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Libros de texto para todas las especialidades de Derecho, Criminología, Economía y Sociología. Una colección clásica en la literatura universitaria española.

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LOS DERECHOS FUNDAMENTALES Y SUS GARANTÍAS

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DERECHOS FUNDAMENTALES Y SUS GARANTÍAS LOS

Javier Tajadura Tejada


COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH María José Añón Roig

Catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia

Ana Belén Campuzano Laguillo

Catedrática de Derecho Mercantil de la Universidad CEU San Pablo

Víctor Moreno Catena

Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Carlos III de Madrid

Francisco Muñoz Conde

Catedrático de Derecho Penal de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla

Jorge A. Cerdio Herrán

Angelika Nussberger

José Ramón Cossío Díaz

Héctor Olasolo Alonso

Catedrático de Teoría y Filosofía de Derecho. Instituto Tecnológico Autónomo de México Ministro de la Suprema Corte de Justicia de México

Owen M. Fiss

Catedrático emérito de Teoría del Derecho de la Universidad de Yale (EEUU)

Luis López Guerra

Juez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid

Ángel M. López y López

Catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla

Marta Lorente Sariñena

Catedrática de Historia del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid

Javier de Lucas Martín

Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia

Jueza del Tribunal Europeo de Derechos Humanos Catedrática de Derecho Internacional de la Universidad de Colonia (Alemania) Catedrático de Derecho Internacional de la Universidad del Rosario (Colombia) y Presidente del Instituto Ibero-Americano de La Haya (Holanda)

Luciano Parejo Alfonso

Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III de Madrid

Tomás Sala Franco

Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Valencia

José Ignacio Sancho Gargallo

Magistrado de la Sala Primera (Civil) del Tribunal Supremo de España

Tomás S. Vives Antón

Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Valencia

Ruth Zimmerling

Catedrática de Ciencia Política de la Universidad de Mainz (Alemania)

Procedimiento de selección de originales, ver página web: http://www.tirant.net/index.php/editorial/procedimiento-de-seleccion-de-originales


LOS DERECHOS FUNDAMENTALES Y SUS GARANTร AS

JAVIER TAJADURA TEJADA

Catedrรกtico (A) de Derecho Constitucional

Valencia, 2015


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© Javier Tajadura Tejada

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“Los derechos fundamentales son los representantes de un sistema de valores concreto, de un sistema cultural que resume el sentido de la vida estatal contenida en la Constitución” Rudolf Smend

“Los derechos fundamentales enunciados en el texto constitucional son el fundamento de legitimidad del Derecho positivo y la clave de bóveda de su unidad”. Francisco Rubio Llorente


Prólogo ANTONIO TORRES DEL MORAL

La ciencia del Derecho Constitucional, tan ayuna tanto tiempo entre nosotros, hubo de arrancar desde niveles muy modestos después del desentendimiento e incluso aversión del régimen de Franco Bahamonde por esta rama de la ciencia siempre sospechosa de espíritu revolucionario. Durante la larga y áspera dictadura totalitaria hubimos de surtirnos de más manuales y monografías extranjeras que españolas. Procurábamos alargar las explicaciones de Derecho Constitucional Comparado e incluso acudíamos a la argucia de explicar el constitucionalismo soviético, valga el oxímoron, para llegar finales de mayo, convocar exámenes finales y dar por concluido el curso. Todo menos asumir el riesgo de explicar las Leyes Fundamentales del franquismo y vernos afectados por sarpullidos de tedio insufrible o visitados por agentes de la Brigada Político-Social. Algo de Derecho Constitucional aprendimos durante la transición a la democracia y principalmente durante el proceso constituyente, sobre los que tantas mezquindades se escriben ahora. Es un hecho perfectamente comprobable que a los cinco o seis años de promulgada la Constitución, ya se había publicado sobre ella más que sobre todas las demás Constituciones históricas españolas juntas. Fue un jubiloso hervidero, una carrera contra el reloj para ponernos al nivel del Derecho Constitucional que se hacía y se explicaba en las universidades europeas; carrera que contó con la inapreciable colaboración de juristas foráneos, sobre todo italianos, no sólo en el análisis de la organización territorial (cuestión que siempre les interesó por motivos obvios), sino también en materia de fuentes, de derechos y de justicia constitucional. A esta explosión y continua intensificación de estudios jurídicoconstitucionales contribuyó impremeditadamente una disposición gubernamental que obligó a los profesores de Derecho Político a optar entre Derecho Constitucional y Ciencia Política como dos áreas de conocimiento diferenciadas, haciéndolo la mayoría por la primera. Fue un desgarro para más de uno y ciertamente para mí, que aún no me he desprendido, ni quiero hacerlo, de algunas de las peculiaridades de aquel viejo Derecho Político que me parecen francamente complementarias del Derecho Constitucional pese a las muchas gracietas que se han escrito sobre él buscando el fácil aplauso del publico necio, que diría Lope, y ser citados en oposiciones y tertulias. Si el Derecho Político no rindió mejores frutos no fue por tratarse de un rótulo anticientífico, sino por impedirlo un régimen político intolerante que


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obligaba a los juristas, a falta de Constitución, a permanecer en los alrededores ocupando un terreno que si no era un completo páramo, si estaba en barbecho. Pero, por otra parte, esa opción mayoritaria comportaba el compromiso profesional de reciclarnos en un Derecho Constitucional que ya se perfilaba como muy juridificado, incluso muy jurisprudencializado, y a esperar resultados. Pues bien, asumo el riesgo de afirmar que el Derecho Constitucional que se cultiva hoy en España ya puede compararse sin desdoro al que se publica y se enseña y en las universidades europeas; del mismo modo, nuestra colaboración con los colegas ultrapirenaicos ha continuado a buen ritmo, pero ahora, si se puede hablar así sin descortesía, en pie de igualdad. Lo escrito hasta aquí, que huye de lo apologético para ceñirse a la narración de un hecho cierto, no significa obviamente que la producción científica habida desde entonces sea uniforme. Hay corrientes, escuelas, grupos de investigación, grupúsculos y francotiradores. Los hay, como en todos sitios, que describen el estado de la cuestión y citan jurisprudencia actualizada, y los que, por el contrario, entran en el objeto estudiado, penetran en su tuétano, aventuran hipótesis y las siguen hasta el final. Dicho con pocas palabras: el periplo descrito fue recorrido con normalidad absoluta. En cambio, la vigencia de la Constitución, que ha sido correcta en términos generales, ha estado presidida por dos actitudes enfermizas: una primera de absoluta negativa a reformarla aunque hubiera, como había, evidencia de algunas disfunciones; y la segunda, ya en nuestros días, de signo absolutamente contrario, no habiendo escribidor de periódicos, contertulio de radio o de televisión u opinante espontáneo que no perore acerca del envejecimiento de nuestro texto fundamental y de la necesidad perentoria de reformarla a fondo. Ni siquiera faltan políticos emergentes que exigen no ya introducir cambios en la Constitución, sino cambiar de Constitución, queriendo lanzar la vigente, incluso con acritud, al museo de antigüedades. En esto hemos pasado del rosa al amarillo, del entusiasmo de los años iniciales al desencanto propiciado por la brutal crisis económica y una corrupción que ha alcanzado ominosos niveles delictivos. Este ambiente ha generado un pesimismo en la ciudadanía con visos de permanencia y ha propiciado la emergencia de grupos que pretenden —legítimamente, desde luego— capitalizar el ancho y profundo malestar que ha prendido muy especialmente en los sectores más jóvenes de la sociedad, precisamente los más castigados por la crisis. Pero no otra cosa, aun con diferencias, ocurre en otros países europeos. Como se ha dicho con razón, no estamos ante una época de cambios, sino ante un cambio de época. Con la alarma añadida de que ni somos capaces de avistar su desembocadura ni esta hazaña puede cumplirse en solitario, aunque, eso sí, con la esperanza de que a la salida del túnel siga habiendo democracia y constitucionalismo.


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En medio de tan inquietante ambiente, el autor de este libro, eminente catedrático de Derecho Constitucional, excelente jurista, autor de una voluminosa obra científica, docente vocacional, juez ocasional, estudioso permanente, fino analista jurídico y político, entusiasta comunicador en los medios más prestigiosos, discípulo de quien esto escribe, español y navarro, ha escrito un —llamémosle— compendio del régimen constitucional de los derechos. Expone en él con economía expresiva y tersura literaria el porqué, el cómo y el cuándo de los principales y pertinentes bloques normativos del español Derecho de los derechos. Siendo, como es, optimista y de indesmayable presencia de ánimo, se encuentra en la mejor posición para transmitir, junto a conocimientos apropiados, pertinentes, depurados y precisos sobre la materia, un talante sereno, abierto, desprejuiciado y ecuánime proyectado en una disciplina nuclear en los estudios jurídicos, como es la de los derechos y sus garantías. Ahora bien, si nos paramos a distinguir las voces de los ecos, como nos recomendaba Machado, entonces veremos con cierta nitidez que la demanda de reforma afecta a casi todos los títulos de nuestro texto fundamental, pero que el título primero recibe un trato diferente: se reclaman más derechos o un ensanchamiento de los existentes, como no podía ser de otro modo. Pero, en realidad, eso no se ha dejado de hacer desde primera hora. Los derechos llamados civiles no sólo no presentan un balance negativo, sino que han experimentado un cierto crecimiento en número, complejidad y garantías. Las libertades públicas tampoco están en retroceso; y si hay interpretaciones encontradas respecto de alguna de ellas, como la de manifestación, lo son en el sentido de engrosar su contenido. Acaso el fenómeno más llamativo de la Constitución española vigente en materia de derechos sea su muy alto garantismo. No debemos confundir los derechos con sus garantías, pero es verdad que sin éstas no existen aquéllos. Un derecho sin garantías es un enunciado jurídico vacío, expresión no de un límite del poder en el ámbito de ese derecho, sino de una concesión graciable que hace un poder dictatorial sin correr riesgo alguno en ser condescendiente con un pueblo, al cual en el fondo desprecia, porque puede suprimir la garantía y el derecho al menor atisbo de contestación a su política. Es decir: pese a que en la situación descrita se pueda vivir en una aparente normalidad en el ejercicio de ciertos derechos, el mero hecho de que sean revocables a voluntad del poder de modo incontestable y en cualquier momento establece infinitas distancias entre el ejercicio garantizado de los derechos subjetivos y esa otra situación precaria. Pues una cosa es un Estado de Derecho y otra un régimen de tolerancia controlada. Permítanme un clarificador ejercicio de memoria. Eran tiempos difíciles cuando, tras hacer mi tesis doctoral, procuraba yo no desentonar como profesor universitario. La dictadura franquista y la crisis económica (también la hubo entonces, la de 1973, que extendió sus efectos en nuestro país por más de una década) no propiciaban tanto el desaliento cuanto la esperanza de que estábamos viviendo


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los últimos años de aquel régimen. Como decía con hiperbólica y sarcástica ironía un grafiti de la época, “contra Franco vivíamos mejor”; no era verdad, pero la pintada quería sugerir que, pese a la represión, cundía un optimismo de final de época y comienzo de otra que no podía no ser democrática. En este ambiente, la Universidad era una algarada continua de carteles, reuniones y asambleas informativas (!), en las que se hacía un uso de la palabra no siempre moderado y frecuentemente arriesgado. Siempre me extrañó la prontitud con que la Policía se presentaba en la Facultad de Derecho nada más iniciarse una cierta agitación. Parecía una señal de gran eficacia, mal que nos pesara, acaso la única eficacia de un régimen decrépito que estaba en almoneda, pero que aún daba sacudidas peligrosas, incluso sangrientas. Pronto encontré la respuesta. Quien tenga curiosidad, siga las siguientes instrucciones: Busque una guía telefónica de Madrid de los años 1970 a 1975 (permítanme que mi memoria no sea en esto más precisa; pero es casi igual, porque lo que narro a continuación perduró varios años). Ábranla por “Universidad Complutense”. Dentro de ella busquen “Facultad de Ciencias”. Lean ahora los números telefónicos de los diversos órganos y servicios internos: Decanato, Secretaría... ¡Policía! La Brigada Político-Social, la más peligrosa y especializada en la represión política, universitaria, sindical, etc., en la que estaba destinado un protagonista famoso por su crueldad y por su apodo tomado del lejano Oeste, tenía un cuartelillo en la propia Facultad de Ciencias. Con el beneplácito, eso sí, del Rector (de nombramiento gubernamental y procurador en Cortes nato) y del Decano. Por eso se presentaba la Policía tan pronto en la revoltosa Facultad de Derecho: estaba a dos pasos y dentro de la propia Universidad, con una presencia oprobiosa. ¿Sucede eso en el actual régimen constitucional? Antes al contrario, la Constitución, en su artículo 27.10, consagra la autonomía universitaria, el Tribunal Constitucional la ha elevado a la categoría de derecho fundamental, la Policía se encuentra a varios kilómetros y los rectores y decanos son elegidos por la comunidad universitaria respectiva. Ésa es la diferencia, ésa es la diferencia. Brindo el anterior relato para futuras hagiografías auspiciadas de nuevo por la Real Academia de la Historia y para que el lector de este libro sonría un poco cuando oiga lo que suelen decir políticos desmemoriados y advenedizos. *** El presente libro —ya era hora de que me ocupara de él— contiene la mejor doctrina académica acerca de los derechos, así como la doctrina jurisprudencial más relevante. De la mano de una y de otra puede el lector —estudiante o estudioso— profundizar en el conocimiento del bien jurídico protegido en cada derecho, de su titular o titulares, de sus relaciones con otros derechos y bienes constitucionalmente relevantes y, en una palabra, de la ciencia jurídico-constitucional consolidada al respecto. Tiene asegurada, por tanto, una lectura amena, útil y leal con


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nuestro texto jurídico fundamental. Y, si es alumno universitario, se beneficiará aún más con su estudio porque podrá insertar en su bagaje intelectual las abscisas y coordenadas necesarias y suficientes para tener bien ubicado cada derecho y cada libertad, así como sus respectivas garantías, y entender mejor todo el sistema constitucional español porque todo él está iluminado por el régimen jurídico de los derechos. Pero ahora, fiel a mis vicios y abusando una vez más de la hospitalidad del autor, al que agradezco el cobijo que me da en su libro, quiero reflexionar, con la lógica brevedad de la circunstancia, sobre un asunto al que doy vueltas desde hace tiempo y acerca del cual incluso he escrito alguna página: el fundamento último de los derechos (en el sentido de radical y hondo, el que agota la búsqueda; también podríamos llamarlo primer fundamento por ser el que da sentido a los demás). Javier Tajadura se alinea con la doctrina que goza de una mayor aceptación, tanto académica como jurisprudencial y que identifica dicho fundamento con la dignidad humana. Hace bien porque eso es lo prudente. Y no seré yo quien ponga en duda la importancia de la dignidad en este terreno y en otros. Cosa distinta es que el constituyente haya estado acertado en el tratamiento dado a los valores y fundamentos en nuestra norma suprema. Hagamos un ejercicio de sana impertinencia. a) La dignidad aparece en el artículo 10.1 como fundamento del orden político (también de la paz social, pero dejemos este concepto a un lado porque nos desviaría un tanto) y no en el artículo 1.1 como valor superior del ordenamiento jurídico. En cambio nombra como valores superiores la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político. b) Fácilmente se colige que la dignidad tiene una naturaleza y contenido axiológicos superiores al pluralismo político, cuya consideración como valor necesita de un razonamiento que, por lo demás, no suele hacerse. c) El pluralismo político es tomado como valor jurídico y superior mientras que, conforme al artículo 10.1, el respeto a la ley y a los derechos, conceptos jurídicos donde los haya, aparecen, junto con la dignidad, como fundamento del orden político. Sorprende ciertamente el baile de los adjetivos político y jurídico visible en estos preceptos. d) No obstante, cabe dar cabida al pluralismo político entre los valores si lo entendemos no como mera pluralidad de hecho, que existe en todo colectivo, sino como actitud de defensa y fomento de esa pluralidad. Sólo entones estaremos ante la única posible concepción axiológica de este término. La doctrina debería tomar nota. e) Un tratamiento más correcto de dichos conceptos habría sido el unir lo jurídico con lo jurídico y lo político con lo político. O bien llevar todos —valores y fundamentos— a un solo precepto y hacer después las remisiones pertinentes.


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Si aceptamos que es así como debemos tomar este desbarajuste, tendríamos entonces la dignidad inserta en el artículo 1.1. como valor superior del ordenamiento jurídico, lo que sería una ubicación obviamente más correcta que la que finalmente ha quedado en el texto constitucional. Vale igualmente la suposición de llevar la libertad, la igualdad y la justicia al artículo 10.1, precepto inicial del título relativo a los derechos, como informadores de éstos y de sus garantías, lo que también es más correcto que lo que encontramos en el texto fundamental. ¿O es que la libertad, la igualdad y la justicia tienen que ver con el Ordenamiento jurídico pero no con los derechos de los demás ni con el orden político?; ¿o es que el pluralismo político, cuya expresión más evidente e inmediata, según la propia Constitución, son los partidos políticos, no tiene nada que ver con el orden político, sino sólo con el Ordenamiento jurídico? Si hacemos la operación anterior, tendríamos un elenco de valores mucho más amplio (libertad, igualdad, justicia, dignidad; también, por qué no, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás y el pluralismo, todo pluralismo, no sólo el político) y todos ellos serían tenidos como superiores del Ordenamiento jurídico y del orden político, además de como fundamentos de los derechos. Pero si, hecho lo anterior, seguimos teniendo el prurito de buscar y profesar los conceptos en toda su profundidad y radicalidad, aún quedaría por dilucidar cuál de entre todos ellos sería el fundamento neto, originario y radical de los derechos. Según queda dicho, la doctrina abrumadoramente mayoritaria señala la dignidad de la persona. Pero, como yo vivo siempre a la intemperie, tengo un reparo teórico, sólo teórico, en aceptar dicho dictamen: no sé a ciencia cierta qué es la dignidad. Entiéndaseme bien: Agustín de Hipona decía muy elocuentemente que hay cosas que, mientras no le preguntaran qué son, creía saberlas suficientemente, pero que, si se lo preguntaban, comenzaba a dudar y no era capaz de definirlas a satisfacción. Eso mismo me pasa con la dignidad: imagino, intuyo qué es, pero no poseo un concepto cartesianamente claro y distinto de ella. El empleo del término “dignidad” o alguno de sus derivados en expresiones tales como “dignidades eclesiásticas” (o del Estado), comportarse con dignidad o indignamente, desheredación por indignidad (¿acaso el Ordenamiento jurídico puede tratar a una persona como indigna?), etcétera, me descoloca; luego pienso que en la liturgia católica se reza con recogimiento “no soy digno...”, siendo así que los historiadores del pensamiento coinciden en que fue el mensaje evangélico el que introdujo el concepto de dignidad en el mundo de las ideas. Tampoco por aquí encuentro la salida del laberinto. ¿Se tiene dignidad o se es digno?; dicho de otro modo: la dignidad es algo que se tiene o algo que se es? Acudo entonces a la última edición del Diccionario de la Lengua Española y, entre las muchas acepciones que recoge, podemos leer:


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excelencia, realce; gravedad y decoro de las personas en su modo de comportarse. Pero también las cosas pueden ser dignas, como, según la misma magna obra, se denomina dignidad al “cargo o empleo honorífico y de autoridad” y a la “prebenda del arzobispo u obispo”. En fin, todos procuramos, cuando hacemos un regalo, que sea digno. Toda esta riqueza semántica me sume en la perplejidad, pues, por lo menos, evidencia que estamos ante un término polisémico. ¿Tienen algo que ver entre sí esos empleos o acepciones? Se me reconocerá que el asunto merece alguna reflexión antes de arriesgarnos a identificar como verdadera una sola de esas acepciones como el germen del que brotan las demás. Pero la conclusión de seguir reflexionando sobre ello no me consuela. Bien sé yo de mis limitaciones, lo que hace que esta tarea, aunque sea muy digna, se me presente como larga y desesperanzada. Asumido, pues, de modo realista y por anticipado, mi naufragio en tamaño quehacer, no pierdo, sin embargo, la esperanza de que algún día un sabio me proporcione ese conocimiento. Y sé que nadie puede hacerlo mejor que el propio autor de este libro. Sirvan estas palabras como invitación al intento; merece la pena. Feliz lectura. Antonio Torres del Moral Madrid, mayo de 2015


Capítulo I

El estatuto jurídico de los derechos fundamentales

1. INTRODUCCIÓN Desde el surgimiento del Estado Constitucional a finales del siglo XVIII como consecuencia del triunfo de las revoluciones liberal-burguesas, los derechos fundamentales se configuran como una de sus señas de identidad. El concepto mismo de Constitución, tal y como se desprende del artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea Nacional francesa en agosto de 1789, incluye como uno de sus dos elementos básicos, junto a la división de poderes, la garantía de los derechos: “una sociedad donde la separación de poderes no está establecida y los derechos no están garantizados no tiene Constitución”. Si no existe reconocimiento y garantía de los derechos, no cabe hablar de Constitución. Este concepto material de Constitución permite diferenciar en su seno a la denominada parte orgánica (separación de poderes) de la parte dogmática (garantía de los derechos). La distinción es útil a efectos didácticos, pero no se puede olvidar que ambas dimensiones, la orgánica y la dogmática, son expresión de una misma realidad: la garantía jurídica de la libertad. La libertad —como advirtiera Heller— sólo puede ser libertad organizada. La separación de poderes es un medio o instrumento al servicio de un fin, la libertad, y esta se traduce jurídicamente en los derechos fundamentales. La historia había confirmado que la concentración de todos los poderes en una sola persona o institución era incompatible con la libertad. De ahí la exigencia de organizar el Estado conforme al principio de división de poderes. Principio que no puede desligarse de la función que cumple al servicio de la libertad y de los derechos. Ello explica que, históricamente, la aprobación de las declaraciones de derechos precedió —tanto en el contexto revolucionario francés como en el americano— a la de las Constituciones mismas. Resulta incuestionable el hecho de que la primera preocupación de los revolucionarios liberal-burgueses, tanto en Francia como en América, fue la de proceder al reconocimiento de la existencia de una esfera de libertad individual absoluta. Esa preocupación se tradujo en el plano normativo en las Declaraciones de Derechos. Será en un momento posterior cuando se proceda a aprobar la Constitución y esto último se hará siempre, precisamente, para garantizar aquellos derechos mediante la separación de poderes. En cualquier caso, lo que importa subrayar es que las Declaraciones de Derechos se configuran como un presupuesto inexcusable para la existencia misma del Estado Constitucional y que lo distinguen del Estado absoluto. Frente a las concepciones


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absolutistas según las cuales los privilegios son concesiones graciosas de los monarcas a las clases sociales más poderosas, se impone la tesis, tributaria de las doctrinas iusnaturalistas, de que todo hombre por el hecho de serlo es titular de unos derechos preexistentes al Estado y que, por tanto, deben ser por él respetados. Una vez que, mediante la Declaración de Derechos, se ha establecido la esfera de libertad individual, de lo que se trata es de hacerla efectiva. En ello consiste el acto constitucional, en aprobar un Texto constitucional que, organizando el Estado conforme al principio de división de poderes, asegure al ciudadano el respeto a su ámbito de libertad personal. Evidente resulta que este acto constitucional, concebido como supremo sistema de garantía de la libertad individual ,requiere, por ineludible exigencia del racionalismo jurídico, su plasmación en un documento escrito, formal y solemne, aprobado por el Pueblo, titular del Poder Constituyente. Fue así como surgieron las primeras Constituciones en el sentido contemporáneo del término. Desde entonces y hasta hoy, los derechos fundamentales se configuran como el núcleo esencial de todo Estado constitucional. Es cierto que, técnicamente, existen diferencias en cuanto a la forma en que los distintos ordenamientos constitucionales incorporan los derechos fundamentales. En el Reino Unido, se recogen como garantías no escritas, de acuerdo con el carácter consuetudinario de su Derecho; en Francia, por su parte, la recepción se efectúa mediante una remisión a otros textos normativos (Declaración de 1789 y Preámbulo de la constitución de 1946). En otros muchos ordenamientos, es la propia Constitución la que recoge una tabla detallada y exhaustiva de derechos. Pero sea cual sea la fórmula para su recepción en el ordenamiento, como advierte Torres del Moral: “Los derechos y libertades son la esencia del Estado democrático y éste la garantía de aquellas: no hay derechos sin Estado democrático de Derecho, ni viceversa”. Desde esta óptica, los derechos cumplen con las dos funciones propias de todo Texto Constitucional: por un lado, fundamentar y legitimar el poder del Estado; y, por otro, limitarlo. Los derechos, como veremos en este capítulo, legitiman el poder del Estado y al mismo tiempo lo limitan. En el proceso constituyente, en nuestro país, se discutió también sobre la conveniencia de recoger en la Constitución una tabla de derechos, como finalmente se hizo, siguiendo la estela iniciada por Alemania, y continuada por otros muchos, el último de los cuales fue el constituyente portugués de 1975-76. Frente a esta postura, defendida por el PSOE y por AP, la UCD propuso realizar una remisión a los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, especialmente al Convenio Europeo de Derechos humanos de 1950 (CEDH). Esta fórmula ofrecía la ventaja de una mayor rapidez en tanto que hubiera evitado las discusiones sobre los temas controvertidos, y por otro lado —se decía— aportaba una mayor seguridad jurídica en tanto en cuanto existía ya una jurisprudencia abundante que había


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perfilado con bastante nitidez el contenido y alcance de la mayor parte de los derechos. Esa remisión se realizó, como veremos después, pero el constituyente optó por recoger también, de forma expresa y detallada, una tabla de derechos que terminó siendo “densa, retórica, reiterativa y a veces minuciosa y reglamentista, debido a que se fue adoptando una actitud garantista contrapuesta al régimen político precedente” (Torres del Moral). El régimen franquista operó, una vez más, como el contramodelo. Y la Constitución portuguesa —que había sido la última Constitución democrática aprobada en Europa— se tomó como ejemplo, lo que explica el muy elevado número de derechos incluidos en el Título Primero. La Constitución de 1978 es la primera en nuestra historia que recoge la expresión “Derechos Fundamentales”. Con esta fórmula, el Constituyente reconoció la existencia de unos derechos inherentes a todas las personas, y cuyo fundamento radica en la dignidad humana. El artículo 10 de la Constitución les atribuye la condición de “fundamento del orden político y de la paz social”: “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás, son el fundamento del orden político y de la paz social”. Ahora bien, pese al lugar central que ocupan en la Constitución, no resulta fácil determinar del amplio elenco de derechos reconocidos en el Texto Constitucional, principalmente en el Título I, pero no sólo en él, cuáles revisten el carácter de fundamentales. Y tampoco, cuáles son las consecuencias que se derivan de esa “fundamentalidad”. La doctrina ha criticado por ello la redacción del Título I, por su falta de sistemática, por la utilización de términos heterogéneos, por la clasificación de los mismos, y por el carácter aparentemente cerrado de la tabla de derechos. En las páginas que siguen examinaremos los problemas planteados, aunque cabe ya anticipar que la recepción del Derecho Internacional prevista en el artículo 96 (“Los tratados internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España, formarán parte del ordenamiento interno. Sus disposiciones sólo podrán ser derogadas, modificadas o suspendidas en la forma prevista en los propios tratados o de acuerdo con las normas generales del Derecho internacional”) y la remisión interpretativa que el artículo 10.2 hace a los Tratados sobre Derechos Humanos, corrigen cualquier posible efecto contraproducente que pudiera derivarse del establecimiento de una tabla cerrada de derechos.

2. EL FUNDAMENTO DE LOS DERECHOS El iusnaturalismo, a partir de una determinada concepción filosófica, ideológica o religiosa del ser humano, sostiene que existen unos derechos que toda per-


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sona tiene como tal persona y derivados de su dignidad. Estos derechos se conciben como inherentes a la persona, anteriores al Estado, inalienables e inviolables, imprescriptibles, irrenunciables e intransmisibles. En este sentido, las doctrinas iusnaturalistas están en la base del surgimiento de las revoluciones liberales de fines del XVIII, y al rechazar la identificación entre ley y Derecho, permiten apelar a los derechos como unas normas suprapositivas, que se imponen al legislador. Ahora bien, la fundamentación iusnaturalista de los derechos es insuficiente puesto que no nos permite distinguir un derecho humano de un derecho fundamental. El fundamento exclusivamente iusnaturalista al prescindir de la positivación de los derechos, esto es, de su inserción en un sistema jurídico dado, resulta insuficiente para garantizar su eficaz protección. Únicamente puede servir para denunciar situaciones de injusticia y para reclamar la vigencia de los derechos allí donde no rigen. Por otro lado, una fundamentación exclusivamente iusnaturalista de los derechos puede comprometer el principio democrático, al pretender imponer al legislador una determinada concepción del hombre y de la sociedad, con independencia de las decisiones constitucionales básicas adoptadas por el constituyente. De otro lado y como con meridiana claridad ha subrayado Bobbio, el iusnaturalismo desconoce la historicidad de los derechos. Está históricamente comprobado que el número y el contenido de los derechos fundamentales ha evolucionado y se ha modificado con el paso del tiempo. “El hombre —escribe Torres del Moral— se hace en la Historia; es naturaleza y circunstancia; y la circunstancia es histórica; el mismo concepto de Humanidad está preñado de sentido histórico. No es de extrañar que ese hombre concreto (…) reivindique más derechos y diferentes de los de otras épocas y culturas: a poco sensibles que seamos ante la evolución de los derechos, habremos de aceptar su historicidad”. Pero, con todo, la mayor debilidad del iusnaturalismo es la inexistencia de una instancia a la que podamos apelar para decidir y definir cuáles son los derechos humanos. Frente a la fundamentación iusnaturalista de los derechos, el positivismo entiende que son derechos fundamentales aquellos que el poder determina como tales. Sólo cabe hablar de derechos humanos o fundamentales en la medida en que exista un ordenamiento jurídico que los reconozca. El derecho no deriva ya de la persona humana, sino de la voluntad del Estado. La gran ventaja del positivismo, en cuanto establece un criterio claro y preciso de determinación de cuales sean los derechos fundamentales, no puede hacernos olvidar el riesgo que implica una fundamentación exclusivamente positivista de los derechos: el poder podría destruirlos. La absoluta identificación entre ley y Derecho que llevó a Kelsen a rechazar la distinción entre legalidad y legitimidad, supone admitir que el poder


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podría destruir los derechos y no cabría apelar a principios suprapositivos de legitimidad. En este contexto, y para poder afrontar con rigor y con sentido la cuestión relativa al fundamento de los derechos es preciso diferenciar —como propone Pérez Luño— entre derechos humanos y derechos fundamentales. Aunque en el lenguaje común se trate de sintagmas que se utilizan indistintamente, desde una perspectiva jurídico-constitucional, es preciso diferenciarlos. La distinción no se basa en su diferente objeto o contenido puesto que en ambos casos es el mismo, sino en la perspectiva desde la que se examinen. Hablamos de derechos humanos cuando los contemplamos desde una óptica filosófica, y de derechos fundamentales cuando los analizamos desde un punto de vista estrictamente jurídico. En este sentido, Pérez Luño ha definido a los derechos fundamentales como “aquellos derechos humanos garantizados por el ordenamiento jurídico positivo, en la mayor parte de los casos en su normativa constitucional, y que suelen gozar de una tutela reforzada”. Y así, efectivamente, la inclusión de un derecho humano en una Constitución normativa es el criterio identificador de un derecho fundamental. Por ello, los derechos fundamentales deben ser estudiados siempre en el contexto de un ordenamiento constitucional dado, en nuestro caso el fundamentado en y por la Constitución de 1978. Los derechos fundamentales son los derechos humanos constitucionalizados. Esto permite superar el eterno debate en torno a la fundamentación iusnaturalista o positivista de los mismos. Cuando decimos que en un país se violan unos derechos humanos que no están recogidos en su Ordenamiento, estamos empleando el término derechos en un sentido amplio e impreciso. Como subraya Torres del Moral, lo que queremos realmente decir es que en dicho Estado se desconocen y se vulneran unas exigencias humanas que en el contexto internacional (Constituciones democráticas, Tratados Internacionales de Derechos Humanos) tienen la consideración y el tratamiento de derechos. Así lo explica también Bobbio: es diferente el fundamento de un derecho que se tiene y el de un derecho que se querría tener. El primero se encuentra en el Ordenamiento jurídico positivo, mientras que lo único que se puede hacer con el segundo es buscar las razones de su justificación y tratar de convencer con ellas al legislador. El concepto de derechos humanos es un concepto histórico que surgió en Europa, se expandió por el mundo y ha evolucionado con el paso del tiempo: desde los primeros textos (la Declaración del Buen Pueblo de Virginia de 1776, las diez primeras enmiendas de la Constitución federal norteamericana de 1787, la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789), pasando por la Constitución de la República Francesa de 1848 y la Constitución de Weimar de 1919, hasta llegar a las tablas contenidas en las Constituciones de la postguerra, de las que la portuguesa y la española son las más amplias.


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Ahora bien, el examen de las Declaraciones de Derechos incluidas en las constituciones de la segunda postguerra mundial, —a las que hay que añadir el Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales de 1950, y más recientemente la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea—, nos muestra que, a pesar del relativismo inherente a su propia historicidad, en el siglo XXI, el concepto de derechos humanos ha alcanzado un cierto grado de objetividad, siendo estable en su núcleo. No cabe sostener que su existencia dependa del poder político. Antes al contrario, su propia fundamentación histórica les confiere una autonomía frente al poder. En los Estados Constitucionales estos derechos humanos son derechos fundamentales. En otros, los derechos humanos sirven para denunciar las carencias de un ordenamiento jurídico, y en definitiva, su injusticia. Por ello, los derechos humanos pertenecen hoy al acervo cultural de la humanidad y su existencia es autónoma de cualquier voluntad política. Un estudio comparado de las distintas Constituciones nos confirma que, aunque no exista un concepto universalmente válido de derecho fundamental, sí que es posible hablar de una “cultura de los derechos fundamentales “ (Haberle). “Los inviolables e inalienables derechos humanos —advierte Benda— no han sido creados por la Ley Fundamental de Bonn, sino que ésta los contempla como parte integrante de un ordenamiento jurídico preexistente y suprapositivo (…) Se trata de proteger la dignidad como derecho originario de todo ser humano”. Los derechos fundamentales tienen, por tanto, un fundamento suprapositivo, —los derechos humanos como traducción de un sistema de valores ampliamente compartido— pero sólo despliegan sus efectos en el plano jurídico (no en el político o ético) al adquirir naturaleza de derechos públicos subjetivos, y ello sólo ocurre, a través de su positivización. Por ello, los derechos fundamentales son una categoría que sólo puede comprenderse y tener sentido en el marco de una Constitución normativa —en el sentido de García Pelayo—. En ellas, los derechos fundamentales vinculan a todos los poderes públicos: son indisponibles tanto para el legislador como para el poder de reforma, tienen eficacia directa, y son exigibles ante los Tribunales. Al mismo tiempo se configuran como elementos objetivos y esenciales del ordenamiento jurídico y factores de integración social. Los derechos humanos —a diferencia de los anteriores— son importantes desde un punto de vista político y ético, pero no son derechos protegidos por un ordenamiento jurídico. Con estas premisas, la Constitución española —en el artículo 10. 1, frontispicio del Título I— asume una fundamentación iusnaturalista de los derechos, pues habla de derechos inherentes de la persona y de la dignidad de esta. El constituyente apela así a unos principios suprapositivos, pero al mismo tiempo los positiviza. El precepto recuerda al artículo 1 de la Ley Fundamental de Bonn que


Los derechos fundamentales y sus garantías

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se inicia con una declaración de la intangibilidad de la dignidad humana. Por ello podemos decir que, en España, la doble fundamentación de los derechos se traduce en la existencia de una doble fuente de los mismos: la Constitución, fuente formal de derecho positivo; y la dignidad humana, fuente material suprapositiva pero, a su vez, constitucionalizada. La Constitución no puede fundamentarse en sí misma, ni tampoco en una mera norma hipotética (Kelsen), ni puede tampoco configurarse como el resultado de una decisión política absolutamente libre del poder constituyente (Schmit). La Constitución es la traducción jurídica y la expresión política de un orden material de valores que la precede y está presente en el cuerpo social. Los derechos fundamentales son los elementos esenciales de ese orden. Sin derechos fundamentales no hay y no puede haber Constitución democrática. Esta es también la visión de nuestro Tribunal Constitucional: “Los derechos fundamentales responden a un sistema de valores y principios de alcance universal que subyacen a la Declaración Universal y a los convenios internacionales sobre derechos humanos, ratificados por España, y que, asumidos como decisión constitucional básica, han de informar todo nuestro ordenamiento jurídico” (STC 21/1981). Con estas premisas, en este primer capítulo vamos a examinar cuál es el estatuto jurídico de los derechos constitucionales y fundamentales, analizando, sucesivamente, la fuente de los mismos (3), el concepto de derecho fundamental (4), su naturaleza (5), la clasificación de los mismos (6), las cuestiones relativas a su titularidad (7), a su eficacia (8), a su interpretación (9), y a sus límites (10). Y todo ello, desde el punto de vista de un ordenamiento concreto, el del Estado social y democrático de Derecho instaurado por la Constitución de 1978.

3. LA FUENTE DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES 3.1. Fuente formal: la “reserva de Constitución” Las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del derecho (artículo 1.1 Código Civil), y de ninguna de ellas pueden surgir los derechos fundamentales. La ley no puede ser la fuente de los derechos fundamentales porque el criterio distintivo de estos es, precisamente, el de ser derechos que vinculan al legislador y que se hallan, por tanto, fuera de su ámbito de disponibilidad. Por otro lado, tampoco pueden los derechos fundamentales nacer de la costumbre ni de los principios generales, puesto que estos solo son aplicables en defecto de ley y por tanto nunca contra ella.


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La única fuente posible de la que pueden nacer los derechos fundamentales es la Constitución. Así ocurre con la española de 1978 que, a diferencia de las del siglo XIX, no se limita a establecer el sistema de fuentes o modos de creación del derecho, sino que crea directamente derechos, es decir, contiene normas materiales que atribuyen directamente derechos a los ciudadanos, y les imponen deberes. El legislador de los derechos fundamentales es, por tanto, el legislador constituyente. En materia de derechos fundamentales existe una “reserva de Constitución”. En el caso de un Estado descentralizado como es España, la reserva de Constitución implica que “los derechos fundamentales quedan a salvo de la descentralización territorial del poder, configurando un status nacional uniforme” (Cruz Villalón). Ahora bien, a pesar de la existencia de esta reserva de Constitución, todos los Estatutos de Autonomía (en su primera redacción) incluyeron un precepto en el que indicaban que los derechos y deberes de los habitantes de la respectiva Comunidad son los establecidos en la Constitución. Se trata de preceptos que, como advierte Rubio Llorente, son “no solo redundantes, sino jurídicamente absurdos, pues es claro que los Estatutos no pueden crear derechos fundamentales en beneficio de los habitantes de la Comunidad, ni privarlos de los que la Constitución les atribuye. Por su contenido, los Estatutos forman parte de la Constitución material y ocupan, formalmente, un lugar intermedio entre la Constitución y las leyes pero no son normas constitucionales de ámbito territorial limitado ni pueden desempeñar en consecuencia, la función específicamente constitucional de garantizar derechos frente al legislador”. El proceso de reforma de numerosos Estatutos de Autonomía llevado a cabo durante la VIII legislatura no sólo no fue aprovechado para corregir este error, sino que fue utilizado para agravarlo. Los textos resultantes de esas reformas contienen una proclamación de derechos mucho más extensa y detallada. Los Estatutos de Cataluña o Andalucía son paradigmáticos. Se trata de declaraciones que carecen por completo de encaje constitucional y vulneran la “reserva de Constitución” existente en materia de derechos fundamentales. Conviene recordar que el artículo 147. 2 de la Constitución enumera las materias propias de los Estatutos y entre ellas no figuran las declaraciones de derechos. A la vista de ese precepto se puede sostener que los Estatutos de Autonomía son un tipo de norma con contenido constitucionalmente tasado. Tampoco es admisible la tesis que sostiene que los Estatutos podrían contener estas declaraciones en cuanto expresiones del autogobierno (M. Carrillo). El “autogobierno” como categoría jurídica carece de un significado preciso y debe reconducirse al concepto de “autonomía”. Ahora bien, la autonomía debe confi-


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