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Dworkin y sus crĂ­ticos El debate sobre el imperio de la Ley

Mariano C. Melero de la Torre Editor

Valencia, 2012


Este trabajo ha recibido el apoyo del Proyecto de investigación “Cultura de la legalidad: Transparencia, Confianza, Responsabilidad (Trust-Cm)” (S2007/HUM0461), que financia el Programa de actividades I+D entre grupos de investigación de la Comunidad de Madrid en Socioeconomía, Humanidades y Derecho. Copyright ® 2012 Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito del autor y del editor. En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch publicará la pertinente corrección en la página web www.tirant.com (http://www.tirant.com). La presente edición comprende la traducción de los siguientes trabajos originales: “Political Theory and the Rule of Law”, en A. C. Hutchinson y P. Monahan (eds.), The Rule of Law: Ideal or Ideology, Carswell, Toronto, 1987, 1-16, © Judith N. Shklar. “The ‘Hart-Dworkin’ Debate: A Short Guide for the Perplexed”, en A. Ripstein (ed.), Ronald Dworkin, © Cambridge University Press, Cambridge, 2007, 22-55. “The Rule of Law as the Rule of Liberal Principle”, en A. Ripstein (ed.), Ronald Dworkin, © Cambridge University Press, Cambridge, 2007, 56-81. “Working in the Chain Gang: Interpretation in Law and Literature”, en Doing What Comes Naturally. Change, Rhetoric, and the Practice of Theory in Literary and Legal Studies, © Duke University Press, Durham, 1989, 87-102. “Did Dworkin Ever Answer the Crits?” en S. Hershovitz (ed.), Exploring Law’s Empire. The Jurisprudence of Ronald Dworkin, © Oxford University Press, Oxford, 2006, 155-181.

© Selección, traducción y estudio preliminar, MARIANO C MELERO DE LA TORRE © tirant lo blanch edita: tirant lo blanch C/ Artes Gráficas, 14 - 46010 - Valencia telfs.: 96/361 00 48 - 50 fax: 96/369 41 51 Email:tlb@tirant.com http://www.tirant.com Librería virtual: http://www.tirant.es i.s.b.n.: 978-84-9004-674-6 maqueta: pmc Media Si tiene alguna queja o sugerencia envíenos un mail a: atencioncliente@tirant.com. En caso de no ser atendida su sugerencia por favor lea en www.tirant.net/index.php/empresa/politicas-de-empresa nuestro Procedimiento de quejas.


Índice Estudio preliminar. Dworkin y el imperio de la ley....................................... A. La teoría político-jurídica................................................................. B. Elementos formales y sustantivos..................................................... C. Positivismo vs. Antipositivismo....................................................... D. El valor de la legalidad..................................................................... E. El imperio de la ley como un teatro de debate................................

11 15 28 48 59 75

1. La teoría política y el imperio de la ley...........................................................

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Judith N. Shklar

2. El debate Hart-Dworkin: Una breve guía para perplejos................................ Scott J. Shapiro

3. El imperio de la ley como el imperio de los principios liberales........................ David Dyzenhaus

4. Trabajando en cadena: La interpretación en derecho y literatura...................

143 195 235

Stanlehy Fish

5. ¿Ha respondido Dworkin a los Estudios Críticos del Derecho?........................

261

Jeremy Waldron

Referencias............................................................................................................

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Estudio preliminar



Dworkin y el imperio de la ley Este libro es una aproximación a la teoría del derecho de Ronald Dworkin a partir del debate contemporáneo en torno a la doctrina del imperio de la ley. El pensamiento jurídico dworkiniano adquiere su máxima expresión dentro de dicho debate, por cuanto que es en este contexto donde su papel resulta decisivo. No sólo ofrece una concepción sustantiva que continúa y corrige la doctrina tradicional del imperio de la ley procedente del common law, sino que, además, transforma los términos del debate mismo. Con su contribución, la discrepancia se desplaza del plano de los diferentes preceptos de la legalidad formal al ámbito de los valores políticos que dan sentido a tales requisitos formales. El propósito de este estudio preliminar es, en su primera sección, poner de manifiesto la zona de confluencia de la filosofía política y la teoría del derecho, terreno en donde tiene lugar el debate sobre el imperio de la ley. Quizá el logro más importante de la obra de Dworkin sea el de haber situado los grandes problemas de la teoría jurídica dentro del ámbito de la filosofía moral y política. Para discutir con algo de detalle este punto, nos centraremos en dos cuestiones básicas que enfrentan a positivistas y antipositivistas —a saber, la cuestión sobre la naturaleza de la teoría jurídica y el problema de la obligación política—, para luego tratar de mostrar el carácter político de la discusión entre filósofos del derecho en torno al imperio de la ley. Esta parte inicial de la introducción nos servirá para presentar el primer artículo seleccionado para este volumen: “La teoría política y el imperio de la ley”, de Judith Shklar. En la sección segunda, el estudio se ocupa de la doctrina contemporánea del imperio de la ley, tal y como ha sido formulada por los teóricos jurídicos del ámbito anglosajón desde A. V. Dicey hasta Dworkin. Dicha doctrina parte de unos presupuestos


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políticos claramente liberales, aunque esta vinculación no está siempre enunciada explícitamente. En todo caso, ése será el principal objetivo de esta sección: hacer ver que la doctrina del imperio de la ley contiene elementos formales y sustantivos esencialmente interconectados. El imperio de la ley, tal como lo vamos a entender aquí, es un marco neutral para la interacción social, donde los individuos pueden formar, perseguir y, en su caso, revisar libremente sus proyectos de vida. Por esta razón, la legalidad formal debe concebirse como un elemento inseparable de la igual ciudadanía del liberalismo político. La doctrina del imperio de la ley tiene un fuerte carácter antipositivista. Dworkin, al igual que Friedrich A. Hayek y Lon L. Fuller, incorporan el ideal del imperio de la ley dentro del concepto de derecho. Por eso, el presente estudio pretende, en su sección tercera, explicar el debate entre los positivistas y antipositivistas como una discusión en torno a dos visiones del imperio de la ley, una formal-democrática y otra sustantiva-constitucional. La tesis de la separación positivista entre el derecho y la moral —o, dicho en otros términos, entre lo que el derecho “es” y lo que “debe ser”— hace que el imperio de la ley se reduzca a unas restricciones formales desconectadas de cualquier aspiración hacia la igualdad sustantiva. La legalidad formal, en la concepción positivista, es una condición meramente instrumental, que sólo garantiza la eficacia y la eficiencia de la acción del Estado. El modelo positivista del imperio de la ley no aspira a convertir al derecho en una barrera de defensa de los derechos de los individuos frente al ejercicio del poder, sino únicamente en una eficaz herramienta al servicio de las políticas del gobierno y del legislativo. No obstante, en la actualidad existe un importante debate dentro del positivismo respecto a esta cuestión. El denominado “positivismo normativo” o “ético” afirma, en contra de la corriente analítica inaugurada por H. L. A. Hart, que el ideal del imperio de


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la ley es una parte integrante del concepto de derecho, y que, por tanto, no cabe una descripción moralmente neutral del fenómeno jurídico. Desde este punto de vista, la tesis positivista de la separación descansa en un compromiso de moralidad política. El ensayo de Shapiro que aquí se incluye, “El debate Hart/Dworkin: Una guía para perplejos”, nos servirá para adentrarnos en este complejo debate interno del positivismo jurídico, cuyo origen se debe, en gran medida, al impacto de la obra de Dworkin. En esta parte del estudio preliminar se realiza una somera presentación de este texto. A continuación, en la cuarta sección, entraremos por fin en la discusión sustantiva del imperio de la ley. Sobre los principios de la legalidad cabe preguntar: ¿son un mero instrumento de la acción política al servicio de cualquier fin, con independencia de su contenido? ¿O, por el contrario, se sustentan y están necesariamente conectados con algún valor no instrumental, con algún fin en sí mismo? En contra de lo que opina, como veremos, Judith Shklar, creo que el debate contemporáneo de filosofía jurídica sobre el imperio de la ley no se mueve en un “vacío político”. En mi opinión, este debate gira precisamente en torno a la cuestión de cuál es el principal propósito político de los principios de la legalidad. Como podremos comprobar al repasar la doctrina liberal del imperio de la ley, las concepciones formales de Dicey, Hayek y Fuller se sustentan implícitamente en un determinado valor político, lo cual provoca necesariamente una cierta ambigüedad conceptual —especialmente en su uso de los conceptos de arbitrariedad, igualdad y moralidad interna del derecho—. Dicha ambigüedad sólo desaparece en una concepción sustantiva como la de Dworkin, donde la teoría del imperio de la ley equivale a una teoría del derecho justo. En mi opinión, la acusación de Shklar acierta únicamente respecto a aquellos autores positivistas que, como Hart o Joseph Raz, insisten en el carácter meramente instrumental de la legalidad formal. En el caso de Raz, la ambigüedad pasa a ser una tensión genuina, puesto


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que finalmente no es posible disimular el sustrato sustantivo que da sentido e importancia a los requerimientos formales. En este punto, es especialmente relevante el debate entre Dworkin y Fuller. Ambos comparten el valor político de la justificación pública como el suelo sustantivo sobre el que descansa el imperio de la ley, pero mientras el primero concibe dicha justificación como algo inseparable de los derechos básicos del liberalismo democrático, el segundo se limita a invocar la virtud de la razonabilidad pública que es propia de los foros políticos y jurídicos en una democracia liberal. En la actualidad, David Dyzenhaus es uno de los más conocidos defensores del modelo de Fuller frente a Dworkin, y su artículo “El imperio de la ley como el imperio de los principios liberales”, que recoge este volumen y que presentaremos oportunamente, es buena prueba de ello. En su sección final, este estudio preliminar se cierra con una breve descripción del modelo sustantivo-constitucional de Dworkin: la “concepción-derechos” del imperio de la ley. Dicho modelo parte de una teoría general de la interpretación de las prácticas sociales (derecho como interpretación), y supone que el valor último del imperio de la ley es la integridad jurídica y política (derecho como integridad). La tesis central de mi exposición, sobre la que insistiré en el curso entero de esta introducción, es que en el modelo de Dworkin los elementos formal y sustantivo del imperio de la ley están interrelacionados y se refuerzan mutuamente. O, dicho de otro modo, la sustantividad del modelo de los derechos que defiende Dworkin exige y da sentido a unos procedimientos formales diseñados para asegurar una determinada forma de argumentación pública. Lo formal debe interpretarse a partir de lo sustantivo, y lo sustantivo, a su vez, no puede determinarse sin lo formal. Esta concepción del imperio de la ley trae consigo una concepción del derecho según la cual la práctica jurídica es una práctica “interpretativa” regida por el valor de la integridad.


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Las críticas a la teoría general del derecho de Dworkin provienen, en primer lugar, de aquellos que rechazan la forma en que concibe la acción de interpretar una práctica social (y, por consiguiente, su concepción del derecho como interpretación), y, en segundo lugar, de aquellos otros que no creen que la teoría de la integridad pueda servir para explicar y justificar la práctica judicial cotidiana (dudan que la cultura jurídica de una sociedad democrática como la norteamericana permita una interpretación con la coherencia y uniformidad que exige el imperativo de la integridad). El propio Dworkin denomina al primer tipo de críticas “escepticismo externo”, y al segundo “escepticismo interno”. Ambos se recogen en la selección de textos de este volumen: el artículo de Stanley Fish, “Trabajando en cadena: Interpretación en derecho y literatura”, desarrolla el escepticismo externo, mientras que el artículo de Jeremy Waldron, “¿Ha respondido Dworkin a los Estudios Críticos del Derecho?”, elabora el interno. Ambos ensayos tendrán en este último apartado su oportuna presentación. Antes de empezar, permítaseme un último comentario. Mi intención en este estudio no es zanjar el debate entre Dworkin y sus críticos señalando quién está en lo correcto y quién no. La tarea que me propongo es plantear un marco de referencia para entender las principales controversias que ha producido Dworkin en la teoría jurídica contemporánea. Si he logrado exponer correctamente el fondo de los debates, habré cumplido con mi cometido. Sobre la valoración de los argumentos que se plantean a continuación, la última palabra la tiene el lector.

A. La teoría jurídico-política En la introducción a Taking Rights Seriously, Dworkin describe su proyecto filosófico como la definición y defensa de “una teoría


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liberal del derecho”1. Con ello lo que pretende es formular una teoría general en la que los grandes debates de teoría jurídica se conciban y canalicen dentro de una determinada filosofía moral y política: el liberalismo igualitario. Dicho más concretamente, que la cuestión conceptual sobre la realidad jurídica (¿cómo pueden verificarse las proposiciones que dicen lo que es derecho en una comunidad política?), que plantea la teoría analítica de Hart, presupone inevitablemente una cuestión de moralidad política. Dworkin se centra en el problema de la justificación judicial no sólo para defender una determinada teoría de la adjudicación, sino también, y más fundamentalmente, para mostrar que una teoría general del derecho es incompleta e improductiva si no incluye, como piedra angular de su estructura, una teoría política normativa. La conexión entre la teoría del derecho y la teoría política tiene diferentes niveles de complejidad. En el sentido más obvio, el sistema jurídico forma parte del sistema político, por lo que la filosofía política quedaría incompleta si no se ocupara de las leyes y su cumplimiento, la constitución, el poder legislativo, los tribunales, la adjudicación, el razonamiento jurídico, el imperio de la ley, etc. Como señala Waldron, “los parlamentos y tribunales son instituciones políticas; el imperio de la ley es un ideal político; el razonamiento jurídico y la adjudicación judicial […] forman parte de la cultura política de la sociedad”2. De donde se sigue que ningún estudio completo de las instituciones políticas de una sociedad debería prescindir de sus instituciones jurídicas; que no podemos entender el poder político de una sociedad sin comprender las restricciones que las instituciones y prácticas jurídicas imponen sobre sus decisiones; y que, en general, no podemos entender la cultura política de una comunidad sin tener en cuenta su cultura 1

2

Dworkin 1977, p. vii. Waldron 2002a, p. 352.


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jurídica. En este sentido, la teoría jurídica puede considerarse como una rama o subconjunto sustancial de la teoría política. Sin embargo, esto no significa que la teoría jurídica dependa de la teoría política para existir. El derecho puede ser parte de la política, pero puede ser una parte relativamente autosuficiente. La teoría política, por lo que hemos dicho, debe prestar atención al fenómeno jurídico, pero de ahí no se sigue necesariamente que el estudio de la realidad jurídica requiera prestar atención a la filosofía política. La polémica Hart-Dworkin gira precisamente en torno a esta cuestión: ¿puede el teórico jurídico hacer su trabajo sin tener en cuenta el contexto político y social en el que se desarrollan las cuestiones que le preocupan? En términos generales, podemos decir que al menos algunas de las cuestiones básicas de la filosofía del derecho no pueden ser abordadas adecuadamente sin tener en cuenta los estudios teóricos y empíricos realizados sobre el contexto institucional y político en el que se presentan tales cuestiones. Como ha señalado Jeremy Waldron: A menos que el teórico del derecho entienda la relación entre, por un lado, las doctrinas e instituciones jurídicas y, por otro, el contexto político general, su comprensión del derecho y del funcionamiento de las doctrinas jurídicas será improductiva e insuficiente, en un sentido formalista […] El derecho es parte de un sistema político, y opera como parte de dicho sistema. No se trata, permítaseme la expresión, de enchufar una especie de componente prefabricado autosuficiente. El derecho opera de un modo que es sensible a otros aspectos del funcionamiento del sistema político3.

Lo cual no significa, en ningún caso, defender la subordinación de la teoría jurídica al dominio de la teoría política. Se trata, más bien, de reconocer la cooperación entre ambos ámbitos de estudio. Dado que los teóricos del derecho identifican a veces importantes cuestiones de filosofía política que necesitan responder, la teoría jurídica puede ayudar a ampliar o reforzar el trabajo que se realiza en el campo de la 3

Ibídem, pp. 354-7.


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teoría política. En definitiva, ciertas cuestiones políticas no recibirían la atención necesaria sin la labor de los teóricos del derecho. Dedicaré esta sección a desarrollar esta idea, mostrando el trasfondo político de la polémica entre positivistas y antipositivistas, tanto en relación con la naturaleza de la teoría jurídica, como respecto a la posible contribución de los teóricos del derecho al problema de la obligación política. Finalmente, analizaré la conexión entre moralidad política y derecho en el ideal del imperio de la ley, lo que nos servirá para presentar brevemente el primer artículo de este volumen. La tesis de la autonomía de la filosofía jurídica respecto de la controversia moral y política resume la actitud positivista de Hart o Joseph Raz. Para estos autores, la identificación de lo que es derecho en una determinada comunidad no requiere necesariamente acudir a ningún criterio de filosofía política; al contrario, para saber cuál es el derecho válido es suficiente con los criterios formales que nos ofrece el propio sistema jurídico. Frente a esta postura, Dworkin y otros antipositivistas afirman que los criterios de moralidad política forman parte sustancial de los criterios de validez jurídica. Lo interesante de esta polémica, para el propósito que aquí nos anima, es que sólo puede tener lugar dentro del ámbito de la teoría política. En efecto, la controversia entre positivistas y antipositivistas no puede resolverse sin prestar atención a las cuestiones que forman parte del dominio de la ciencia política (¿cómo se considera efectivamente el derecho?) o de la filosofía política (¿cómo debería considerarse el derecho?). El principal éxito teórico de Dworkin ha sido lograr que una buena parte de los positivistas reconozcan la verdad de esta afirmación y comiencen a defender su doctrina teórica desde claves políticas —tal y como hacen los defensores del positivismo normativo—. El positivismo de corte analítico, cuyo valedor más conocido es Hart, concibe la tarea de la teoría jurídica como una descripción moralmente neutral del fenómeno jurídico:


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Mi concepción es descriptiva en el sentido de que es moralmente neutral y no tiene un propósito justificativo: no trata de justificar o recomendar sobre una base moral o de otro tipo las formas y estructuras que aparecen en mi concepción general del derecho, aunque creo que una comprensión clara de estas cuestiones es una prolegómeno importante para cualquier crítica moral del derecho4.

Según Dworkin, en cambio, no es posible ofrecer una teoría general del derecho válido mediante una descripción neutral de la práctica legal. No existe un punto de vista arquimédico desde el que poder observar la realidad jurídica sin hacer ningún juicio de valor ni adoptar ninguna postura de moralidad política. La prueba, dice Dworkin, es que es imposible distinguir claramente entre las argumentaciones que hacen los jueces y abogados en los tribunales de justicia, y las que hacen los filósofos en sus libros acerca del modo correcto de identificar el derecho válido. En los tribunales de justicia encontramos las mismas discusiones teóricas sobre el derecho —es decir, sobre las fuentes del derecho válido— que hallamos en las teorías de los filósofos, si bien es verdad que con un grado mucho menor de abstracción. Pero, sea cual fuere el nivel de generalidad, la identificación del derecho válido exige siempre una previa interpretación del fenómeno jurídico que muestre en dónde radica su valor y cuál es el mejor modo para proteger y promover dicho valor. Por tanto, concluye Dworkin, cualquier teoría del derecho descansa en convicciones y juicios morales. Las teorías generales del derecho, al igual que las teorías de la cortesía y de la justicia, deben ser abstractas porque pretender interpretar el principal propósito y la estructura de la práctica legal, y no una parte en particular o uno de sus departamentos. Pero debido a su abstracción, dichas teorías son interpretaciones constructivas: tratan de mostrar la práctica legal en su mejor aspecto, con objeto de alcanzar el equilibrio entre la práctica legal tal y como la encuentran y la mejor justificación de dicha práctica5.

4

5

Hart 1994, p. 240. Dworkin 1986, p. 90.


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En este sentido, la polémica Hart-Dworkin recuerda a la que desde antiguo enfrenta a los positivistas con los iusnaturalistas. Para éstos últimos, el derecho está, de manera esencial, orientado hacia el bien del hombre, de modo que no hay posibilidad de separar la teoría jurídica de la teoría moral y política. La teoría de Dworkin puede considerarse, en este sentido, deudora de la tradición del derecho natural, aunque, como veremos mejor más adelante, su teoría del derecho como integridad no supone ninguna visión dogmática de la buena vida, sino que reconoce el carácter inexorablemente conflictivo de la moralidad política. Lo relevante, sin embargo, en este punto de nuestra discusión, es que la teoría dworkiniana ha servido de estímulo para que la vieja controversia sobre las relaciones entre derecho y moral pase a ser también un debate dentro del positivismo jurídico. Los autores que se suelen agrupar bajo el rótulo de “positivismo normativo” o “ético”, han dado la razón a Dworkin al reconocer que su concepto del derecho presupone una apuesta ético-política. En su opinión, no es posible defender las principales tesis de la tradición a la que pertenecen (incluida la tesis misma de la separación del derecho y la moral) sin invocar ciertos compromisos normativos6. Según los positivistas normativos, los encargados de aplicar la ley no deben hacer uso de sus puntos de vista éticos o ideológicos a la hora de identificar qué dice el derecho en cada caso. La existencia de los criterios de validez jurídica de cualquier comunidad depende de hechos sociales, no de argumentos morales. Pero esto,

6

Algunos de los más destacados representantes de esta corriente son Gerald Postema, Tom Campbell, Jeremy Waldron y Neil MacCormick. Fuera del mundo académico anglosajón, cabe señalar al profesor Francisco Laporta como uno de sus más conocidos valedores. Postema se ha encargado de reivindicar este tipo de positivismo a partir de la obra de Jeremy Bentham (véase Postema 1986); y Waldron ha hecho lo propio desde la concepción de la justicia de Thomas Hobbes (véase Waldron 1999).


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según ellos, no se deriva de una posición filosófica positivista que niegue toda conexión necesaria entre el derecho y la moral. Al contrario, desde un punto de vista filosófico, los positivistas normativos afirman que el concepto de derecho depende de los valores fundamentales que trata de garantizar el imperio de la ley. Para estos autores tales valores son los de coordinación, resolución de conflictos y estabilidad de las expectativas (predictibilidad y equidad procedimental). Es precisamente la consecución de dichos valores lo que exige que los jueces y funcionarios actúen siempre como permiten los estándares establecidos por los legisladores y el gobierno, es decir, otorgando siempre la primacía a los criterios formales de validez sobre cualquier criterio material o sustantivo. Dicho concisamente, estos positivistas defienden una tesis prescriptiva, no descriptiva, de la separación entre el derecho y la moral. Aunque reconocen que es imprescindible usar el juicio moral para saber qué es derecho en términos filosóficos, no lo es, ni debe serlo, sin embargo, para identificar cuál es el derecho válido en una determinada jurisdicción7. La conexión entre derecho y moral aparece incluso con mayor claridad cuando afrontamos el problema de la obligación política. Aunque la justificación de una obligación moral general de obediencia al derecho es una cuestión que corresponde dilucidar a la filosofía moral y política, se trata de un problema que incide decisivamente en la teoría general del derecho, y más concretamente, en el problema de la identificación y existencia 7

Es un caso análogo, si se me permite la comparación, al “liberalismo político” del último Rawls, el cual usa una justificación filosófica, esencialmente moral (invocando el ideal de ciudadano como persona moral, libre e igual, la noción de lo razonable como parte del ideal de ciudadanía democrática, etc.), y no meramente instrumental o pragmátista, para separar la política de la moral (es decir, para concebir la política como un dominio autónomo de las discusiones sobre cuestiones éticas comprehensivas). Véase Rawls 1993.


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del fenómeno jurídico. Por este motivo, la solución que ofrece el filósofo del derecho respecto a este segundo problema presupone, entre otras cosas, una respuesta concreta al primero. Al menos ésta es la tesis que defiende Dworkin frente a los positivistas, y es la que trataré de explicar en la sección tercera de esta introducción. De momento nos basta con aclarar mínimamente los términos de este debate. Según la tesis positivista de la separación, una obligación general de obediencia al derecho sólo puede establecerse dentro de la filosofía política, mediante alguna teoría sobre la legitimidad del poder. En concreto, los teóricos positivistas que tratan de justificar alguna obligación de este tipo lo hacen desde una clave democrática, es decir, mediante la adquisición voluntaria de dicha obligación por parte de los ciudadanos —ya sea mediante la aceptación de los principios que rigen el sistema jurídico, ya sea mediante la obtención de los beneficios procedentes de ese sistema—. En cualquier caso, niegan que podamos derivar ninguna obligación política a partir de la noción misma del derecho8. Dworkin, en cambio, y en general los autores que defienden una concepción “interpretativa” del derecho, piensan que desde el positivismo no es posible dotar de un fundamento sólido a la pretensión moral de obediencia al derecho. Prueba de ello es el escepticismo que, sobre este tema, ha llegado a convertirse en un lugar común tanto en la esfera de la filosofía política como en la de la filosofía del derecho9. Esta actitud escéptica puede entenderse como la consecuencia lógica de asumir la aceptación voluntaria como la única condición posible de la obligación política. El problema no es 8

9

Sirvan como ejemplos, Kelsen 2002; Sartorius 1981; Greenawalt 1987; Green 1988; Laporta 1989; Soriano 1993; y Raz 1994. En el panorama de la filosofía política contemporánea, y a modo de ejemplo, cabe citar a Pitkin 1965; McPherson 1967; Singer 1973; Beran 1987. Entre nosotros, Pelayo González-Torre 1994.


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sólo que la aceptación o consentimiento de los ciudadanos exige un grado de participación popular que difícilmente puede alcanzarse en las democracias realmente existentes. La cuestión de fondo es que la existencia de una obligación general de obediencia al derecho requiere postular una condición moral intrínseca a la realidad jurídica. Las teorías positivistas, al recurrir a una cualidad extrínseca al derecho, establecen únicamente una relación contingente entre las normas jurídicas y la obligación moral de cumplirlas. Para estas teorías, la identificación o existencia de las normas legales es independiente del problema que plantea la justificación de su pretensión de obediencia. Para Dworkin, sin embargo, esto sólo puede desembocar en teorías puramente “semánticas” del derecho. En efecto, el positivismo jurídico se esfuerza por enunciar los criterios que comparten jueces y abogados (y ciudadanos) cuando debaten sobre el derecho válido, lo cual significa, en última instancia, definir las reglas que nos permiten etiquetar legalmente los hechos, o que nos permiten distinguir las proposiciones jurídicas verdaderas de las falsas. El problema, dice Dworkin, es que tales criterios compartidos no existen. Si existieran, no habría discusiones teóricas sobre el derecho. Si en una determinada sociedad hubiese una regla de reconocimiento de sus normas jurídicas, la ley dependería únicamente de las decisiones legales pasadas; el derecho sería únicamente aquél que hubiesen decidido en el pasado las instituciones legales (legisladores, tribunales y órganos administrativos). El único desacuerdo sobre el derecho sería entonces de carácter empírico, es decir, sólo podría discutirse legítimamente cuáles fueron de hecho las decisiones de las instituciones legales en el pasado. La práctica jurídica, sin embargo, no se deja describir así. En ella aparecen continuamente “casos difíciles” donde jueces, abogados y ciudadanos están inmersos en “desacuerdos teóricos”. Estos desacuerdos no versan sobre qué leyes o precedentes judiciales regulan una cuestión en particular, sino cuál es la base que sirve


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