ELOGIO DE LA LAICIDAD
HACIA EL ESTADO LAICO: LA MODERNIDAD PENDIENTE
COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH María José Añón Roig
Catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia
Ana Belén Campuzano Laguillo
Catedrática de Derecho Mercantil de la Universidad CEU San Pablo
Jorge A. Cerdio Herrán Catedrático de Teoría y Filosofía de Derecho. Instituto Tecnológico Autónomo de México
José Ramón Cossío Díaz Ministro de la Suprema Corte de Justicia de México
Owen M. Fiss
Catedrático emérito de Teoría del Derecho de la Universidad de Yale (EEUU)
Luis López Guerra
Juez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid
Ángel M. López y López
Catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla
Marta Lorente Sariñena
Catedrática de Historia del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid
Javier de Lucas Martín
Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia
Víctor Moreno Catena Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Carlos III de Madrid
Francisco Muñoz Conde
Catedrático de Derecho Penal de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
Angelika Nussberger
Jueza del Tribunal Europeo de Derechos Humanos Catedrática de Derecho Internacional de la Universidad de Colonia (Alemania)
Héctor Olasolo Alonso
Catedrático de Derecho Internacional de la Universidad del Rosario (Colombia) y Presidente del Instituto Ibero-Americano de La Haya (Holanda)
Luciano Parejo Alfonso
Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III de Madrid
Tomás Sala Franco
Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Valencia
Ignacio Sancho Gargallo
Magistrado de la Sala Primera (Civil) del Tribunal Supremo de España
Tomás S. Vives Antón
Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Valencia
Ruth Zimmerling
Catedrática de Ciencia Política de la Universidad de Mainz (Alemania)
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ELOGIO DE LA LAICIDAD HACIA EL ESTADO LAICO: LA MODERNIDAD PENDIENTE
JOSÉ MANUEL RODRÍGUEZ URIBES Universidad Carlos III de Madrid
Valencia, 2017
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© José Manuel Rodríguez Uribes
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A la memoria de Gregorio Peces-Barba MartĂnez
ÍNDICE PRÓLOGO............................................................................. 11 Javier de Lucas 1. El punto de partida: contra el fanatismo....................... 23 2. Modernidad y Laicidad................................................... 39 3. La paradoja del proceso de secularización: de la moral heterónoma a la moral autónoma.................................. 81 4. De la laicidad de los antiguos a la laicidad de los modernos. Laicidad y laicismo........................................................... 95 5. Las virtudes del laico....................................................... 115 6. Estado ateo, Estado confesional, Estado aconfesional y Estado laico. Reformulación conceptual........................ 171 7. Hacia el Estado laico: algunas consideraciones particulares pensando en España............................................... 195 BIBLIOGRAFÍA CITADA...................................................... 207
PRÓLOGO Javier de Lucas Pocas cuestiones afectan tan directamente al núcleo conceptual de la democracia como la de la laicidad. Diré más: si aceptamos que el mayor desafío de las democracias en el siglo XXI es el del reconocimiento y garantía de los principios de pluralismo e inclusión, la reflexión sobre la laicidad como condición de la democracia es tarea no sólo imprescindible sino, además, urgente. Porque los desafíos que nos plantean sociedades crecientemente pluriculturales y cada vez más desiguales y excluyentes, nos obligan a pensar en la laicidad como condición sine qua non para contrarrestar el virus del fanatismo, que conduce a la exclusión del otro, a esa alternativa inaceptable de pensar al otro como esclavo o como enemigo. Ese es, a mi juicio, el acierto del punto de partida del que arranca este libro de Jose Manuel Rodríguez Uribes sobre la laicidad: el vínculo que existe entre la rebelión contra el fanatismo y el proyecto de laicidad. Y por eso también su acierto, a mi juicio, al arrancar de las dos dimensiones de laicidad que señala: la objetiva (valores y normas) y la subjetiva (que el autor vincula expresamente con lo que Bobbio denominara “virtudes del laico”). Se trata, según expresamente advierte nuestro autor, rescatando muy oportunamente una tesis del infelizmente olvidado H.Bergson, de una rebelión que nace de la toma de conciencia de ese “tejido de aberraciones” construidas por el fanatismo religioso.. Sí. No sólo por afanes académicos, sino por la más rabiosa actualidad, cualquier reflexión sobre la laicidad que se plantee hoy, no puede prescindir del conocimiento de las raíces de la resistencia al fanatismo convertido en principio político. Por supuesto que cabe remontarse
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incluso a quienes antes del constantinismo adelantaron ese crítica (de Marco Aurelio a Juliano), pero el origen está en la Modernidad. Discípulo de Gregorio Peces-Barba, el autor demuestra un excelente conocimiento de los argumentos en los que se basa la tesis de su maestro sobre el papel de la idea de tolerancia como clave del tránsito hacia los derechos humanos que surge, como muestra a lo largo de dos capítulos, con el tránsito a la Modernidad, clave, desde luego, en la lucha contra el fanatismo, en la autonomización, la desacralización, de la moral y con ella del poder político, proceso de autonomía sin el que será imposible que se asiente la idea de democracia. Por eso bien puede decirse, como muestra el profesor Rodríguez Uribes, que la cuestión de la laicidad fue el fruto del proceso de construcción de una moral autónoma y, desde ahí, estuvo en el origen del afianzamiento de la autonomía de la política, de la cosa pública, respecto a las interferencias/injerencias de instancias que no se someten a la libre discusión por parte de todos los afectados, sino que constituyen avant la lettre, ejemplos de lo que denominamos pensamiento único, incompatibles con el proyecto de construir sociedades abiertas, plurales, inclusivas, la mejor opción de la gestión democrática de la creciente multiculturalidad. Es particularmente interesante, a mi juicio, la analogía que propone nuestro autor entre la vieja distinción de Constant (libertad de los antiguos y libertad de los modernos) y las dos etapas o dos modelos del proyecto de laicidad: la «laicidad de los antiguos» y la «laicidad de los modernos», lo que le permite, en páginas brillantes y polémicas, tomar posición en la clásica polémica entre laicidad y laicismo, para acabar en una tesis típicamente bobbiana, como ya se adelantó, la de las “virtudes del laico”.
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En lo que podríamos considerar segunda parte del libro, los dos últimos capítulos, el profesor de la Carlos III enfoca su trabajo hacia un proyecto de reformulación del Estado laico, que le permite ofrecer algunas conclusiones más que pertinentes a juicio de quien suscribe, en términos de la pertinencia del debate de la laicidad hoy, en nuestro país. El autor es cuidadoso al hacer presente el condicionamiento histórico derivado del peso de la tradición católica (y sobre todo de la patología nacionalcatólica) en la historia de nuestro país, pero argumenta con datos la presencia de una línea de pensamiento y acción pública que, de haberse consolidado, habrían hecho posible una democracia laica. El discípulo del profesor Peces Barba tiene bien presente dos momentos clave, los del fracaso del proyecto ilustrado en el tránsito al XIX y, sobre todo, el de la destrucción —guerra civil mediante— del proyecto modernizador de la II República. En su balance sobre el proceso de transformación de nuestra democracia hacia una democracia laica, nuestro autor sabe ofrecer un juicio convenientemente matizado aunque quizá, en mi opinión, peque de optimista. Estoy de acuerdo con él, claro está, en que la recuperación de la democracia que empieza con la hoy tan maltratada transición, plantea de nuevo la necesidad de la recuperación de la laicidad. Pero, en mi opinión, su reconducción al tradicional debate en torno a la “cuestión de la iglesia” (católica) que con tanta acuidad se planteara en la II República, ocupó demasiado esfuerzo en el debate constituyente y en la práctica política de los 80, sin que pueda decirse, también a mi juicio que, a diferencia de lo que se ha producido en el país real, la España oficial, la institucional, haya aceptado y practicado plenamente la laicidad, sino ese sucedáneo de la aconfesionalidad. Pues bien, a propósito precisamente de la reformulación hoy del proyecto de Estado laico es donde me
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permito formular algunas consideraciones sobre la vinculación entre Estado laico y democracia liberal en el contexto de la transformación de nuestras sociedades en aquello que fuera caracterizado por Taylor (pensando más en sociedades del otro lado del Atlántico) como “sociedades de la diversidad profunda”, como consecuencia del inexorable proceso de avance de la multiculturalidad, que no del multiculturalismo. Más allá de estériles debates sobre la multiculturalidad y las más de las veces sobre el multiculturalismo, creo que no es difícil argumentar que los límites de la democracia liberal, del liberalismo político que constituye un punto de partida irrenunciable, se han hecho más patentes en un mundo que, a la vez, es una sociedad globalizada, pero en la que han emergido con fuerza los agentes y las reivindicaciones de la multiculturalidad. Y no sólo, como se pretende de modo simplista, como consecuencia del desarrollo de lo que los sociólogos llaman migraciones de asentamiento. Creo que el punto de vista, diré más, el rubrum que recorre este libro es el de alguien que cree en la imperiosa necesidad de trabajar por un espacio público laico, en el que no sólo se respeten todas las opciones de conciencia —religiosas o no— sino en el que además, ninguna tenga privilegio alguno por encima de las demás, garantizando la neutralidad del Estado ante las opciones de conciencia de su ciudadanía. Porque nuestro autor sostiene con buenos argumentos y desde un conocimiento minucioso de los fundamentos que permiten construir la laicidad como concepto histórico, que la laicidad es la condición necesaria para que, en el espacio público crecientemente multicultural puedan convivir diferentes opciones, incluso contradictorias entre si, desde el respeto y la comprensión de los derechos de los ciudadanos —que no súbditos— a adherirse a una forma u
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otra de entender la transcendencia (o a ninguna), sin por ello resultar discriminada o tener menos opciones de desarrollar las actividades relacionadas con su propia concepción de la vida que otras personas. Porque, más allá de ser condición de la libertad de conciencia —religiosa o no religiosa—, la laicidad es, para el profesor Rodríguez Uribes, garantía del ejercicio pleno de esa concreción básica de la libertad que son los derechos de los ciudadanos, de la igualdad de género a la libre opción sexual, en suma, al despliegue de todas las potencialidades de las personas para desarrollar su proyecto de vida sin dogmas, tutelas o autoridades irracionalmente impuestas. Entendida así la laicidad supone la base de la emancipación ciudadana y la garantía del respeto de todos los derechos para todas las personas en igualdad. Detengámonos por un momento en ese conflicto central en el que la ausencia del principio de laicidad es determinante: la igualdad de género. La obsesión que domina a buena parte de las religiones institucionalizadas (de las iglesias) por relegar a las mujeres a un papel “secundario” en la sociedad, la relevancia en esas religiones del sistema patriarcal y el uso de su poder político para mantener este estatus son un obstáculo muy relevante que se opone al pleno reconocimiento de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. La obsesión de esas religiones por el control de la sexualidad, la estigmatización de prácticas sexuales y la negación de la libertad de opción sexual, convierten el debate sobre la sexualidad y la libertad sexual, sobre el derecho a la libertad de opción sexual, en un elemento fundamental de la libertad de conciencia, núcleo de una ética pública sin la que no puede existir la democracia. Por eso, la conquista de los derechos sexuales y reproductivos, el reconocimiento de nuevas formas de organización familiar, etc. forman
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parte del contenido de esa ética pública que tiene como condición la laicidad y que aspira a la igualdad entre todos los ciudadanos, superadora de las desigualdades construidas de género, de la igualdad. Ahora bien, hay diferentes vías de entender y concretar el principio de la laicidad en Europa, diferentes modelos que se configuran en los diferentes países de tradiciones e historias diversas y que muestran un panorama ciertamente complejo para identificar elementos comunes y para alcanzar acuerdos sobre los avances prioritarios compartidos entre personas y organizaciones de las diferentes procedencias. Hoy cobra fuerza una versión, a mi juicio preocupante, la «laicidad positiva», que plantea una asimetría que, a mi entender, constituye un lastre en el proyecto de ética pública laica. La laicidad no puede ser una apuesta asimétrica, pues se desvirtúa entonces el principio indisociable de la igualdad que emana de la apuesta laica. Asimismo, la laicidad no se puede reducir a la separación de las iglesias y el Estado. En la reflexión de conjunto se hace necesaria una visión más vinculada a las organizaciones y activistas, más cercana a la acción social, al despliegue de autonomía de los ciudadanos. Cómo las organizaciones cívicas y sociales desarrollan en su trabajo cotidiano una aportación transcendental en la construcción de esa ética civil y, en consecuencia, en la conquista de una sociedad laica. Por otra parte, la gestión de la inmigración y la pluralidad religiosa que se acentúa con su llegada, obliga a una apuesta clara por la abolición de los privilegios a las confesiones religiosas (y, en particular, a las tradicionalmente presentadas como mayoritarias) si lo que se pretende es una apuesta por la inclusión de nuevos ciudadanos y ciudadanas en igualdad con el conjunto de la ciudadanía. La incorporación de nueva ciudadanía
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procedente de la inmigración, con otras costumbres y otras creencias, obliga a poner en cuestión algunas de las formas de organización y de las prácticas institucionales establecidas en los países receptores. Si el espacio público es el lugar de encuentro de toda la ciudadanía en igualdad, para que esa igualdad sea real, sobre la base de los derechos humanos, las prácticas religiosas y el trato a las confesiones debe pasar por la estricta neutralidad del estado. De otra manera estaríamos reclamando a la nueva ciudadanía un compromiso con la laicidad que no se practica ante las religiones mayoritarias de las sociedades de acogida. Además, esa opción de «laicidad positiva» introduce una asimetría a mi juicio incompatible con la lógica democrática de la igualdad. Porque es ajeno a la lógica democrática el supuesto en el que se asienta esta suerte de recuperación del modelo de tolerancia que, o bien es el de confesionalidad del Estado, o el de establecimiento de una situación de privilegio de una confesión respecto a las demás, que es lo que muestran por excelencia el Edicto de Constantino y, siglos después, el Edicto de Nantes. La democracia es incompatible con uno y con otro, pues ambos lo son con la exigencia de respeto del pluralismo. Por eso, parece que una democracia sólo puede se compatible con el respeto a los principios de pluralismo y laicidad, que a su vez remiten a la libertad de conciencia. Sin embargo, eso nos deja abierta la discusión sobre una tercera hipótesis a la que parecen encaminarse hoy las reivindicaciones de buena parte de las iglesias en el contexto de sociedades de diversidad profunda: la multiconfesionalidad. Dicho de otro modo, lo que reivindican cada vez más las diferentes iglesias, la iglesia católica cuando pierde su hegemonía social, es la valoración de todas las confesiones (del hecho religioso mismo) como
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un hecho positivo que debe ser apreciado en sí y que obliga a los poderes públicos a acciones de reconocimiento jurídico que se traducen en derechos y obligaciones, en sanciones positivas y en sanciones negativas para los que interfieran en él. Sirva el ejemplo del intento de recuperación de la legislación penal que establece como delito la blasfemia o la difamación de las religiones, con la consiguiente limitación de la libertad de expresión, tal y como la reivindicaron en 2006 los 57 países de la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), a partir de una propuesta del jeque Sayed al Tantawi de la Universidad de Al Azhar (El Cairo), tras la polémica provocada por las caricaturas de Mahoma publicadas en el diario danés Jyllands Posten. Pues bien, ante esa evolución, coincido con la apuesta de Jose Manuel Rodríguez Uribes por una concepción de la democracia que no puede no ser laica, que no exige multiconfesionalidad, sino reforzar la laicidad. Esta es la cuestión. Me parece que lo que se sigue del análisis que estas páginas nos ofrecen es que la democracia, ante el fenómeno de la pluralidad ideológica, de conciencia, religiosa, de visiones del mundo y universos valorativos, no puede seguir insistiendo en la vieja receta de la tolerancia, combinada con el respeto o reconocimiento de la multiconfesionalidad, tal y como viene demandando hoy la iglesia católica en nuestro país. Insisto en que el cambio de posición en las reivindicaciones de la conferencia episcopal española se debe sobre todo a la pérdida de la posición de poder propia del constantinismo político y de todas sus manifestaciones históricas, como el nacionalcatolicismo impuesto en el régimen franquista. Por eso piden hoy lo que siempre repudió mientras gozó de posición hegemónica, esto es, la equiparación de las diferentes confesiones en el reconocimiento como valor. Por eso, también, exige para sí misma, en el peor
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de los casos, un status de tolerancia que antes invocaba sólo para las demás confesiones. Pero no, la democracia, la democracia plural e inclusiva, como modelo adecuado para hacer frente hoy a las sociedades de la diversidad profunda, exige otra cosa. Esa democracia impone el reconocimiento del pluralismo, la laicidad y la libertad de conciencia como principios básicos en la gestión de esa diversidad y eso se concreta en lo que con el autor de este libro podríamos llamar una política de laicidad. El pluralismo en serio exige el reconocimiento del carácter básico e indivisible del derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión o de cualesquiera convicciones de libre elección. Y lo relevante ahora, a mi juicio, es la consideración de estricta igualdad entre las convicciones de carácter religioso y las convicciones de carácter no religioso, lo que nos impone como primera exigencia luchar contra toda forma de discriminación fundada en la religión o en las convicciones. Ese es el contexto que exige la imperiosa necesidad de trabajar por un espacio público laico, en el que no sólo se respeten todas las opciones de conciencia —religiosas o no— sino en el que, además, ninguna tenga privilegio alguno respecto a las demás, garantizando la neutralidad del Estado ante las opciones de conciencia de su ciudadanía. No ignoro que el error de cierta tradición de la laicidad, como advierte con buen juicio el profesor Rodríguez Uribes, es confundir el proceso de secularización popio de la democracia laica con la pretensión de desaparición, o, para ser más rigurosos, de absoluta irrelevancia (incluso por la vía del menosprecio) del hecho religioso en el espacio público. El autor ofrece juiciosas consideraciones sobre debates que han reverdecido por ejemplo a propósito de los cambios introducidos en esta
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etapa reciente de “democracia municipal” (tras las última elecciones municipales en España) caracterizadas por el hecho novedoso de que la gestión de una parte importante de las ciudades está en manos de coaliciones políticas en las que la izquierda tradicional (PSOE, IU) gobierna en coalición con fuerzas renovadoras (Podemos, Mareas, En común, etc) o incluso se ha visto superada por ellas y que se caracteriza por prácticas (algunos las califican de política de gestos) de reivindicación precisamente de la laicidad, frente a usos anteriores que eran incompatibles incluso con la aconfesionalidad. En ese sentido, coincido con su tesis de que debe reconocerse que el objetivo de una política de laicidad no debe confundirse con lo que podríamos llamar enfermedad o fase infantil del laicismo. Y ello pese a que creo que esa fase, caracterizada por la pretensión de ecraser l’infame, de erradicar no sólo esa ilegítima interferencia en lo que es la noción de autonomía del demos, sino su presencia social, es perfectamente comprensible como reacción frente al insoportable e indebido peso de ciertas iglesias en la vida pública, como es el caso de la Iglesia católica en España. Y si lo creo es, entre otras razones, porque, como enseñara con rigor Emile Durkheim en Las formas elementales de la vida religiosa, esa pretensión es un error desde el punto de vista de la comprensión de los procesos sociales. Así pues, me parece que puede convenirse que la laicidad como principio de gestión de la libertad de conciencia, pensamiento y religiosa en las sociedades de la diversidad profunda, está reñida con la ignorancia o, para ser más claro, con la voluntad de ignorar el carácter relevante del hecho religioso como constitutivo de nuestras sociedades. Pero, en todo caso, convengamos también en aceptar que la laicidad no puede ser una apuesta asimétrica, pues se desvirtúa entonces el princi-