Visiones de cuatro poemas y el poema que no está de Eduardo Milán

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VISIONES

DE CUATRO

POEMAS

Y EL POEMA QUE NO ESTÁ

EDUARDO MILÁN


Mangos de Hacha | Ensayo

© Mangos de Hacha. © Eduardo Milán.

MANTARRAYA EDICIONES Tlaxcala 31, Interior 2, Colonia Roma, Delegación Cuahutemoc, C.P. 06760, México, D.F. EDITORIAL MANGOS DE HACHA Calzada de los Leones 171-102, Col. Las Águilas, Delegación Álvaro Obregón, C.P. 01048, México, D.F. www.mangosdehacha.org mangosdehacha@gmail.com La primera edición de este libro fue publicada por Casa de la Cultura Núcleo del Azuay en la colección Cuadernos del Visitante, Cuenca, Ecuador, noviembre de 2013. Diseño: Radjarani Torres Flores Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo público. ISBN: 978-607-96406-2-0 Impreso en México / Printed in Mexico


VISIONES DE CUATRO POEMAS Y EL POEMA QUE NO ESTÁ Blanco Advertencia al lector El desierto de Atacama Hospital Británico y el poema que no está EDUARDO MILÁN



Eduardo Milรกn

Visiones de cuatro poemas y el poema que no estรก Blanco Advertencia al lector El desierto de Atacama Hospital Britรกnico y el poema que no estรก



a Cristรณbal Zapata y Carlos Vรกsconez



Entrada


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1 Esto no hay. Pero están todas las condiciones dadas para que haya. Sería inscribir el poema en el territorio de una ausencia. ¿O sería inscribir, hacerle un lugar, un hueco, a la ausencia en el territorio del poema? Se cree que el poema es lo que está escrito. El poema es lo que hay. La letra. Pero la letra no está compuesta sólo de lo que hay, ni el poema. Lo que no hay es fundamento del hay, “las condiciones dadas para que haya”, al menos, dadas en un sentido latente. Un poema es un hecho de lenguaje dado. Pero es un hecho de imaginación dada y, al mismo tiempo, latente. El poema, al darse, no oculta su latencia original. No se pierde la nada cuando la creación aparece. La creación, suple, suplementa. Pero lo que suplementa sigue debajo. ¿Por qué hacer aparecer lo que está latente, debajo, en segundo lugar –lo que había como nada y propició pasó a un segundo lugar–, después que ya está suplido, logrado el objeto? ¿Para que no haya olvido de donde se viene? No es lo mismo una metafísica del origen –o de la presencia– que una ética centrada en la tierra, en el topos precedente –y procedente–, –lo que co-responde: el pago va contigo en “no te olvidés del pago si te vas pa la ciudad”–, en la cuna y en la clase social. “A mí con mis raíces”: no es sólo un topos ya metaforizado en relación al no haber, es, también, su de–construcción: el donde no hay, el lugar de donde, estando en el lugar que hay, la ciudad, uno vino. De manera que lo que no hay está con lo que hay. Bajo una imagen sombreada mientras no se la mira o se la ve, sombra en relación a la luz clara del objeto que se ve y domina la visibilidad. Lo que se intenta es imaginar lo que no hay proyectado desde lo que hay, recomponer el orden: restituir la ausencia. No a través del delirio o lo irreal: a partir de la huella que la ausencia deja inscrita. La imagen ya es la retención de la ausencia en cuanto forma. Pero la huella, lo que quedó retenido, soporta, como apoyatura, la construcción de la visión.

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De modo que la visión se estructura sobre una ausencia y sobre una huella. No, como se podría pensar en positivo, a través del objeto que se atraviesa para ver un más allá, un más allá que a través de la visión aparece, sin confirmación ni propósito en el objeto ni en la imagen que quedó como huella. Ni tiempo ni espacio: resto de ambos, huella que los memoriza pero que no los lleva inscritos. Sería un excedente, un más que el objeto libera y la imaginación retiene pero que, de-construida en su proceso de ser imagen-objeto-huella, la imaginación suelta. La visión no sería, entonces, el más allá objetual o imaginal sino todo el proceso. Un poema carga con su visión latente a cuestas. A veces se deja ver, a veces nada sugiere en el poema que esa visión está ahí. Dudo en decir que si nada sugiere la visión del poema el poema es fallido. El poema puede ser tan transparente que no libera partículas suficientes como para constituir sugerencias de visión, adherencias al ojo. Ocurre cuando lo coloquial domina el lenguaje. En un poema donde el lenguaje coloquial está suplantado por figuras anteriores de lenguaje –retóricas, no formadas por un proceso para llegar allí– el entramado lingüístico es una promesa de visión. Pero hay que entrar con machete o hacha en esa selva, hombre. Cortar más o menos grueso. A propósito de corte. El arte de cortar donde no se espera sugiere, por sintagma ofuscado, visión: algo sigue, lo mismo que se detuvo antes. Es probable que en un poema sufí se pueda tener la visión de una catedral de éter. Pero hay que saber construir esa imaginación. Me temo que el lenguaje del poema moderno no permite ese lenguaje armado con instrumentos de un tiempo paralelo, ese lenguaje mediado por la mística, ese lenguaje que, a modo de Dante, permite que en el medio aparezca la pantera. Cierto, no se esperaba la pantera. ¿Pero acaso se esperaba la selva?, ¿acaso se esperaba el lugar del medio camino, entre lo ya transcurrido (objeto) y lo que transcurrirá (imaginación)? Lo que resta del camino no es lo que quedó, la huella, sino lo no

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andado todavía. Un resto no huella sobre el cual construir, he ahí el deseo de camino. Lo que resta no es lo que quita sino lo que se puede construir. Es decir, pensar. Pero hay poemas donde el lenguaje no acusa deseo de ornamento ni de precariedad. La demasía para ser tirada –en el gesto de una siembra a mano inundada, de izquierda a derecha– no está: ella podría en su espesor hacer posible mucha visión. La precariedad, tan cerca de la ausencia a la que en el fondo alcanza sin esfuerzo, tiene casi la línea de la frontera. La línea de la frontera, hay que trazar lo que posibilita la frontera, visión, no visión, el límite, lo que obliga a un aparecer aparte. Aparecer aparte. De toda cercanía con los atributos de la ausencia, el objeto y la huella. Si en el desierto la arena, el calor, el viento, y una luz tan clara que no puede dar el agua –no el mar: el agua de la fuente, el manantial– ondulan delante de los ojos, en un poema la arena, el calor, el viento y esa luz no constituyen en sí mismos atributos posibilitadores de visión. La arena de un poema no es la arena, el calor de un poema no es el calor, el viento de un poema no es el viento y esa luz tan clara que no puede dar el agua –no el mar: el agua de la fuente, el manantial– ondulan delante de los ojos sin garantía de ser vistos más allá, luego, después, sino en esta reiteración, pisadas sobre el mismo rastro al modo de los rastreadores de blancos. Y en la ciudad llena de nombres propios y cosas con nombres y cosas con marca y Esteves –lejos de donde se impone el arte de la reiteración y se diría que a la redonda todo está retenido pero sin sensación de ausencia, las formas laten bajo el sol como todo crimen: ya se vio, la región del turbante– y Rodríguez que llega a la ciudad, se diría que eso cerca mi vista, puede turbar mi pensamiento. No sé si enturbia la visión.

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2 Un poema proyecta una imagen desde su escritura que se sitúa fuera de su escritura. Es una imagen que se puede ver a través de la escritura. Ya en la imagen el poema se retira. La imagen permanece como resto del poema, o, literalmente, como imagen. Mirado luego desde la imagen que proyecta, el poema se ve como una construcción desde la imagen. De manera que resto, aquí, no sólo designa lo que quedó desechado, sobrado de un acontecimiento. Designa lo quedado luego del retiro, lo dejado, lo abandonado. Mirar desde lo abandonado lo que abandonó permite mirar de otra manera el proceso. Visión aquí no es vaticinio ni adivinación: es mirar lo quedado, el resto. Es un lugar de la belleza ya fuera de objeto, la belleza sin objeto, la belleza inútil para cualquier transacción, salvo para lo reconfortante: lo que devuelve la fuerza.

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1 Blanco


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Es la ilusión del mundo creado desde la página, por la página. La página deus ex machina. El enclave de esa poética tiene raíces decimonónicas. El diecinueve levanta el monumento, desde la página, hacia la página vista en el cielo. El monumentalista Mallarmé –que no lo era pero así lo vimos venir del XIX– el ornamentador por excelencia –y no lo era, nunca fue más que un restador. Restar es el verbo poético-no poético. Hay intuiciones en el Coup de la imagen caída –la sombra– que el monumento suelta cuando va hacia arriba. NO hay que detenerse en la mímesis flagrante de Mallarmé, en su contradicción al ver la página como cielo y la escritura como constelación. Que el cielo no impida ver –en su mímesis que permite que la página lo sea– la escritura como constelación, el poema como constelación. Constelación, acercamientos, aproximaciones. Era tan físico Mallarmé que hacía ver las cosas en la escritura. Llega un momento que el símbolo necesita encarnación, salir de la deriva, soltar la cometa remontada que sólo permite ver las ondulaciones de la cola sobre el cielo. Necesita encarnar: no el verbo, el símbolo hecho carne. Manteniendo, siempre, la indirección. El cielo, visto de aquí en una noche estrellada, es ilusión de fijeza pero, sobre todo, indirección, remitencia. Y lo que hay de galaxia nunca será más que aproximación. Tocar, tocarse, no es de cielo. Blanco es una poética tardía, un destiempo. No un contratiempo (hay algo de contratiempo en los materiales de su monumentalidad, lo de marmóreo que brilla al sol, las escalinatas que el verso proyectivo, tan pulcramente cortado –aunque no tanto para hacer olvidar que es piedra– nivela: el mito, el contratiempo por excelencia, vacía su contenido a favor de la pura forma, o, en el deseo de Paz, de la forma pura). En 1966 no hay vanguardia estético-histórica. Ni siquiera el re-soplo que la poesía concreta brasileña quiere imprimir con su operación de un destilado fino, esencial, que recibe del

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legado vanguardista histórico. No hay historicidad nostálgicoimposible. La poesía concreta brasileña es dura precisamente para abolir el sueño de cualquier nostalgia. La poesía concreta es propositiva: lo esencial proyectado para seguir, sin concesiones a una mirada retrospectiva. Todo regreso será utilitario. Es el Pound del make it new (“lo que el pasado tiene de vivo ahora”). Por eso la poesía concreta, el diálogo que Paz entabla con la vanguardia más cercana a Blanco en el tiempo (1952, poesía concreta, Blanco, 14 años después) tiene el signo contrario de Blanco, sin que por ello Haroldo de Campos no homenajee al poema traduciéndolo al portugués en 1981 en Austin, Texas (“Pasé la noche en claro / traduciendo Blanco de Octavio Paz”). Insiste Haroldo de Campos en ver a Blanco como “canto paralelo”, etimológicamente parodia. Yo también veo a Blanco como parodia pero en el sentido de homenaje a algo que ya no está. Creo que ese es el sentido profundo que tiene Blanco: la ilusión de rehabilitar a la vanguardia estético-histórica metiéndole brasa abajo desde el presente. La operación está perdida. Pero: Octavio Paz, queriéndolo o no, puede vaticinar desde Blanco de 1966 lo que será, no la poesía, todo el arte del siglo XXI: un homenaje a todo el arte, un homenaje al arte que quieras. Si quisiéramos ver en la poesía y el arte actuales un signo definitorio que los aparta de las prácticas del siglo XX a comienzos –primeras tres décadas– y del XIX, es la tonalidad paródica que mantienen, se trate o no de una parodia declarada: la sensación de que todo ha sido dicho, salvo lo que se manifiesta desde un punto de vista subjetivo. Formalmente, las poéticas asumen la parodia como dato de hecho de la época. El reciclaje que obliga a una tabla rasa podría re-conducir el rumbo a riesgo de caer en la repetición más evidente. La parodia, al menos, posibilita el acto de conciencia de lo que se parodia. La parodia no pierde de vista el modelo. Lo que está en juego es el tiempo. Lo que buscan poemas como Blanco es, al contrario de un canto paralelo, ya que la temporalidad es muy cercana y no se puede

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sacar partido ni siquiera de las diferentes temporalidades –por ejemplo, un poema del siglo XX que homenajee a un poema del siglo XI–, convertir el concepto de homenaje, que tiene un valor artísticamente secundario en la medida en que hay un objeto que homenajear, no una ausencia de objeto donde crear, de negativo en positivo, un modo de reverenciar lo que hubo por una conciencia de la carencia en el presente de objetos que tengan un valor como el que se acuerda otorgar a los objetos dignos de homenaje. La imagen Blanco proyecta una construcción desde las ruinas, construcción con ruinas, construcción con plus de tiempo. No sólo la analogía entre ruinas prehispánicas –reencontradas, paradoja, desde la India donde fue escrito el poema– y las ruinas del poema a que la tradición moderna llevó al poema. En realidad, entre Netzahualcóyotl, el rey poeta, y Mallarmé, el poeta en huelga. O entre el tiempo cantado como nostalgia arrasadora –los cantos de Netzahualcóyotl (“yo-yoyotzin”, dice Netzahualcóyotl para llamarse a sí mismo en el poema)– y los descantos de Mallarmé, su yo sin más apoyo que la diseminación que lo envuelve en el espacio pasado por prisma del Coup. La luz es baja, la imagen muy nítida extiende sobre el valle resplandores crepusculares. Eso ya pasó mucho antes de su escritura y amenaza, en otros textos, con no dejar de pasar. El disloque, el trasvase, el tiempo de la nostalgia que construye ruinas contra el tiempo del presente sin vuelta que apuesta al azar y al riesgo. Blanco no pertenece al tiempo de la invención. Pertenece al tiempo de la re-creación. El credo de la invención es el credo de las vanguardias históricas a quien supuestamente homenajea Blanco y, antes, al credo de Mallarmé, el gran inventor, quién diría, viniendo de una poética simbolista. Blanco está escrito a modo de. El gesto ex-nihilo del inicio del poema (“el comienzo /

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el cimiento / la simiente / latente / la palabra en la punta de la lengua”) pueden confundir. El gesto ex-nihilo de la vanguardia remarca como poética la renuncia al pasado e inaugura el tiempo de la invención. El “de la nada (nace esto)” es uno de los fundamentos de la poesía moderna. Está trabado con el trovar provenzal que despega fundando en el siglo XI con ese talismán de azar e incertidumbre que es “Farai un vers de dreyt nien” (“Hice un poema de la nada”, Canción XI) de Guillaume de Peitieus. Es cierto que Guillaume de Peitieus narra el azar, cuenta cómo lo hizo. Pero lo interesante es que hace equivalentes hacer (Farai) el poema y encontrar (trovar) el poema (“enans fo trobatz en durmen / sobre chevau”) (“al encontrarlo iba durmiendo / sobre mi caballo”). En la tradición del arte moderno que despunta con el siglo XX, la revolución también viene con el encuentro: los objets-trouvés de Marcel Duchamp contienen su equivalente en idioma inglés con los ready-made. Nuevamente, lo hecho equivale a lo encontrado. Pero encontrado en el sentido de no buscado, o sea, sin antecedentes de ninguna búsqueda que pudiera alterar la noción de presente absoluto (tan absoluto que logra salirse del tiempo y, como dice Danto, transfigurar el lugar común). Sin duda, Duchamp es un transfigurador. Y eso es la invención: colocar un objeto en un espacio donde no hay noticia de objeto. Ese era el sueño de Vicente Huidobro que encerraba para él la palabra “creación”: un producto ex-nihilo que lo hace negar prácticamente toda la poesía occidental hasta él (con quien tampoco nace la poesía. Huidobro muere diciéndole en carta a Juan Larrea que “la verdadera poesía nacerá” y que ellos hasta ese momento se habían abocado a la tarea de “ponerle cintitas de colores al cadáver de la vieja poesía”. Tanto Guillaume de Peitieus como Marcel Duchamp convierten lo hecho en invención. Y abren la paradoja del arte. El problema es cuando la literalidad juega esa mala pasada como en Blanco. Paz sigue literalmente la noción “de la nada” y el poema inicia con una mueca nadista-tautológica: el poema comienza “al

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comienzo”. Claro que el auxilio de la metáfora no se deja esperar: ese comienzo puede ser el comienzo de la Creación del mundo a la que se vuelve equivalente, individuado, el poema. El comienzo no de el mundo pero sí de un mundo, del mundo de Blanco, empieza ahí, en el acto de habla poética que cimienta y simienta (la palabra no existe), siembra, pone la semilla del mundo. Con este gesto, Paz cumple con dos propósitos: el primero, cierra, por literalización, la posibilidad ex-nihilo como anhelo poético. El gesto ex-nihilo se sostiene en una metáfora que no se puede literalizar. El segundo, abre una poética de reconsideración del pasado que abre los diques de contención para que toda vanguardia se hunda. Ya no hay represión ante el pasado. Todo el pasado vuelve a pasar (de la manera que sea, con los colores que sea, con las lecturas que sea). Pero si bien el segundo propósito aparece históricamente como inaugural, lo que se inaugura es un retroceso: el tiempo de la versión, el tiempo del cover, lo que se puede considerar la clausura de la invención. La versión se consideraba –hasta el presente– un síntoma de decadencia de un proceso. Paz cita a Mallarmé en el acápite de Blanco. Cabe aquí considerar el papel de esa cita: ¿se trata de atraer la poética de Mallarmé, la “subdivisión prismática de la idea”, esa diseminación que con humildad digna de un inventor que trabaja con la materia increada Mallarmé denomina en el Prefacio al Coup “nada o casi un arte” (rien ou presqu’un art)? En esa frase está el proceso entero del Coup: una poética que no se despega de la nada y, si lo hace, es hacia un posible, un quizás. Mallarmé no se deslinda de la materialidad de la experiencia. Sabe que no se invoca a la nada para (su) plantarle una forma hecha y derecha. Y que el tratamiento de ese no despegarse del todo de la nada es tomarla como el único comienzo posible. Por último, no se le escapa que despegarse de la nada como sinónimo de lo in-creado es franquearle el paso a toda y cualquier fabulación sobre el origen. El origen, para Mallarmé, no se remonta a lo inmemorial: está en el hundimiento

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de la tentativa poética hasta donde le tocó a él, en el “fondo de un naufragio”. Parece que el propósito de Paz no es hacer advenir la poética de Mallarmé, al menos en Blanco. Otra cosa es el homenaje analítico que le rinde en “Los signos en rotación” (1967), el epílogo a la segunda edición de El arco y la lira. Insólitamente, Paz busca situarse en una cierta reversibilidad poética amparado todavía en la transitoriedad relativa de las formas, no en su historicidad. Por ejemplo, dada una era, un poema escrito en cualquier tiempo cabe en la poética de esa era. La apuesta a la mirada futura es total. Lo que Paz busca es un lugar poético estático. No quiere que el presente sea mallarmeano. Con esa lectura, todas las modificaciones de los acontecimientos históricos están a la orden del día. Es posible, en el territorio poético, hacer variar el pasado que cae bajo la misma égida temporal. Pero esa estática, el no dinamismo conceptual que ampara a Blanco está en la concepción fenomenológica del poema, de la escritura completamente objetual del poema. Mallarmé también la tiene. Pero su postura ante el poema es dinámica a riesgo de tocar las fronteras de lo incomunicable a simple vista. Aspira a objetualizar de tal forma a su poema que crea sensaciones de profundidad y superficie, o de perspectiva, con la utilización de las mayúsculas y minúsculas y con la exploración de distintas grafías. Aun así, el Coup no establece una forma fija para el poema, no escapa nunca de lo que podríamos llamar su “razón dinámica”. En cambio, el poema de Paz es, por un lado, de fachada completamente ornamental. Se trata de montar un mausoleo, una estatuaria. Todavía lo persigue el fantasma de Muerte sin fin (1938), el poema de Gorostiza, talismán de la ornamentación conceptual del poema en México. Pero aun si descartáramos la forma de fachada fija –un problema relativo siempre– el problema de fondo es la sintaxis. La diseminación mallarmeana queda sintácticamente impresa como un gasto que no se puede recuperar para la lógica aristotélico-cartesiana. Están rotos los lazos sintácticos que

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comunican con la razón lógica. Sólo los rearmados darán otras organizaciones sintácticas siempre provisorias. En cambio, Blanco resiste su recapitalización: puede ser rearmado según la más dura y pura lógica aristotélico-cartesiana. Es cierto que una poética considerada “de la nada” tiene en alta estima la noción de artificio, centrada en oposición a la noción de naturalidad o naturaleza. Un coup de dés es evidentemente un poema artificial, en la medida en que no tiene más que esa alusión mimética al cielo estrellado como imagen de una constelación: a fines del XIX, Mallarmé no puede escapar a la imagen como representación mimética. Pero la sintaxis, es decir, el sistema de relaciones internas del lenguaje, va por un lado muy distinto. La sintaxis se niega a dar la imagen. Se crea una paradoja: lo que vemos en el cielo, esas agrupaciones de masa (lingüística) que nombramos de diferentes maneras se entregan a la percepción como un dato. Pero el lenguaje va por otro. Y lo curioso es que en el poema de Mallarmé triunfa el poder de la sintaxis, no de la imagen. En Blanco triunfa la imagen que está soldada a la lógica del lenguaje. Su recomposición racional entrega un edificio levantado en el desierto. Es lo que Paz quería: un poema ejemplar por su destiempo, un ejercicio edificante. El lenguaje poético de Blanco está fuera de cualquier esperanza, ni a favor ni en contra. La esperanza es latente, esconde una dinámica, un movimiento. El lenguaje de Blanco es un lenguaje cumplido, es un lenguaje terminado. La ausencia de sentido del poema se percibe cuando se confronta la actitud de la vanguardia a la que se homenajea –una actitud de desbaratamiento de los modelos, de riesgo asumido al desmantelar normas y códigos– con el lenguaje y la forma que se eligen para homenajear. Nunca se pone en riesgo el lenguaje de Blanco, de ahí su cumplimiento. No hay nada que decir de Blanco al respecto: poema bien hecho según códigos que, en la fecha de su composición, ya pertenecían al archivo con signo clausurado –y ahí, en esa percepción de clausura de la vanguardia que debió

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percibir Paz reside la fuerza de su interés de homenajear: un homenaje cuando la cosa ya no está en discusión, un homenaje fuera de tiempo de la cosa –la cosa está en tiempo cuando la cosa ofrece debate, cuando la crítica es posible– y cuyo lenguaje imita el fuera de tiempo de la cosa. Habría que preguntarse, tal vez, en qué lugar está lo que está fuera de tiempo.

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2 Advertencia al lector


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El gesto es insólito: el ad-verter, el vertido, el vertimiento, lo que se derrama o se incluye tiene carácter de sustancial. Hay algo no dicho que se revelará. Tiene, en efecto, el sentido de una revelación. Una revelación no del sentido –o falta del sentido del mundo, o del hombre. No: tiene el sentido de una revelación sobre el poema, algo que el poema debe, ahora, por fin, decir. ¿Ahora cuándo? Ahora, en 1954, cuando todo ha pasado. Cuando las experiencias verbales han hecho con el poema todo lo que han podido. Cuando lo han saturado de atributos y decoraciones, ires y venires, debes y haberes. Se está hablando precisamente de un gasto: el inmenso capital del poema que a mitad del siglo XX amenaza con quebrar la propia idea de la poesía. No es, en primera instancia, una denuncia contra la experimentación. Es el señalamiento de lo que la experimentación puede hacer cuando se manifiesta como un acto de poder. La confrontación de hasta dónde se puede ir, hasta qué límites del lenguaje para demostrar su enorme flexibilidad, su enorme poder de adecuación a cualquier forma, a cualquier envase. Una sustancia que es capaz de –sin ser agua– entrar con su fluido en cada grieta, cada hendidura, cada pliegue, cada dobladura y encontrar, como el aire, lugar. Pero no es cierto. Hay un límite a partir del cual el poema se pierde. Hay un límite que, cuando no se cruza, pudre a la sustancia misma. El concepto de lírica está sostenido tradicionalmente –digamos: desde el siglo XI provenzal hasta acá– en la manifestación de una subjetividad relativa. Es el concepto de un romanticismo de ópera –como gran parte del romanticismo de lengua castellana si uno no es Bécquer, Espronceda o José Asunción Silva o el gaucho Martín Fierro– el que ha situado a la poesía en una óptica radicalmente subjetiva sin amparo formal: una especie de decir lo que uno quiere pero pudorizado por la noción de profundidad. La lírica como manifestación de un yo profundo es lo que, a la vez, abisma y banaliza: ¿cómo advertir la profundidad del yo? Si se lleva el romanticismo al ámbito del sentimiento trágico de la vida se entiende por qué el romanticismo en

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lengua castellana es una aventura, para mí, malograda. Es que para manejarse en el concepto de profundidad del yo, o se cuenta con la distancia de la forma –como esos antecesores del romanticismo que son los trovadores provenzales–, con la forma como fase de ocultamiento y ejercicio –experimentación, en una palabra– pero a la vez una forma amparada en un marco mayor que es el marco del idealismo filosófico del romanticismo alemán y su vertiente de una nueva mitología –no una forma, entonces, a la intemperie: el mito ampara todo, cada gesto, cada grito, cada silencio caen bajo el soporte sombreado y luminoso del mito–, o se cae en la chabacanería más obtusa y ramplona y se confunde profundidad con superficie, se traduce silencio a detalle de lo más insignificante de la vida cotidiana. Sin ser Kafka, no hay salida por ahí. Kafka o Walser o Kleist, o más en Norteamérica: Carver, para radicalizar el punto. Se produce, en la advertencia, un desdoblamiento ante el que escucha y se extrema el mecanismo del proceso propio de la lírica. Lo que el lector va a saber –porque tenía que saber, ya no es posible tanta complicidad o tanta falsedad en el afán de mantener vivo el vínculo de aceptación-satisfacción-comprensión: para acabar con la vivencia del poema como memoria de una felicidad vista en tiempos de penuria, aquel tiempo en que el poema no era un problema– es lo que el procedimiento lírico extremado revelará: la profunda, real, insostenible en 1954, cuando no es todavía para el poema el tiempo de su paradoja, arbitrariedad del acto poético. La renuncia a todos los valores consabidos de la historia occidental de la lírica: encarnación de palabra y cosa –el mito de la gracia, tan Juan de Yepes porque en él es real–, la palabra justa, sin exceso, radicalmente medida con una regla que no se cuenta con los números ni con el oído ni con los dedos, la equivalencia de palabra y cosa, el nombrar “por primera vez”. Claro que esos valores habían sido cuestionados en el barroco, por los metafísicos, por los románticos alemanes y, literalmente, deshechos por las vanguardias estético-históricas

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de las tres primeras décadas del siglo XX. Pero siempre falta algo por decir, siempre algo se enreda en el silencio, siempre no se llega a la manifestación de “el problema es este” porque en la poesía, tradicionalmente –pero con un eco resonante hasta en las poéticas más avanzadas en búsqueda– “no hay problema”, el problema no es el territorio de la poesía que es el territorio de la afirmación. La lírica inmemorial, desde el grito ante el mamut hasta la maldición ante Obama por haber violado el espacio de la posibilidad subjetiva, el espacio de la subjetividad compartida, el espacio de una verdad a dos del secreto: la poesía, generalizar, es afirmación. Su trasfondo religioso es tan potente que la negación le está reservada para momentos apocalípticos o de “ausencia de Dios”. Digamos, el espacio que sobreviene con el simbolismo francés –Mallarmé, Rimbaud y antes Baudelaire– y estalla en las vanguardias. Lo que se advertirá al lector en este poema será la arbitrariedad llevada a la curva de su culminación: la imposición del yo –el regreso de un sujeto abolido desde Mallarmé– que, en un ademán de autoparodia total, impondrá el principio de entendimiento obligado. Anticipándose a la época actual en que el lector es quien decide lo que quiere y se lo trasmite al poeta que, obediente, cede ante el reclamo porque el poeta de hoy ya no sabe vivir a la intemperie –lugar de la poesía cuando se respiraba éter–, Advertencia al lector lleva al límite el dominio de la arbitrariedad que, para decirlo de una vez, es la sustancia de la lírica. Niveles El límite al que lleva el poema la autoparodia tiene niveles: 1) el de la imposición de la voluntad del autor, 2) el de la aceptación de la voz del otro (“doctores de la ley”, la norma, la crítica, 3) el de la denuncia del intelecto como coartada sin más sentido que el de configurar un ámbito de poder, 4) el de la absorción de la voz del otro, 5) el de la creación de la propia norma individual

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sin más brújula que la que como individuo pueda considerar la correcta para sí mismo –no para la comunidad todavía, 6) el de la transmisión. 1) Lo impuesto como presupuesto de retorno de la lírica es el valor que salta de inmediato. La lírica estaba –con todas las observaciones que se puedan hacerle en el caso de lo que ha representado– en crisis de figuración. Las vanguardias acaban como se sabe con el ciclo tradicional de la lírica. En realidad no la acaban: la marginan, la posponen. Ya que la vanguardia es todo o nada, al fracasar su proyecto de cambio en la fusión arte-vida, lo que era marginal en el momento vanguardista dominante vuelve como lo reprimido, salta desde el costado. Pero el poema advierte irónicamente sobre la gratuidad de la experimentación vista como transformación. A lo que puede llevar como consecuencia si se cumple con el propósito teórico que el discurso va armando en concordancia pero también en contradicción con la práctica. El deber darse por satisfecho del lector es un gajo quebrado por la arbitrariedad vista, aparentemente, como incomunicación o, mejor, como no entregar al lector lo que el lector quiere, escapar del circuito de consumación “deseo del deseo del otro”. La frase es correcta históricamente desde el punto de vista de una poesía propuesta de manera antitética a la doxa poética imperante. La doxa era un lenguaje hiperpoético en su artificio pero degradado en tanto que espesor significante. Ese espesor fue histórico en Chile, correspondió a las Residencias I y II de Neruda y fue rechazado por su autor. La consecuencia del rechazo cifra el punto de mira a donde se dirige la andanada antipoética: un lenguaje decorativo-imagístico, el que arranca con Canto general y se instala en América Latina como retórica poética dominante. En el marco general, se está en presencia del abaratamiento y el rechazo de toda actitud vanguardista. En términos reales, Neruda cede ante el lector por considerarlo equivalente a la demanda de la realidad histórica. El de las Residencias es un hueso duro de

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leer. Parra no está más cerca de ese lenguaje perdido residencial. Pero tiene, como lo relegado, el mismo enemigo común: el de la omnipresencia retórica. Sin embargo, el lenguaje coloquial no revela su nombre en las demandas de Advertencia al lector. La razón impositiva del poema se manifiesta no en lo que el lector debe aceptar sino en lo que debe rechazar. 2) La introyección de la crítica o voz que representa la objeción a los antipoemas se da también en forma de reclamo. La descalificación de los antipoemas se da de manera acertada: su lenguaje no es el de la poesía o sea el de la doxa imperante como poesía que era patrocinio de la época. Esa doxa tenía un lugar y tenía su lenguaje: el lugar era el lugar de la esperanza de cambio revolucionario. Y el lenguaje era el lenguaje de ese cambio dado por hecho –en un error histórico notable–, descolocado de su realidad tentativa, utópica. La utopía como certeza topológica y lingüística es el desastre. En la posibilidad utópica puede haber –azar mediante– un probable que alumbre. Lo que sólo podía concretarse en incertidumbre se jugó como certeza. Esa es la paradoja del lenguaje del arte en tiempo de revolución. La crítica descalifica los antipoemas como no lugar de esperanza. Ve vacío el alto lugar de la esperanza (el lugar de la doxa revolucionaria transformada en certeza históricolingüística) en los antipoemas. El señalamiento es correcto. 3) Los antipoemas vuelven asimilable la retórica linguística de la poesía dominante en ese momento como un lenguaje producto más de la cultura ilustrada que de la vida. En apariencia asimilable: el tono coloquial “pueden darse con una piedra en el pecho porque es una obra difícil de conseguir” no señala al Tractatus: señala una clase que ve en la cultura una vía de empoderamiento simbólico, una capitalización que los margina del individuo común que en general y dada su condición social no vio el libro ni por pienso. “Los mortales que hayan leído” es una expresión elocuente de la transvaloración que padece un objeto de conocimiento en manos de un lector

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que lo recibe como valor de cambio que expresa una distinción. Esos mortales absorben una plusvalía lunar que no se da en el día a día solar de los de a pie. Viven de la noche de la cultura más que del día del sudor. La sangre vista como un destilado en las altas refinerías del intelecto elitista. 4) Un rasgo de estilo del antipoema es el trazado de un diálogo donde uno de los hablantes está omitido. El hablante que aparece hace suya por cita la participación del ausente. Se transforma no en un hablante con una ausencia. Se transforma en un hablante desdoblado que habla consigo mismo. La cita es una trampa, la trampa del dos. En realidad, dice la voz del antipoema, sólo uno habla. Es la respuesta que el poeta uruguayo Juan Carlos Macedo da a su compatriota Conde de Lautréamont: “(La poesía debe ser hecha por todos). Sí, pero escrita por uno”. 5) La autoparodia y la eficacia última del regreso del individuo está en la línea “como los fenicios pretendo crearme mi propio alfabeto”. Se trata de una expresión límite. ¿Cuál es el límite de la creación si no es la recepción en la escucha? En la expresión está la delirante y figurada amenaza del desquicio, del monólogo autista, de la escritura en clave, de los códigos iniciáticos. Todo, menos la comunicación si esa comunicación es la concesión a una doxa insoportable. El límite del cambio de alfabeto tiene oculto un humor corrosivo acusatorio: la poesía que se escribe llevó su envenenamiento a la entrada al lenguaje normativo, a las puertas del ABC, a los signos lingüísticos, las letras literales. 6) Lo que sería una verdadera poética antipoética parriana cabe en el último párrafo (o estrofa si le ponemos música). Si hay un rasgo retórico en la poesía dominante en la época de escritura y publicación de Poemas y antipoemas es el metafórico-imagístico, tan soldados ambos recursos que se vuelven difíciles de discernir uno del otro. Pero el empaste, la actitud, la tendencia metafórica es un hecho, el hecho de esa

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poesía. En el último párrafo Parra da una lección de uso de la metáfora, un tropo que no se debe imponer salvo si se llega a él casi por lógica: si los pájaros de Aristófanes enterraban en sus propias cabezas los cadáveres de sus padres, (entonces) cada pájaro era un verdadero cementerio volante. Para legar la experiencia de cargar con lo paterno, Parra deshace la metáfora en metonimia –la pluma en el lugar del pájaro, el pájaro por la pluma, por sus plumas los conoceréis (a los pájaros)– y rehace el juego de la transmisión de otra manera. Si el lector no se hace cargo de la herencia, la herencia será forzada. Alguien tiene que hacer de padre. Parra asume el lugar no de ángel: de Hamlet vengador pero también de espectro. Los antipoemas no vienen a desbaratar la continuidad de lo transmitido: vienen a rearmar el circuito abolido de la transmisión. La imagen El poema es una respuesta, una contestación. La eficacia de su lenguaje radica en tratar al interlocutor como una especie de fantasma que, como fantasma, se vuelve omnipresente. “Doctor” o no, el fantasma es la ley. Aparece por primera vez la figura del padre: lo que sentencia y señala el principio de realidad que Advertencia al lector transgrede. Como Marx, vuelve como espectro. Como Hamlet, el autor se defiende como puede. La visión de la vanguardia como parricidio es una visión posible en la medida en que uno se deshace de la historia como necesidad de transformación. Si uno sigue la deriva de la poesía occidental desde el siglo XVIII se puede ver que lo que aparece de manera reiterada es la configuración de un estatuto transgresor. La autonomía del arte, concepto fundador del último tramo de la modernidad que comienza con las Luces, subyace a todo esto. Es la figura de un desprendimiento (esa sería la imagen de la poesía de Parra que tiene un núcleo en Advertencia al lector: la de un desprendimiento de un cuerpo de una parte de ese cuerpo

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para reconfigurar ese cuerpo: ese desprendimiento de un cuerpo será una metáfora: el cuerpo del lenguaje sufre un desgarramiento) del cuerpo del lenguaje que no había sido pronunciado. En eso reside su calidad de respuesta. Contesta la suspensión histórica que sobreviene al ciclo vanguardista duro que culmina en la década del 30, aproximadamente, para dar paso a la vanguardia reificada del museo norteamericano, la vanguardia como norma moderna. Lo que culmina es el ciclo transformador sustancial. En adelante la vanguardia lo será sin cambio, será vanguardia como parámetro regulador, como modo de hacer. Si los “doctores de la ley” dicen que no a los antipoemas, lo que están pidiendo es una desvelamiento de la verdad de todo el proceso, de “cómo se llegó aquí”. El “cómo se llegó aquí” es el trazado realizado por los antipoemas, su contribución histórica crucial a través del lenguaje poético de una problemática que estaba escamoteada. En una palabra, los antipoemas devuelven la memoria histórica. Las vanguardias eliminaron el yo individual del poema dando paso no a un yo colectivo del poema: dando paso –en teoría, la práctica fue otra cosa– a un yo colectivo, lo que fue llamado “disolución en la praxis social”. Desde que el uruguayo Conde de Lautréamont, un trasterrado que en el trastierro encontró el mito de disolverse en el anonimato para el que reclamó a la poesía, enunció la malinterpretada consigna “la poesía debe ser hecha por todos” que se clausura con la derrota de la idea vanguardista de transformación del arte en la práctica social, el individuo que sería colectividad –mediado antes por el concepto de masa– perdió forma, lenguaje, arte y a sí mismo, sobre todo porque no hubo ninguna transformación en el sentido de la evolución del discurso que arranca con la autonomía del arte, antesala de lo que sería, en lo social, el individuo emancipado. Lo que sucede luego, hoy, ahora, es el individuo encadenado al capital que hace fuerza por mostrar cómo el sur, no el norte, es capaz de lidiar con un capitalismo de rostro humano. Y no hay capitalismo de rostro humano simplemente porque el

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capitalismo no tiene rostro. Lo que narra Poemas y antipoemas es, convertido en lenguaje poético que reclama en pie de clamor por un sentido arrebatado, el desastre de un individuo arrastrado por un proyecto que dio en lo contrario. A mediados de siglo XX se puede enumerar algunas consecuencias del fracaso en el ámbito de la poesía. No se puede prever todavía el cúmulo de consecuencias en todos los ámbitos de la práctica humana. De modo que en ese contexto poético de 1954 el individuo vuelve como ser rescatado y viene a contar la historia de su desaparición. Es lo que pide el espectro. La imagen es la del espectro. Por eso Advertencia al lector –y la poesía de Parra que ese libro encierra– es insoportable para la poesía. Antipoema, en efecto, no es un concepto antagónico al de poema: es lo que el poema oculta de sí mismo, su verdad histórica que fue separada con una finalidad sustancialista, la marca histórica en el poema que el poema se lava y se lava como mancha. Pero es marca. La marca histórica: la dialéctica producida en el poema resultante de su reconducción social receptiva con fines de consuelo de clase, complicidad sublime con la mala conciencia del lectorclase-burgués, en la lógica vista por Baudelaire –Rimbaud–, las vanguardias, Benjamin, Adorno y Horkheimmer. Finalmente, toda imagen es espectral por lo que golpea de ella en la ausencia de objeto, por los nudos o raíces que dan y dan en lo que no está. En Advertencia al lector la imagen es la imagen, así en cursivas, inclinada como torre o caído que no acaba de caer (la más exacta proyección de una imagen en la poesía latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX).

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3 Hospital Britรกnico


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Una casa en ruinas como una cabeza. Sobre una montaña. Trepar allí es subir alto, tocar casi las nubes con la frente. Pero no hay nubes. Hay en el aire la memoria del éter, cuando los dioses convocan las narinas a un festín. Toda escala decide un respiro. Entre sus pliegues, escalones, ahí anidan cóndores que fueron expulsados del lenguaje por las víctimas de las dictaduras del Cono Sur. Un solo Cono contra todo el cóndor lo desaparece. Vallejo dice: “¿Cóndores? Me friegan los cóndores”. Ave de altura que cayó bajo el peso de la retórica, la del horror y la del poema. Hay café de altura, no hay café de Colombia que no se presente con la etiqueta: “Café de Colombia. Café de altura”. Nunca vi un cóndor que llevara escrito en el lujo de sus plumas: “Cóndor de Los Andes. Cóndor de altura”. Cualquier pueblo oprimido te tira abajo un ave inocente, cualquier pueblo víctima del horror trepa al nido del cóndor y te prende fuego al pájaro de fuego en que se convierte un cóndor de altura en manos de un pueblo desquiciado por una banda de asesinos sin hoguera. Un pueblo vuelve, un pueblo no olvida. Pero a veces, como una memoria que perdió el control y un faro que perdió el mar y el cielo, un pueblo equivoca su fuego de nación. Y trepa arriba y corta un ave de gajo como una túnica blanca, almidonada y un tapabocas cortan un cerebro de cuajo. La solución imposible entre el pueblo y el arte, el imposible intercambio, el diálogo suspendido sobre la montaña. Hay una venda de nubes que merodean humeantes. La cabeza avanza sola, vendada como un ave mutilada en su pájaro de altura por una operación Cóndor en la cabeza de Héctor Viel Temperley. Narrativa Veintisiete años después de la publicación de Hospital Británico, lo que parecía una mezcla de rareza, inquietud y señalamiento de una situación nueva, adquiere un sentido.

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Ese poema trae al escenario poético un faltante durante mucho tiempo en la poesía en lengua castellana: la cuestión mística. Pero una mística mezclada con una realidad brutal: la de una operación en el cerebro y sus secuelas, o mejor, la de las secuelas sin operación descrita, especie de resultado de una catástrofe personal de la que se presentan narrativamente las consecuencias. Ese poema y aquel contexto. 1986 era el tiempo de los cabos no unidos todavía entre la poesía latinoamericana. El neobarroco despuntaba en Buenos Aires con el nombre de “neobarroso” propuesto por Néstor Perlongher para unir una poética discordante en la poesía –el barroco es despliegue de repliegues, una generación de vacío alrededor porque nadie entiende ni lo que entiende, en poesía: en narrativa sufrió padecimientos y distorsiones al margen de Lezama Lima y en manos de Alejo Carpentier– con una realidad desastrosa producto de la Junta Militar (1976-1983) sanguinaria que había gobernado Argentina. Cadáveres (1987) de Perlongher es el poema talismán de esa época en su carácter profundamente revisionista no sólo del momento histórico que lleva escrito en el nombre: de la poesía, de la sociedad, del poder cultural, de la diferencia sexual, de todo lo que pugna por desbordarse ante la máquina represiva. En América Latina están tiradas las redes que unos años más tarde posibilitarán varias antologías. Pero, por el momento, color local. Lo que importa aquí: en ese contexto sofocante del que parece liberarse Argentina un poema como Hospital Británico es un cuerpo extraño. Lo fue en aquel momento de respiro político. Lo es ahora en medio de varias corrientes de aire. No había poesía mística jugada. Viel Temperley murió al año siguiente de la publicación del libro. Su propuesta no es la reaparición –repatriación estuve a punto de decir: el retorno a la patria de lo que ha perdido momentáneamente el lugar, exiliado por razones que pueden costar la vida– pura de la mística: ese lenguaje o depende de una experiencia límite o no tiene signos más que de caricatura. Cierto que en un mundo

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hipersecularizado todo tiene tiempo y lugar. Hasta la mística encuentra acomodo, una mística mediática claro está, esos dioses convocados por los medios de comunicación. Pero la experiencia de Viel Temperley es una experiencia poética. Y poéticamente tiene que hacer valer esa experiencia personal límite que lo sitúa al borde peligroso de un chantaje en el que no cae nunca, no por insuficiente inclinación: por maestría. ¿Es posible el planteo de una experiencia límite personal donde el cuerpo entra en juego como unidad que precisa un dios (el Dios católico que ya estaba presente en Crawl, 1982) y que al mismo tiempo no traicione el sentido verbal que pone en juego al intentar transmitir esa experiencia? Esa pregunta que no sé si se planteó Viel viene a la mente de quien lea Hospital Británico ahora. Yo no dudo de su pertinencia. Hospital Británico es consciente de su contexto histórico. Hospital Británico es consciente de su sesgo religioso. Hospital Británico es consciente de la situación de la poesía. Por todo eso, es un poema que nace armado, no de fuego: de artificio, se plantea soportado en un esquema evidentemente planeado. En una estructura fragmentaria de alta precisión –esto es: una estructura de suspensiones verbales que persiguen todo el tiempo el efecto de corte, de algo cortado: el poema, fenomenológicamente visto, actúa el cuerpo que quiere decir. Si todo poema es un cuerpo verbal este cuerpo está cortado. Fragmentar es sinónimo de cortar. Lo importante es lo que queda: pedazos. “Esquirlas”, dice Viel. “Versión con esquirlas” llama a una de las versiones del poema. Y las esquirlas son figuras de la agresión: la cabeza de Apollinaire tenía esquirlas incrustadas debajo de la venda de soldado de la Primera Guerra mundial con la que apareció después de ser herido en combate. Herido en combate, parece proponer Viel. Pero en combate con quién, en nombre de qué bando, con qué armas, por qué causa. Importa poco. Las causas de las guerras son siempre “civilizatorias”: disciplinan hasta la muerte. La trepanación es una manera, altamente cuestionada por la medicina, de corregir un daño. Hay quien la resiste. Viel

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no. Una mística de artificio: ¿sólo así es posible transmitir una experiencia límite en poesía? Un poema de artificio: ¿sólo así es posible transmitir poesía verbalmente? El barroco lo cree. Zurita, sin ser barroco, lo cree en El desierto de Atacama. La época no pide “naturalidad”, territorio de las formas pacíficas, de los lenguajes transparentes y los motivos sólidos de valores claros y seguros. Esa época no es esta. Una época dominada por la incertidumbre corre el riesgo –o la necesidad– del olvido. A cada trecho andado surge la idea de hacer tabla rasa. Y hacer tabla rasa es olvidarlo todo, en su acepción común. El peligro de olvidarlo todo es el peligro de echar en saco roto, de convertir en materia de olvido lo que fue materia de vida, forma, lenguaje, experiencia, ideas de un ser humano concreto: el que está y no está entre nosotros. Un poema debe plantearse esta encrucijada para enrostrarse frente a sí mismo con un mínimo de honestidad. Pero Hospital Británico parece haber encontrado la única forma posible de hablar de una ausencia histórica (su Dios presente), el cuerpo mutilado del hombre (su propio cuerpo, cuerpo de Viel) y del poema que se escribe pero en el que no se cree. Por asunción de las diferentes mutilaciones: espiritual, corporal y simbólica. Pero se parte de ahí, no se llega ahí. La condición para el poema hoy en día no es el trazado para llegar a una conclusión que ya está realizada. Es partir de ahí hacia lo que no se conoce. Hay dos fraseos-talismán en el poema de Viel. Todo el que lo lee los recuerda. Uno:

Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo (1984)

No es fácil encontrar una formulación tan clara de un extrañamiento. Pero no el extrañamiento ante la dimensión del sujeto, que en general comienza con quién soy, quién es este, etc. Hay reconocimiento o desconocimiento de un ser ahí que se extraña. Viel dice el

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extrañamiento por el planteo del cuerpo visto como lugar. El lugar que conoce menos. Spinoza: “porque nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Al fin un lugar a donde ir: el propio cuerpo. El trazado de un circuito completo: uno mismo como metáfora de uno mismo, lo hablado es metáfora de lo que habla, etc. El propio cuerpo visto como otro pero que se sabe el mismo. Mucho se puede decir. La conmoción se reserva. Dos:

Tengo la cabeza vendada. Permanezco en el pecho de la Luz horas y horas. Soy feliz. Me han sacado del mundo.

La contradicción del decir, clave de la verdad mística. La negación del espacio existente. El deseo de fuga. No hay felicidad en el mundo. Las costas contaminadas, los desiertos se acercaron a las Torres, la imagen es el principio de realidad y el principio de relación humanas. “Sólo hacia dentro”, diría Rilke. Todo pensado desde el mundo. Todo el mundo lo presiente, aun en 1986 se podía sentir: el mundo es el espacio de la infelicidad. Hay que salirse. Y el salido, desde la verdad de la experiencia límite, lo dice con toda simplicidad. Ni la Luz escrita con mayúsculas inmediatamente anterior logra empañar el gesto de un herido en la complejidad que resuelve un hablar simple. Yo haría talismán con estos otros fraseos –entre los múltiples posibles de Hospital Británico:

Nunca más pasaré junto al bar que daba al patio de la Capitanía. No miraré la mesa donde fuimos felices.

En la experiencia de la pérdida se concentra lo que después se libera con el nombre de epifanía. Joyce lo sabe por el descubrimiento. Hay algo obvio en la pérdida: la consumación de una espera larga. Hay algo obvio en la epifanía: el estar siempre ahí de lo que no estaba ahí. El otro:

Es mi parte de tierra la que llora por los ciruelos que ha perdido.

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Área Todo es posible creada el área. La lírica vuelve a su lugar perdido. Si hay algo que perdió lugar en la poesía actual es la lírica. Las normas de subjetividad parecen haber cambiado. O son las distintas subjetividades que no pueden expresarse mediante el mismo yo profundo que se expresaba un Petrarca. La forma de la expresión cambió porque cambió la sustancia de la expresión. Ahora la lírica es posible desde un límite. ¿Sólo desde un límite se alcanza lo sustancial de la experiencia individual? La experiencia no basta. ¿Qué poema es ese que necesita un límite para hacerse valer? ¿Es tal la crisis de la experiencia que sólo una experiencia límite puede ser creída cuando se arma un artificio que la pueda contener?

Es mi parte de tierra la que llora por los ciruelos que ha perdido

es una proposición lírica posible porque todo un artificio sustenta un andamiaje que se ha hecho presente en forma discontinua. La discontinuidad del fragmento hace posible una vuelta lírica creíble. La lírica no vuelve sola, vuelve un área de disponibilidad donde alterna con otro tipo de proposiciones. En su vuelta se propone como una de las figuras de la ausencia. El decir lírico arranca una raíz nostálgica en quien lee. Se presenta como fenómeno discursivo de otra época. La nostalgia, en su manifestación, no es una remitencia de una presencia a una ausencia, un volver la cabeza. La nostalgia es una incisión en sí misma, la generación de un hueco, una parte faltante en el discurso. Todo el poema de Viel puede verse así desde que el cuerpo es visto como lugar a donde ir. Hospital Británico es el poema de la nostalgia por la pérdida de sí mismo, cuerpo y poema. Ocurre que para que la pérdida opere es necesario construir la pérdida, construir la travesía con todo el conjunto que rodeó la pérdida, la sobrevivió en la memoria.

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Es mi parte de tierra la que llora por los ciruelos que ha perdido.

El llanto (motivo horaciano del “lloro por lo que fui” aquí trastocado) es el dispositivo que activa la conmoción a través de dos elementos objetivos en el sentido de ajenos al sujeto: “tierra” y “ciruelos”. Son los factores que permiten que la pérdida actúe, no el llanto. El llanto es dispositivo relacionante de ausencia y presencia. Sin los dos factores objetivos el llanto no significaría nada más que una efusión sentimental fuera de poema de época. Y Hospital Británico es un “poema de época” constituido por los elementos necesarios de un poema de esta época. Al fragmento, a la plasticidad objetiva de sus imágenes, a la dicción precisa y contenida del hablante, a la pérdida del cuerpo que es la pérdida de la voz hablante, le suma el poema el elemento fundamental que los poemas de esta época han soslayado por creerlo perteneciente a otra época: la ausencia. El elemento ausencia es la contemporaneidad de Hospital Británico. Si el poema moderno confinó la ausencia a un pasado sin lugar que ocurre en todos lados y en ninguno, el poema contemporáneo retiene la ausencia como elemento sustancial del estar en pérdida constante que es la experiencia de vida del sujeto contemporáneo. Lo lírico, entonces, vuelve a caballo de la alternancia o la acción conjunta de un elemento interno (afecto) y un elemento externo (objeto). No es posible si falta uno. No puede decirse, incluso, que Hospital Británico es un poema lírico. Tiene momentos de intensidad lírica inusitada para la época. Están situados a contratiempo epocal. “La época exigía”, dice Pound, “una imagen”. ¿Exige esta época una imagen? En todo caso, la imagen objetiva de la época –la multiplicidad que Pound intuía a través de la mezcla de registros del habla y el multiculturalismo de Los Cantares– ya no es la imagen de esta época. Hay una imagen que empieza una época distinta: la imagen que derriba las Torres Gemelas del World Trade Center. Tanto cambia ese acontecimiento la imagen del mundo que el

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mundo se detuvo un día entero en esa imagen dividida en tres o cuatro secuencias, las mismas, siempre. La posibilidad de la imagen lírica se da en la muestra de su poder de sustracción de subjetividad de la objetividad pedida. Es una extracción, en realidad, en la medida en que la imagen se presenta como objetividad del mundo todavía. La imagen de nuestra época no puede permitirse la pérdida por sustracción subjetiva. El libamiento lírico de la imagen objetiva revela hasta qué punto la voluntad de objetividad del lenguaje –voluntad de objetividad de la imagen que el lenguaje vehiculiza– no lo permite, lo traba, lo bloquea en la repetición de los dos o tres trazos fragmentarios de la imagen posible. Las torres se derrumban, se incendian, son estalladas por un avión que explota. Pero con distancia. Las mismas imágenes. Y sin huella de sufrimiento. Sólo así el atentado alcanza la idea de la imagen de un mundo, no el de las Torres Gemelas ardiendo: de todo el mundo. Ese atentado no tiene un síntoma de precariedad. En ese acto que la imagen muestra no hay pérdida. Después, fuera de imagen, vienen las pérdidas en vida humana y en capital, el “margen de pérdida”, después de la imagen, la proyección en forma de resto de lo que queda del retiro del objeto. La imagen Lo que queda es más que lo que se queda para el lector. Lo que queda es más de lo que el poema inserta como duración en el tiempo. Es más de lo que contribuye a sentar parámetros a tener en cuenta en la construcción de nuevos posibles. Lo que queda es lo que crea un lugar de paso, un recodo, el cambio a rincón de lo que a velocidad de cruce fue canto y, ya disuelto en ecos, en resonancias, en vacíos de presencia entre uno y otro silencio todavía se agita, late, palpita con un cierto calor y sombra donde encontrar cobijo temporal. Para el que pasa. Lo que queda se

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ofrece al que pasa, no como ofrenda ni seducción: como cuenco, jarro, copa, vaso, lo que pida la época que se ofrezca. Siempre hay sed. Y el que pasa, el que se concibe por paso y en el paso se hace y se rehace, la lleva como un levantamiento de campo u oasis, como lo que la mano metió a la orilla para que fuera otra cosa ese siempre ritual de viajero –caminar cansa–, levantar el agua que cae entre los dedos y sostiene lo que queda en la palma, y así fue: en otro lugar un ritual se juega de igual forma, un partido donde la imaginación, a pura imagen, devuelve al objeto lo que al objeto le arrancó su proyección en grieta, en línea de agua, en hendidura entre dos rocas donde hay nido y nido donde hay pichones que ya están y ya no están: mañana, su pérdida. Lo que queda es más que el loco que el uruguayo mezcla de urubú, agua y yo, un precipitado que enrostra al otro en señal de afecto. Uno hace agua. Uno hace humo. Uno pierde por la herida. Uno puede, si quiere, fabricar pérdidas. En la metáfora del mundo el plural cabe, en esa metáfora, ahí adentro, llevados por la mano de un transparente que engaña, de un ver claro que era cal para tiniebla, en el cobijo frío de la blancura al aire libre, fuimos trepanados. Otra cosa es lo real de la literalidad, lo que se lleva el que de veras vivió, el que se lleva lo que no queda. El que lleva en la cabeza el corte de hospital, vendado. Un hospital no es hospitalario. Siempre es menos que un pasaje que comunica una calle con otra, esquina con esquina, la catedral con el Centro Cultural de España. Un hospital es el reino de la distancia y de la baldosa, la comunidad del diminutivo, los dos males, viejo y niño: un pasillo, un resguardo al costado de lo que pasa, lo que ahí queda cuando se llevan el mundo, la vida y toda esperanza. Es blanco –un desteñido del puro que huele a cloro pero no lugar de la esperanza. El afuera de quedarse en el puerto de cara al cielo y no al barco que ya se va. En bata. En el hospital, sobre la cama, el paciente que no espera por paciente fue sustraído al movimiento que está en todos los demás. Los demás, llenos de clorofila y fosforescencia, miran con los labios

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esbozados desde lo alto de una montaña. Todos se van, su mirada es al quedado. Así las cosas, la eficacia de un poema es la escritura que genera pensar en lo que pasó –su estela. Un niño, acercado al momento, sólo piensa en su cometa en el cielo de Semana Santa-Semana de Turismo en Uruguay, laico de Artigas a Mujica, esa estela que comunica un Pepe con un Pepe sobre el mismo cielo. Hay una estela donde no quedó ni una marca, hay una huella donde no hay una cosa, una marca es una cosa, una cosa tomó el control del mundo. Mercancías del mundo y átomos de Demócrito en distintos niveles chocan entre sí. El mundo se reparte en debes y haberes, un puñado de haberes y millones y millones de insectos que miran con los ojos duros de una dureza dura porque otra no hay. Sobre las mercancías, un pie aquí, un pie allí, no se levanta nadie, no aquel Nadie que inventó la astucia de no caer, la sordera de no caer, el pacto con la habilidad, su carácter técnico, el negociado. El mundo es un lugar perfecto para quien quiera apoderarse. El que quiere apoderarse no quiere dejar nada, lo marca todo, no quiere dejar huella. Un ombú marcado en la corteza que da a la altura de la cara, un mirlo marcado en la punta del pico que da al agua, una ventana marcada en la hoja que da, al abrirse a la derecha, a la bombilla que brilla en el baño de la vecina. Por aquí pasó el que marca todo, una puerta con un judío adentro. El que quiere apoderarse es responsable del conflicto que crea entre la cosa y el lugar, casco contra tierra, roca contra cielo, hijos de puta contra la pared. Y partes de un cuerpo mayor, antiguos miembros de una unidad destrozada encuentran su lugar cósmico, girando. Los augures fueron obligados a retirarse, dejaron unos cestos con plumas de pájaros abiertos en sus vísceras para mirar. Abierto el cuerpo, nadie puede cerrarlo. Abierto el cuerpo ya fue abierto. Nada será como ayer. Ayer, antes de hoy, abierto. Se podría decir que arriba, entre lo cósmico al fin su espacio, el cuerpo de Tupac fue cosido por los dioses. Conmovidos, se levantan de la mesa. Pero no hay

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dioses conmovidos. El principio de conmoción es para quien no quiere apoderarse. Fueron las bodas del desmembramiento su brindis con L’aur’amara. Seis y media de la mañana. Se apaga el foco de la puerta que da a la calle. El poema es lo que no se llevaron. No porque no pese. Pesa. Porque no se entiende nada.

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4 El desierto de Atacama


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La imagen poética del mundo es la de un vacío barroco. La imagen del desierto, la de un vacío repleto. Hay lugares plagados de símbolos: cada grieta, cada sobreviviente –las cucarachas–, cada grano o habitación de hotel, simbólicos. Raro es encontrar un lugar vacío –no completamente: habitado pero desierto, “sin un alma”. Y nada más poblado de almas que un desierto: el espíritu del viento, el espíritu de la piedra, el espíritu del musgo, de la largartija, de la serpiente, de la hierba y de la lluvia antes de mostrar el cobre. Y el sol siempre. Imposible un desierto des-solado. La percepción diría que, “como un sí en una sala negativa”, el verso de Joao Cabral de Psicologia da composição, cualquier grito haría tambalear ese silencio, no por la importancia de lo mínimo que va ganando terreno en la historia de la sobrevivencia futura: por la magnitud de la capacidad de resonancia. El desierto visto como una cámara. Pero no hay tal cámara ni tal resonancia. No se oye nada. El desierto es un espacio sordo. Tal vez el viento tiene permiso de ruido. Pero silba apenas. Todo el mundo está solo, individuado y solo. El afuera es la característica, parecería, del desierto. Pero no: cualquier afuera, cualquier parcela de afuera, cualquier patio de casa o establo bajo las estrellas tiene mayor cantidad de afuera que el desierto. Un desierto es el principio de una contradicción que se desarrolla a través de su travesía. Lo supera tal vez la lluvia mansa sobre el campo, una lluvia sin rayos, sin relámpagos. Una lluvia sobre el descampado, una lluvia sobre el desierto, es la desolación: el contacto entre dos niveles de mundo que parecerían intocados. La lluvia se guarda para las cosas, la lluvia trae consigo la memoria de una plenitud. La lluvia es lo que colma lo faltante. Sobre todo porque está en relación inversa al ver: la lluvia es sobre, cae sobre nosotros, anula nuestra distancia, nuestra única esperanza de individuos: la fusión del después. La lluvia viene antes. Y todo antes sorprende cuando no desespera. Saber del desierto es saber de la distancia, de la magnitud y del lugar. Hay pocos lugares como

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el lugar-desierto. Quien va al desierto va a la experiencia del notiempo, a la experiencia del viento, a la experiencia de una vida. Pero va sobre todo al lugar. Pero sobre todo va, en contradicción con lo dicho, a la gran experiencia de intimidad. El afuera íntimo del desierto, el vacío repleto. La experiencia del afuera en la poesía de Zurita es característica. La experiencia del afuera desde la perspectiva de la naturaleza. Es una poesía con muy poca posibilidad urbana. Ante una naturaleza fuertemente descrita, aparece una urbanidad mínima dada por la experiencia humana. Es una de las pocas experiencias poéticas latinoamericanas donde el ser humano no aparece visiblemente cercado. Aparece perseguido, humillado, violado, torturado pero sin ciudad. Lo que puebla en esa poesía no son tampoco los seres humanos: son sus voces. Se podría trabar ambos fenómenos y decir: la poesía de Zurita es la naturaleza con diálogo humano. Cómo es ese diálogo, qué dicen esas voces, es uno de los cantares. El otro cantar es lo que dice la naturaleza, ese otro cantar que se manifiesta como resonancia o secundidad –lo que secunda, lo que le hace de segunda– a las voces que bordean la anonimia en esa poesía. Partiendo de la anonimia, todo nombre propio parece falso, impuesto, tentativamente puesto en el poema para señalar un titular momentáneo del habla que contará una historia. La fuerza de la desaparición es la otra propuesta. En Canto a su amor desaparecido el amor hace desaparecer todo. La desaparición de América Latina, país a país, enumerados como nichos. Si se hablara de resurrección de la palabra luego de la desaparición forzada del hablante se diría que la condición necesaria pasaría por el pasado del decir –lo dicho– y que lo dicho debería reconocer en su lugar de entierro –el nicho– su punto de partida. Entra en diálogo con el Ernesto Cardenal de En Pascua resucitan las cigarras:

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En Pascua resucitan las cigarras –enterradas 17 años en estado de larva– millones y millones de cigarras que cantan y cantan todo el día y en la noche todavía están cantando

Esas voces tienen un contacto otro con el Pedro Páramo de Rulfo. Ese nombre es el nombre anónimo, el nombre que tiene un titular que lo toma del contexto que ha creado. Las voces del Páramo son voces desoladas: hablan sin un punto de formulación determinado, hablan en el aire, hablan sin tener en cuenta la frontera entre lo vivo y lo muerto. Más que voces parecen almas en pena, voces en pena. Esas voces suenan a murmullo, a historia paralela a la historia discursiva –la famosa historia oficial escrita por los vencedores. En Zurita, en Cardenal y en Rulfo hay un rasgo común: eso que murmura como diálogo, canto o voz en pena, resuena como relegado, como sin lugar en el mundo o con lugar aparte. A Foucault le suena a contravoz, a voz opositora desde un siempre in illo tempore inverificable como origen, visto retrospectivamente. Lo relegado traza un paralelo. En este sentido la noción etimológica de parodia, “canto paralelo”, no sería una bastardización de la experiencia original –lo que obliga a la parodia– sino el retorno de lo reprimido. Distinguir entre el retorno de lo reprimido y la vocación retro-maniaca es difícil. Pero están las dos posibilidades de interpretación latiendo y viviendo conjuntamente en este momento histórico. La naturaleza es objeto de deriva desde lo humano hacia ella de las potencias de lo humano. En esa física, que es su verdadero nombre, en esa amplitud desmesurada de lo físico que es la naturaleza, se cumplirán –en ausencia de lo humano entero, en presencia de la desaparición humana que hace, como deriva, desaparecer lo que alberga y construye el hombre– las funciones de lo humano. La naturaleza canta, la naturaleza se ama, no como metáfora: como potencia

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derivada. O como, en la ausencia del hablante, resguardo de sus potencialidades. Lo que ampara la poesía de Zurita, lo que la hace resonante como experiencia poética más allá de su lenguaje y de la coyuntura histórica que narra, es el mito. El mito de la naturaleza como fuerza matricial y nutricial, como madre, es la herencia que recibimos de la tradición. Y, por lo tanto, ante la modernidad –concretamente: desde la última fase que inicia la Revolución Industrial– y su política de arrase que junta escombros al pie del ángel de la historia –para parafrasear a Benjamin–, es el espacio profanado, vulnerado, dominado. Pero es más que un espacio si es entidad mítico-simbólica. En su contacto es deriva ontológica. Una noción panteísta enmarca la conceptualización poética de Zurita: las nociones de fusión y renacimiento. El desierto de Atacama (Los varios núcleos problemáticos del lenguaje poético) Se trata del intento de guardar en la intimidad del desierto la vida vulnerada. Lo vulnerable primero es el lenguaje. Luego el lugar. Un lenguaje cuyas proposiciones lógicas no son verdaderas, ¿es verdadero? El objeto al que se refiere el lenguaje con proposiciones lógicas no verdaderas, ¿es verdadero?

i. Los desiertos de atacama son azules

ii. Los desiertos de atacama no son azules lo que quieras

Zurita:

ya ya dime

La respuesta a la pregunta por la verdad la da el mismo iii. los desiertos de atacama no son azules porque por allá no voló el espíritu de J. Cristo que era un perdido

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La respuesta no es lógica y por lo tanto no verdadera en términos de proposición. Pero es verdadera en tanto que míticosimbólica. Entre la primera proposición lógica falsa y la segunda proposición lógica verdadera no media nada. La tercera alude a una posible salida a la encrucijada planteada por el efecto de verdad. La tercera es la vencida: el mito. “J. Cristo” –que en la edición de Universitaria de Chile de 1979 está escrito tal como lo cito, con apellido completo y nombre con inicial– aparece escrito con mayúsculas en oposición al desierto de Atacama en plural cuya grafía es minúscula. Si la mayúscula privilegia o jerarquiza, todos los desiertos no valen lo que un cristo. Pero sin ese espacio paradójico, ¿dónde se lucha contra la tentación? Un desierto en presente, más que en presencia La cuestión para Zurita es la primera cuestión nuclear para el poeta actual: cómo hacer valer –más allá de la fe transhistórica que pasa por encima del lenguaje y del tiempo como si la poesía fuera el espacio de la eternidad consolidada– topos discursivos y figuras discursivas como el mito en el tiempo del presente, tiempo del descreimiento, del relativismo y de la incertidumbre. A este tiempo corresponden las grafías del posible cristo: un cristo de nombre abreviado que vale como cualquier J. Pérez (o cualquier Jota Mario). Si el nombre es el talismán de la fe, su pronunciación es su acto. Quien vive con el “jesús en la boca” está o bien desbordado de fe o desbordado de retórica o desbordado de habla que se emite automáticamente sin pensar. Lo cierto es que el personaje mítico es un cualquiera (“J. Cristo que era un perdido”, dice Zurita, haciendo uso del metalenguaje inmediato sobre el nombre que acaba de pronunciar) al borde de la anonimia. Pero el mítico cristo es el efecto de verdad que puede responder a la disyuntiva entre falso y verdadero. El problema no es cristo. El problema es el desierto. El problema no es cristo. El problema es el lenguaje que dice el mundo, el 57 57


problema son las palabras y las cosas después que pasó la lógica del exterminio con sus mil explicaciones. Cristo permanece fijo, intacto. El lenguaje y las cosas ya no están en su lugar. Es más: no sabemos si están. O están y no están. El mito está fijo, el mito está, precisamente, porque el mito está fuera de discusión entre lo falso y lo verdadero. Entre la intuición lírica y el dato cultural, el poema se acerca a su objeto, el desierto. Si la variación lingüística falla – no hay lenguaje “verdadero” para decir el lugar– se produce una alteración radical en el espacio-tiempo. Lo que era el destino del viaje, el desierto, lo que era el objeto del lenguaje, el desierto, lo que era la total configuración del poema, están alterados. El desierto de Atacama está y no está allí. Es una presencia y una ausencia a la vez. Aquí Zurita toca el segundo núcleo de la poesía moderna, la poesía muerta-viva de la actualidad. Sólo que, para ampliar la contradicción, esos elementos no son ya antagónicos (tal vez no lo han sido nunca y sólo han sido temporalmente discontinuos entre sí, sucesivos, no paralelos). Ahí no hay parodia: la parodia es un diálogo entre vivos. Todo paralelismo se da entre vivos. La poesía “muerta” (la que murió con Hegel y la filosofía alemana con el concepto de “muerte del arte”) y la poesía viva, que dio un rodeo a esa idea axial y reapareció en otro lugar distinto al de la discusión central, dominante y hegemónica occidental, hoy coexisten. Este fenómeno entre dos realidades, entre dos tiempos, el de la ausencia y el de la presencia, es una idea nodal en la poesía de Zurita. Ahora es la vez del desierto concreto:

i. El Desierto de Atacama son puros pastizales

ii. Miren esas ovejas correr sobre los pastizales del desierto

iii. Miren a sus mismos sueños balar allá sobre esas pampas infinitas

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La cosa concreta sostiene poco el soporte del desierto. Sostiene dos proposiciones. A la tercera entra en la dimensión metafórica. El planteo parece ser, más allá de la paradoja que transcurre con el poema, que el dominio del desierto es posible porque ahí hay enclavada otra dimensión, la dimensión de la sobre-naturaleza, diría Lezama: lo sobrenaturalizado que adquiere esa potencia por la fuerza del lenguaje. La cosa concreta devuelve piso al observador. Entre tanta abstracción o conceptualización lo concreto parece devolver mundo a lo que está por perderlo, en el límite, bordeando su ausencia. Pero el desierto es eso, el borde de una ausencia, visto de afuera hacia adentro. El lugar desde donde se mira es fundamental en este poema de Zurita, el lugar del observador. El sujeto que mira otorga objetividad pese al entredicho en que está puesto el lenguaje. El lenguaje, que en la poesía pre-moderna entregaba ontología, ahora no entrega nada: está en cuestión. La mirada lo suplanta. La mirada define lo que es y divide lo que es de lo que no es. El desierto se plantea como un espacio donde las cosas pierden objetividad tragadas por un abismo no concreto o sobre-concreto que les otorga un estatuto supra-real –o Real, en términos lacanianos. El desierto ataca los sentidos mediante la sensación inequívoca de su ser presente fantasmático. O, dicho de otro modo, donde las cosas se des-concretizan. Aquí aparece un tercer núcleo problemático de la poesía moderna: el proceso de cosificación del mundo –y de la palabra– y el proceso de des-cosificación del mundo –y de la palabra. En Rimbaud vemos la culminación moderna del proceso de concretización de la palabra convertida en unidad con la imagen y la metáfora. Son realidades soldadas. Mallarmé toca el nivel de concreción del poema como un artificio: lo que era realidad entre ilusoria y verdadera creada por potencias daimónicas (concepto que a la vez abonó y deshizo la conciencia romántica alemana y también la inglesa-norteamericana: Hölderlin y Von Kleist, Poe,

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Whitman y Emily Dickinson). Entre dos siglos Rilke presenta la queja por la regionalización de la cosa, por la nacionalización de la manzana: “Antes había manzanas. Hoy hay manzanas americanas”, más allá de la crítica al avance del modelo pragmático norteamericano. Pero la cosa es la visibilidad pragmática. Luego del modelo norteamericano en acción (el modelo de la hiperproducción capitalista) conceptualizar la cosa parece un acto de espectralización de la cosa, devolverla al estatuto genérico. Esto para la poesía es clave. Es donde se enfrenta la matriz míticosimbólica con la palabra concreta. Lo mítico-simbólico convive con lo espectral. El mismo mito durante la primera parte del siglo XX –me refiero a la escuela de Eranos– vivió culturalmente en forma espectral, cayendo a la derecha para escapar de la izquierda. Pero la palabra poética en su ánimo de concretud puede sucumbir ante la espectralización. Cuarto núcleo problemático: ¿la palabra poética espectral viviendo en el mundo de la cosa o la palabra poética concreta viviendo en el mundo espectral? Hay razones para que ambos casos sean considerados. ¿Qué se juega en el espacio llamado desierto –un equivalente semántico común al espacio del no haber en forma adjetival– que no sea el espacio del haber (mundo) y el espacio del hablar (lenguaje)? Ese desierto, en su vacío, es el albergue de los descarriados. El mundo descarriado, el lenguaje descarriado, hasta el mismo J. Cristo, descarriado. “Aunque “el desierto avanza” (Nietzsche) lo hace como amenaza de un desenlace fatal: no es posible mundializar el desierto ni verbalizarlo –no decirlo: poblarlo de lenguaje. Es posible mitificarlo porque es por tradición uno de los espacios mitificados. El desierto es el lugar de la pregunta (búsqueda) y el lugar de la respuesta (encuentro). O la pérdida en ambos casos negativos. Cristo va al desierto porque es el lugar límite, donde los límites se desdibujan por el amplio espacio que los enmarca. No hay límite en el desierto. Hay desierto, que es un límite. No es necesario buscar el punto de encuentro entre desierto y Cristo: el punto es el

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mito, el desierto es el lugar idóneo del ente mítico. ¿Qué puede buscar el lenguaje en el desierto si lo primero que hace es, ahí, en el desierto, equivocar su decir (“Los desiertos de atacama son azules”)? Purificarse, tal vez. “Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu” (“Donner un sens plus pur aux mots de la tribu”, el verso de Mallarmé en su homenaje a Poe) es reconocer, más allá del concepto de “poesía pura” del abate Brémond (esto no quiere decir “poesía esencial” sino, más bien, en términos simbolistas, ultra-poesía, la más alta poesía-poesía, el destilado último que puede dar), un gasto, un derrame, un vaciamiento de sentido. O en su opuesto: contaminación. Más de medio siglo después, William S. Burroughs reconoce, con sentido contrario, la habilitación del concepto de virus para el lenguaje. Pero el lenguaje visto ahora no como ente pasivo sino como agente contaminante. El reconocimiento de Mallarmé de un lenguaje contaminado habla de una pasividad: el lenguaje (poético: lenguaje de la “tribu”) habría sido contaminado, fue contaminado pero como sujeto pasivo u objeto de contaminación. La razón es histórica: el proceso de secularización, el “desencantamiento del mundo” que hace estallar en el siglo XIX la figura emblemáticoescritural de “conciencia desdichada”, orilla al lenguaje a indiferenciarse del habla, y al habla poética del habla cotidiana (“la contribución millonaria de todos los errores”, como lo llama el poeta y pensador brasileño Oswald de Andrade). La prosa de la ciudad sólo podía haber confundido (en el sentido de mezclado) a la poesía de la tribu. Lo que luego Marshall McLuhan verá como globalización (en el sentido de totalización del mundo, de mundialización) de la aldea no puede ocurrírsele a Mallarmé. Pero ese proceso de contaminación es el pago que la modernidad cobra al poeta. Desencantamiento no sólo significa temporalización o profanación. No se trata de no perder el encanto, se trata de haber perdido el mito. El sentido más puro a las palabras es el sentido mítico. Por una cuestión temporal vinculada al mito de los orígenes. Cuanto más nos

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alejamos de una noción de origen más nos alejamos de la palabra original (aunque no haya memoria de ella), cuanto más nos alejamos de la palabra original, más contaminamos el lenguaje. Paradójicamente (y la poesía es su reino, a no ser que re-caiga en las aguas bautismales del mito que ahora serían neobautismales), a mayor distancia de la primera palabra mayor índice de contaminación. Pero el virus depende de la cercanía. ¿De la cercanía de qué? De la cercanía del otro. Pero no hay más culpables de contagio que las lógicas de mundo –como diría Badiou–, no hay sujetos u objetos virales: el virus está en el aire, todo es virus, todo está contaminado. Si no se ataca la lógica no hay nada que hacer. Y la lógica es pre-lingüística. Sólo en una segunda vuelta el lenguaje se hace cómplice: en callar cuando debe hablar y en seguir hablando cuando el silencio es el radical necesario. Un fatalismo sesentero como el de William Burroughs es el realismo del presente: ¿no es una arremetida viral, contaminante, la estrategia de espionaje mundial de la NSA que denunció Edward Snowden? El lenguaje erra en el desierto (lo azulea) porque el lenguaje está contaminado, contagiado. Estaría contagiado de mundo –contagiado de habla que es lo más cercano al lenguaje mundano– para Mallarmé. Está contagiado de muerte para Zurita. El lenguaje va al desierto como en un gesto automático a re-mitificarse. Pero es im-posible –el único viaje del lenguaje poético es hacia adentro. En cuanto al proceso de espectralización del mundo, hablar de post-mundo es hablar de mundo espectral. Y así como la palabra golpea en la puerta de la post-palabra, el mundo golpea en la puerta del post-mundo. ¿Qué va a hacer el mundo al espacio del des-mundo que sería el des-yerto? Si la partícula deses capaz de liberarse del sustantivo en un gesto mimético –como un desprendimiento de lo mismo–, el mundo se anularía en la búsqueda de re-encantamiento. El mundo en su perspectiva actual, profundización de la lógica tecno-científica (técnica en un sentido más amplio

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como la llamaría Heidegger) tiene un direccionamiento fatal, no por la técnica (esto es: la ausencia de Dios) sino por la lógica de producción y consumo que sigue el capital. Lenguaje, mundo, mito: todo está bajo sospecha para Zurita. El desierto da sus últimos estertores. No hablé de la dictadura militar de Pinochet, dispositivo articulador de la poesía de Zurita. No hablé de la significación del desierto de Atacama en esa labor histórica de re-articulación de lo humano posible en el caso concreto de Chile, ni de la importancia de los lugares geográficos mitologizables como puntas de hilo de una purificación que sería una re-purificación. La misma articulación de una re-purificación –el gesto del revival es la verdad contaminada del mundo: si es el precio que la modernidad paga al pasado por haberse soltado rumbo a lo nuevo y en la crisis de lo nuevo el pasado reaparece– está signada por la sospecha, todo se articula bajo condición. La imagen está condicionada. ¿Cómo podría ser de otra manera si la imagen es un conductor espectral? La imagen de que lo que sigue sobra domina el escenario de lo que sobrevivirá. Es el triunfo de la espectralización del mundo.

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5 El poema que no estรก


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Hay el poema de la presencia. Y hay el poema de la ausencia. Hay el poema que olvida la ausencia en que cayó el que alcanza a subir desde el fondo de un pozo para reclamar su derecho a la claridad y al aire puro. Hay el poema que, clavada en la presencia, tiene una estaca de ausencia que supura la herida que dormía cicatrizada bajo la sombra de la presencia. Un árbol. Un árbol la presencia. La herida que dormía bajo la sombra del árbol de la presencia. Lo que hace presente presencia lo que está. Pero muy rara vez, lejísimos, hace ya mucho, lo que hace ausencia presencia lo que no está. El olvido se entiende con olvido, el olvido necesario y el olvido innecesario. La política del presente indica que todas las cartas están sobre la mesa. Incluso cuando se descubre el juego sucio mundial como la pesadilla millonaria de una multiplicación de ojos prendidos la misma noche, se escucha que se dice: “todas las cartas están sobre la mesa”. Y no están. Nunca están todas las cartas sobre la mesa. Está la suerte. Echada. Pero echada por la borda al mar. Lo que se ve poco desde la Torre de Estos Panoramas es el poema-tramo-escrito-entre-lo-que-está-y-lo-que-no-está, el poema en fuga. Cuatro caballos deshicieron el cuerpo de Tupac Amaru, el desmembrado gira en el cielo en sus miembros fríos, cristalizados. En mis lecturas sobre las constelaciones de Walter Benjamin vi un lugar vacío en el cielo donde cabría el nombre Constelación de Tupac Amaru. Hay un significante que me persigue. Desde mis lecturas de L’aur’amara de Arnaut Daniel y la fascinación que se impuso sobre mí como encandilamiento tardé años enteros en darme cuenta que el significante que me perseguía quería llevarme a Tupac Amaru. L’aur’amara encontró su Tupac. Decidí que habría bodas. Decidí que un poeta es quien hace bodas de ausencia y de presencia. Abría al infinito bodas de ausencia y de presencia. El poema siempre está. El cuerpo destrozado es el que traza el enigma entre las constelaciones vacías. ¿Y los cuatro caballos, pregunta? Los cuatro caballos nunca volvieron. Pero no han salido de los Andes. Un poema

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en fuga de la memoria que lo espera para archivarlo en su nicho de predecible. El nicho de predecible, igual que el fin de la esperanza, alcanza la amplia zona que va desde el puerto de Manaos al puerto de Veracruz pasando por el puerto de Montevideo. Los buques de carga que esperan a varios metros del muelle del puerto de Montevideo donde paré para mirar el mar tienen ese peso de abandono de quien deja una época para entrar en otra –un XIX para entrar en el desquicio que lo cambiaría todo del XX, tierra de la gran promesa a pocos kilómetros de la Primera Guerra mundial– una canción por un himno que no se oye, no se oye, una cárcel por la soledad que no te dejará nunca más. ¿Una cárcel que se llama Libertad por una novia –muy hermosa– que se llama Libertad (Yupanqui)? Huele a pescado frío, huele a vino de noche, huele a vuelta del tiempo sobre un roído de bronce. Hay poemas que huyen de su propia consumación. Hay poemas que regresan al regodeo del lector conocido. Poemas que huyen de la pira de su consumición, poemas que toman consciencia de su estar ahí en acto. Es tal la autonomía que adquirió el poema desde el siglo XVIII que se termina creyendo, con el lenguaje de nuestro lado, en la autonomía del poema como entidad consciente fuera de sujeto. Cuando se habla así uno empata poema con poeta. Hoy existe la certeza de que no son la misma cosa. Conozco poemas que no me dicen nada, poemas que me gustaría haber escrito, poemas que sé que su escritura fue completamente necesaria para cambiar la vida humana, no la sociedad. Si las Iluminaciones no cambiaron la sociedad, si la Comuna de 1871 no tiró abajo la ignominia, si la palabra “himnominia” no señala la corrupción del lenguaje en su sublime alto, hímnico. Si las canciones de Paul Simon, Bob Dylan, Bruce Springsteen y Laurie Anderson no pudieron impedir que Obama revelara su profunda “blanquitud” (el término se lo conozco a Bolívar Echeverría, uno de los pensamientos profundos de América Latina en la

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estela de un Mariátegui pero más empático conmigo). Si todo eso que es vida en creación no para la invitación al ser humano a su propio degradarse, dan ganas de creer que sólo es posible la reversibilidad luego del punto de desastre, como pensó el último Baudrillard. Conozco además poemas que tienen un seguro de vida tan alto porque en su hechura siguen de acuerdo con una noción de eternidad que para estas vidas de hoy que no valen nada siempre suena agradable. Pero no conozco un solo poema canalla. Y conozco poetas canallas. Conozco poetas que entregan la poesía por un lugar al sol. Es el poeta lector, el poeta comunicador, el poeta consolador, el premio de honor. Se sabe hacer el poema del sitio seguro para gustar. “Ese poema me acompañó toda la vida”. “Cómo le agradezco haberlo conocido en los tiempos duros de la dictadura”. “Parecía haber sido escrito para mí”. El principio de la concordancia entre sujeto y objeto del poema parece haber acompañado mucho tiempo al ritual. Es un ritual antiguo celebrar un acuerdo de gratificación. Pero el poema es sordo a la queja, sordo al goce, sordo a la calumnia de ser señalado como sin sentido. Hablar de poema corre con el sobrentendido de hablar sobre lo que está bien hecho. Sin embargo, habría que preguntarse si tiene que estar bien hecho el poema de una época que alberga a un hombre que sólo en el recuerdo parece el hombre bueno. Poemas bien hechos para malos hombres. No para hombres “bien hechos”. En México, en la boca de ciertas clases acomodadas, hay una frase que cuando la escuché por primera vez no creí lo que oía. Alguien se refirió a un buen hombre. Dijo: “Es bien hecho”. La equivalencia de ser y estar como en inglés no sé de donde viene en México. Pero aquel hombre estaba “bien hecho”. Como si hubiera hombres mal hechos a propósito. Al contrario de esos hombres programados para el mal aquel hombre estaba preparado para el bien. Veinte por ciento de generosidad, setenta por ciento de capacidad de sufrimiento (treinta de soportar la humillación, treinta de omisión por miedo, diez de servilismo)

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y se mantenía entero como si nada. El resto lo que se le da en esta reencarnación. Todos los porcentajes están controlados por el Dios católico. O para, en momentos en que uno duda de si un sistema económico es realmente tan poderoso como para someter a gran parte de la humanidad, devolver la confianza en la especie. Un vuelo como de pájaro tonto rozó mi cabeza a la altura de la sien. Encontrar a un hombre así entre tanto hombre “mal hecho” era un verdadero hallazgo, algo que se le reserva a un trovador provenzal, a una empresa petrolera que entra en acuerdo con la oligarquía del lugar para explotar las reservas de un pueblo entero –digamos, Repsol– o regresando al París de la mitad de la segunda década del siglo XX, a Marcel Duchamp. No seguí mi camino porque no iba de paso. Pero empecé a considerar seriamente la diferencia entre un poema y un hombre. “O vento só fala do vento”, dice Alberto Caeiro. Si el viento sólo habla del viento, ¿por qué un poema debe hablar de otra cosa? Se soporta poco el poema que habla del poema, la poesía que habla de la poesía. La poesía todavía debe ser conductora de algo, servir al tema, situarse por debajo de lo que el lenguaje del poema dice. Cuando no es así, a eso que es de veras se le llama metapoesía. O sea: lo que habla de sí mismo está más allá de sí mismo. El metaviento, por ejemplo. El poema fue hecho para hablar de las cosas humanas. “Acostúmbrense a cantar / en cosas de jundamento”, dice Martín Fierro. “Cosas de jundamento” son las cosas humanas. El poema como materialidad sigue siendo para el lector medio “fingimiento de cosas bellas / cubiertas y veladas / de muy fermosa cobertura”, dice el Marqués de Santillana y repite dos veces la noción de cubrir. Poesía es lo que cubre la verdad como un velo de belleza. Y el poema en su materia no aparece en ese trato. Sigue sumergido debajo como lo que posibilita que aquello de arriba pueda ser dicho. Que el poema no aparezca es un pacto de seriedad con el oficio y un homenaje a la humanidad del lector.

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Es también un odio a la materialidad de la cosa. La cosa seria es la que no muestra su materia. Cierto: los hombres nunca van al baño. Ni para hacer del 1 ni para hacer del 2. En la grafía de los números están señaladas las posiciones. Los poemas de la presencia confirman el estado de hecho de un poema inmutable. Es el poema-insecto. Es el poema que resiste la paradoja de una humanidad devastada a la que su arte –poesía en primer lugar– sobrevivió. En la bella y trillada imagen de un escenario puro humo sobre fondo amarillo pálido –luz cremada– las antenas de los poemas miran la mirada con sus ojos redondos como lomo de escarabajo. Quién los ve, no: quién los leerá. Ganaron esa sobrevida mientras daban al humano la seguridad de un después que nunca podría ser humano. Hiroshima y Nagasaki lo confirman: muerto lo humano, vivan las cucarachas. Hay retóricas cuyo imaginario bordea la ciencia ficción. Pero el alejamiento del lenguaje poético de una realidad pura y dura es el fundamento de la retórica, la codificación de la distancia. En este uso del lenguaje se ve la capacidad del hombre de imaginar y escribir escenarios fuera de lo común, que apesta a conocido. La capacidad de abrir nuevos mundos. “Demasiada necesidad de información nueva”, diría Haroldo de Campos. La información nueva como garantía del ser-para-el-cambio, abolido ya el ser-para-la muerte. La especie se maneja como especie condenada. Las zonas de la especie que habitan el norte. Si no creyera de veras en una “epistemología del sur” como llama Boaventura de Sousa Santos al pensar no hegemónico no estaría escribiendo esto. Pero la poesía está fuera del pensar y están en vías de desaparición los poetas pensadores. Sólo lo hegemónico tiene lugar. Y los poetas quieren ese lugar. Durante gran parte del último tramo de la modernidad que arranca en el siglo XVIII los poetas alcanzaron la dignidad sabiendo que su lugar era un no-lugar. Los poemas ganaron un espacio de decir sin límites.

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El poeta debía imponerse sus propios límites. Emancipación iluminista: pensar con la propia cabeza. El poeta iba en su poema hasta donde podía, no hasta donde quería el lector. La configuración de un poeta-masa es la garantía del triunfo de una recepción-masa, no masiva sino no capacitada. Los grados de complejidad fueron reducidos al mínimo. “No se conoce / de poemas instalándose / en el triunfo de estar hechos”: este fraseo excepcional es de El motivo es el poema, un libro excepcional de un poeta excepcional, Alberto Girri. A lo excepcional hay que decirlo tres veces como todo en la Comedia de Dante. Pero nadie lee lo excepcional sino por momentos de arrojo, nadie lee a Girri que no sea poeta, nadie lee a Dante salvo por deber de memoria o requisito académico. Pero parece que sí. Parece que hay poetas que quieren para sí el goce de que sus poemas asienten sus reales en las pompas de una gloria que sabe cada vez más a monarquía, a capital perfumado, a lavado de dinero. El poema de la ausencia es del orden de la precariedad. “Sabe” que todo esto no puede durar mucho. Que esa algarabía festivalera que grita en los auditorios “la poesía no se vende” es tan falsa como la posibilidad de una paz duradera en América Latina. La poesía se vende dos veces. Una por diez dólares, otra por la derecha de su majestad, Poder. Estar a merced de la nobleza no obligó a Góngora o Quevedo a ser más inteligibles o menos corrosivos en sus poemas. Lo único que explica que un intelecto refinado como el de Álvaro Mutis haya celebrado en Un homenaje y siete nocturnos al imperio español de Carlos V y Felipe II es una creencia real de que es mejor depender de la nobleza que del capitalismo salvaje. Pero el capitalismo de hoy es la nobleza de ayer. Y la única diferencia entre la sangre azul y la sangre roja es que la azul es fría y lo frío dura más que lo caliente. Hay una estética de retorno más acá de cantos celebratorios al Poder añejo. Es una estética que se proyecta como “humana” por comunicativa, en oposición a estéticas incomunicables –y, aunque no se dice, por simple oposición,

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“inhumanas”, o, por lo menos, post-humanas, para mantener el habla con un cierto léxico no desautorizado teóricamente. La cosa es grave para que alguien como Ernesto Cardenal suscriba en declaraciones públicas su apoyo a una especie de oleaje mundial contra la poesía “incomprensible”. La poesía incomprensible es la verdadera poesía de la ausencia, la poesía que no olvidó su parte ausente, no comunicable. Parece perdida la batalla que el formalismo ruso a principios de siglo XX libró en defensa de la comunicación estética, la comunicación de formas, contra la comunicación de mensajes simples, denotativa. Hay una especie de clamor que une poéticas que se pensarían diversas –Ernesto Cardenal tiene una obra memorable por momentos que no parece haber cedido a ningún chantaje sentimental o ideológico, los que pueden echar a perder una obra– a favor de una poesía “humana”, denotativa o de retórica canonizada. La imagen Está el deseo del poema que no está, el deseo latente está. El lugar de la esperanza entra a jugar con toda su fuerza. Como si un lugar entrara, entra el lugar de la esperanza. Un continente en otro, durante la gran glaciación. Los acercamientos se dan a la par. La gracia sustituida por el efecto glaciar no es una mala asociación. Lo glaciar está en el aire –nieve o no nieve, se produzca o no condensación, el agua es dulce– después de haber sobrevivido épocas, edades, bajo el auxilio, todo parecía indicar, insustituible de la gracia. Pero la condensación era el secreto de la poesía. Poesía=dichten=condensare, la ecuación de Pound, en esa lógica babélica que era la dueña de su encantamiento. El lenguaje condensado de la poesía que promueven los modernos norteamericanos –cuyo extremo objetivista puede caber en este verso: “the apparition of this faces in the crowd. / Petals in a wet, black bough” (“La aparición de estos rostros en la

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multitud. /Pétalos en una rama negra, húmeda”)– es posible en un mundo que se funda y sostiene en la dinámica positivista, en el motor de la esperanza y en la razón técnica y su deriva, lo nuevo. La oposición gentío / naturaleza quiere resaltar la posible fusión Occidente / Oriente, sueño de Pound. No sabía Pound en 1920 que la multitud iba a ser patrimonio de Oriente como objeto de explotación, ya explotada la naturaleza. Por lo pronto, archipiélagos. Aunque la realidad es insular –esto señalaría un triunfo de Lezama– el del aislamiento, lo cubano en lugar de lo insular literal del poema, lo que produce el gesto de re-pliegue, lo plegado alberga nidos, huevos, larva y musgo. El repliegue ensimisma, la materia –o el vacío– habla de sí misma. Se trabaja a propio jardín. Brasil rompió el aislamiento en 1922 con la Semana de Arte Moderno de São Paulo (Mario de Andrade, Oswald de Andrade, Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade). Desde ahí, Brasil reiteradamente intentaba contactar, hacía envíos –antes, mucho antes de la globalización glaciar– al mundo desde un extremo, riguroso y a veces chirriante color local: Poesía concreta en la década del 50, Tropicalismo y Cinema Novo en la década del 60 del siglo XX. Son trabajos hacia adentro a los que el aislamiento obliga. Si tupí –la tribu amazónica– es capaz de sustituir a to be por homofonía –un verbo entero, una lengua entera, un imperio entero que dominó la India y metió mano en otros territorios nada simples– desde una tribu indígena amazónica es posible cambiar ontología occidental por modo de vida –antropofágica en la realidad, culturalmente metafórica: la propuesta de apertura al mundo para asimilar mediante el ritual de apropiación el poder del otro para –y esto es el aporte, aparte del juego, de Oswald de Andrade– competir en igualdad de condiciones en el mercado internacional desde una subalternidad devoradora, entonces sí: “Tupí or not tupí: that is the question” (Manifiesto antropofágico, 1928). Esto es calor. La insularidad es insoportable –imposible ya en un mundo donde el carácter expansivo del capital tiende a

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dominar cada rincón, cada canto que no se levante o se levante: ahí está la necesidad de resistencia como un estado permanente que responde al estado institucionalizado de excepción–, la tendencia es a formar archipiélago. El culto a lo nuevo –el nuevo poema, ¿dónde está?, ¿dónde está?– se diluye en la aceptación de una sobreproducción media, mediana y mediocrizada por la urgencia –la amenaza de dejar de estar llegó a la poesía de América Latina como las plantas automotrices a Chicago: la locura del niquelado, la locura circular, la urbanización del ruido a rima golpeada que sólo la velocidad desatada, la puesta en fuga, aminora por momentos– donde la cuantificación muy relativamente aumenta el índice de calidad. El deseo es de formar archipiélago. Archipiélagos presentes. El vínculo con el pasado real y vivo está roto. El pasado que vuelve es el pasado autorizado. Se vive el deseo de algo que supla la sensación insoportable de flotación y deriva. Un deseo de consolidación en alguna raíz suficientemente profunda y presentable en el mercado de lo nuevo, una raíz entera, armada y completa con tierra adherida alrededor, tierra seca, solidificada. Todo es metafórico, de ahí que la metáfora real, el tropo, no surta efecto. Algo dice que la sociedad fue víctima de una gran sustitución. Cada isla poética ya instalada en la región de la supervivencia –gana terreno un “mientras tanto” dirigido y digitalizado ideológicamente– vive la fantasía del auxilio inmediato en caso de siniestro. Se exige archipiélago, la cercanía defensiva. La vida como protección, ¿hasta cuándo es vida? Lejos del gasto pero también del ahorro, todas las preguntas por la realidad son impertinentes. El fuera de lugar ganó el terreno del no-lugar. Defender un no-lugar suena a cháchara rancia, la antigüedad como un vacío de valor bautiza con su nombre la inquietud legítima de un qué será antes normal, ahora loco. El loco del futuro ganó lugar al loco de la familia, al loco de la historia, al loco del arte, al loco de la guerra. El loco del futuro pregunta qué será al espejo del presente. La esperanza –el deseo de algo que se espera, nada 75 75


religioso, por cierto– es que en lo que no se conoce habite algo distinto, concreto. Un árbol del abrazo, lejano pecho fraterno. No sé si ese posible es alimento de una idea de cambio o simple curiosidad, ensanchamiento del haber visto, oído y gustado en esta vida que nos tocó en suerte. Lo que no está es una ausencia que se evita como ausencia pero se acepta como deseo. La figuración de una nostalgia interdicta. Se puede ser todo: posthumano, traidor a la especie, cerdo capitalista, rata explotada, menos nostálgico. La nostalgia como ensoñación de un pasado, polvo con sueño. Un dorado que hace mucho se ha vuelto azul como el negro. Está levantado a nivel ético defender la presencia contra toda ausencia, como si fuera defender la vida contra la muerte. Pero esa ausencia no es añoranza: es memoria quitada de lugar. Cada cosa producida cada día con valor de novedad es concebida como afirmación de la vida como si fuera sol, viento, aire. Es el heroico lo que hay. El temor al huracán del pasado que chupa como un vacío contra el temor del remolino presente que abre el vértigo a los pies pero que, por un juego favorable de espiral, podría –quizás, tal vez, quién sabe– poner todo esto sobre un piso seguro. El poema que no está mantiene su secreto. Es nuestra confianza que así sea. El poema contemporáneo agotó el procedimiento de mostrar el método después del trabajo realizado. Todo poema puede ir –no quiere decir que vaya prescriptivamente– acompañado de su palabra más fea del mundo: “bitácora”. Cuando en realidad es un diario de viaje –o parte de naufragio, desde el Mallarmé del Coup– que concibe al poema como entidad abierta, no en el sentido de Eco, de final con participación de lector. Abierta en el irónico de Benjamin, de mostrar los mecanismos constitutivos de la obra. Durante la época de la obra cerrada el poeta era sujeto de un ocultamiento. “Los secretos de la obra” eran de su dominio. La obra podía ser hecha en su fachada de acuerdo al común de todas las obras. Eso permitía hablar de un adentro y de un afuera de la obra. Pero el meollo de

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la resolución, el quid del asunto, pertenecían al poeta. Ninguna clase se traiciona a sí misma, dice Lenin. Ningún creador revela sus secretos. La cosa cambió. Ninguna clase se traiciona a sí misma –salvo que sus miembros vendan su condición de clase a otra clase para cambiar de estatuto clasista. Pero todo creador que se precia revela el secreto de su obra de alguna u otra manera. Las políticas de recato son parte de la ingenuidad humana –vista desde el puerto con una cierta nostalgia. Ya no forman parte de conductas que hacen gala de sobriedad –la gala del empresario contra la gula del hambriento. Hoy coexisten maneras opuestas de concebir el poema. Por eso hablar del arte como de una muerte-vida puede chocar pero no espantar. Hablar de coexistencia del poema de la presencia con el poema de la ausencia. El poema en fuga media, hace un tránsito, está entre dos fuegos: un fuego amigo, el de la presencia –amigo de sus amigos de la tradición del sentimiento por encima de todo–, un fuego enemigo, el de la ausencia de poema –la ausencia de poema cuyo núcleo no es la inexistencia sino la parte ausente de la presencia: esa ausencia vista ahora como enemigo ético o falto de ética porque no reconoce lo que hay como principio de conciliación con la realidad no vista como montaje opresivo. Lo que no está se incuba o ya está en otro lugar. Si se sigue el curso actual de las violaciones de la intimidad por parte de la NSA es mejor, para quien sepa, no escribir dónde. Mejor murmurar en secreto a la sombra.

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El poeta y ensayista Eduardo Milán nació en Rivera, Uruguay, en 1952. Como consecuencia de la represión militar en su país de origen, desde 1979 se exilió en México, donde no sólo ha desarrollado su trabajo poético, sino una invaluable labor como crítico y profesor. Milán fue miembro del consejo de redacción de la revista Vuelta. Entre los diversos títulos de poesía y ensayo que ha publicado destacan Una cierta mirada (1989), Errar (1991), La vida mantis (1993), Resistir, insistencias sobre el presente poético (1994), Justificación material, ensayos sobre poesía latinoamericana (2004), Unas palabras sobre el tema (2005), El camino Ullán, seguido de Durante (2009) y Disenso (2010).


ร ndice Entrada

9

Blanco

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Advertencia al lector

25

Hospital Britรกnico

37

El desierto de Atacama

51

y el poema que no estรก

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Mangos de Hacha | Ensayo

Andrea Zanzotto, (Para que) (crezca) Eduardo Milรกn, Visiones de cuatro poemas y el poema que no estรก


Se cree que el poema es lo que está escrito. El poema es lo que hay. La letra. Pero la letra no está compuesta sólo de lo que hay, ni el poema. Lo que no hay es fundamento del hay, “las condiciones dadas para que haya”, al menos, dadas en un sentido latente. Un poema es un hecho de lenguaje dado. Pero es un hecho de imaginación dada y, al mismo tiempo, latente.El poema, al darse, no oculta su latencia original. No se pierde la nada cuando la creación aparece. La creación, suple, suplementa. Hay el poema de la presencia. Y hay el poema de la ausencia. Hay el poema que olvida la ausencia en que cayó el que alcanza a subir desde el fondo de un pozo para reclamar su derecho a la claridad y al aire puro. Hay poemas que huyen de su propia consumación. Hay poemas que regresan al regodeo del lector conocido. Poemas que huyen de la pira de su consumición, poemas que toman consciencia de su estar ahí en acto. Conozco poemas que no me dicen nada, poemas que me gustaría haber escrito, poemas que sé que su escritura fue completamente necesaria para cambiar la vida humana, no la sociedad. Eduardo Milán

ISBN: 978-607-96406-2-0

9 786079 640620


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