Medellín Colombia - Nº 23 Mayo de 2014 - 24 páginas - Comuna 3 Manrique - www.tintatres.co - Distribución gratuita Editorial / P. 2 - 3 HISTORIA TEJIDA SOBRE EL CABELLO
Redacción Tinta Tres Reseña / P. 4 LA PASIÓN MUSICAL DEL PIANISTA DE SAN JOSÉ
Paola Alarcón Perfil / P. 5 EL COLOR DE LA ESPERANZA
Alexánder Zuleta Reportaje gráfico/ P. 6-7 ETERNA CONSTANCIA DE TU TRABAJO
Alexánder Zuleta
Reportaje / P. 8-9 MEMORIA DEL NACIMIENTO DE SAN JOSÉ
Oscar Cárdenas Reportaje gráfico / P. 10-11
LOS NIÑOS AZABACHES
Paola Alarcón Reportaje gráfico / P. 12 - 13 CULTURA AFRO COLOMBIANA
Reseña / P. 14 FESTIAFRO
Lilit Lobos Reseña / P. 15 UNA FIESTA DE NEGRO SENTIR
Alexánder Zuleta Reportaje gráfico / P. 16-17 QUÉ TIENES AHÍ QUE ME ENCANTA
Alexánder Zuleta Reportaje / P. 18-19 SUDOR A RITMO DE BAILE EN PALENQUE
Lilit Lobos Reportaje / P. 20-21 EL RECUERDO DE LA CASA “ENTUMBADA”
Oscar Cárdenas Reportaje / P. 22 COMIDA SAZONADA CON IDIOSINCRACIA
Paola Alarcón Fotografía / P. 24 EN BUSCA DE OTRA DIMENSIÓN
Johan Javier Urrego
Tierra negra...
Historia tejida sobre el cabello
Tropas y trenzas de resistencia
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Por Tinta Tres
ira por la venta, esa que queda cerca a la entrada trasera de la hacienda, hacia el verde bosque. Mientras observa, Domitila piensa por qué le tocó llegar a América después de sobrevivir más de 3 mil millas de la costa africana al puerto de Cartagena. Pensaba en cómo los reinos vecinos de su tierra permitieron que la capturaran, que la cazaran como un animal de la selva. Pensaba en su pequeña niña, nacida tiempo después de haber llegado a la tierra desconocida. Sentía su dignidad destruida, el futuro pisoteado; quería escapar de los trabajos, la lengua y las creencias forzadas, de todo. Miraba y la invadía un sentimiento de rabia, de dolor, ese que se siente cuando se está lejos de la tierra, de la familia; pero también sentía la esperanza, la de estar algún día afuera, la de ser libre y sin amos, la de estar en otro lugar alejada, allí, detrás del verde bosque… con los suyos. Mientras Domitila observa, la llama su ama Isabel: ¡Domitila! ¡Domitila! ¡Dónde se metió esta negra!, pero ella sigue ensimismada, soñando con ser libre. Isabel tiene que ir por ella y de un golpe en la espalda la saca obligada del ensueño; aún mirando el bosque por la ventana, con la cabeza gacha y con el dolor en la piel, Domitila sabe que esto lle-
Coordinación editorial: Andrea Aldana. Redacción: Paola Alarcón, Oscar Cárdenas Avendaño, Alexander Zuleta. Colaboradores: Eulalia Borja, Lilit Lobos, Francisco Monsalve, Carlos Orlas, Leider Restrepo, Andrés Sánchez, Johan Javier Urrego. Ilustración: Luis Eduardo Loaiza, Franco Monsalve, Andrés Fernando Sánchez. Asesoría Alcaldía de Medellín: Diana Carolina Zapata, Secretaría de Comunicaciones. Coordinación proyecto Escuelas de Comunicación, Comuna 3 Manrique: Johana Arboleda Taborda, Manuel José Bermúdez Andrade, Universidad de Antioquia. Año 4 número 23, Mayo de 2014. Distribución gratuita. 20.000 ejemplares. Impreso en: La Patria. Tinta Tres es una publicación realizada por el Centro de Investigación y Extensión de Comunicaciones (CIEC), Universidad de Antioquia. www.tintatres.co
vará tiempo, debe de esperar a que su hija Chaila crezca un poco, no quiere que herede la esclavitud y los golpes. Su ama ordena que vaya al campo con otras negras esclavas para recolectar maíz, y advierte que no le pasará de nuevo que se quede quieta mirando por la ventana, que la próxima vez se quedará quieta pero en el cepo. Camino al campo, las esclavas que la acompañan esconden la misma rabia y el mismo anhelo de libertad, pero sienten que hay una oportunidad de escape porque pueden moverse con mayor libertad sobre la propiedad de los amos, a diferencia de los hombres quienes trabajan en la hacienda y no se les permite alejarse. Lejos de la casa se preguntan cómo lograr llegar a tierras libres, esas que les mencionaron en días pasados; cómo hacerlo si se desconoce la tierra y el paisaje es distinto. En ese momento Domitila recuerda a su madre, la voz maternal vuelve a la memoria: la peina de pequeña mientras le dice “las tropas, las trenzas son los caminos de la vida, a veces hay que seguirlos cuando están libres, pero en ocasiones hay que crearlos, despacio pero bien hechos, así como tu cabeza que ahora está llena de ellos”. De inmediato propone a sus
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compañeras que observen con detalle cada camino que recorran, cada árbol, mojón, riachuelo y sembrado. Éstas, sorprendidas, preguntan ¿para qué?, ella responde que para hacer mapas guías, que es posible buscar rutas de escape. Confundida, una de las esclavas insiste: ¿cómo, si no tenemos papel, ni nada para rayar? Domitila, emocionada, como quien encuentra la salida de un laberinto, contesta: Vamos a hacerlo en la cabeza de Chaila y las demás niñas, hay que asociar el riachuelo, el camino, el mojón, el árbol y el sembrado con formas de nudos y trenzados. En los pequeños ratos que pasaban juntas, establecieron códigos secretos para las rutas. Las mujeres recolectoras regresaban con nuevos datos, mientras Domitila y otras compañeras tejían la información sobre la cabeza de Chaila y las otras niñas; un entramado de tropas y trenzas que, poco a poco, trazaba el camino a la libertad. Luego de varias semanas, las pequeñas tenían sobre la cabeza el mapa, la ruta segura hacia las tierras libres de las que tanto escuchaban. El día Llegó, los amos no estaban en la hacienda y el sol ya no alumbraba tanto. Salieron por parejas de esclavos y cada una llevaba a una pequeña, Domitila iba con Chaila. La libertad llegó después, luego de días recorridos sin descanso, de dormir poco por la persecución de los amos y el temor en caso de ser atrapados: las leyes de indias establecían pena de horca para esclavos fugitivos por más de seis meses. Siguieron huyendo de la opresión hasta que dieron con la orilla de un rio y escucharon un sonido conocido: la melodía de un tambor mezclado con el canto de una mujer anciana, estaban en territorio libre, allí, donde podían ser ellos y donde Chaila no iba a heredar la esclavitud. Pese a que el arte de peinar se ha traspasado por generaciones, hay quienes desconocen su origen como expresión de resistencia negra ante la esclavitud. Fue el camino a la libertad de muchos, pero hoy no todas las mujeres afros lo saben hacer.
En la Comuna 3 Manrique, quienes mejor han interiorizado el arte de las tropas y trences tienen cierto estatus, pero este arte también tiene un sentido de interacción y es vital para la conservación de la memoria: el tiempo entre trenza y tropa permite la socialización; cada ocho o quince días, el peinado es la excusa para el encuentro en la acera o el patio y mantener viva la historia oral. “Mi madre me hacia las trenzas con hilos porque en ese tiempo no habían cauchitos, en la cabeza me hacia bollitos con los dedos y los gusanillos, mientras tanto me contaba historias”, dice Nelly, una afrodescendiente del sector que practica el arte de peinar. Pero, ¿qué significan hoy estos peinados? Desde el norte de viene bajando la moda de alizar el cabello por medio de químicos y el uso de extensiones. Medellín no es la excepción, las mujeres afro de la ciudad se están alisando el pelo y la demanda por lo artificial es bastante alta; tal vez por vanidad, tal vez por seguir el patrón moderno; lo cierto es que en algunas de ellas ya se perdió la historia, la costumbre étnica y la reivindicación. En Manrique, especialmente en San José de Bello Oriente, son las niñas las que continúan con la tradición, ellas aún quieren tejer tropas y trenzas sobre sus cabellos. Los caminos ya no buscan la libertad pero aún resisten; resisten al cambio, a la ausencia de historias que podría traer consigo el pelo lizo, a la pérdida de su idiosincrasia. Resisten y adornan la resistencia con chaquiras, cintas, cauchitos y nudos de muchos colores.
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Perfil
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La pasión musical del pianista de San José Por Paola Alarcón
“Cuando tocas algo que te apasiona lo haces para que otros también se apasionen, la clave está en amar no en vender tus talentos”
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n la vida existen muchos profesionales formados en diferentes áreas, a unos les gusta la medicina, a otros la ingeniería y a algunos la veterinaria, pero ser músico es un arte que viene desde el alma, viene desde las entrañas y se expresa en cada tono, en cada melodía de una composición. Luis Albeiro Figueroa Oviedo es un cantautor de 29 años que concibe la música como un don que Dios le dio, a los 7 años empezó su gusto por la música sólo escuchándola, y a los 18 ya veía el piano como un instrumento majestuoso, lo observaba con tanto deseo que le daba impotencia no saber interpretar canciones en él. No tener quien le enseñara le provocaban tanta tristeza que no podía contener las lágrimas que brotaban de sus ojos. En los años siguientes, cuando su familia residía en Montería, se acercó a una iglesia llamada Fuente de vida, allí encontró a su maestro, un director de alabanza que le impartió clases básicas de piano. Esa tierra despertó su pasión por la música, tanto que duró nueve años en el lugar, pero decidió venir a vivir a Medellín, con su esposa. Lleva lleva tres años adquiriendo un piano que le dio la
posibilidad de dictar clases a quienes sientan pasión por la música. Año tras año se dedica a enseñar y a practicar lo aprendido empíricamente, practicando día y noche, con tanta pasión y disciplina, que el dolor de sus manos desaparece al son de la melodía, Se sumerge en el mundo de la música al tocar, cantar y componer canciones con diferentes tonos, ritmos y géneros, como baladas, salsa, mambo, corridos, marcha y soca. En el transcurso de su vida aprendió a tocar la guacharaca, la batería y la caja vallenata, esto le aumento la capacidad de abrir su mente a otros ritmos. Sin embargo, no se explica la procedencia de su don, pues en la familia ninguno se ha inclinado por la música, las referencias que tiene vienen de las iglesias donde ha predicado. Por ahora dedica su vida a construir un mundo donde lo musical exprese cada sentimiento y cada inspiración del alma, lo hace desde San José de Bello Oriente, en la colonia afro de Manrique, en donde tiene su morada y comparte su conocimiento, alegrando y aportando al ritmo negro que se siente en este territorio.
El color de la esperanza
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Por Alexánder Zuleta
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ohana Quejada carga a su niño de 5 meses mientras da voces a los otros por la compostura. — ¡Nana, por favor se sienta! ¡Juan, los cuadernos!, dice mientras los tres niñitos se desparramaban en la casa y en Señal Colombia pasan una novela vieja. La señal es de un televisor gordo pegado a una antena parabólica de Movistar. Dos alambres conectan la casa a tres bombillas y una nevera. El del patio tiene una tenue luz navideña de color verde. Dos camas son la sala, dos piezas son las dos camas de la sala; el espacio es reducido para ocho personas que habitan la casa. Los juguetes se sostienen encaramados en los barrotes de madera en el que está montado el zinc. Dos pares de medias y un tendido cuelgan del patio. Adentro, la casa es igualmente es un colgandejo. El techo es bajito, el suelo es barro y disimula con un tapete amarillo. Viven en una casa del barro, como todas; de madera, como todas; sin alcantarillado, como todas y única como ninguna otra. Llegaron del Chocó desplazados cuando ella tenía 10 años, la vida de la ciudad fue en Moravia inicialmente. Luego al Popular y Santa Cruz, “nosotros andábamos de casa en casa”, expresa Johana. Ahora están ella y otros siete integrantes de la familia en una de las últimas casas en el filo del sector cuatro de La Honda. * Su mirada es viva, sus ojos grandes y blancos contrastan con el negro de su piel, que es suave. Aunque sonríe con aspecto de saciedad, en su alma tiene el dolor de su hijo ausente. Su “primer hijo”, dice. Logrará algún día, eso lo asegura, dar con el paradero de su hijo mayor, Samuel Elí Arroyave, quien tendría por estos tiempos 8 años. Tiene 26 años, joven, bella y soltera la anima una esperanza. Luchar por sus hijos y encontrar a Samuel. A veces, afirma, sueña que “él viene y me busca, él le dice a las personas que lo tienen que se quiere quedar conmigo”. La historia de la pérdida de Samuel es confusa, ocurrió
cuando apenas tenía 17 y la familia debía salir a las calles de rebusque. Resulta que al tenerlo fue atendida en un centro hospitalario de Itagüí y al nacer no pudo verlo en sus brazos ni una vez. De allí en adelante, recuerda, la señora de la oficina le decía “venga tal día que se lo mostramos y nunca me lo mostraron”. En las paredes de su cuarto guarda una foto del recién nacido, es morenito, con cabello suave y abundante, pequeñito y tierno. Eso es lo único, ni siquiera documentos de infante tiene. Pasó que, viviendo en Moravia, la familia padeció de un incendio y la casa quedó en el piso. “Donde yo vivía todo eso se quemó, yo vivía en Moravia y, en un incendio se me quemó la cédula, todos los papeles”. Lo que sí es seguro es que su hijo tiene su apellido en el registro civil, Arroyave. Por ahora su familia presente, su sangre y su descendencia está encabezada por Sebastián, Juan Camilo, Juan Pablo y Greidy; niños que van a la escuela y al jardín Buen Comienzo y la pasan alegres y juntos jugado en el patio al pie de un árbol que da sombra y viento a la casa. La rutina de Johana empieza muy temprano en la mañana. A las 5 madruga a llevar los tres niños al Buen Comienzo y a la escuela en la parte baja. Luego sube a encargarse de los oficios de la casa y los encargos del trabajo. — ¡Nana, usted qué es lo que está sacando de allá!, grita a su niña quien corretea por la casa. *
Desde aquí, en el lado opuesto, se ve a la montaña hacer la horma de una teta sin pezón. Las casas inundan como una cascada y desembocan en el Manrique “plano”. Aquí puede verse la presencia de la luna cercana cuando sale y los mañaneros rayos de sol al rendirse la noche. En la noche es posible también esculcar hacia abajo las figuritas humanas y las casitas iluminadas por un bombillo hacia afuera que, juntas, riegan luz como un volcán en el camino. Esta noche, las uñas en los pies de Johana son blancas con chispas negras y una línea roja. Hacía varias horas que había limado cada una, y ahora, en el noticiero de las 7, acaba de terminarlas el venteado martes 8 de abril, sonríe. Para sostenerse Johana debe trabajar en lo que más le gusta, decorar y estilizar uñas y pies. También es común vérsele haciendo peinados o colocando extensiones. Los gajes de la belleza femenina los sabe a la perfección. “Ya uno con hijos le toca duro, pero lo bueno es que uno los saca adelante, no con lo que a uno no le toca, sino con lo que a uno le gusta”, comenta. “A veces me llaman a que peine, a que vaya a maquillar las uñas”, cuenta. “Por uñas yo cobro 5 mil, si son uñas y pies son 10 mil. Pero cuando me llaman lejos yo tengo que cobrar los pasajes”. Y no está desorientada, su talento es tal que dedica los días lunes a formarse en cómo decorar más y mejor las uñas. Debe asistir a clases presenciales en el barrio Moravia y abstenerse de cuidar a sus hijos por varias horas. Ellos quedan a cargo de Leidy, su hermana menor y niña de la casa. Quiere emprender, pues su negrura tiñe la tristeza y la escasez; planea incursionar en el negocio de la belleza con una cómplice: “Cuando termine, mi hermana y yo vamos a montar una peluquería. Mientras ella peina yo hago los manicures y pedicures”. Por lo pronto su vida corre en la crianza de sus hijos y el trabajo independiente como estilista de uñas; en el arrullo que le causa la música el dormir y los platos típicos del Chocó a base de coco y pescado que prepara.
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Eterna constancia Reportaje Gráfico
Como una herencia africana y de la conquista de América, el trabajo y la ocupación de los afrodescendientes sigue siendo de clase obrera en Manrique.
En las construcciones más ambiciosas están ellos en la lucha diaria por ganarse la vida con el sudor de su cuerpo. Desfilan por las faldas a regalar 8 horas de su fuerza en cualquier rincón de la abundancia mobiliaria.
El hombre invierte su impulso y lo tasa hasta terminar la labor porque sabe que cada cosa que carga o enfrenta es un desgaste de energía. ¿Dónde ver a un hombre rendido? En el Metrocabe, Metroplús o en el transporte colectivo. ¿Cómo? Casi dormido y con las manos cruzadas. ¿Por qué? Seguramente porque Dios se sentó en el sofá del cielo a ver la cotización del dólar.
Planeaban reformar el local para una peluquería en La Cruz y así lo hicieron, luego de ahorrar para conseguir el material. No podían pagar ni pedir ayuda por el trabajo porque ellos son expertos en amasar el concreto con la pala.
de tu trabajo
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Por Alexánder Zuleta
Trabajar por la construcción de una casa, y más si es en las montañas de la ciudad, es reto imposible. Sin embargo, afros utópicos se le unen al trajín: primero los huecos de las columnas, luego el ensarte de varillas y el acomodo de cemento. Así quedan listas las barras de concreto donde se sostendrá la plancha y el cuerpo musculoso de adobes.
Temprano para que alcance el día, el local vacío y negro se dispone a recibir una tela de cemento en piso y un vestido de revoque por sus cuatro paredes. El joven está feliz porque ha cumplido, al rato habrá tiempo para descansar este fin de semana.
Pero oficios distintos los hay, sino que lo diga Carlos Palacio, oriundo de Carepa. Actualmente, con 45 años encima, administra la nueva tienda en el barrio Jardín. Trabaja más de 10 horas vendiendo con su compañero a los clientes que llegan por comida y suministros a cualquier hora del día.
Daniel Rentería es fuerte, pese a que vive solo en un pequeño rancho, se gana la vida vendiendo mercancía. Pero esa no es su pasión, por más de 5 años, ha sido un líder comunitario del barrio La Honda y ha acompañado iniciativas por el desarrollo de las comunidades víctimas del conflicto. Es fundador de la organización Paz, Cultura y Medio Ambiente, participa el Comité de desplazados y en la Mesa Municipal de Víctimas. Si alguien busca a un trabajador comunitario afrodescendiente de la comuna tres, que llame a Rentería.
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Memorias del nacimiento de San José de Bello Oriente Por Oscar Cárdenas
“Los negros, los negros son libres, niños sin camisa, en pantaloneta, niños que trajinan todo el barrio y el sector y las carreteras como sin Dios y sin ley y mentiras que no es sin Dios y sin ley, sino que esa es la cultura”. Nicolás Castillón Informe sobre desplazamiento forzado y problemática agraria, línea de tiempo barrio Bello Oriente
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l barrio Bello Oriente, inició su historia en 1980, cuando arribaron al territorio familias y grupos de personas, muchos de ellos desplazados a la fuerza, de diferentes zonas del departamento y del país. Sin embargo, es en 1997 que comienza a crecer con celeridad debido a la llegada de un grupo grande de afrodescendientes que fue víctima del desplazamiento forzado. Su asentamiento en la ciudad no fue fácil, e influyeron múltiples acontecimientos y organizaciones para lograr la consolidación de lo que hoy conocemos como San José de Bello Oriente, la “colonia afro” del barrio. Esta es su historia. De acuerdo con la tesis de César Mendoza y Alejandro Quiceno, enfocada exclusivamente sobre este barrio, la mayoría de las familias que habitan en San José de Bello Oriente llegaron huyéndole a la violencia. El conflicto armado los desterró de los municipios antioqueños Chigorodó, Apartadó, Dabeiba, Mutatá, Turbo, Urrao, San Pedro de los Milagros, Santa Fe de Antioquia, Segovia y San Rafael; así como de San Lorenzo, Itsminas y Novita, pertenecientes al Chocó. En resumen, se podría decir que este barrio recoge buena parte de la memoria violenta del país; pero su historia de asentamiento también refleja la indiferencia del mismo. Antes de su consolidación como barrio, las familias pasaron por varios desalojos en una ciudad que, aparentemente, les negaba el derecho a pertenecer a ella, revictimizándolos. Inicialmente habitaron la invasión del barrio Blanquizal, de donde fueron desalojadas por la fuerza pública; luego se trasladaron a El Pinal, en Santo Domingo Sabio, por la antigua vía a Guarne, en otro asentamiento de desplazados, lugar en el que estuvieron hacinados cerca de dos meses. Posteriormente, en un primer paso por el barrio Bello Oriente, las casi 70 familias se instalaron en el sector: “durante un mes durmieron en los salones del colegio Bello Oriente, perteneciente a la corporación Ceboga, y en el día se salían para que los alumnos estudiaran; recibían ayudas de las organizaciones con las cuales estaban vinculados”, cuenta Nicolás Castrillón, para entonces integrante de la Asociación Campesina de Antioquia (ACA), en su informe sobre desplazamiento forzado y problemática agraria, resultado de su investigación en dicho terreno. Pero los problemas aumentaron, las bandas que actuaban en el sector los hostigaron y señalaron,
obligándolos a volver al asentamiento de El Pinar, quedándose allí casi otro mes. Según narra Castrillón, en este lapso temporal, la Pastoral Social y la ACA, con la colaboración de Manuel Burgos, rector de la escuela Bello Oriente, “legalizaron los papeles de compraventa, y establecen unos acuerdos con las bandas para que permitan el regreso de las setenta familias al predio”. Es así como se inició el proceso de asiento de San José de Bello Oriente, nombre que fue concertado con toda la comunidad, convirtiéndose en el primer asentamiento del Área Metropolitana en tener el reconocimiento oficial, luego vendrían otros. Después de tantos ires y venires, San José de Bello oriente se hizo una realidad, el terreno estaba y la gente lo ocupó, sólo faltaba la casa: un lugar para el refugio. “Don Manuel Burgos, fue quien acogió una cantidad de desplazados e hicieron una negociación con la Parroquia Y Pastoral Social para poder adquirir los terrenos y ubicar los desplazados ahí. Por ese medio, también vino una entidad para ayudar a hacerles las casitas prefabricadas: Oxfan, ong internacional, les ayudó con las casas; y una ong que se llamaba La Italiana empezó a ayudarles con los mercados, pero todo mediado con la pastoral social”, cuenta Arnulfo Uribe Tamayo, líder comunitario de Bello Oriente. En San José se construyeron cerca de 42 casas prefabricadas, que tal vez no rempla-
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zarían sus antiguos hogares ni el ambiente natural al que acostumbraban, rodeado de selva y agua de río, antes del desplazamiento forzado, pero se convirtió en el único sitio en el que fue posible reiniciar, volver a vivir. De acuerdo con Humberto Londoño, integrante de la ACA, Burgos se consiguió la compra del lote por 6 millones, con el financiamiento de la pastoral social y la Asociación Campesina de Antioquia, pero también dice que “esta reubicación se da en el marco de la alcaldía de Luis Pérez y del Plan Colombia, dineros con los cuales se financió parte de este proyecto, paternalismo que le costaría mucho al proceso organizativo que se intentó fortalecer en el sector y que luego se fragmento”, crítica de la que poco se comenta. La entrada a Bello Oriente no fue fácil, al momento del traslado las familias, inmediatamente, fueron víctimas de señalamientos y de rechazo: los acusaron de ser colaboradores de la insurgencia y las bandas delincuenciales los declararon personas no
gratas; comportamientos que soportaron durante los primeros años de permanencia en la zona. El proceso organizativo también tuvo un acompañamiento fuerte de la Pastoral social y de la ACA, que al principio funcionó bien porque se estaba adquiriendo todo lo necesario para sobrevivir: agua, energía, alcantarillado comunitario, entre otras cosas; pero luego vino una fragmentación en la organización y
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entraron en escena otras organizaciones y nuevos líderes. Los vecinos, por su parte, fueron entendiendo su esencia, sus costumbres y sus formas de pensar. Pero el asentamiento se integró finalmente al barrio desde el momento en que se construyó la cancha de arenilla, en el centro del caserío. Ésta se volvió un lugar para el disfrute, la cultura, y también para la integración y la socialización de orígenes y concepciones del mundo. Fue notable el cambio en el sector, desde niños hasta adultos empezaron a pasar por el caserío generando una interacción tan fuerte que San José, ahora sí, fue de Bello Oriente. Tiempo después llegaron nuevas familias, desterradas también, atraídas por familiares que ya habitaban San José de Bello Oriente, y por la idea que en este lugar se estaba formando una nueva comunidad integrada, casi en su totalidad, por afrodescendientes; vecinos y vecinas venidos de sus mismas tierras; por la configuración de un espacio que reemplazaría la vida que se llevaba anteriormente, pero un espacio propio que conservaría, mínimamente, una unión étnica y cultural que no es común ver en la ciudad: una colonia afro, un territorio negro en el poético sentido de la frase.
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Reportaje gráfico
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Los niños azabaches Por Paola Alarcón
Niños azabaches, niños con sonrisas producto de travesuras que emergen de sus locas imaginaciones, en su espíritu cargan la memoria de sus padres. Niños azabaches que recorren esos empedrados caminos que llevan al juego y a la curiosidad de saber el porqué de cada pequeña cosa que sus brillantes ojos ven en cada paso. Niños azabaches que llevan en sus rostros alegrías, que consuelan al alma más triste y remueven emociones de las más profundas sinfonías de la vida. Niños azabaches que cuelgan de árboles, aprecian la libertad del viento y con sus canicas construyen rondas de gritos que se diluyen entre abrazos amigos. Niños azabaches que viven el presente, sin detenerse en el tiempo, sin importar la lluvia, la intensidad del sol o la oscuridad; con inquieto corazón salen a correr y recorrer caminos infinitos donde el dolor de sus tropiezos pasan con una de la madre amorosa. Niños azabaches que coleccionan juguetes roídos por el tiempo y consuelan su rutina con la nueva diversión que deja de la patineta-patín. Niños azabaches que se enamoran de las niñas de trenzas de chaquiras coloridas, cuyas cuenquitas se reflejan y colorean sus ojos, mientras esperan a los niños que las hacen suspirar. Niños azabaches que están ahí donde la sombra los cobija y el sol los baña en un cálido atardecer, que son el paisaje que adorna mi ventana cada día.
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Crónica
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Por los barrios de Bajamar Por Carlos Orlas
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ablar de pueblos es hablar también de semillas, de alimentos, de oficios, de rostros, de historias de vida, de resistencias, de formas de habitar el mundo. Estuve de viaje por Buenaventura, en el Pacífico colombiano y quiero compartir algunas impresiones, un retrato donde avistar un pedacito del alma de este pueblo. Es Buenaventura tierra morena, bosques de manglares que llegan hasta el borde del agua, mar oscuro, profundo y rico en especies. Por el puerto transitan buques mercantes de todos los tamaños y oficios. Los pescadores esperan la puja (marea alta) y salen con su atarraya en canoas con motores sencillos o a remo. Llegué el jueves 28 de marzo en la madrugada, recorrí el puerto turístico que es un pequeño muelle al otro lado del puerto real, donde miles de conteiner salen y entran a diario (el 65 por ciento de la riqueza del país se mueve en este puerto que genera
cerca de 2 mil millones de dólares al año en impuestos de aduana). La sociedad portuaria, esa muralla de seguridad separada del resto de la ciudad, es una transnacional de capitales colombianos, chinos, suecos, chilenos, filipinos y españoles. Allá no se puede entrar a avistar el movimiento marinero.
El alma de Buenaventura
El barrio Lleras, donde me alojé, es un barrio de viviendas palafíticas, casas de madera construidas con una técnica antigua sobre pilotes para que no se inunden con la subida de la marea. Cuando la marea baja, deja el molusco, un alimento riquísimo conocido allá como piangua. Este barrio de Bajamar es como la comuna de la ciudad, el lugar donde los negros han formado aldeas para vivir cerca del mar, del manglar y con cierto fuego o calor comunitario. Son los barrios donde la violencia se instala para controlar salidas estratégicas al mar y para reclutar combatientes de entre la gente que se debate entre el hambre, el rebusque y la delincuencia. La mayoría resiste, trabaja en lo que puede, y percibe la desigualdad que para ellos se gesta desde el Estado. Con unos niches en el mar, después de nadar y acostados en un malecón improvisado cerca del puesto de la infantería de marina, conversamos sobre varios asuntos. Inquieto por su vida en el puerto, les pregunté un mar de cosas: por los pescadores, por los peces, por el manglar, por los barcos, por su forma de vivir, por la economía y por la guerra. Trataré de sintetizar lo más importante. “En el mar hay mucha riqueza. Donde usted mire hay pescados y otros alimentos. Lo que pasa es que hay gente que lo arrasa todo. Hay barcos grandes que llenan sus tanques de agua dulce y se van del país. Y nadie les dice nada. Se lo quieren llevar todo. Así ¿cómo quieren que no haya violencia? A nosotros nos quieren sacar de aquí para construir un muelle turístico estilo Brasil, quieren tumbar las casas y dejar el barrio sin gente, para que sea una bahía y los turistas vengan, eso ya está planeado, por eso es la guerra, nos quieren sacar. Acá hay de todo, el manglar tiene muchas cosas que exportan. Nosotros estamos bien, pero nos quieren invadir”. El negro habla como cantando verdades, como si su queja o su goce o su anécdota fuera un son que se te entra en los oídos, un clamor ancestral, un grito, un alabao que invoca fuerzas divinas, una ritualización permanente de la memoria con el tambor, el canto y la danza.
Entablé amistad con Don Lucindo, un chocoano que lleva viviendo en Buenaventura desde hace más de treinta años. Conoce el puerto, los ríos, el manglar, la riqueza del litoral Pacífico. Fue pescador y ahora construye canoas, barcas pequeñas y medianas para los pescadores y aserradores. No cree en la paz que busca el gobierno porque a diario observa cómo se crece la fuerza militar, a la vez que aumenta la desigualdad y el desempleo entre sus compañeros. Dice, mientras pule lentamente una canoa, que “el único que nos abre la puerta es el banco, y lo hace para endeudarnos sin piedad. Si al gobierno le interesara la paz, ya tendría un banco para los pobres, para los que queremos trabajar”. Para poder trabajar de cuenta propia Don Lucindo y otros conocidos de él han tenido que acudir a préstamos bancarios. Los bancos prestan a intereses demasiado altos. Para comprar una motosierra, herramienta indispensable para construir las barcas, tuvo que prestar en el banco tres millones. Por cada millón son 300 mil pesos de intereses. Esos tres millones se pagan en cuotas mensuales de 170 mil pesos, los cuales muchas veces tiene que pagar empeñando cosas de su propia casa.
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El negro Lucindo cierra la conversada con esta reflexión: “Puede que uno no haya estudiado pero uno tiene algo aquí (se señala la cabeza) y los ojos para ver. Ver la injusticia que comete el gobierno con nosotros”. Don Lucindo podría ser un personaje de Melville en Moby Dick que después de vivir las glorias y tempestades de la mar, goza “el fornido invierno de una vejez saludable” y sus pensamientos son eso: vigor, la voz de un mayor, de un roble de la selva, de un navegante solitario pescando hasta el amanecer, de un padre de seis hijos saludables, de un trabajador que ama su oficio, de un negro que vive en el Pacifico, en Bajamar, que trabaja la madera y pule el pensamiento como a una canoa para echarse a navegar y a sobrellevar tanta injusticia. Una barca como las que vende Lucindo cuesta entre tres y cinco millones. La mano de obra cuesta
un poco más de la mitad, y el cliente pone la madera porque a Don Lucindo no le alcanza para comprarla, no tiene con qué. Muchas veces se queda sin trabajo porque el interesado en la barca tampoco tiene el material, entonces ambos quedan, como se dice, varados. Ahí se agudiza el rebusque y con él la desigualdad social que, según Lucindo, es el motor de la violencia: “Somos más la gente que queremos trabajar. Casi veinte mil pescadores artesanales en el Pacífico abandonados por el Estado. Nunca nos han reconocido, solamente en los bancos para endeudarnos. Esto así va a reventar si el gobierno no se pone las pilas. Uno quiere trabajar pero estamos demasiado olvidados, no hay apoyo al trabajador, que es la mayoría”. Después de cinco días en Buenaventura, de haber respirado ese olor a selva y mar, manglar, de conversar con madres, jóvenes, los niños, los mayores, después de ver las frutas a bajo precio, el chontaduro, también la piangua, entiende uno que la guerra no es entre el pueblo sino contra el pueblo. A los dueños del puerto, en su “oasis de seguridad”, como lo denunció un periodista de la BBC, poco les importa los 500 mil habitantes de Buenaventura que ven cómo se saca la riqueza y cómo llegan las importaciones, mientras ellos están sin trabajo, sin opciones, en el rebusque, es humillante. Las Madres tienen mucho que decirnos sobre el pueblo. El último día estuve en la casa de Marleni, una abuela de sesenta y pico de años, oriunda del Chocó. Sus ojos tienen el contorno cenagoso del mar Pacífico mezclado con los caudalosos ríos afluentes. Este es un pedacito de su relato: “Vengo del Chocó. Es la tierra más linda. Acá también, pero esto lo han arrasado, sobre todo los blancos. Todo esto era puro Manglar y ahora qué… Aunque todavía mijo hay mucha riqueza. Solamente que nos quieren sacar de acá. Eso ya está todo listo. Tenemos que dejar estas casas. Acá la gente le falta unirse más, cada uno buscando sus intereses perdemos todos. Viví en Medellín varios años. Aprendí medicina con un cirujano, soy médica pero sin título. No terminé de estudiar porque preferí parir. Tengo ocho hijos. Acá mijito vivo bien, aunque hay mucha mal-
dad. No tenemos derecho a nada. Ni siquiera a nuestra casa. Esto lo acaban dentro de poco y ahí sí terminan de arrasar con la naturaleza. Acá uno puede vivir de lo que la tierra da. Somos ricos en agua y alimentos del Mar. Tenemos todo, solamente que la ley es mangualeo (corrupta) y quieren arrasar con todo, ellos no conocen la forma de trabajar aquí entonces acaban con todo”. El Pacífico sabe amar. Sabe luchar. Sabe cantar, tiene un jugo interior, una sabia, la selva le da un misterio. Es tierra negra, fértil.
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Festiafro
un espacio de música para cantarle hasta a la muerte
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Por Lilit Lobos
a población afrodescendiente, suele tener una particularidad: cuando se ve obligada a desplazarse de un territorio a otro, siempre busca la forma de llevarse consigo a su familia, es por eso que en Medellín vemos que donde llega un afrodescendiente, llega ‘en combo’. Los migrantes, cuando salen de sus territorios pierden lo que consideraban su espacio, y necesitan encontrar y apropiarse de esos nuevos lugares a donde llegan. En Medellín hay un espacio tomado por la comunidad afrodescendiente desde hace ya varios años: El Parque San Antonio, lugar de encuentro y esparcimiento. Allí podemos encontrar varios puntos para tomar cerveza acompañados de música a alto volumen. En la parte de abajo se han ubicado varios restaurantes especializados en la preparación del pescado, que además de delicioso, es económico, es tan bueno, que la mayoría de los días para entrar a almorzar allí hay que hacer fila hasta que desocupen una mesa. En la parte de arriba del parque, en la calle donde parquean los colectivos de La Honda, vemos que últimamente se ha acelerado la aparición de discotecas y barberías, este auge de negocios montados y administrados por la población afro, está relacionado con la colonia que habita en La Honda, a donde han llegado varias oleadas de personas de esta etnia, desplazadas por la violencia desde otras zonas del país. En el Parque San Antonio se viene desarrollando desde hace seis años el Festiafro, una fiesta que ya se convirtió en un evento de ciudad, dónde se busca reconocer las prácticas culturales y musicales de esta etnia. En el marco de ella, se llevan a cabo varios eventos académicos y la presentación de grupos musicales tanto locales, como nacionales. Entre los cuales se han presentado Tania Makú, Son Batá, los Gaiteros de San Jacinto, Rancho Aparte, Explosión Negra, Canalón, Citará, Gualajo y Tierradentro. La idea es que afros y no afros, puedan acercarse a re-conocer la cultura afro, una invitación a apropiarse de ésta y comprender que aunque se les vea como diferentes, los afrodescendientes también son parte esencial en la construcción de esta ciudad. Festiafro es un espacio principalmente musical, porque si hay un pueblo que ha entendido que la música une, es el pueblo afro. Es tan importante, que incluso se acostumbra cantar para la muerte y así acompañar al difunto al más allá, a pesar que con los desplazamientos a la ciudad estos cantos autóctonos se han ido perdiendo, aún se conserva un poco de ese canto funerario, en el caso del Chocó, los Alabaos; y el Lumbalú, en San Basilio de Palenque.
Reseña
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Una fiesta de negro sentir Por Alexánder Zuleta
El sabor chocoano se siente en Manrique por el festejo de los afros. A punta de música, canto y baile, los fines de semana, la comuna retumba en atmósfera negra. Ya sea en Versalles, Bello Oriente, La Cruz o Brisas del Jardín, la gente aprecia el valor de las colonias y sus fiestas. Por aquí es donde las cervezas inundan las vejigas y el vallenato de Diomedes despliega sus wats en cantinas o casas. En el baile afro los cuerpos se quiebran de una manera inexplicable, casi inimitable. Los jovencitos rompen sus huesos y aletean el ritmo de la champeta. Las manos se desgajan, el torso convulsiona, los pies tambalean y el cuerpo suda. Son la champeta, el mapalé o el choque los culpables de tanta alegría que se goza en la calle con un círculo de gente. Cuando la señora muerte llega, los afrodescendientes también hacen fiesta. El muerto que muere y los vivos que montan parranda. Los tradicionales “alabaos” son cánticos obligados al muerto para ayudarlo en su trascendencia. Ellas, las mujeres, disfrazadas de la Santa muerte, cantan al cielo por el recibo del alma. “Cuando se muere un mayor, cantamos ‘los alabaos’. Nosotros llevamos en la mente que cuando un señor se muere, se les cantan ‘los alabaos’ y el Señor lo recibe en sus brazos y lo lleva al reino de los cielos, esa es la creencia”, fueron las palabras de una vieja juglar que llegó a La Honda.
Versos de canto “alabao” Estas cinco velas, que están encendidas Esos son bordones, allá en la otra vida Esos son bordones, allá en la otra vida. Vamos, vamos, vamos, derecho al cielo Ángeles y hombres, cantan en su eterno Ángeles y hombres, cantan en su eterno.
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Por Alexánder Zuleta
Manrique afro visto a través de Amalia Lu Posoo y Melitón Barba
Reportaje gráfico
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Qué tienes ahí que me encanta
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Adelaide es negra como un tizón, su piel era satinada y mullida como terciopelo, y cuando el aguacero posaba sus gotas en la piel suya de ella, brillaban como diamantes, o mejor, como el agua que arrastran las olas que traen al plancton, y que llena de destellos la orilla de la playa. Adelaide sabía que el brillo de su piel le daba lucimiento a todos los sonidos de las gotas del aguacero. Fragmento del cuento “Adelaide la de Mozart”, de Amalia Lu Posso.
Tenía el ritmo en el mirar. Sus ojos eran chiquiticos, rasgados, de un negro brillantísimo, como de gata en celo. Miraba de frente, sostenido y con un calor que quemaba a todos los que intentaban el duelo de pretender mirarla, cuando ellas los miraba. La mamá de Miguelina taba muy preocupada con esa mirazón y vivía diciéndole: dejá esa exhibición con esa miradera, que un día de esos vas a matar a alguien con ese golpe de ojo, y asunto, no respondo si parás en la cárcel por asesinar a tiro de ojo. Aconductate, mirá poquito y despacito, caé en cuenta que no toro mundo está preparado para mírate a los ojos y sostenete la mirada sin que les dé cortina. Fragmento del cuento “Miguelina Cuesta”, de Amalia Lu Posso.
Aristarco Perea Copete es negro, pero de un negro distinto, parecido al color del borojó, que no es negro pero sí distinto. Nació en el Chocó, cualquier día de ningún año, y tiene el hablado altanero y pinchado, autosuficiente que dicen mis gentes del resto del litoral pacífico, tenemos los que hemos nacido en el Chocó. Camina erguido con pasos cortos, marcando el ritmo exacto entre sus hombros y sus pies, mueve las manos suave pero categóricamente, como igual de categóricas suenan las palabras cuando habla y cuando canta hablando también. Fragmento del cuanto “El galandro”, de Amalia Lu Posso.
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Pero Basilisa también usaba la lengua para linsojear, para acariciar, para canturrear, para basuquear, para catar y contar. Reunía a todos sus hermanitos, sobrinos y vecinos y les contaba con letra menuda las historias del Tío Tigre, del Tío Conejo y de muchos otros animales. Fragmento del cuento “Basilia Balanta Copete” de Amalia Lu Posso.
Empezaron a llegar, de no sé dónde, un mundo de tablas pegaditas, que cuando las iban clavando formaban un mundo de casas en un dos por tres. Las casas eran bonitas y eran bastantes y las fueron llenando de cantidad de cosas, también bonitas y también bastantes… Fragmento del cuento “Valentina” de Amalia Lu Posso.
Te ves muy linda, Negra, digo entusiasmado, y contame. ¿Todavía echás tus bailaditas? ¿De veras? Bueno, busquemos un lugarcito donde haya música para viejos, porque me imagino que aquél donde íbamos lo deben haber cerrado, ah, claro, mejor en tu casa, ni hablar, tenés razón, más intimidad…saco mi libreta y anoto: Dirección de N (por si me escudriña La Gorda) Planes de Altamira #69, teléfono 23-2425. De acuerdo, este sábado, brutalísimo, te caigo porque te caigo. Fragmento del relato “Chicho” de Melitón Barba.
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Sudor a ritmo de baile en Palenque Por Lilit Lobos
Con ese huir para buscar la libertad fue que nació el primer pueblo libre de América: San Basilio de Palenque. Corregimiento del municipio de Mahates ubicado en las faldas de los Montes de María, a 50 km de Cartagena de Indias.
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ue por el 1600 que el héroe afro Benkos Biohó y su compañera Wiwa, encabezaron sucesivos escapes hacia adentro de la selva, allí donde los Españoles no fueran capaces de encontrarlos, huyendo así del estado de esclavitud en el cual se les tenía secuestrados en Cartagena y zonas aledañas. Benkos y su gente se apropiaron de un pedacito de la selva y fundaron una nueva África. Con una estratégica posición geográfica y el secreto de su ubicación defendido aún con la propia vida, la única forma de encontrarlo era a través de las rutas de escape que las mujeres trenzaban en los peinados, peinados donde además escondían semillas para sembrar la nueva tierra. Fue tan efectivo este Palenque que hace 300 años a España le tocó pactar la independencia a cambio de que no recibieran más esclavos fugados. Ahora Palenque fue declarado patrimonio inmaterial de la humanidad, por su historia, la preservación de costumbres africanas, y la existencia de la lengua palenquera, que es una combinación de lenguas africanas,
esencialmente de la familia Bantú, palabras españolas de la época y a mi parecer algo de portugués.
dependencia, también era usado para comunicarse con otros pueblos, como una especie de telegrama.
Palenque es un pueblo tranquilo, donde lo único que suele violentar es el calor asfixiante. Es por esencia un pueblo musical, la música se vive día a día, incluso la forma de hablar tiene un ritmo, cierto acentico cantado que no pierden ni cuando se hablan a gritos. Los fines de semana se escucha a toda potencia la música en esos bafles gigantes y coloridos llamados picós, ubicados en cercanía a la plaza. Principalmente se escucha la champeta, donde el palenquero elabora una resistencia a perder sus costumbres y expresa su amor por África. Allí se preservan cantos, ritmos e instrumentos autóctonos, instrumentos entre los cuales el tambor es el más importante, es el rey de todos los ritmos palenqueros, ahora usado sólo en el contexto musical, pero en los inicios de Palenque, era la herramienta para comunicarse entre cerros las noticias, para anunciarse cuando divisaban al español intentando entrar a su territorio. Más adelante, después de la in-
Calidad y variedad es lo que caracteriza a los grupos musicales nacidos es Palenque: Las Alegres Ambulancias, Las Estrellas del Caribe, Louis Towers, Son Palenque, Sexteto Tabalá y varios grupos de baile. Tuve la fortuna de conocer Palenque durante una investigación de la Universidad de Antioquia, en la cual participé como estudiante, fue mucho lo aprendido y lo vivido. Descubrí mi alma africana y comprendí que a todos los colombianos, sin importar el color de piel que tengamos, nos corre por las venas algo de sangre africana. Les comparto, para finalizar, un par de anécdotas de mi vida en Palenque con relación a la música y el baile. Una de esas noches estaba en el picó del Conde, y un palenquero me invita insistentemente a bailar champeta. Pensé que era mejor decir no, pues ese baile es demasiado pegado y no tenía idea de cómo bailarlo, así que como estudiante haciendo investiga-
ción en campo no me parecía apropiado. Aquel hombre insistió, y yo acepté al percatarme de que su estatura era demasiado alta con respecto a la mía, pensé que no podría nivelar su centro pélvico con el mío, excluyendo así de nuestro baile el erotismo exacerbado de la champeta, no propio para una mujer que tiene que dejar claro que está haciendo un trabajo científico, una observación del otro donde se difumina el que mira de lo mirado. Concluí entonces que la gran estatura de mi futuro compañero de baile me libraría de ser catalogada como una especie de descendiente antropológica de Margaret Mead y su facilidad para encontrar amantes entre sus sujetos de estudio. Acepté bailar con él y ¡oh, sorpresa!, aquel hombre que tenía casi el doble de mi estatura, abrió sus piernas rodeando las mías, sujetándome por la cintura y doblando sus rodillas hasta que su centro pélvico cazó perfecto con el mío. Entonces comienzó a menearse, a restregarse y a excitarse, y yo con todos los Ñeques (bebida alcohólica tradicional de Palenque), que tenía bailándome en el cuerpo, la
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música sofocándome las neuronas, y el olor a sudor de su cuerpo, me impidieron seguir siendo la “cachaca” estudiante de antropología que debía conservar la distancia con el, objeto de su estudio. Fui entonces una mujer más que bailaba con un hombre en la plaza de San Basilio de Palenque. Al día siguiente, cuando pasé cerca de aquel lugar algunos hombres me miraban y a uno de ellos casi en grito le decía a los demás “¡Esa es la cachaquita que sabe bailar champeta, esa es la Cachaquita Champetera!” La siguiente anécdota, también ocurrió en la noche, me encontraba en la acera de la casa de la voz líder del grupo las Estrellas del Caribe, donde ellos desde hacía rato estaban tocando y cantando. En cierto momento, me sacó al centro de los tambores a bailar uno de los integrantes del grupo musical. Éste me apretó y me hizo moverme como debería de hacerlo para aquel tipo de baile. Yo sólo pensaba que debía entregarme a la música y su cuerpo guía de mi cuerpo en el ritmo del tambor, ritmo africano que siempre había sospechado habita mi cuerpo. Difícil, otros ritmos se me mezclaban y me confundían la cadera, y no podía fugarme lo suficiente de los preceptos morales sobre la posición correcta de las piernas de una mujer en el baile, mis piernas se obstinaban en conservar la distancia máxima de su cuerpo y la cercanía necesaria entre ellas para que no hubiese siquiera la intención o sospecha de algún tipo de entrada. Yo en medio de todo aquello: entre mis moralistas piernas, mi cadera entregada a su ritmo pélvico, mis oídos y
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piel absorbiendo tambores, ojos cerrados en un desconocimiento del resto del mundo y suavecito, bajito un susurro que me arengaba que no debería de bailar así, una mujer, una investigadora social no debe bailar así con sus sujetos de estudio, con aquellos a quienes debe mirar en lugar de sentir ¿Qué era yo entonces, piernas, pelvis, oídos, piel o pensamiento? Luego se sumó otro ingrediente a esa mezcla; unas mujeres se reían y hablaban duro, ¿Se referían a mí? Fui despertando de aquella sensación, abri los ojos y vi que sí se referían a mi pareja y a mí y decían “Mirá que la tenés cansada” “¿Vas a acabar con ella?” Se carcajeaban y me miraban, y no pude hallar en sus ojos recriminaciones ni intentos de castigar mi imprudencia al bailar así con uno de los hombres del lugar, uno de los mejores bailarines de Palenque (eso siempre decía él), sólo vi que estaban muy divertidas con nuestro esfuerzo por bailar como se debía y comenzaron a darme consejos de cómo eran los movimientos adecuados. Yo sentí algo de pena, pero mi cuerpo quería bailar, y mi mente diluirse en la música, así que solo me dejé ir y dejé que la música hiciera lo que era su función hacer, que nos abrazara a la vida y nos uniera como un solo pueblo, tal como siempre ha hecho la música en Palenque. San Basilio de Palenque es nuestra África en Colombia, es la muestra de que si nos unimos podremos conservar nuestro territorio y hacerlo respetar de aquellos que nos lo quieren robar.
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El recuerdo de la casa “entumbada”
Estructuras que concentran viejos apegos y nuevas esperanzas Por Oscar Cárdenas
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a construcción de San José de Bello Oriente, se dio basada en la necesidad de dar refugio en el menor tiempo posible a una población flotante que no podía permanecer por más tiempo en albergues, u otros lugares, en condiciones indignas. Los desplazados afros esos que la ocupan hoy, no tuvieron tiempo de planificar su espacio como se debía, tampoco las organizaciones que estaban apoyando el refugio, pues carecían también de recursos, así la alcaldía de ese tiempo hubiese aportado, no hubo tiempo de decidir sobre cómo construir sus casas y cuál sería la medida idónea de acuerdo al número de integrantes de la familia. La ocupación se dio desde el principio bajo una falta clara de espacio, la estructura de la vivienda era bastante reducida, Las dimensiones de las casas corresponden a unos 7 por 6 metros cuadrados en un solo salón, dividido en un dormitorio, una pequeña sala y una cocina, la vivienda era adjudicada por familia sin importar mucho el número de integrantes, esto obligó a la mayoría a aumentar la medida de sus casas con pedazos de madera, plásticos, costal y cartón, aun así no era suficiente, el hacinamiento al principio era evidente. Las viviendas se construyeron bajo la tipología de escala, con una estructura sencilla, muy diferente a la que poseían en sus territorios de origen. Era normal escuchar las remembranzas de sus antiguas casas, amplias, con espacios sociales, linderos y límites marcados entre los predios vecinos; en ellos podían sembrar, tener animales y jugar libremente. El significado del espacio propio desapareció cuando fueron desplazados, adaptarse a uno que no se parecía en nada al anterior, a ese donde el arraigo era intenso, fue difícil al principio, a veces fue imposible. Hay un fuerte apego al espacio perdido, así lo dicen Mendoza González y Quiceno, en su monografía sobre la población de San José, en el año 2004: “Para estas poblaciones la construcción de sus casas estaba determinada por las condiciones del medio ambiente y por los elementos que él otorgaba, de los cuales se beneficiaban. Sus casas corresponden a una construcción a partir de los elementos locales y a las funcionalidades propias del entorno, la madera como elemento genérico le da la forma a lo que corresponde con el nombre de tambo o entumbada, una construcción elevada de la superficie terrestre y que hace las veces de sobre piso con el fin de evitar la entrada de bichos y fundamentalmente del agua por lo constante de las lluvias. En las zonas mineras también tienen las mismas tendencias hacia el uso de la madera, principalmente como forma básica de construcción; Esta se presenta con divisiones para las habitaciones, una cocina aparte, corrales para animales como pavos, gallinas, cerdos y vacas. Algunas personas referencian la existencia de lugares para las reuniones locales en sus casas”. La estética de las casas pintadas con colores vivos no era propia las zonas rurales, esas que
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quedaban a bordo de río y en medio de la selva tropical húmeda del Urabá y el Chocó, como lo dice Nelly Jhoana Mena, del barrio la Honda: “Las casas de mi tierra eran de tabla rasa, en tambo para evitar la creciente del río Atrato. Yo vivía en Vebaramá, Chocó, por el Atrato pa’ abajo”. Las casas de tablas son las comunes en esas zonas; son las que aguantan las inclemencias propias del clima, en cambio en las zonas urbanas, las casas de bloques, tienden a tener sus fachadas de colores vivos que combinados con la música resaltan su alegría y sabor, el cual es evidente hasta en la forma de caminar. Las casas afros en San José concentran un apego al pasado, al ambiente que se vivía en ellas, al territorio; pero también concentran la gratitud del refugio en tiempos difíciles.
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Comida sazonada con Idiosincrasia Por Paola Alarcón
Un guacuco no es remplazado pero si adaptado a un sancocho antioqueño
Un Hojaldre de tradición
Mirando por la ventana de aquella pequeña casa se encontraba leidy en compañía de su hija, mientras esperaba a su hermana para preparar una de las recetas que han traído del Mandé, tierra en la que vivía con su familia. Leidy y su familia conservaron la tradición durante años, obtenida de sus antepasados quienes sazonaron durante toda la vida para dejar en la historia el rico sabor mandeño. Las manos de Leidy y su madre hacen memoria a sus raíces desde el momento que comienzan a amasar, a mezclar los ingredientes dándole forma a unas costumbres gastronómicas que transmiten las delicias del pacífico colombiano a nuestra ciudad y a nuestro barrio. En su cocina leidy abre la ventana cambiándonos el aire de la ciudad por los ricos olores de sus recetas a medida que nuestros pasos avanzan. En sus espaldas familiares trae diez años de memorias que se han conservado en la familia, Cuando leidy era niña veía a su madre lo que tal vez su madre veía en su abuela un conocimiento trasmitido durante generaciones. El agua, al punto exacto se convierten en un delicioso manjar y en el sustento que le ayudara a leidy y su familia a sobrevivir en una ciudad que ha conocido lo dulce lo amargo y lo salado de las diferentes culturas.
Una tradición que parece una historia sin fin donde la supervivencia trasciende algunos sabores y algunos olores que se resisten al olvido, y que ahora, ininterrumpidamente, cada ocho días le permite complacer paladares y ganar algún dinero para darle sustento a su familia, en compañía de su madre y sus hermanas. Fuera de la casa mientras Leidy elabora las delicias unos cuantos niños se reúnen a jugar y a saltar, pareciera que al ritmo de las mezclas y los batidos de sus manos. La alegría el sabor y la sazón de la costa pacífica se apodera nuevamente de nuestras mentes permitiéndonos olvidar los problemas, estimulando nuestros sentidos con una magia característica de una raza que fuertemente a superado y derrotado la depresión con sonrisas sabor y mucho color, de la cual todos llevamos un poco en nuestra sangre.
En una casa de madera se encontraba Odila Perea, una señora carismática y amable que nos cuenta como creció y levantó a sus hijos con el guacuco, un pescado del Chocó originario de “los ríos de piedra”, como dice. Su particular preparación consta de abrir la barriga del pescado, quitar su concha, sazonarlo y variar su preparación entre sudados, asados o fritos, acompañados de un arroz con coco y un patacón”. Odila dice no olvidar que fue un pescado que les brindó mucha vitalidad y nutrición, aunque los años pasaron y “en estas tierras no se consigue el propio guacuco gris”. Al verse obligados a vivir en Medellín, dejaron en sus tierras la exquisita receta y optaron por adaptarse a los sancochos antiqueños de pollo, res y cerdo, en los que de alguna forman insertaron la sazón del pacífico y hoy los hacen sencillamente deliciosos, aunque no olvidan el rico sabor y olor de su guacuco.
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Sonido que estremece Música que hace de la cotinianidad un “retumbe a todo vacile” Por Oscar Cárdenas
A pesar de todo hacían vida en las cuadrillas y se reproducían en las más difíciles condiciones de aislamiento espacial y cultural” Germán Colmenares, Historia económica de Colombia
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a es domingo, y muy temprano se levantan a escuchar la música, esa que les gusta tanto. Miran el equipo de sonido, lo limpian porque toda la semana en los ratos libres siempre lo prenden, pero hoy es un día especial: mientras las mujeres de San José peinan a sus hijas, o se peinan entre vecinas, para ir al culto o a salir; ellos se alistan para jugar una partida de naipes entre cervezas y bafles enormes que ponen fuera de las casas, va a iniciar la música “a todo taco”. Cuando se va llegando a San José, a veces es irreconocible la procedencia del sonido, o a qué tipo de ritmo pertenece, los potentes bafles abundan en el barrio, y hasta puede que para alguien foráneo sea molesto. Los que son ajenos al territorio tal vez se pregunten cómo pueden vivir así, con un aparato ostentoso mientras sus casas se deterioran, como pueden rodearse de tanta bulla. Para entenderlo hay que adentrarse en la importancia que cobra la música para ellos, esa que a veces no resuena de manera tradicional, es decir, con la marimba y el tambor, sino que se concentra en un CD o USB, y luego estalla grandes cantidades de ritmos en altos decibeles. Entre ellos, los más sonados, bailados y gozados hasta el cansancio, está el picó, un ritmo que nace de mezclar otros ritmos que vienen di-
rectamente de África como el Soukous, la Makosa y Soweto, pero también encontramos la champeta y el vallenato. “Los equipos grandes son para el picó, para las farras, el sonido no nos molesta porque nos gusta la música, hay veces que nos acostamos con el equipo prendido”, expresa Wendy pino mientras baila una de estas canciones. La música para ellos es como una religión, la escuchan y la sienten, se reúnen, se congregan, y bailan de una y otra manera, moviendo cada extremidad del cuerpo en un culto al sonido; su ausencia iría en detrimento de una cultura alegre, una cultura que se guardó dentro de sí aun en medio de la esclavitud. Hoy la música, sigue siendo elemento integrador de las comunidades afro, por lo menos así lo es para San José de Bello Oriente. Aunque la casa se esté cayendo, que no falte el vacile y tampoco la comida, pero hay algo que alimenta más a la comunidad afro: la música, las notas casi siempre altas, el movimiento y sabor que evocan la esencia de su cultura. La musicalidad hace parte de la columna vertebral de su existencia, es de alguna manera una de formas de liberarse; la música los une, y es así históricamente.
En busca de otra dimensión Por Johan Javier Urrego Reseña Leider Restrepo
Estudia Matemáticas en La Nacho de Medellín e Ingeniería en telecomunicaciones en ITM (que va, ya está haciendo la tesis), pero es fotógrafo aficionado, uno de esos que buscan otras dimensiones del mundo en todo lo que hacen, como si sufriera de baja inhibición latente. Para Johan obturar no es apretar un botón de Canon T4i, es captar dimisio-
nes del mundo, pedacitos de la realidad y paisajes, a través de un instrumento mecánico y tecnológico en el que está aplicada toda la matemática, la física y la filosofía. El obturador es el activador de un sistema de procesos, en apariencia tecnológicos, pero en realidad, poéticos. Aquí, sus retratos de Medellín desde Bello Oriente,
su sensibilidad por la naturaleza y un recuerdo del desierto de la Tatacoa donde estuvo en enero junto a un grupo de fotógrafos aficionados también. Recuerdo que antes de hacer fotos del atardecer, los recreaba en un pedazo de cartón paja y plastilina, eran paisajes surreales.