BALANCE DE LA EVIDENCIA EXISTENTE SOBRE EL APRENDIZAJE EN ADOLESCENTES ESCOLARES María Angélica Pease, D. y Liz Ysla Con la colaboración de Anacé Cubas. En la primera parte del siglo XX la prioridad del aprendizaje escolar estuvo centrada en la adquisición de habilidades de alfabetización como la lectura, escritura y cálculo (Bransford, Brown y Cocking, 2000) con un claro enfoque centrado en el docente quien ejercía el control y la dirección de las clases (Santrock, 2007). La educación secundaria en el Perú, específicamente, tuvo como meta principalmente expandirse en términos de cobertura escolar. Las políticas estuvieron centradas en llegar a más individuos de diversos sectores del país y a continuar las tareas de desarrollo de habilidades de lectura y escritura. Siendo la deserción un enorme problema y la sobre edad un reto, la labor estuvo orientada a brindar conocimientos básicos que retengan a los estudiantes en la secundaria ofreciéndola como una alternativa formativa que potenciara la posterior inserción en el mercado laboral. Esa realidad dista mucho de la actual, cuyos rasgos principales están marcados por los avances tecnológicos. Niños y adolescentes son los principales accesitarios y forman parte de una sociedad de la información que ha sido posible por la masividad del Internet y emplean herramientas tecnológicas desde las que no solo se comunican y establecen nuevas formas de interacción social sino principalmente acceden a información ilimitada. De este modo, la globalización que fue estudiada como un fenómeno social pasa a ser una realidad. En este contexto hoy más que nunca el desarrollo de habilidades que permitan “aprender a aprender” forma parte de una agenda educativa impostergable. En el Perú sin embargo esto continúa siendo un reto. El paradigma docente centrado en la transmisión directa sigue dominando la educación. Desde dicho paradigma el aprendizaje es considerado básicamente como acumulación de conocimientos que se estructuran en términos de entidades, relaciones y propiedades, independientemente de la elaboración de significados y experiencia del sujeto que aprende (Duffy y Jonassen 1991). Dicha concepción tiende a enfatizar dinámicas de enseñanza-aprendizaje docente-centradas, donde el aprendiz recibe y acumula información de fuentes externas tales como docentes y libros la cual elabora mediante la práctica y la retroalimentación (Skinner, 1984), y a ir asociada a métodos de enseñanza denominados tradicionales en los cuales se privilegia el uso de la palabra por parte del docente para transmitir información. En esta misma lógica, sigue vigente también la mirada de un docente que domina la disciplina. Si bien las numerosas reformas en el sistema educativo peruano han esbozado intentos de aproximación a un enfoque constructivista la tarea continúa siendo aún grande. Ello es palpable principalmente en la educación secundaria en donde –pese a diversas reformas curriculares- continúa una lógica centrada en la asignatura para el trabajo de contenidos y el uso de la palabra por parte del docente. Así, la capacitación docente de la década de 1990 de alguna forma logró incluir en el debate y en el imaginario de los docentes la idea de trabajar de manera constructiva, sobre la base de los saberes previos de los estudiantes, pero consideramos que las concepciones más de fondo, sobre cómo se construye el conocimiento continúan aun siendo un campo que no ha sido trabajado a profundidad. Incluso, desde cada área se propone una ruta metodológica, priorizando la naturaleza de los contenidos mas no del pensamiento adolescente. Desde un enfoque constructivista la construcción de sentido por parte del aprendiz ocupa un lugar central, en tanto es el propio individuo quien activamente elabora significados respecto al conocimiento; conocimiento que es concebido como eminentemente dinámico y socialmente construido por individuos con sus propios valores y sesgos (Staub y Stern, 2002). Dicha concepción del conocimiento, del rol del docente y del aprendiz es poco compatible con un paradigma, con métodos y estrategias centrados en el docente, pero va más allá de la sola “actividad” en el aula, requiere partir y promover una relación distinta con el conocimiento y una valoración real del estudiante y de su rol en dicho proceso. De ello que no podemos hablar de esfuerzos constructivistas sin 1
atender a cómo es el sujeto que aprende, qué características tiene, cómo aprende en la etapa de desarrollo en que se encuentra y cuál es la mejor manera de facilitar su aprendizaje. Hasta ahora los esfuerzos se han concentrado en la distribución de contenidos desde cada área e incluso establecido indicadores de evaluación pero que no necesariamente recogen lo que realmente se está aprendiendo. Al mismo tiempo, la secundaria enfrenta el reto de trabajar con adolescentes, los cuales constituyen uno de los grupos de los que más imágenes distorsionadas circulan en la sociedad. Dichos mitos se refieren no solo a aspectos centrales de su desarrollo sino a su vez a la manera como aprenden, como procesan información, a su memoria, a su relación con el conocimiento, a su atención, a su pensamiento científico, habilidades argumentativas, entre otros. Esos mitos, que hemos discutido en otro sitio (Pease, Ysla y Cubas, 2012) son muy arraigados y muy difíciles de cambiar, impactan sobre padres, maestros y diseñadores de políticas públicas y por ende, en última instancia, sobre nuestros adolescentes. Estereotipando un poco, la imagen que se suele tener sobre el aprendizaje adolescente es que estos de pronto, súbitamente, adquieren –a raíz de los cambios de la pubertad- la capacidad de pensar abstractamente, de razonar, de argumentar y de ser críticos. Se considera que esto es un logro dado, una materia prima con la que se debe de contar. Se considera además que ello es independiente del contexto, que sucede por una suerte de logro evolutivo más allá de las diferencias culturales y de los entornos de aprendizaje. Y preocupa enormemente no encontrar estas características en los adolescentes. Se piensa que hay algo que no está funcionando bien con ellos, con las nuevas generaciones. Se llega pues a construir la imagen del aprendizaje adolescente desde el “déficit” es decir, desde lo que debería pero no termina pudiendo hacer. Se conceptualiza al adolescente entonces como aquél que teniendo la capacidad no ha logrado cubrir dicho potencial, asumiendo que el potencial es independiente de lo que el ambiente de aprendizaje proporciona y que estos logros suceden de una vez y para todos de la misma manera donde la escuela como tal no tiene un rol directo en activar dichos potenciales. Estos supuestos son distorsionados y dañinos, no solo porque construyen al adolescente como alguien “que carece de” sino además porque atribuyen poca importancia a lo que la escuela puede lograr, que es en realidad muchísimo. El aprendizaje adolescente dista mucho de este estereotipo. Es cierto que la adolescencia supone un cambio sumamente complejo en los procesos de pensamiento y procesamiento de información, pero estos emergen en realidad como un potencial, no como un logro dado ni rutinario. Ello sucede incluso a nivel cerebral. La imagen que nos vienen devolviendo los estudios del cerebro es consistente en señalar la naturaleza eminentemente flexible del cerebro a partir de los procesos de aprendizaje (Bates y Elman, 2002 y otros). Lo cierto es que la adolescencia no es una realidad biológica ni independiente de la cultura. El inicio de la misma se encuentra marcado por los cambios de la pubertad, pero tanto la construcción de lo que es y significa ser adolescente está determinado culturalmente y variará en su extensión dependiendo de la cultura de la cual el adolescente forme parte (Ver Pease, Ysla y Cubas, 2012 para un desarrollo de estos temas). Pese a que muchos docentes dirían que no conocen adolescentes que piensen automáticamente de esa manera como el estereotipo indica, dicha imagen sobre el aprendizaje adolescente tiende a perpetuarse porque calza perfectamente con otros mitos sobre la etapa adolescente, como por ejemplo, a la imagen de un adolescente en conflicto –o guerra nuclear- con los padres (y maestros), que discute permanentemente sus normas y disposiciones, que reta su autoridad, que se preocupa por sus amigos y solo confía en sus opiniones, con la idea de –casi- generalidad de conductas de riesgo en la adolescencia tales como alcohol, drogas, goce con el riesgo, etc. Esta idea del adolescente en permanente proximidad a conductas de riesgo proviene de la teoría de Hall (1904) quien trabajando con un grupo de adolescentes problemáticos propuso que esta era una etapa de “tormenta y estrés”. 2
Y si bien existen adolescentes en riesgo, expuestos a enormes peligros y lidiando con muchas dificultades, dicho contexto no es la norma de la adolescencia ni es algo que puede generalizarse a todas sus dinámicas. Lo cierto es que los adolescentes requieren de los adultos, de sus padres y maestros tanto o más que cuando eran niños. Más aún esta imagen de guerra entre adolescentes y padres coincide poco con la realidad. Una serie de estudios ha encontrado sistemáticamente que la mayoría de adolescentes tienden a tener conciencia de necesitarlos y tienen, en general, relaciones armónicas con los mismos (Steinberg, 2001) y aun cuando los cambios asociados a la adolescencia suponen una serie de dinámicas y relaciones nuevas entre padres y adolescentes, estos no son de por sí negativos (Kail, 2002). Resulta conveniente encuadrar la discusión en estos mitos, dado que la imagen del pensamiento adolescente, de lo que debería ser capaz de hacer en secundaria, está igualmente cargada de mitos, que se han ido forjando a lo largo de los años y que no guardan relación con nuestra realidad. Ahora bien, la adolescencia supone indudablemente una serie de transiciones a diversos niveles: físicos, emocionales, psicológicos, sociales, mentales, del crecimiento y cerebrales (Schulz, Molenda-Figueira y Sisk, 2009; Spear, 2010); que conllevan y acompañan una serie de cambios en la manera de procesar y construir conocimiento. Creemos que la secundaria que queremos construir pasa por conectar los dos temas que acabamos de discutir: La agenda de la secundaria respecto a lo que esta debe lograr y el cómo son los adolescentes. Las revisiones curriculares, las discusiones sobre prácticas y buenas prácticas y las maneras de enseñar, tienen que pasar por la manera como los adolescentes – efectivamente- aprenden. Nos encontramos además en un momento donde realizar dicha conexión es mucho más viable. El estudio de la adolescencia en general y de la cognición y aprendizaje adolescente en particular, se encuentra en un momento sumamente productivo. La interacción entre los estudios de la mente, el enfoque socio cultural que otorga un lugar central a la cultura en el desarrollo humano, y la incorporación de evidencias de la neurociencia a partir de nuevas técnicas desarrolladas para el estudio del cerebro, ha proporcionado una imagen mucho más compleja y rica de los adolescentes y sus aprendizajes (Ver Pease, 2010). Dichas evidencias nos devuelven la imagen de un aprendizaje adolescente apartado de la idea del “déficit” y centrado en esa potencialidad que emerge en esta etapa del ciclo vital. Los aportes de la neurociencia incluso validarían los planteamientos de Piaget respecto al establecimiento de estructuras (esquemas y representaciones) producto del aprendizaje. En lo que sigue haremos un balance sobre algunas de las ideas más extendidas sobre el aprendizaje en la adolescencia discutiendo la evidencia que existe en torno a dichos temas. Empezamos discutiendo las metas de la educación secundaria y el aprendizaje de los adolescentes dentro y fuera de la misma. Pasamos luego a discutir el aporte de la teoría de Piaget y las confusiones en torno a la misma respecto al pensamiento formal las mismas que requieren ser tomadas en cuenta en los lineamientos curriculares. Luego nos detenemos en el pensamiento adolescente en términos de potencial que emerge respecto a la resolución de problemas y el razonamiento, para luego pasar a caracterizar los cambios en la atención y la memoria, el pensamiento científico y la revisión de lo que implica la argumentación y metacognición en la educación secundaria. El énfasis está dado en comprender cuál es la naturaleza del cambio que sucede en esta etapa respecto al aprendizaje de modo que se identifiquen las maneras pertinentes de acompañar el proceso de aprender de los adolescentes.
¿Para qué la secundaria? Aprender dentro y fuera de la escuela
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En la actualidad se espera que finalizada la educación básica regular los estudiantes apliquen sus conocimientos y habilidades en áreas académicas fundamentales y además analicen, razonen y se comuniquen eficazmente cuando plantean, resuelven e interpretan problemas (OCDE, 2004). Ello implica el reajuste de los propósitos educativos y modelos metodológicos y la revisión actualizada de cómo aprenden los escolares, y así dar respuesta a la escasa asimilación de lo que se imparte en el aula (Carretero, 1987). En nuestro caso, centraremos esta revisión en función de los estudiantes adolescentes que cursan la educación secundaria. Nos encontramos frente a nuevos desafíos y si bien el énfasis de la educación pasa por enseñar a la gente a pensar y leer críticamente, expresarse clara y persuasivamente y resolver problemas complejos en las ciencias y las matemáticas (Bransford et al., 2000) es necesario proveer apoyo para que los estudiantes exploren su mundo y construyan conocimientos (Santrock, 2007) pero sin perder de vista la etapa del pensamiento en la que se encuentran de acuerdo a los fundamentos del desarrollo cognitivo (Inhelder y Piaget, 1958; Kuhn, 1999). En esta línea, no es posible aislar los aprendizajes desarrollados en la escuela de la vida misma. El adolescente no se “desenchufa” e inicia otros procesos fuera de la escuela. Ir a clases no puede ser una actividad paralela, todo lo contrario, la escuela debe proveer aprendizajes que se conecten con sus aprendizajes previos (Ausubel, 1976) y que no necesariamente son producto de una instrucción académica o escolarizada. Lamentablemente, esto no es necesariamente visto así por los estudiantes. Muchos de ellos conciben que la escuela se encuentra disociada de su vida cotidiana, consideran que el aprendizaje en las aulas no guarda, ni debe guardar necesariamente relación con el que realizan fuera de ellas; más aun, conciben que la escuela no tiene un propósito en sí misma sino como formación para más adelante y por lo mismo conciben el currículo como “lo que se tiene que aprender” sin considerar que lo que se aprende tiene una razón de ser. De ello de se ha considerado que la escuela no es una actividad que tiene valor “en sí misma” (Clullingford, 1991), como experiencia, sino algo que sirve “para después”. Esto es especialmente preocupante en la adolescencia porque, como sabemos, los adolescentes se encuentran en un proceso de enormes cambios y aprendiendo continuamente de sí mismos y de su entorno. Se encuentran más proclives a identificar las potenciales contradicciones entre el aprender para la escuela y aprender en la vida, y de ello que la educación secundaria puede volverse más claramente irrelevante para ellos y conducir a deserción si no incorpora la vida cotidiana de los adolescentes, si no atiende los procesos de cambio en los que ellos se encuentran y si no incluye estrategias para conectar su mundo con el mundo escolar. El aprender no es pues exclusividad de la escuela, es una construcción continua de nuevos conocimientos mediante la integración, diferenciación y consolidación de las acciones, hechos, conceptos y relaciones sobre el mundo físico y social de acuerdo con las estrategias culturalmente definidas (Fischer e Immordino-Yang, 2002). Esta mirada del aprendizaje como proceso por el cual ocurren cambios duraderos en el potencial conductual como resultado de la experiencia (Anderson, 2000) no se contrapone a la mirada constructivista del aprendizaje que supone el progreso en las estructuras cognitivas y los procesos de equilibración (Piaget e Inhelder, 1958) del adolescente que acontecen tanto dentro como fuera de la escuela y que obligan al sistema a proveerle los contenidos y herramientas que lo conviertan en el principal conductor de sus aprendizajes. Bajo esta noción de aprendizaje la secundaria debiera responder a las características de los adolescentes e integrar sus mundos dentro y fuera del aula. Ahora más que nunca definiciones como aprendizaje y currículum deben quedar claras y no ser materia de vagas interpretaciones. 4
El pensamiento formal en la educación secundaria: no un logro rutinario a esperar sino una potencialidad a desarrollar Las aproximaciones teóricas sobre el desarrollo adolescente, al igual que otras etapas del ser humano, han servido en el campo de la educación para conducir los procesos de enseñanza–aprendizaje, establecer los propósitos educativos y perfilar modelos metodológicos. La influyente teoría del desarrollo cognitivo de Piaget ha sido -en las últimas décadasuna de las más utilizadas para estos fines. Sin embargo una mala o superficial lectura de esta teoría ha conducido a elaborar ciertas ideas que corresponden poco con la teoría misma o con la realidad de los adolescentes. Entre estas ideas hay dos nociones especialmente influyentes y preocupantes: la primera, el que los adolescentes sufren una suerte de cambio súbito del pensar concretamente al pensar abstractamente, algo así como si se acostaran la noche anterior a su cumpleaños número 12 siendo concretos y se levantaran a la mañana siguiente siendo abstractos. La segunda, que es una suerte de conclusión de la primera, es que en tanto los adolescentes cuentan con estas nuevas y más complejas formas de pensamiento, la escuela debería ya sea esperar a que desarrollen “naturalmente” –digamos- es decir esperar a que emerjan dichas habilidades de pensamiento, y a partir de ahí ampararse en ellas, asumirlas dadas y utilizarlas para los procesos de enseñanza-aprendizaje. Nada más alejado de la teoría de Piaget ni de la realidad adolescente. La teoría de Piaget asigna un rol clave a la interacción entre el individuo –el organismo en desarrollo en cualquiera de sus etapas- y el ambiente. De ello que los cambios en el pensamiento suceden a partir de las experiencias del individuo en interacción con su entorno, y por ello la escuela no debe sentarse a esperar a que los adolescentes “lleguen” por sí mismos a un supuesto estado de pensamiento, todo lo contrario. De hacerlo privará a los estudiantes de los estímulos que necesitan para poder llegar a desarrollar todo su potencial de pensamiento. Pero además, la teoría de Piaget indicó algo mucho más interesante y complejo que lo que la lectura superficial de la misma otorga. Nos señaló a la adolescencia como una etapa de enormes potencialidades, donde emerge la posibilidad de pensar de manera distinta, pero sin perder de vista que se trata de adolescentes con estructuras de un pensamiento concreto aún presente. Piaget identificó a la adolescencia como la etapa de las operaciones formales (Inhelder y Piaget, 1955). Carretero (1998) resume dicha etapa como una serie de características funcionales –potencial del pensamiento en la adolescencia- y estructurales -empleo de la lógica en la resolución de problemas – del pensamiento adolescente y que empieza alrededor de los doce años (Piaget, 1964), edad que en nuestro país –mayormente- coincide con el acceso a la educación secundaria. Dicha transición está marcada por el paso de las operaciones concretas aplicadas durante la infancia –la representación mental de la acción- a la representación del pensamiento mismo, donde es posible pasar de lo real a lo hipotético en un plano simbólico verbal (Flavell, Miller y Miller, 1993). Es decir, mientras en las etapas precedentes el niño pensaba de modo concreto, problema tras problema de acuerdo a como se lo proponía la realidad y sin relacionar las soluciones mediante teorías generales, en la adolescencia, es posible encontrar nuevas formas de pensamiento pudiendo ahora efectuar mentalmente posibles acciones sobre los objetos, reflexionando sobre operaciones independientemente de los objetos y pasar a sustituirlos por proposiciones (Piaget, 1964). Esta transición de lo concreto a lo abstracto habilita a los adolescentes escolares a manejar mayores proporciones de conocimiento (Ausubel y Ausubel, 1996) puesto que las estructuras lógicas les permiten establecer nuevos niveles de relación. El surgimiento de este nuevo potencial implica por ejemplo el poder emplear nuevas formas de operar mentalmente tales como la reversibilidad, la capacidad de anticipar mentalmente qué sucedería si se ejecutara o no una acción, y la combinatoria, construcción de un conjunto de posibilidades que incluyen todas las combinaciones posibles asociadas a una variable determinada (García y Deval, 2010). Berger (2007) plantea una analogía interesante desde 5
aquellos aprendizajes propuestos en la escuela, mientras los niños aprenden a multiplicar números reales –con ayuda de objetos concretos que les permita visualizar dicha operaciónlos adolescentes pueden hacerlo con números irreales. Ahora bien, Piaget e Inhelder (1955) propusieron tareas que dejaron entrever que el adolescente es capaz de aplicar la lógica de las proposiciones (combinar situaciones no reales sino en el terreno de lo probable o imaginario) que implica poner en juego formas de razonamiento basadas en modelos de causalidad más o menos complejos (Gaonac'h y Golder, 2005). No se discute si el adolescente logra con éxito las tareas, sino el proceso que sigue durante la realización de las mismas, vale decir, el ser capaz de explicar cómo lo hizo. No se pretendía pues, evaluar a los adolescentes sino entender su manera de pensar. De ello que resulta curioso que una lección que se haya sacado a partir de dicha teoría es que los adolescentes deben –todos y al mismo tiempo- pensar abstractamente como un prerrequisito de lo que requieren lograr en secundaria. Nada de ello era lo que se intentaba postular a partir de dicha teoría. No se trataba tampoco de ver “qué tan expertos” resultaban ser por ejemplo en leyes de física, sino en conocer que estructuras mentales apoyan su modo de resolver problemas de esta naturaleza, por ejemplo. Lo característico de esta etapa es sin duda el pensamiento formal al cual algunos autores rescatan su condición de no universalidad ni espontaneidad puesto que requiere instrucción y hasta cuestionan su carácter formal (Pozo y Carretero, 1987) por lo que no es posible encontrar en un mismo adolescente todos los esquemas formales propuestos por Piaget (combinación, probabilística, proposicional, entre otros). Es más, algunos autores plantean que es más probable encontrar adolescentes capaces de emplear pensamiento formal en áreas en las cuales tienen más experiencia y conocimiento (Santrock, 2007) cuya estructura se puede complejizar en función a otros mecanismos inicialmente externos, como la metacognición. En sí, el rasgo más destacado del pensamiento formal se encuentra en la posibilidad de pensar ya no solo en términos de realidad, sino también en términos de posibilidad, donde el adolescente emplea conceptos lógicos y propone posibilidades que no se pueden observar (Piaget e Inhelder, 1958). Ahora bien, ninguna de estas potencialidades son un logro rutinario ni son activadas de manera automática ante una tarea sino que constituyen un conjunto de herramientas que le permite al adolescente organizar y seleccionar la información y predecir los resultados de sus acciones (García y Deval, 2010) en un plano netamente mental. Así como los niños en la etapa sensorio motriz descubren los efectos de sus acciones corporales, así mismo los adolescentes empiezan a descubrir las posibilidades de operar mentalmente. En ambas situaciones nada es automático, es el resultado de acciones sistemáticas y hacen posible estructuras mentales complejas que guardan correspondencia con su etapa de desarrollo. Esta nueva manera de pensar emerge en los adolescentes como una potencialidad, que puede estimularse si el entorno de aprendizaje lo favorece. Es así que los entornos que se limitan a la transmisión de información en la lógica de un banco de almacenamiento difícilmente responderán a esta posibilidad de aprendizaje ni estimularán su desarrollo. Peor aún, cuando el sistema simplemente espera a que estas habilidades se “activen” en el adolescente como pre-requisitos para ciertos contenidos, o que al ser puestos en contacto con un tipo de contenido o de actividad simplemente “surjan”, lo que está haciendo es dejar de estimular el desarrollo de dicho potencial. Lo que los adolescentes requieren más bien es de estimulación que les permita hacer uso de estas emergentes habilidades de pensamiento en contextos ricos de aprendizaje de modo que puedan ir aprendiendo acerca de ellas. No se trata de suponer que “lo pueden hacer” sino más bien partir desde donde les es posible operar mentalmente.
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Conviene preguntarnos entonces qué tanto respondemos a esta forma compleja de pensamiento. ¿Mantenemos a los adolescentes en el ámbito de lo concreto? ¿Qué le ofrece la educación secundaria a los adolescentes en quienes empieza a emerger la posibilidad de establecer operaciones mentales? (pensamiento sobre el pensamiento y no sobre el objeto) ¿Estamos aplicando métodos que responden a los propósitos educativos o a la lógica del pensamiento adolescente?
Pensar en la adolescencia: Nuevas formas de resolver problemas y de razonar En sentido amplio el pensamiento tiene dos funciones básicas: resolver problemas y razonar. Resolver un problema implica la utilización de procesos cognitivos para alcanzar un objetivo cuando debemos superar un obstáculo, en tanto razonar implica la utilización de procesos cognitivos para extraer conclusiones a partir de premisas o acontecimientos dados. Pensar es pues resolver problemas y razonar. (Ver Best, 2004 y Anderson, 2005 para más definiciones de este tipo) Durante la adolescencia, las características funcionales del pensamiento formal -que emerge como potencialidad- proyectan nuevas formas de resolución de problemas, donde el adolescente no se limita ya a los datos concretos que se le presentan. Ello al mismo tiempo permitirá formas de razonamiento hipotético deductivo que no eran tan consistentes antes. Es posible observar que durante los primeros años escolares –la educación primarialos estudiantes siguen un esquema o ruta de resolución de problemas, sin embargo en la educación secundaria empiezan a ser capaces de proponer alternativas que van más allá de estos esquemas que el docente les proporciona. Es así que en la resolución de un problema el adolescente puede plantear diversas situaciones y relaciones causales posibles entre sus elementos y más adelante tratará de confrontarlas con la realidad mediante la experimentación y el análisis lógico, pasando así la realidad a estar subordinada a lo posible (Carretero, 1998). Este planteamiento de alternativas refleja también la lógica hipotético deductiva que emplea en la resolución de problemas, donde no solo formulan hipótesis o explicaciones posibles de los problemas sino que también las pueden manejar y seleccionar al comprobarlas sistemáticamente y someter los resultados a las pruebas de un análisis deductivo (Carretero, 1998). En una situación problema, el adolescente puede inspeccionar los datos que se proporcionan y proponer hipótesis al respecto, puede deducir a partir de la experiencia cuáles ocurren o no en realidad y luego las somete a prueba, situación que daría pie a aceptar, rechazar o revisar la teoría –o explicación- que construyó en la formulación de sus hipótesis (Flavell et al., 1993). En el planteamiento de alternativas de solución del problema, el adolescente puede formular proposiciones y establecer combinaciones al establecer entre ellas relaciones lógicas (García y Deval, 2010). Un pensamiento menos maduro mira solo la relación causal entre una proposición y la realidad a la cual se refiere, contrario al pensamiento formal propiamente dicho que establece relaciones causales entre proposiciones (Flavell et al., 1993). De esta manera, el adolescente podría afirmar o negar la veracidad de una proposición –perteneciente a un conjunto de proposiciones- sin necesariamente ser llevada a la práctica, solo con el establecimiento de relaciones entre ellas. Así por ejemplo, Piaget (1964) plantea cómo a partir de personajes ficticios –en este caso constituyen las hipótesis– el adolescente es capaz de aplicar razonamiento y deducir conclusiones sin necesariamente realizar una observación real. Por otro lado, la capacidad de combinatoria permite generar combinaciones posibles sobre n elementos. Cuando n es pequeña incluso los niños pueden trabajar sobre ella empleando sus conocimientos y en relación a la realidad concreta, pero si el valor de n aumenta, se vuelve más difícil pensar todas las combinaciones sin esta habilidad de pensar lógicamente sobre posibilidades (Dimant & Bearison, 1991 citados en Amsel, 2011). Un caso sencillo es la tarea 7
realizar todas las combinaciones posibles con 3 o 4 fichas de distintos colores, observando que pasados los once o doce años pueden construir un sistema completo y metódico (Piaget, 1964). Es probable que en edades tempranas les sea posible realizar combinaciones, pero con una menor cantidad de elementos. Ahora bien, volviendo sobre lo discutido en el acápite anterior, conviene preguntarnos cuándo o a partir de qué es que el adolescente es capaz de resolver problemas de modo distinto y de emplear el razonamiento hipotético deductivo de manera más consistente. No hay un punto de partida en específico sobre cuando exactamente el adolescente empieza a emplear el pensamiento deductivo. Puede ser más sencillo percatarnos cuando el niño emplea mecanismos de ensayo y error para resolver problemas. Pensar de modo deductivo implica haber desarrollado la capacidad de resolver situaciones problemáticas a partir del planteamiento de hipótesis y la deducción (elección inicial que se somete a prueba o comprobación) del mejor camino para resolverlas (Santrock, 2007). Tal como el docente de educación primaria destina la observación para dar seguimiento a la resolución de problemas – y no concentrarse solo en el resultado- en el caso de la educación secundaria valdría la pena dedicarle un tiempo para preguntarle al estudiante cómo resuelve los problemas, este es un punto que retomaremos en el apartado de argumentación. Adolescentes y adultos son capaces de coordinar sus representaciones más simples sobre el mundo en complejas estructuras pero necesitan tiempo y práctica en diversos contextos para lograr este nivel de coordinación (Schwartz, 2009). Esa “rapidez” entonces no estaría asociada a que son “más hábiles” sino que operan mentalmente a diferencia de los niños quienes requieren hacerlo desde la acción. Por ejemplo, mientras los niños en la educación primaria operan números con ayuda de objetos gráficos o concretos, los adolescentes lo hacen por intermedio de símbolos o empleo de fórmulas. En esta línea, el razonamiento matemático y la resolución de problemas se vuelven más sofisticados en los adolescentes quienes adquieren conceptos más abstractos y complejos como los desarrollados en algebra y geometría (Kaminski y Sloutsky, 2012) y mejoran su capacidad para procesar información (Steinberg, 2005). Un punto a considerar es, si bien en la adolescencia media1 pueden observarse formas de razonamiento hipotético deductivo en la resolución de ecuaciones algebraicas, por ejemplo, esto no sucede necesariamente con problemas de orden verbal o cuando se trata de razonar sobre las relaciones interpersonales (Santrock, 2007). Pareciera más fácil hacerlo sobre situaciones imaginarias o no reales que sobre su vida misma. Ello nos habla sin duda de cómo la adolescencia es una etapa de cambios a distintos niveles que alcanzan su madurez en momentos distintos. Así, si bien las habilidades cognitivas pueden irse estabilizando, los cambios emocionales tienen otras secuencias y procesos. Al mismo tiempo que los adolescentes desarrollan el potencial de pensar de otra forma, enfrentan una nueva relación con sus propias emociones (Pease, Ysla y Cubas 2012). Tenemos entonces como el planteamiento de proposiciones e hipótesis representan las principales características de la etapa de operaciones formales. Ahora bien, no está demás enfatizar la importancia de trabajar sobre estas nuevas formas de pensamiento en la escuela. Ni la resolución de problemas ni el razonamiento hipotético deductivo se desarrollan en el vacío. Requieren de una serie de estímulos, de Rice (2000) a partir de la propuesta de Piaget señala que la etapa operacional formal se inicia en la adolescencia temprana (sub etapa III-A que va desde los 11 o 12 hasta los 14 o 15 años) y se consolida en la adolescencia y adultez (sub etapa III-B desde los 14 o 15 en adelante). Esta distribución guarda correspondencia con la propuesta por Feldman y Elliot (1990): adolescencia temprana (10 a 14 años), adolescencia media (15 a 17 años) y adolescencia tardía (18 a 20 años). Sin embargo esta distribución es relativa y varía según autores y contextos culturales. 1
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actividades que reten a la vez que retroalimenten. De experiencias sucesivas de modo que el adolescente puede ir tomando control de este nuevo potencial que emerge.
Los cambios en la atención durante la adolescencia La mayoría de docentes y padres podrían identificar que en la adolescencia ocurre un cambio respecto a la atención. Los adolescentes parecen lograr sostener su atención mucho más tiempo que los niños y sin embargo dirigirla a cosas que para los adultos no necesariamente son consideradas importantes. El sentido común suele confundir los mecanismos cognitivos de atención con la posibilidad de jerarquizar y priorizar. Lo cierto es que mientras la atención sufre cambios significativos durante la adolescencia, respecto a las habilidades de planificación y jerarquización los adolescentes no son eficientes aun. La atención es un mecanismo que permite monitorear el mundo respondiendo a varios estímulos. Implica decidir a qué estímulos atender y cuáles ignorar, y además organizar los recursos en función a dicho estímulo. La atención es uno de los procesos cognitivos básicos cuyas características van cambiando a lo largo del ciclo vital. Durante la adolescencia los individuos se vuelven capaces de prestar atención a más estímulos y al mismo tiempo logran dirigir mejor hacia qué prestar atención (Shaffer y Kipp, 2007). Ello supone pues cambios tanto en la capacidad de atención como en la atención voluntaria y sostenida, todo lo cual implica control consciente de selección de información y dirección de la conducta hacia el estímulo por un tiempo relativamente prolongado. Dicho cambio es notable respecto a la infancia. Los adolescentes además logran ser más eficientes en dirigir la atención de acuerdo con las demandas que implica la tarea siendo además capaces de utilizar estrategias más sofisticadas en actividades complejas como la doble tarea –asignar atención a dos tareas al mismo tiempo (Karatekin, 2004). Por ejemplo, un adolescente tardío puede simultáneamente tomar nota de aquello que menciona el docente y seguir las imágenes que pueden estarse proyectando. Todo lo contrario sucede con los niños, este tipo de actividades –el tomar nota, el dictado o solo el copiado- pueden ser realizadas una después de la otra, dado que les cuesta más inhibir la intrusión de otros estímulos ajenos a la tarea (Shaffer y Kipp, 2007). Es posible que los adolescentes presenten mayores recursos para prestar atención principalmente porque también mejora en esta etapa la velocidad, capacidad y automatización en el procesamiento de información (Santrock, 2007). La capacidad para retener la información mejora gradualmente desde la infancia hacia la adolescencia temprana en parte por los cambios maduracionales en el sistema nervioso central, como por ejemplo el área cerebral relacionada a la regulación y atención no está completamente mielinizada hasta antes de la pubertad (Shaffer y Kipp, 2007). Ello explicaría como adolescentes ignoran con mayor eficiencia información irrelevante (Sigelman y Rider, 2011). Es probable que la escuela cumpla un rol también en el logro del control de la atención, al poner en práctica con los estudiantes estrategias atencionales. Por ejemplo, un gran problema manifiesto en la secundaria está relacionado con los niveles de comprensión lectora. No se han ensayado hipótesis respecto a las causantes de estos bajos desempeños, sin embargo es posible encontrar evidencias respecto a la correlación entre déficit de atención y problemas en el aprendizaje a la lectura (esto podría ser de interés en el campo de la investigación educativa). El empleo de estrategias como el subrayado de ideas principales, la identificación de datos relevantes o la sola motivación a realizar la tarea podrían jugar un papel en la culminación exitosa de las mismas (para más sobre este tema revisar el estudio de Fernández-Castillo y Gutiérrez, 2009). Por tanto, la atención juega un rol importante en el aprendizaje de adolescentes, ellos requieren detectar y atender la información antes de ser codificada, retenida o empleada en la resolución de problemas (Shaffer y Kipp, 2007) y además ha sido asociada al rendimiento académico en estudios de dificultades de tipo atencional que van acompañadas de reducción en el procesamiento de la información (Fernández-Castillo y Gutiérrez, 2009). Lo importante es 9
identificar si los adolescentes presentan dificultades en la atención selectiva -inhibición de estímulos irrelevantes internos o provenientes del ambiente- o sostenida -constancia de una conducta a lo largo de actividades continúas como la lectura- para seleccionar las estrategias atencionales más adecuadas. Estos investigadores encontraron también relación entre el rendimiento académico en matemáticas y la atención selectiva en adolescentes escolares. Dado el grado de complejidad de sus contenidos, los adolescentes requieren niveles de atención selectiva diferentes a las de otras asignaturas (Fernández-Castillo y Gutiérrez, 2009). Desde las aulas solemos asumir que la atención puede dividirse en un número de veces dado que “otras” habilidades ya se han logrado automatizar. En esta dinámica es importante diferenciar entre los procesos automáticos y los controlados que se distinguen respecto a los recursos atencionales que requieren. Los procesos automáticos se encuentran relativamente libres de demandas atencionales, han sido producto de un laborioso aprendizaje y una vez instalados son muy difíciles de modificar (tal es el caso del caminar o manejar). Las tareas automáticas pueden hacerse en simultáneo que otras que sí requieren recursos atencionales (como por ejemplo caminar siguiendo circuitos y a la orden de estímulos sonoros determinados; o manejar y seguir una conversación). El procesamiento controlado, implica un mayor esfuerzo y un control consciente de la conducta y se ponen en juego una serie de recursos atencionales por lo que generalmente pueden hacerse sólo de uno en uno. Ahora bien, la literatura es consistente en sostener que ante situaciones de estrés la atención suele dejar de funcionar adecuadamente y tienden a ocurrir una serie de fallos (Best, 2004 discutiendo el clásico estudio de James Reason de 1979). Ello puede llevarse incluso a los procesos que han sido recientemente automatizados. Pensemos por ejemplo en una persona con mucho tiempo de experticia manejando en contraposición con alguien que acaba de recibir su brevete. Ante una situación de estrés el primero perderá recursos atencionales pero no necesariamente se verá su desempeño inhabilitado, mientras que el segundo sí puede llegar a exhibir un mal desempeño que lo ponga en riesgo. Ello es importante si atendemos a cuánta carga de estrés tiene el sistema educativo en general. Así por ejemplo las situaciones de evaluación que suponen una enorme carga de estrés sobre los estudiantes pueden llegar a inhabilitar su capacidad de atención e incluso a ver mermado su desempeño en tareas que se encontraban automatizadas. Mucho se sostiene respecto al impacto de la tecnología en la atención dividida, tema que se suele vincular con los adolescentes en tanto son considerados nativos digitales. Al respecto suelen haber dos posturas, una alarmista que imagina a los adolescentes afectados en su capacidad de atención sostenida debido a la –supuesta- sobre estimulación asociada al uso de la Internet y otra más bien optimista que sostiene que en tanto los adolescentes han interactuado con la tecnología desde una edad muy temprana han logrado automatizar su uso y por ende asignarle menos recursos atencionales. Lo cierto es que no existe evidencia que sostenga ninguna de las dos posturas. La primera parte de un error de concepción por el cual en entornos con diversidad de estímulos visuales la atención no puede ser dirigida, cuando, en realidad, en cualquier contexto existe una mutiplicidad de estímulos entre los cuales seleccionar a qué atender (pensemos por ejemplo en la enorme cantidad de estímulos que existen en un salón de clases). La segunda parte del supuesto erróneo de que el procedimiento al operar ciertas tecnologías es equivalente a los contenidos intercambiados a través de las mismas. Así, por ejemplo la serie de pasos para enviar un mensaje de texto o un correo electrónico podrían estar automatizados sin embargo el contenido de los mismos difícilmente no requiere de recursos atencionales (ver Pease, 2012 para una discusión sobre el impacto de la tecnología en los recursos atencionales). Lo más marcado pues de la atención durante la adolescencia es que esta puede dar la talla a ser eficiente en tareas acordes a sus recursos atencionales. Enfrentarse a retos más complejos, que pongan a prueba su capacidad de resolver problemas y proponer alternativas podría ser una forma más pertinente de aprovechar este potencial. Visto así, el permanecer quietos no necesariamente es reflejo que los adolescentes están prestando atención. 10
Debemos hacer la distinción entre la atención frente a los estímulos, donde no es posible distinguir a la vez toda la información del ambiente (Rice, 2000) y la atención en la realización de tareas y que conlleva también el poner en práctica la atención selectiva y sostenida.
Memoria y aprendizaje: memorizar no es aprender Si bien difícilmente alguien sostendría que memorizar es aprender, mucha de la educación continúa centrada excesivamente en la memorización de contenidos conceptuales o de hechos y eventos. Incluso los intentos por desarrollar el pensamiento crítico –en el área de sociales por ejemplo- siguen limitándose al manejo de información de eventos históricos o ubicación geográfica. La memoria es antes que nada un proceso cognitivo que en sus concepciones más constructivistas se entiende como eminentemente reconstructiva. La ciencia cognitiva moderna ha pasado de entender a la memoria como un almacén donde guardamos información, a entenderla como un esfuerzo activo por construir significado al codificar y recuperar la información almacenada. Desde esta perspectiva que entiende la memoria como recálculo y correspondencia (a partir de la teoría de Barlett de 1930, analizada en Best, 2004), la nueva información es procesada a partir de estructuras mentales denominadas esquemas construidos a partir del conocimiento e ideas que tenemos sobre el mundo, en la búsqueda de coherencia sobre lo que sabemos, las memorias, los recuerdos tienden pues a completarse al ser activados (ver Best, 2004 para una discusión de estas dos aproximaciones a la memoria). La memoria así acompaña el aprendizaje, es un mecanismo que permite almacenar una versión de aquello que percibimos y a lo que atendimos del mundo y de nosotros mismos. Pero, en términos de aprendizaje, resulta pues bastante estéril centrar los propósitos educativos en el almacenamiento o acumulación de información –memorización de eventos o hechos. Desde esta postura, no podemos afirmar que memoria es sinónimo de aprendizaje, sino más bien es el producto más o menos permanente que resulta de la adaptación de la conducta a la experiencia donde el almacenamiento es parte de dicho proceso (Ruiz, Fernández y Gonzáles, 2006) vale decir, es el registro de la experiencia que subyace en el aprendizaje (Anderson, 2000). No es tampoco el fin principal de los propósitos educativos, sino más bien que para razonar y aprender satisfactoriamente los adolescentes necesitan mantener y recuperar información, por ello los sistemas de memoria a corto plazo, de trabajo y largo plazo están involucradas en este proceso (Santrock, 2007). La memoria a corto plazo es aquella información que se mantiene por breves momentos en la mente antes que decaiga o sea reemplazada por nueva información entrante (Rice, 2000). Si bien el incremento de este sistema continúa a ritmo lento desde la infancia hacia la adolescencia, en tareas que ponen a prueba este sistema de memoria, los adolescentes suelen responder mejor que los niños, dado que estos últimos requieren ir paso a paso para resolver problemas como por ejemplo las analogías (Santrock, 2007). Podemos ver entonces como la memoria de corto plazo guarda relación con los modos de operar mentalmente y también con la atención y la discriminación de estímulos, en este caso, en espacios de aprendizajes escolares. Estudios en neuro imagen han demostrado de modo consistente que la memoria de trabajo y atención selectiva activan redes en áreas cerebrales (Steenari, Vuontela, Paavonen, Carlson, Fjällberg y Aronen, 2003) por ello no es posible aislar estos sistemas. Esta memoria funciona como un banco de trabajo desde el que se manipula y reúne información en la toma de decisiones, resolución de problemas y comprensión del lenguaje escrito y oral (Baddeley, 2000 en Santrock, 2007). Permite la selección de respuesta, la preparación y mantenimiento de los planes hasta el momento óptimo para su uso (Luna, Garver, Urban, Lazar y Sweeney 2004).
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Ahora bien, la memoria de trabajo podría verse perjudicada por los patrones de sueño, desajustes que ocurren justamente en la adolescencia. Adolescentes con insuficientes horas de sueño (menos de 8 horas) presentan peores desempeños en tareas que ponen en reto su memoria de trabajo en comparación con adolescentes cuyo promedio de sueño es entre 8 y 9 horas (Johnston, Gradisar, Dohnt, Billows y Mccappin, 2010). Esto llevaría a replantear si empezar clases tan temprano en la adolescencia resulta lo más beneficioso para los aprendizajes escolares, considerando que justamente en esta etapa se presentan cambios en las rutinas de sueño. En el aprendizaje de adolescentes la memoria de trabajo juega un rol primordial no solo en el procesamiento de información, sino también en la realización de las actividades ¿Cómo relacionarlo a las actividades de aprendizaje? Un criterio a tomar en cuenta es la selección de estrategias para conservar y recuperar las entradas de información (Shaffer y Kipp, 2007). Aunque la memoria de trabajo continúa mejorando hacia la adultez, los años adolescentes se presentan como un periodo importante de desarrollo para su mejora (Santrock, 2007). Resultados en investigaciones indican que los procesos cerebrales que soportan procesos básicos de la memoria trabajo se establecen hacia la infancia y continúan especializandose hacia la adolescencia y edad adulta (Geier, Garver, Terwilliger y Luna, 2008). En cuanto a la memoria de largo plazo, esta es relativamente permanente y contiene una gran cantidad de información por un largo periodo de tiempo (Santrock, 2007). Los cambios más significativos durante la adolescencia ocurren en la habilidad para cambiar información del almacenamiento de corto plazo al almacenamiento de largo plazo y es ahí donde los adolescentes presentan una capacidad superior al recordar con mayor precisión sucesos socio-históricos ocurridos cuando tenían entre 15 y 25 años (Rice, 2000). Un ejemplo claro es como los adolescentes que vivieron la etapa de crisis económica de los 80ʼo el conflicto armado en la década del noventa, asocian sucesos acontecidos en el país con eventos personales y familiares de esa época. En los aprendizajes escolares, se recomienda que una forma de mejorar la capacidad de memoria a largo plazo es presentar la información organizada con un orden lógico o en categorías (Santrock, 2007; Rice, 2000), de este modo será mucho más factible de ser recordada. También podría estar asociada a lo relevante de la información y al modo como se presenta. Por ejemplo, los adolescentes suelen recordar listas y letras de canciones, nombres de deportistas favoritos, información que les es mucho más fácil de ser codificada. Tampoco debemos pasar por alto las experiencias previas de los adolescentes cuyos esquemas pueden influir en el almacenamiento y recuerdo de la información. Por ejemplo, si ellos tuvieran como marco la realización de una competencia deportiva mundial, les sería más natural almacenar información relacionada a este hecho –países o estados participantes, ubicación geográfica, colores de banderas, idiomas, etcétera. Si tuviéramos en cuenta qué esquemas –experiencias- tienen los adolescentes respecto a un tema de trabajo determinado, la organización y categorización podrían tener mejores resultados en el proceso de aprendizaje. Incluso si la información tuviera relación consigo mismo o fuera relevante para ellos (Klein, German, Cosmides y Gabriel, 2004). Esto no significa que debamos apelar a un “facilismo” y quedarnos en una zona de confort donde apelemos a “aquello que ya sabe el adolescente”. Pezdek, Whetstone, Reynolds, Askari y Dougherty (1989) encontraron que los elementos incidentales se recuerdan y reconocen mejor que los elementos intencionales de aprendizaje –vale decir aquello que el estudiante no espera o se presenta como novedoso en el contexto de aprendizaje- y sugieren que el contexto –en este caso los elementos que surgen de modo inesperado- puede afectar la cantidad de los detalles físicos que logren recordar. Las clases de ciencias podrían tomar en cuenta estos resultados. Bajo esta misma línea, el paso de la memoria de corto plazo a largo plazo podría mejorar si la información se procesa no solo de manera significativa y profunda, 12
sino que además se genera un proceso de elaboración por parte del aprendiz, en este caso del adolescente escolar (Anderson, 2005). Un serio cuestionamiento en estos días surge en relación a, si los dispositivos tecnológicos –a los cuales los adolescentes se encuentran mayormente propensos-como agendas electrónicas, teléfonos celulares con contactos organizados que no exigen memorizar sus teléfonos, grabadoras o filmadoras, entre otros, constituyen un factor favorable o desfavorable en el empleo de estrategias y recursos personales para activar procesos de codificación, almacenamiento y evocación de información. En términos de datos o información se podría decir que uno podría sustituir esos procesos de almacenamiento en información más relevante, sin embargo la pregunta es, si justamente realizar esas acciones –aparentemente elementales- en realidad favorece los sistemas de memoria. Una preocupación constante está relacionada a la comprensión de textos, no como meta final de la educación, sino como medio que facilita el aprendizaje de diversas temáticas. Desde la memoria, se pueden emplear una serie de fases recomendadas (Anderson, 2005) para el estudio de libros de texto que ayudarían a recordar la información que encuentran en la lectura: Antes de la lectura: - Determinar los tópicos centrales que serán discutidos así como secciones y unidades, - Plantear preguntas sobre cada sección, Durante la lectura - Leer cada sección del libro cuidadosamente, tratando de resolver las preguntas planteadas en la fase anterior, - Reflexionar –pensar sobre el texto que se está leyendo- y tratar de comprenderlo aplicando ejemplos y relacionándolo con los propios conocimientos, - Antes de finalizar la sección, tratar de recordar la información contenida en ella, Finalizada la lectura - Revisar la información, recordando los puntos principales. Estas fases exigen un proceso mucho más dedicado en el estudio, que va más allá de un simple repaso de información.
El pensamiento científico durante la adolescencia La mayoría de teorías sobre el desarrollo humano nos reflejan una visión bastante común del ser humano. Por lo general se nos retratan como naturalmente curiosos, exploradores del mundo, deseosos por averiguar y conocer. Una de las imágenes más extendidas es la de los niños como pequeños investigadores (Kuhn, 1989) que en su exploración del mundo logran adquirir los necesarios conocimientos y habilidades y transformar su estructura de pensamiento. De hecho Piaget proponía que dicha exploración, individual y única del mundo es la que conduce nuestro desarrollo (Piaget e Inhelder, 1969). La imagen del niño como pequeño explorador contrasta claramente con la del adolescente poco motivado por descubrir y aprender. Una posible explicación se encuentra en la educación formal recibida, la cual muchas veces desalienta la curiosidad natural del ser humano sustituyéndola por respuestas pre-establecidas. Los que aprendieron en la escuela con métodos repetitivos, centrados en el profesor entienden claramente que la curiosidad no suele ser, en dicha aproximación, una variable que se tome en cuenta. Sin duda, desde la escuela cuando pensamos en investigación o competencias científicas lo primero que se nos ocurre es pensar en el área de ciencias, aún estamos lejos de aprovechar el potencial del pensamiento científico como algo transversal. En términos cognitivos, el pensamiento científico suele definirse como la coordinación entre teoría y evidencia. O dicho de un modo más preciso, es el proceso por el cual 13
coordinamos y ajustamos nuestras teorías con la evidencia que vamos obteniendo (Kuhn, 1989). Desde esta perspectiva, el desarrollo del pensamiento científico ocurre entre los años de la infancia y adolescencia y puede ser caracterizado como un mayor logro del control cognitivo sobre la evidencia y la teoría (Kuhn y Pearsall, 2000) pero que incluso no alcanza su máximo nivel sino es hasta la adultez (Zimmerman, 2007). Nos referimos a adultos capaces de poner en marcha procesos de investigación bajo el paradigma más pertinente –y que paradójicamente solo es posible con instrucción en posteriores niveles académicos-. Lo que postula esta visión del pensamiento científico es la compleja habilidad, iniciada desde la infancia, de poder identificar las propias teorías acerca de la realidad como separables de la realidad misma. Ello implica también esa funcionalidad del pensamiento hipotético deductivo que se especializa con la experiencia. En sus investigaciones, Carretero (1987) encontró que a partir de los 12 años es posible observar la comprobación de hipótesis en problemas del área de ciencias (física) más no la eliminación de hipótesis falsas o alternativas (posiblemente porque desde lo lógico al momento de ser comprobadas todas llevaron a la formulación de conclusiones válidas). Ello llevaría a pensar que es necesario un ajuste entre la metodología y las formas de pensar de los escolares adolescentes, de tal manera que, sus inferencias estén sostenidas en contraste entre la evidencia y teoría, y no solo en la estructura lógica de la hipótesis. De hecho la psicología cognitiva viene acumulando evidencia consistente respecto a cómo los seres humanos no razonan deductivamente de acuerdo a las leyes de la lógica, aun cuando sean entrenados en lógica formal (ver Anderson 2005 y Best, 2004) y del mismo modo, no solemos razonar deductivamente empleando las leyes de la probabilidad sino empleando una serie de heurísticos (Tversky y Kahneman, 1974). En la misma línea uno de los hallazgos más consistentes es la enorme importancia del contexto al momento de razonar. Así al ser enfrentados a la misma tarea tanto adolescentes como adultos se desempeñan mucho mejor de tener un contexto específico del cual extraer información que de operar con números o letras. Tal es el caso de la clásica tarea de selección Peter Wason (en Martín 2001) en la que los participantes son enfrentados a seleccionar de entre cuatro tarjetas aquellas que deben de voltear para dar cuenta de que se cumple la regla indicada. En la primera versión la regla es formulada de la siguiente manera: “Si una tarjeta tiene una vocal en una cara, entonces tiene un número par en la otra cara” y los participantes se enfrentan a 4 tarjetas que contienen anotada una de las siguientes letras o números: E, K 4, 7. En la segunda versión la regla es formulada de la siguiente manera: “Si estás tomando alcohol, debes tener más de 18 años” y los participantes se enfrentan a tarjetas que contienen imágenes de: Una cerveza, una coca-cola, un hombre viejo y un hombre joven. La tarea ayuda a demostrar el sesgo confirmatorio en el pensamiento humano y la tendencia a interpretar con bi-condicional una regla que es de naturaleza condicional, pero además el desempeño de los participantes es consistentemente mejor en la segunda versión de la tarea, ello debido a que el contexto o contenido semántico permite inferir mejor, develándose así que los seres humanos requerimos un contexto rico en sentidos para razonar. Resulta fundamental transferir estos hallazgos a nuestra secundaria. Si bien el pensamiento científico requiere de un adecuado uso de la inferencia, y de la atención a las leyes tanto lógicas como de probabilidad, conviene trabajarlo de modo que resulte más cercano a la manera como efectivamente razonamos fuera de la escuela: es decir en un contexto que le da riqueza y sentido a las tareas científicas. Ahora bien, el pensamiento científico no se agota en la deducción o adecuado uso de la probabilidad. Los adolescentes escolares deben reconocer lo importante de los registros en el descubrimiento científico (Zimmerman, 2007), vemos como una serie de procesos nombrados anteriormente (memoria, atención) se requieren en este tipo de actividad. Específicamente, el razonamiento científico constituye la habilidad para analizar y resolver
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problemas (Linn, 1991). Kuhn y sus colaboradores (Sodian y Bullock, 2008) identificaron tres componentes claves de esta forma de razonar: a) la capacidad de razonar sobre múltiples variables para llegar a un resultado, b) el desarrollo de una comprensión constructivista de la naturaleza del conocimiento científico, y c) la capacidad de participar en la argumentación científica especializada. Los estudios empíricos realizados por estos autores mostraron que estos componentes no están bien desarrollados en la adolescencia temprana, sino que su desarrollo continúa incluso en un momento tardío de la adultez. Esta forma de razonamiento consiste en la manipulación, combinación o elaboración de información. Cuando las personas razonan van más allá de la información dada para averiguar por qué es o podría ser cierta una realidad, o cómo proceder o atender una determinada situación. Esto podría indicar que cuando las personas razonan es porque, aparte de poseer la capacidad, se les provee la oportunidad y las herramientas para hacerlo, se les plantea la situación (Byrnes, 2003). En la adolescencia esto es posible por el aumento de la eficiencia en el procesamiento y memoria de trabajo (Keating, 2004). La velocidad de procesamiento proporciona una base para el control cognitivo (Luna et al., 2004); sin embargo la velocidad de la información no supone que los adolescentes sean más “rápidos” en procesos automatizados como el escribir u operaciones matemáticas básicas y concentren mayor esfuerzo en procesos más complejos. Si a un grupo de alumnos se le plantea una situación con la que no haya tenido experiencia previamente, posiblemente podrá llegar a una solución pero empleando rutas diferentes. Tampoco se trata de emplear el método por el método, sino desarrollar una serie de habilidades como la formulación de hipótesis, observación, recolección de información, comprobación, contrastación y comunicación de resultados que le habiliten una estructura de “cómo” conocer el mundo. Esto nos lleva a cuestionarnos si estamos asumiendo la real dimensión del pensamiento científico y si desde las aulas lo estamos promoviendo o solo aplicando recetas metodológicas para facilitar el desarrollo del curso de ciencias.
Argumentar en la adolescencia: es más que dar opinión Aprovechar la posibilidad de pensar de modo deductivo a partir de situaciones reales o simuladas brinda la oportunidad a los adolescentes de llevar a cabo las operaciones propias de la argumentación y ejercitarse en las estrategias implicadas (Camps y Dolz, 1995). Las habilidades de argumentación son habilidades intelectuales fundamentales (Kuhn, 2009), fortalecidas por los retos que el docente le propone al estudiante adolescente (Kuhn, 2005). No puede ser entendida solo como el acto de manifestar un punto de vista, sino que debe estar basado en una serie de afirmaciones ordenadas. Es por ello que se encuentra claramente vinculada al pensamiento científico. En escuelas donde se pone en práctica la actividad de argumentación los estudiantes tienen claro que el propósito principal es ayudarlos a adquirir y retener información sobre las cuales ellos podrían ser evaluados (Kuhn, 2005). La argumentación no es una forma tradicional de retener información, sino de manipularla para sentar las bases de una postura personal pero sostenida en evidencias. La argumentación puede ser muy bien aprovechada en la etapa de la adolescencia, cuando los estudiantes son capaces de razonar de modo abstracto, o incluso podría ser el medio más indicado para ayudarlos a lograrlo. Si los estudiantes empiezan a examinar argumentos científicos como oposición entre dos puntos de vista opuestos se encontrarán en el punto de partida de la ciencia como argumento (Kuhn, 2009), es decir, encontrarán formas de “dar a conocer” el conocimiento. En esta etapa de desarrollo, la argumentación podría ser la mejor evidencia que procesos internos de pensamiento –razonamiento- están presentes en el aprendizaje escolar (Moshman, 2011). No es el empleo de términos –memorizados muchas veces- sino la forma –más cercana al modo científico- como comunica (Jiménez, 1998) no solo desde la enseñanza de las ciencias, dado que el pensamiento científico no debe limitarse a ciertas disciplinas. 15
Pensar sobre el pensamiento: la metacognición en adolescencia Ahora bien, dicha coordinación de teorías con evidencia y las nacientes competencias respecto a la argumentación suponen –y requieren- a la vez una serie de cambios en la manera de concebir el conocimiento mismo durante la adolescencia – es decir una aproximación epistemológica distinta- y respecto al proceso de conocer, lo cual a su vez va asociado a maneras distintas de entender el pensamiento. El gran potencial que emerge en la adolescencia es justamente el poder hacer del pensamiento un objeto de pensamiento, es decir, el pensar sobre aquello que se está pensando o dicho de otro modo la emergencia de habilidades metacognitivas. La metacognición es entendida como el conocimiento sobre las propias habilidades de procesamiento de información, de la naturaleza de las tareas cognitivas, y sobre las estrategias para hacer frente a estas tareas, e incluye habilidades directivas relacionadas con la supervisión y la autorregulación de sus propias actividades cognitivas (Schneider, 2008). Investigadores de distintos enfoques se han referido a la habilidad de los adolescentes para reflexionar sobre la fuente de sus conocimientos y sobre lo que ellos y otros creen (Moshman, 1998). Según Flavell (1992, en Escorcia, 2010), la metacognición consiste, en un conjunto de conocimientos o de procesos intelectuales que toman la cognición como objeto o que regulan un aspecto determinado del funcionamiento cognitivo. Es decir, se trata de la capacidad para reflexionar sobre la propia cognición, la misma que permite controlar de manera consciente los procesos intelectuales. De esta forma, los conocimientos metacognitivos son el producto de observaciones sucesivas de sí mismo y del mundo exterior, y el resultante es estable y podría no corresponder con la realidad (Brown, 1987, en Escorcia, 2010). A partir del mismo desarrollo de la cognición que se da durante la etapa de la adolescencia es que los adolescentes no pensarán únicamente en el presente, sino también que serán capaces de hacerlo acerca del futuro (posibilidades), y sobre su propio pensamiento (Muuss, 1996). Esto les permitirá contar con una mayor capacidad de reflexión y control sobre lo que piensan y hacen. Para lograr esta mirada sobre el propio desempeño, se requiere, aparte de un pensamiento abstracto, una práctica constante. El adolescente se encontrará, entonces, capacitado para realizar esta reflexión, la misma que le permitirá dirigirse o desplazarse, como se mencionó anteriormente, hacia el ámbito de lo posible y abstracto (Inhelder y Piaget, 1955). La metacognición responde de este modo al enfoque de desarrollo progresivo de las operaciones mentales y que hemos relacionado al aprendizaje escolar adolescente. Teniendo en cuenta que a lo largo de los años la metacognición se vuelve más explícita, poderosa y efectiva en cuanto a la toma de conciencia de lo que aprendemos, en la educación secundaria se pueden mejorar la conciencia metacognitiva –lo que uno cree saber y el cómo lo sabe- y el control metaestratégico –aplicación de estrategias que procesan nueva información- como meta niveles involucrados en la construcción de conocimiento (Kuhn, 2000). Tanto la argumentación y metacognición como procesos constituyen evidencias sobre lo que se sabe, como se sabe y como se argumenta eso que se sabe. Esto reafirma la postura que todo aprendizaje es consciente, donde está presente la concepción del aprendiz respecto a lo que es el conocimiento y el aprender, vale decir que entiende por el conocimiento y como genera conocimiento (Kuhn, 1999) lo que determina su disposición para involucrarse en actividades vinculadas al aprendizaje. Este nivel superior de metacognición debiera obligar a los docentes de educación secundaria indagar cómo conciben el aprendizaje los adolescentes escolares.
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Si bien en el proceso de conocer, la información con la que cuenta el alumno sirve como punto de partida para recibir la nueva información; y junto al tiempo y frecuencia de exposición –valor de la experiencia- a una información determinada podría influir positivamente en el aprendizaje de la misma (Byrnes, 2003) no se puede descartar el rol activo del estudiante. Esto es sin duda el principal rasgo de los aprendizajes significativos, no solo que se vincule a estructuras del estudiante y relevantes, sino además que asume una postura de generador de su propio conocimiento, darse cuenta que pasa de un estado de menos conocimiento a otro de más conocimiento (Carretero, 2012). De acuerdo al modelo de comprensión epistemológica propuesto por Kuhn (2005) hacia la adolescencia ocurre un cambio radical está a punto de emerger, donde el conocimiento no consiste en hechos, sino en opiniones elegidas libremente por sus dueños, que son consideradas posesiones personales no susceptibles a ser cuestionadas y en el que cada quien puede tener la razón. Visto de este modo, se da mayor relevancia al que conoce más que a lo conocido. Esta relatividad del conocimiento nos llevaría a comprender el estado del pensamiento formal del adolescente, que es capaz de tomar en cuenta distintas posibilidades, pero aún ve difícil determinar cuál efectivamente es la que tiene validez, algo que más bien caracterizará al pensamiento adulto.
A manera de síntesis: como construye conocimiento el adolescente escolar En el trabajo en el que plantean una dura crítica a la cultura escolar Brown, Collins y Duguid (1989) parten de la cognición situada, es decir, del concebir al pensamiento como construido en un contexto determinado. Desde esta premisa, si la cognición es situada –si necesitamos de objetos de pensamiento para poder pensar y estos son de naturaleza culturalel aprendizaje también es situado en el contexto donde este se produce y se usa. Brown et al. (1989) sostienen que al no hacerse explícita la influencia de la cultura escolar en lo que se aprende, es decir, al invisibilizarse el hecho de que la escuela es una institución de naturaleza cultural e histórica con una manera específica de entender el conocimiento y la manera de generarlo, la escuela se legitima y perpetúa a sí misma como la manera de ser. Los autores van a plantear que el conocimiento y el acto de conocer no guardan relación con la manera como los seres humanos piensan fuera de la escuela. En la misma línea Lave (1988) comparó la manera como razona, actúa, resuelve y produce gente del común (lo que en inglés denomina “just plain folks”), estudiantes escolares y profesionales. Lo que plantea es que hay mucho más semejanzas entre la gente del común y los profesionales que entre estos y los estudiantes. Así la gente del común razona con historias causales en tanto los profesionales con modelos causales, mientras que los estudiantes lo hacen con leyes. La gente del común actúa con situaciones al igual que los profesionales que actúan son situaciones conceptuales, en tanto los estudiantes actúan con símbolos. La gente del común resuelve problemas y dilemas difusos que emergen en su cotidianeidad que son poco definidos al igual que los problemas que resuelven los profesionales, en tanto que los estudiantes resuelven problemas bien definidos. La gente del común produce significados negociados un una comprensión construida socialmente al igual que los profesionales, en tanto los estudiantes producen significados fijos y conceptos inmutables. Ello conduce pues a Lave a concluir que la cultura escolar al dejar el contexto fuera del conocimiento y del acto de conocer vuelve las tareas en la escuela ajenas a la manera de pensar en la realidad y como profesionales. Dicha conclusión coincide pues con lo que Brown et al. (1989) sostienen respecto al conocimiento en la escuela, este –sostienen- es concebido como una sustancia integral y autosuficiente, independiente de la situación en que es aprendido y es usado e independiente de su contexto; conformado por conceptos bien definidos. Conocer en la escuela entonces equivale a adquirir o recibir; se aprende mediante ejemplos y ejercicios prototípicos, no se aprenden propiamente los contenidos sino solo acerca de ellos en tanto hay una separación entre el saber y el hacer, el uso real del conocimiento está pues desconectado de la disciplina, las actividades empleadas para aprender no son auténticas y por ende lo que se termina aprendiendo es básicamente cultura escolar. Dicha cultura escolar se 17
encuentra caracterizada por su carácter formalizante, descontextualizado, inauténtico respecto al uso del conocimiento y con estándares de éxito que no corresponden con nada auténtico en la realidad. Como hemos visto a lo largo de esta revisión de la literatura, la adolescencia supone un enorme potencial, potencial que parte justamente de una nueva posibilidad de razonar, que tiene que ver con concebir el pensamiento como un objeto de pensamiento, lo cual impacta la visión del conocimiento y de la manera de conocer. Formados en una escuela como la que describen Collins et al. (1989) y Lave (1988), los adolescentes difícilmente activarán sus habilidades de pensamiento. Los adolescentes requieren de un entorno que les permita hacer uso del potencial que emerge en esta etapa. Requieren poder utilizar su creciente memoria de trabajo pero también poder aprender a dominar la capacidad de dirigir su atención, requieren pensar hipotéticamente pero con un contexto que los ayude a razonar e inferir, requieren poder observar distintos puntos de vista y elaborar argumentos respecto a ellos y al mismo tiempo ir aprendiendo y volviéndose más eficientes en distinguir sus propias teorías de la evidencia que van encontrando. Necesitan pues oportunidades para pensar, no para repetir, no para copiar, no para dar cuenta de lo que otro les dice. Esto difícilmente se consigue en un entorno que no pone en el centro a la educación democrática. Los modelos autoritarios de enseñanza en los que el docente detenta la palabra difícilmente promoverán el desarrollo del pensamiento y las habilidades de argumentación (Apple y Beane, 1995). Este clima que está a la base de las interacciones no es poca cosa. El adolescente requiere ensayar sus formas de pensamiento equivocándose, aprendiendo del error continua y permanentemente. Requiere ensayar el pensar de manera contraria a lo que el otro piensa, solo así podrá convertirse en el adulto crítico que necesitamos en nuestro país. Al mismo tiempo requiere acercarse a tareas que tengan un contexto identificado y que sean asociables a una práctica profesional determinada, de modo que pueda accederse al uso a dar a dichas actividades. Ello suele tener mucho éxito con métodos que privilegian el trabajo con problemas y/o proyectos, lo cual ha demostrado además ser sumamente exitoso para el desarrollo de contenidos conceptuales (ver Pease y Kuhn, 2011 para una evaluación de los beneficios del aprendizaje basado en problemas). Finalmente conviene reiterar que este rico potencial que emerge en la adolescencia puede encenderse como una llama o puede apagarse. Nada está garantizado respecto al pensamiento adolescente. Aprender a pensar y a pensar sobre el pensar no es un logro automático, no es algo que el adolescente hará por su cuenta. Todo depende de lo que los acompáñenos a hacer, a construir y a ser.
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