por Témoris Grecko
LA LEY
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Varios estados islámicos aún recurren a la lapidación para castigar el adulterio. Las críticas contra esta práctica se han avivado con el caso de Shakiné Mojamadí Ashtianí, una mujer iraní condenada a morir de esa forma en un proceso judicial plagado de irregularidades. Los musulmanes están divididos entre quienes aseguran que la lapidación es una orden divina y quienes dicen que es un instrumento de represión de las dictaduras.
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(aunque algunos grupos siguieron practicándola por cierto tiempo), y que no pasó al cristianismo porque su fundador la criticó con persuasivas palabras (“El que esté libre de culpa, que tire la primera piedra”). Sin embargo, aunque la religión musulmana tuvo su origen en las otras dos —más de 600 años después que el cristianismo—, recuperó este método de ejecución. Algunos me dijeron que sí es parte de la religión, pues se trata de una instrucción divina. Otros rebatieron este argumento y me explicaron que es una falsificación extremista, que El Corán no la contempla y ordena otros castigos. Y alguien más me dijo que el problema no es el método, sino la pena de muerte en sí, pues ésta no es una prescripción religiosa, sino un instrumento de las dictaduras. Shakiné Mojamadí Ashtianí tuvo un proceso judicial irregular por un supuesto delito por el que ya había sido juzgada y castigada. El 9 de julio de 2010, el régimen iraní hizo una graciosa concesión a quienes buscan evitar que la maten a pedradas: Mohamed Javad Lariyaní, responsable oficial de derechos humanos, reveló que la sentencia de la mujer estaba “a revisión”. Pero no para asegurarse de que no se cometieron errores en el juicio, ni para conmutarle la pena. “El juez”, dijo Lariyaní, “quisiera utilizar un método distinto de la lapidación”. Los hijos de Ashtianí han advertido que, en casos similares, los condenados han sido ejecutados por sorpresa.
LÁtigo o piedras El iraní es un pueblo con mucho estilo y sofisticación, al que los religiosos no han podido despojar de sus poetas: las tumbas de Rumi, Jayam, Jafez y Ferdosí compiten en visitantes con los santuarios del Islam de la predominante secta chiíta. Por eso me resultó aún más chocante la proclividad de la dictadura que lo gobierna a promulgar condenas a muerte (es el segundo lugar mundial después de China). Y mi desconcierto aumentó al descubrir que, a pesar de que su método de ejecución preferido es el ahorcamiento, la lapidación sigue siendo una pena contemplada en su legislación y aplicada por los jueces. La técnica de enterrar a una persona hasta el pecho y organizar a una turba que le destroce la cabeza a pedradas es la forma prevista por la sharía (ley religiosa islámica) para castigar el adulterio. Se practica en Arabia Saudí y Somalia y en zonas de Pakistán, Afganistán, Indonesia y Nigeria, además de Irán, donde en estos momentos Shakiné Mojamadí Ashtianí, de 43 años y madre de dos, está en peligro de sufrirla. Durante mi reciente viaje conocí más historias de horror. En Damasco, la bella capital siria, me mostraron un video que documentaba la lapidación de cuatro personas en Irán. En Kenia, me contaron el caso de una niña de 14 años que estaba refugiada en ese país, pero que al regresar a su natal Somalia, fue violada, culpada del hecho y asesinada con piedras por la milicia extremista islámica Al Shabaab, ligada a Al Qaeda. ¿Es ésta la verdadera naturaleza del Islam? Hice esta pregunta en mezquitas y madrasas (centros académicos musulmanes) de distintos países. Así me enteré de que no es una creación islámica: la lapidación por adulterio es una antigua práctica judía que los rabinos empezaron a repudiar desde principios del siglo i
Irán es un país fascinante, de gente encantadora, al que me gustaría volver. No será posible mientras subsista el actual régimen, que casi me atrapó el año pasado, cuando cubrí las protestas populares contra el fraude electoral después de que habían expulsado a los periodistas extranjeros. Esto me dificultó contactar fuentes confiables y las que localicé sólo hablaron bajo la condición de no publicar sus nombres. Estas personas describen un debate en la cúpula del poder: hay facciones que quieren abolir la lapidación, ya que consideran que abre un flanco innecesario de desprestigio para la dictadura islámica y creen que puede ser sustituida por otros métodos. Este castigo ya fue derogado en 1920 pero, en 1983, después de que la revolución de 1978-79 destituyó al sha y de que el ayatolá Rujolá Jomeiní se apoderó de ella, lo reinstituyeron, a pesar de que la sociedad iraní lo ve como una muestra de salvajismo. En 2006, en un rediseño del código penal, un grupo de diputados logró excluir la pena de muerte, pero el presidente Mahmud Ahmadineyad (en el poder desde 2005) y sus aliados forzaron su inclusión. Estos personajes la defienden con argumentos religiosos (es la sharía, la ley dictada por dios, y los seres humanos no pueden cambiar una decisión divina) pero, desde el punto de vista de mis fuentes, se trata de un acto de rechazo ante lo que Ahmadineyad percibe como una intervención extranjera: “Para él, ceder a la presión internacional [la que genera la campaña a favor de Ashtianí] es invitar a que haya más presión, y lo único que se puede hacer es rechazarla.” En el código penal iraní, está bien claro que el castigo para las personas casadas que sostienen relaciones sexuales fuera del matrimonio es la lapidación. Y con detalles, según el artículo
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104: “Las piedras no deben ser tan grandes como para que la persona muera con el golpe de una o dos de ellas, ni tan pequeñas que no puedan ser definidas como piedras.” La pena que prevé El Corán es otra: “A la mujer y al hombre culpables de adulterio o fornicación, azotadlos con cien latigazos. Que no os mueva la compasión en su caso, actuad en la forma prescrita por Alá, si creéis en Alá y en el Último Día. Y permitid que un grupo de creyentes presencie su castigo.” (An-Nur 24:2)
El juicio de Occidente “La práctica del profeta Mahoma, que tenga paz y bendiciones, es parte de la Revelación”, me explicó Salah al Masri, un clérigo de la secta sunita al que tuve acceso a través de un periodista egipcio. Nos vimos en una mañana sofocante de marzo de 2010 en la madrasa y mezquita del sultán Hassán, en El Cairo. Para él, tan importante como El Corán “son las palabras y los actos del Profeta, contra las cuales deben medirse todas las palabras y los actos, de manera que todo lo que se corresponda con ellas debe ser aceptado y todo lo que se contradiga, rechazado”. Por lo mismo, la sharía toma como base de jurisprudencia no sólo El Corán, sino también la Jadiz, la recopilación de los dichos y hechos de Mahoma. En ella se recogen media docena de casos en los que el Profeta trató de manera diferenciada a los fornicadores (las personas no casadas que tienen relaciones) de los adúlteros: condenó a los primeros a recibir los cien latigazos y a los segundos, a la lapidación. “Esto no viene de la nada”, me aclaró Al Masri. “¿O no es cierto que es parte de una antigua tradición?” Para demostrarlo, citó dos versículos de la Biblia: “Si un hombre es encontrado durmiendo con la mujer de otro hombre, ambos deben morir” (Deuteronomio 22:22); y “Si un hombre comete adulterio con la mujer de otro hombre, con la mujer de su prójimo, ambos adúlteros deben morir” (Levítico 20:10). Todo esto me tomó por sorpresa, ya que el clérigo egipcio de más alto rango, el rector de la Universidad Al Azhar, Sheikh 180 n o v • 1 0
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Mohamed Sayed Tantawi (quien moriría de infarto un par de días después en Arabia Saudí), había causado una polémica meses antes al regañar a una estudiante que había acudido a clase vestida con un niqab, el amplio vestido negro que sólo permite ver los ojos. Pero en El Cairo me enteraría de que esta versión moderada del Islam, promovida por el gobierno, está siendo combatida por los conservadores. Y yo había dado con uno de ellos, quien además impugnó la idea de que la lapidación no está en el libro sagrado: “Renombrados estudiosos de la Jadiz afirman que hay un verso de El Corán que hablaba de este asunto, y que fue abrogado. Pero la abrogación tiene que ver con el fraseo, la prescripción sigue vigente”, aseguró Al Masri. De acuerdo con esta versión, después del versículo que establece la pena de los cien latigazos, había otro que decía: “Un hombre casado o una mujer casada, si cometen adulterio, apedréenlos hasta la muerte.” De cualquier forma, prosiguió el religioso, “Occidente comete un grave error, a veces por ignorancia, otras por intención”, al asumir que las condenas a lapidación se emiten con ligereza y frecuencia, “cuando son muy pocas en la historia, ya que el proceso es extremadamente riguroso y es casi imposible probar el adulterio”. El acusado o acusada debe confesar su crimen reiteradamente. Si no lo hace, al menos cuatro testigos
Amina Lawal Kurami fue sentenciada, en 2002, por un tribunal nigeriano a ser lapidada por adulterio. Un año después, por presión mundial, fue absuelta.
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deben declarar bajo juramento que vieron el acto de la penetración, en el mismo lugar y en el mismo momento, y sus afirmaciones no deben contradecirse. Si lo hacen, recibirán 80 latigazos por brindar falso testimonio. “Esto reduce la posibilidad de que los adúlteros sean condenados, ¿o no es cierto que la evidencia debe ser tan fuerte que es casi imposible obtenerla? ¿No es cierto que son tan estrictos estos tecnicismos legales que, en los mil 400 años de existencia del Islam, sólo se han probado 14 casos de adulterio? Pero esto es algo que Occidente no menciona”, me dijo Al Masri.
Consideraciones “humanitarias” Son raros los casos de hombres de religión que admiten argumentos en contra. Yo podía proponer preguntas, pero no decirle a Al Masri que, si la Jadiz en efecto reúne seis casos de condenas a lapidación emitidas por Mahoma, entonces sólo se habrían registrado ocho más en los mil 400 años siguientes, de acuerdo a sus cifras, y esto no concuerda con otros registros. Por ejemplo, tan sólo en Irán, la Campaña Internacional contra la Lapidación ha recopilado los nombres de 24 personas que están en el corredor
de la muerte por apedreamiento, además de Sakiné Mojamadí Ashtianí; 18 de ellas son mujeres. Tampoco queda muy claro que todos los juicios sean justos, estrictos o decididos por jueces que sepan leer. En mi libro La Ola Verde. Crónica de la Revolución Espontánea en Irán (Los Libros del Lince, Barcelona, 2010), recojo el caso de Atefaj Aselej, una chica de 16 años que fue condenada a muerte a pesar de que la ley iraní la prohíbe cuando se trata de menores de edad. La muchacha fue violada repetidamente por Alí Darabí, un hombre casado, de 51 años, que era ex oficial de los Guardianes de la Revolución (un importante cuerpo que ejerce funciones del ejército). Atefaj denunció los hechos, pero la ley establece que el testimonio de una mujer vale la mitad que el de un hombre, y Darabí decía que ella lo había incitado. La joven tuvo una crisis de furia, se quitó el velo de la cabeza y se lo arrojó entre gritos al juez. Éste decidió que Atefaj tenía 23 años y luego la envió a la horca. Darabí, en cambio, no fue sentenciado por violación, sino por adulterio; no fue lapidado como señala el código penal, ni recibió los cien latigazos que prescribe El Corán, sino 95. Ashtianí, la mujer que está ahora en riesgo de ser lapidada, fue juzgada y condenada dos veces por el mismo delito. En un juicio de 2006, que su abogado y su familia calificaron de “montaje”, fue hallada culpable de haber tenido “relaciones ilícitas” con dos hombres, por lo cual recibió 99 latigazos. Meses después se celebró otro proceso contra un hombre, quien presuntamente asesinó al marido de ella, durante el cual Ashtianí fue acusada de complicidad. Malek Ajdar Sharifi, principal autoridad del distrito judicial de Azerbaiyán Oriental, en el noroeste de Irán, rechazó hacer precisiones: “Si diéramos los detalles del crimen que ella cometió, el público entendería la profundidad de su naturaleza inhumana y criminal. Pero debido a consideraciones humanitarias, no podemos dar los detalles.” Añadió que “si ella le hubiera cortado la cabeza a su marido, hubiese sido mejor”. Eventualmente, fue exonerada del cargo de asesinato, pero el de adulterio fue reconsiderado, pese a que ya había cumplido la pena estipulada. La evidencia no era conMahmud cluyente, pero en Irán existe una figura leAhmadineyad, presidente iraní. gal llamada “conocimiento del juez”, que le da al magistrado la facultad de decidir casos con base en lo que él cree que ocurrió. Así la condenó a ser lapidada.
La lapidación fue derogada en Irán en
1920. Pero, en 1983, después de que la re-
volución de 1978-1979 destituyó al Sha y de que el ayatolá Rujolá Jomeiní se apoderó
de ella, la reinstituyeron, a pesar de que la sociedad iraní ve este castigo como una muestra de salvajismo.
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Amina Nawal frente al tribunal que la sentenció por adulterio.
actitudes de desprecio hacia el crimen y a eliminar las causas del crimen”. Treinta años después de la revolución, la República Islámica de Irán debería haber logrado instituir adecuadamente la sharía, pero por lo que se ve en estos y muchos otros casos, sus súbditos no tienen la seguridad de obtener juicios justos.
En el código penal iraní está claro que el castigo para las personas adúlteras es la lapidación. Y con detalles: “Las piedras no deben ser tan grandes como para que la persona muera con el golpe de La imagen perversa que pintó Sharifí de Ashtianí no coincide con la que tenían las demás presas de la cárcel de Tabriz, según dijo al diario británico The Guardian Shajnaz Golamí, una blogger de 42 años que pasó cuatro años presa por su trabajo en favor de la minoría étnica azerí, y quien actualmente solicita asilo en París: Ashtianí “era una mujer tranquila cuya belleza causaba envidia. No quería tener problemas con las demás. Gracias a su temperamento amable, las presas más malvadas se mantenían lejos de ella. Pero las guardias no podían dejarla tranquila. La azotaban como parte de su condena y aparte, le propinaban severas golpizas”. El abogado de Ashtianí, Mohamad Mostafaeí, quien ha defendido legalmente y salvado de la muerte a unas 50 personas, logró que el caso llegara a The Guardian y que Amnistía Internacional montara una campaña en defensa de la mujer. Dentro de Irán, sus hijos Farideh y Sajjad tratan de movilizar a la opinión pública, para lo cual cuentan con el apoyo de la Premio Nobel de la Paz Shirín Ebadí, una iraní defensora de los derechos humanos, pero se encuentran con que los medios —todos controlados por el gobierno desde el conflicto de 2009— silencian lo que pasa. A resultas de este caso, el propio abogado Mostafaeí debió escapar a Turquía 184 n o v • 1 0
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y exiliarse en Noruega el 9 de agosto, después de que la policía detuviera sin presentar cargos a su esposa y su cuñado. Para aumentar la confusión, el Ministerio de Exteriores declaró el 28 de septiembre que aún no se había emitido una sentencia firme. Pero el abogado Mostafaeí ya no puede demostrar que la hubo ni influir en la que pudiera haber: los agentes incautaron su computadora y su archivo con las pruebas. “No me quedan más lágrimas”, expresó en una declaración Sajjad, ese mismo día. “Por eso pido la ayuda de los 27 países europeos antes de que la República Islámica ejecute la sentencia contra mi madre.”
La historia de Asha ibrahim En El Cairo, Al Masri me aseguró que “los castigos islámicos sólo son aplicables en un Estado islámico apropiado y justo, donde los sistemas político y socio-económico operan plenamente de acuerdo con la sharía”, ya que “el castigo no puede asegurar el cumplimiento de la ley” si no viene después de “una larga serie de pasos de prohibición y reforma destinados a generar
una o dos de ellas, ni tan pequeñas que no puedan ser definidas como piedras.”
No son sólo Estados islámicos los que imponen la sharía, también lo hacen grupos de militantes que toman el control de una región. Tal es el caso del sur de Somalia, donde la organización Al Shabaab, afiliada a Al Qaeda, parece estar derrotando al gobierno provisional respaldado por la Unión Africana y la onu. Sus tribunales islámicos imparten “justicia” a su manera, aunque en ocasiones los integren magistrados analfabetas, según testimonios recabados por agencias humanitarias. De ahí proviene la historia que me relataron periodistas kenianos en Nairobi, en febrero de 2010. Asha Ibrahim Dhuhulow murió en el puerto somalí de Kismayo, lapidada por 50 hombres, como una mujer de 24 años culpable de adulterio. En realidad, era soltera, tenía 14 años y había sido violada por tres tipos. Asha pertenecía a una familia de somalíes que escaparon de la guerra y nació foto: afp
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en Hagardeer, un campo de refugiados en Kenia. En 2008 tuvo que viajar a Mogadiscio, la capital de Somalia, a reunirse con otros parientes. Pero al pasar por Kismayo, la ciudad fue tomada por Al Shabaab. Ella se quedó atrapada ahí por dos meses, mientras se le acababa el dinero que le había dado su padre. A finales de octubre, tres hombres la violaron. Sus atacantes fueron arrestados cuando ella los denunció ante el tribunal islámico. Pero los familiares de los agresores la convencieron, con promesas de dinero y joyas que le permitirían llegar a su destino, de retirar la acusación. Esas personas la acusaron después de extorsión. Además, ya que renegar de su denuncia implicaba que había mantenido relaciones sexuales consentidas, el tribunal la apresó por adulterio y la condenó a muerte. Sólo a ella, no a los hombres. La sentencia fue aplicada casi de inmediato, en lo que se logró reunir a un millar de personas en el estadio de Kismayo, atraídas por el anuncio de la lapidación de una prostituta de 24 años. Cuando vieron a Asha y escucharon sus gritos de ayuda, algunos se dieron cuenta de que era una muchachita y trataron de impedir el acto. Los milicianos dispararon, un niño murió y hubo varios heridos. Después de que la cabeza de la chica fue cubierta con una capucha blanca, medio centenar de hombres iniciaron el lanzamiento de piedras. Cuando ella se quedó inmóvil, las “enfermeras” se encargaron de revisar si continuaba viva: la sacaron del hoyo, se dieron cuenta de que sí y la volvieron a enterrar, para que se cumpliera la decisión de la justicia.
Un acto de barbarie La mezquita que más he disfrutado en el mundo es la Umayyad, en Damasco, Siria. Es el tercer recinto más santo del Islam, después de los de La Meca y Medina. Pero a estos, los infieles no podemos acudir, bajo pena de muerte. Y en otros menos sagrados,
los viejos lo echan a uno si ven que va a hacer fotografías. Apenas entrar en la Umayyad, la primera vez que fui, en octubre de 2009, dos hombres me dijeron: “¡Qué gusto verte! Pasea tranquilo. ¡Y toma cuantas fotografías quieras!” Incluso me dejaron estar presente en la ceremonia del mediodía del viernes, el momento más importante de la semana musulmana. Ahí conocí a Mahmoud al Habash, un hermoso hombre que me mostró la tumba de Salah ad-Din Yusuf ibn Ayub (Saladino), el famoso guerrero del siglo xii que derrotó a los cruzados, y me habló sobre la arquitectura de la mezquita. Me tomó media hora hallar la manera de preguntarle por qué el Islam preveía la lapidación. Al Habash me miró a los ojos, y me sentí frente a un general sarraceno a punto de mutilarme con su cimitarra. “Occidente, siempre tan equivocado”, sentenció. Era una opinión parecida a la de Al Masri, el clérigo egipcio. “Ven. Te mostraré unos documentos.” Salimos de la mezquita y caminamos por una callejuela que nos llevó al bazar de Damasco. En medio de dos comercios, abrió una portezuela antigua que yo no había visto. Sentí descargas de adrenalina. Una pequeña parte de mí alucinaba que terminaría en un calabozo. También imaginaba que mi anfitrión me introduciría en un archivo medieval repleto de pergaminos a punto de hacerse polvo, donde latían los secretos de las tribus de Levante. Me hizo pasar a una oficina, donde había una preciosa MacBook blanca. La encendió y me sentó frente a ella. Entonces vi una de las secuencias más horripilantes que recuerdo. En un lugar con césped verde, dos figuras humanas están enterradas hasta la mitad del cuerpo, cubiertas por sacos blancos. Una multitud vociferante las rodea y somete a una lluvia de piedras. Los sacos se rompen y se empiezan a ver las cabezas de las víctimas, sangrantes. Una de ellas está completamente atrapada en la arena y no puede moverse. La otra se sacude de dolor y, eventualmente, logra liberar las manos y las usa para protegerse. Gracias a ello, parece que empieza a escapar. Según la sharía, si lo consigue le
¿Religión o política? Meses después de mi paso por Irán, Siria y Egipto, recordé en Estambul que Mehmet ii había cambiado las amputaciones por las palizas. Si ahora el régimen iraní se propone reemplazar —en el caso de Shakiné Mojamadí Ashtianí— la lapidación por el ahorcamiento, ¿es esto aceptable? Para Mustafá Bujandi, profesor de religión comparada de la Universidad Hassan ii de Casablanca, el asunto debe pasar del debate teológico al terreno político, “que es el que finalmente importa y explica qué es lo que pasa”. De 48 países con mayoría musulmana, sólo en seis (Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Irán, Sudán, provincias del norte de Nigeria y provincia Aceh de Indonesia) permanece la pena de lapidación prevista en sus códigos penales, y es en seis (Afganistán, Arabia Saudí, Irán, Nigeria, Pakistán y Somalia) donde se practica, a veces ilegalmente. Quienes la defienden están perdiendo la pelea. Pero la pena de muerte sigue vigente en 102 países (de los que 58 la practican activamente) de todos los credos. “Cada sentencia de muerte, incluso en casos que no son políticos, tiene una motivación política”, explica Bujandi. “Mucha gente cree que la pena de muerte está ligada a la religión porque en el pasado ha habido un abuso de la religión para justificar los asesinatos. Pero la ley de dios, la sharía, se expresa en los mandamientos básicos que se encuentran en todas las religiones monoteístas, y el principal es no matarás.” Según el académico marroquí, en los países árabes, los que sostienen la pena de muerte son regímenes que no quieren perder su instrumento represivo más importante: “La pena de muerte les es útil para eliminar o intimidar a los líderes opositores.”
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permitirán vivir. La turba se cierra alrededor de ella, sin embargo, e intensifica el apedreamiento, hasta que se desploma, muerta. Cuatro personas son lapidadas en este video, la cuarta parte de las que Al Masri asegura que lo han sido en mil 400 años. Yo estaba demolido. Al Habash me volvió a mirar directo a los ojos. En los suyos saltaban las lágrimas. “¿Sabes qué gritaba la gente?”, preguntó. “¡Dios es grande! ¡Dios es grande!” Al decir eso pareció sentirse mal y se recargó en el escritorio. “Dios es grande... ¡Cómo puede alguien atreverse a emplear el nombre de dios en un acto de barbarie como éste!” Se sentó. Tomó aire. Continuó: “¿Tú crees que hay algo de islámico en esto? Es una mentira, una falacia que riegan los fanáticos y que Occidente quiere creer. Te voy a mostrar el documento que mencioné.”
Nuevo mundo, nuevas reglas Al Habash no sacó viejos pergaminos; en cambio, buscó una página de internet, mostmerciful.com, con los escritos de Akbarally Meherally, un inglés de origen indio, que nació en una familia musulmana chií y, después de un largo proceso abierto de crítica, renunció a esa secta para adherirse a la musulmana suní. El artículo en concreto se titula “El acto del apedreamiento a muerte es un pecado... en el Islam”, y afirma que “es un deber sagrado de todo musulmán manifestar enérgicas protestas y hacer su mayor esfuerzo para lograr que la anti-islámica lapidación sea prohibida e ilegalizada dentro de la Ummah (comunidad) islámica y en todo el mundo”. La traducción más usada de El Corán al inglés es la de Abdulá Yusuf Alí. Meherally denuncia que las ediciones de esta versión que reparte por todo el mundo La Presidencia de Estudios Islámicos, un organismo saudita, tienen añadidos que no estaban en el original, como el que establece que el castigo de cien latigazos sólo es aplicable a personas no casadas, y que para las casadas se prevé la lapidación. Descalifica la idea de que exista un versículo “abrogado” (no se puede abrogar lo que dijo dios), por lo que nunca ha habido en él una frase que mencione la lapidación. Y afirma que la Jadiz es un texto compilado dos siglos después de la muerte del Profeta, con fragmentos de dudosa veracidad. El Corán es la palabra de dios y la Jadiz, la de los hombres, y ésta no puede estar por encima de aquella. Meherally escribe: “Es inconcebible que el Profeta, que ha sido declarado como el mejor de los ejemplos para la Ummah, pudiera rechazar el Castigo Divino Revelado y dictar uno propio. ¿O no es
La evidencia contra Ashtianí no era concluyen-
Ésta es la única imagen que se conoce de Ashtianí.
te, pero en Irán existe una figura llamada “cocierto que la creencia fundamental del Islam es que Alá Todopoderoso es Supremo? Si el castigo de la lapidación fue proclamado por el Profeta antes de la Revelación, entonces esa proclamación se tornó nula e inválida el día en que El Corán fue revelado a la humanidad.” “Hay muchos otros castigos que sí están previstos en el Corán”, me explicó Al Habash más tarde. “Castigos corporales, como los latigazos o las amputaciones, y una forma de entender esto es una interpretación literal, que no sólo gusta a los fundamentalistas, sino a los críticos del Islam, porque así es más fácil atacarlo.” Mi interlocutor explicó que los mandamientos de El Corán “están sujetos a su contexto” y cuando éste se transforma, deben ser reinterpretados. Ya el segundo califa, Omar, heredero de Mahoma, decidió no aplicar algunos preceptos coránicos sobre la posesión de la tierra, porque las condiciones que los motivaron habían desaparecido. Así, por ejemplo, en el Imperio Otomano, Mehmet ii reemplazó la amputación de las manos como castigo en casos de robo, por palizas o multas económicas. “Cuando El Corán fue revelado”, concluyó Al Habash, “los castigos corporales eran la norma en todo el mundo, era imposible aplicar otro tipo de penas en la Arabia del siglo vii. Hoy es necesario cambiar la sharía. Este nuevo mundo en el que vivimos necesita nuevas reglas”.
nocimiento del juez”, que le da al magistrado la facultad de decidir casos con base en lo que él
cree que ocurrió. Así la condenó a ser lapidada.
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