Caminando seguro hacia mis sueños Editado por: Zonacuario, Comunicación con Responsabilidad Social Cía. Ltda. www.zonacuario.com info@zonacuario.com Julio Zaldumbide N24-764 y pasaje Miravalle, La Floresta (593) 381 4340, 252 3464 Quito – Ecuador ©Terre des hommes, ayuda a la infancia www.tdh.ch www.tdh-childprotection.org Pasaje San Gabriel OE 3-62 y Av. América (593) 290 1806 Quito – Ecuador
Redacción: Helena Rivadeneira de la Torre Ilustración: Andrés Pabón Diseño y diagramación: Fernanda Mena Impresión: XXXX Impreso en Ecuador Primera edición Diciembre, 2015 XXXX ejemplares
Germán llegó a clases muy contento, con una sonrisa “de hornado”, como se dice popularmente cuando a alguien se le escapa la alegría en una expresión que recuerda a aquel cerdo horneado del plato típico. Vinicio, Manuel y Nina, sus mejores amigos, lo observaban intrigados, e intercambiaban miradas de “¿Y a este qué le pasó?”. Germán había faltado el día anterior y ellos supusieron que estaba enfermo. Nina hasta le había hecho una tarjeta con un dibujo de perro, el animal favorito de Germán. Pero esa sonrisa descartaba la teoría de la enfermedad.
No aguantaron hasta el recreo para preguntarle. A penas la maestra cruzó la puerta para ir por materiales, saltaron de sus sillas. Vinicio, el menos ágil, fue tropezándose con un pupitre y enganchando un hilo de su manga en un tornillo, quedando con un saco-casichaleco. Sobre el pupitre de Germán, reluciente como el vidrio de una ventana recién lavada, estaba su cédula de identidad. —Déjame ver… —pidió Vinicio, acercando las manos como si ver significara tocar. Pero Germán se rehusó a poner en riesgo su documento nuevecito. Nina y Manuel examinaron la cédula detalladamente. Ella pasó un solo dedo por la superficie, para no dañarla. Él agarró la cédula y la apretó, como si estuviera tanteado cuán madura está una fruta. Después, surgieron las preguntas: “¿Para qué te hicieron una cédula nueva? ¿Te sacaron la foto ahí mismo? ¿Por eso faltaste? ¿Te tomaron un examen? ¿Tus papás te dieron permiso para traerla?”. No hubo tiempo para respuestas porque la profesora regresó al aula. La clase pareció eterna. Cuando se escuchó el “riiiiiiiiiiing” de inicio del recreo, los amigos salieron en estampida, pero aún más arrebatados de lo usual, porque la mayoría de los niños y niñas salen al receso en estampida, ¿no?
Ya reunidos en el patio, Germán pudo responder al interrogatorio, con la presencia de algunos oídos colados. Les contó a sus amigos que su padre tenía un primo que viajaba seguido a Colombia, para traer mercadería. Hace unas semanas, el mayorista al que le compraba los productos le había avisado de una vacante en su bodega, que no era cualquier cosa: “Es un centro de almacenamiento y comercialización muy conocido”, había dicho. El dueño era un genio para los negocios, y siempre apadrinaba chicos a los que les enseñaba cómo hacer plata. Como los padres de Germán tenían dificultades de dinero y temían no poder seguir pagando sus estudios, les pareció buena idea mandarlo a aprender un oficio, y a hacerse un futuro, con el susodicho mayorista. Él aceptó dichoso. Así pues, faltó a clases para sacar la nueva cédula, para viajar a Colombia, para ir a trabajar y aprender a hacer negocios, para ayudar a sus papás y, en un tiempo, volver a ponerse una tienda propia, o comprar una tierra o una camioneta grandota. Sí, le sacaron la foto para la cédula ahí mismo. No, no le tomaron un examen. Y no, sus papás no le dieron permiso para llevarla a la escuela.
—¿No vas a extrañar la escuela? ¿A tus papás? ¿A nosotros? —preguntó Nina, disimulando sus ojos llenos de lágrimas. —Pero te vamos a ver seguido, ¿no? —dijo Vinicio despistado, como siempre. —Yo creo que deberías quedarte… a estudiar, como todos —dijo Manuel—. Mis papás dicen que los niños y las niñas no deben trabajar. —Ay, si ellos pasan poniéndote oficios en la casa… —comentó Vinicio riéndose. —Eso es ayudar a la familia, y lo hago después de los deberes… —respondió Manuel, un poco molesto porque parecían no entender lo que es trabajar como los adultos. —Claro que los voy a extrañar, amigos —respondió Germán—. Pero voy a ganar plata mientras aprendo. Y el primo de mi papá dice que te dan comidas riquísimas y una habitación que parece de hotel. Manuel no estaba muy convencido. “Bueno, bueno, ¡muéstranos la cédula otra vez!”, interrumpió Vinicio. Germán metió la mano en el bolsillo y buscó la cédula. Nada. Metió la mano en el otro bolsillo. Nada. Entró en pánico. Se rebuscó en las medias y hasta echó un vistazo en sus calzoncillos. Nada. La había perdido. Ahora sí que estaba en problemas. No solo que sus padres no le habían dado permiso para llevarla a la escuela, sino que le habían prohibido sacarla del cajón de su mamá. Asustado, pidió a sus amigos que lo ayudaran a buscarla. Recorrerían toda la escuela y no entrarían al resto de las clases hasta que la encontraran.
Vinicio se fue a la cancha de fútbol. Mientras buscaba, le dieron cinco balonazos y dos patadas. Terminó de cara en un charco y sancionado con tarjeta amarilla cuando él ni jugaba. Buscó, con la tierra hasta en la frente, magullado y aturdido, pero ni rastro de la cédula. Nina fue al bar escolar. Levantó envolturas melosas, vasos húmedos y restos de comida, buscando la cédula de Germán. Casi se desmaya cuando un pedazo de plástico pegajoso y aparentemente babeado se le pegó en los dedos. Sacudió la mano del asco, y el papel salió disparado y terminó justo en su mejilla. Quedó con sus coletas deshechas y la cara embarrada. El recreo había terminado hace horas. Buscaron en el baño, en los juegos infantiles, en la entrada de la escuela sin dejarse ver por el conserje… Manuel hasta le pidió a su amigo que voltee sus bolsillos, que se quite el saco y los zapatos, y que se sacuda como pato recién salido del lago, a ver si por ahí caía la cédula. Nada. Mientras seguían buscando, sudados y desarreglados, riéndose y al mismo tiempo preocupados, alguien ya tenía en sus manos el tan preciado documento. Resulta que se había caído en el salón de clases. La profesora lo había encontrado y buscó a Germán para devolvérselo. Como no lo halló, le preguntó a un compañero por él. Preciso a ese que responde siempre con yapa, o sea, que cuenta de más. Le contó a la profesora sobre el asunto del primo del papá de Germán, la cuestión del viaje y el plan de trabajar. Ella pensó que debía haber una confusión, así que llamó a los padres de Germán para que se reunieran esa misma tarde.
Cuando sonó el timbre al final del día, Germán, Nina, Manuel y Vinicio fueron al aula por sus mochilas. Esperaban que la profe ya se hubiera ido. Pero no fue así. Estaba ahí y, para rematar, con los papás de Germán. “¿Les habrá contado que faltaron a clases? ¿Habrá llamado a todos los papás? ¿Qué sanción les daría la escuela?”, quedaron aturdidos con tantas dudas. La profesora alcanzó a ver a Germán y le pidió que entre. Era hora de la sentencia. Los amigos se trepaban uno sobre otro, se clavaban los codos, se jalaban la ropa, hacían de todo por ganar el mejor puesto junto a la puerta para ver y escuchar lo que sucedía. La profe había hablado con los padres de Germán, y les había escuchado sobre los motivos de su viaje. —Germán, eres un buen chico y sé que tus papás se preocupan mucho por ti. Por eso los llamé, y conversamos sobre los peligros que corre un niño cuando trabaja, más aún si está lejos de sus padres… Puede ser maltratado, pueden obligarlo a hacer cosas que no quiere y que le hacen daño. German estaba confundido. ¿Por qué la profe decía esas cosas? Miraba a sus papás, miraba a la profesora. Todos se veían muy preocupados. ¿Acaso los planes era tan peligrosos y, hasta ese momento, ni él ni sus padres se habían dado cuenta? La profesora les contó sobre niños que pasaban horas y horas trabajando, a veces enfermos, con hambre, golpeados; niñas obligadas a irse con hombres adultos; chicos y chicas que no volvieron a ver a sus familias y amigos. Padres e hijos separados con mentiras, con engaños de trabajos perfectos o con ofrecimientos de hacer realidad sus sueños… Situaciones que parecían salidas de la peor de las pesadillas.
Cuando Germán finalmente salió del salón, mientras sus padres le agradecían y se despedían de la profesora, sus amigos se acercaron: “¡Cuéntanos qué pasó!” le pidieron. —No saben de la que me salvé —dijo Germán. —¿La profe no se dio cuenta de que no estuvimos en clases? ¿No saben todavía lo de la cédula? —dijo Manuel. —No, no es eso. Sí se dieron cuenta de todo. Y seguro que me podrán un castigo —comentó resignado—. ¡Pero me salvé de una cosa muchisisisísimo peor! Todos abrieron los ojos como si les hubieran anunciado un examen sorpresa, de ortografía, de esos en los que cada falta resta puntaje y quedas debiéndole puntos a la profesora. Germán siguió contándoles: —Yo creía que el viaje y el trabajo me iban a ayudar a cumplir mis sueños pero no era así… —se detuvo Germán, porque sus padres se acercaron y le dijeron que era hora de irse—. ¡Mañana les cuento! Tendría muchas oportunidades para contarles a sus amigos sobre la trampa en la que casi cae él y toda su familia. Se habían salvado. Seguirían juntos. Germán estudiaría y jugaría con sus amigos. Sus padres le darían cariño y lo protegerían. Y así, él continuaría caminado seguro hacia sus sueños.