largo rato. Cuarta variedad. No segunda. Se habían equivocado. Había más tipos. No eran sólo tres. Había muchos más, sin duda. Por lo menos cuatro. Klaus no era la segunda variedad. De pronto se puso tenso. Algo llegaba, caminando entre la ceniza, más allá de la colina. ¿Qué era? Figuras. Figuras que se acercaban lentamente. Que venían hacia él. Hendricks se acuclilló y levantó la pistola. Le goteaba el sudor en los ojos. Se esforzó por dominar su creciente pánico al acercarse las figuras. La primera era un David. El David le vio y aumentó la velocidad. Los otros la aumentaron también. Un segundo David. Un tercero. Tres David, todos iguales, avanzando hacia él silenciosamente, sin expresión, moviendo rítmicamente sus flacas piernas. Abrazando sus osos de felpa.


Apuntó y disparó. Los dos primeros David se disolvieron en partículas. El tercero continuo. Y la figura que había detrás. Ascendiendo silenciosamente hacia él por la ladera de gris ceniza. Un soldado herido, sobresaliendo por encima del David. Y... Detrás del soldado herido iban dos Tasso, caminando hombro con hombro. Grueso cinturón, pantalones y camisas del ejército ruso, pelo largo. La misma imagen de la mujer que había tenido frente a sí unos minutos antes. Sentada en el asiento de presión de la nave, dos imágenes silenciosas, idénticas. Estaban muy cerca. El David se inclinó bruscamente, soltando su oso de felpa. El oso corrió hacia él. Automáticamente, los dedos de Hendricks apretaron el gatillo. El oso desapareció, disuelto en niebla. Las dos Tasso continuaron avanzando, impertérritas, hombro con hombro, a través de la ceniza gris. Cuando estaban casi junto a él, Hendricks alzó la pistola al nivel de la cintura y disparó. Las dos Tasso se disolvieron. Pero ya empezaba a subir la ladera un nuevo grupo, cinco o seis Tasso, todas idénticas, una hilera de ellas avanzando rápidamente hacia él. Y él le había dado la nave y le había revelado la señal. Por su culpa llegaría hasta la base lunar. El lo había hecho posible. Tenía razón en el comentario que había hecho sobre la bomba. Había sido diseñada de modo que conociese a los otros tipos, el tipo David y el tipo soldado herido. Y el tipo Klaus. No diseñada por seres humanos. Sino por una de las fábricas subterráneas sin ningún contacto con los hombres. La hilera de Tasso subía hacia él. Hendricks se cruzó de brazos observándolas tranquilamente. El rostro familiar, el cinturón, la gruesa camisa, la bomba cuidadosamente colocada. La bomba... Cuando las Tasso le cogieron, cruzó por su mente un último pensamiento irónico. Le alivió un poco. La bomba. Hecha por la segunda variedad para destruir a las otras. Sólo con ese fin. Estaban empezando ya a diseñar armas para combatir entre sí... FIN Edición electrónica de Sadrac Buenos Aires, Abril de 2001


LA MUCHACHA QUE ESTABA CONECTADA Escucha, zombie. Créeme. Lo que te podría decir... A ti, con tus necias manos chorreando sudor sobre tu cartera de acciones de bajo dividendo. Unas insignificantes participaciones de un décimo de AT&T al veinte por ciento de margen y ya te crees que eres Evel Knievel. AT&T... Tonto redomado, cuánto me gustaría mostrarte algo. Mira, papá muerto, diría. ¿Ves, por ejemplo, esa chica horrible? Allí, en medio de la muchedumbre, esa que mira a sus dioses. Una chica horrible en la ciudad del futuro. (Eso es lo que dije.) Mira. Está apretada entre los cuerpos, inclinada, mirando fijamente; el alma ansiosa se le sale por los ojos. Ámalos, oh, adóralos. Sus dioses salen de una tienda llamada Body East. Tres jóvenes que se mueven airosamente. Están vestidos como gente común, de la calle, pero... son maravillosos. ¿Ves cómo sus grandes ojos giran sobre los filtros de su nariz, cómo sus manos se elevan tímidamente, cómo se funden sus labios inhumana-mente suaves? La muchedumbre gime. Amor. Toda esta hirviente megaciudad, este divertido mundo futuro ama a sus dioses. ¿No crees en dioses, papá? Espera: sea lo que sea aquello que te excita, hay un dios en el futuro para ti, hecho a la medida. Escucha a la muchedumbre: «Le toqué el pie... Ooohhh, ¡LO HE TOCADO!». Incluso la gente de la torre GTX ama a los dioses... A su modo especial y por sus especiales motivos. La pobre chica de la calle simplemente los ama. Admira sus vidas hermosas, sus misteriosos problemas. Nadie le ha hablado nunca de mortales que aman a los dioses y terminan como árboles o como suspiros. Ni en un millón de años se le ocurriría que sus dioses pudieran devolverle su amor. Ahora está apretujada contra la pared mientras los jóvenes dioses se acercan. Se mueven en un espacio vacío. Una holocámara se cierne sobre ellos, pero su sombra no cae sobre ellos. Mágicamente, no hay cuerpos ante las pantallas de exhibición de la tienda cuando los dioses miran; un mendigo se encuentra bruscamente solo. Le dan un recuerdo. -¡Aaaaaaah! -dice la muchedumbre. Ahora, uno de ellos saca a relucir alguna absurda clase nueva de reloj, y todos trotan para tomar un vehículo, exactamente como hace la gente. El vehículo se detiene ante ellos: más magia. La muchedumbre suspira y vuelve a cerrarse. Los dioses se han marchado. (En una habitación situada muy lejos de la torre GTX, pero no desconectada de ella, un interruptor molecular se cierra también y tres carretes de cuentas corrientes giran.) Nuestra muchacha está aún pegada a la pared, mientras los guardias y el equipo de holocámaras se aleja. La adoración se desvanece de su rostro. Eso es bueno, porque ahora puedes ver que es lo más feo del mundo. Un monumento a la distrofia pituitaria.


Ningún cirujano la tocaría. Cuando sonríe, su mandíbula -a medias violeta- parece a punto de morder su ojo izquierdo. Es también muy joven, ¿pero a quién podría importarle? La multitud la arrastra ahora, y te permite vislumbrar su torso deforme y sus piernas desparejas. En la esquina se esfuerza por enviar un último espasmo cariñoso al vehículo de los dioses. Luego su rostro vuelve a su expresión habitual de vago dolor y entra en la calzada rodante, tropezando con la gente. La calzada empalma con otra. Salta, tropieza, y choca con la barra destinada a evitar accidentes. Finalmente emerge en un sitio pequeño que se llama parque. Allí funciona el espectáculo deportivo, un partido de baloncesto en 3-di se desarrolla en lo alto. Pero ella sólo se deja caer en un banco, acurrucada, mientras un tiro libre fantasmal pasa junto a su oído. Después de esto no ocurre nada excepto unos pocos movimientos furtivos de la mano a la boca que no interesan ni siquiera a sus compañeros de banco. Pero, ¿de veras te interesa la ciudad? ¿Esa ciudad, después de todo tan ordinaria, del futuro? Ah, hay muchas cosas excitantes... y no es tan lejos en el futuro, papá. Pero por ahora, olvida las cosas de ciencia ficción, como por ejemplo la tecnología holovisiva que ha llevado a los museos la radio y la televisión. O el campo de guía mundial que rebota en los satélites y controla los sistemas de comunicación y transporte de todo el globo. Eso fue un subproducto de la minería de los asteroides, pero olvídalo. Ahora miramos a esa chica. Sólo te daré una golosina. ¿Has notado algo especial en la calle, o en el espectáculo deportivo? No hay anuncios. No hay publicidad. Pues así es. No hay publicidad. Un detalle para ti. Mira alrededor. Ni una valla, ni un cartel; ni un solo eslogan, cancioncilla, texto en el cielo o flash subliminal en todo este curioso mundo. ¿Marcas? Sólo en esas pantallas de las tiendas, y apenas se podría llamara eso publicidad. ¿Qué te parece?Piénsalo. La chica todavía está allí. Está justamente debajo de la torre GTX, en realidad. Mira hacia arriba y podrás ver los reflejos de la burbuja en la parte superior, allí, entre los domos de las tierras de los dioses. Dentro de esa burbuja hay una sala de reuniones. En la puerta, una bonita inscripción en bronce: Global Transmissions Corporation. Aunque eso no significa nada. Casualmente, sé que hay seis personas en esa habitación. Cinco de ellas son técnicamente masculinas, y no se podría pensar fácilmente que la sexta es una mujer. No tienen absolutamente nada de particular. Ya se han visto esos rostros una vez, durante sus bodas, y volverán a verse en sus funerales; en ninguno de ambos casos han impresionado ni impresionarán a nadie. Si buscas a los Grandes Malignos Azules del mundo, olvídalo. Yo lo sé. Por Zen, si lo sé. ¿Carne? ¿Poder? ¿Gloria? Sólo conseguirías horrorizarlos. Lo que les gusta es hacer las cosas con orden, y en especial las que se refieren a las comunicaciones. Podrías decir que dedican a eso sus vidas, a liberar al mundo del ruido. Sus pesadillas tienen que ver con la hemorragia de información, con los canales que se intefieren, con los planes mal realizados, con el ruido invasor. Sólo su gigantesca riqueza les preocupa; abre constantemente nuevos panoramas de desorden. ¿Lujo? Visten las ropas que les ponen sus sastres; comen lo que les sirven sus cocineros. ¿Ves a


ese hombre, allí? Se llama Isham. Bebe agua y frunce el ceño mientras escucha una bola de datos. Su equipo de médicos ha prescrito el agua. La bola de datos contiene también un mensaje intranquilizador acerca de su hijo Paul. Pero ahora hay que volver abajo, mucho más abajo, a nuestra muchacha. ¡Mira! Ha caído al suelo, desparramada. Entre los transeúntes hay una tibia conmoción. El consenso es que está muerta; ella desaprueba balbuceando un poquito. Y ahora se la llevan en una de esas soberbias ambulancias del futuro, que son un verdadero adelanto en comparación con las nuestras, cuando hay una cerca. En el hospital local el habitual equipo de payasos, con la ayuda de una santa empleada de limpieza con una fregona, hace las cosas habituales. Nuestra muchacha revive lo suficiente para responder al cuestionario sin el cual no se puede morir, ni siquiera en el futuro. Finalmente arrojan la cascara vacía a una cama de la larga sala oscura. Otra vez más no ocurre nada durante un rato; sólo que de los ojos de la chica rezuman unas pocas lágrimas por la comprensible decepción de encontrarse todavía con vida. Pero en alguna parte, una computadora de la GTX hace cosquillas a otra y hacia medianoche ocurre algo. Primero llega una enfermera que corre cortinas en torno de la muchacha. Luego un hombre de traje formal avanza elegantemente por la sala. Pide a la enfermera que descubra a la chica y se retire. La joven bestia adormecida se incorpora; sus grandes manos cubren partes del cuerpo que cualquiera pagaría para no ver. -¿Burke? ¿P. Burke es su nombre? -S-sí. -Un gemido-. ¿Es usted... policía? -No. Supongo que la policía vendrá pronto. El suicidio en público es un delito. -Lo... lo siento. El hombre tiene un magnetófono en la mano. -No tiene familiares, ¿verdad? -No. -Diecisiete años. Un año de universidad. ¿Qué estudiaba? -Lenguas. -Hm. Diga algo. Un ruido ininteligible. El hombre la estudia. Visto de cerca, no es tan elegante. Parece un chico de los recados.¿Por qué ha intentado matarse? Ella lo mira con la dignidad de una rata muerta, mientras sube la sábana gris. El no insiste; éste es un punto a su favor. -Dígame, ¿vio a Breath esta tarde? Aunque ella está casi muerta, ese horrible manantial de amor vuelve a fluir. Breath es


el nombre de los tres jóvenes dioses, ese culto de perdedores. Otro punto para el hombre: interpreta bien la expresión de la muchacha. -¿Le gustaría conocerlo? Los ojos de ella se desorbitan de modo grotesco. -Tengo un trabajo para una persona como usted. Es tarea dura. Si es capaz de hacerlo bien, conocerá a Breath y verá a otras estrellas todo el tiempo. ¿Está loco? Ella piensa que realmente ha muerto. -Pero eso significa que nunca volverá a ver a nadie que haya conocido. Nunca más. Usted estará legalmente muerta. Ni siquiera la policía lo sabrá. ¿Quiere hacer la prueba? Es preciso que todo sea repetido. El gran mentón de la chica se afloja lentamente. Si me muestras el juego pasaré por él. Finalmente las huellas digitales de P. Burke quedan registradas, y el hombre sostiene su gran cuerpo rancio sin una señal de disgusto. Cualquiera se preguntaría qué otras cosas hace. Y luego, LA MAGIA. Un rápido galope silencioso de camilleros que ponen a P. Burke en algo muy distinto de una camilla de hospital y un suave deslizamiento al padre de todas las ambulancias de lujo, con flores verdaderas, y un largo viaje sin sacudidas hacia la nada. La nada es cálida y resplandeciente y sus enfermeras son amables. (¿Dónde has oído que no se puede comprar auténtica amabilidad con dinero?) Y limpias nubes envuelven a P. Burke en un asombrado sueño. ...Un sueño que se funde con comidas y baños y nuevos sueños, en soñolientos momentos vespertinos cuando debería ser medianoche, y en voces suaves en tono de negocios, y en rostros amistosos (pero muy pocos) y en infinitos hiposprays indoloros y en un peculiar entumecimiento. Y más tarde vuelve el ritmo cada vez más regular de los días y las noches, y un nuevo ánimo que P. Burke no identifica como salud; ella sólo sabe que los hongos de su axila han desaparecido. Y luego está levantada y sigue a esas pocas caras con creciente confianza, al principio trastabillando, y luego andando sin vacilar, mejor, para atravesar una breve antesala y hacer tests, tests, tests y otras cosas. Y allí está nuestra muchacha, con un aspecto... Si es posible, peor que el de antes. (¿Qué creías, que era la Cenicienta transistorizada?) Esa desmejora procede de los enchufes y electrodos que asoman entre su pelo ralo, y de otras fusiones de carne y metal. Por otra parte, el collar y la placa espinal metálicos son una adquisición; no perderás nada si no le ves el cuello. P. Burke está lista para recibir la instrucción previa a su trabajo. Esa instrucción se desarrolla en su suite, y es exactamente lo que llamarías un curso de buenos modales. Cómo caminar, sentarse, comer, hablar, sonarse la nariz, trastabillar, orinar, tener hipo... deliciosamente. Cómo hacer que cada gesto, cada encogimiento de hombros sea encantador, sutilmente distinto de cualquier gesto anterior. Como el hombre había dicho, era una tarea dura.


Pero P. Burke se muestra capaz. En alguna parte de ese horrible cuerpo hay una gacela, una hurí que habría quedado sepultada para siempre sin esa loca oportunidad. Y allá va el patito feo. Sólo que no es precisamente P. Burke quien ríe, se mueve, sacude su pelo brillante. ¿Cómo podría ser ella? P. Burke lo hace perfectamente; pero a través de algo. Ese algo es, según todas las apariencias, una muchacha viva. (Ya estabas advertido: esto es el FUTURO.) Cuando abren la gran caja criogénica y le muestran su nuevo cuerpo, ella dice una sola palabra, mirando fijamente y tragando saliva: -¿Cómo? Realmente es sencillo. Mira a P. Burke en su camisón y sus pantuflas: camina pesadamente junto a Joe, el hombre que supervisa el aspecto técnico de su instrucción. A Joe no le importa el aspecto de P. Burke; ni siquiera lo advierte. Para Joe las matrices de sistemas son hermosas. Entran en una habitación apenas iluminada donde hay un mueble metálico grande, como una sauna personal, y una consola para Joe. La habitación tiene una pared de cristal que está, en este momento, oscura. Y para tu información: todo esto está enterrado a ciento cincuenta metros de profundidad debajo de lo que era Carbondale, Pa. Joe abre la supuesta sauna como una gran concha apoyada sobre un extremo y llena de cosas raras. Nuestra muchacha se quita el camisón y se mete adentro desnuda, sin el menor embarazo. Ansiosamente. Se instala allí, conectando clavijas en enchufes. Joe cierra cuidadosamente la concha sobre la espalda jorobada de la muchacha. Clang. Ella nada ve ni oye y no puede moverse. Odia ese momento. Pero adora lo que viene después. Joe se instala ante su consola y se encienden las luces del otro lado de la pared de cristal. Hay una habitación, llena de lazos y puntillas, un dormitorio de jovencita. En la cama hay una montañita de seda de la que sobresale una cola de pelo rubio. La sábana se mueve y es rechazada hacia los pies. En la cama está sentada la chica más encantadora que has visto nunca. Se estremece: pornografía para ángeles. Alza sus brazos delicados, se alisa el pelo, mira alrededor llena de sueño. Luego no puede resistir la tentación de acariciar sus minisenos y su vientre. Porque, ¿comprendes?, es la terrible P. Burke quien está sentada en la cama reconociendo ese cuerpo perfecto de muchacha que te mira fascinada. Luego la gatita salta de la cama y se estrella en el suelo. Desde la sauna brota un ruido sofocado. P. Burke, que trataba de rascarse el codo lleno de cables, se sofoca bruscamente en dos cuerpos. Los electrodos tironean de su piel. Joe hace juegos malabares para equilibrar los impulsos eléctricos y susurra en su micrófono. El mal momento pasa; todo está en orden.


En la habitación iluminada la chica se pone de pie, lanza una mirada de inteligencia a la pared de cristal y entra en un cubículo transparente. Un cuarto de baño, naturalmente. Es una muchacha viviente, y las muchachas vivientes visitan el cuarto de baño después de una noche de sueño aunque sus cerebros estén en un gabinete de sauna en la habitación vecina. Y P. Burke no está en ese gabinete; está en el cuarto de baño. Es perfectamente sencillo si puedes imaginar el circuito cerrado que le permite dirigir el sistema neural por control remoto. Conviene aclarar una cosa. P. Burke no siente que su cerebro está en el gabinete de sauna; siente que está en ese bonito cuerpo. Cuando te lavas las manos, ¿sientes acaso que el agua corre por tu cerebro? Por supuesto que no. Sientes el agua en tu mano, aunque esa «sensación» sea en realidad un paquete de impulsos eléctricos que actúa sobre la jalea electroquímica que tienes entre las orejas. Y que llega allí a través de largos circuitos, desde las manos. Del mismo modo, el cerebro de P. Burke, en su gabinete de sauna, siente el agua en sus manos en el cuarto de taño. El hecho de que las señales hayan saltado a través del espacio en su camino no representa ninguna diferencia. En la jerga correspondiente, esto se llama proyección excéntrica de referencias sensoriales. Y la has utilizado toda tu vida. ¿Está claro? Hora de dejar a esa encantadora criatura aprendiendo a lavarse: acaba de hacerse un lío con el cepillo y la pasta dentífrica, porque P. Burke no logra acostumbrarse a lo que ve en el espejo. Pero -me dices- un momento: ¿de dónde viene ese cuerpo de muchacha? P. Burke también lo pregunta, arrastrando las palabras.-Los cultivan -le explica Joe. Nada le interesa menos que el departamento de producción de carne-. DP. Decantadores placentarios. Embriones modificados, ¿comprendes? Más tarde les implantan los controles. Sin un Operador Remoto son meros vegetales. Mírale los pies: no tiene callosidades. -(Lo sabe porque ellos se lo han dicho.) -Oh... Pero ella es increíble... -Sí, un buen trabajo. ¿Quieres probar ahora nuestro walkie-talkie? Lo estás haciendo muy bien. Es verdad. Los informes de Joe y los de la enfermera y el médico y el experto en elegancia suben hasta un hombre de cejas tupidas que es una especie de médico o cibertécnico, pero sobre todo un gerente de proyecto. Su informe asciende a su vez a... ¿La junta de la GTX? Por supuesto que no, ¿o piensas que éste es un asunto importante? El informe simplemente asciende. Pero es optimista, muy optimista. P. Burke es toda una promesa. De modo que el hombre de cejas tupidas, el doctor Tesla, inicia un programa. Envía el dossier de P. Burke al Banco Central de Datos, por ejemplo. Pura rutina. Comienza la cuenta atrás que la pondrá en escena. No mucho: una breve aparición en un holoshow fuera de la red principal. Luego debe ocuparse del procedimiento que proveerá los fondos y las finalidades. Esto supone reuniones de presupuesto, permisos, coordinación. El proyecto Burke empieza a crecer. Y está el fastidioso asunto del nombre, que siempre produce dolor en las tupidas cejas del doctor Tesla.


El nombre sigue un camino extraño, a partir del momento en que se descubre, de pronto, que la «P» de Burke significa «Philadelphia». ¿Philadelphia? Al astrólogo le encanta. Joe piensa que contribuirá a la identificación. La chica de semántica da las siguientes referencias: amor fraternal, la campana de la libertad, linea principal, baja teratogénesis, bla, bla. ¿Apodos? ¿Philly? ¿Pala? ¿Pooty? ¿Delphi? ¿Es bueno o malo? Finalmente, Delphi se declara apto. («Burke» se reemplaza por algo que nadie recuerda). Ahora todo está en marcha. Estamos en la presentación oficial, en la suite subterránea, puesto que el circuito de entrenamiento no tiene más alcance. Allí están el doctor Tesla, con sus tupidas cejas, dos funcionarios de presupuestos, y un hombre tranquilo y paternal a quien el doctor Tesla trata como si fuera plasma ardiente. Joe abre la puerta y entra tímidamente. La pequeña Delphi, perfecta, de quince años. Tesla la presenta a los demás. Ella es solemne como los niños, una niñita hermosa a quien le ha ocurrido algo tan maravilloso que se puede sentir su excitación. No sonríe; está... radiante. Esa alegría es todo lo que se puede percibir de P. Burke, el cascarón olvidado de la habitación vecina. Pero P. Burke no sabe que está viva: es Delphi quien vive en cada uno de sus cálidos centímetros. Uno de los contables deja escapar un resoplido libidinoso y se congela en el acto. El hombre paternal, cuyo nombre es Mr. Cantle, carraspea. -Muy bien, señorita, ¿está usted lista para empezar a trabajar? -Sí, señor -contesta gravemente el hada. -¿Alguien le ha dicho qué debe hacer para nosotros? -No, señor. -Joe y Tesla dejan escapar el aire en silencio. -¿Sabe qué es la publicidad? Habla de modo desagradable, tratando de golpear. Los ojos de Delphi se agrandan y su pequeño mentón se eleva. Joe mira con éxtasis las complejas expresiones que P. Burke logra transmitir. Mr. Cantle aguarda. -Pues, bueno, eso que hacían antes: decir a la gente que comprara ciertas cosas. -Delphi tragó saliva-. No está permitido. -Así es. -Mr. Cantle se echó hacia atrás con aire grave-. La publicidad, como se entendía antes, está fuera de la ley. Toda exhibición que no sea el uso legitimo del producto, destinada a promover su venta. En otros tiempos, cada fabricante podía anunciar libremente sus mercancías de cualquier modo, en cualquier sitio y momento que eligiera. Todos los medios, y la mayor parte del paisaje, estaban ocupados por extravagantes anuncios competitivos. La cosa se tornó antieconómica. El público se rebeló. Desde que se sancionó la llamada Ley de Polución Publicitaria los vendedores deben limitarse, cito literalmente, a la exhibición del o en el producto, visible durante su legítimo uso o in situ. -Mr. Cantle se inclinó hacia adelante-. Ahora, Delphi, dígame:


¿por qué la gente compra un producto en lugar de otro? -Bueno... -Delphi mostró una encantadora sorpresa-. Porque la gente ve las cosas y siente que le gustan, o se entera de ellas por alguien. -(Aquí, un toque de P. Burke: no dijo: «por un amigo».) -En parte sí. ¿Dónde compró usted su elevador corporal particular? -Nunca he tenido un elevador corporal, señor. Mr. Cantle frunce el ceño. ¿De qué alcantarillas traen a los Operadores Remotos? -Bueno, ¿qué marca de agua bebe? -La del grifo, señor -responde humildemente Delphi-. Trato de hervirla... -Por Dios. -Frunce más el ceño; Tesla se pone rígido-. ¿Y en qué la hervía? ¿En una olla? La cabeza dorada asiente. -¿Qué marca de olla compró? -Yo no la compré, señor -dice la asustada P. Burke a través de los labios de Delphi-. Pero sé cuáles son las mejores. Ananga tiene una olla Burnbabi. Vi el nombre cuando... -¡Muy bien! -La sonrisa paternal de Cantle retorna vigorosamente; la cuenta de Burnbabi no es nada desdeñable-. Como ha visto a Ananga usando una, usted piensa que son buenas, ¿verdad? Y son buenas, o un gran ser humano como Ananga no las usaría. Es absolutamente exacto. Y ahora, Delphi, ya puede saber lo que ha de hacer para nosotros. Usted demostrará algunos productos. No le parece muy difícil, ¿verdad? -Oh, no, señor... -Una mirada infantil de expectativa, que llena de júbilo a Joe. -Y nunca, nunca, debe decirle a nadie lo que está haciendo. -Los ojos de Cantle la atraviesan, buscando el cerebro que está detrás de esa niña seductora-. Por supuesto, se preguntará usted por qué le pedimos que haga esto. Hay una razón muy seria. Todos los productos que la gente usa, alimentos, medicamentos, ollas y limpiadores y ropas y coches, están hechos por hombres. Alguien ha invertido años de duro trabajo para diseñarlos y fabricarlos. A un hombre se le ocurre una magnífica idea nueva de un producto mejor. Tiene que instalar una fábrica, comprar maquinaria y contratar operarios. Ahora bien. ¿Qué ocurre si nadie se entera de lo que produce? La información que pasa de boca en boca es muy lenta y poco digna de confianza. Y tal vez nadie vería nunca ese producto nuevo, ni descubriría lo bueno que es, ¿no es así? Y en ese caso, él y toda la gente que trabaja para él quedarían en la calle. Entonces, Delphi, debe haber alguna manera de lograr que grandes cantidades de personas conozcan un buen producto nuevo, ¿no es verdad? ¿Cómo? Pues haciendo que la gente la vea a usted mientras lo utiliza. Y de ese modo, usted le dará a esa gente una oportunidad.


La pequeña cabeza de Delphi asiente con feliz alivio. -Sí, señor, ahora comprendo... Pero eso es tan sensato... ¿Por qué no le permiten...? Cantle sonríe tristemente. -Es una reacción excesiva, querida. La historia avanza oscilando. La gente reacciona con violencia y aprueba leyes duras, no realistas, que intentan suprimir un proceso social básico. Cuando esto ocurre, los que comprenden tienen que resistir lo mejor que pueden hasta que el péndulo vuelva al punto de partida. -Suspira-. La Ley de Polución Publicitaria es mala e inhumana, Delphi, a pesar de su buena intención. Si fuera observada rigurosamente, habría un caos. Nuestra economía y nuestra sociedad serían cruelmente destruidas. ¡Volveríamos a las cavernas! -Su fuego interior era muy explicable: si la leyfuera estrictamente respetada, él volvería a perforar tarjetas. -Es nuestra obligación, Delphi. Nuestra solemne obligación social. Nosotros no infringiremos la ley. Usted utilizará el producto. Pero nadie lo comprendería, si supiera todo esto. Y se asombraría, como usted se ha asombrado. Y por esto debe tener gran cuidado y no decir una palabra de esto a nadie. (Aunque de todos modos alguien más tendría gran cuidado y vigilaría atentamente los circuitos verbales de Delphi.) -Ahora todo está claro, ¿verdad? La pequeña Delphi... -Mr. Cantle habla ahora a la invisible criatura de la otra habitación-. La pequeña Delphi vivirá una vida excitante, maravillosa. Todo el mundo la mirará. Y se acostumbrará a usar magníficos productos que a los demás le gustaría mucho conocer, y ayudará a las personas que los hacen. Será una gran contribución social. -Eleva su tono de voz: la criatura oculta debía de ser mayor. Delphi digiere todo con seductora gravedad. -Pero ¿cómo haré...? -No se preocupe por nada. Habrá a su lado personas cuya misión es elegir los mejores productos para usted: sólo tendrá que hacer lo que ellos le digan. Le explicarán qué conjuntos debe usar en las fiestas, qué coches solares y qué holovisores comprar y demás. Eso es todo lo que deberá hacer. ¡Fiestas... ropa... coches solares! La boquita rosada de Delphi se entreabrió. En la hambrienta cabeza de diecisiete años de P. Burke las objeciones a la ética de la presentación de productos se alejaban volando. -Ahora, Delphi, dígame en sus propias palabras en qué consiste su trabajo. -Sí, señor. Debo ir a fiestas y comprar cosas y usarlas tal como me digan para ayudar a la gente que trabaja en las fábricas. -¿Y qué le he dicho que es esencial? -Sí, que nadie sepa nada de esto. -Muy bien. -Mr. Cantle tiene otras palabras preparadas para el caso de que el sujeto


muestre, bueno, inmadurez. Pero en Delphi sólo encuentra buena disposición. Excelente. En verdad, el otro discurso no le agrada. -Muy afortunada debe ser una muchacha que, mientras tiene todas las diversiones que desea, hace el bien a los demás, ¿no es cierto? -Sonríe a todo el mundo. De inmediato se oye ruido de sillas. Evidentemente, es hora de marcharse. Joe acompaña afuera a Delphi, sonriendo. El pobre tonto cree que ellos admiran la perfecta coordinación del sistema. Ahora, Delphi debe lanzarse al mundo. En este momento, empiezan a funcionar los canales hacia las esferas superiores. Se inicia la programación administrativa, se activan los aspectos secundarios del proyecto. En el campo técnico, se despeja la banda de ondas reservada. (¿Recuerdas el campo de guía?) Se establece un nuevo nombre para Delphi, un nombre que ella jamás oirá. Es una larga sucesión de números binarios que han estado circulando tranquilamente en un tanque de la GTX desde que cierta Persona Hermosa no despertó. El nombre salta del ciclo, baila desde los pulsos a modulaciones de modulaciones, silba a través de diversas etapas y penetra en el haz de una gigabanda apuntado a un satélite sincrónico en órbita estable sobre Guatemala. Desde allí el haz retorna a la Tierra nuevamente a través de treinta mil kilómetros y forma un campo general de energía estructurada que aprovisiona los puntos previstos en todo el cuadrante Can-Am. Con ese campo, y si tienes la cuenta bancaria adecuada, puedes operar un extractor de mineral de hierro de Brasil desde una consola de la GTX. Y si eres poseedor de algunas credenciales elementales, como poder caminar sobre el agua, podrías introducir un carrete en la red holográfica que llega de día y de noche a cada hogar y lugar de esparcimiento. O podrías producir un embotellamiento continental de tránsito. ¿Es extrañoque la GTX custodie esos impulsos eléctricos como una reserva sagrada? El «nombre» de Delphi aparece como una mínima no-redundancia analizable en el flujo, y ella estaría muy orgullosa si lo supiera. Le parecería mágico a P. Burke; P. Burke jamás comprendió ni siquiera los coches robot. Pero Delphi no es de ningún modo un robot: puedes decir que es un waldo, si te es absolutamente necesario. Pero es simplemente una muchacha, una muchacha viva y real que tiene el cerebro en un sitio desusado. Un sistema de tiempo verdadero con un elevado ritmo de bits, como tú o como el otro. La finalidad de tanta tecnología dura, que no es mucha en una sociedad como ésta, es que Delphi pueda salir de la suite subterránea y ser un punto móvil de exhibición con la ayuda de un campo de fuerzas omnipresente. Y ahora, cuarenta kilos de tierna carne de muchacha con unos pocos componentes metálicos salen al sol para iniciar una nueva vida. Es una muchacha provista de todo lo necesario, incluso una escolta meditécnica. Camina con gracia, se detiene y agranda los ojos ante el sistema de grandes antenas que hay encima de ella. El mero hecho de que algo llamado P. Burke pemanezca en el subterráneo no tiene la menor importancia. P. Burke carece de toda conciencia egoísta de sí misma, y está feliz como una almeja en su concha. (Ahora su cama ha sido instalada junto al gabinete waldo.) Y P. Burke no está en el gabinete: P. Burke está descendiendo de un furgón aéreo en una fabulosa reserva de ganado de Colorado y su nombre es Delphi. Delphi


contempla vacunos charoláis vivos y plantaciones de algodón y álamos dorados contra la nube azul de contaminación, y pisa la hierba viva mientras se acerca a la esposa del súper de la reserva, que le dará la bienvenida. La esposa del super está esperando la visita de Delphi y sus amigos; casualmente hay un equipo de holocámaras que prepara una serie para los fanáticos de la naturaleza. Tú mismo podrías escribir el guión mientras Delphi aprende algunas reglas sobre las interferencias estructurales y también a superar la diminuta demora temporal determinada por el paréntesis de sesenta mil kilómetros que hay en su sistema nervioso. El equipo de holografía encuentra naturalmente que las sombras de los álamos dorados son mucho más bonitas sobre el cuerpo de Delphi que sobre una vaca. Y el rostro de Delphi mejora también la montaña, cuando la contaminación permite que se vea. Pero los especialistas en naturaleza no son tan alegres como cualquiera podría esperar. -Nos veremos en Barcelona, gatita -dice el jefe del equipo amargamente, mientras recoge las cosas. -¿Barcelona? -repite Delphi con esa encantadora demora temporal subliminal. Entonces ve dónde tiene su mano el hombre y retrocede un paso. -Es glacial, y no por su culpa -dice otro hombre con fatiga. Echa atrás su pelo canoso-. Bien podrían dejarles algo en las tripas. Delphi los mira; ellos llevan las cintas al transporte de la GTX para procesarlas. Su mano recorre el seno que el hombre ha tocado. En Carbondale, P. Burke descubre algo nuevo acerca de su cuerpo de Delphi. Acerca de la diferencia entre Delphi y su propio y triste cuerpo. Siempre ha sabido que Delphi casi no tiene olfato ni gusto. Se lo han explicado: sólo disponen de un ancho de banda determinado. No necesitas conocer el sabor de un coche solar, ¿verdad? Y también está familiarizada con la leve opacidad de su sentido del tacto. Una tela que pincharía la piel de P. Burke es para Delphi una fría película de plástico. Pero los espacios imprevistos. Le ha llevado bastante tiempo advertirlos. Delphi no tiene mucha intimidad; una inversión de ese carácter no puede tenerla. P. Burke tarda en descubrir que en algunas zonas definidas su horrible cuerpo de P. Burke siente cosas que ignora la carne impecable de Delphi. Hm. Otra vez el ancho de banda, piensa. Y lo olvida por la felicidad de ser Delphi. ¿Preguntas cómo puede olvidar una muchacha semejante cosa? Mira: P. Burke estámuy lejos del concepto «muchacha». Tan lejos como se puede. Es una mujer, sí; pero para ella, sexo es una mala palabra que significa dolor. No es virgen. No te preocupes por los detalles. Tenía más o menos doce años; una bomba encegueció a los amantes defectuosos. Cuando los hombres bajaron, ella tenía un agujero pequeño en su anatomía y otro mortal en todas partes. Se arrastró a comprar su primera y última inyección y todavía puede oír la risa incrédula del vendedor. ¿Comprendes por qué Delphi sonríe, estira su delicioso cuerpo pequeño adormecido al sol que siente levemente?


-Ya estoy lista -dice sonriendo. ¿Lista para qué? Para ir a Barcelona, como ha dicho el hombre amargo; el programa sobre la naturaleza triunfa en la sección amateur del Festival. Un premio. Como ese mismo hombre ha dicho también, hay una cantidad de minas agotadas y peces muertos, pero ¿a quién le importa cuando puede ver la cara adorable de Delphi? De modo que ya es hora de que la cara de Delphi y sus demás encantos hagan su aparición en la Playa Nueva de Barcelona. Lo que significa conectar su canal con el satélite EurAf. La envían de noche, de modo que el nanosegundo de la conexión no es advertido ni siquiera por esa parte insignificante de Delphi que reside a ciento cincuenta metros por debajo de Carbondale; P. Burke siente tal excitación que la enfermera tiene que ocuparsede que coma. El circuito cambia mientras Delphi «duerme», es decir, mientras P. Burkeestá fuera del gabinete waldó. Cuando retorna a él para abrir los ojos de Delphi no siente ninguna diferencia. ¿Acaso sientes qué relés actúan cuando llamas por teléfono? Y ahora, veremos los acontecimientos que convierten a ese terrón de azúcar de Colorado en una princesa. Es literalmente cierto que él es un príncipe, o mejor dicho un Infante de una vieja dinastía española resucitada durante la Neomonarquía. Tiene además ochenta y un años y la pasión de las aves; ésas que se ven en los zoológicos. Ahora se descubre que no es de ningún modo pobre. Al contrario: su hermana mayor se echa a reír en la cara ante los recaudadores de impuestos y empieza a restaurar la hacienda de la familia mientras el Infante corteja temblorosamente a Delphi. Y la pequeña Delphi conoce ahora la vida de los dioses. ¿Qué hacen los dioses? Bueno, cosas hermosas. Pero (¿recuerdas a Mr. Cantle?) lo principal son las Cosas. ¿Alguna vez has visto un dios con las manos vacías? No puedes ser un dios si no tienes al menos un cinturón mágico o un caballo de ocho patas. Pero en los viejos tiempos, unas tablas de piedra, o unas sandalias aladas, o una carroza arrastrada por vírgenes eran suficiente para un dios durante toda su vida. Ya no era así. Ahora los dioses tenían necesidad de novedades. En la época de Delphi la cacería de nuevos objetos divinos daba vuelta la Tierra y los mares y enviaba frenéticos dedos a las estrellas. Los mortales desean aquello que los dioses poseen. Delphi va de compras al Euromarket acompañada por el viejo Infante; éste es su aporte a la lucha contra el colapso social. ¿Cómo? ¿Entonces no has comprendido lo que decía Mr. Cantle cuando hablaba de un mundo en que la publicidad está prohibida pero donde quince billones de consumidores tienen los ojos pegados a las pantallas holográficas? Un dios caprichoso puede provocar una bancarrota. Por ejemplo, la masacre de los filtros para la nariz. Durante años la industria se esforzó por lograr un filtro enzimático casi invisible. Y un día un par de dioses aparecieron con filtros que parecían grandes murciélagos rojos. Ese fin de semana el mercado mundial pedía a gritos murciélagos rojos. Y poco después, cabezas de pájaro. Y mientras la industria se adaptaba a sus deseos, los locos dioses olvidaron las cabezas de pájaro y


adoptaron las inyecciones globulares. Multiplica eso por un millón de industrias de consumo y verás por qué es económico disponer de unos pocos dioses controlables. Especialmente si se tiene en cuenta el apreciable sector de banda espacial cedido por el Departamento de Paz: los contribuyentes están felices de que una empresa como la GTX, que como todo el mundo sabe es casi un monopolio público, les quite esa carga de la espalda. Entonces la GTX busca a una criatura como P. Burke y le confía Delphi. Y Delphi ayuda a mantener el orden, y hace lo que le dicen. ¿Por qué? Tienes razón: Mr. Cantle no terminó su explicación. Pero ahora se pone a prueba la nariz respingada de Delphi entre el torrente de noticias y entretenimientos. El feedback demuestra que una multitud de espectadores enciende sus pantallas cuando la chica del campo aparece envuelta en las nuevas joyas coloidales. Participa en dos programas importantes; cuando el Infante le regala un coche solar, la pequeña Delphi lo prueba como una tigresa. Se registra una firme respuesta en el sector de los créditos elevados. Mr. Cantle canturrea una cancioncilla feliz mientras cancela la opción de una subred del Benelux para que Delphi participe desnuda en un programa de cocina llamado Wok Venus. Y pasemos al superelegante casamiento en el viejo mundo. La hacienda tiene baños moriscos y candelabros de plata de dos metros y verdaderos caballos negros y el Vaticano de España bendice a los novios. La fiesta final es un gran baile gauchesco; el viejo príncipe y su pequeña Infanta aparecen en el mirador. Ella es una muñeca espectacular de encajes plateados: arroja con frenesí palomas de juguete a sus nuevos amigos, que giran abajo, en el patio. El Infante sonríe, arruga su vieja nariz al sentir el olor de la dulce excitación de Delphi. Su médico ha sido una gran ayuda: seguramente ahora, después de demostrar tanta paciencia con los coches solares y todas esas tonterías... La niña lo mira y dice algo incomprensible acerca del «aliento». Él cree que se queja de los tres cantantes que ella ha pedido. -Están cambiados -dice Delphi-. ¿No han cambiado? Son muy aburridos. Soy tan feliz... Y cae desvanecida junto a un bargueño gótico. Su dueña americana corre y pide ayuda. Delphi tiene los ojos abiertos, pero no está allí. La dueña introduce los dedos entre sus cabellos, la abofetea. El viejo príncipe hace una mueca. No sabe qué es ella, aparte de una excelente solución a sus problemas impositivos; pero en su juventud ha sido halconero y evoca las pequeñas aves que se echaban a volar con las alas atadas para estimular a los halcones. Mete en el bolsillo la venosa garra a que había prometido ciertas indulgencias y se marcha a diseñar su nuevo aviario. Y Delphi también se marcha con su comitiva al flamante yate del Infante. El problema no es grave. Lo único que ocurre es que a ocho mil kilómetros y a ciento cincuenta metros de profundidad P. Burke ha estado haciendo todo demasiado bien.


Siempre habían sabido que ella tenía una capacidad increíble. Joe afirma que jamás ha visto un Operador Remoto que aprendiera más rápido. Ningún rechazo, ninguna desorientación. El psicomédico habla de autoalienación. Ha entrado en Delphi como un salmón en el mar. No come ni duerme; no pueden sacarla de su gabinete para conseguir que su sangre circule; hay necrosis en su espantoso trasero. ¡Crisis! De modo que se concede a Delphi un largo «sueño» en el yate y se intenta meter en la perforada cabeza de P. Burke la idea de que está poniendo en peligro a Delphi. (La enfermera Fleming piensa en esto, con lo que se gana el odio del psicomédico.) Construyen allí mismo una piscina (nuevamente, la enfermera Fleming) y empujan a P. Burke de un lado al otro. A ella le encanta. Y naturalmente, cuando le permiten conectarse nuevamente, a Delphi también le encanta. Y cada mediodía la deliciosa Delphi hiende el mar azul (le han advertido que no debe beber agua) junto al yate. Y todas las noches, del otro lado del mundo, una cosa deforme nada de un lado al otro de una piscina estéril enuna caverna subterránea. Luego el yate se yergue sobre los patines de su hydrofoil y lleva a Delphi a cumplir el programa preparado por Mr. Cantle. Es un programa de largo alcance: Delphi está diseñada para rendir al menos, dos décadas de vida productiva. La Primera Fase consiste en que se relacione con un grupo de jóvenes ultra-ricos desatados entre Brioni y Djakarta, que una empresa competidora llamada PEV podría capturar. Es sólo un viaje lujoso de rutina. Nada de política, ni de estrategia empresarial; los principales capítulos del presupuesto son el título y el yate, que de todos modos estaba inactivo. El guión es que Delphi va a recibir algunas aves raras para su príncipe. ¿A quién le importa? La verdadera razón es que la zona de Haití ya no es radiactiva. Y casualmente los dioses están allí. Y también poderosos intereses de las Islas Felices del Nuevo Caribe, que pueden pagar las facturas de la GTX. En realidad, dos de ellas son subsidiarias de la GTX. Pero no pienses que toda esa gente digna de mención son robots, por favor. No se necesitan muchos robots si están colocados en el sitio preciso. Delphi le pregunta esto a Joe cuando él va a Barranquilla para hacer una revisión general. (La boca de P. Burke no ha dicho gran cosa durante este tiempo.) -¿Hay muchos como yo? -No hay nadie como tú, botones. Oye, ¿todavía sientes la distorsión de Van Alien? -Quiero decir, como Davy. ¿Él es un Remoto? (Davy es el chico que le ayuda con las aves. Un pelirrojo verdadero que necesita aparecer un poco más.) -¿Davy? Es uno de los chicos de Matt, algo construido por los psicólogos. No tienen ningún canal.


-¿Y los verdaderos? ¿Djuma van O, Ali, Jim Ten? -Djuma nació con una cantidad de lenguaje básico GTX donde debería tener el cerebro, esa mujer es insoportable. Jimmy hace lo que su astrólogo le dice. Mira, encanto, ¿de dónde has sacado la idea de que no eres real? Eres lo más real del mundo. ¿No te diviertes? -¡Oh, Joe! -Delphi rodea con sus bracitos a Joe y a sus instrumentos de análisis-. Sí, ¡me gusta mucho, muchísimo! -Eh, eh. -Joe acaricia su cabeza rubia, mientras guarda su equipo. Cinco mil kilómetros más al norte, y a ciento cincuenta kilómetros de profundidad, un cascarón olvidado en un gabinete waldo se llena de júbilo. ¿Si se divierte? ¿Después de despertar de la pesadilla de ser P. Burke y encontrar que es una estrella? En un yate, en el paraíso, sin otra cosa que hacer que adornarse y jugar con sus juguetes y acudir a fiestas y saludar a sus amigos (ella, P. Burke, con amigos) y adoptar la pose correcta ante las holocámaras... Algo más que diversión. Y se nota. Tras un vistazo a Delphi, los espectadores piensan: LOS SUEÑOS PUEDEN SER VERDAD. Mírala: monta, detrás de Davy, una moto marina, con un guacamayo apoplético en un aro de plata... Oh, Morton, vayamos allí este invierno. O aprende el ceremonial japonés de un grupo de Lobe, con un vestido que parece una tea ascendiendo desde las rodillas. Morton, ¿eso es fuego de verdad? Ese vestido debería venderse en exas en cantidades increíbles. ¡Qué chica tan feliz! Y Davy. Davy es su mascota y su hijito y a ella le encanta arreglarle el pelo rojo. (P. Burke se asombra mientras pasa los dedos de Delphi por sus rizos.) Por supuesto, Davyes uno de los chicos de Matt, no exactamente impotente, pero de instintos muy, muy débiles. (Nadie sabe exactamente qué hace Matt con su abundante presupuesto, pero los chicos son útiles y uno o dos se han hecho famosos.) Es perfecto para Delphi: su psico- médico le permite incluso que se lo lleve a la cama. Dos gatitos en una cesta. A Davy no le importa que Delphi «duerma» como una muerta. Eso ocurre mientras P. Burke está fuera de su gabinete waldo de Carbondale, atendiendo a sus propias y deprimentesnecesidades. Pero ocurre una cosa curiosa. Durante la mayor parte de ese tiempo, Delphi es sólo un adorable vegetal que palpita suavemente mientras espera a que P. Burker retorne a los controles. Pero de vez en cuando Delphi, porsu propia cuenta, sonríe un poco o se mueve durante el «sueño». Y en una oportunidad ha suspirado una palabra: «Sí». En Carbondale, P. Burke lo ignora. También ella duerme, soñando con Delphi. ¿Con qué otra cosa? Pero si el doctor Tesla hubiese oído esa sílaba sus tupidas cejas se habrían vuelto blancas como la nieve. Porque Delphi estaba APAGADA. Pero no la ha oído. Davy es demasiado obtuso para advertirlo y el jefe del equipo de Delphi, Hopkins, no estaba controlando. Y todos tienen otras cosas en qué pensar, por que medio millón de mujeres compran el vestido de fuego frío, y no sólo en Texas.


Los ordenadores de la GTX ya lo saben.Cuando observan cierta demanda de guacamayosen Alaska, el asunto reclama la atención humana. Delphi es algo muy especial. Es un problema, sabes, porque Delphi está destinada a un sector limitado de consumidores. Pero posee obvio potencial de atracción masiva. ¡Guacamayos en Fairbanks, hombre! Es como cazar ratones con una ABM. Hay que cambiar de juego. El doctor Tesla y el paternal Mr. Cantle frecuent an círculos elevados, y comen juntos cuando pueden eludir la mirada de un chico de aspecto zorruno del séptimo nivel al que ambos temen. Finalmente se decide enviar a Delphi al enclave holográfico de la GTX en Chile, para que haga un papel pequeño en un show de la red principal. (Que una Infanta se dedique a las tablas no tiene nada de particular.) El complejo holográfico ocupa un par de montañas donde una vez un observatorio utilizaba el aire puro. Los escenarios de holocámaras de ambi entación total son muy costosos y electrónicamente superestables. En su in terior, los actores pueden moverse libremente sin salir jamás del registro y el total de la escena, o cualquier parte de ella elegida, se verá en el hogar del espectador en 3-di completa, mucho más densa que la imagen de los equipos móviles. Puedes ampliar una teta a tres metros de diámetro si no hay distorsión molecular. El enclave holográfico parece... Bueno, olvida todo lo que sabes acerca de Hollywood. Lo que ve Delphi al aterrizar es un gigantesco y limpio criadero de setas: varias cúpulas de todos los tamaños, algunas monstruosas, para el equipo y las escenas de grandes conjuntos. Todo está en perfecto orden. La idea de que el arte se nutre de la arbitrariedad creativa ha sido reemplazada por la demostración de que el arte sólo tiene necesidad de computadoras. En esta época, el negocio del espectáculo posee algo que Hollywood y la TV jamás tuvieron: feedback automatizado y permanente de los espectadores. ¿Encuestas, crítica, sondeos? Olvídalo. Merced al campo-guía puedes tener la lectura de la respuesta inmediata de cada receptor del mundo servida en tu consola. Eso empezó como un recurso para dar más satisfacción e influencia al público. Sí. Haz la prueba. Estás en la consola. Elige el sector de sexo-edad-educ-econ-etno que prefieras, y comienza. No te puedes equivocar. Cuando el feedback aumenta, les das másde eso. Más, y más y más. Y lo has encontrado: el escozor secreto debajo de la piel, el sueño que acarician esos corazones. No es necesario que sepas su nombre. Mientras tu mano controla el input y tu ojo lee las respuestas puedes hacer de ellos verdaderos dioses... y alguien hará lo mismo por ti. Pero Delphi sólo ve arcoiris cuando entra en el portal de-gaussador y mira por vez primera el interior de esas cúpulas: Lo que vea continuación es un grupo de técnicos que se precipita sobre ella y cronómetros de milis egundos en todas partes. El ocio tropical ha concluido. En este momento entra en el torrente principal de los megadólares, en la boca aspiradora de la tubería que bombea incesantemente el sonido y la imagen y la


carne y la sangre y las risas y sollozos y el sueño de la realidad en la feliz cabeza del mundo. La pequeña Delphi se meterá en infinitos hogares a la hora de máxima audiencia y nada puede quedar librado al azar. ¡A trabajar! Y nuevamente Delphi se demuestra apta. Por supuesto, es en realidad P. Burke quien hace todo desde Carbondale, pero ¿quién recuerda a ese esperpento? Ciertamente, no P. Burke misma, que hace meses no dice una palabra por su propia boca. Delphi ni siquiera recuerda haber soñado con ella al despertar. En cuanto a la serie, no importa: hace tanto tiempo que la pasan que ya nadie podría desentrañar su argumento. La aparición de prueba de Delphi tiene algo que ver con una viuda y con la amnesia del hermano de su marido muerto. Lo más importante ocurre después de que la imagen de Delphi recorre el mundo a través de la tubería mundial, cuando llega el feedback. Ya has adivinado, por supuesto. ¡Sensacional! Todos la reconocen y la identifican. El informe dice en realidad algo como empatia profunda, y los porcentajes aclaran que Delphi no sólo gusta a las personas con un cr omosoma Y, sino también a las mujeres y a toda la gama intermedia. Es el gordo, el premio máximo sobrenatural que cae una vez en un millón. ¿Recuerdas a tu Harlow? Puro sexo, sin duda. Pero ¿por qué pensaban las amargadas amas de casa de Memphis y de Gary que esa diosa de crema helada de vainilla con pelo blanco y cejas frenéticas era su hijita? ¿Por qué le escribían cartas llenas de ternura donde le advertían que sus maridos no eran bastante buenos para ella? ¿Por qué? Los análisis de la GTX también lo ignoran, pero sí saben qué hacer con esto cuando lo encuentran. (De regreso en su santuario avícola, el viejo Infante lo descubre sin necesidad decomputadoras e imagina reflexivamente a su novia con crespones de viuda. Siente que tal vez convendría apresurar la terminación de sus estudios.) La excitación llega a la madriguera debajo de Carbondale donde P. Burke ha sufrido dos exámenes médicos en una semana y el reemplazo de un electrodo crónicamente inflamado. Además, se dota a la enfermera Fleming de una asistente que no la asiste mucho pero se interesa sobremanera por las puertas de acceso y las fichas deidentificación. Y en Chile la pequeña Delphi es ascendida a un nuevo hogar en la zona residencial de las estrellas y a un vehículo privado para ir a su trabajo. Para Hopkins hay una nueva terminal de ordenador y un experto en planificación full-time. ¿De qué está llena esa planificación? De cosas. Y aquí empieza el problema. Probablemente lo has visto venir. -¿Qué piensan que es ella, una pobre vendedora? -El rostro paternal de Mr. Cantle hace una mueca en Carbondale. -La chica está desconcertada -dice obstinadamente Miss Fleming-. Ella lo cree, cree eso que le han dicho acerca de los buenos productos nuevos y ayudar a la gente.


-Son buenos productos -dice automáticamente Mr. Cantle, pero su ira está controlada. No es con reacciones extemporáneas que ha llegado a donde está. -Dice que el plástico le causó una erupción y que las glopíldoras la marean. -Por Dios, no debía tomarlas -interrumpe agitadamente el doctor Tesla. -Ustedes le han dicho que las tome -insiste Miss Fleming. Mr. Cantle trata intensamente de imaginar cómo pasar el problema al joven de cara de hurón. ¿Era entonces la gallina de los huevos de oro? Sea lo que fuere lo que se dice en el nivel Siete, en Chile se desvanecen los productos culpables. Y en el tanque que contiene las matrices de Delphi se introduce un símbolo que significa aproximadamente Equilibrar unidad de resistencia contra IP. Esto significa que se tolerarán las quejas de Delphi mientras su índice de Popularidad se mantenga por encima de cierto nivel. (No nos interesa lo que ocurra cuando descienda.) Y para compensar, se aumenta nuevamente el precio de su tiempo en escena. Ahora es miembro estable del show y la respuesta sigue aumentando. Mírala bajo los ardientes láseres, en un escenario holográfico donde se simula un accidente de calzada rodante. (El show ha traído como señuelo a una escuela de acupuntura.) -No me parece que el nuevo ascensor corporal sea seguro -dice Delphi-. Me ha hecho un bonito moretón azul... Mire, Mr. Veré. Mueve las caderas para mostrar el equipo de minigravedad que imparte una deliciosa sensación de ligereza. -Entonces no te lo dejes puesto, Dee. Con esa piel tan delicada... Mira esa mancha, me alarma. -Pero no sería honesto que no lo usara. Deberían aislarlo mejor, o algo así, ¿no comprendes? El viejo y amante padre del show, que es la víctima, le dedica una sonrisa senil. -Se lo diré -murmura Mr. Veré -. Ahora, mientras te vuelves, inclínate para que se vea apenas, y quédate así durante dos latidos del corazón. Delphi se vuelve obedientemente y a través de la confusión sus ojos encuentran otros oscuros y extraños. Parpadea. Un chico muy joven anda solo por ahí, aparentemente esperando el momento de usar el escenario. Delphi ya está acostumbrada a los jóvenes que la miran con muchas expresiones peculiares, pero no a lo que ahora encuentra. La sacudida de algo sombrío y sabio. Secreto. ¡Los ojos! ¡Los ojos, Dee! Delphi cumple la rutina mirando de reojo al extraño. Él también la mira. Sabe algo. Cuando tiene un instante libre, ella se acerca tímidamente.


-Te das todos los gustos, ¿verdad, nena? -Voz fría, pero cálida en el fondo. -¿Qué quieres decir? -Echas abajo el producto. ¿Quieres que te destrocen? -Pero tiene defectos -explica ella-. Ellos no lo saben; yo sí. Lo he estado usando. La frialdal de él se quiebra. -Estás completamente loca. -Ya verán que tengo razón cuando lo pongan a prueba -dice Delphi-. Están tan ocupados... Yo les diré.Él mira la carita de flor. Abre la boca, la cierra. -¿Qué haces en esta cloaca? ¿Quién eres? Asombrada, ella responde: -Yo soy Delphi. -Santo Zen. -¿Qué ocurre? Y por favor, ¿quién eres tú? Sus asistentes se la llevan; le dedican a él una excusa. -Lamentamos interrumpir, Mr. Hmm- dice la script-girl. Él murmura algo que se pierde mientras los asistentes llevan a Delphi hacia el jitney adornado de flores.(¿Oyes el ruido de una invisible llave de encendido que gira?) -¿Quién es ese hombre? -pregunta Delphi a su peluquero. El peluquero se inclina hacia adelante y hacia atrás sobre sus rodillas mientras trabaja. -Paul. Isham. Tres -dice, y se pone un peine en la boca. -¿Y ése quién es? No lo sé. El peluquero murmura a través del peine: quiere decir «¿bromeas?» Porque en pleno enclave de la GTX, no es posible otra cosa. El día siguiente hay una cara que arde oscuramente debajo de una toalla colocada a modo de turbante cuando Delphi y el parapléjico del show llegan a la piscina efervescente. Ella mira.


Él mira. Y el día siguiente también. (¿Oyes cómo empieza a funcionar el distribuidor? El sistema entra en acción, la gasolina empieza a fluir.) Pobre Isham padre. No puedesdejar de sentir pena por ese hombre enamorado del orden: cuando engendra hijos, la información genética sigue transmitiéndose todavía al viejo estilo de los monos. En un momento es un chiquillo feliz con un patito de goma; apartas la vista y aparece ese enorme y saludable extraño, vagamente emotivo, sabe Dios con qué ideas en la cabeza. Se oyen preguntas cuando nada hay que preguntar, y se dice que una erupción es inmoral. Cuando esto llega a oídos de Papá, lo que quizás lleva tiempo en esa sala de reuniones, él hace lo que puede; es un problema complicado si no se dispone del zumo de la inmortalidad. Y el joven Paul Isham es un oso. Es brillante, inteligente, de alma tierna, incesantemente activo; y él y sus amigos están ahogados de asco ante el mundo que han hecho sus padres. Y a Paul no le ha llevado mucho tiempo descubrir que la casa de su padre contiene muchos secretos, y que ni siquiera las computadoras de la GTX pueden relacionar todas las cosas entre sí. Huele un proyecto podrido que procede de cierto Fondo de Ayuda a la Creatividad Marginal; el equipo free-lance que ha «descubierto» a Delphi ha sido uno de sus favorecidos. Y a partir de aquí un muchacho movedizo llamado Isham puede meter la mano en un importante sector de las actividades holográficas de la GTX. Y así lo vemos con su pequeña pandilla de amigos en un criadero de setas, montaña abajo, compaginando afanosamente un show que nada tiene que ver con el de Delphi. Está hecho con técnicas extrañas y contiene desconcertantes distorsiones llenas de protesta social. Tú lo llamarías una expresión underground. Por supuesto, su padre no ignora todo esto; pero hasta el momento presente el asunto apenas ha hecho otra cosa que ahondar el arrugado y aprensivo ceño de Isham. Hasta que Paul conoce a Delphi. Cuando Papá se entera, esas hipergólicas invisibles han ex plotado, las cápsulas de energía se derraman. Porque Paul, ¿has comprendido? es un producto auténtico. Es serio. Sueña. Incluso lee libros, por ejemplo ha leído Green Mansions. Y ha llorado de furia cuando esos asesinos quemaban viva a Rima. Al enterarse de que una nueva gatita de la GTX está triunfando, sonríe burlonamente y lo olvida. No relaciona ese nombre con la muchachita que intenta esa estúpida protesta condenada ante las holocámaras. Esa chica tan curiosamente simple. Y ella viene y lo mira y él ve a Rima, Rima, la muchacha-pájaro perdida, y su corazón no enchufado deja escapar un acorde. Y Rima se convierte en Delphi. ¿Necesitas un mapa? El asombro furioso. El rechazo de la disonancia, Rima prostituyéndose para la GTX-Mi padre. Una basura, no puede ser. Las visitas a la piscina para confirmar el fraude... Esos ojos oscuros que encontraban el asombro azul, las apresuradas palabras intercambiadas en un peculiar sosiego... La terrible reorganización de la imagen en Rima-Delphi en los tentáculos de mi padre...


No necesitas un mapa. Y tampoco uno de Delphi, la chica que amaba a sus dioses. Ahora ha visto de cerca su divina carne, ha oído sus voces llamándola por su nombre. Ha jugado a sus divinos juegos y usado sus guirnaldas. Incluso se ha convertido ella misma en una diosa, aunque no se lo cree. No está desencantada; no pienses eso. Está todavía llena de amor. Ocurre sólo que cierta absurda forma de esperanza no... Realmente puedes pasar todo esto por alto; la chiquilla enamorada ha encontrado al Hombre. Un auténtico ser humano masculino con furiosa compasión y gran preocupaciónpor la justicia humana, que se acerca a ella con sus verdaderos brazos varoniles y ¡boom! Ella le devuelve su amor con todo su corazón.Un trip feliz, ¿eh? Sólo que... Sólo que quien ama realmente a Paul es P. Burke. La monstruosa P. Burke, que huele a pasta de electrodos en su calabozo. Esa caricatura de mujer arde y se consume, obsesionada por un amor verdadero. Intenta llegara su amado a treinta mil kilómetros de duro vacío, a través de una carne de muchacha recubierta por una película invisible. Siente los brazos del hombre alrededor del cuerpo que cree suyo, luchando en la sombra para darse a él. Trata de oler y sentir a través de una nariz hermosa y muerta, amar a Paul con un cuerpo que muere en el corazón del fuego. ¿Comprendes el estado de ánimo de P. Burke? Tiene diversas fases. Primero el intento. Y la vergüenza. La vergüenza. No soy lo que tú amas. Y un intento más vigoroso. Y la comprensión de que no, no hay forma, ninguna. Nunca. Nunca... Un poco tarde ¿verdad? comprende que ha hecho un trato para toda la vida. P. Burke debería haber reparado en esos relatos acerca de seres humanos que terminan convertidos en saltamontes. Ya te imaginas el resultado: la canalización de toda esa agonía en un ciego impulso protoplasmático de fundirse con Delphi. Abandonar, aprisionar la bestia a que está encadenada. Ser Delphi. Por supuesto es imposible. Sin embargo, su tormento tiene un efecto sobre Paul. DelphiRima es ya un objeto de amor suficientemente poderoso, y liberar la mente de Delphi exige horas de instrucción profundamente satisfactoria sobre la podredumbre general. Si se añade que el cuerpo de Delphi adora la carne de Paul con el fuego del corazón salvaje de P.Burke... ¿Te extraña que Paul sienta semejante atracción? Esto no es todo. Por ahora, pasan juntos todos sus momentos libres y algunos que no son tan libres. -Mr. Isham, ¿le molestaría apartarse mientras filmamos esta secuencia deportiva? El


guión pide aquí la presencia de Davy. (Davy todavía anda por ahí; aparecer junto a Delphi ha sido beneficioso para él.) -¿Qué diferencia hay? -bosteza Paul-. Sólo es un anuncio. Mi presencia no cambia nada.Asombrado silencio ante la blasfemia. La script girl la encaja con valor. -Lo siento, señor; tenemos órdenes de hacer la secuencia social exactamente como dice el guión. Hemos tenido que volver a tomar la parte que hicimos la semana pasada; Mr. Hopkins se enojó mucho conmigo. -¿Quién diablos es Mr. Hopkins? ¿Dónde está? -Oh, Paul, por favor. Por favor. Paul se desentiende y retrocede. El personal de las holocámaras estudia nerviosamente los ángulos. La junta de la GTX tiene una debilidad: no les agrada que esas cosas apunten hacia ellos ni sus familia res. Hubo un frío estremecimiento cuando la imagen de un Isham estuvo a punto de aparecer en la emisión mundial de Disquesucena. Y lo que es peor: Paul no respeta el sagrado programa que cumplen exhaustivamente el chico que parece un hurón y el cuartel general. Paul se olvida constantemente de llevarla de vuelta a la hora, y el pobre Hopkins nada puede hacer. De manera que muy pronto la esfera de datos de la sala de reuniones incluye un proyecto de acción urgente para Mr. Isham padre. Al principio se procede suavemente. -Hoy no puedo, Paul. -¿Porqué? -Dicen que debo hacerlo. Es muy importante. Él acaricia el oro suave que desciende por su fina espalda. En Carbondale, Pa., un topo hembra se estremece. -Importante. La importancia para ellos. Hacer más dinero. ¿No comprendes? Para ellos eres un instrumento, una vendedora. ¿Vasa dejar que hagan contigo lo que quieren, Dee? ¿Verdaderamente? -Oh, Paul... Él no lo sabe, pero lo que está viendo es muy extraño: las remotas no están programadas para verter lágrimas. -Simplemente di que no, Dee. Integridad. Debes hacerlo. -Pero ellos dicen que es por mi trabajo... -No pensarás que no me puedo ocupar de ti, Dee. Niñita, querida, estás dejando que nos separen. Tienes que elegir. Diles que no. -Paul... Lo haré.Y lo hace. La valiente y pequeña Delphi (la loca P. Burke). Y dice: -No, lo siento, se lo he prometido a Paul.


Ellos intentan otra cosa, todavía con suavidad. -Paul, Mr. Hopkins me ha explicado la razón de que no quieran que estemos tanto tiempo juntos. Es porque eres quien eres, por tu padre. -Magnífico. Hopkins. Ya me ocuparé de él. Pero oye, ahora no puedo pensar en Hopkins. Ken volvió hace un rato, ha descubierto algo. Están en un alto valle de los Andes; sus amigos vuelan en sus gorjeantes cometas. -¿Sabes? Los policías de la costa llevan electrodos en sus cabezas.Ella se endurece entre sus brazos. -Sí, es muy raro. Yo pensaba que sólo usaban eso con los criminales y el ejército. ¿Comprendes, Dee? Sin duda, algo está ocurriendo. Algún movimiento. Quizás la gente empieza a organizarse. ¿Cómo podríamos averiguarlo? -Golpea el suelo al lado de ella-. Debemos ponernos en contacto. Si tan sólo pudiéramos saber cómo... -¿Y los noticieros? -pregunta ella, con angustia. -Los noticieros. -Paul ríe-. En los noticieros sólo dicen lo que quieren que la gente sepa. Medio país podría arder sin que nadie lo supiera, si ellos no lo desean. Dee, ¿comprendes lo que te digo? ¡Tienen programado el mundo entero! Poseen el control total de la comunicación. Tienen las mentes de todos conectadas para que piensen lo que les digan y quieran lo que les dan; y les dan lo que están programados para querer... Y no hay forma de escapar, ni te puedes hacer cargo de la cosa en ninguno de sus puntos. Yo no creo que tengan un plan, excepto que todo siga en marcha; y sabe Dios qué ocurre con la gente, con la Tierra o con los otros planetas. Es un gran remolino de mentiras y basuras que gira y gira y se vuelve más grande y nada cambiará nunca. Si la gente no despiertapronto, estamos derrotados. Golpea suavemente el estómago de la muchacha. -Tienes que escapar, Dee. -Trataré, Paul... -Eres mía. No puedes ser de ellos. Y va a ver a Hopkins, que está verdaderamente asustado. Pero esa noche, en Carbondale, el paternal Mr. Cantle visita a P. Burke. ¿P. Burke? En su litera, con una bata de la empresa, como un camello muerto en una tienda, al principio no comprende que Mr. Cantle le pide a ella que rompa con Paul. P. Burke nunca ha visto a Paul. Delphi ve a Paul. El hecho es que P. Burke ya no recuerda claramente que existe aparte de Delphi. Mr. Cantle apenas puede creerlo, tampoco él, pero lo intenta. Señala la futilidad, y los posibles problemas de Paul. Eso arranca del bulto una mirada sombría. Luego Mr. Cantle aborda la deuda de P. Burke con la GTX, su trabajo, acaso no está agradecida por la oportunidad, etcétera. Es muy persuasivo. La boca llena de telarañas de P. Burke se abre y grazna:


-No. Y eso es todo lo que consigue. Mr. Cantle no es estúpido: reconoce un obstáculo insuperable cuando lo encuentra. Y también sabe de una fuerza irresistible: la GTX. La solución fácil sería clausurar el gabinete waldo hasta que Paul se canse de esperar a Delphi. Pero el costo, la programación... Y además, hay algo muy raro. .. Mira la propiedad de la empresa que se agita en su litera y su intuición se agudiza. ¿Sabes?, las Remotas no pueden amar. No tienen un verdadero sexo, los circuitos lo excluyen desde el comienzo. Por eso, siempre se ha pensado que es Paul quien se está divirtiendo o lo que sea con ese bonito cuerpo allá en Chile. P. Burke sólo puede hacer lo que corresponde a cualquier ser ambicioso del arroyo. A nadie se le ha ocurrido que se trata de la cosa peluda y auténtica cuya sombra proyectan todos los holoshows de la Tierra. ¿Amor? Mr. Cantle frunce el ceño. La idea es grotesca. Pero su instinto policial es poderoso: recomendará flexibilidad. Por lo tanto, en Chile: -Querido, esta noche no tengo que trabajar. Y el viernes tampoco, ¿no es así, Mr. Hopkins? -Espléndido. ¿Y cuándo tiene que presentarse a las autoridades? -Mr. Isham, por favor, sea razonable. Nuestro plan... Seguramente los responsables de su propia producción también lo necesitan... Ocurre que esto es verdad. Paul se aleja. Hopkins lo mira y se pregunta con disgusto por qué un Isham puede querer hacer el amor con una waldo. (Cuan vivos son esos temores viscerales de las juntas directivas! El ruido crece y triunfa.) No se le ocurre pensar que un Isham puede ignorar lo que es Delphi. Especialmente cuando Davy se lamenta porque Paul lo ha arrojado a puntapiés de la cama de Delphi. La cama de Delphi está debajo de una verdadera ventana. Precisamente debajo. -Estrellas -dice Paul, soñoliento. Gira y coloca a Delphi encima de él-. ¿Sabes que éste es uno de los últimos sitios de la Tierra donde la gente puede ver las estrellas? Quizás también el Tíbet. -Paul... -Duerme. Me gusta verte dormir. -Paul... Yo... Duermo tan profundamente, quiero decir, todo el mundo se ríe de que me cueste tanto despertar. ¿Te molesta? -Sí.Pero finalmente debe ceder. De modo que a muchos miles de kilómetros una criatura loca y exhausta se arrastra, toma comprimidos y cae sobre su litera. Pero no por mucho tiempo. Con el rosa de la madrugada los ojos de Delphi se abren y ven los brazos de Paulque ciñen su cuerpo; su voz dice cosas rudas y tiernas. Se ha mantenido en vela. La


pequeña estatua sin nervios, el cuerpo de Delphi, se ha apretado a él durante toda la noche. Surge una loca esperanza que crece dos noches después, cuando Paul le dice que ella, dormida, ha pronunciado su nombre. Ese día los brazos de Paul le impiden ir a trabajar y Hopkins gime en el cuartel general donde el muchacho de cara afilada trata de entrometerse y suprimir el programa de Delphi. Mr. Cantle lo evita. Pero a la semana siguiente Delphi deja plantado a un cliente importante. Y cara de hurón tiene relaciones importantes en lo que concierne a los aspectos técnicos. Ahora bien: puedes comprender que cuando hay un campo de modulación de energía heterodina compleja alineado con un punto de venta como Delphi, hay siempre problemascon los estáticos, las ondas de retorno y el ruido de todas clases. La tecnología del futuro puede normalmente equilibrar es tos problemas; pero por eso mismo las repercusiones derivables pueden también presentar desequilibrios insospechados. Como en la operadora waldo. -Querida... ¿Qué diablos? ¿Qué te ocurre? ¡DELPHI!Chillidos desesperados, movimientos al azar. Y el ave-Rima yace húmeda y floja en sus brazos, con los ojos dilatados. -Yo... No debía... -susurra débilmente ella-. Me dijeron que nunca... -Oh, dios mío... Delphi. Los duros dedos de Paul se hunden entre el denso pelo rubio. Dedos que saben de electrónica. Se congelan. -¡Eres una muñeca! Tienes una implantación PP. Te controlan. Yo debía haber comprendido. Oh, Dios, debía haber sabido. -No, Paul -solloza ella-. No, no, no... -Malditos sean. Malditos sean, lo que han hecho... Tú no eres tú. La sacude, inclinado sobre ella, en la cama; la sacude hacia atrás y hacia adelante, mirando su penosa belleza. -¡No! -Se defiende (no ella, sino esa oscura pesadilla lejana)-. ¡Soy Delphi! -Mi padre. Cerdos inmundos, malditos sean, malditos sean. -No, no -balbucea ella-. Han sido buenos conmigo... -P. Burke articula en el subterráneo-: Han sido buenos conmigo... ¡AAH... AAAAH! Una nueva agonía la agita. En el norte, el joven de cara afilada quiere asegurarse de que esa diminuta interferencia funciona. Paul sólo puede atraerla hacia sí, ahora también él llora. -Los mataré. Su Delphi, una esclava enchufada. Una antena en su cerebro, grillos electrónicos en su corazón de pájaro. ¿Recuerdas cómo quemaron viva a Rima esos salvajes? -Mataré al hombre que te ha hecho eso. Lo repite sin cesar, pero ella no lo oye. Ella


está segura de que él la odia; lo único que desea es morir. Cuando finalmente comprende que su rudeza es ternura, cree que se trata de un milagro. ¡El sabe, y sin embargo aún la ama! ¿Cómo puede imaginar P. Burke que Paul no ha entendido del todo bien? No se puede censurar a Paul. Merece crédito por haberse enterado de que existen implantaciones de placer-dolor que, por su propia naturaleza, no suelen ser comentadas por quienes las conocen más íntimamente. Y cree que eso es lo que emplean con Delphi; un sistema para controlarla. Y dice incendios ante los oídos desconocidos que hay en su cama. Paul jamás ha oído hablar de cuerpos waldo ni objetos semejantes. Por eso no se le ocurre, mientras contempla su ave violada, enfermo de furia y de amor, que no tiene en sus brazos a toda ella. ¿Es necesario que te diga cuál es la absurda decisión que brota en su mente? Liberara Delphi. ¿Cómo? Pues bien, después de todo él es Paul Isham III. Y hasta tiene la sospecha del lugar donde se encuentra el neurolabor atorio de la GTX. En Carbondale. Pero antes debe hacer algo por Delphi y por su propio estómago. La devuelve a Hopkins y se retira de modo discreto. Y el personal de Chile queda agradecido, sin comprender que normalmente oculta menos sus dientes. Y transcurre una semana en la que Delphi es un pequeño fantasma bueno y dócil. Le entregan los cargamentos de flores silvestres y las tiernas cartas de amor que Paul le envía. (Él ha decidido mostrarse astuto.) Y en el cuartel general, el chico de cara de hurón presiente que su destino acaba de avanzar un paso; sube hasta las esferas supremas el reconocimiento de su competencia en el manejo de pequeños problemas. Y nadie sabe qué piensa P. Burke, salvo cuando Miss Fleming la sorprende arrojando su comida a la basura y la noche siguiente, desmayada en la piscina. La sacan y la alimentan con intravenosas. Miss Fleming se irrita, ella ha visto antes expresiones parecidas. Pero no estaba presente cuando unos locos que se llamaban a sí mismos Seguidores del Pez veían la vida eterna a través de las llama s. Y P. Burke también ve el cielo más allá de la muerte. El cielo se llama P-a-u-1, pero la idea es la misma. Moriré y naceré nuevamente en Delphi. Una idiotez, en términos electrónicos. No hay manera. Pasa otra semana y la locura de Paul se convierte en un plan. (Recuerda que tiene amigos.) Se consume de furia mientras ve cómo exhiben a Delphi los amos. Filma una secuencia tremenda para su propio show. Y luego, con toda cortesía, ruega a Hopkins un instante del tiempo libre de Delphi, que llega a su debida hora. -Creí que ya no me querías -repite ella mientras vuelan por los flancos de la montaña en el coche solar de Paul-. Pero sabes... -¡Mírame! Él le cubre la boca con la mano y le muestra una tarjeta. NO HABLES. PUEDEN OÍR TODO LO QUE DIGAMOS. TE ESTOY RAPTANDO. Ella le besa la mano. Él asiente y cambia de tarjeta. NO TENGAS MIEDO. SI INTENTAN HACERTE DAÑO, PUEDO DETENER EL DOLOR. Con la mano libre, él le muestra una malla plateada de cables unida a una célula de energía. Ella está desconcertada. ESTO CORTARÁ SUS SEÑALES Y TE PROTEGERÁ, QUERIDA. Ella lo mira; su cabeza se mueve vagamente de un lado a otro. No.


-¡Sí! -Él ríe triunfalmente-. ¡Sí! Durante un instante ella vacila. Esa malla electrizada cortará el campo, desde luego. Y también dejará aislada a Delphi. Pero él es Paul. Paul la está besando; ella sólo puede besarlo con hambre mientras él guía el coche solar por un paso montañoso. Al frente hay una vieja rampa con un brillante cohete listo para partir. (Paul tiene también dinero y un Nombre.) El pequeño correo de la GTX está construido sólo para ser veloz. Paul y Delphi se meten detrás del piloto y del tanque de combustible extra y no hay más conversación cuando los cohetes empiezan a aullar. Aullan a gran altura sobre Quito antes de que Hopkins empiece a preocuparse. Pierde otra hora siguiendo la pista del transmisor instalado en el coche solar de Paul. El coche solar se dirige hacia el mar. Cuando están seguros de que el coche solar está vacío y Hopkins llama por ondas calientes al cuartel general, los fugitivos son un aullido sin origen sobre el oeste del mar Caribe. En el cuartel general cara de hurón chilla. Su primer impulso es repetir los juegos anteriores, pero su mente se niega. Esto es demasiado grave. Porque, ¿comprendes?, aunque a la larga pueden conseguir que P. Burke haga cualquier cosa excepto quizá vivir, las emergencias pueden provocar dificultades embarazosas. Y además se trata de Paul Isham III. -¿No puedes ordenarle a ella que regrese? Están todos en la torre monitora de la GTX, Mr. Cantle y cara de hurón y Joe y unhombre de aire muy pulcro que es los ojos y oídos de Mr. Isham padre. -No, señor -dice obstinadamente Joe-. Podemos leer los canales, en particular los del lenguaje; pero no podemos interpolar un modelo organizado. Es necesaria la operadora waldo para enviar señales uno a uno... -¿Qué dicen? -Nada por el momento, señor. -El hombre de la consola cierra los ojos-. Creo que seestán, hm, abrazando. -No responden -dice el monitor de tránsito-. Aún están en el rumbo cero cero tres cero... Van hacia el norte, señor. -¿Está seguro de que se ha avisado a Kennedy para que no disparen contra ellos? -pregunta ansiosamente el hombre pulcro. -Sí, señor. -¿Y no se la puede apagar, sencillamente? -El chico de cara afilada está furioso-. Saquemos a esa marrana de los controles. -Si se corta la transmisión se mata a la Remota -explica Joe por tercera vez-. Hay que hacer la transición en la fase adecuada, pasando al sistema autónomo de la Remota. De lo contrario, el corazón, la respiración, el cerebelo, todo quedaría destruido. Y sacar a Burke probablemente significaría matarla también a ella. Es un cibersistema fantástico, no se puede hacer eso.


-Y la inversión. -Mr. Cantle se estremece. Cara de hurón pone la mano sobre el hombro del tipo de la consola: es el contacto que le permitió arreglar su señal de «No, no». -Al menos podríamos darle una señal de aviso, señor. -Se muerde los labios, dedica al hombre pulcro su sonrisa más dulce de hurón-. Sabemos que no le hace daño. Joe frunce el ceño, Mr. Cantle suspira. El hombre pulcro murmura algo a su muñeca. Alza la mirada. -Estoy autorizado -dice-. Estoy autorizado para permitir que se envíe una señal. Si es lo único que se puede hacer. Pero una señal mínima. Mínima. Cara afilada aprieta el hombro de su asociado.En el proyectil plateado que chilla sobre Charleston, Paul siente que Delphi se arquea entre sus brazos. Busca la malla metálica, ansioso de acción. Ella se mueve desconcertadamente, sus ojos giran. Tiene miedo de la malla metálica a pesar de su agonía. (Y no le falta razón. ) Frenéticamente, Paul se debate en el pequeño espacio, lepasa la malla metálica por la cabeza. Cuando él aumenta la potencia ella se libera de su brazo y el espasmo cesa. -Lo llaman de nuevo, Mr. Isham -grita el piloto. -No responda. Póntela sobre la cabeza, querida, maldito sea, cómo puedo... Un AX90 pasa por encima de ellos con un destello. -¡Mr. Isham! ¡Son de la Fuerza Aérea! -No se preocupe -grita Paul-. No dispararán. No temas, querida. Otro AX90 sacude su vuelo. -¿Le molestaría apuntarme con su pistola, para que ellos lo vean, señor?-aulla el piloto. Paul lo hace. Los AX90 forman una escolta a ambos lados. El piloto reflexiona acerca del modo de obtener también algún dinero de la GTX. Después de Goldsboro AB la escolta se aleja. -Siguen en el mismo rumbo -informa tránsito al grupo que rodea al monitor-. Aparentemente han cargado suficiente combustible para llegar aquí, al torrepuerto. -En ese caso, se trata simplemente de esperar a que aterricen. -El estilo paternal de Mr. Cantle revive un poco. -¿Cómo no pueden cortar el apoyo vital de esa horrible inválida? -dice, furioso, cara de hurón-. Es ridículo.-Están trabajando para conseguirlo -le asegura Cantle. Lo que están haciendo, en Carbondale, es discutir. La espía de Miss Fleming ha llamado al hombre de cejas hirsutas al gabinete waldo. Miss Fleming, debe obedecer las órdenes. -La matará si intenta eso, señor. No puedo creer que eso sea lo que usted quiere, y por eso no lo he hecho. Ya le hemos administrado tal cantidad de sedantes que pueden afectar el funcionamiento del corazón; si le quitan más oxígeno, morirá allí mismo. El hombre de cejas hirsutas hace una mueca. -Traigan en seguida al doctor Quine. Esperan, los ojos clavados en el gabinete donde una mujer fea, loca y drogada lucha por conservar la conciencia y por mantener abiertos los ojos de Delphi. A gran altura sobre Richmond, el dardo plateado empieza a girar. Delphi está sobre el


brazo de Paul, sus ojos nadan hacia arriba, hacia él. -Empezamos a bajar, muchacha. Pronto terminará todo, lo único que tienes que hacer es vivir, Dee. -Vivir...El monitor de tránsito los ha localizado. -¡Señor, van hacia Carbondale! Control está en contacto... -Vamos. Pero las fuerzas del cuartel general no tienen tiempo de interceptar al correo que gime mientras desciende hacia Carbondale. Y los amigos de Paul han conseguido perforar las defensas otra vez. Los fugitivos han salido del sector de carga y al neurolaboratorio antesde que la guardia se organice. Ante el ascensor, la expresión de Paul, sumada a su arma, les abren el paso. -Quiero al doctor... ¿cómo se llama, Dee? ¡Dee! -... Tesla... -ella vacila sobre sus pies. -El doctor Tesla. Llévenme en seguida hasta él. Los intercomunicadores chillan mientras ellos descienden, la pistola de Paul en la espalda del guardia. Cuando la puerta se abre, allí está el hombre de cejas hirsutas. -Yo soy Tesla. -Yo soy Paul Isham. Isham. Saque inmediatamente las implantaciones que ha puesto a esta muchacha. Ya mismo. ¡Vamos! -¿Cómo? -Ya me ha oído. ¿Dónde está el quirófano? -Pero... -¡Muévase! ¿O tendré que matar a alguien? Paul encañona también al doctor Quine, que acaba de aparecer. -No, no -dice deprisa Tesla-. Pero no puedo, es imposible, no quedará nada. -Bien claro está que puede. Si se pone en el camino, lo mataré -dice Paul ferozmente-. ¿Dónde es? Saque ya mismo eso que le han puesto en el circuito. Los hace retroceder por el pasillo; Delphi está pesadamente apoyada en su brazo. -¿Es aquí, chiquilla? ¿Dónde te han hecho eso? -Sí-susurra ella, parpadeando ante una puerta-. Sí...Porque es verdad, ¿comprendes ? Detrás de esa puerta está precisamente la suite donde nació.


Paul avanza y entra en un salón resplandeciente. Se abre una puerta interior y salen una enfermera y un hombre gris. Y quedan congelados. Paul ve que en esa puerta interior hay algo especial. Pasa entre los demás, abre y mira. En el interior hay un gran armario de aspecto maligno, con las puertas entreabiertas. Y dentro de ese armario hay una cosa envenenada a la que le ocurre algo maravilloso, inexpresable. Allí está P. Burke, una mujer real y viviente, y sabe que ÉL está allí, acercándose, Paul, a quien ha tratado de alcanzar a través de sesenta mil kilómetros de hielo. ¡Paul está allí! Y empuja las puertas del waldo... Se abren de par en par y el monstruo se levanta. -Paul querido -grazna la voz del amor, y los brazos del amor se extienden hacia él. Y él responde. ¿No responderías tú, si un golem femenino descarnado y desnudo y flaccido y cubierto de cables y de sangre se te acercara mostrando sus garras metálicas...? -¡Fuera! -Arranca algunos cables. No importa mucho qué cables. P. Burke ti ene al aire, por así decirlo, su sistema nervioso. Imagina que alguien tironeara de tu médula... Ella se derrumba al suelo a sus pies, manoteando y rugiendo, con un rictus: -PAUL, PAUL, PAUL. Es poco probable que él reconozca su nombre, o que vea cómo la vida de ella huye de sus ojos hacia él. Y finalmente, tampoco hacia él. Los ojos de P. Burke ven a Delphi, que se desvanece junto a la puerta, y mueren. Y por supuesto, Delphi también está muerta. Silencio completo mientras Paul se aparta de la cosa que hay a sus pies. -La ha matado -dice Tesla-. Esa cosa era ella. -Así la controlaban -dice Paul furioso; la idea de ese monstruo unido al cerebro de la pequeña Delphi le da náuseas. Ve que se desmorona y extiende sus brazos. No sabe que ella está muerta. Y Delphi se le acerca. Un pie, luego el otro, no se mueve muy bien pero se mueve. Su hermoso rostro se alza. Paul está angustiado por el terrible silencio, y cuando baja la vista, sólo ve el tierno cuellode Delphi. -Ahora le quitarán la implantación -dice. Nadie se mueve. -Pero si está muerta -susurra, frenética, Miss Fleming. Paul siente la vida de Delphi en su mano; ellos están hablando del monstruo. Apunta con la pistola al hombre gris. -Si no estamos en el quirófano cuando cuente hasta tres, le partiré la pierna a este hombre.


-Mr. Isham -dice Tesla, con desesperación-, acaba de matar a la persona que animaba el cuerpo que usted llama Delphi. Delphi está muerta. Si la suelta, verá que es verdad. El tono de su voz se impone. Lentamente, Paul la deja en libertad y mira. -¿Delphi? Ella se endereza vacilante.Lentamente, alza la cara. -Paul... -Una voz muy débil. -Una maldita treta -dice Paul-. Vamos. -Mírele los ojos -croa el doctor Quine. Todos miran. Una de sus pupilas llena el iris; los labios se mueven. -Tiene un shock. -Paul sostiene a Delphi-. ¡Cúrela! -grita, dirigiéndose a Tesla. -Por Dios... Tráigala al laboratorio -dice Tesla. -Adiós -dice claramente Delphi. Avanzan por el salón; Paul la sostiene; se encuentran con una ola de gente. El cuartel general ha llegado. Joe echa un vistazo y se lanza a la habitación del waldo, pero se encuentra con el arma de Paul. -Oh, no, no entrará. Todo el mundo grita. La cosa que hay en los brazos de Paul se agita y dice plañideramente: -Soy Delphi. Y entre los gritos y empujones que siguen ella se sostiene, el fantasma de P. Burke o lo que sea susurra locamente: -Paul... Paul... Por favor, soy Delphi... ¿Paul? -Aquí estoy, querida, aquí estoy. -La coloca en una camilla. Tesla habla, habla y habla, sin que nadie lo escuche. -Paul... no quiero dormir... -susurra la voz del fantasma. Paul, en agonía, no quiere aceptar, NO QUIERE creer. Tesla se calla. Luego, a eso de medianoche, Delphi dice con dificultad: -Ag-ag-ag -y se desliza al suelo, con una voz áspera, como la de una foca. Paul grita. Hay más ag-agy una desintegración más terrible y convulsiva, y a las dos de la mañana Delphi no es otra cosa que un pequeño paquete de funciones vegetativas conectado a algunos aparatos caros, los mismos que la habían sostenido antes de que suvida comenzara. Finalmente, Joe persuade a Paul a que le permita entrar en el gabinete waldo. Paul permanece junto a Delphi el ti empo necesario para ver cómo su rostro se convierte en el de alguien horriblemente extraño, de modo frío y convincente, y luego se aleja, ausente, del laboratorio de Tesla.


Joe trabaja afanosamente, sudoroso, para restablecer el fantástico sistema de circulación, respiración, glándulas endocrinas, homeostasis cerebral, toda esa corriente modulada que era un ser humano... Es como tratar de salvar a una orquesta arrojada de un avión en medio del aire. Joe también llora un poco; sólo él amaba a P. Burke. P. Burke, una cosa muerta en una mesa, era la operadora de cibersistemas más grande que él ha conocido, y jamás la olvidará. El fin, verdaderamente. ¿Alguna pregunta? Por supuesto, Delphi vive de nuevo. El año siguiente está en el yate, todo el mundo le demuestra su simpatía por el colapso nervios o que ha sufrido. Pero es otra persona la que está ahora en Chile; aunque su nueva operadora es competente, no hay otra como P. Burke. Cosa que la GTX agradece, como es natural. Por supuesto, la bomba es Paul. Era joven, ¿comprendes? Luchaba contra el mal abstracto. Ahora la vida le ha clavado las garras y se sobrepone a la furia visceral y al dolor y su resolución y su sabiduría humana se acrecientan. Y tanto que no te sorprenderá encontrarlo, algo más tarde... ¿dónde? En la sala de reuniones de la GTX, m uñeco. Ahora utiliza los privilegios de su nacimiento para radicalizar el sistema. P odrías llamar a eso «actuar desde adentro». Así lo llama él, y sus amigos están totalmente de acuerdo. Les da una cálida sensación de confianza saber que Paul está donde está. De vez en cuando, alguno de ellos, que anda todavía por ahí, se encuentra con él y recibe un gran abrazo. -¿Y el chico de cara afilada? Ah, él también madura. Aprende deprisa, créeme. Por ejemplo, él es quien primero se entera de que una oscura unidad de investigación de la GTX ha obtenido ciertos resultados positivos con su generador de anomalías temporales. Es cierto, no tiene conocimientos de física, y ha fastidiado a mucha gente. Y realmente no se entera de lo que ocurre hasta que un día se coloca donde le indican, durante un ensayo delgenerador... ... y se despierta acostado sobre un periódico. El titular dice NIXON REVELA SEGUNDA FASE. Afortunadamente, aprende rápido. Créeme, zombie. Cuando hablo de desarrollo, quiero decir desarrollo. Apreciación del capital. Ya puedes dejar de preocuparte. Hay un gran futuro.


Perdido en el banco de memoria John Varley Overdrawn at the memory bank, © 1976 (Galaxy, Mayo de 1976). Traducido por Domingo Santos y escaneado "digitalmente" (a dos dedos, uno de cada mano) del libro La persistencia de la visión, relatos de John Varley, Biblioteca de Ciencia Ficción 26, Ediciones Orbis S. A., 1984.

Era día de escuela en el disneylandia de Kenia. Cinco niños de nueve años estaban visitando con su maestro la sección de medicánica, donde Fingal se hallaba tendido en la mesa de grabación, la parte superior de su cráneo quitada, mirándoles por medio de un espejo. Fingal estaba de mal humor (de ahí su viaje al disneylandia), y hubiera pasado muy bien sin los niños. El maestro estaba haciendo todo lo que podía, pero ¿quién puede controlar a cinco niños de nueve años? –¿Para qué es el gran cable verde, maestro? –preguntó una niñita, alzando una mano dudosamente limpia y tocando el cerebro de Fingal allí donde el cable principal de grabación se hundía en la terminal empotrada. –Lupus, ya te he dicho que no toques nada. Y mírate, ni siquiera te has lavado las manos. El maestro tomó la mano de la niña y la apartó. –Pero ¿qué importa eso? Usted nos dijo ayer que la razón por la que no hay que preocuparse hoy en día por la suciedad como se preocupaban antes es porque ya no es suciedad. –Estoy seguro de que no te dije exactamente eso. Lo que dije fue que cuando los humanos se vieron obligados a salir fuera de la Tierra, aprovecharon la ocasión para eliminar a todos los gérmenes nocivos. Cuando quedaron solamente tres mil personas vivas en la Luna, después de la Ocupación, nos resultó fácil esterilizarlo todo. Por eso la médica no necesita llevar guantes como acostumbraban a hacer antes los cirujanos, o ni siquiera lavarse las manos. No hay peligro de infección. Pero no es educado. No deseamos que ese señor crea que no estamos siendo educados con él, simplemente porque su sistema nervioso está desconectado y no puede hacer nada al respecto, ¿no? –No, maestro. –¿Qué es un cirujano? –¿Qué es una infección? Fingal hubiera deseado que los pequeños monstruitos hubieran elegido otro día para su lección, pero como muy bien había dicho el maestro, él podía hacer muy poco al respecto. La médica había desviado su control motor al ordenador mientras éste efectuaba el registro. Estaba paralizado. Observó al niño


pequeño que llevaba un bastón tallado, y esperó que no se le ocurriera clavárselo en el cerebelo. Fingal estaba asegurado, pero ¿quién quiere problemas? –Todos vosotros, retroceded un poco, para que la médica pueda hacer su trabajo. Así está mejor. Ahora, ¿quién puede decirme qué es ese gran cable verde? ¿Destry? Destry confesó que no sabía nada al respecto, ni le importaba, y que lo único que quería era salir de allí y jugar a la pelota. El maestro lo olvidó y siguió con los demás. –El hilo verde es el electrodo principal de sondeo –dijo–, está unido a una serie de cables muy finos en la cabeza del hombre, como los que tenéis vosotros, y que son implantados tras el nacimiento. ¿Puede alguien decirme cómo se efectúa un registro? La niñita de las manos sucias fue quien respondió: –Haciendo nudos en una cuerda. El maestro se echó a reír, pero no la médica. Había oído ya aquello antes. El maestro también, por supuesto, pero para eso era maestro. Tenía la paciencia necesaria para tratar con los niños, una rara cualidad que cada vez poseían menos personas. –No, eso es simplemente una analogía. ¿Todos sabéis decir "analogía"? –Analogía– repitieron a coro. –Estupendo. Lo que yo os he dicho es que las cadenas de AFFN son muy parecidas a cuerdas llenas de nudos. Si cada milímetro está codificado y cada nudo tiene un significado, uno puede escribir palabras sobre una cuerda haciendo nudos en ella. Eso es lo que hace la máquina con el AFFN. Ahora... ¿puede explicarme alguien lo que significa AFFN? –Ácido Ferro-Foto-Nucleico –dijo la niñita, que parecía ser el genio de la clase. –Correcto, Lupus. Es una variante del ADN, y puede ser anudado mediante campos magnéticos y luz, y activado mediante cambios químicos. Lo que está haciendo ahora la médica es hilvanar largas tiras de AFFN en los pequeños tubos que se hallan en el cerebro del hombre. Cuando eso esté hecho, conectará la máquina y la corriente empezará a hacer nudos. ¿Y qué ocurrirá entonces? –Todos sus recuerdos pasarán al cubo memoria –dijo Lupus. –Exacto, pero es un poco más complicado que eso. ¿Recordáis lo que os dije acerca de un código desdoblado? ¿El tipo que tiene dos partes, ninguna de las cuales sirve para nada sin la otra? Imaginad dos de las hebras, cada una con un montón de nudos en ella. Bien, intentáis leer una de ellas con vuestro decodificador, y descubrís que no tiene el menor sentido. Eso es debido a que quien la escribió utilizó dos hebras, con nudos hechos en distintos lugares. Solamente adquieren sentido cuando las colocas una al lado de la otra y las


lees así, juntas. Así es como funciona este decodificador, pero la médica utiliza veinticinco hebras. Cuando todas ellas están anudadas de la forma correcta y colocadas en aberturas adecuadas en ese cubo de ahí –dijo señalando al cubo rosa sobre el banco de trabajo de la médica–, contendrán todos los recuerdos y la personalidad de este hombre. En cierto sentido, todo él estará en el cubo, pero él no lo sabrá, porque hoy estará siendo un león africano. Aquello excitó a los niños, que hubieran preferido mucho más pasearse por la sabana de Kenya que oír cómo se tomaba un multiholo. Cuando se tranquilizaron el maestro prosiguió, utilizando analogías que eran cada vez más forzadas: –Cuando las hebras se hallan en... niños, prestad atención. Cuando se hallan en el cubo, una corriente las mantiene en su lugar. Lo que tenemos entonces es un multiholo. ¿Puede decirme alguien por qué no podemos simplemente tomar una grabación de lo que está ocurriendo en el cerebro de este hombre, y utilizarla? Por una vez, fue uno de los chicos quien respondió: –Porque la memoria no es..., ¿cuál es la palabra? –Secuencial. –Ajá, eso es. Sus recuerdos están almacenados un poco por todas partes en su cerebro, y no hay forma de hacer una selección. Por eso este registro toma una imagen de la totalidad, como un holograma. ¿Significa eso que uno puede cortar el cubo por la mitad, y conseguir así dos personas? –No, pero ésa es una buena pregunta. No se trata de ese tipo de holograma. Es algo como..., como cuando tú aprietas tu mano contra un bloque de arcilla, pero en cuatro dimensiones. Si rompes una parte de la arcilla una vez se ha secado, pierdes parte de la información, ¿de acuerdo? Bien, esto es algo parecido. No se puede ver la huella de la impresión porque es demasiado pequeña, pero todo lo que ese hombre haya hecho, visto, oído y pensado en toda su vida está en el cubo. –¿Quieren apartarse un poco hacia atrás?–solicitó la médica. Los niños en el espejo sobre la cabeza de Fingal retrocedieron, convirtiéndose en algo más que simples cabezas cortadas al nivel de los hombros. La médica ajustó la última hebra de AFFN suspendida en el córtex de Fingal según las estrictas normas de tolerancia especificadas por el ordenador. –Me gustará ser médico cuando sea mayor –dijo uno de los chicos. –Creía que deseabas ir a la universidad y estudiar para ser un científico. –Bueno, quizá. Pero tengo un amigo que me está enseñando medicánica. Parece mucho más fácil. –Será mejor que te quedes en la escuela, Destry. Estoy seguro que tus padres desearán que hagas algo por ti mismo.


La médica estaba echando humo silenciosamente. Sabía que no debía hablar; la educación era un asunto serio, y la interferencia con la labor de un maestro traía consigo una buena reprimenda. Pero se mostró obviamente complacida cuando la clase le dio las gracias y cruzó la puerta, dejando sucias huellas de pisadas tras ellos. Accionó un interruptor con más brusquedad de la necesaria, y Fingal descubrió que podía respirar y mover los músculos de la cabeza. –Sucios y engreídos graduados universitarios... –dijo la mujer– ¿Qué demonios hay de malo en tener las manos sucias, me pregunto? Se secó la sangre de las manos con su blusón azul. –Los maestros son los peores –dijo Fingal. –Tiene usted toda la razón. Bueno, ser médica no es nada de lo que una deba avergonzarse. De acuerdo, no he ido a la universidad, ¿y qué? Puedo hacer mi trabajo, y puedo ver lo que he hecho cuando he terminado. Siempre me gustó el trabajo manual. ¿Sabe usted que la de médico era una de las profesiones más respetadas? –¿De verás? –Se lo aseguro. Tenían que ir a la universidad durante años y años, y se hinchaban de ganar dinero, puede creerme. Fingal no dijo nada, pensando que debía de estar exagerando. ¿Qué había que fuera tan difícil en la medicina? Sólo un poco de sentido mecánico y una mano firme, eso era todo lo que se necesitaba. Gran parte del mantenimiento de su propio cuerpo lo efectuaba él mismo, dejando a la consulta únicamente el trabajo importante. Y eso era una buena cosa, vistos los precios que cargaban. De todos modos, no era el tipo de cuestión que uno podía discutir mientras se hallaba tendido indefenso en una mesa. –De acuerdo, ya está listo. La médica extrajo los módulos que contenían el invisible AFFN y los introdujo en la solución de desarrollo. Volvió a colocar el cráneo de Fingal en su sitio y apretó los tornillos encajados en el hueso. Le devolvió el control motor mientras volvía a soldar en su lugar el cuero cabelludo. Fingal se desperezó y bostezó. Siempre sentía sueño en la consulta del médico; no sabía por qué. –¿Eso es todo por hoy, señor? Tenemos una promoción en cambio de sangre, y puesto que está usted aquí en vez de hallarse paseando por el parque, tal vez podría... –No, gracias. Ya la cambié hace un año. ¿No ha leído usted mi historial? Ella tomó la tarjeta y le echó una ojeada. –Ah, sí, lo hizo. Estupendo. Puede usted levantarse, señor Fingal.


Hizo una anotación en la tarjeta y volvió a dejarla sobre la mesa. En aquel momento se abrió la puerta y un pequeño rostro asomó. –Olvidé el bastón –dijo el chico. Entró y empezó a mirar debajo de los muebles, ante la irritación de la médica. Intentó ignorarlo mientras tomaba nota del resto de la información que necesitaba. –¿Y va a usted a experimentar sus vacaciones ahora, o esperará hasta que su doble haya terminado y se las transmita? –¿Eh? Oh, quiere decir... Sí, entiendo. No, entraré directamente en el animal. Mi psiquiatra me aconsejó que viniera aquí a causa de los nervios, así que no me va a hacer ningún bien esperar ahora, ¿no? –No, supongo que no. Así que usted dormirá aquí mientras su doble se pasea por el parque... ¡Eh, tú! –se volvió para enfrentarse con el muchacho, que estaba metiendo la nariz en cosas de las que debía permanecer alejado; lo agarró y lo apartó–. O encuentras en un minuto lo que has venido a buscar, o te echo de aquí, ¿entiendes? El chico prosiguió su búsqueda, riéndose a escondidas y mirando hacia cosas más interesantes que la búsqueda de su bastón. La médica hizo una comprobaciones en la tarjeta, echó un vistazo a los números luminosos de la uña de su pulgar, y descubrió que ya casi era la hora del cambio de turno. Conectó el tubo memoria por medio de una máquina a una terminal en la parte de atrás de la cabeza de Fingal. –Usted nunca había hecho esto antes, ¿verdad? Su finalidad es evitar las lagunas, que a veces pueden resultar desconcertantes. El cubo está casi listo, pero ahora añadiré los últimos diez minutos al registro al mismo tiempo que lo pongo a dormir. De esa forma no experimentará usted ninguna desorientación, pasará del estado de sueño a la plena consciencia de hallarse en el cuerpo de un león. Su cuerpo será trasladado a una de nuestras salas de durmientes mientras usted esté fuera. No hay nada de qué preocuparse. Fingal no estaba preocupado, solamente cansado y tenso. Deseaba que todo aquello hubiera terminado ya y no tener que seguir hablando y hablando del asunto. Y deseaba que el chico dejara de dar golpes con su bastón a la pata de la mesa. Se preguntó si su dolor de cabeza también sería transferido al león. Ella lo desconectó.

Trasladaron su cuerpo, y llevaron su cubo memoria a la sala de instalaciones. La médica echó al chico al corredor y desconectó todos los instrumentos de la sala de grabación. Tenía una cita, e iba ya retrasada. Los empleados del disneylandia de Kenya instalaron el cubo en una caja de metal injertada en el cráneo de una leona africana adulta. Debido a la


estructura social de los leones, los propietarios cargaban un suplemento por el uso de un cuerpo macho, pero a Fingal no le importaba el sexo. Un corto viaje por un ferrocarril subterráneo con el cuerpo lleno de sedantes de la leona-Fingal, y ésta fue depositada bajo el cegador Sol de la sabana de Kenya. Fingal despertó, olisqueó el aire, y se sintió inmediatamente mejor. El disneylandia de Kenya era un ambiente total enterrado a unos veinte kilómetros por debajo del Mare Moscoviense, en la cara lejana de la Luna. Era aproximadamente circular, con un radio de doscientos kilómetros. Desde el suelo hasta el "cielo" había dos kilómetros, excepto por encima de la réplica a tamaño natural del Kilimanjaro, donde formaba una especie de cúpula para permitir que las nubes se formaran de una forma realista sobre su cima cubierta de nieve. La ilusión era irreprochable. La curva del suelo era consistente con la curvatura de la Tierra, de modo que el horizonte era mucho más distante que cualquier cosa a la que Fingal estuviera acostumbrado. Los árboles eran auténticos, y también todos los animales. Por la noche un astrónomo hubiera necesitado un espectroscopio para distinguir las estrellas de las auténticas. Fingal, por supuesto, no era capaz de descubrir ningún fallo. Ni tampoco deseaba hacerlo. Los colores eran extraños, pero eso procedía de las limitaciones de la óptica felina. Los sonidos eran mucho más vívidos, del mismo modo que los olores. Si hubiera pensado el ello, se habría dado cuenta de que la gravedad era demasiado débil para Kenya. Pero no estaba pensando en ello; había acudido allí para evitar todo eso. El tiempo era gloriosamente cálido. La reseca hierba no hacía ningún sonido mientras caminaba sobre ella con patas acolchadas. Olió a antílope, a ñu y a... ¿babuino? Sintió retortijones de hambre, pero realmente no deseaba cazar. Sin embargo, se dio cuenta de que el cuerpo de la leona tomaba la delantera. Fingal se hallaba en extraña posición. Controlaba a la leona, pero sólo relativamente. Podía guiarla hacia donde deseaba ir, pero no tenía nada que decir respecto a sus comportamientos instintivos. Era un peón, del mismo modo que lo era la leona. En cierto sentido, él era la leona; cuando deseaba alzar una pata o dar media vuelta, simplemente lo hacía. El control motor era completo. Era grandioso caminar sobre cuatro patas, y hacerlo tan fácilmente como respirar. Pero el olor del antílope seguía un camino directo desde la nariz al cerebro inferior, conectaba con los retortijones de hambre e iniciaba automáticamente la caza. La guía decía que había que rendirse a ello. Luchar no le haría ningún bien, y podía frustrarle. Si uno pagaba por ser un león, debía leer el capítulo de "Cosas que hay que hacer", a fin de ser realmente un león, y no limitarse a llevar el cuerpo de un león y ver un poco el paisaje. Fingal no estaba seguro de que aquello fuera a gustarle cuando avanzó a favor del viento en dirección al antílope y se agazapó detrás de unos matorrales secos. Se lo preguntó mientras examinaba la docena o así de animales que pastaban apenas a unos pocos metros de él, seleccionando a los más


pequeños, a los débiles y a los jóvenes con ojo predador. Quizás debiera darles la espalda y seguir su camino. Aquellas hermosas criaturas no estaban causándole ningún daño. La parte Fingal de él deseaba admirarlas, no devorarlas. Pero antes de que se diera cuenta siquiera de lo que había ocurrido, estaba erguido triunfante sobre el sangrante cuerpo de un pequeño antílope. Los otros eran apenas rastros polvorientos en la distancia. ¡Había sido increíble! La leona era rápida, pero sus movimientos apenas alcanzaban la cámara lenta con relación a los del antílope. Su única ventaja residía en la sorpresa, la confusión, y el ataque brusco y repentino. Una cabeza se había alzado; algunas orejas habían aleteado hacia los matorrales donde se estaba ocultando, y él había estallado. Diez segundos de furioso esfuerzo y sus dientes se habían clavado en una suave garganta, había sentido el sabor de la sangre brotando a chorro y las agónicas patadas de las patas traseras bajo sus garras. Respiraba pesadamente y la sangre martilleaba en sus venas. Sólo había una forma de liberar la tensión. Echó la cabeza hacia atrás y rugió su sed de sangre.

Al terminar la semana ya estaba harto de leones. Aquella vida no valía la pena por unos pocos minutos de borrachera asesina. Era una vida de interminables persecuciones, incontables fracasos, luego un lamentable debatirse para conseguir unos cuantos bocados de su propia presa. Descubrió muy a su pesar que aquella leona estaba muy abajo en la jerarquía de los de su clase. Cuando trajo su presa a su manada –él no sabía por qué lo había hecho, pero la leona sí parecía saberlo–, le fue robada de inmediato. Él/ella se sentó a un lado, impotente, y observó al dominante macho tomar su parte, seguido por el resto de la manada. Cuatro horas más tarde le dejaron tan sólo unos tristes despojos, y aún éstos tuvo que disputárselos a los buitres y a las hienas. Entonces comprendió el porqué del suplemento. Los machos lo tenían todo más fácil. Pero tuvo que admitir que valía la pena. Se sintió mejor; su psiquiatra había tenido razón. Era bueno abandonar los insaciables ordenadores de su oficina durante una semana para dedicarse a vivir. No había que tomar complicadas decisiones allí fuera. Si tenía alguna duda, escuchaba sus instintos. Sólo que la próxima vez escogería un elefante. Los había estado observando. Todos los demás animales los dejaban tranquilos, y podía ver por qué. Ser un macho solitario, libre de vagar por donde quisiera, con la comida al alcance de su trompa en la rama más cercana... Estaba pensando todavía en aquello cuando el equipo de recogida acudió a por él.


Se despertó con la vaga sensación de que algo estaba mal. Se sentó en la cama y miró a su alrededor. Nada parecía estar fuera de lugar. No había nadie en la habitación con él. Sacudió la cabeza para aclarársela. Aquello no le hizo ningún bien. Seguía habiendo algo que iba mal. Intentó recordar cómo había ido a parar allí, y se rió de sí mismo ¡Su propio dormitorio! ¿Qué había de extraordinario en ello? Pero ¿acaso no había ido de vacaciones, un viaje de fin de semana? Recordó haber sido un león, comer carne cruda de antílope, ser arrastrado con la manada, luchar con las demás hembras y perder, y retirarse para gruñir aparte para sí mismo/a. Naturalmente, debería haber recuperado su consciencia humana en la sección médica del disneylandia. No podía recordarlo. Alargó la mano hacia su teléfono, sin saber a quién deseaba llamar. A su psiquiatra, quizá, o a la oficina de Kenya. –Lo siento, señor Fingal –le dijo el teléfono–. Esta línea no está disponible para llamadas al exterior. Si usted... –¿Por qué no? –preguntó irritado y confuso–. He pagado mi factura. –Eso no corresponde a nuestro departamento, señor Fingal. Y por favor, no interrumpa. Ya es bastante difícil mantener la comunicación con usted. Estoy debilitándome, pero el mensaje proseguirá si mira usted a su derecha. La voz y el fuerte zumbido que la acompañaban se desvanecieron. El teléfono estaba muerto. Fingal miró a su derecha y se sobresaltó. Allí había una mano, una mano de mujer, escribiendo en la pared. La mano desaparecía a la altura de la muñeca. "Mene, mene", escribió, en finas letras de fuego. Luego la mano se agitó irritadamente y borró aquello con el pulgar. La pared quedó como tiznada de hollín allí dónde habían estado las letras. "Está usted proyectando, señor Fingal –escribió la mano, grabando rápidamente las palabras con una manicurada uña–. Esto es lo que usted esperaba ver –la mano subrayó la palabra "esperaba" tres veces–. Por favor, coopere, aclare su mente, y vea lo que está escrito aquí, o no vamos a llegar a ninguna. Maldita sea, ya casi he agotado este soporte." Y realmente lo había agotado. La escritura llenaba toda la pared, y la mano estaba ahora rozando el suelo. La aparición fue escribiendo cada vez más y más pequeño, en un esfuerzo por hacer caber todo el mensaje. Fingal tenía un excelente control de la realidad, según su psiquiatra. Se aferraba fuertemente a esa evaluación como si fuera un talismán mientras se inclinaba hacia la pared para leer la última frase. "Mire en su librería –escribió la mano–. El título es Orientación en su mundo de fantasía.


Fingal sabía que no tenía aquel libro, pero no podía pensar en nada mejor que hacer. Su teléfono no funcionaba, y si estaba sufriendo una crisis psicótica, no creía que fuera prudente salir al corredor público hasta tener alguna idea de lo que estaba ocurriendo. Encontró el libro con bastante facilidad. En realidad era un folleto, con una portada chillona. Se trataba del tipo de cosa que había visto en las oficinas exteriores del disneylandia de Kenya, un folleto publicitario. En la parte interior de la contracubierta decía: "Publicado bajo los auspicios del ordenador de Kenya; A. Joachim, operadora". Lo abrió, y empezó a leer.

CAPÍTULO PRIMERO ¿Dónde estoy?

Probablemente en estos momentos se estará usted preguntando dónde está. Ésa es una reacción enteramente sana y normal, señor Fingal. Cualquiera se preguntaría, enfrentado a lo que parecen ser manifestaciones paranormales, si su control de la realidad se ha visto debilitado. O, en lenguaje sencillo: "¿Estoy loco, o qué?" No, señor Fingal, no está loco. Pero tampoco se halla usted, como probablemente pensará, sentado en su cama, leyendo un libro. Todo está en su mente. Se halla usted todavía en el disneylandia de Kenya. Más específicamente, está contenido en el cubo memoria que tomamos de usted antes de que iniciara su fin de semana en la sabana. Entienda, se ha producido un tremendo error.

CAPÍTULO SEGUNDO ¿Qué ha ocurrido?

Eso es lo que nos gustaría saber, señor Fingal. Pero esto es lo que sabemos ya: su cuerpo fue colocado en un lugar erróneo. No hay por qué preocuparse, estamos haciendo todo lo posible por localizarlo y descubrir cómo pudo ocurrir algo así, pero eso toma un poco de tiempo. Quizá sea un pobre consuelo, pero esto nunca había ocurrido antes en los últimos setenta y cinco años que llevamos operando, y tan pronto descubramos qué es lo que ha ocurrido esta vez, puede estar usted seguro de que tomaremos todas las medidas para que no vuelva a producirse de nuevo. Estamos siguiendo varias pistas a la vez, y


puede estar tranquilo de que su cuerpo le será devuelto intacto tan pronto como lo localicemos. En estos momentos se encuentra usted despierto y consciente porque hemos incorporado su cubo memoria a los bancos de nuestro ordenador H-210, uno de los más sofisticados sistemas de holomemoria disponibles en estos momentos. Entienda, existen algunos problemas.

CAPÍTULO TERCERO ¿Qué problemas?

Es difícil plantearlos en términos que pueda usted entender, pero déjenos intentarlo, ¿de acuerdo? El soporte que utilizamos para grabar sus recuerdos no es el mismo que usted probablemente utilizó como seguro contra una muerte accidental. Como debe de saber, ese sistema almacenará sus recuerdos durante mas de veinte años sin la menor degradación ni perdida de información, y es muy caro. El sistema que utilizamos nosotros es uno temporal, bueno para un periodo de dos, cinco, catorce o veintiocho días, según lo que se prolongue su estancia. Sus recuerdos son colocados en el cubo, donde puede que usted crea que permanecerán estáticos y sin cambios, del mismo modo que lo hacen en su registro del seguro. Si ha pensado así, está equivocado, señor Fingal. Piense en ello. Si usted muere, su banco fabricará inmediatamente un clon del plasma que usted almacenó junto con su cubo memoria. En seis meses, sus recuerdos serán introducidos en el clon y usted despertará, faltándole los recuerdos que su cuerpo fue acumulando a partir del momento de su último registro. Quizás eso ya le ha ocurrido a usted. Si es así, sabrá sin duda del shock de despertar del proceso de registro para oírse decir que han pasado tres o cuatro años, y que en ese tiempo usted ha resultado muerto. En cualquier caso, el proceso que utilizamos nosotros es acumulativo, o de otro modo no tendría ninguna utilidad para usted. El cubo que instalamos en el animal africano elegido por usted es capaz de añadir los recuerdos de su estancia en Kenya al cubo memoria. Cuando su visita ha terminado, esos recuerdos son grabados en su cerebro, y usted abandona el disneylandia con las excitantes, educativas y refrescantes experiencias que ha vivido como animal, aunque su cuerpo nunca haya abandonado nuestra sala de durmientes. Llamamos a este proceso "doppling" del alemán doppelgänger (fantasma, doble). Ahora, vayamos a los problemas de que hemos hablado. Pensó que nunca íbamos a llegar a ellos, ¿verdad? En primer lugar, puesto que usted se registró para una estancia de fin de semana, la médica naturalmente utilizó uno de los cubos de dos días, como establecen nuestras tarifas de excursión. Esos cubos poseen un factor de seguridad, pero no son demasiado estables después del tercer día, en la mejor


de las condiciones. Una vez transcurrido ese tiempo, el cubo puede empezar a deteriorarse. Por supuesto, nosotros esperábamos tenerlo a usted instalado en su cuerpo antes de eso. Además, está el problema del almacenaje. Puesto que esos cubos de memoria acumulativa se supone que están en uso durante todo el tiempo en que sus recuerdos están almacenados en ellos, presentan algunos problemas cuando nos encontramos en la situación en que nos hallamos ahora. ¿Me sigue, señor Fingal? Aunque el cubo ha agotado ya su capacidad de funcionar en coexistencia con un anfitrión vivo, como la leona que usted acaba de abandonar, es preciso mantenerlo en constante actividad o se producirá pérdida de información. Estoy seguro de que usted no deseará que esto ocurra, ¿verdad? Por supuesto que no. Así que lo que hemos hecho ha sido "meterlo" en nuestro ordenador, que lo mantendrá despierto y en buena salud, y protegido contra la dispersión de sus nexos memorísticos. No voy a entrar en detalles al respecto; digamos simplemente que la dispersión no es algo que a usted le gustaría que ocurriera.

CAPÍTULO CUARTO ¿Y qué resulta de todo esto, eh?

Me alegro que haya usted hecho esa pregunta. (Porque usted ha hecho esa pregunta, señor Fingal. Este folleto forma parte del proceso analógico que le explicaré un poco más adelante.) Vivir en un ordenador no significa que usted pueda simplemente saltar dentro y esperar retener la compatibilidad con la imagen del mundo que resulta tan necesaria para un comportamiento equilibrado en esta compleja sociedad. Ha sido probado, así que puede creer en nuestra palabra. O mejor dicho, en mi palabra. ¿Permite que me presente? Soy Apollonia Joachim, Operadora de Primera Clase del ordenador Protegedatos de nuestra sociedad de auxilios informáticos. Es probable que no haya oído hablar nunca de nosotros, aunque trabaje usted en el campo de los ordenadores. Puesto que no puede usted limitarse a permanecer consciente en el desconcertante y fluctuante mundo que pasa por la realidad en un sistema de datos, su mente, en cooperación con un programa analógico que yo he alimentado al ordenador, interpreta las cosas de forma que parezcan seguras y confortables. El mundo que ve usted a su alrededor es una ficción de su imaginación. Por supuesto, le parece real, puesto que procede de la misma parte de la mente que normalmente utiliza usted para interpretar la realidad. Si deseáramos ponernos filosóficos al respecto, probablemente podríamos estar discutiendo todo el día acerca de lo que constituye la realidad, y preguntarnos por qué lo que está percibiendo usted ahora es menos real que lo que está acostumbrado a percibir. Pero no vamos a entrar en ello, ¿de acuerdo? El mundo seguirá funcionando verosímilmente en la misma forma en que está usted acostumbrado a que funcione. Aunque no será exactamente lo mismo. Las pesadillas, por ejemplo. Señor Fingal, espero que no sea usted del tipo


nervioso, porque sus pesadillas pueden cobrar vida allí donde está usted. Le parecerá completamente reales. Deberá usted evitarlas si le es posible, porque pueden dañarle realmente. Le hablaré más detenidamente de ello luego, si lo cree necesario. Por ahora, será mejor que no se preocupe.

CAPÍTULO QUINTO ¿Qué debo hacer ahora?

Le aconsejo que continúe con sus actividades normales. No se alarme ante nada fuera de lo habitual. Por un lado, yo solamente puedo comunicarme con usted por medio de fenómenos paranormales. Entienda, cada vez que un mensaje mío es alimentado al ordenador, llega hasta usted de una forma que su cerebro no es capaz de asimilar. Naturalmente, su cerebro lo clasifica como un acontecimiento no habitual, y encarna la comunicación de la forma más sorprendente. La mayor parte de las cosas extrañas que ve usted, si permanece tranquilo y no permite que sus propios miedos salgan del armario para perseguirle, comprobará que soy yo. Aparte de eso, le anticipo que su mundo parecerá, sonará, olerá y sabrá completamente normal. He hablado con su psiquiatra. Él me asegura que su captación del mundo real es fuerte. Así que manténgase firme. Estamos trabajando intensamente para sacarle de ahí.

CAPÍTULO SEXTO ¡Socorro!

Sí, vamos a ayudarle. Es realmente desafortunado que haya ocurrido esto, y por supuesto vamos a devolverle de inmediato todo su dinero. Además, el abogado de Kenya desea que le pregunte si el depósito de una cantidad importante para responder de futuros perjuicios sería algo digno de discutir con usted. Puede pensar acerca de ello; no hay prisa. En el interín, encontraré formas de responder a sus preguntas. Cuanto más luche su mente por normalizar mis comunicaciones, transformándolas en cosas a las que esté familiarizado, más complicada resultará mi tarea. Ésa es a la vez su mayor fuerza –la habilidad de su mente de transformar el mundo del ordenador, que inconscientemente rechaza, a conceptos que le son familiares– y mi mayor handicap. Búsqueme en las hojas de té, en los carteles, en la holovisión; ¡en todas partes! Puede resultar algo excitante si se dedica con pasión a ello. Mientras tanto, si ha recibido este mensaje, puede responderme llenando el cupón que va unido a él y echándolo en el tubo del correo. Su respuesta estará probablemente esperándole en la oficina. ¡Buena suerte!


––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––– –––– ¡Sí! He recibido su mensaje y estoy interesado en las excitantes oportunidades en el campo de ¡vivir en un ordenador! Por favor, envíeme, sin ningún compromiso ni cargo por mi parte, su excitante catálogo diciéndome cómo puedo avanzar ¡hacia el enorme y maravilloso mundo exterior! Nombre.................................................................................................................. ........ Dirección................................................................................................................ ........ Identificación.......................................................................................................... ........ ––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––––– ––––

Fingal resistió a la tentación de pellizcarse. Si lo que decía el folleto era cierto – y podía creer en ello–, le dolería y no se despertaría. De todos modos, se pellizcó. Le dolió. Si comprendía bien aquello, todo a su alrededor era producto de su imaginación. En algún lugar, había una mujer sentada ante una entrada de computador, hablándole en lenguaje normal, el cual llegaba hasta su cerebro en forma de impulsos electrónicos que él no podía aceptar como tales y que por lo tanto transformaba en símbolos más familiares. Estaba analogizando como un loco. Se preguntó si habría adquirido aquel vicio de su profesor, si las analogías eran contagiosas. –¿Qué demonios hay de malo en una simple voz en el aire? –se preguntó en voz alta. No obtuvo respuesta, y en cierto modo se alegró de ello. Ya había suficientes misterios por ahora. Y pensándolo bien, una voz en el aire probablemente haría que se le cayeran los pantalones de miedo. Decidió que su cerebro tenía que saber lo que estaba ocurriendo. Después de todo, aquella mano le había sorprendido pero no le había asustado. Podía verla, y creía más en su sentido de la vista que en voces en el aire, un signo clásico de locura, si es que alguna vez había habido alguno. Se levantó y se dirigió a la pared. Las letras de fuego habían desaparecido, pero el tizne de lo borrado seguía todavía allí. Lo olisqueó: carbón. Palpó el ordinario papel del folleto, rompió un trozo de una esquina, se lo llevó a la boca y lo masticó. Sabía a papel. Se sentó y llenó el cupón, y lo echó en el tubo de correo.


Fingal no se irritó acerca de todo aquello hasta que se encontró en su oficina. Era una persona tranquila, a la que le costaba montar en cólera. Pero finalmente alcanzó el punto en el que tenía que decir algo. Todo había sido tan normal que sintió deseos de echarse a reír. Todos sus amigos y conocidos estaban allí, haciendo exactamente lo que había esperado que estuvieran haciendo. Lo que le sorprendió y le dejó perplejo fue el número y variedad de segundones, de personajes secundarios que intervenían en su comedia interior. Los extras que su mente había elaborado llenaban los pasillos, como aquel hombre al que no conocía y que lo había empujado en el tubo yendo al trabajo, se había disculpado y había desaparecido, presumiblemente a las profundidades de su imaginación. No había nada que pudiera hacer para expresar públicamente su irritación excepto comprobar toda aquella absurda situación. Una duda barrenaba su mente: quizá todo lo ocurrido aquella mañana no fuera más que una fuga, un deslizamiento temporal al país de los sueños. Quizá nunca había ido a Kenya, después de todo, y su mente le estaba gastando bromas. ¿Para llevarle hasta allí, o para mantenerle aparte? No lo sabía, pero tendría tiempo de ocuparse de ello si la prueba le fallaba. Se puso en pie ante su terminal, que estaba en la tercera columna de la decimoquinta hilera de otros terminales idénticos, cada uno de los cuales provisto de su diligente operador. Alzó las manos y silbó. Todo el mundo alzó la vista. –No creo en vosotros –chilló. Tomó un montón de cintas de su terminal y las arrojó a Felicia Nahum, que se hallaba en la terminal más inmediata a la suya. Felicia era una buena amiga suya, y mostró la actitud adecuada cuando las cintas la golpearon. Luego se fundió. Fingal miró a su alrededor en la habitación, y vio que todo se había inmovilizado, como cuando uno para una película. Se sentó y recorrió con los dedos el teclado de su terminal. El corazón le latía fuertemente, y tenía el rostro enrojecido. Por un horrible momento tuvo la impresión de que estaba equivocado. Empezó a tranquilizarse, alzando la vista cada pocos segundos para asegurarse de que el mundo se había detenido realmente. Al cabo de tres minutos estaba cubierto de un sudor frío. ¿Qué demonios había probado? ¿Que esa mañana había sido real, o que estaba realmente loco? Comprendió que nunca sería capaz de verificar los postulados bajo los cuales vivía. Una línea impresa parpadeó en la pantalla de su terminal. –Pero ¿cómo ha podido hacer eso, señor Fingal? –¿Señorita Joachim? –gritó, mirando a su alrededor–. ¿Dónde está usted? Tengo miedo.


–No debe tenerlo –imprimió la terminal–. Tranquilícese. Posee usted un fuerte sentido de la realidad, ¿recuerda? Piense en esto: incluso antes de hoy, ¿cómo podía estar seguro de que el mundo que veía no era el resultado de ilusiones catatónicas? ¿Entiende lo que quiero decir? La pregunta "¿Qué es la realidad?" es, en último término, una pregunta sin respuesta. Todos debemos aceptar hasta cierto punto lo que vemos y lo que se nos dice, y vivir con un conjunto de suposiciones incomprobadas e incomprobables. Le pido que acepte usted el escenario que le ofrecí esta mañana porque, sentada aquí en la sala del ordenador donde usted no puede verme, mi imagen del mundo me dice que es el auténtico escenario. Por otra parte, usted puede creer que estoy creándome ilusiones a mí misma, que no hay nada en el cubo rosado que estoy viendo y que usted es un elemento más en mi sueño. ¿Le hace esto sentirse más cómodo? –No –murmuró, avergonzado de sí mismo–. Entiendo lo que quiere decir. Aunque yo esté loco, me sentiré más cómodo si sigo la corriente que si intento resistirme. –Perfecto, señor Fingal. Si necesita usted más ilustraciones, puede imaginarse a sí mismo aprisionado por una camisa de fuerza. Quizás haya en este preciso momento algunos técnicos trabajando para rectificar su condición, y estén haciéndole pasar por este psicodrama como primer paso para ello. ¿Le resulta eso más atractivo? –No, creo que no. –El asunto es que se trata de una suposición tan razonable como el conjunto de hechos que le he brindado esta mañana. Pero lo más importante es que debe usted comportarse del mismo modo, sea cual sea la verdad. ¿Comprende? Luchar contra ello en un caso sólo le traerá problemas, y en el otro impedirá su tratamiento. Me doy cuenta de que le estoy pidiendo que acepte sin más mi palabra. Y eso es todo lo que puedo darle. –La creo –dijo Fingal–. Ahora, ¿puede usted empezar de nuevo desde el principio? –Ya le he dicho que no tengo control sobre su mundo. De hecho, resulta un obstáculo considerable para mí el tener que hablar con usted por estos medios tan sorprendentes. Pero las cosas se arreglarán por sí solas tan pronto como usted les deje hacerlo. Mire a su alrededor. Lo hizo, y vio y oyó la actividad normal de la oficina. Felicia estaba allí en el escritorio, como si nada hubiera ocurrido. No había ocurrido nada. Sí, algo había ocurrido, después de todo. Las cintas estaban esparcidas por el suelo cerca de su escritorio, allí donde habían caído. Se habían desenrollado y estaban enredadas. Fue a recogerlas, y entonces se dio cuenta de que no estaban tan enredadas como había pensado. Deletreó un mensaje en la forma en que estaban mezcladas. –Va usted por buen camino –decía el mensaje.


Durante tres semanas, Fingal se comportó como un buen chico. Sus compañeros de trabajo, si hubieran sido gente real, tal vez hubieran observado una cierta reserva en él, y su vida social en su hogar se había visto drásticamente recortada. Por lo demás, se comportaba exactamente como si todo el mundo a su alrededor fuera real. Pero su paciencia tenía límites. Había sido tensada durante mucho más tiempo del que había esperado. Empezó a inquietarse ante su terminal, a dejar vagar su mente. Alimentar información a un ordenador podía ser frustrante, ingrato y, en pocas palabras, embrutecedor. Era lo que había estado sintiendo ya antes de su viaje a Kenya; había sido la causa de su viaje a Kenya. Tenía sesenta y ocho años, con siglos por delante, y estaba enjaezado a una rutina ferromagnética. Una larga vida puede ser una bendición relativa cuando uno siente el aburrimiento reptar en su interior. Lo que más le abrumaba era el creciente desagrado que sentía ante su trabajo. Ya era bastante malo cuando se limitaba a sentarse en una auténtica oficina con dos centenares de auténticas personas, arrojando irreales datos a las fauces de un ordenador aún más irreal para sus sentidos. Pero ahora era mucho peor, puesto que sabía que los datos que introducía en él no tenían el menor significado para nadie excepto para él mismo, no eran sino una terapia ocupacional creada por su mente y por un programa de ordenador para mantenerlo ocupado mientras Apollonia Joachim buscaba su cuerpo. Por primera vez en su vida empezó a pulsar algunos botones por sí mismo. Bajo un estrés algo más ligero hubiera acudido a toda prisa a ver a su psiquiatra, la solución aprobada y perfectamente normal que cualquiera hubiera elegido. Aquí, sabía que el resultado no sería sino una charla consigo mismo. No conseguía ver las ventajas de un procedimiento psicoanalítico tan idealizado; por otra parte, nunca había creído realmente que un psiquiatra hiciera algo más que escuchar. Su propia vida empezó a cambiar cuando comenzó a irritarse con su jefa. Ésta le señaló que su coeficiente de errores estaba aumentando, y le sugirió que se enmendara o que empezara a buscar algún otro empleo. Aquello lo encolerizó. Había sido un buen trabajador durante veinticinco años. ¿Por qué tenía ella que adoptar esa actitud cuando él estaba atravesando una mala racha de una o dos semanas? Luego se encolerizó aún más cuando pensó que su jefa era tan sólo una proyección de su propia mente. ¿Por qué debía permitir que le tratara de aquel modo? –No deseo oír nada de eso –dijo–. Déjeme solo. Mejor aún, auménteme el sueldo. –Fingal –dijo ella rápidamente–, estas últimas semanas ha sido usted un orgullo para nuestra sección. Voy a concederle un aumento. –Gracias. Ahora márchese.


Ella lo hizo, disolviéndose en el tenue aire. Aquello le hizo sentir que aquel era realmente su gran día. Se reclinó en su asiento y pensó en su situación por primera vez desde que era joven. No le gustó lo que pensó. En mitad de sus meditaciones, la pantalla de su ordenador se iluminó de nuevo. –Cuidado, Fingal –leyó–. Ese camino conduce a la catatonia. Tomó en serio la advertencia, aunque no pretendía abusar de su recién descubierto poder. No veía por qué un uso juicioso de él de tanto en cuanto podía hacer daño a nadie. Se estiró y bostezó enormemente. Miró a su alrededor, odiando de pronto la oficina, con sus hileras de trabajadores, indistinguibles de sus terminales. ¿Por qué no tomarse el día libre? Cediendo a un repentino impulso, se levantó y caminó los pocos pasos que le separaban de la terminal de Felicia. –¿Por qué no vamos a mi casa y hacemos el amor? –le preguntó. Ella le miró sorprendida, y él sonrió. La joven estaba casi tan desconcertada como cuando él le había arrojado las cintas. –¿Es una broma? ¿En mitad del día? Tienes un trabajo que hacer, ya sabes. ¿Deseas que nos echen a los dos? Él meneó lentamente la cabeza. –Ésa no es una respuesta aceptable. Ella se detuvo, y rebobinó desde aquel punto. Él la oyó repetir sus últimas frases al revés, luego sonrió. –Seguro, ¿por qué no? –dijo. Luego, Felicia se fue del mismo modo ligeramente desconcertante en que su jefa se había ido antes, fundiéndose en el aire. Fingal se quedó sentado inmóvil en su cama, preguntándose qué hacer consigo mismo. Tenía la impresión de que iniciaba un mal camino si pretendía construir él mismo su propio mundo. Su teléfono sonó. –Tiene usted todo la razón –dijo una voz de mujer, obviamente irritada con él. Se sentó envarado. –¿Apollonia? –La señorita Joachim para usted, Fingal. No puedo hablar mucho rato; esto representa un tremendo esfuerzo para mí. Pero escúcheme, y escúcheme bien. Su ombligo es muy profundo, Fingal. Desde el lugar en que está usted ahora, es un pozo cuyo fondo ni siquiera puedo ver. Si cae dentro de él, no puedo garantizarle que pueda sacarle luego.


–Pero ¿tengo que tomarlo todo tal como es? ¿No se me permite hacer mejoras? –No bromee. Eso no eran mejoras, sino pura pereza. No era otra cosa que masturbación, y aunque no hay ningún mal en ello, si lo hace con exclusión de todo lo demás, su mente se encerrará en sí misma. Está usted en grave peligro de excluir al Universo externo de su realidad. –Pero yo creía que no había Universo externo para mí aquí donde estoy. –Casi cierto. Sin embargo, estoy alimentándole con estímulos externos a fin de mantenerlo en actividad. Además, es la actitud lo que cuenta. Usted nunca ha tenido problemas en encontrar compañía sexual; ¿por qué se siente impulsado ahora a alterar las condiciones? –No lo sé –admitió–. Como usted ha dicho, pereza, supongo. –Exacto. Mire, si desea abandonar su trabajo, es usted libre de hacerlo. Si piensa en serio acerca de mejoras, hay oportunidades disponibles para usted aquí. Búsquelas. Mire a su alrededor, explore. Pero no intente mezclarse en cosas que no comprende. Ahora tengo que irme. Le escribiré una carta si puedo, y me explicaré un poco más. –¡Espere! ¿Qué hay de mi cuerpo? ¿Han hecho algún progreso? –Sí, han descubierto cómo ocurrió. Parece que... Su voz se desvaneció, y él colgó el teléfono. Al día siguiente recibió una carta explicando lo que se sabía hasta entonces. Al parecer, todo el lío había sido resultado de la visita del maestro a la sección de medicánica el día de su registro. Más específicamente, se debía al regreso del muchachito después de que los otros se hubieran ido. Ahora estaban seguros de que había trasteado con la tarjeta de ruta que decía a los ayudantes lo que había que hacer con el cuerpo de Fingal. En vez de trasladarlo a la sala de durmientes, que correspondía a la tarjeta verde, lo habían enviado a algún lugar –nadie sabía todavía adónde– para un cambio de sexo, lo cual correspondía a la tarjeta azul. La médica, en su prisa por irse a casa para su cita, no se había dado cuenta del cambio. Ahora el cuerpo podía estar en cualquiera de los varios cientos de consultas médicas en la Luna. Estaban buscándolo, y también al muchachito. Fingal dejó a un lado la carta y pensó intensamente. La señorita Joachim había dicho que había oportunidades para él en los bancos de memoria. Había dicho también que no todo lo que veía eran sus propias proyecciones. Estaba recibiendo, era capaz de recibir, estímulos externos. ¿Por qué era eso? ¿Porque sin ellos tendría tendencia a moverse al azar, o por alguna otra razón? Deseó que la carta hubiera sido más explícita en ese punto. Mientras tanto, ¿qué hacer?


Repentinamente lo supo. Deseaba aprender acerca de ordenadores. Deseaba saber qué los hacía funcionar, experimentar una sensación de poder sobre ellos. Y esa sensación se acentuaba cuando pensaba que virtualmente era un prisionero dentro de uno de ellos. Era como un trabajador en una línea de montaje. Todo el día realizando el mismo trabajo, tomando pequeñas piezas de una cinta rodante e instalándolas en un montaje más grande. Un día, al trabajador se le ocurre preguntarse quién coloca las piezas en la cinta rodante. ¿De dónde proceden? ¿Cómo son hechas? ¿Qué ocurre después de que él las ha instalado? Se preguntó por qué no había pensado en ello antes. La oficina de admisiones en el Instituto Técnico de la Luna estaba atestada. Le tendieron un formulario y le dijeron que lo llenara. Parecía deprimente. Los espacios para "experiencia anterior" y "grados de aptitud" estaban casi en blanco cuando hubo terminado con ellos. En su conjunto, el resultado no parecía muy prometedor. Regresó al escritorio y tendió el formulario al hombre sentado tras la terminal. El hombre metió los datos del formulario en el ordenador, el cual rápidamente decidió que Fingal no poseía talento para ser un reparador de ordenadores. Empezaba a darse la vuelta cuando sus ojos repararon en un gran cartel situado detrás del hombre. Estaba allí en la pared cuando había llegado, pero no lo había leído.

LA LUNA NECESITA TÉCNICOS EN ORDENADORES. ESO SIGNIFICA ¡QUE LE NECESITA A USTED, SEÑOR FINGAL

¿Está usted insatisfecho con su actual empleo? ¿Tiene la impresión de que se merece algo mejor? Entonces hoy puede ser su día de suerte. Ha venido usted al lugar correcto, y si atrapa esta oportunidad de oro verá que se le abren puertas que hasta ahora habían estado cerradas para usted. Actúe, señor Fingal. Ésta es la ocasión. ¿Quién es capaz de juzgar sobre usted? Simplemente, tome este bolígrafo y llene la solicitud, rellenando tan sólo las casillas que usted desee. ¡Sea grande, sea osado! La suerte está echada, y se halla usted camino de GRANDES BENEFICIOS!

El secretario no dijo nada fuera de lo normal cuando Fingal regresó al escritorio una segunda vez, y ni siquiera parpadeó cuando el ordenador decidió que era elegible para el curso acelerado.


Al principio no fue fácil. En realidad tenía pocas aptitudes para la electrónica, pero la aptitud es algo caprichoso. Su personalidad matriz era tan flexible ahora como lo sería en cualquier otro momento de su vida. Un pequeño esfuerzo en el instante adecuado representaría un gran paso hacia su perfeccionamiento. No dejaba de decirse a sí mismo que todo aquello que era y que hacía de él lo que era estaba grabado en aquel pequeño tubo conectado al ordenador, y que si era cuidadoso podía mejorarlo. No radicalmente, le dijo la señorita Joachim en una larga y útil carta a finales de la semana. Aquello conduciría a una completa disrupción de la matriz AFFN y a la catatonia, que en ese caso sería distinguible de la muerte tan sólo por el filo de un cabello. Pensó mucho en la muerte mientras ahondaba en los libros. Se hallaba en una extraña posición. El ser conocido como Fingal no moriría en ninguna de las posibles salidas de aquella aventura. Por una parte, su cuerpo se hallaba camino de un cambio sexual, y era difícil imaginar que lo que pudiera ocurrirle fuera susceptible de matarlo. Quienquiera que lo tuviera en custodia ahora cuidaría de él tan bien como podrían hacerlo los médicos de la sala de durmientes. Si Apollonia no tenía éxito en su intento de mantenerlo consciente y cuerdo en el banco de memoria, simplemente despertaría sin recordar nada del tiempo que había permanecido dormido sobre la mesa. Si, por alguna improbable concatenación de circunstancias, su cuerpo era dejado morir, tenía un registro de su póliza de seguros a salvo en la caja fuerte de su banco. El registro tenía tres años de antigüedad. Despertaría en el cuerpo clónico recién desarrollado sin saber nada de lo ocurrido en los últimos tres años, y tendría una fantástica historia que oír cuando le pusieran al día. Pero nada de aquello le importaba. Los humanos son una especie ligada al tiempo, y que existen en un eterno ahora. El futuro fluye a través de ellos y se convierte en el pasado, pero es siempre el presente el que cuenta. El Fingal de hace tres años no era el Fingal en el banco de memoria. De hecho, la inmortalidad por medio del registro de recuerdos era una pobre solución. La encrucijada tridimensional que era el Fingal de ahora se comportaría siempre como si su vida dependiera de sus actos, porque sentiría el dolor de la muerte si le ocurría a él. Era un pequeño consuelo para un hombre moribundo saber que volvería a ponerse en pie, algunos años más joven y menos sabio. Si Fingal se perdía ahí afuera, moriría, puesto que con el registro de la memoria era tres personas: la que vivía ahora, la perdida en algún lugar de la Luna, y la persona potencial en la caja fuerte del banco. En realidad no eran sino parientes próximos. Todo el mundo sabía eso, pero era tan infinitamente mejor que la otra alternativa que poca gente lo rechazaba. Intentaban no pensar en ello, y generalmente lo conseguían. Se hacían grabar nuevos registros tan a menudo como podían permitírselo. Lanzaban un suspiro de alivio cuando se tendían sobre la mesa para hacerse grabar otro registro, sabiendo que otro trozo de sus vidas estaba seguro para siempre. Pero aguardaban nerviosos el despertar, temiendo que les dijeran que habían transcurrido veinte años porque habían muerto en algún momento después de la grabación y había habido que empezar todo de nuevo. Podían ocurrir muchas cosas en veinte años. La


persona en el nuevo cuerpo clónico podía tener que enfrentarse a un hijo que no había visto nunca, a un nuevo cónyuge o a la terrible noticia de que su empleo estaba ahora a cargo de una máquina. De modo que Fingal se tomó en serio las advertencias de la señorita Joachim. La muerte era la muerte, y aunque uno podía burlarla, la muerte aún seguía siendo la que reía la última. En vez de arrancarte de golpe toda tu vida, la muerte exigía ahora tan sólo un pequeño porcentaje, pero bajo muchos aspectos era el porcentaje más importante. Se inscribió en varios cursos. Siempre que le fue posible, tomó aquellos que estaban disponibles telefónicamente, de modo que no necesitara salir de su habitación. Encargaba la comida y los artículos de primera necesidad por teléfono, y pagaba las facturas simplemente mirándolas y deseando que dejaran de existir. Aquello hubiera podido ser intensamente aburrido o locamente interesante. Después de todo era un mundo de sueños, ¿y quién no piensa en retirarse a la fantasía de tanto en tanto? Fingal lo pensaba realmente, pero reprimió con firmeza la idea cuando le llegó. Pretendía salirse de aquel sueño. Por un lado, echaba de menos la compañía de otra gente. Aguardaba las cartas semanales de Apollonia (ella le había permitido que le llamara por su nombre de pila) con una extenuante pasión, y devoraba cada una de sus palabras. Su archivo de estas cartas crecía. En los momentos en que se sentía más solo tomaba una de estas cartas al azar y la leía una y otra vez. Siguiendo el consejo de ella, abandonaba regularmente el apartamento y vagaba por los alrededores más o menos al azar. Durante esas salidas le sucedían alocadas aventuras. Literalmente. Apollonia lo bombardeaba con estímulos exteriores durante esas ocasiones, y podían ser cualquier cosa, desde La maldición de la momia hasta Murieron con las botas puestas con su reparto original. Él no se cansaba de las películas. Simplemente echaba a andar por los corredores públicos y abría una puerta al azar. Detrás podían estar las minas del rey Salomón o el harén del sultán. Lo aceptaba todo estoicamente. Era incapaz de obtener ningún placer con el sexo. Sabía que era un ejercicio de una sola mano, y aquello hacía desaparecer toda excitación. Su único placer brotaba de los estudios. Leía todo lo que caía en sus manos sobre la ciencia de los ordenadores, y conseguía situarse el primero de su clase. Y a medida que iba aprendiendo, se le ocurrió aplicar sus conocimientos a su propia situación. Empezó a ver cosas a su alrededor que hasta entonces le habían aparecido veladas. Empezaba a distinguir atisbos de la realidad a través de sus ilusiones. Cada vez más a menudo, alzaba la vista y veía la débil sombra del mundo real de flujos electrónicos y de oscilantes circuitos donde vivía. Aquello lo asustó al principio. Le preguntó a Apollonia al respecto en uno de sus ilusorios recorridos, esta vez a Coney Island a mediados del siglo XX. Le gustaba aquel lugar. Podía tenderse en la arena y hablarle a las olas. Sobre su cabeza, un avión escribía con humo las respuestas a sus preguntas. Ignoró concienzudamente al brontosaurio que alborotaba con estrépito a su derecha.


–¿Qué significa, oh Diosa de la Transistoria, cuando empiezo a ver diagramas de circuitos en las paredes de mi apartamento? ¿Exceso de trabajo? –Significa que la ilusión está debilitándose progresivamente –deletreó el avión durante la siguiente media hora–. Se está adaptando usted a la realidad que hasta ahora ha estado negando. Eso puede representar problemas, pero estamos a punto de encontrar el rastro de su cuerpo. Pronto lo encontraremos y podremos sacarle de ahí. Todo aquello fue demasiado para el avión. El sol se había puesto ya, el brontosaurio era el vencedor, y al avión se le había agotado el combustible. Picó en espirales hacia el océano, y las multitudes se agolparon cerca del agua para presenciar el rescate. Fingal se levantó y se dirigió al paseo de tablas de madera que seguía la línea de la playa. Allí había un enorme cartel publicitario. Entrelazó los dedos a la espalda y leyó. –Lamento el retraso. Como estaba diciendo, casi lo hemos conseguido. Concédanos algunos meses más. Uno de nuestros agentes cree que localizará la consulta médica en cuestión en el término de una semana. A partir de ahí todo irá rápidamente. Por el momento, evite esos lugares en donde puede ver los circuitos. Eso no es bueno para usted, crea en mi palabra. Fingal evitó los circuitos durante tanto tiempo como le fue posible. Terminó sus primeros cursos en la ciencia de los ordenadores y se inscribió en la sección intermedia. Transcurrieron seis meses. Sus estudios se hacían cada vez más fáciles. Su velocidad de lectura iba incrementándose de forma fantástica. Descubrió que era más ventajoso para él acudir a una biblioteca compuesta por volúmenes que por cintas. Podía tomar un volumen de la estantería, hojearlo rápidamente, y aprender todo lo que había en él. Ahora sabía lo suficiente como para comprender que estaba adquiriendo la habilidad de conectar directamente con el conocimiento almacenado en el ordenador, pasando por encima de sus sentidos. Los libros que tenía en sus manos eran simplemente los análogos sensitivos del teclado de la terminal. Apollonia se mostraba nerviosa acerca de ello, pero le permitía continuar. Pasó rápidamente por el grado intermedio y se inscribió en las clases superiores. Pero estaba rodeado de cables. Estaban por todas lados hacia donde mirara, en las venillas que salpicaban el rostro de un hombre, en el plato de patatas fritas que encargaba para almorzar, en las huellas de sus propias palmas, sobreimpresos sobre el aparente desorden de unos cabellos rubios revueltos a su lado sobre la almohada. Los cables eran analogías de analogías. Había poco cableado en los modernos ordenadores. En su mayor parte estaban constituidos por circuitos moleculares que o bien estaban encajados en una red cristalina, o bien estaban reproducidos fotográficamente en una pequeña lámina de silicona. Visualmente, eran difíciles de imaginar, de modo que era su mente la que creaba esos complejos diagramas de circuitos que servían para la misma finalidad, pero que él podía experimentar de forma directa.


Un día ya no pudo resistir más. Estaba en el cuarto de baño, en el lugar tradicional para ponderar lo imponderable. Su mente vagaba, especulando acerca de la necesidad de evacuar el contenido de sus entrañas, preguntándose si valía la pena eliminar la necesidad de eliminar. El dedo gordo de su pie estaba siguiendo ociosamente el esquema de un circuito impreso incorporado al embaldosado suelo. Los sanitarios empezaron a desbordarse, no de agua sino de monedas. En algún lugar resonaban alegremente timbres. Saltó en pie y contempló alucinado cómo su cuarto de baño se llenaba de dinero. Fue consciente de una sutil alteración en el tono de los timbres. Cambiaron del alegre campanilleo de una máquina tragaperras a un tañido funerario. Miró apresuradamente a su alrededor en busca de una manifestación. Sabía que Apollonia debía de estar furiosa. Lo estaba. Su mano apareció y empezó a escribir en la pared. Esta vez estaba escribiendo con la sangre de él. Goteaba amenazadoramente de todas las palabras. –¿Qué está haciendo? –escribió la mano, y una vez escrito eso siguió adelante–. Le dije que dejara tranquilos esos cables. Es probable que haya borrado todos los asientos contables de Kenya. Puede que pasen meses antes de que podamos volver a ponerlos en orden. –Bueno, ¿y a mí qué me importa? –estalló–. ¿Qué han hecho ellos por mí ultimamente? Es Increíble que a estas alturas no hayan localizado mi cuerpo. Ha pasado ya todo un año. La mano se crispó en un puño. Luego lo aferró por la garganta y apretó fuertemente hasta que sus ojos se desorbitaron. Después se relajó lentamente. Cuando Fingal pudo ver de nuevo con claridad, retrocedió con circunspección. La mano se agitó nerviosamente, tabaleó sus dedos en el suelo. Luego volvió a la pared. –Lo siento –escribió–. Supongo que estoy muy cansada. Espere un momento. Aguardó, más agitado de lo que nunca recordara desde que empezara su odisea. "No hay nada como una dosis de dolor –reflexionó–, para que te des cuenta de lo que puede ocurrirte." La pared con las letras de sangre se disolvió lentamente en un panorama celestial. Mientras observaba, las nubes pasaron por delante de su punto de observación para fundirse maravillosamente con los dorados rayos del Sol. Oyó una música de órgano procedente de tubos del tamaño de secoyas. Sintió deseos de aplaudir. Era tan excesivo, y sin embargo tan convincente... En el centro de la torbellineante masa de blanca bruma apareció un ángel. Iba provisto de alas y de un halo, pero le faltaba la tradicional ropa blanca. Iba desnudo, mejor dicho, desnuda, puesto que su sexo era femenino, y el cabello flotaba a su alrededor como si se hallara debajo del agua.


El ángel levitó hasta él, caminando sobre las torbellineantes nubes, y le tendió dos tablillas de piedra. Fingal apartó sus ojos de la aparición y miró las tablillas.

No trastearás con cosas que no comprendas.

–De acuerdo, prometo no hacerlo –le dijo al ángel–. Apollonia. ¿es usted? Quiero decir, ¿es realmente usted? –Lea los mandamientos, Fingal. Esto me resulta tremendamente difícil. Volvió a mirar las tablillas.

No interferirás en los sistemas hardware de la Corporación de Kenya, puesto que Kenya no indemnizará a quien se tome libertades con las cosas que son propiedad suya. No explorarás los límites de tu prisión. Confía en la Corporación de Kenya para salir de ella. No alterarás ningún programa. No te preocuparás acerca de la localización de tu cuerpo, porque ya ha sido encontrado, la ayuda está en camino, la caballería ha llegado, todo está bajo mano. Encontrarás a una persona conocida, alta y bien parecida, que te guiará para hacerte salir de esta terrible situación. Permanecerás abierto a nuevas instrucciones.

Alzó la vista y le alegró comprobar que el ángel seguía allí. –Obedeceré, lo prometo. Pero ¿dónde está mi cuerpo, y por qué ha costado tanto encontrarlo? ¿Puede...? –Sepa que aparecer ante usted en estas encarnaciones es terriblemente agotador, señor Fingal. Estoy sufriendo tensiones cuya naturaleza no tengo tiempo de revelarle. Ensille su caballo, aguarde, y muy pronto verá la luz al otro lado del túnel. –Espere, no se vaya. Ella empezaba ya a disolverse. –No puedo demorarme.


–Pero... Apollonia, todo esto es encantador, pero ¿por qué tiene que aparecérseme usted siempre de esa forma tan absurda? ¿Por qué toda esta parafernalia? ¿Qué hay de malo en las cartas? Ella miró a su alrededor a las nubes, los rayos del Sol, las tablillas en las manos de Fingal, y el cuerpo del hombre, como si lo viera todo por primera vez. Echó la cabeza hacia atrás y rió como una orquesta sinfónica. Era algo casi demasiado hermoso como para que Fingal pudiera soportarlo. –¿Yo? –dijo ella, despojándose de sus atributos angélicos–. ¿Yo? Yo no elijo las visiones, Fingal. Se lo dije, es su cabeza, yo simplemente paso a través de ella –enarcó las cejas–. Y realmente, señor, no tenía la menor idea de que albergara usted esos sentimientos hacia mí. ¿Se trata de un amor de adolescencia? Y desapareció, excepto su sonrisa. La sonrisa le atormentó durante días enteros. Se sintió disgustado consigo mismo al respecto. Odiaba ver que una metáfora como aquella le abrumaba. Llegó a la conclusión de que su mente era una analogizadora más bien inepta. Pero todo tenía su finalidad. La sonrisa le obligó a contemplar sus propios sentimientos. Estaba enamorado, desesperadamente, ridículamente, como un quinceañero. Sacó todas las viejas cartas de ella y las leyó de nuevo, buscando las palabras mágicas que podían haberle infligido aquello. Porque todo aquello era estúpido. Él nunca la había conocido excepto bajo circunstancias figurativas. La única vez que la había visto, la mayor parte de lo que vio era producto de su propia mente. No había ningún indicio en las cartas. La mayor parte de ellas eran tan impersonales como un libro de texto, aunque tendían a ser más bien prolijas. Amistosas, sí; pero ¿íntimas, poéticas, intuitivas, reveladoras? No. Era absolutamente imposible descubrir en ellas algo que pudiera calificarse como amor, ni siquiera como pasión quinceañera. Se dedicó a sus estudios con renovado vigor, aguardando la siguiente comunicación. Transcurrieron las semanas sin una palabra siquiera. Llamó a la oficina de correos varias veces, puso anuncios personales en todos los periódicos en que pudo pensar, escribió mensajes en las paredes de los edificios públicos, metió notas en las botellas y las arrojó a la basura, alquiló vallas publicitarias, compró tiempo de publicidad en televisión. Le gritó a las vacías paredes de su apartamento, paró a la gente que se cruzaba con él por la calle, golpeó utilizando el código Morse todas las cañerías, hizo circular rumores por las tabernas, hizo imprimir y difundir folletos por todo el sistema solar. Intentó todos los medios en que pudo pensar, y no consiguió contactar con ella. Estaba solo. Consideró la posibilidad de que estuviera muerto. En su actual situación, era difícil decirlo con seguridad. Lo abandonó como algo imposible de verificar. Todo aquello ya era lo bastante incierto como para intentar adivinar de qué lado de la dicotomía vida/muerte estaba viviendo. Además, cuanto más pensaba en el hecho de existir sólo como impulsos electrónicos en un conjunto de


macromoléculas en el interior de un sistema de datos, más asustado se sentía. Había sobrevivido durante tanto tiempo gracias a que había evitado tales pensamientos. Las pesadillas se apoderaron de él, se alojaron permanentemente en su apartamento. Constituyeron una fuerte decepción, y confirmaron su conclusión de que su imaginación no era tan vívida como debiera. Estaban constituidas por el infantil hombre del saco, el tipo de apariciones que podían asustarle cuando se le aparecían vagamente entre las brumas pesadillescas, pero que resultaban casi risibles cuando se exponían a la plena luz de la consciencia. Había una enorme y charlatana serpiente burdamente bosquejada, creada sobre la base del dibujo que un niño haría de una serpiente. Una compañía constructora de juguetes habría hecho un trabajo mejor. Había un hombre lobo que el único temor que causaba a Fingal era la posibilidad de llenarle toda la alfombra de pelos. Había una mujer que consistía básicamente en pechos y genitales, residuo de su adolescencia, sospechaba. Gruñía embarazado cada vez que la veía. Puede que en otros tiempos se hubiera visto dominado por tales infantilismos, pero habría preferido que sus huellas hubieran quedado enterradas para siempre. Los pateaba constantemente al corredor, pero se deslizaban dentro de su apartamento por las noches como unos parientes pobres. Hablaban incesantemente, y siempre acerca de él. ¡Las cosas que sabían! Parecían tener una opinión muy baja de él. La serpiente expresaba a menudo la opinión de que Fingal nunca llegaría a ningún sitio debido a que había aceptado con demasiada docilidad los resultados de los test de aptitud que le habían hecho cuando niño. Eso dolía, pero el mejor remedio contra ello era estudiar con mayor concentración. Finalmente llegó una carta. Hizo una mueca tan pronto como la abrió. El inicio bastaba para saber que no iba a gustarle.

Querido señor Fingal: Esta vez no voy a disculparme por mi retraso. Parece que la mayor parte de mis manifestaciones han incluido una disculpa, y creo que esta vez me merezco un descanso. No puedo estar siempre a la escucha. Tengo también mi propia vida. Tengo entendido que se ha comportado usted de forma ejemplar desde la última vez que hablé con usted. Ignoró usted el funcionamiento interno del ordenador, exactamente como yo le dije. No he sido totalmente franca con usted, y le explicaré mis razones. La relación entre usted y el ordenador es, y siempre lo ha sido, de doble sentido. Nuestro mayor temor en este lado ha sido que empezara a interferir con los trabajos del ordenador, lo cual habría causado grandes problemas a todo el mundo. O que se volviera loco furioso, y que en uno de sus ataques destruyera todo el sistema de datos. Lo instalamos a usted en el ordenador como una necesidad humana, porque habría muerto si no lo hubiéramos


hecho, aunque eso hubiera representado para usted únicamente la pérdida de dos días de recuerdos. Sin embargo, uno de los negocios de Kenya es vender recuerdos, y los recuerdos de sus clientes son sagrados para ellos. Fue un error de la Corporación de Kenya lo que lo trajo aquí, así que decidimos que teníamos que hacer todo lo posible por usted. Pero nuestras operaciones de este lado corrían un gran riesgo debido a su presencia. En una ocasión, hace seis meses, se enredó usted en el sector de control de clima del ordenador, y desencadenó una tormenta sobre el Kilimanjaro que todavía no ha podido ser controlada totalmente. Perdimos varios animales. He tenido que enfrentarme con el Consejo Directivo para mantenerlo a usted ahí, y varias veces el programa estuvo a punto de ser interrumpido. Ya sabe usted lo que eso significa. Ahora me he sincerado con usted. Deseaba hacerlo desde el principio, pero a la gente que dirige las cosas por aquí les preocupaba el que usted pudiera empezar a hacer tonterías movido por un espíritu vindicativo si conocía todos los hechos, así que decidieron no decírselo. Puede usted hacer todavía mucho daño antes de que podamos sacarlo de ahí. Ahora tengo a los directores mordiéndose las uñas por encima de mi hombro mientras le transmito esto. Por favor, no cause problemas. Pasemos a otro punto. Desde un principio tuve miedo de que lo que ha ocurrido llegara a ocurrir. Durante más de un año he sido su único contacto con el mundo exterior. He sido la única otra persona en su Universo. Hubiera tenido que ser una persona extremadamente fría, odiosa, horrible –lo cual no soy– para que no se sintiera atraído hacia mí bajo tales circunstancias. Está sufriendo una intensa privación sensorial, y es bien conocido que cualquiera en tal estado se vuelve sugestionable, maleable, y solitario. Ha volcado sus sentimientos hacia mí como la única persona a la que podía aferrarse. He intentado evitar cualquier tipo de intimidad con usted por esa razón, para mantener las cosas en un estricto plano de impersonalidad. Pero cedí durante uno de sus periodos de desesperación. Y usted leyó en mis cartas algunas cosas que no estaban en ellas. Recuerde, incluso a través de un medio impreso es su mente la que controla lo que ve. Su censor ha dejado pasar lo que desea ver, y quizá incluso ha añadido algunas cosas por sí mismo. Estoy a su merced. Es probable que usted haya estado leyendo esas cartas como una apasionada afirmación de amor. He utilizado todos los refuerzos posibles que conozco para asegurarme de que este mensaje le llegaba a través de un canal prioritario y no resultaba deformado. Yo no, repito, no le correspondo. Usted comprenderá por qué, al menos en parte, cuando consigamos sacarle de ahí. Nunca resultaría, señor Fingal. Renuncie a ello. Apollonia Joachim


Fingal se graduó el primero de su clase. Terminó los estudios requeridos para obtener el título durante la larga semana que siguió a la carta de Apollonia. Fue una amarga victoria para él, pero se aferró furiosamente a ella mientras subía al estrado para recibir el título. Al menos había sacado el mayor provecho de su situación, al menos no se había limitado a dejar que las ruedas de la máquina lo trituraran como a cualquier buen empleado. Adelantó el brazo para estrechar la mano del rector de la universidad y vio que esa mano se transformaba. Alzó la vista, y observó que la barbuda silueta envuelta en su ropaje universitario oscilaba y se convertía en una mujer alta, uniformada. Con un acceso de alegría, supo quién era. Luego la alegría se convirtió en cenizas en su boca, y las escupió rápidamente. –Siempre supe que se ahogaría usted con una forma de expresión –dijo ella, riendo tensamente. –Así que está usted aquí –dijo él. No podía creerlo. La miró torpemente, sujetando su mano y el diploma con idéntica tenacidad. Era alta, como había dicho la profecía, y hermosa. Su cabello corto coronaba un rostro competente, y el cuerpo bajo el uniforme era musculoso. El uniforme estaba abierto en el escote, y arrugado. Tenía ojeras, y sus ojos estaban enrojecidos. Vaciló ligeramente sobre sus pies. –Estoy aquí, sí. ¿Está usted dispuesto a volver? –se volvió hacia los estudiantes reunidos–. ¿Qué pensáis, muchachos? ¿Creéis que merece volver? Parecieron volverse locos, aplaudiendo y gritando vivas y lanzando capirotes al aire. Fingal se volvió aturdidamente para mirarles, empezando a darse cuenta de algo. Bajó la vista hacia el diploma. –No sé –dijo–. No sé. ¿De vuelta a trabajar a la sala de datos? Ella le dio una palmada en la espalda. –No, se lo prometo. –Pero ¿cómo puede ser diferente? He llegado a pensar en este trozo de papel como en algo... real. ¡Real! ¿Cómo puedo haberme engañado de esa manera? ¿Por qué lo he aceptado? –Yo le estuve ayudando todo el tiempo –dijo ella–. Pero no todo era un juego. Realmente aprendió usted todas las cosas que aprendió. No desaparecerán cuando regrese. Eso que tiene usted en la mano es imaginario, por supuesto, pero ¿quién cree que imprime los auténticos diplomas? Se haya usted registrado allí donde importa, en el ordenador, como habiendo superado los cursos. Obtendrá un auténtico diploma cuando regrese. Fingal vaciló. Había una tentadora visión en su cabeza. Llevaba allí más de un año, y en realidad no había explotado la naturaleza del lugar. Quizá ese asunto de morir en el banco de memoria fuera todo él una estupidez, otra mentira inventada para mantenerle a él en su sitio. En ese caso, podía quedarse allí y satisfacer sus más locos deseos, convertirse en el rey del Universo sin ninguna


oposición, nadar en placeres que ningún emperador hubiera imaginado nunca. Cualquier cosa que deseara podría conseguirla allí, absolutamente cualquier cosa. Y de hecho tenía la impresión de que podía ganar la partida. Había observado muchas cosas acerca de aquel lugar, y ahora poseía el conocimiento de la tecnología del ordenador para ayudarle. Podía deslizarse por allí dentro y evitar los intentos de ellos de borrarle, incluso sobrevivir si retiraban su cubo programándose a sí mismo en otras partes del ordenador. Podía hacerlo. Con una súbita inspiración, se dio cuenta entonces de que no sentía el deseo suficiente para quedarse allí dentro, en su ombligo. En realidad, tan solo sentía un deseo importante, y ella estaba desvaneciéndose lentamente. Se disolvía, y estaba siendo reemplazada de nuevo por el viejo rector. –¿Viene? –preguntó ella. –Sí. Era tan sencillo como eso. La tribuna, el rector, los estudiantes y la sala desaparecieron, y surgió la sala del ordenador en Kenya. Sólo Apollonia seguía constante, él mantuvo sujeta su mano hasta que todo se estabilizó. –Uf –dijo ella, y se llevó una mano a la nuca. Extrajo un cable de la conexión en la parte de atrás de su cabeza y se derrumbó en una silla. Alghuien extrajo un cable similar de la nuca de Fingal, y finalmente se halló libre del ordenador. Apollonia tendió una mano hacia una humeante taza de café sobre la mesa repleta de tazas vacías. –Ha sido usted difícil –dijo–. Por un momento pensé que iba a quedarse. Ya sucedió una vez. No es usted el primero al que le pasa esto, pero no será más allá del vigésimo. Este es un campo inexplorado, peligroso. –¿De veras? –dijo él–. ¿No se estará usted burlando? Ella se echó a reír. –No. Ahora puedo decirle la verdad. Es peligroso. Nadie ha sobrevivido nunca más de tres horas en ese tipo de cubo, conectado a un ordenador. Usted ha resistido seis. Tiene usted una fuerte imagen del mundo. Ella le había estado observando para ver cómo reaccionaba a aquello. No se sorprendió al ver que lo aceptaba fácilmente. –Hubiera tenido que saberlo –dijo él–. Hubiera debido pensar en ello. Fueron sólo seis horas aquí fuera, y más de un año para mí. Los ordenadores piensan rápido. ¿Por qué no me di cuenta de ello? –Yo ayudé a que no lo viera –admitió ella–. Como la forma en que lo incité a para que no se preguntara acerca del porqué estaba estudiando tan


intensamente. Esas dos órdenes trabajaron mucho mejor que algunas de las otras órdenes que le di. Bostezó de nuevo, un bostezo que pareció eterno. –Mire, fue bastante duro para mí mantener el contacto con usted durante seis horas ininterrumpidas. Nadie lo había hecho antes; puede ser terriblemente agotador. Así que ambos hemos conseguido algo de lo que podemos estar orgullosos. Le sonrió, pero su sonrisa se borró cuando él no se la devolvió. –No adopte esa expresión tan dolida, Fingal. ¿Cuál es su nombre de pila? Lo sabia, pero lo borré en los primeros momentos. –¿Importa? –No lo sé. Seguro que tiene usted que comprender por qué no me he enamorado de usted, aunque sea usted una persona a la que una puede perfectamente querer. No he tenido tiempo. Han sido seis horas muy largas, pero pese a todo han sido sólo seis horas. ¿Qué puedo hacer por usted? El rostro de Fingal estaba atravesando una serie de cambios a medida que asimilaba todo aquello. Las cosas no estaban tan mal, después de todo. –Podría venir a cenar conmigo –dijo. –Ya estoy ligada sentimentalmente a otra persona, tengo que advertírselo. –Pero puede venir a cenar igualmente conmigo. No se ha dado cuenta de mi nueva determinación. En realidad, soy otra persona. Ella se echó a reír cálidamente y se levantó. Tomó la mano de Fingal. –¿Sabe?, es posible que incluso tenga usted éxito. Eso sí, no vuelva a ponerme alas, ¿de acuerdo? Nunca va a conseguir nada de ese modo. –Se lo prometo. Ya he tenido bastante de visiones... para el resto de mi vida.

Edición digital de LOLO Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)


REGIONES APARTADAS William Gibson *** Cuando Hiro activó el látigo, yo soñaba con París, soñaba con calles infernales, oscuras, mojadas. El dolor me subió oscilando desde la base del cráneo, me estalló detrás de los Ojos en una pared de neón azul; salté gritando de la hamaca de red. Siempre grito; de eso nunca me olvido. La retroalimentación me chillaba en el cráneo. El látigo de dolor es un circuito auxiliar del osteófono implantado, conectado directamente a los centros de dolor; lo necesario para atravesar la niebla barbitúrico de un relevo. Mi vida tardó algunos segundos en cobrar forma, mientras unos icebergs de biografía aparecían entre la niebla: quién era, dónde estaba, qué hacía allí, quién me despertaba. La voz de Hiro me entró crepitando en la cabeza a través del osteoconductor. -Maldita sea, Toby. ¿Sabes lo que me haces en los oídos con esos gritos? -¿Sabes cuánto me preocupan tus oídos, doctor Nagashima? Me preocupan tanto como... -No hay tiempo para letanías de amor, muchacho. Tenemos trabajo. A ver ¿qué son esas ondas puntiagudas de cincuenta milivoltios que te salen del temporal? ¿Estás mezclando algo con los calmantes para dar un poco de color a la cosa? -Tu electroencefalograma no sale bien, Hiro. Estás loco. Sólo quiero dormir... - Me derrumbé en la hamaca y traté de echarme la oscuridad encima, pero la voz de Hiro seguía allí. - Lo siento, hermano, pero hoy trabajas. Ha vuelto una nave, hace una hora. Los de la esclusa de aire están allí ahora mismo, aserrando el motor de reacción para que la nave quepa por la puerta. -¿Quién es? - Leni Hofmannstahl, Toby, fisico-química, ciudadana de la República Federal de Alemania. -Esperó a que yo dejara de gruñir.- Es un disparo de carne confirmado. Qué agradable terminología de rutina hemos desarrollado aquí. Se refería a una nave que había regresado con telemetría médica activada, y en la que había un (1) cuerpo, caliente, estado psicológico todavía desconocido. Cerré los ojos y me columpié en la oscuridad. - Parece que tú eres el relevo, Toby. El perfil de ella sincroniza con el de Taylor, pero Taylor está de permiso. Yo sabía todo acerca del «permiso» de Taylor. Estaba en las cajas agrícolas, atiborrado de amitriptilina, haciendo ejercicios aeróbicos para compensar el último ataque de depresión. Uno de los riesgos laborales de ser un relevo. Taylor y yo no nos llevamos bien. Es curioso, pero suele pasar cuando el perfil psicosexual del tipo es demasiado parecido al de uno. - Ey, Toby, ¿de dónde sacas toda esa droga? -La pregunta era ya ritual.- ¿Te la da Charmian?


-Me la da tu mamá, Hiro. - Él sabe que es Charmian tan bien como yo. - Gracias, Toby. Como no estés en el ascensor del Cielo en cinco minutos mandaré al personal de enfermería ruso para que venga a ayudarte. Al personal masculino. Seguí columpiándome en la hamaca y me entretuve con el juego llamado El Lugar de Toby Halpert en el Universo. No es que sea egotista: pongo el sol en el centro, la uminaria, la esfera del día. A su alrededor pongo en movimiento pulcros planetas, nuestro acogedor sistema natal. Pero justo aquí, en un punto fijo situado a casi un octavo de la distancia que nos separa de la órbita de Marte, cuelgo un grueso cilindro de aleación, como un modelo a un cuarto de escala del Tsiolkovsky 1, el Paraíso de los Trabajadores en L-5. El Tsiolkovsky 1 está emplazado en el punto de liberación entre la gravedad de la Tierra y la de la Luna, pero necesitamos también una vela lumínica que nos mantenga aquí, veinte toneladas de aluminio en forma de hexágono, diez kilómetros de lado a lado. Esa vela nos remolcó fuera de la órbita terrestre, y ahora es nuestra ancla. La usamos para maniobrar contra la corriente de fotones, para mantenernos aquí junto a la cosa -el punto, la singularidad- que llamamosla Autopista. Los franceses lo llaman le metro, el tren subterráneo, y los rusos lo llaman el río, pero subterráneo no entraña la distancia, y río, para los americanos, no entraña la misma soledad. Llamémoslo las Coordenadas de la Anomalía Tovyevski, si no os molesta meter a Olga en esto. Olga Tovyevski, Nuestra Señora de las Singularidades, Santa Patrona de la Autopista. Hiro no confiaba en que me levantara solo. justo antes de que entraran los enfermeros rusos encendió las luces de mi cubículo por control remoto, y las dejó titilar y tartamudear unos segundos antes de que iluminaran como una mirada hostil y persistente las imágenes de Santa Olga que Charmian había pegado en el mamparo. Docenas de fotos, la cara repetida en papel de periódico, en brillante papel de revista ilustrada. Nuestra Señora de la Autopista. La teniente coronel Olga Tovyevski, la mujer más joven de su rango en el esfuerzo espacial soviético, estaba en ruta hacia Marte, sola, en un Alyut modificado. Las modificaciones le permitían llevar el prototipo de un nuevo limpiador de aire que iba a ser sometido a pruebas en el laboratorio orbital marciano donde la URSS había destacado a cuatro hombres. Con la misma facilidad podrían haber manejado el Alyut a distancia, desde Tsiolkovsky, pero Olga quería acumular tiempo en misiones. Se aseguraron de mantenerla ocupada: le asignaron una serie de experimentos de rutina con señales de radio por banda de hidrógeno, la parte más anodina de un intercambio científico soviético-australiano de baja prioridad. Olga sabía que su papel en los experimentos podría haber sido desempeñado por un cronómetro doméstico estándar. Pero ella era una funcionaria eficiente; pulsaba los botones exactamente en los intervalos correctos. Con el pelo castaño peinado hacia atrás y recogido en una red, debía de tener el aspecto de un idealizado camafeo del Pravda que representase el Trabajador del Espacio; fácilmente la cosmonauta más fotogénica de ambos géneros. Verificó una vez más el cronómetro de la Alyut y puso la mano sobre los botones que dispararían la primera señal. La coronel Tovyevski no podía saber que se acercaba al punto del espacio que más tarde se conocería como la Autopista.


Mientras ella pulsaba la secuencia de seis botones, el Alyut recorrió esos kilómetros finales y emitió la señal, una descarga sostenida de energía radial a 1420 megahertz, la frecuencia de transmisión del átomo de hidrógeno. El radiotelescopio de Tsiolkovsky hacía el seguimiento, y retransmitía la señal a los satélites de comunicación eosincrónicos que a su vez la hacían llegar a estaciones al sur de los Urales y en Nueva Gales del Sur. Durante 3,8 segundos la radio imagen del Alyut fue oscurecida por una postimagen de la señal.Cuando la postimagen se disolvió en las pantallas de los monitores terrestres, el Alyut había desaparecido. En los Urales, un técnico georgiano de mediana edad rompió con los dientes la cánula de su pipa de espuma de mar favorita. En Nueva Gales del Sur, un joven físico se puso a golpear el costado del monitor como un enfurecido finalista de flíper protestando un TILT. El ascensor que me esperaba para llevarme al Cielo podía ser la mejor toma de Hollywood de una caja para momias Bauhaus: un sarcófago angosto, vertical, con una tapa acrílica transparente. Tras ella, hileras de consolas idénticas se alejaban como en una ilustración de libro de texto sobre la perspectiva. La acostumbrada multitud de técnicos con sus trajes de payaso de papel amarillo se arremolinaba alrededor con determinación. Vi a Hiro en mono de dril azul, con la camisa de vaquero de botones nacarados abierta sobre una desteñida camiseta de la UCLA. Absorto en el torrente de cifras que bajaba por la pantalla de un monitor, no advirtió mi presencia. Nadie lo hizo. De modo que me quedé allí mirando el techo, y el fondo del piso del Cielo. No parecía gran cosa. Nuestro gordo cilindro está compuesto en realidad por dos cilindros, uno dentro del otro. Aquí abajo, en el de afuera - hacemos nuestro propio «abajo » mediante rotación axial- están los aspectos más mundanos de nuestra operación: dormitorios, cafeterías, la plataforma de la esclusa de aire, por donde hacemos entrar las naves que regresan, la sala de comunicaciones ... y los pabellones, a los que me cuido de no ir nunca. El Cielo, el cilindro interior, el improbable corazón verde de este lugar, es el perfecto sueño Disney del regreso al hogar, el famélico oído de una economía global hambrienta de información. Un flujo constante de información bruta sale en pulsaciones hacia la Tierra, una inundación de rumores, susurros, indicios de tráfico transgaláctico. Solía acostarme en la hamaca, rígidamente, a sentir la presión de todos esos datos, a sentir como serpenteaban entre las líneas que imaginaba detrás del mamparo, líneas como tendones, apretados y abultados, a punto de reventar, a punto de aplastarme. Entonces Charmian vino a vivir conmigo, y cuando le conté lo del miedo, hizo unas cuantas brujerías contra él y colocó sus iconos de santa Olga. Y la presión retrocedió, disminuyó. -Te voy a conectar un traductor, Toby. Quizá necesites alemán esta mañana. - La voz me sonó como arena en el cráneo, una seca modulación de estática.- Hillary. - En línea, doctor Nagashima - dijo una voz BBC, límpida como cristal de hielo-. Tienes francés, ¿verdad, Toby? Hofmannstahl tiene francés e inglés. -A mí no me toques el pelo, Hillary. Habla cuando se te hable, ¿entendido? -El silencio de ella se transformó en una capa más del intrincado, continuo chisporroteo de estática. Hiro me disparó una mirada indecente a través de dos docenas de consolas. Sonreí.


Estaba empezando a suceder: el regocijo, la ráfaga de adrenalina. Lo sentía entre las últimas volutas del barbitúrico. Un muchacho de cara rubia, suave, de surfista, me ayudaba a entrar en el mono. Olía; era nuevo-envejecido, cuidadosamente maltratado, empapado en sudor sintético y feromonas de fábrica. Las dos mangas estaban tiborradas, desde la muñeca hasta el hombro, de parches bordados; casi todos eran logotipos de empresas, patrocinadores de una imaginaria expedición a la Autopista, con el logo del patrocinador principal cosido de hombro a hombro: la empresa que supuestamente había enviado a HALPERT, TOBY a su cita con las estrellas. Por lo menos mi nombre era verdadero, bordado en mayúsculas de náilon escarlata justo encima del corazón.El surfista tenía esa clase de rasgos atractivos estándar que yo asocio con los jóvenes de la CIA, pero su cinta identificadora decía NEVSKY, y se repetía en cirílico. KGB, entonces. No era un tsiolnik, no tenía ese estilo de articulaciones flojas que confieren veinte años en el hábitat L-5. El chico era puro Moscú, un educado marcador de procedimientos que probablemente supiera ocho maneras de matar con un periódico enrollado. Comenzamos entonces el ritual de drogas y bolsillos; me metió una microjeringa, cargada con uno de los nuevos uforialucinógenos, en el bolsillo de la muñeca izquierda, dio un paso atrás, y marcó el dato en su lista. La silueta impresa de un relevo en traje de trabajo que llevaba en su bloc especial parecía una diana de tiro al blanco. Sacó una ampolla de cinco gramos de opio de la caja que llevaba sujeta a la cintura por una cadena y encontró el bolsillo adecuado. Marca. Catorce bolsillos. La cocaína fue lo último. Hiro se acercó justo cuando el ruso estaba terminando. -Tal vez tenga algunos datos fuertes, Toby; ella es físico química, recuerda. - Era extraño oírlo acústicamente, no por vibraciones óseas del implante. -Allí arriba todo es fuerte, Hiro. -¿Me lo dices a mí? - También él lo sentía, ese zumbido especial. Daba la impresión de que no podíamos mirarnos directamente a los ojos. Antes de que la torpeza fuese en aumento, dio media vuelta y dirigió un gesto de aprobación a uno de los payasos amarillos. Dos de ellos me ayudaron a entrar en el ataúd Bauhaus y retrocedieron cuando la tapa bajó silbando como el visor del escudo de un gigante. Comencé mi ascenso al Cielo, donde sería recibido por una desconocida llamada Leni Hofmannstahl. Un viaje corto, pero que parece durar toda la vida. Olga, que fue nuestra primera autostopista, la primera en sacar el pulgar por la longitud de onda del hidrógeno, tardó dos años en llegar a casa - En Tyuratam, en Kazakhstan, una mañana gris de invierno, registraron su regreso en dieciocho centímetros de cinta magnética. Si un religioso -con conocimientos de tecnología cinematográfica-- hubiese estado observando el punto en el espacio donde el Alyut había desaparecido dos años antes, podría haber pensado que Dios había empalmado una cinta de tomas de espacio vacío con tomas de la nave de Olga. Olga reapareció de pronto en nuestro espacio-tiempo como en un atroz efecto especial de aficionado. Una semana más tarde y tal vez no la habrían alcanzado a tiempo; la Tierra habría seguido su rumbo y la habría dejado a


la deriva hacia el sol. Cincuenta y tres horas después de su regreso, un nervioso voluntario llamado Kurtz, vistiendo un traje blindado, entró por la escotilla del Alyut. Era un alemán del este, especialista en medicina espacial, y su vicio secreto eran los cigarrillos americanos; se moría por uno mientras manipulaba la esclusa de aire, pasaba junto a una masa rectangular de esencia de limpiador de aire y encendía la luz del casco haciendo presión con el mentón. El Alyut, incluso pasados dos años, parecía estar lleno de aire respirable. A la luz de los haces gemelos que le salían del enorme casco, vio diminutos globos de sangre y vómito que giraban lentamente, formando remolinos, mientras metía el abultado traje por el pasadizo y entraba en el módulo de mando. Entonces la encontró. Flotaba por encima del tablero de indicadores de navegación, desnuda, aovillada en un rígido nudo fetal. Tenía los ojos abiertos, pero clavados en algo que Kurtz nunca Regaría a ver. Los puños ensangrentados estaban apretados como piedra, y el pelo castaño, suelto ahora, le flotaba alrededor de la cara como unas algas marinas. Muy despacio, con mucho cuidado, Kurtz pasó por encima de las blancas teclas de la consola de mandos y sujetó su traje al tablero de indicadores. Parecía evidente que Olga había intentado tocar el equipo de comunicaciones de la nave con las manos desnudas. Desactivó la garra derecha del traje de trabajo, que se desplegó automáticamente, como dos pares de tenazas que fingiesen ser una flor. Estiró la mano, aún encerrada en un guante quirúrgico presurizado. Luego, con la mayor suavidad posible, abrió los dedos de la mano izquierda de Olga. Nada. Pero al abrirle el puño derecho, algo salió cayendo y girando lentamente, a pocos centímetros de la placa facial de Kurtz. Parecía un caracol de mar. Olga regresó a casa, pero nunca regresó a la vida detrás de aquellos ojos azules. Intentaron reanimarla, por supuesto, pero cuanto más lo intentaban más tenue se volvía, y queriendo saber más, la diseminaron una y otra vez hasta que llegó, e-1 su martirio, a llenar bibliotecas enteras con helados corredores de valiosísimas reliquias. Ningún santo había sido tan cortado; sólo en los laboratorios de Plesetsk, Olga estaba representada por más de dos millones de fragmentos de tejido, archivados y numerados en el subsótano de un complejo de estudios biológicos a prueba de bombas. Tuvieron más suerte con la caracola. La exobiología se encontró de golpe pisando una tierra estrernecedorarnente firme: un gramo y siete décimas de información biológica de alta organización, definitivamente extraterrestre. La caracola de Olga generó toda una subrama de la ciencia, dedicada exclusivamente al estudio de.. la caracola de Olga. Los primeros descubrimientos acerca de la caracola aclararon dos cosas: no era producto de ninguna biosfera terrestre conocida, y como no había otras biosferas conocidas en el sistema solar, procedía sin duda de otra estrella. Olga tenía que haber visitado ese lugar, o había entrado en contacto, por lejos que estuviese, con algo que era, o había sido alguna vez, capaz de hacer el viaje. Enviaron a un tal mayor Grosz a las Coordenadas Tovyevskí en un Alyut especialmente equipado. Detrás de él salió otra nave. Terminaba de emitir la última de las veinte señales de hidrógeno cuando la nave se esfumó. Grabaron la desaparición y esperaron. Regresó doscientos treinta y cuatro días más tarde. Mientras tanto, habían sondeado la zona constantemente, buscando con desesperación cualquier cosa que pudiese explicar la anomalía específica, el fenómeno irritante en torno al cual se pudiese


esbozar una teoría. No había nada: sólo la nave de Grosz, dando tumbos fuera de control. Grosz se suicidó antes de que pudieran Regar a rescatarlo, la segunda víctima de la Autopista. Después de remolcar el Alyut de regreso a Tsiolkovsky, descubrieron que el sofisticado equipo de grabación no había grabado nada. Todos los componentes estaban en perfecto estado de funcionamiento; ninguno de ellos había funcionado. Grosz fue congelado instantáneamente y puesto a bordo de la primera nave que salió hacia Plesetsk, donde las palas mecánicas ya excavaban un nuevo subsótano. Tres años después, a la mañana siguiente de haber perdido al séptimo cosmonauta, sonó un teléfono en Moscú. Era el director de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos de Norteamérica. Estaba autorizado, dijo, a hacer una oferta: bajo ciertas condiciones muy específicas, la Unión Soviética podría contar con los mejores cerebros de la psiquiatría occidental. La Agencia consideraba, prosiguió, que actualmente dicha ayuda podría ser muy bien recibida. Su dominio del ruso era excelente. La estática del osteófono era una tormenta de arena subliminal. El ascensor se deslizó subiendo por su estrecho conducto a través de la planta del Cielo. Fui contando luces azules a intervalos de dos metros. Después de la quinta luz, oscuridad y suspensión. Escondido en la hueca consola de mandos de la falsa nave de la Autopista, esperé en el ascensor como el secreto que se oculta detrás de un cuento infantil de misterio en un falso estante de libros. La nave era una pieza de utilería, como la cabaña bávara pegada a los Alpes de yeso de algunos parques de diversiones: un toque simpático, pero no del todo necesario. Si los que regresan nos aceptan, nos toman por lo que somos; nuestras noticias de primera plana y nuestros accesorios teatrales no parecen importar demasiado. -Todo está libre - dijo Hiro-. No queda nadie por ahí. -Me masajeé reflexivamente la cicatriz que tengo detrás de la oreja izquierda, donde me implantaron el osteófono. El costado de la falsa consola se abrió y dejó entrar la luz gris del amanecer del Cielo. El interior del bote de imitación resultaba familiar y a la vez extraño. Corno tu propio apartamento cuando hace una semana que no lo ves. Una de las nuevas enredaderas brasileñas había atravesado la ventanilla izquierda; ése parecía ser el último cambio escénico desde mi última subida. Hubo grandes discusiones por esas enredaderas en las reuniones de biotectura: los ecólogos americanos chillaban anunciando posibles deficiencias de hidrógeno. Los rusos se han mostrado muy susceptibles en el tema del biodiseño desde que tuvieron que pedir americanos prestados para que los ayudaran con el programa biótico en Tsiolkovsky 1. Tenían un feo problema con la descomposición, que les arruinaba el trigo hidropónico; tanta ingeniería soviética supersofisticada y no podían establecer un ecosistema funcional. De nada sirve que aquella debacle inicial nos haya abierto el camino para poder estar ahora aquí con ellos. Eso los fastidia; entonces insisten con lo de las enredaderas brasileñas, lo que sea, cualquier cosa que les sirva de pretexto para discutir. Pero a mí esas enredaderas me gustan: las hojas tienen forma de corazón, y si se las frota entre las manos, huelen a canela. Desde la portilla miré cómo aclaraba a medida que la luz solar reflejada entraba en el Cielo. El Cielo se rige por la hora de Greenwich; en alguna parte había enormes espejos Mylar girando en un vacío brillante, sincronizados para reflejar un amanecer de


Greenwich. Los trinos de pájaros grabados empezaron a oírse en los árboles. Los pájaros lo pasan muy mal en ausencia de auténtica gravedad. No podemos tener pájaros verdaderos, porque se vuelven locos tratando de arreglárselas con la fuerza centrífuga. La primera vez que lo ves, el Cielo hace honor a su nombre: exuberante, fresco y luminoso, la hierba larga, salpicada de flores silvestres. Es mejor si no sabes que la mayoría de los árboles son artificiales, o que para mantener ciertas cosas como el equilibrio óptimo entre las algas verdiazules y las algas diatomeas del estanque, hace falta una constante atención. Charmian dice que espera ver a Bambi salir de entre los árboles haciendo cabriolas, y Hiro sostiene que sabe exactamente cuántos ingenieros de la Disney fueron obligados a jurar que mantendrían el secreto, bajo el Acta de Seguridad Nacional. -Estamos recibiendo fragmentos de Hofmannstahl - dijo Hiro. Casi podía estar hablando para sí mismo; la gestalt entrenador-relevo surtía efecto, y no tardaríamos en dejar de sentir la presencia del otro. El nivel de adrenalina comenzaba a disminuir -. Nada muy coherente. «Schöne Maschine», algo así... «Hermosa máquina»... Hillary dice que parece muy tranquila, pero aturdida. -No me expliques nada. No quiero esperar nada concreto, ¿de acuerdo? Entremos directamente. - Abrí la escotilla y aspiré una bocanada de aire del Cielo; fue como un trago de vino blanco frío. - ¿Dónde está Charmian? Hiro suspiró, una suave ráfaga de estática. - Charmian debería estar en el Claro Cinco ocupándose de un chileno que Regó hace tres días, pero no está, porque se enteró de que vendrías. Te espera junto al estanque de las carpas. Zorra testaruda. gregó.Charmian arrojaba guijarros a la orgullosa carpa china. Llevaba un ramillete de flores blancas detrás de una oreja, un marchito Marlboro detrás de la otra. Tenía los pies descalzos y embarrados, y se había cortado las piernas del mono por la mitad del muslo. Llevaba el pelo negro recogido en una cola de caballo. Nos habíamos conocido en una fiesta en uno de los talleres de soldadura; voces ebrias resonaban en el cuenco de la esfera metálica, vodka artesanal en gravedad cero. Había uno que tenía una bolsa de agua para suavizar el trago, y sacó un buen puñado y lanzó diestramente una bola rodante y movediza de tensión superficial. Las viejas bromas acerca de pasar el agua. Pero yo soy un torpe en gravedad cero. La atravesé con la mano cuando pasó cerca. Me sacudí del pelo mil bolitas plateadas, aturdido, tropezando; y la mujer que estaba a mi lado se reía y daba lentos saltos mortales, muchacha larga, delgada, de pelo negro. Llevaba uno de esos holgados pantalones de cordón que los turistas se llevan de Tsiolkovsky, y una desteñida camiseta de la NASA tres tallas más grande de lo necesario. Un minuto después me hablaba de vuelos en ala-delta con los adolescentes tsiolniki, y de lo orgullosos que estaban de la floja marihuana que cultivaban en una de las cestas de maíz. No me había dado cuenta de que ella era otro relevo hasta que Hiro entró a decirnos que la fiesta había terminado. Se fue a vivir conmigo una semana más tarde. -Espera un minuto, ¿de acuerdo? -Hiro hizo chirriar los dientes, un sonido horrible.Uno, one. -Y se fue, saliendo totalmente fuera del circuito; tal vez ni siquiera escuchaba. -¿Cómo van las cosas en el Claro Cinco?


Me puse en cuclillas junto a ella y busqué también algunos guijarros. -No muy divertidas. Tuve que alejarme de él por un rato; le inyecté hipnóticos. Mi intérprete me dijo que subías. -Tiene ese acento de Texas que hace que ice suene como ass. -Creí que hablabas español. El tipo es chileno, ¿verdad? - Arrojé uno de mis guijarros al estanque. - Yo hablo mejicano. Los buitres de la cultura dijeron que no le gustaría mi acento. Qué bueno. Y no puedo seguirlo cuando habla rápido. - Uno de sus guijarros siguió el mío y abrió aros en la superficie mientras se hundía.- Es decir, constantemente - agregó. Una carpa se acercó para ver si el guijarro era comestible-. De ésta no sale. -Charmian no me miraba. Su tono de voz era perfectamente neutro.- No hay duda de que de ésta el pequeño Jorge no sale. Escogí el guijarro más plano y traté de hacerlo rebotar hasta el otro lado del estanque, pero se hundió. Cuanto menos supiera de Jorge el chileno, mejor sería. Sabía que era uno de los vivos, parte de ese diez por ciento. Nuestro índice de muertos al llegar es de un veinte por ciento. Suicidio. Un setenta por ciento son candidatos inmediatos a los pabellones: los casos de regresión, los que llegan balbuceando. Charmian y yo somos los relevos de ese diez por ciento. Si los primeros que regresaron hubiesen traído sólo caracoles de mar, dudo que ahora el Cielo estuviese aquí. El Cielo fue construido después de que un francés regresó con un aro de acero de doce centímetros de diámetro, codificado magnéticamente y cerrado en torno a la mano fría, negra parodia del niño afortunado que gana una vuelta gratis en el tiovivo. Puede que nunca descubramos dónde o cómo lo encontró, pero aquel aro fue la piedra de Rosetta para el cáncer. De modo que ahora le ha llegado a la especie humana la hora del culto de cargo. Aquí afuera podemos recoger cosas con las que no tropezaríamos ni en mil años de investigación en la Tierra. Charmian dice que somos como esos pobres imbéciles de las islas, que se pasan toda la vida construyendo pistas de aterrizaje para que regresen los grandes pájaros de plata. Charmian dice que el contacto con civilizaciones «superiores» es algo que no se le desea ni al peor enemigo. -¿Te has preguntado alguna vez cómo se montó toda esta estafa, Toby> -Charmian miraba entornando los ojos a la luz solar, hacia el este, donde se extendía nuestro país cilíndrico, verde y sin horizonte.Seguro que reunieron a todos los pesos pesados, a la élite de la psiquiatría, y los sentaron alrededor de una larga mesa de auténtica imitación de palo de rosa, típico asunto del Pentágono. Cada uno recibió un cuaderno de apuntes en blanco y un lápiz nuevo, especialmente afilado para la ocasión. Allí estaban todos: freudianos, junguianos, adlerianos, los hombres rata de Skinner, todo lo que se te ocurra. Y todos y cada uno de aquellos desgraciados sabían de sobra que era hora de hacer el mejor papel. No sólo como representantes de una facción determinada sino como profesionales. Allí están, la encarnación de la psiquiatría occidental. ¡Y no pasa nada! La gente sale de repente muerta de la Autopista, y si no, regresa babeando, cantando canciones de cuna. Los vivos duran alrededor de tres días, no dicen una palabra y después se pegan un tiro o entran en estado catatónico. -Sacó una pequeña linterna del cinturón y rompió con naturalidad la cáscara de plástico para extraer el reflector


parabólico.- El Kremlin chilla. La CIA se vuelve loca. Y lo peor de todo, las multinacionales que quieren patrocinar el show están perdiendo entusiasmo. «¿Astronautas muertos? ¿No hay información? No hay trato, amigos.» Se están poniendo nerviosos, todos esos superpsiquiatras, hasta que algún listo, quién sabe, uno de esos lunáticos sonrientes de Berkeley aparece y dice- y aquí el acento de Charmain se cargó de paródica suavidad-: «Eh, ¿por qué no llevamos a esta gente a un sitio agradable, y la llenamos de buena droga y le damos a alguien con quien pueda relacionarse ¿eh? -Charmain se rió, sacudió la cabeza. Usaba el reflector para encender el cigarrillo, concentrando la luz solar. No nos dan cerillas: el fuego destruye el oxígeno, el equilibrio del dióxido de carbono. Del candente punto focal brotó un diminuto rizo de humo gris. -Está bien -dijo Hiro-, ya pasó vuestro minuto. -Consulté mi reloj: habían sido casi tres minutos. -Buena suerte, cariño -dijo Charmian en voz baja, fingiendo estar absorta en el cigarrillo -. Que te vaya bien. La promesa de dolor. Está ahí cada vez. Sabes qué va a pasar, pero no sabes cuándo, ni exactamente cómo. Uno trata de aferrarse a esas incertidumbres, de mecerlas en la oscuridad. Pero si te preparas para el dolor, no funcionas. Ese poema que Hiro cita: Enséñanos apreocuparnos y a no preocuparnos. Somos como moscas inteligentes que deambulan por un aeropuerto internacional; algunas conseguimos colarnos en algún vuelo a Londres o a Río, quizá hasta sobrevivir al viaje y regresar luego. -Eh -dicen las otras moscas-, ¿qué pasa del otro lado de esa puerta? ¿Qué saben ellos que no sepamos nosotros? -Al llegar al borde de la Autopista, todos los lenguajes humanos se te desenmarañan en las manos... excepto, quizás, el lenguaje del chamán, del cabalista, el lenguaje del místico decidido a cartografiar jerarquías de ángeles, de santos, de demonios. Pero la Autopista tiene sus reglas, y hemos aprendido algunas de ellas. Eso nos da algo a que aferrarnos. Primera regla: Una entidad por viaje; nada de equipos, nada de parejas. Segunda regla: Nada de inteligencias artificiales; lo que está ahí afuera, sea lo que sea, no se fija en máquinas listas, al menos en el tipo de máquinas que sabemos construir. Tercera regla: Los instrumentos de grabación son un despilfarro de espacio; siempre vuelven sin uso. Tras los pasos de Santa Olga han surgido docenas de nuevas escuelas de física, herejías cada vez más raras y elegantes, que esperan abrirse paso hasta el centro del misterio. Una por una, fracasan. En el susurrante silencio de las noches del Cielo, uno imagina que los paradigmas estallan en pedazos, que los añicos de teorías tintinean onvirticéndose en polvo brillante mientras el trabajo de toda una vida de algún grupo de expertos se reduce a la más sucinta y breve nota de pie de página, y todo en el tiempo que tarda tu dañado viajero en musitar algunas palabras en la oscuridad. Moscas en un aeropuerto, pidiendo que las lleven. Se recomienda a las moscas que no hagan demasiadas preguntas; se recomienda a las moscas que no intenten llegar a la Gran Imagen. Repetidos intentos en esa dirección llevan al lento, inexorable florecimiento de la paranoia; la mente proyecta formas enormes, oscuras, sobre las paredes de la noche, formas que tienden a solidificarse, a convertirse en locura, a convertirse en religión. Las moscas listas se quedan con la teoría de la Caja


Negra; la Caja Negra es la metáfora aprobada, y la Autopista sigue siendo x en cualquier ecuación normal. Se supone que no debemos preocuparnos por lo que es la Autopista, o por quién la puso allí, y concentramos en cambio en lo que metemos en la Caja y en lo que sacamos de ella. Hay cosas que nosotros enviamos por la Autopista (una mujer llamada Olga, su nave, y tantos más que la han seguido) y cosas que nos llegan a nosotros (una loca, un caracol de mar, artefactos, fragmentos de tecnologías extrañas). Los teóricos de la Caja Negra nos aseguran que nuestra tarea principal consiste en optimizar ese intercambio. Estamos aquí para asegurarnos de que nuestra especie recupera lo que invierte. Con todo, algunas cosas se hacen cada vez más evidentes; una de ellas es que no somos las únicas moscas que han logrado meterse en un aeropuerto. Hemos recogido artefactos que pertenecen por lo menos a media docena de culturas inmensamente divergentes. «Más patanes», los llama Charmian. Somos como ratas en la bodega de un carguero, intercambiando baratijas con ratas de otros puertos. Soñando con las luces brillantes, con la gran ciudad. Para no complicarnos, digamos que todo es asunto de Dentro y Fuera. Lení Hofmannstahl: Fuera. Organizamos el recibimiento de Leni Hofmannstahl en el Claro Tres, también conocido como el Elíseo. YO me agazapé bajo un emparrado de meticulosas reproducciones de arce joven y me dediqué a estudiar la nave. En un principio había tenido el aspecto de una libélula sin alas, con un abdomen estilizado de diez metros de largo donde iba el motor a reacción. Ahora, sin el motor, parecía una pupa blanco mate, con los ojos larvales, prominentes, llenos del acostumbrado e inútil surtido de sensores y sondas. Estaba apoyada en una suave elevación en el centro del claro, un montículo especialmente diseñado para sostener diversos formatos de nave. Los botes más recientes son más pequeños, como lavadoras Grand Prix, cápsulas minimalistas que no pretenden ser naves de exploración. Módulos para disparos de carne.-No me gusta -dijo Hiro-. Ésta no me gusta. Me da mala espina... -Tal vez estuviera hablando para sí mismo; casi podría haber sido yo hablando para mí, lo cual significaba que la gestalt entrenador-relevo estaba casi a punto de funcionar. Encerrado en mi papel, dejo de ser el hombre de avanzada del hambriento oído del Cielo, una sonda especializada conectada por radio con un psiquiatra todavía más especializado; cuando la gestalt entra en acción, Hiro y yo nos fundimos y somos otra cosa, algo que nunca podemos admitir mutuamente, ni siquiera mientras sucede. Nuestra relación representaría la clásica pesadilla freudiana. Pero sabía que él tenía razón: esta vez se sentía que algo andaba muy mal. El claro era más o menos circular. Tenía que serlo; en realidad era un corte redondo de quince metros de diámetro practicado en el piso del Cielo, un ascensor circular disfrazado de minipradera alpina. Habían aserrado el motor de Leni; habían remolcado su nave hacia el cilindro exterior, bajando el claro hasta la esclusa de aire, y luego la habían subido hasta el Cielo sobre una inmensa plataforma decorada con hierba y flores silvestres. Habían borrado sus sensores con sobrecargas de transmisión y sellado sus puertas y escotillas; se supone que el Cielo es una sorpresa para el recién llegado. Me encontré preguntándome si Charmian ya habría regresado con Jorge. Tal vez le estaría preparando algo de comer, uno de los peces que «atrapamos» cuando nos los sueltan en las manos desde jaulas que hay en el fondo del estanque. Imaginé el olor a pescado frito, cerré los ojos e imaginé a Charmian caminando por las aguas poco profundas, con los muslos perlados por gotas brillantes: muchacha de


piernas largas en un vivero en el Cielo. -¡Adelante, Toby! ¡entra ahora! El volumen me resonó en la cabeza; el entrenamiento y el reflejo gestáltico ya me habían llevado a mitad de camino del claro. -Maldición, maldición, maldición... -El mantra de Hiro, y supe entonces que todo había salido mal. Hillary, la intérprete, era un sonido de fondo estridente, hielo BBC que crujía mientras ella farfullaba algo a toda velocidad, algo sobre diagramas anatómicos. Hiro debió de haber usado los mandos a distancia para abrir la escotilla, pero no esperó a que se desatornillara sola. Hizo detonar seis pernos explosivos empotrados en el casco y voló todo el mecanismo de la escotilla intacto, que por poco no me alcanzó. Instintivamente, me había apartado de su trayectoria. Luego me puse a escalar la lisa superficie del bote, tratando de asirme a las piezas de la estructura metálica con forma de panal que había justo en la entrada; el mecanismo de la compuerta había arrastrado consigo la escalerilla de metal. Y allí quedé inmóvil, agazapado en el olor de plastique de los pernos, pues fue entonces cuando el Miedo -me encontró, cuando me encontró de verdad, por primera vez. Lo había sentido antes, el Miedo, pero sólo los bordes, las extremidades. Ahora era enorme, la propia oquedad de la noche, un vacío frío e implacable. Estaba hecho de últimas palabras, espacio profundo, todos los largos adioses en la historia de nuestra especie. Hizo que me encogiera, gimiendo. Temblaba, me arrastraba, lloraba. Nos dan clases sobre esto, nos advierten, tratan de explicarlo como una especie de agorafobia temporal endémica. Pero nosotros sabemos lo que es; los relevos lo saben y los entrenadores no. Hasta hoy no hay nada que lo explique, ni remotamente. Es el Miedo. Es el dedo largo de la Gran Noche, la oscuridad que alimenta con murmurantes condenados las dulces y blancas fauces de los pabellones. Olga, santa Olga, fue la primera que lo supo. Trató de ocultárnoslo, arañando el equipo de radio, ensangrentándose las manos para destruir la capacidad de transmisión de la nave, rogando que la Tierra la perdiese, la dejase morir. Hiro estaba histérico, pero debe de haber entendido, y supo qué hacer.Me aplicó el látigo de dolor. Fuerte. Una y otra vez, como una picana eléctrica para el ganado. Me hizo entrar en el bote. Me llevó a través del Miedo. Más allá del Miedo, había una habitación. Silencio y un olor a desconocido, olor a mujer. El estrecho módulo estaba usado, y tenía un aspecto casi doméstico; habían remendado el fatigado plástico del asiento de aceleración con despegadas tiras de cinta adhesiva plateada. Pero todo parecía amoldarse alrededor de una ausencia. Ella no estaba allí. Entonces vi el demencial friso de rasguños hechos con punta de bolígrafo, símbolos garrapateados, miles de diminutas figuras rectangulares, retorcidas, entrelazadas y yuxtapuestas. Manchado con huellas dactilares, patético, cubría la mayor parte del mamparo trasero. Hiro estaba estático, susurrando, implorando. Encuéntrala, Toby, por favor, Toby, encuéntrala, encuentra, encuéntrala...


La encontré en el compartimiento de cirugía, una estrecha alcoba a un lado del pasadizo. Encima de ella, la Schöne Maschine, el manipulador quirúrgico, relucía con los brazos delgados y brillantes perfectamente plegados, extremidades cromadas de una centolla rematadas en hemostatos, fórceps, bisturí láser. Hillary estaba histérica, y apenas se la oía por un débil canal, diciendo algo acerca de la anatomía del brazo humano, los tendones, las arterias, taxonomía elemental. Hillary gritaba. No había nada de sangre. El manipulador es una máquina pulcra, capaz de hacer un trabajo limpio en gravedad cero aspirando la sangre. Leni había muerto justo antes de que Hiro volase la compuerta; tenía el brazo derecho extendido sobre la superficie de plástico blanco como en un dibujo medieval, desollado, músculos y otros tejidos estirados hacia afuera en un diseño claro y simétrico, sujetos con una docena de pinzas de disección de acero inoxidable. Murió desangrado. Un manipulador quirúrgico está cuidadosamente programado contra el suicidio, pero puede funcionar como robot disecador, preparando órganos para su almacenamiento. Había encontrado la manera de engañarlo. Generalmente se puede hacer eso con las máquinas, si se dispone de tiempo. Ella había tenido ocho años. Yacía allí en una estructura plegable, una cosa parecida al esqueleto fósil de un sillón de dentista; a través de ella vi el descolorido bordado que le cruzaba la espalda del traje: la marca de un fabricante de piezas electrónicas germano-occidental. Traté de hablarle. Le dije: -Por favor, estás muerta. Perdónanos, vinimos para tratar de ayudarte, Hiro y yo. ¿Entiendes? Sabes que él, Hiro, te conoce, y está aquí, en mi cabeza. Ha leído tu expediente, tu perfil sexual, tus colores favoritos; conoce los miedos de tu infancia, a tu primer amante, el nombre del profesor que te gustaba. Y yo tengo exactamente las feromonas adecuadas, y soy un arsenal de drogas ambulante, algo que aquí seguramente te gustará. Y podemos mentir, Hiro y yo; somos unos campeones de la mentira. Por favor. Tienes que ver. Perfectos desconocidos, pero Hiro y yo, para ti, somos el perfecto desconocido, Leni. Era una mujer pequeña, rubia, de pelo suave, lacio, prematuramente veteado de gris. Le toqué el pelo, una vez, y salí al claro. Una vez allí, la larga hierba tembló, las flores empezaron a agitarse, e iniciamos el descenso, con el bote centrado en el ascensor circular. El claro se deslizó hacia abajo, saliendo del Cielo, y la luz solar se perdió en el resplandor de enormes arcos de vapor que arrojaban duras sombras sobre la amplia plataforma de la esclusa, de aire. Siluetas con trajes rojos, corriendo. Un carrito de rojo giró en redondo sobre gruesas ruedas de caucho, apartándose de nuestro camino.Nevsky, el súrfer de la KGB, esperaba al pie de la pasarela que habían empujado hacia el borde del claro. No lo vi hasta que llegamos a la plataforma. -Debo llevarme las drogas ahora, señor Halpert. Me quedé allí, balanceándome, parpadeando para quitarme las lágrimas. Él se acercó a tranquilizarme. Me pregunté si sabría siquiera por qué estaba allí en la plataforma, un traje amarillo en territorio rojo. Pero quizá no le importase; nada parecía importarle demasiado; tenía la tablilla preparada. -Debo llevármelas, señor Halpert.


Me quité el traje, lo doblé y se lo di. Nevsky lo metió en un bolso plástico de cremallera. Guardó el bolso en una caja que llevaba esposada a la muñeca, y cerró la combinación. -No las tomes todas al mismo tiempo, muchacho -dije. Y me desmayé. Tarde, aquella noche, Charmian trajo una clase especial de oscuridad a mi cubículo, dosis individuales envueltas en papel metálico 'grueso. No tenía nada que ver con la oscuridad de la Gran Noche, esa oscuridad sensible, acechante, que espera para arrastrar a los viajeros a los Pabellones, la oscuridad que incuba el Miedo. Era una oscuridad como la de las sombras que se movían en el asiento trasero del coche de tus padres, una noche de lluvia cuando tenías cinco años, cálido y seguro. Charmian es mucho más hábil que yo cuando se trata de eludir a burócratas como Nevsky. No le pregunté por qué había regresado del Cielo, ni qué le había pasado a Jorge. Ella no me preguntó nada sobre Leni. Hiro no estaba, había desaparecido por completo de la transmisión. Lo había visto por la tarde durante el informe; como de costumbre, nuestras miradas no se encontraron. No importaba. Sabía que volvería. Todo había sido como siempre. Un mal día en el Cielo, pero eso nunca resulta fácil. Es muy duro cuando se siente el Miedo por primera vez, pero yo siempre supe que estaba ahí, esperando. Se ha hablado mucho de los diagramas de Leni y de los dibujos de cadenas moleculares que cambian de sitio ante una orden. Moléculas que pueden funcionar como conmutadores, elementos lógicos, incluso una especie de instalación formada por capas que constituyen una única y enorme molécula, un diminuto ordenador. Quizá no sepamos nunca qué fue lo que encontró allí afuera; quizá no conozcamos nunca los detalles de la transacción. Podríamos lamentarlo si alguna vez lo descubrimos. No somos la única tribu de regiones apartadas, los únicos que buscan sobras. Maldita Leni, maldito aquel francés, malditos todos los que traen cosas, remedios para el cáncer, caracoles marinos, objetos sin nombre: que nos hacen estar aquí esperando, que llenan pabellones, que nos traen el Miedo. Pero aférrate a esta oscuridad cálida y cercana, a la lenta respiración de Charmian, al ritmo del mar. Aquí la experiencia es fuerte; oirás el mar, muy por detrás de la constante estática de caracol marino del osteófono. Es algo que llevamos con nosotros, por lejos que estemos de casa. Charmian se movió a mi lado, murmuró el nombre de un desconocido, el nombre de algún viajero maltrecho que desde hace mucho tiempo está en los pabellones. Ella tiene el récord actual: mantuvo a un hombre con vida durante dos semanas, hasta que ese hombre se sacó los Ojos con los pulgares. Charmian no dejó de gritar hasta que llegó abajo, se rompió las uñas en la tapa plástica del ascensor. Después le dieron algún tranquilizante. Pero los dos tenemos el impulso, esa necesidad especial, esa maniática dinámica que nos permite seguir yendo al Cielo. Ambos hicimos lo mismo, nos quedamos allí fuera en nuestros botes durante semanas, esperando a que la Autopista nos recogiera. Y cuando se nos acabaron las señales, nos remolcaron de vuelta hasta aquí. A algunos no los recoge la Autopista, y nadie sabe por qué. Y nunca hay una segunda oportunidad. Dicen que es demasiado costoso, pero lo que en verdad quieren decir, mientras te miran los vendajes de las muñecas, es que ahora eres demasiado valioso, demasiado útil como relevo potencial. No te preocupes por lo del intento de suicidio, te dirán; ocurre todo el tiempo. Muy comprensible: sentimiento de profundo rechazo. Pero yo


había deseado ir, lo había deseado con mucha fuerza. Charmian también. Ella lo intentó con pastillas. Pero ellos nos cambiaron, nos torcieron un poco, alinearon nuestros impulsos, nos implantaron los osteófonos, nos asignaron entrenadores. Olga tuvo que saberlo, debió de haberlo visto todo; trataba de impedir que descubriéramos cómo llegar hasta allí, que llegáramos a donde ella había estado. Sabía que si la encontrábamos, tendríamos que ir. Incluso ahora, sabiendo lo que sé, quiero ir. Nunca iré. Pero podemos hamacarnos aquí en esta oscuridad que se eleva sobre nosotros, la mano de Charmian en la mía. Entre nuestras palmas, el arrugado envoltorio de la droga. Y santa Oiga nos sonríe desde las paredes; se la siente, todas esas copias de la misma foto publicitaria, rotas y pegadas con cinta adhesiva en las paredes de la noche, esa sonrisa blanca, para siempre. Incluido en “Quemando Cromo” Ediciones Minotauro, 1994


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