LAS VUELTAS DEL RIO:
JUAN L. ORTIZ Y JUAN JOSE SAER
HUGO GOLA
Mangos de Hacha | Biográficos
Primera edición, 2010. © Hugo Gola. © Mangos de Hacha. Editor: José Luis Bobadilla Acevedo / Mangos de Hacha Miguel de Mendoza 39 Colonia Merced Gómez Delegación Álvaro Obregón C.P. 01600 Distrito Federal Teléfono 5575-3142 Consejo Editorial: José Luis Bobadilla Acevedo, Juan Carlos Cano Aldana, Ricardo Cázares Graña, Jessica J. Díaz Mendoza, Tatiana Rose Lipkes Le Duc. Diseño: Abel Ibáñez Galván Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamo público. ISBN: 978-607-00-2516-7 Impreso en México / Printed in México Para la realización de este proyecto se recibió el apoyo económico del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, a través del Programa de Fomento Proyectos y Coinversiones Culturales, emisión 2009.
LAS VUELTAS DEL RÍO: JUAN L. ORTIZ Y JUAN JOSÉ SAER
Hugo Gola
Las vueltas del río:
Juan L. Ortiz y Juan José Saer
Juan L. Ortiz Con alguna frecuencia hablábamos con Juan L. sobre la muerte. La conversación se iniciaba casi siempre con preguntas que yo le hacía. Con 30 años menos que Juan, ese problema me inquietaba. A él, en cambio, parecía tenerlo sin cuidado, como si ese asunto lo hubiera resuelto de una vez por todas. Trataba, con mucha cortesía, de transmitirme serenidad. Recuerdo ahora que su respuesta, con ligeras variantes, era siempre la misma: La muerte es un simple cambio de estado. La lectura de los poetas y filósofos orientales, tan persistente a lo largo de su vida, probablemente lo habían conducido a esa conclusión. Juan L. se hallaba muy distante de la angustia cristiana ante la muerte. No lo desvelaban ni la perspectiva de un juicio final, en el que no creía, ni el memento mori medieval. Aunque imbuido de la tradición occidental, cuyas premisas conocía al detalle, su corazón estaba puesto en el Oriente. Siempre estuvo más cerca de Buda que de Cristo, y en particular de Lao Tsé, aunque no desdeñaba las enseñanzas de Confucio, ni las de budismo zen. Su sensibilidad ante el sufrimiento universal tal vez haya sido anterior a todas aquellas lecturas. Quizá éstas sólo alimentaron un sentimiento que venía desde su infancia. La hermandad con todo lo creado, seres humanos, animales, árboles, y aun el mundo inanimado, seguramente fue estimulada por el pensamiento oriental, pero existían en él como una peculiaridad de su carácter. Su poesía siempre estuvo atenta al dolor y el sufrimiento de todo lo viviente. Un amigo me contó alguna vez cómo fueron los momentos finales de la vida de Juan L. Era el año 1978. Argentina estaba gobernada por una Junta Militar, sanguinaria y cruel. Muchos de sus amigos más próximos estaban exiliados. Algunos habían muerto, otros estaban en las cárceles. Juan L. vivió esos años más aislado que nunca. Su situación económica era muy precaria y su salud, desde hacía algún tiempo, iba
deteriorándose. Padecía de un enfisema pulmonar, el mal de los fumadores empedernidos, como era Juan L. Debo decir que él no aceptaba pasivamente esa dependencia. Intentó diversas estrategias para reducir el daño del tabaco, aunque con escasos resultados. Él mismo se construyó una boquilla muy larga, con cañas de india delgadas, acopladas unas a otras, de modo de aumentar el recorrido del humo, desde el cigarrillo a los labios, para que al enfriarse, causara menos perjuicios. Otra de las estrategias consistía en armar sus propios cigarrillos, delgados también, con poco tabaco, para poder insertarlos en su boquilla. Fumar uno de estos cigarrillos, insumía escaso tiempo y tenía entonces, la sensación de que fumaba menos, ya que algunos minutos eran requeridos por el armado manual. El cumplimiento del rito a veces lo distraía, y como consecuencia espaciaba un poco más los intervalos. Cuando estaba con amigos Juan L. armaba cigarrillos, muy breves, también para ellos. Todas estas eran formas intencionadas para reducir el uso del tabaco. Me distraje contando esta costumbre de Juan, pero lo que quería referir era lo que me contó un amigo sobre los últimos momentos de su vida. Juan L. tenía ya 82 años y su debilidad era cada día mayor, aunque su apariencia física permanecía casi sin cambios. Con una estatura de aproximadamente 1.70 nunca pesó más de 45 kilos. Con la edad, lentamente, iba perdiendo algo de su energía, aunque conservara hasta el fin su total lucidez. Se aproximaba a la muerte sin sobresaltos, como si ese cambio de estado debiera hacerse suavemente, sin estridencias ni lamentaciones. Una tarde, me contó este amigo, la última de su vida, compartió todavía una conversación con algunos jóvenes que lo acompañaban. Gerarda, su mujer, algo menor que él, asistió, como siempre solía hacerlo, a esta última charla. En un momento de la tarde, cuando ya comenzaba a oscurecer, le dijo: Ya es hora de acostarte Juan. Sin oponer resistencia, esta
vez Juan aceptó la orden de Gerarda, saludó a los presentes y se retiró a su cuarto. Se recostó por un momento y luego, haciendo un último esfuerzo, se levantó de su cama para, con su cortesía acostumbrada, despedirse de sus amigos ausentes. Bueno Paco, dijo, bueno Saer, bueno Hugo, bueno Mario… Luego regresó a su cama y unos minutos después su vida había terminado. Imperceptiblemente cambió de estado; con un último gesto cordial se despidió de la vida, serenamente, como había vivido, como siempre quiso que fuera ese pasaje. Los viajes de Juan L. a Santa Fe eran bastante frecuentes. Para él constituían un motivo de distracción, para nosotros fueron siempre una fiesta. Aunque a veces pasara sólo unas horas en la ciudad, traía infaltablemente su bolso de plástico azul, muy gastado, repleto de libros, que generosamente distribuía entre nosotros. Solía traer también poemas pasados en limpio, en unas hojas de papel de seda, casi siempre muy arrugadas, que desplegaba dificultosamente ante nuestra avidez. A veces eran poemas todavía en proceso, que igualmente nos leía. En algunas ocasiones estas lecturas se hacían mientras aguardábamos que el asado estuviera a punto. Debo agregar, igualmente, que esas reuniones las hacíamos casi siempre cuando Juan venía, pero no eran éstas las únicas ocasiones en que nos juntábamos. Una buena costumbre que, más espaciadamente, cada uno de nosotros todavía conserva. (Creo que esta es la tradición que más perdura, y aun quizá, la que más nos ayuda a soportar las inclemencias del mundo.) Sentarnos en rueda frente al fuego, charlando, acompañándonos con vinos; recordando, conjeturando. Juan L. está asociado en mí a esa memoria, y a pesar de los años transcurridos, el aura de aquel tiempo no se disipa. Nos gustaba sentirnos acompañados y nos gusta todavía. A veces nos reuníamos en mi casa o en la de Saer en Colastiné, o en la de Mario Medina a pocos pasos de las nuestras, o en la de Raúl Beceyro. Cuando estaba Juan, él era el centro de todas las reuniones. En primer lugar porque a nosotros nos gustaba
escucharlo. Él hablaba ininterrumpidamente, sin fatiga. Lo hacía como suelen hacerlo los solitarios, que pasan días sin interlocutor, rumiando sus propios pensamientos, y cuando alguien los escucha, no pueden detener su entusiasmo, hablan y hablan, como si quisieran compensar su largo silencio cotidiano. Así sucedía con Juan L. Sus lecturas, sus variados intereses, su preocupación política, la poesía, las polémicas sobre literatura y arte eran sus asuntos preferidos. La resistencia física de Juan L. nos sorprendía a todos. A veces nos turnábamos en la rueda y él continuaba, sin fatiga, con los interlocutores que hubiera, sin decaer nunca. Después de muchas horas, quedábamos exhaustos, pero en posesión de una energía que nos duraba días, y que luego de algunas semanas intentábamos renovar, viajando ahora nosotros a Paraná. Ese rito se repitió durante años. Quizá deba aclarar aquí que esa resistencia de Juan, tan lúcida, tan persistente, se debía en parte al uso de estimulantes que él ingería a diario para diluir su fatiga. En primer lugar el mate. Esta infusión para él era una compañía constante. Aunque el viaje a Santa Fe le insumiera poco tiempo, Juan, casi siempre, traía consigo un termo con agua y los demás implementos de cebar. Hubiera podido omitirlos, ya que en nuestras casas todos teníamos mate, yerba, etc., pero daba la sensación que él se sentía más acompañado, menos solo, acarreándolos, aún para una travesía tan breve. Mas no era únicamente el mate lo que contribuía a aumentar su resistencia.También utilizaba, con mucha asiduidad, fármacos diversos, en especial anfetaminas. Durante años las utilizó como estímulo para su trabajo, para sus lecturas y para evitar la depresión, como alguna vez me dijo. Es decir que estos estimulantes actuaban a la manera de medicamentos apropiados para mantener su equilibrio y facilitar su concentración. Para él, eran sólo un medio de superar el cansancio y de utilizar mejor su tiempo. ¿Quién podría censurarlo? Sin embargo, la preocupación constante de Juan L. era alcanzar, viviendo entre
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los sobresaltos de su tiempo, una cierta serenidad, un equilibrio que él sabía inestable, fugaz, pero en cuya búsqueda empleaba su mejor energía. Fue ésta, por supuesto, una tarea ardua, ya que Juan no era un sabio chino ni un anacoreta, a pesar de su admiración por ellos. Vivía retirado en una ciudad de provincia pero atento a todo lo que sucedía en su entorno, el inmediato y el distante. Nunca se desentendió de los conflictos del hombre en ninguna latitud. Con los recursos limitados que poseía, estaba al tanto de todo. Leía con cuidado diarios y revistas nacionales y extranjeros que algunos amigos le hacían llegar, y además, se mantenía informado escuchando, por las noches, las transmisiones internacionales, en una radio que tenía un amplio registro de onda corta. Nos sorprendía siempre con un conocimiento detallado y muy puntual sobre conflictos, debates, descubrimientos últimos de la ciencia, discusiones sobre arte contemporáneo, libros recientes, etc. En provincia, sí, pero combatiendo con su actitud alerta, los estragos de la mentalidad provinciana. Tal vez debería agregar aquí que esa actitud fue transmitida, sin proponérselo, a sus amigos más jóvenes. Había en ese desvelo una responsabilidad intelectual y una lección moral. Sus lecturas no se limitaban a la poesía o a la literatura. Con frecuencia nos hablaba de libros de antropología, de arqueología, de historia, de psicología. Diría que su avidez, aún en una edad muy avanzada, su curiosidad incesante, fueron un signo muy evidente de su personalidad. Antes aun de los 50 años —pues se había jubilado anticipadamente en su empleo burocrático en el registro civil a los 47— disponía de todo el día para él. Sin embargo, más de una vez le escuché decir que le faltaba tiempo para sus lecturas. Su sueño nocturno fue siempre muy breve. Cuatro o cinco horas diarias eran suficientes. Algunas veces tenía durante el día, momentos de entresueño. Momentos fugaces, entre lectura y lectura, que le devolvían su energía. En muchas ocasiones hicimos viajes más o menos
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largos, de varias horas, con Juan L. Esos viajes eran para mí muy tonificantes. Horas enteras en tren o en ómnibus, recorriendo lugares desconocidos, ciudades distantes del norte o del centro del país. Juan, como siempre, llevaba su equipo de mate y su bolso lleno de libros. Conversaciones interminables, en las que yo era, preferentemente, un escucha atento. Juan L. no se cansaba nunca. Más bien era yo quien se agotaba. A veces Juan advertía mi fatiga, entonces, con mucha cortesía, me ofrecía uno de sus estimulantes habituales. Yo al principio los rechazaba por temor a no dormir luego, pero él, previsor, agregaba: No se preocupe por el sueño, traigo aquí unas pastillas que lo ayudan y lo intensifican, diría. Con 3 ó 4 horas de descanso usted se sentirá como nuevo. Y efectivamente, con tal de no perder nada de su conversación, me sometía a sus consejos a fin de alejar el sueño primero, y para intensificarlo luego. No sé muy bien ahora si el resultado era el anunciado, pero lo cierto es que al día siguiente, por lo menos Juan estaba tan lúcido y locuaz como siempre. Esta era, ciertamente, su manera normal de vivir. La única diferencia consistía en el escenario. También en su propia casa, salvo que sin interlocutor, procedía de la misma forma: poco sueño, mucha lectura, pero además, largas caminatas o paseos en bicicleta por las colinas próximas, o por el amplio parque que rodeaba su casa. Quisiera agregar aquí algo que tiene que ver con su salud y esta forma de vida suya. Cuando Juan L. llegó a los 75 años, es decir alrededor de 1971 o 72, tuvo, por primera vez, un trastorno de salud bastante delicado. De pronto perdió su equilibrio interior, a causa quizá de una falta total de sueño. Noches enteras sin dormir le provocaron un estado ininterrumpido de ansiedad. Su excitación iba en aumento y la preocupación de sus familiares también. Dos médicos amigos, que conocían a Juan L. desde tiempo atrás, viajaron desde Buenos Aires, a fin de diagnosticar la causa de estas alteraciones. Después de varias entrevistas y de largas conversaciones con el
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paciente que, en efecto, no tenía otro síntoma que la ansiedad y el desvelo, concluyeron que ese estado era provocado por el uso continuado de estimulantes a lo largo de muchos años. Pero lo que más me llamó la atención fue la comprensión de ambos médicos al recetar su tratamiento. Lo primero que dijeron fue que Juan L. tenía ya más de 75 años y que, no obstante su situación actual, su vida había sido un modelo de trabajo y creación. ¿Quiénes somos nosotros, dijeron, para suprimirle los fármacos causantes de su mal? Sin embargo, ellos debían tratar en ese momento el problema de su paciente. Entonces resolvieron, no quitarle los estimulantes sino reducir su dosis, para lograr que Juan, gradualmente, recuperara su vida normal. Al poco tiempo su salud mejoró y así siguió, sin abandonar sus hábitos, hasta el final de su vida. En el año 1970, cuando Juan L. tenía más de 70 años, se publicó, en una edición de la Biblioteca Vigil de Rosario, en tres tomos muy cuidados, toda su poesía escrita hasta entonces. Hacía ya más de diez años que no aparecía ningún libro suyo, aunque su ritmo de producción, en ese tiempo, fuera igual o aun mayor al de siempre. Recuerdo muy bien el día que con Rubén Naranjo, en representación de la editorial, fuimos hasta su casa de Paraná, para convenir la publicación. Muy sorprendido Juan ante la propuesta, me llamó aparte para decirme que cómo iban a solventar los gastos de una edición tan costosa. Yo le contesté que los editores disponían de los medios y que lo único que él debía hacer era reunir todos los poemas escritos hasta ese momento, ya que, según me habían dicho, contra esa entrega ellos le pagarían la totalidad de los derechos de autor de una edición de 3000 ejemplares. Juan L. no podía comprender lo que estaba sucediendo. Él, que durante toda su vida se había costeado las propias ediciones de 300 ejemplares, mediante un mecanismo elemental, se hallaba ahora frente a un ofrecimiento inusitado. La edición insumió mucho tiempo, pero al fin, con el título de En el aura del sauce, apareció esta
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obra, quizá la más sobresaliente escrita en la poesía argentina durante el siglo XX. Tal vez importe apuntar que, a pesar de la buena acogida que tuvo esta publicación, no hubo en ese tiempo estudios críticos o ensayos que destacaran la importancia de esta poesía. Más aún habría que señalar que seis años después de la publicación de En el aura del sauce todavía quedaban en la editorial varios cientos de ejemplares. Hacia 1976 la Junta Militar que gobernaba el país intervino la Biblioteca Vigil, y una de sus primeras acciones fue quemar, entre otros libros, los de Juan L. que estaban en los depósitos de la editorial. Desde entonces, no hubo libros de Juan L., en las librerías argentinas. Pasaron luego más de veinte años para que con el auspicio de la Universidad Nacional del Litoral, de Santa Fe, se reuniera su Obra Completa en una excelente edición, muy cuidada, ahora sí, con algunos textos críticos señalando la significación de esta poesía. Ninguna editorial, de las prestigiosas, intentó reeditar nunca una obra que ya para ese entonces tenía una presencia única en la poesía argentina. Alrededor del año 1974, sin pensar siquiera en lo que le sucedería luego, la editora de En el aura del sauce, en conocimiento de que Juan L. tenía poemas inéditos posteriores a los tres tomos, le propuso reunirlos en un cuarto tomo. Ante esa perspectiva, Juan L. comenzó a ordenar esos materiales para su publicación. Personalmente pude comprobar que su trabajo de ordenamiento avanzaba a buen ritmo. No quisiera exagerar si digo que alrededor de 50 ó 60 páginas ya habían sido pasadas en limpio a comienzos de 1975. En mayo de ese año yo salí del país, y no regresé hasta 1986. Perdí, desde entonces, todo vínculo con los amigos que permanecieron allá. Juan L. murió en el año 1978. La última vez que hablé con él fue en una llamada telefónica que hice desde Londres, el día que Juan cumplió 80 años. La Biblioteca Vigil, cada vez más hostilizada, vivía momentos difíciles que culminaron en un cierre definitivo.
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Juan L., más aislado que nunca, sobrevivió como pudo durante ese periodo aciago. El hecho cierto, y muy lamentable, es que esa obra final parece haberse perdido para siempre. En la edición del año 1996 de la Universidad del Litoral, se incluyeron varios poemas que no figuraban en la edición de la Biblioteca, pero estoy seguro que esos poemas no son sino una pequeña parte de los que escribió en esos años. A veces pienso que para nosotros, que tuvimos con él una relación prolongada, Juan L. era como uno de los nuestros. Nunca se comportó como un maestro que se reunía con sus discípulos. Fue por su modo de ser un igual entre nosotros, alguien que experimentaba, aún a su edad, las mismas dificultades, los mismos titubeos que los más jóvenes. Aparecía como un aprendiz, que aun al final de su vida corre todos los riesgos y al que también aguarda la posibilidad del fracaso. Nos leía sus poemas con total humildad, explicándonos los pasajes que consideraba oscuros, pues la oscuridad no era para él lo deseable en un poema, aunque a veces, inevitablemente, ésta sobreviniera. En esos casos, lo sabía, no hay explicación que pueda disiparla totalmente. Sucede a veces, no obstante, que esos pasajes oscuros son los que más nos atraen. Así es la poesía. Tal vez sea esa oscuridad la que nos obliga a detenernos, la que nos ayuda a valorar las palabras, a sopesarlas, a no pasar volando sobre un poema, como suele suceder con la prosa. La poesía reclama detenimiento en su materia, y la oscuridad contribuye a veces a desarrollar ese tipo de lectura minuciosa. A pesar de ello, Juan insistía en revelarnos la significación de sus imágenes, las referencias objetivas que habían motivado el poema. Mas lo que siempre quedaba vibrando ante nosotros era el torrente de palabras, la musicalidad de su lenguaje, el ritmo de una escritura que nos convocaba y nos hacía compartir una dicha que es, ciertamente, la dicha que proviene de la poesía. Me gustaría citar aquí, pues me parece oportuno, un párrafo de Eliot donde éste analiza la influencia que Yeats
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ejercía sobre los jóvenes poetas. Afirma Eliot: La influencia de la que hablo se debe a la figura del poeta mismo, a la integridad de su pasión por su arte y su oficio, que le dio tal impulso para su extraordinario desarrollo. Juan L. —ciertamente— se sentía igual a nosotros los principiantes porque para él el arte, la poesía, era más importante que el artista. Su figura de poeta también, junto a la intensidad de su pasión, ejerció un indudable magisterio. Las explicaciones que Juan L. solía darnos de su poesía no tenían, creo, la finalidad de reducir a claridad aquello que por su naturaleza era oscuro, tal vez se tratara nada más que de una cortesía hacia el lector. Sabía que a medida que avanzaba en su escritura ésta se hacía más compleja, cosa que él no podía evitar. Quería entregar al lector, a nosotros en ese caso, algunos hilos para que pudiéramos entrar en ese laberinto sin extraviarnos, aunque sabía bien que el poema no transmite, necesariamente, una claridad: a menudo éste encarna una oscuridad que irradia y que uno percibe a pesar de no entender cabalmente. Alguna vez dije que Juan L. escribió sus poemas al margen de la poesía argentina. Juan José Saer, en el prólogo de una antología publicada en la Universidad del Litoral, sin embargo, parece dudar de su marginalidad. Cuando digo que es extraña al curso de la poesía argentina de su tiempo, me refiero a la que hacían los escritores y poetas de su generación, aquellos que escribieron en la primera mitad del siglo XX, que publicaban en los diarios y revistas de circulación nacional y que estaban incluidos en todas las antologías y los catálogos de los editores importantes. Salvo quizá Carlos Mastronardi y alguna otra excepción, ningún escritor de cierto prestigio escribió sobre la poesía de Ortiz. Aunque su nombre no era desconocido, su omisión fue casi total. Salvo la antología que alrededor del año 1946 publicaron Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, que incluye algún poema suyo, no recuerdo otra que lo hiciera. Cito a Carlos Mastronardi porque fue muy amigo de Juan
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L. y escribió lúcidamente sobre él en su libro Memorias de un provinciano, y se hizo cargo de la edición de su primer libro. Además, Mastronardi fue al mismo tiempo cercano a Borges. Sin embargo, no logró nunca que éste tuviera un juicio favorable sobre la obra de Ortiz. En un libro de entrevistas publicado en 1982 por el Fondo de Cultura Económica con el título de Borges el memorioso, y del cual es autor el periodista argentino Antonio Carrizo, ante la pregunta de qué pensaba sobre Juan L. Ortiz, aun después de publicarse En el aura del sauce, Borges contestó: Yo no lo conocí a Ortiz. Yo creí que era una invención de Mastronardi. Pero me dicen que no. Pero yo no he leído nada de él. Y quizá lo he conocido alguna vez, pero no estoy seguro tampoco. ¿Ha muerto? En esa misma entrevista, hay otra pregunta que quiero mencionar. Se relaciona con Oliverio Girondo. Cuando se le solicita un juicio sobre este poeta, Borges contesta: Era un individuo muy sonoro para mí. Demasiado seguro de sus opiniones. Tuvo la suerte de casarse con Norah Lange, que ha dejado un libro excelente: Cuadernos de infancia. Tenía mucho más talento que él, desde luego. O que tenía talento y él no. Existe asimismo una anécdota que una vez me contó Juan José Saer. Hacia el año 1964 o 65, Borges debía dar una conferencia en Santa Fe. Como el organizador de ese ciclo era el mismo Saer, viajó a Buenos Aires para acompañarlo en su traslado a la ciudad. El trayecto se hizo en tren y dio lugar a una larga conversación entre ellos. En un momento, Saer le preguntó qué pensaba de Juan L. Ortiz. Borges contestó que no le gustaba, que era una poesía impresionista, muy diluida, en la línea de los simbolistas. Saer respondió que él no compartía ese juicio y le expuso su opinión sin lograr convencerlo. La conversación derivó luego a muchas otras cuestiones, mientras el tren se desplazaba por la llanura. Saer, que no había olvidado lo dicho por Borges, aprovechó un intervalo de silencio para repetir de memoria un poema, que éste escuchó con atención hasta el final. Al concluir, Borges, interesado y evidentemente
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atraído por esos versos, preguntó: ¿De quién es el poema? ¿Es suyo? Muy lindo, dijo. Saer, que seguramente había recordado el poema con una intención precisa, contestó: No. Es de Juan L. Ortiz. Borges, me contó Saer, no hizo ningún comentario. Hay otros hechos que confirman la marginalidad de Juan L. en la poesía argentina. Ninguna de las publicaciones de mayor incidencia en el país, como fue la revista Sur, o los diarios tradicionales, incluyeron nunca poemas suyos, o hicieron crítica de alguno de los libros que Juan editaba personalmente. Debo señalar aquí, sin embargo, algo que tuve accidentalmente oportunidad de leer y que, creo, no es conocido hasta ahora. Me refiero a dos cartas manuscritas de Macedonio Fernández, cuya fecha no recuerdo, pero debieron ser de la década del 40, bastante extensas y detalladas, en donde éste hacía comentarios elogiosos de un libro que Juan le había enviado. Tuve en mi poder esas cartas, luego las devolví a su dueño, pero desaparecieron junto con muchos poemas suyos. Yo creo que la primera publicación importante que se ocupó de Juan L. Ortiz alrededor del año 50 fue la excelente revista de vanguardia Poesía Buenos Aires, que entonces dirigían Raúl Gustavo Aguirre y Edgar Bayley. Allí no sólo se incluyeron poemas suyos sino también notas y artículos destacando la excepcional importancia de esta poesía. A partir de entonces, algunos poetas jóvenes comenzaron la lectura de su obra y su figura adquirió un lugar significativo. El resultado indirecto fue igualmente un suceso, casi olvidado ya. En el año 1957 Paco Urondo, amigo también de Juan L., organizó la Primera Reunión de Arte Contemporáneo en Santa Fe. Pocos meses antes, Paco se había trasladado a esta ciudad y aprovechando sus vínculos con poetas, pintores y músicos de Buenos Aires, promovió esta reunión que tuvo como invitados especiales a Juan L. Ortiz, a Juan Carlos Paz, el músico, y a Drummond de Andrade. La Universidad del Litoral editó luego un libro sobre esa muestra. Podría concluirse que hasta el final de la década del
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50, sólo Mastronardi, Poesía Buenos Aires y la Primera Reunión de Arte Contemporáneo de Santa Fe, se ocuparon de su obra. Hubo también algunas notas sobre su poesía, escritas por camaradas políticos de Juan como lo fueron Córdoba Iturburu, Héctor Agosti o Raúl González Tuñón, y el mismo Amaro Villanueva, viejo amigo de Juan, con quien durante muchos años, en Gualeguay o en Paraná, mantuvo una relación muy afectuosa, no exenta de rozamientos y discrepancias. Amaro Villanueva era un crítico y ensayista muy original, partidario de una poesía comprometida políticamente, que tuvo siempre con Juan L. diferencias de orden estético. Él también escribía poemas, a veces sutiles e ingeniosos, pero su vocación y su ejercicio permanente era más bien la crítica. Escribió sonetos burlones, algunos en lunfardo, como uno del que sólo recuerdo dos versos: Ni Ovidio, che, te saca tan diquera / con su arte de yugar en la catrera. Hay todavía algunos rasgos de Juan L. que quisiera mencionar, especialmente algo que podría denominarse firmeza y tolerancia. He observado, más de una vez, que estas modalidades no suelen ir juntas. Quien posee firmeza en sus convicciones es en general muy poco tolerante, y en oposición, quienes son tolerantes con las ideas ajenas no poseen ninguna convicción. Mucho menos en el tipo de convicciones que Juan L. tenía, agudamente críticas de la sociedad, de los gobernantes, de las injusticias, de las posiciones estéticas, de las preferencias políticas. Pero en Juan así era. Definía con claridad su modo de pensar con argumentos sólidos, y una amplísima información, pero ante alguien que opinara de modo distinto al suyo matizaba sus juicios, buscaba coincidencias, acentuaba su cortesía. Y todo ello no con un ánimo de conciliación superficial, sino por un íntimo respeto hacia el otro, por un deseo de comprender mejor posiciones distintas de las suyas. Quiero subrayar que, a pesar de haber pertenecido durante casi toda su vida al Partido Comunista, cuyo dogmatismo y rigidez no necesita comentarios,
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Juan L. fue siempre un militante crítico, ajeno a toda disciplina autoritaria. No abandonó, ni aún en circunstancias difíciles, su comprensión y tolerancia. No aisló, por ejemplo, a sus amigos separados de las filas del Partido como era la norma. Diría que fue más fiel a la amistad que a las exigencias de la disciplina partidista. Sus críticas eran siempre cuidadosas y muy bien fundadas. Antes que nadie conocía de los asuntos que entonces se discutían con ardor en Francia, Italia. Como por ejemplo los problemas del realismo, el compromiso del escritor, las relaciones entre arte y vida, etcétera. Nosotros, los más jóvenes, aprendimos a pensar con su pensamiento, beneficiándonos con aquella lucidez. Creo que también aprendimos a relativizar nuestros juicios, a veces todavía demasiado rígidos. Tal vez esta modalidad suya derivara de su afinidad con el pensamiento libertario, que Juan privilegió siempre. Para referirse a alguien que poseía tolerancia, comprensión, avidez por la cultura y respeto por el otro, solía decir, como un elogio: Es de la mejor gente. Proviene del anarquismo. Hasta su libro La brisa profunda, es decir, hasta cerca de los 60 años, sus poemas conservaron una característica semejante. Eran breves, intensos, apegados a experiencias fugaces, a estados de contemplación, o de fusión, o de éxtasis, generalmente derivados del encuentro con las estaciones, con las variaciones de la luz, con el sufrimiento, el dolor o el desamparo, con el ciclo de los árboles o las mutaciones del río. En La brisa profunda Ortiz escribe por primera vez un poema con otras características. “Gualeguay” (586 versos) introduce una escritura que no desplazará definitivamente la anterior, pero que adelantará cambios formales que perdurarán aun en los poemas breves que escribirá después de esta experiencia. El poema extenso tiene una complejidad diferente y reclama otra elaboración. En su escritura, que generalmente no se realiza de una sola vez, sino que se prolonga por días, semanas o meses, se suceden estados diferentes que modifican la materia en proceso.
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El tema, además, desempeña un papel mayor. Suele servir de guía a la escritura y enmarcarla. En el poema lírico breve, el tema es absorbido por el cuerpo del poema, es uno con él, no hay modo de separarlo. ¿Cuál es el tema de este poema de Ungaretti: M’illumino / d’immenso? Pero hay otros aspectos del poema extenso que tal vez sean más decisivos, porque tienen que ver con la organización formal del poema. Éste se construye a menudo sobre tensiones y distensiones. Hay fragmentos que son totalmente narrativos y que a veces preparan otros, más intensos y ceñidos, que adquieren en el poema una dimensión diferente porque conducen a una plenitud después de una distensión. La expresión “prosaica”, en un poema extenso, suele prefigurar el esplendor, lo previene y lo condiciona. La respiración cambia asimismo. Esto sucede porque el equilibrio que el poema intenta se va construyendo con pensamientos, emociones, hechos externos que alteran el tiempo, el ritmo, el modo de ser del poema. Las ideas, que en el poema breve ocupan casi siempre un lugar menor, predominan sobre las sensaciones, las impresiones, la gravitación del instante. En el poema extenso, las ideas son algo así como la columna vertebral sobre la cual se teje el resto. Si un poema breve de Ortiz pudiera representarse gráficamente con una línea vertical o con una mancha, el poema extenso demanda por el contrario una línea horizontal, sinuosa, con subidas y bajadas que reflejaran los momentos de tensión y de distensión en la escritura. La materia del poema breve se define por sonidos, silencios, repeticiones, encantamientos. En “Rosa y dorada”, por ejemplo:
Rosa y dorada la ribera. La ribera rosa y dorada.
Y luego
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Por los caminos pálidos, entre la hierba oscura, el alma es un olvido hacia una orilla eterna.
Unos diez años después del primer poema extenso, Ortiz inicia la redacción de su poema mayor El Gualeguay. Más de 2600 versos escritos entre los años 1962 y 1976, aunque nunca dio por terminado el poema. Debajo del título, en la edición de En el aura del sauce, dice “Fragmento”, y al final “Continúa”. En una entrevista de 1976, refiriéndose al poema expresa: Otra historia del río, otra parte de la historia del río. Sí, por otra parte. El río, ya se sabe, es el tiempo, como el Gualeguay, que el protagonista, casi más testigo, de tantas cosas de la historia nuestra, a la que ha asistido desde abajo. Casi es un poema épico, a pesar del constante acento lírico del autor. Algunos podrán ver en él un testimonio personal de la historia de una región de un país; otros, una imagen del tiempo, una visión del hombre en lucha con los elementos, una radiografía de las fuerzas que forjan un destino. Crónica de múltiples sucesos pero también de revelaciones de una gran intensidad lírica, como sucede en este pasaje donde una tropilla de caballos cruza el río: Y eran, después, las cabezas que se elevaban hacia un dios para aspirar el oro que él tejía... Y eran las cervices y las cruces, luego, en un abatimiento de banderas, para no sabía él, el río, qué cortesía de guerreros, momentos antes de herir... Pero algo, increíblemente, deslizaba sobre los terciopelos unas culebrillas de urgencia... Y fueron en seguida cientos de surtidores que estallaban con una aurora deshecha mientras las crines, como alas, la barrían, tras los resoplidos que, a su vez, llegaban a concluir una sola espiración de madreperla...
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Y en los minutos siguientes ascendían la barranca, cerca de los ceibos una de colas que arrastraban diamantes, y una de flancos y de lomos, todos húmedos de rosa, en los trescientos “pelos” de fluido... ascendían estrechándose, y ganaban una rinconada de espinillos bajo el lila que se iba... conduciendo el cielo todavía en unos relámpagos de pana, desplegándolo detrás, con las nubes de los soplos, en un cortejo de comulgantes o en una guirnalda de comulgantes que subían y subían en el amarillo de la custodia... y abriendo, abriendo hacia la melancolía del refugio, los clarines de la “anunciación”... en tanto que la selva, la selva, que había sido sólo un bufido en la penumbra, sobre el trueno de los vasos, alzaba ahora todas sus tuberías a las dianas, para, ya ella en el “secreto”, perlar en seguida, oficiosamente, sus maitines... El Gualeguay (versos 1050 a 1079). Alguna vez he oído decir que Juan L. traducía del chino. Salvo que por traducir se entienda descubrir o adivinar aquello que los ideogramas representan, como solía hacerlo Gaudier-Brzeska, según lo cuenta Ezra Pound en su libro sobre el escultor, nunca he podido confirmar aquel supuesto. Juan L. conocía muy bien el pensamiento chino, así como su poesía, pero había accedido a ellos a través del francés. Esta era la única lengua que Juan conocía muy bien, aunque con las limitaciones propias de quien aprende solo una lengua extranjera, es decir con
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dificultades en la pronunciación. A pesar de ello su dominio era tal que pudo traducir, en excelentes versiones, dos novelas: Las masacres de París, de Jean Cassou, y Aurelien, en dos tomos, de Louis Aragon. Se conocen más los poemas traducidos del francés por Juan L. y que para nosotros eran casi siempre una verdadera primicia, como aquella “Sonata del claro de luna” del poeta griego Yannis Ritsos. Una traducción ciertamente del francés, pero con tantos aciertos que, al cotejarla, muchos años después, con una buena versión directamente del griego publicada en Poesía y Poética, pude reconocer las virtudes de aquella versión. Asimismo, tengo muy presentes todavía versiones orales que Juan L. solía hacernos de poemas de Mallarmé, de corrido, sin diccionario, sorteando bien las dificultades que, se sabe, plantea siempre el poeta de Un coup de dés. Es posible que el entusiasmo que desde hace ya más de veinte años despierta la personalidad de Juan L. Ortiz, sobre todo entre los poetas jóvenes, se deba, por supuesto, a la calidad de su obra, hoy ciertamente indiscutida, pero también a la dimensión que ésta adquirió a medida que el poeta vivía. Este ascenso y complejidad crecientes tal vez provengan de la total entrega del poeta a su obra, a su concentración en ella sin distracciones, y a su trabajo ininterrumpido. Lo prueba sin más, la escritura del largo poema El Gualeguay, en el que invirtió más de quince años. Un poema de esa magnitud reclama la máxima lucidez pero también el dominio de cuestiones históricas, geográficas, botánicas, etc., y una reflexión crítica incesante. Para todo lo cual no bastan el entusiasmo, ni el soplo de la inspiración, ni el impulso de momentos más o menos felices. Alguna vez le pregunté a Juan L. cómo se había dado esa escritura. Hay, por supuesto, antecedentes que prefiguran esta redacción: el poema “Gualeguay” (que se refiere a la ciudad) o “Las colinas”, de casi 1000 versos, y otros poemas semejantes, de menor extensión. A la pregunta mía, Juan contestó: El poema se fue haciendo casi solo, sin apresuramiento ni impaciencia. Yo me sentaba por las tardes en
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el jardincito de adelante y al rato sentía deseos de escribir. Me pasaba lo que le pasa a los pintores. Se recogen en su taller sin propósito alguno y al rato están poniendo un color sobre la tela. Por mucho tiempo a mí me pasó algo parecido. Esa reiteración cotidiana, esa repetición de momentos aptos para la escritura, coinciden con algo que pude observar a menudo. Juan L. vivió los últimos años de su vida en un estado de gracia —no lo puedo llamar de otra manera— casi permanente, de máxima concentración o de máxima distracción, como si atendiera sólo una voz interior que se manifestaba con una especie de ronroneo o murmullo constante. Un mecanismo en permanente oscilación entre la lucidez y el abandono, distraído pero atento, como digo, no alejándose nunca de aquel estado que fluía sin interrupción. Tal vez ello explique la mayor frecuencia de su escritura en sus años finales, pero más que ello todavía la densificación creciente de su materia verbal. En esta etapa muchos de sus poemas ya no intentan decir nada, simplemente son. Están allí como objetos significativos que aguardan la atenta aproximación del lector. Como digo, no sólo es la extensión lo que cambia sino principalmente la complejidad. Si aproximamos un poema cualquiera de su primer libro, El agua y la noche (1924-1932), a uno de La orilla que se abisma, el último libro, por ejemplo, podremos observar las diferencias. “Tarde”, por ejemplo:
El mundo es un pensamiento realizado de la luz. Un pensamiento dichoso. De la beatitud, el mundo ha brotado. Ha salido del éxtasis, de la dicha, llenos de sí, esta tarde, infinita, infinita, con árboles y con pájaros de infancia ¿de qué infancia? ¿de qué sueño de infancia?
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Y este otro de La orilla que se abisma, “Siesta”: Apenas si el silencio se triza por ahí... por ahí... y como para unos espíritus... Y, con todo, es Noviembre, y ha subido, él, hoy... ha subido quemando, quemando esa su casi palidez, en surtidores que, por su parte, lo apuraban a respirar por las heridas que le abrían, ya, su fin en una fiebre de flautas... Sería el amor del éter, pues, el que se dividiese, cristalinamente, en una manera de transpiración para poder bajar a las ramas de “aquí”, o quizás a su sed misma, aún, en un celeste, por secarse, sin una nube? El poeta inicial y el poeta del último tiempo, aunque distintos, no difieren sin embargo totalmente. Ambos fueron sensibles al paisaje, al cambio de las estaciones, a las variaciones de la luz, a la mutación de los árboles, al padecimiento de los animales y los hombres, a una cierta confianza en el destino humano. En todo esto no hubo diferencias. Sí las hubo en cambio en su manera de abordar esos asuntos. Como si el poeta hubiera ido ampliando, insensiblemente, su capacidad de resonancia para acceder a más demandas, a otras vibraciones, y para ello el poema se hubiera ido ampliando también. Cada intento de esta última etapa implica una búsqueda guiada a fin de aprehender algo que no puede ser capturado definitivamente nunca. En ese periodo un poema no es ya un objeto verbal que encierra
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una experiencia única, como lo fue en los primeros libros, sino que es una especie de representación, igualmente verbal, de un universo abierto e inagotable, que el poeta se propone conocer y trasvasar en una empresa probablemente desmesurada. Quizá entonces estos poemas nos transmitan una imposibilidad. El mundo visto en sus detalles es ciertamente infinito, y el poema que intenta ser fiel a esta visión no puede sino desintegrar la vía única abriendo surcos de difícil captación. Una tarea ciclópea que Ortiz emprendió con energía y coraje, tejiendo sus difíciles entramados, como respuesta a tanta realidad. No he mencionado hasta ahora cuáles fueron las lecturas más frecuentes de Juan. Las más frecuentes, no las únicas, porque como ya dije su avidez era realmente insaciable y la variedad de sus intereses no decreció ni siquiera en la vejez. Tolstoi, Tagore, Gorki, Dostoievski, Gandhi, Rafael Barrett, Barbuse, fueron sus lecturas iniciales, aunque continuó siendo fiel a esos nombres. Luego vinieron otros escritores aún más próximos: Rilke, Proust, Mallarmé, Valery, Eluard, Aragon, cummings, Pasternak, etc. y siempre los poetas chinos. La literatura francesa ocupó un lugar de preferencia en sus lecturas. La española, por el contrario, salvo el romancero, los místicos y algún contemporáneo como Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, no despertaba en él mayor entusiasmo. Tenía reservas contra el uso del español proveniente de la península. Lo sentía atiborrado de estridencias y de sonoridades puramente exteriores y convencionales. Su preocupación por la lengua era casi la opuesta: reducir la altisonancia, los acentos innecesarios, la música trivial. Hacer que el lenguaje sirviera para el registro de los matices, de los murmullos, de los silencios. Este objetivo, encarnado en su poesía, fue, me parece, uno de los aportes esenciales a la poesía de nuestra lengua. Desde tiempo atrás, Juan L. leyó con mucho cuidado todo lo referido a las culturas primitivas, a la poesía y al arte de esos pueblos, y en particular de los indígenas del continente. Tal vez la suma de
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estas reflexiones y conocimientos le ayudaran a conseguir una musicalidad muy distante de la que proviene de la prosodia tradicional, organizando su tonalidad mediante variaciones tímbricas y acentuales que atendían más a la respiración del poeta que escribe en el momento que escribe. Esta lengua suya además suele beneficiarse con los aportes de una cierta coloquialidad muy controlada. La música de esa poesía, por ser precisamente una “música callada”, suele pasar inadvertida, pero ésta sin embargo actúa por acumulación, otorgando a las palabras una mayor intensidad. En una entrevista realizada por Jorge Conti en Argentina, Ortiz precisó lo que podríamos llamar su poética. Ante la pregunta de “cómo definiría la función poética del lenguaje”, contesta: Cuando es utilizado de una manera diríamos... (claro, hay que hablar de una manera, en cierto modo religiosa) de “iluminación”... Es decir, se carga tanto, pone en función tantas virtualidades fonéticas, conceptuales, rítmicas, que paradójicamente y a la vez se hace transparente y recibe (justamente ahí está la doctrina zen), por hacerse casi inexistente, recibe, digo, ciertas esencias, ciertas atmósferas, ciertos aires de la realidad que al hombre se le escapa... y que no puede asir. Lo que importa no es entonces el uso de una preceptiva anquilosada, ni la práctica de la poesía como un oficio artesanal. Ortiz rechaza esa convención y se arriesga en otra zona. El lenguaje con el cual se construye el poema entra en un proceso de “iluminación”, es decir que se adensa y pone en función tantas virtualidades, para poder recibir esencias, atmósferas y aires de la realidad. Su musicalidad desmontaba los artificios acentuales, una costumbre heredada de España: Mas las mismas horas, luego, las mismas horas, en el contrapunto primero, las mismas horas, de su seno, o muy corteses para sí, de la orilla, las mismas horas fueron juncos, juncos...
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Y se hicieron después pajas y espadañas y sagitarias y achiras... El Gualeguay (versos 50 a 54). Sonidos entretejidos sutilmente, para configurar una armonía nueva hecha de detalles, de variaciones tenues, de sensaciones apenas perceptibles. El lenguaje se comporta de manera casi independiente de su función semántica normal para capturar significaciones indirectas, alusivas, secretas. La palabra es empleada, asimismo, como materialidad, como densidad sonora, en su virtual posibilidad de construir ritmos muy apegados a la respiración del poeta. Un poema abierto, cada vez más abierto, mientras se desplaza en la superficie blanca de la página, pero sin olvidar nunca que el poema es forma, una forma que debe ser inventada en cada caso, atendiendo a las inflexiones de la materia viva que transporta en el complejo proceso de escritura. En una nota publicada por la revista Xul Ortiz dice: El poeta es un descubridor que pone en funciones todas las potencialidades intelectuales, pero una atención muy especial, en la que esa misma razón —que es patrimonio de todos— está, como diríamos, ardiendo y en otra dimensión que va más allá de la razón. La poesía es vigilia en cuanto es descubrimiento de cierta zona a la que no puede acceder el conocimiento común. Entonces queda ese modo de aprehensión previa, una disposición especial, cierta apertura que está muy bien expresada en la doctrina zen, ese vacío previo para que las cosas del universo, la realidad, impregnen la sensibilidad, o el alma, como quiera llamarse... Y la poesía es también enajenación, éxtasis, sueño, en cuanto tiene que despersonalizarse para poder aprehender eso que es —en cierto modo— inefable. John Keats decía que el poeta estaba siempre perdiéndose, porque al nombrar cualquier cosa de la realidad tenía que identificarse con ella. Por eso a lo largo de la historia de la poesía ha habido como un movimhiento pendular entre el éxtasis
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—como en el misticismo—y la atención hacia la realidad. En un ensayo sobre la poesía de Ortiz, dice Carlos Schilling refiriéndose al uso de la lengua: Cada una de sus singularidades, de sus anomalías, construyen las etapas de una ejecución múltiple, fonética, sintáctica, semántica, que transformaron la lengua en una lengua muerta. En un rígido latín de misa al lado de una canción infantil... Arcaísmos, neologismos, el uso exasperado de las comillas para pulverizar los significados cristalizados en las palabras... Así la lengua es atacada en todos sus centros vitales, en todos sus órganos y funciones: queda como embalsamada, como fosilizada, en contraste con el poema. Éste, abusando de los recursos latentes de ella, en su abundancia inexplorada, va mucho más allá y por caminos diferentes, por “desvíos”: no hacia nuevos “significados” más profundos o más verdaderos, sino hacia otros lugares, hacia zonas de distinta densidad, de distinta intensidad, hacia ámbitos cuya permanencia sería sólo un titilar... Muchas veces caminábamos con Juan por el parque que estaba sólo a unos pasos de su casa. Eran siempre caminatas muy conversadas, lentas, interrumpidas a cada rato para recordar algún poema, historias, anécdotas o explicaciones puntuales. Generalmente no había un destino en esas marchas. No íbamos a ningún lugar, sólo íbamos, despreocupados, dejándonos llevar por el placer que esa disponibilidad nos ofrecía. A veces nos sentábamos en algún banco, de aquellos dispuestos frente al río para observar sus imágenes cambiantes, para recibir las sensaciones que provenían de su grandeza o el resplandor que subía desde su cuerpo rojizo. Solíamos hacerlo también para contemplar las variaciones en la vegetación de una isla que vimos formarse en una de las crecientes del río y perdurar, cada vez más estable, saturada de árboles y lianas, siempre verdes, y poblada de pájaros que se refugiaban en su fronda. Otras veces los paseos eran menos urbanos. Llegábamos hasta las colinas cercanas de la ciudad, ya lejos de los ruidos del tránsito,
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entregándonos a una viva relación con todo lo circundante. Un verdadero placer hacerlo en la compañía de alguien que conocía el nombre de las florecillas del campo, y el de los pájaros, y el de los árboles. En esos vagabundeos, para mí todo era aprendizaje; por supuesto, sobre literatura siempre, pero también sobre la modalidad y el cambio de las estaciones, del régimen del río, con sus descensos y crecidas, o sobre las costumbres de las aves, o todavía, de los infinitos padecimientos que provenían del “junio de crecida”, no sólo para los hombres “corridos por el padre río” sino asimismo para las otras criaturas, indefensas, víctimas también de la furia del agua y su despiadada violencia. Nos sentábamos algunas veces a la orilla del río, atraídos por sus movimientos, por su color y por su fuerza o por el lento fluir de sus aguas, viendo además cómo cruzaban el cielo bandadas de pájaros o aves, en aquella inmensa extensión vacía. Esos desplazamientos eran habituales en Juan. Él acostumbraba hacerlos igualmente en una bicicleta, muy liviana, con la que se alejaba hacia lugares apartados adonde acudía para leer en calma o para estar simplemente ante un paisaje que amaba y con el que se fundía naturalmente. Aunque aislado en esos lugares recónditos, nunca sintió —me lo dijo más de una vez— el peso de la soledad. Su relación con el contorno era tan intensa que rápidamente lograba fundirse sintiéndose como una parte de las colinas, de las hierbas, del cielo, del agua. Su conciencia no lo separaba de esos elementos. Por el contrario, le ayudaba a experimentar una vívida fusión. Por eso mismo, quizá, aunque apartado, no padecía su aislamiento. No había para él centro ni orillas. Todo le interesaba en aquella unidad, tan anhelada. El cuerpo, su propio cuerpo, era sólo una partícula de esa sustancia única: Oh, arder en el amor de la tierra y de sus criaturas, de su criatura, arder en la nostalgia de la total relación...
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Desaparecía la separación física porque en esa disolución se deshacía su individualidad, para fundirse con lo distinto, con aquello que no percibía como opuesto, sino como una variación de lo único. Aquí Juan L. volvía a aproximarse a Lao Tsé, y a continuar su diálogo con Tu Fu, Li Tai Pe, Wang Wei, y lo hacía desde aquel rincón de su provincia, porque para él el tiempo y el espacio tal vez fueran sólo meros accidentes. Lo permanente era aquella totalidad en donde las cosas y los seres transcurrían entrelazados por el vínculo aglutinante del amor. El paisaje entonces, para Juan L., era una parte de sí. No se refería al paisaje como a algo que estaba fuera. En su visión totalizadora nada estaba fuera, o como dice Oscar del Barco: Mediante círculos que se incluyen unos a otros, sin centro y sin límites, con movimientos sostenidos en la pasividad, la poesía sostiene y es sostenida por un orden que abarca desde la más pequeña partícula de materia hasta la máxima intensidad del espíritu.
Habrás de saber tú, que aisladamente nada existe, pues todo está en todo...
Pero con el tiempo también su visión del paisaje fue modificándose. Dice, por ejemplo, recogido por la misma revista Xul: En ese momento me interesaba en los autores todo lo que me afirmara en el sentido del paisaje. Esa era para mí la piedra de toque de un poeta: el paisaje. Pero hoy no veo en el paisaje, como Sartre dijo muy bien, solamente paisaje. Veo o trato de ver, o lo siento así, todas las dimensiones de lo que trasciende o de lo que, diríamos así, lo abisma. Es decir, la vida secreta por un lado y la vida no sólo con las criaturas que lo habitan o componen, sino con las otras cosas con las que está relacionado, y no solamente el sentido de las sensaciones. Cierro estas páginas evocando una imagen que persiste a pesar del tiempo: Juan L. sentado en su habitación, con la puerta entornada, tanto en invierno, como en verano, y desde
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la cual observaba los movimientos incesantes del Paraná, que sucedían a cien metros de su casa. A su costado una mesita alargada que servía de apoyo a una lámpara de pie, al termo, al mate, a los múltiples implementos que usaba para fumar. Las paredes albergaban unos estantes de madera, bastante precarios, con no demasiados libros. Allí estaba siempre, leyendo, sentado o recostado en una especie de sofá cama, alargado también, cubierto con una delgada colchoneta, a veces con una pequeña gatita oscura a la que Juan le permitía toda clase de libertades. Allí recibía a sus amigos, allí escribía. Ese cuarto era igualmente un lugar de trabajo y un lugar de reposo. Un refugio para la soledad. Desde allí indagaba igualmente las variaciones del día y de la luz, y la renovación constante de un paisaje de islas; capturaba imágenes que luego ingresaban palpitantes a la fluidez de sus poemas. Juan L. había elegido la provincia para vivir y una casa —una habitación— como respaldo seguro, a fin de soportar las asechanzas de un contorno bastante hostil. Neutralizaba esa resistencia con la amistad de algunos jóvenes que peregrinaban hasta su casa para manifestarle su simpatía y admiración, y con un vínculo vivo, como digo, con el paisaje, un verdadero sustento espiritual de todos los días. Con un cuerpo muy frágil transmitía, sin embargo, solidez y confianza. Juan L. se comportaba como un oficiante para quien importaba más el destino del culto —la poesía en este caso— que el papel del intermediario, recordando siempre que la poesía era, acaso sobre todo, “intemperie sin fin”. Su palabra suave pero firme inducía a un compromiso de vida, a una entrega responsable. Nunca consideró la poesía como un privilegio o una evasión. Para él fue siempre un servicio humilde, destinado a instaurar en la tierra el reino del amor. Sin embargo, a pesar de su aislamiento, y de su excentricidad, Juan L. Ortiz constituye una gran fuerza espiritual, de esas que actúan secretamente, pero que se convierten, con el tiempo, en energía impulsora de una
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literatura, quizá algo semejante a lo que significa Macedonio Fernández para la literatura argentina o Mallarmé para la poesía francesa. Los efectos de una obra como la suya comienzan a percibirse mucho tiempo después. Demandan una asimilación que es casi siempre lenta y que se va filtrando por capilaridad en el cuerpo de las generaciones posteriores.
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Juan José Saer Aunque preferiría no hacerlo, para referirme a Saer tendré que acudir más de una vez a anécdotas personales, a sucesos en los que ambos participamos o a informaciones que pude tener por una relación que se prolongó por casi cincuenta años. No estoy en condiciones de hacer un estudio crítico sobre su obra. Soy también —como dice Borges de sí mismo— un lector hedónico que leí siempre con muchísimo placer todo lo que Saer escribió. Me limitaré entonces, con los precarios auxilios de mi memoria, a mencionar algunos momentos compartidos, que nos ayuden a comprender la compleja personalidad del autor, e igualmente algunos testimonios ocasionales que configuran una conducta que Saer fue construyendo a lo largo de toda su vida. Solíamos discutir con pasión temas de interés común, particularmente en nuestra juventud, un periodo sin duda espinoso, aunque nunca llegamos a la ruptura. Con los años nuestras diferencias se fueron atenuando pero no desperecieron del todo. Saer estaba dispuesto siempre a defender aquello que pensaba, sin medir las consecuencias. Apreciaba mucho la amistad pero no deponía, ni aún ante amigos muy próximos, sus propias ideas y convicciones. Yo mismo pude comprobarlo personalmente. A pesar de ser la nuestra una amistad fluida y prolongada, hubo periodos en que estuvimos bastante alejados. Fue, creo, entre los años 1973 y 1979. Los primeros de su estadía en Francia. Fueron años difíciles para todos nosotros. Saer había salido de Argentina en 1968, con una beca otorgada por el gobierno francés. Esos seis meses iniciales se convirtieron en treinta y ocho años, más de la mitad de su vida. Sobre ese tiempo, en una entrevista realizada en al año 2003, dice Saer: Fui por seis meses a París. Luego fui profesor en Rennes. Después sufrí descalabros en mi vida privada... Y más adelante: Los peores años fueron entre 1974 y 1980, fue muy duro para mí.
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Yo estaba escribiendo Nadie nada nunca, una de mis novelas más experimentales. Me llevó cuatro años de trabajo, en un aislamiento completo. Se juntaron muchas cosas: la influencia de estar en el extranjero, mis vicisitudes personales, y al mismo tiempo el sentimiento de que no tenía más un país, que no tenía más un lugar mío. Por esos años muchos de nosotros experimentábamos un sentimiento semejante. Los que salieron de Argentina voluntariamente, un poco antes de la gran diáspora, como fue su caso, y los que salimos exiliados, porque no teníamos otra opción. Con el tiempo, seguramente Saer pudo comprobar que, aunque ya no tuviera un país, como igualmente sucedió con algunos de nosotros, nadie podía despojarlo de un lugar propio. Toda su obra transcurre en ese lugar donde comenzó su vida y al que permaneció unido con lazos más profundos que los meramente administrativos. Sobre este asunto, en aquella entrevista dice también: Es que la patria, eso que queremos, no son el gaucho, el himno nacional y la bandera. Lo que queremos son las primeras experiencias constitutivas de nuestro ser. Ciertas personas poco escrupulosas intentan confundir esa experiencia auténtica del lugar, del nacimiento y del comienzo del lenguaje, con una pasión abstracta, una serie de valores que no necesariamente estamos obligados a compartir. Después de aquellos años de cierto alejamiento a los que me refería, hubo un reencuentro que quisiera relatar. Fue durante mi primer viaje a Europa desde México. En 1979 algunos amigos habíamos decidido reunirnos en España, donde residían dos o tres de ellos. Yo viajé a París y pasé allí sólo el día siguiente al de mi llegada. Seguí luego el viaje, en tren, hasta Madrid. Saer, a quien no veía desde hacía por lo menos siete u ocho años, me esperó en su casa del Boulevard Voltaire, con una muy buena carne al horno y con un vino excelente. Hablamos toda la noche. Fue una especie de repaso general
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sobre esos años pasados. Los dos queríamos saber de la vida del otro. Verificar nuestras lecturas actuales, nuestros gustos, nuestras preferencias, nuestros entusiasmos. No era cuestión, simplemente, de dejar atrás lo que había pasado sin hacer un balance. Los dos queríamos comprobar si aquello que nos había aproximado en otro tiempo seguía vivo. Si todavía queríamos a los mismos escritores y cuáles eran los nuevos que preferíamos. Si teníamos semejantes ideas políticas, algo no secundario entre nosotros, y también lo que cada uno pensaba de los horrorosos sucesos de la Argentina de entonces. La amistad para Saer no era sólo el vínculo creado por una corriente afectiva. Siempre fue también un conjunto de afinidades vinculadas a los gustos, a las ideas, a las convicciones. Aquella noche en París tuvimos una conversación intensa, detallada, franca. Hablamos hasta que la claridad del alba se filtró por las ventanas de la sala. Yo debía viajar, como ya dije, a Madrid. Saer, que no tenía pensado hacer ese viaje, después de esa noche, cambió de idea y decidió viajar él también a España. La semana que pasamos en un pueblito donde vivían nuestros amigos, permanece muy viva en mi memoria. Hubo asados y vinos en abundancia. Al grupo se unió también Antonio Di Benedetto, que por entonces vivía exiliado en Madrid. Aunque habíamos vivido en la misma ciudad, Santa Fe, que por entonces no tenía más de trescientos mil habitantes, con Saer no nos conocíamos ni siquiera de nombre. Creo que fue en el año de 1956, durante una lectura pública de poemas que realizaron algunos amigos de Buenos Aires, donde nos encontramos por primera vez. Después de la lectura hubo un diálogo muy vivo en el cual participó, con posiciones radicales e intransigentes, un joven de menos de veinte años. Era Juan José Saer. Su intervención causó mucho revuelo. Su tono cortante impresionó al público, así como su detallado conocimiento de la poesía contemporánea. A partir de entonces nuestra relación
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se fue haciendo más estrecha. Compartíamos muchos intereses. La ciudad, pequeña todavía, facilitaba nuestros encuentros cotidianos. Los temas que nos inquietaban no eran tanto locales, ni aún los nacionales, sino más bien el descubrimiento de escritores italianos, norteamericanos o franceses. Aquellos escritores llegaron de Santa Fe por caminos imprevisibles. En el año de 1956, por ejemplo, un poeta de Buenos Aires, Rodolfo Alonso, se fue a vivir a Santa Fe. En seguida me propuso traducir a Cesare Pavese, a quien yo apenas conocía. Trabajamos arduamente durante unos seis meses, cinco o seis horas diarias, en la versión de sus luminosos ensayos que integraron el libro El oficio de poeta, editado por la editorial Nueva Visión en 1957. Desde ese momento Pavese fue para nosotros, también para Saer, un escritor de culto. Leímos con creciente asombro toda su narrativa, sus ensayos, sus poemas. Nos sentíamos, en aquella distante ciudad de provincia, los depositarios de un pensamiento que nos exaltaba. Otro autor que llegó temprano a Santa Fe, extrañamente, fue Ezra Pound. En unos de sus frecuentes viajes a Buenos Aires, Saer consiguió la edición última de The Cantos, todavía incompleta, pues faltaban los poemas finales que se publicaron algunos años después. Descifrar esos poemas fue para nosotros una empresa compleja que estuvo a cargo de Saer. Fuimos los tempranos beneficiarios de esas versiones improvisadas. Pound despertaba en nosotros, desde los primeros años de la década del 60, un real interés. Conocíamos parte de sus ensayos y la versión de algunos poemas anteriores a los Cantares. Nos atraía la novedad de su escritura y la radicalidad de su propuesta. Dejábamos de lado sus vínculos con el fascismo, que condenábamos, pero acogíamos la ilimitada energía que provenía de su búsqueda y descubrimientos. Saer ya había traducido para sí mismo y para sus amigos poemas de la etapa anterior a los Cantares, que nunca
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fueron publicados. Recuerdo todavía ahora la segunda estrofa del poema titulado “Una muchacha”, que decía así: Árbol eres musgo eres eres violeta arrastrada por el viento. Una niña —así de alta eres— y todo esto es locura para el mundo. Esto sucedió, como digo, al comienzo de la década del sesenta. Saer ya había publicado su primer libro de cuentos, pero la poesía era entonces, como lo fue durante toda su vida, su principal desvelo. Vivíamos en una ciudad de provincia, alejada de la capital, alimentándonos con nuestras lecturas y muy alertas para resistir los peligros de una mentalidad provinciana. Quiero señalar igualmente que nosotros no fuimos los primeros en enarbolar esa resistencia. Nos había precedido y animado un poeta que vivía muy cerca de Santa Fe, en Paraná, Juan L. Ortiz, a quien sus amigos de Santa Fe le debemos mucho de lo que luego fuimos. Paraná distaba sólo treinta kilómetros de nuestra ciudad, y estaba separada, o mejor, unida, por el río del mismo nombre. Nuestros viajes en lancha o en balsa eran muy frecuentes, así como los de Ortiz a Santa Fe. Admirábamos su poesía, pero también su lucidez, la diversidad de sus intereses, la renovada curiosidad de sus lecturas, su generosidad. Intercambiábamos libros, traducciones, entusiasmos. Escuchábamos de viva voz la lectura de sus poemas, interrumpida por explicaciones puntuales. Aunque para nosotros él era el maestro, no teníamos hacía Ortiz una actitud discipular. Juan L. nunca permitió esa distancia. Era uno más entre nosotros. Su actitud, que mantuvo hasta el final, fue siempre la de un aprendiz, en el sentido oriental del
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término. Sin proponérselo nos transmitió a todos una ética rigurosa. Saer escribió, en distintos momentos, algunas páginas excepcionales sobre la significación y el lugar de su poesía, así como sobre las virtudes de su existencia retirada. Hay algunos sucesos que, ahora que estoy evocando aquel tiempo, vienen a mi memoria. Este, por ejemplo: Saer trabajaba por aquellos años como periodista en un diario local. Un hijo del dueño de ese diario, José Luis Vittori, también un escritor joven, fue animado por nosotros para que se hiciera cargo del suplemento literario que aparecía los domingos, y que era realmente deplorable. Intentábamos, mediante un golpe de estado palaciego, asumir la dirección y modificar radicalmente el rumbo del suplemento. Cambiar el diseño, las ilustraciones, la calidad de las notas bibliográficas, introducir en sus páginas los problemas del arte y la literatura contemporáneos. Naturalmente, estas propuestas causaron la activa resistencia de algunos escritores locales, de los plásticos que prodigaban sus imágenes folclóricas, de las fuerzas vivas de la ciudad, siempre dispuestas a respaldar las actitudes más rutinarias y convencionales. La aventura duró sólo tres meses. Se repetían las protestas de los afectados, que culminaron con una visita de los notables de la ciudad, encabezados por el arzobispo, para pedirle al director del diario el cierre de ese suplemento subversivo. Hubo momentos de tensión y suspenso. Nuestro amigo, el hijo del dueño, se asustó, dio un paso al costado y el suplemento volvió a su cauce anterior. Cuando el conflicto estaba en su apogeo, nosotros cometimos un indudable error táctico. Incluimos en sus páginas un cuento de Saer, “Solas”, en el que había un inocente diálogo sentimental entre dos muchachas jóvenes. Fue, como se dice, la gota que derramó el vaso. Nuestra “revolución” llegó a su fin. Saer fue expulsado del diario y a nosotros se nos prohibió toda colaboración. Algunos meses después, Saer cobró su indemnización por despido. Ese mismo día fuimos a celebrar nuestra victoria. Cenamos en un
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viejo restaurante de la ciudad una comida excelente acompañada de abundante vino. Alegremente dejamos atrás aquel ruidoso tropiezo. Su primer libro fue En la zona. Saer tenía entonces veintitrés años. Se publicó en Santa Fe y reunió trece cuentos. A pesar del título, su escritura nada tenía que ver con la literatura costumbrista de la época. Saer definía, desde el principio, un lenguaje, una entonación, utilizando los registros de la oralidad y la sintaxis de la lengua hablada que serán también la característica de toda su obra posterior. Se introducía, igualmente en ese primer libro, un escenario geográfico y humano en donde actuarán, posteriormente, todos sus personajes. Su “zona” era un lugar preciso, pero allí sucedían conflictos universales. Algo semejante a lo que fue el Piamonte para Pavese o Dublín para Joyce. Se podría decir que, desde su primer libro, Saer supo que estaba arrancando astillas de un núcleo único y que la suma de ellas conformaría ese universo verbal complejo que fue su obra. Aquellos cuentos reunidos eran sólo una mínima parte de lo que Saer había escrito hasta ese momento. La narrativa no era el único género al que se dedicaba, ni siquiera el más asiduo. A esa altura llevaba escritos, como él mismo dijo, toneladas de poemas. Se ejercitaba constantemente en las formas clásicas de la poesía española, conocía al detalle a los poetas del Siglo de Oro, a los que a veces imitaba con depurada pericia. Eran ejercicios y creo que para él también fueron sólo un aprendizaje. Los poemas que reunió luego en su libro El arte de narrar (1988) tuvieron una característica distinta. Aunque en las referencias figure que estos poemas fueron escritos entre 1960 y 1975, los de la época inicial son más bien escasos. Las formas tradicionales quedaron atrás. Estos poemas fueron escritos en versos libres, cuidadosamente elaborados. En alguna parte dice utilizando una expresión vallejiana: En El arte de narrar hay poemas en los que aparecen personajes también
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presentes en mis narraciones. Creo que un escritor —sea narrador o poeta— tiene que lograr el máximo de intensidad y altura. En otra parte, al cuestionar las formas heredadas, dice: Ya no vale la pena escribir si no se lo hace a partir de un nuevo desierto retórico del que vayan surgiendo espejismos inéditos que impongan nuevos procedimientos. No toda la poesía de Saer fue “eminentemente narrativa”, como alguna vez sugirió. Hay textos, en El arte de narrar, en donde se olvida de su intención narrativa y escribe poemas líricos puros, diría, donde la palabra no narra, no cuenta nada, simplemente está allí en la página blanca, rodeada de silencio, entregándonos su densidad, su peso propio, su sonoridad, irradiando una significación múltiple como sucede siempre en la mejor lírica contemporánea. Doy un ejemplo. El poema se titula “De duelos largos”: De duelos largos emerjo adormecido, a muertes frescas. Sol cegador, alguna vez fuiste fiesta y verdad única —quién lo diría de esta luz indiferente en la que, ya sin voz, como flor en la lluvia, me deshago. A partir de cierta época la escritura de poemas empieza a ser cada vez más espaciada, hasta interrumpirse totalmente en los últimos diez o quince años: Ya no puedo escribir poemas, solía decirme con cierto tono de resignación. Saer no era un escritor metódico. No trabajaba con regularidad y disciplina. Solía pasar largos periodos sin escribir, aunque nunca, creo, dejara de pensar en su próximo texto. Tal vez su mecanismo entraba en funcionamiento cuando el
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material que tenía entre manos alcanzaba el punto de claridad que exigía la escritura. Cuando esto sucedía escribía con bastante rapidez. Alguna vez me dijo que para él una exigencia externa, en ocasiones, solía obrar como estímulo y hasta la consideraba bienvenida. Hace muchos años pude comprobar cómo actuaba en su dinámica interna un reclamo exterior. Fue, creo, alrededor del año 1968 y tiene que ver con la redacción de los últimos tramos de su novela Cicatrices. Un concurso internacional en el que deseaba participar fue el factor estimulante. No sé exactamente el tiempo que le insumió la escritura completa de la novela, pero el límite de su terminación estaba dado por la fecha del concurso. El ritmo de la escritura de los últimos capítulos dependía, entonces, de esa circunstancia. Lo que recuerdo bien es que en esas últimas semanas necesitó la ayuda de dos personas muy próximas a él, para que fueran pasando en limpio las hojas manuscritas que les iba entregando, sin interrupción, por lo menos durante diez horas diarias. No cabían, ante esa premura, titubeos ni reescrituras. La fecha fija del concurso no lo permitía. Sobre la hora Cicatrices quedó terminada y pudo remitirla a tiempo. Entre un libro y otro a veces transcurrían varios años, aunque siempre —como dije— tuviera en gestación trabajos futuros. Escribirlos, para él, no era un simple trámite. En cada libro se proponía resolver nuevos problemas formales. En alguna parte decía: El autor se va instalando en la fisuras que dejan las narraciones anteriores. La obra entonces es una especie de móvil en el que cada pieza que se añade modifica el resto, y cada pieza funciona como una digresión. Y luego: En mis textos la temporalidad está comprimida o estirada, de modo que siempre puedo agregar fragmentos (novelas) que comprimen el tiempo estirado en otros fragmentos (novelas), o viceversa. Este es un proyecto que siempre tengo en vista cuando escribo. Esta construcción elaborada, al parecer, de una manera tan minuciosamente racional, sólo comienza a materializarse, sin embargo, por una
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decisión no voluntaria; tampoco, como él mismo dice, por una intervención del Espíritu Santo. Para Saer la obra literaria es el resultado de un conflicto dialéctico entre referencias inconscientes e imperativos prácticos propios de la escritura. Y sigue diciendo: Lo sorprendente en la obra de arte es que esas referencias inconscientes y puramente individuales del autor se transforman en objetos sociales, no solamente intangibles, sino más bien ultraintangibles, en la medida en que emiten como radiaciones continuas y siempre renovadas de sentido a través de las generaciones, de las culturas y de las civilizaciones. La permanencia de La Divina Comedia, por ejemplo, no está dada por los proyectos políticos de Dante sino por la intensidad de sus pasiones. Este modo de concebir la escritura, que se inicia a partir de un germen no voluntario, o inspiración, coloca su obra en el ámbito de la poesía. Quizá no en el de la poesía puramente lírica, más espontánea e imprevisible, pero sí en el de la poesía como visión. Está visión se despliega y articula en cada uno de los sucesivos fragmentos que componen la totalidad de su obra. Este universo verbal es, además, el resultado de una gran perplejidad de su autor frente al mundo. Acumuló textos con el ánimo de descifrar enigmas, de aprehender lo inaprensible, de introducir nuestros precarios instrumentos de conocimiento en esa Realidad que se ofrece, y no, y de la cual no podemos prescindir. Saer sintetiza así su situación ante los problemas de la realidad: El mundo es difícil de percibir. La percepción es difícil de comunicar. La descripción es imposible. Experiencia y memoria son inseparables. Escribir es sondear y reunir briznas y astillas de experiencia y de memoria para armar una imagen determinada. Lo que podríamos llamar intimidad en una relación amistosa, quiero decir, aquella libertad que incita al diálogo, que lo hace espontáneo, suelto, desaprensivo, no siempre era fácil con Saer. Junto al hombre de ingenio, de humor permanente y sutil, estaba el crítico vigilante que sopesaba cada una de las palabras de su interlocutor. Algunos, ante ese celo persistente,
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se sentían cohibidos, otros se contraían silenciosos. Agazapado estaba en él, siempre, el lúcido polemista. No dejaba pasar ningún descuido y todas las frases podían tener repercusiones a menudo impensadas por quienes las emitían. No había que descuidar nunca el lenguaje, no confiarse a un abandono desprevenido. Todas las expresiones podían conducir, sin que nadie se lo propusiera —como se dice—, a un callejón sin salida. Y hasta a una ruptura. Los temas políticos, en ese sentido, eran particularmente vidriosos. Uno podía deslizarse, sin atenuantes, hacia una zona pantanosa. Aunque sólo parcialmente entrara la política en su literatura, más bien como el sustrato básico donde trascurría la vida de sus personajes, la reflexión política era en él constante. Sin embargo, hay que subrayar, porque ese era un rasgo saliente de su actitud, que no confundió nunca la posición ideológica de un escritor con el valor de su obra literaria. La actitud conservadora de Borges, por ejemplo, no le restó admiración por su literatura. Y aún en escritores como Céline, cuyas ideas políticas Saer condenaba, éstas no pesaban para la valoración de su obra. Su deslinde riguroso confundía a muchos, ya que es costumbre generalizada juzgar la escritura a partir de las ideas políticas de un autor. Habría que agregar todavía que ese tono polémico y vigilante no era sólo una modalidad que él practicaba con sus interlocutores. Era, antes que nada, un cuestionamiento que él se formulaba a sí mismo, un modo personal de permanecer alerta, de no dejarse invadir por un entorno que él cuestionaba hasta en sus menores detalles. No quería adormecerse, no quería transigir, ni dejarse envolver tampoco por lo halagos del mundo, que en los últimos años no le faltaron. Alguna vez me pregunté de dónde deriva la atracción que siempre tuvo por mí toda la escritura de Saer. Me atrevo a conjeturar una hipótesis. Aunque su obra responda a una minuciosa elaboración objetiva, hay algo que para mí la hace más atrayente y es probablemente el hecho de que toda ella
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lleva la marca insoslayable de una individualidad. Algo que está más allá de cualquier elección y que se manifiesta hasta en las entrevistas o en las colaboraciones periodísticas de estos últimos años. Una coherencia que surge naturalmente de una subjetividad muy diferenciada, que unifica el conjunto de su obra y que actúa indistintamente, tanto en la energía lírica de sus poemas como en la reflexión unitaria de sus ensayos. Esa individualidad se filtra, además, en los rasgos morosos de su prosa y en el uso personalísimo de la lengua hablada en su región de origen. Para algunos de nosotros, Saer fue el escritor de nuestra lengua en el que pensábamos cuando un texto nuestro tomaba forma. Su juicio era la referencia externa que más apreciábamos. No pensábamos en él antes de escribir. En ese momento uno está solo y se preocupa por ser fiel al impulso incierto que recibe. Pero luego su juicio era esperado con ansiedad, como si de él dependiera el valor de lo escrito. Su vida fue plena y gozosa aunque no por ello menos dramática. Se interrumpió antes de terminar el último libro. No obstante, su obra, pienso, quedó totalmente cumplida. Cada nuevo libro abría y cerraba, al mismo tiempo, un nuevo escalón. Hubiera podido seguir escribiendo, pues disponía de una gran energía, pero los libros publicados entre los veintitrés y los sesenta y siete años conforman una suma absolutamente integrada y dan testimonio de una visión que Saer fue desplegando con enorme sensibilidad y en un lenguaje único. Se podría decir de él algo que dice Valéry de Mallarmé: Su obra fue la justificación de su existencia, fin único y único pretexto del universo que habitaba. Extranjero en todas partes, Saer fue un exiliado esencial; vivió para develar una inquietud extrema. Construyó un mundo paralelo al nuestro, bien articulado, mediante un gesto absoluto que lo hizo reiterar, con una fe desesperada, intentos radicales en cada nuevo texto escrito.
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Adenda
Los textos incluidos a continuación amplían la visión de Hugo Gola sobre la obra y la vida de Juan José Saer. El primero es inédito y el segundo se publicó en el diario Reforma poco después de la muerte del escritor argentino.
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Extrañamiento y fusión Ha pasado mucho tiempo desde que Juan José Saer escribió el ensayo “Sobre la poesía”, incluido en su libro El concepto de ficción. La fecha que figura al pie del ensayo es 1968. Leí ese texto hace apenas cinco años, es decir treinta y tantos años después de su redacción. En el momento en que lo leí no me di cuenta de que recogía lo expuesto en una entrevista que, en 1967, aproximadamente, nos había hecho una común amiga, Adriana Finetti, en la ciudad de Rosario. Ella nos había convocado para conversar sobre algunas cuestiones relacionadas con nuestra modalidad de trabajo. De todas las preguntas que nos hizo recuerdo principalmente una a la que me quiero referir y que podría formularse así: ¿Cómo se origina en cada uno de ustedes el momento inicial de la escritura? Menciono esto para explicar por qué mi primera lectura del ensayo “Sobre la poesía”, hace apenas cinco años, estuvo probablemente influida —iba a decir contaminada— por aquel suceso lejano que me impidió apreciar, como debía, lo que Saer analizaba en ese texto. Saer fue el primero en contestar, en mi presencia, aquella pregunta. Lo hizo con mucha firmeza. Sostuvo que para él la escritura de un poema iba siempre precedida por un proceso de extrañamiento del que derivan las palabras iniciales del poema. No explicó entonces, como lo hizo después en el ensayo, qué entendía por extrañamiento. Luego contesté yo. Fui mucho más ambiguo, impreciso y titubeante. Hablé, según recuerdo, de un estado que llamé de fusión, el cual sobrevenía solamente de tanto en tanto y no necesariamente desembocaba en la escritura de un poema, pero al que consideraba yo tan esencial que, sin él, el poema carecía de sustento y justificación. Aludí también, ante la mirada no muy convencida de Saer, a la inspiración como el posible origen de esos estados y definí a esta última como una vigorosa capacidad receptiva, una
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apertura interior, una disponibilidad absoluta y neutra. En aquel momento las respuestas dadas por cada uno me parecieron no sólo muy diferentes, sino además contrapuestas. No pude comprender entonces, exactamente, el significado de la palabra extrañamiento tal como la empleaba Saer. La interpreté, creo, como un distanciamiento de los seres y las cosas, como una contracción que se separaba de lo real y que, por lo tanto, se oponía a la idea de fusión, pues ésta consistía para mí en sumergirse en las cosas, en convertirse aun en ellas, en inundar el contorno, borrando la diferencia entre uno y el mundo, suprimiendo por instantes la dimensión espacio-temporal, diluyendo el yo personal en esa inmersión absoluta. Hoy, cuando de nuevo volví a leer el ensayo de Saer, no me pareció —a diferencia de mi lectura anterior— que hubiera la distancia que inicialmente establecí entre estas ideas. Más aún, pienso que ambas se refieren a percepciones muy semejantes. En efecto, Saer sostiene allí que la poesía es naturaleza y no lenguaje, y que el extrañamiento es algo que asalta al poeta en un momento permitiéndole salir de la historia. La poesía, dice, busca en el lenguaje esos sedimentos, esas puertas que persisten en él y permiten el acceso a la naturaleza. Y agrega: Para reencontrar la poesía más allá de la historicidad del lenguaje —y no voluntariamente— debe poner en suspenso la crítica y la lingüística para atender a la extrañeza que le permite ir hacia la poesía, apoyarse en ella. Extrañamiento sería algo muy próximo a aquella experiencia radical de fusión que empuja al poeta a fundirse con el mundo, a hundirse en él, a ir más allá de la historia, a suprimirla, gracias a un instante de inspiración que anula todo límite espacio-temporal. Saer habla de un salto que suprime la historia para alcanzar la naturaleza, y la fusión sería el gesto radical que súbitamente sobrepasa las delimitaciones de la realidad. Ambos estamos afirmando, con palabras diferentes,
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la existencia de un impulso imprevisible que, cuando llega, desborda todo razonamiento. En definitiva algo parecido a una iluminación que, mientras dura, anula la prisión del lenguaje. Muchos años después, en el 2003, en un diálogo con Guillermo Saavedra, Saer afirma: De tanto en tanto tenemos alguna iluminación que nos da certidumbre, pero esa certidumbre no tiene valor práctico, es incomunicable y fugitiva. Iluminación sería un término equivalente, me parece, a extrañamiento. Con treinta y cinco años de distancia, persiste en una idea que considero básica en la elaboración de su obra. El valor que atribuye a estos conceptos nos induce a pensar que el origen de su escritura, así como su destino final, es sin duda la poesía.
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Para recordar a Saer La obra narrativa de Juan José Saer (1937-2005) quedó inconclusa. Así sucedió también con algunos de los grandes escritores —Musil, Flaubert, Kafka— que él tanto admiraba. En la última conversación telefónica que mantuvimos unos quince días antes de su muerte, me dijo: Me faltan, para terminar la novela, sólo unas 20 ó 25 páginas. Me quedé tranquilo, seguro de que su salud andaba bien y que pronto veríamos editado su último libro. En su voz había tanta confianza que no cabían las dudas. Y, sin embargo, la muerte estaba agazapada, acechando, lista para desbaratar cualquier proyecto. Por supuesto que nada modificará este final inconcluso ante la obra de toda una vida, tejida minuciosamente, con paciencia y lucidez. Quedó incompleto un libro pero no se podría decir que este detalle modificará el complejo universo verbal integrado por cuatro libros de cuentos, once novelas, tres libros de ensayos y El arte de narrar, que recoge todos sus poemas. Su apuesta, desde el comienzo, fue construir una obra que incorporara la inmediatez de lo cotidiano así como los interrogantes vinculados al sentido último de la existencia humana, trabajando siempre con los mismos, o similares elementos: personajes, lenguaje, ámbito geográfico, atmósfera, al fin, reiterada aunque siempre renovada, para lograr un estilo muy personal y una totalidad literaria significativa y autónoma. Articulaba todos estos componentes de su obra como lo habría hecho un músico que, mediante repeticiones, variaciones, contrapuntos, compusiera un conjunto armónico con la sola materialidad de los sonidos. Comenzó a hacerlo mediante la escritura, en los años iniciales, de muchísimos poemas. Lo recuerdo muy bien. Era esta su escritura predilecta. Cientos de poemas, una especie de obsesión que volvía una y
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otra vez redactando versos regulares, medidos, o versos libres también cuidadosamente construidos como los que figuran en El arte de narrar. Poemas y narraciones eran para Saer sólo apenas modos diferentes de acuñar una versión que está en la base de todos sus escritos. Su prosa tiene, al igual que sus poemas, una minuciosa elaboración rítmica. Alguna vez lo dijo en una entrevista: No puedo escribir si la frase no va sonando silenciosamente en mis oídos mientras la escribo. Una experiencia semejante tenía también para el poema. Para complementar aquel juicio agregaba algo que muchos narradores no compartirían: La verdad es que me preocupan más los problemas de ritmo que los problemas de sentido o narrativos. Estas declaraciones confirman que toda su obra, aún la ensayística, debía inscribirse en el espacio de la poesía. Para Saer, en definitiva, hay sólo un uso válido del lenguaje: el que hace la poesía. Para alcanzar este objetivo elaboró una poética que abarcaba al mismo tiempo ambas expresiones. En ella sostenía que el poema debía intentar la distribución, en tanto que la prosa correspondía a la condensación. Con estas propuestas alternaba aquellos conceptos que, desde Pound por lo menos, homologaban el poema con la condensación y la prosa con la extensión. Pero a Saer estos dos objetivos le permitieron alcanzar una prosa narrativa densa, íntima y porosa, muy pocas veces lograda en la lengua española. En el poema a veces no obtenía, sin embargo, la distribución anhelada. Las palabras se volvían intensas, grávidas, como suele suceder en todo buen poema. Así, por ejemplo, en éste, “Vecindad de Logroño”:
Anotar: en la siesta que arde la noche voluntaria hace señas, desde lejos, ubicua, en la constancia amarilla. Anotar:
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viñas verdes sobre la tierra roja. Anotar que la liebre, presa y escándalo, desea al faro que la inmoviliza. Anotar abismos soleados en días cuyo nombre es legión.
O este otro, “Moulin de Brenizenec”: Árbol, roca, latido, accidentes, apariencias dentro de algo donde la bola lisa del mundo rueda sin fin. Saer no escribió poemas a lo largo de toda su vida. No lo hizo durante los últimos 10 ó 15 años. Este silencio no buscado indica que también para él el poema llegaba solo, o no llegaba, y que su escritura no era la consecuencia de una maestría o de una habilidad que tenía de sobra, sino el resultado de una presión interna, ineludible. Si ésta no se daba, no había modo entonces de escribir un poema. Aunque ya no los escribiera, no dejó nunca de cortejar a la poesía. Su manera de hacerlo fue mediante el ejercicio de la traducción. No hace mucho tiempo me hizo llegar, para la revista El poeta y su trabajo, 71 haikú, traducidos a lo largo de los años de distintas lenguas. Allí volcó todo su amor, toda su pasión, toda su fidelidad a la poesía. Hizo sus versiones a la lengua hablada del Río de la Plata, una lengua que difiere del español de España y en la que también escribió toda su obra. Al referirse a esta relación con la lengua dijo una vez: Es una de las aventuras más interesantes que puede vivir un escritor argentino. Y luego: Conservar la pureza de la lengua me parece una tarea triste. Alguna vez pensé que existía una indudable proximidad entre la obra de Saer y la de un escritor italiano que él admiraba,
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Cesare Pavese. Y esta proximidad estaba dada no sólo por la calidad de su obra, sino porque en ambas la poesía constituye el origen y el fin de la escritura. Poemas, narrativa, ensayos, eran aspectos de una misma visión. En ambos la poesía no tenía que ver sólo con el verso. También le exigían a la narrativa no tanto una corrección sintáctica como una intensidad poética. Como Pavese, también Saer hubiera podido decir: El poeta, en cuanto tal, trabaja y descubre en soledad, se separa del mundo, no conoce más deber que su lúcida y firme voluntad de claridad, de demolición del mito entrevisto, de reducción de lo que era único e inefable a la medida humana normal. Los ensayos de Saer completan, profundizan y deslindan aquello que su narrativa y sus poemas habían formalizado. Son la prueba de que la totalidad de su obra, construida en los bordes, como él mismo dice, alcanzó a articular un conjunto autónomo, en una lengua propia que prolonga lo que en el siglo XX escribieron en Argentina Borges, Arlt, Juan L. Ortiz, Oliverio Girondo y Antonio di Benedetto.
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Juan José Saer, Rubén Naranjo, Juan L. Ortiz, Hugo Gola
Juan L. Ortiz Juan JosĂŠ Saer
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Adenda
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Hugo Gola nació en Pilar, provincia de Santa Fe, Argentina, en 1927. Estudió en la Universidad Nacional del Litoral, graduándose de abogado. Fue profesor de literatura en la misma universidad y de integración cultural en el Instituto de Cinematografía. Salió del país exiliado en 1975 y reside en México desde 1976. Dictó clase de literatura en la Universidad Iberoamericana y publicó la revista Poesía y Poética y una colección de libros sobre cuestiones de poesía contemporánea. Su obra poética fue publicada en Argentina con el título de Jugar con fuego, que reúne cuatro libros anteriores. En 1989, esta obra se publicó en la editorial Arcane 17, de Francia. En 2004 Fondo de Cultura Económica de México publicó su obra reunida con el título de Filtraciones. En 2007, la editorial Alción de Argentina publicó su libro Prosas y, en 2008, Retomas. En 2004, la fundación argentina Konex le otorgó el premio de poesía por su obra publicada. Actualmente dirige la revista El poeta y su trabajo.
Mangos de Hacha | Biográficos
Hugo Gola, Las vueltas del río: Juan L. Ortiz y Juan José Saer James Laughlin, Recordando a William Carlos Williams Robert Creeley y Charles Olson, Cartas mayas