SOBRE EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD
FCO. JAVIER ÁLVAREZ GARCÍA Catedrático de Derecho Penal Universidad Carlos III de Madrid
tirant lo b anch Valencia, 2009
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ÍNDICE A) FUNDAMENTO POLÍTICO DEL PRINCIPIO DE LEGALIDAD PENAL 1. La ficción ................................................................. 2. La realidad ..............................................................
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B) LA LEGALIDAD DE LA PENA 1. Fundamento y consecuencias ................................. 2. El Estatuto del Tribunal Penal Internacional ......
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C) LA TAXATIVIDAD DE LAS DESCRIPCIONES TÍPICAS EN EL CÓDIGO PENAL Y EN EL ESTATUTO DEL TRIBUNAL PENAL INTERNACIONAL 1. El principio de determinación y el Tribunal Constitucional ................................................................. 2. El caso de las normas del Estatuto del Tribunal Penal Internacional ................................................
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D) LA PROPORCIONALIDAD......................................
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E) LA PÉRDIDA DE AUTORIDAD DEL CÓDIGO PENAL Y DE LA MISMA IDEA DE LA LEY, Y LA PROLIFERACIÓN DE FUENTES A LAS QUE DEBE ACUDIR EL JUEZ PARA DICTAR LA NORMA PARTICULAR ............................................
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F) CONTINUAS MODIFICACIONES EN LA CONCEPCIÓN DEL DOLO EVENTUAL........................
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G) CAUSALIDAD, LEGALIDAD Y OMISIÓN IMPROPIA 1. Causalidad .............................................................. 2. Omisión impropia ...................................................
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H) LA JURISPRUDENCIA 1. La interpretación de las normas ............................ 2. Los intentos de equiparar, en autoridad, la Jurisprudencia del Tribunal Supremo a la del Tribunal Constitucional, y su significado.............................. 3. La pérdida de autoridad de la ley .......................... 4. El asalto a las competencias del Ejecutivo y de los Parlamentos por parte del Poder Judicial .............
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ÍNDICE
5. La atenuante analógica y la interpretación extensiva........................................................................... 6. Los Acuerdos de los Plenos No Jurisdiccionales ... 7. La rebeldía del Tribunal Supremo contra todo lo que no le gusta ........................................................ I)
LA CONSTRUCCIÓN DEL SISTEMA AL MARGEN DE LOS PRINCIPIOS 1. Principios en abstracto y Principios en concreto ... 2. Las normas de cultura y la aceptación social ........ 3. El cambio de orientación de los principios............. 4. El retorcimiento de los elementos típicos del delito de genocidio ............................................................. 5. La presunción de inocencia de capa caída ............. 6. El retroceso de los derechos fundamentales ..........
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259 269 277 284 288 294
J) LAS PERSONALES CONVICCIONES DE LOS JUECES .......................................................................
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K) EL VALOR DEL PRECEDENTE.............................
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L) EL ORDENAMIENTO DE LA UNIÓN EUROPEA ...............................................................................
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A) Fundamento político del principio de legalidad penal1 1.- La importancia2 y el fundamento de la reserva de Ley Orgánica en el campo penal emergen de forma neta en cuanto se pone el acento sobre el significado de máxima garantía3 que representa para el ciudadano: garantía necesaria dada la incidencia de las sanciones penales sobre el bien fundamental de la libertad personal4. De ahí derivan, precisamente, las peculiaridades que en el campo de las Fuentes caracteriza al Derecho Penal frente a otras ramas del Derecho. En efecto, el procedimiento legislativo, aún con sus inevitables imperfecciones e incertidumbres, es en el actual momento político constitucional el medio más idóneo para garantizar tales bienes. Así, y como ha sido manifestado, la única razón que justifica la elección del Legislativo como el solo 1
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En lo que continúa sigo a FOIS, S “Legalità (principi di)” en Enciclopedia del Diritto, vol. XXIII, Milano, 1973, págs. 663 y ss. Me refiero a una importancia meramente teórica, porque tiene, a mi entender, razón NAUCKE —“La Progresiva pérdida de contenido del principio de legalidad penal como consecuencia de un positivismo relativista y politizado”, en La insostenible situación del Derecho Penal, Granada, 2000, págs. 531 y ss.— cuando manifiesta que el problema del Principio de Legalidad ya no es uno de los centrales del Derecho Penal, y que “la doctrina sobre el principio de legalidad y la praxis de éste se encuentran en una situación deplorable”. QUINTERO OLIVARES (La Justicia Penal en España, Pamplona, 1998, pág. 121) recuerda cómo “Para los revolucionarios franceses, con la influencia de MONTESQUIEU, VOLTAIRE y ROUSSEAU… y también para juristas no franceses de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, como BECCARIA y BENTHAM, la ley era el techo protector de todas las libertades, y el respeto a ella la mejor garantía personal y común”. En este sentido véase CADOPPI, A y VENEZIANI, P Elementi di Diritto Penale. Parte Generale, 2ª ed., Padova, 2004, pág. 65; véase también, MADRID CONESA, F La legalidad del delito, Valencia, 1983, 18 y ss.
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detentador de la potestad normativa en materia penal, reside en la representatividad de aquél poder, en ser expresión no de una oligarquía sino de todo el pueblo5, que a través de sus representantes se encarga de que el ejercicio del poder se realice no ya arbitrariamente, sino en interés y beneficio del pueblo6. En este último sentido, las modalidades y características del proceso legislativo permiten a las minorías y a la oposición limitar y controlar la voluntad de la mayoría, en cuanto a la determinación del contenido de las normas penales; aspecto este último especialmente importante si se tiene en cuenta que los derechos de los ciudadanos han sido históricamente formulados a favor de las minorías, de lo que se sigue la necesidad de que sean, sobre todo, los representantes de estas últimas en el Parlamento, quienes puedan valorar (y eventualmente oponerse), con todos los instrumentos democráticos a su disposición, la decisión de configurar nuevos ilícitos penales. En este orden de ideas resulta especialmente importante determinar caso por caso si ha sido quebrantada esa posibilidad, de las minorías, de oponerse, de valorar, de matizar el contenido de las nuevas normas penales7. 5
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Esa es, precisamente, la novedad revolucionaria que representó, en 1789, la ley como expresión de la voluntad popular frente a la sola voluntad del monarca. “No resultan, pues, en nada equiparables estas Leyes nuevas con las Leyes antiguas, instrumentos de opresión y reforzadoras de los privilegios, sino Leyes de libertad, que descubren y afloran y protegen eficazmente el nuevo orden natural que tiene en la libertad su constitutivo esencial” (GARCÍA DE ENTERRÍA, E La lengua de los derechos. La formación del Derecho público europeo tras la revolución francesa, Madrid, 1999, pág. 122). En el mismo sentido, PULITANÓ, D “Principio di legalità ed interpretazione della legge penale”, en G. Cocco (ed.) Interpretazione e precedente guidiziale in Diritto Penale, Padova, 2005, pág. 27. Este respeto a las minorías, como señala BRICOLA (La discrecionalita nel diritto penale, I, Milano, 1965, págs. 245 y ss), se constituye en un auténtico baluarte para el ciudadano frente a la arbitrariedad del Estado.
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Es indudable, pues, que a través de la reserva de Ley Orgánica en materia penal, el Constituyente quería, por un lado, marginar los modos a través de los cuales el aparato normativo penal franquista fue construyendo en España durante cuarenta largos años el Ordenamiento punitivo, y por otro pretendía fijar las líneas dentro de las cuales debía ser elaborada la reforma penal democrática. Es en este ámbito donde se debe captar el significado político del Principio de Legalidad en materia penal y de la exigencia de su articulación a través de una especial reserva de ley; y aquí se hace preciso plasmar una advertencia fundamental: no se trata de realizar una lectura meramente formalista de la reserva de ley, sino de lograr que la norma aprobada refleje la opinión del total cuerpo social8, por más que sea la mayoría la que acabe imponiendo su criterio. Este planteamiento es el único que se cohonesta con los orígenes ilustrados del Principio de Legalidad9; y en este sentido se expresaba quien mejor representó esos antecedentes (BECCARIA): “Ningún hombre ha dado gratuitamente parte de su libertad propia con sólo la mira del bien público: esta quimera no existe sino en las novelas… Fue, pues, la necesidad quien obligó a los hombres para ceder parte de su libertad propia… El agregado de todas estas pequeñas porciones de libertad posibles, forma el derecho de castigar: todo lo demás es abuso, y no se justifica: es hecho, no derecho… La primera consecuencia de estos principios es, que sólo las leyes pueden decretar las penas de los delitos; y esta autoridad debe residir únicamente en el Legislador, que representa toda la sociedad unida por el contrato social”.
Sólo, pues, el Legislador que es el que “representa a toda la sociedad unida por el contrato social” puede aprobar, por razones de necesidad (y de ahí las tesis utilitaristas de la pena), la limitación o, incluso, la su-
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Véase VILLACORTA MANCEBO, L Reserva de ley y Constitución, Madrid, 1994, pág. 58. Sobre esos orígenes véase, DE VICENTE MARTÍNEZ, R El principio de legalidad penal, Valencia, 2004, págs. 16 y ss.
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presión de la libertad. Pero la referencia al “Legislador”, por exigencias, insisto, del fundamento político del Principio de Legalidad, se realiza al “legislador entero” no al “legislador demediado”. De otra forma, es decir sin la posibilidad de que las minorías se expresen con la fuerza y la diversidad que representan en cada Cámara, no sería posible admitir, por su propio fundamento, la limitación de la libertad10. Llegados a este punto debe insistirse en una idea en la que participa la doctrina penal mayoritaria: toda norma penal supone una doble limitación de la libertad; tanto desde el punto de vista del precepto como de la sanción. En efecto, es la tipificación de una conducta lo que necesariamente ha de ser entendido como una reducción del principio general de libertad, como la prohibición de realizar una actividad a la que, en principio, se tenía derecho, y que, por consiguiente, afecta de una manera directa a los derechos fundamentales de la persona11 [“… el principio general de libertad que la Constitución (artículo 1.1) consagra, autoriza a los ciudadanos a llevar a cabo todas aquellas actividades que la ley no prohíba o cuyo ejercicio no subordine a requisitos o condiciones determinadas…” STC 83/1984, de 24 de julio]. Todo tipo penal supone, pues, una coerción, una
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Evidentemente depende del sistema parlamentario la fuerza de la representación de las minorías; en ese sentido la opción —fundamentada en razones de utilidad— por alternativas fuertemente bipartidistas, relegará a sectores amplios de la población, que optan por partidos minoritarios cuya representatividad parlamentaria puede estar severamente penalizada, al “silencio democrático”. Obviamente si la referencia hay que hacerla a los delitos omisivos, la coerción sobre la libertad tendrá su referente no en una prohibición de actuar sino en la obligación de llevar a cabo un determinado comportamiento. En cualquiera de los casos, bien por prohibir hacer o por ordenar actuar, estamos ante una limitación de la libertad.
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limitación de la libertad, y debe ser contemplada por la reserva de Ley Orgánica del artículo 81.1 CE. Por lo que se refiere a la sanción, no debe olvidarse que la amenaza prototípica en el ámbito penal es la pena privativa de libertad12, a la que puede llegarse tanto de forma directa (por la previsión de penas de ese carácter como sanción ante la realización de la norma) como de forma indirecta en infracciones que ab initio no contaban con esa sanción como consecuencia jurídica de la conducta (a través de mecanismos como el arresto sustitutorio ante el impago de penas de multa, o del quebrantamiento de condena —arts. 468 y ss. CP); en ese sentido las leyes penales constituyen desarrollo del art. 17.1 CE (SSTC 140/1986, de 1 de noviembre, y 160/1986, de 16 de diciembre). Asimismo no debe tampoco obviarse que además de a la libertad personal (directa o indirectamente) las sanciones penales pueden afectar, directamente, a otros derechos fundamentales como son: el derecho a la libre elección de residencia y circulación dentro del territorio nacional —art. 19.1 CE— (en el caso de la pena privativa del derecho a residir en determinados lugares o acudir a los mismos), el derecho a la participación en la vida pública —art. 23.1 CE— (en los supuestos de las penas de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo y de la pena de inhabilitación absoluta), el derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos —art. 23.2 CE— (las penas de inhabilitación y suspensión para cargos públicos), y el derecho al honor por la estigmatización que toda imputación penal implica —art. 18.1 CE13.
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Prototípica pero no la más abundante, pues la mayor frecuencia corresponde a la pena de multa. Tesis ésta que ya fue expuesta por COBO DEL ROSAL, M y VIVES ANTÓN, TS en su Derecho Penal. Parte General, I, Valencia, 1980, págs. 76 y ss., y que, posteriormente ha sido acogida por buena parte de la doctrina española. Ciertamente no han faltado
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Así, pues, cuando se dictan normas penales se limitan mayor o menor número de derechos fundamentales. Eso es, precisamente, lo que ha provocado que parte de la doctrina penal se haya ido inclinando hacia las denominadas “tesis constitucionalistas” en materia de bien jurídico, y exijan que únicamente ante la lesión o puesta en peligro de bienes con relevancia constitucional pueda acudirse a normas penales. De ahí, también, el rechazo a la doctrina de la “cláusula de la comunidad” elaborada por la jurisprudencia contencioso-administrativa alemana, y la consagración de la idea de que hay que circunscribir la limitación inmanente de los derechos fundamentales a la que resulta de otros bienes constitucionalmente protegidos, excluyendo la que sirve a autores críticos con esta tesis en lo que se refiere al honor; así, CASABÓ —“La capacidad normativa de las comunidades autónomas en la protección del medio ambiente”, en Estudios Penales y Criminológicos, V, Santiago de Compostela, 1982, pág. 255— sostiene que “no toda condena penal lleva consigo el deshonor, como se comprueba analizando, por ejemplo, las penas accesorias que acompañan a la pena principal. Por otra parte, no sólo hay personas para quienes la condena no les supone deshonor alguno, sino que incluso puede convertirse en un honor, como ocurre en muchas condenas por delitos políticos”; en el mismo sentido, y acogiendo el punto de vista de CASABÓ, MADRID CONESA, F La legalidad del delito, ob. cit., pág. 54. No puedo compartir estas últimas opiniones, pues entiendo que tanto desde un punto de vista indirecto —arresto sustitutorio ante el impago de las sanciones pecuniarias o quebrantamiento de condena—, como manejando un concepto moderno de honor (que en el ámbito externo debe referirse —véase mi obra El derecho al honor y las libertades de información y expresión. Algunos aspectos del conflicto entre ellos, Valencia, 1999, págs. 43 y s.—, entiendo, a la protección de las posibilidades de participación de los individuos en las relaciones sociales frente a las alteraciones que pudieran derivarse de las conductas llevadas a cabo por terceros, y en la dimensión interna a esas pretensiones mínimas de respeto que emanan de la persona por el mero hecho de serlo) los derechos fundamentales y las libertades públicas a las que se refiere la Sección Primera del Capítulo II del Título I de la Constitución se encuentran severamente afectados, por lo que es aplicable la reserva absoluta de Ley Orgánica del artículo 81.1 CE.
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bienes objeto de una protección jurídica infraconstitucional por muy importantes que sean socialmente (doctrina ésta que fue expuesta de modo contundente por el TC en su Sentencia 22/1984, de 17 de febrero, o en la 176/1995, de 11 de diciembre). Como conclusión de todo lo dicho hay que afirmar que el Derecho Penal regula algunas de las formas más contundentes de uso de la fuerza por parte del Estado, puesto que su utilización va a suponer, siempre y en todo caso, la grave afectación de derechos fundamentales. Por ello, y correspondiendo así con el sentido originario del “pacto social” que se encuentra en la base del Principio de Legalidad tal y como fue originariamente formulado, las leyes que expresen esas normas penales —que se integran, no debe olvidarse, en el “bloque de constitucionalidad”— deben ser objeto de un “consenso reforzado” para su aprobación. Se trata, pues, de exigencias que se corresponden con el fundamento político del Principio de Legalidad penal (art. 25.1 CE), y que se integran en el contenido del Estado Democrático. De todo ello se deriva que las garantías formales de ese Principio de Legalidad, si se quiere respetar el contenido esencial de éste, han de servir no para legitimar una imposición, sino para obstaculizar que el Derecho Penal, que las normas penales, quede en mano de los tiranos, de los usurpadores, de los “propietarios” del BOE, o de los detentadores de una mayoría absoluta. En este sentido hay que recordar que la primera regla de todo pacto constitucional sobre la convivencia civil no es la de que se debe decidir sobre todo por mayoría, sino que no se puede decidir sobre todo ni siquiera por mayoría; es decir: ninguna mayoría puede decidir la supresión de una minoría o de un solo ciudadano, y menos aún de un representante de los ciudadanos. En el sentido profundo del Principio de Legalidad penal se encuentra la idea de que el Parlamento (en
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nuestro caso las dos Cámaras) debe participar14 (como apuntó MONTESQUIEU, como señaló BECCARIA, como hace notar la doctrina penal absolutamente mayoritaria) en la elaboración de esas leyes penales; y ello se consigue no mediante una mera “votación de conjunto sobre la ley”, sino a través de una discusión punto por punto, con intervención de todos los mecanismos de las distintas Cámaras (ponencias, comisiones, enmiendas, pleno), sobre todos los extremos de la norma; y por supuesto: en la elaboración de esas normas penales han de intervenir, de forma efectiva, todos los integrantes del Parlamento, puesto que todos ellos representan a la soberanía popular (“… los Diputados, en cuanto integrantes de las Cortes Generales, representan el conjunto del pueblo español…” STC 101/1983, de 18 de noviembre); por ello, la marginación de parte de los mismos (precisamente los que integran la Cámara “más decisiva” en el sistema parlamentario español) supondría una grosera conculcación del Principio de Legalidad, del fundamento político del Principio, y del Estado Democrático mismo. Pues bien, no fueron compartidas estas ideas, esta forma de “entender” el Principio de Legalidad, por el Gobierno español que decidió incorporar al Código Penal, con la sola intervención del Senado15 —mediante LO 20/2003, de 23 de diciembre—, los artículos 506 bis16, 14
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Obviamente el grado de implicación de los parlamentos depende de la distribución constitucional de las funciones legislativas en esa materia: desde sistemas en los que es el Parlamento el único actor de la legislación penal —más allá de las propuestas legislativas que pudiera realizar el Gobierno—, hasta modelos en los que el Ejecutivo puede dictar normas penales, directamente aplicables, aunque necesitadas de convalidación parlamentaria; y, entre estos dos extremos, multitud de matices. Véase también en este sentido DE VICENTE MARTÍNEZ, R El principio de legalidad penal, ob. cit., págs. 25 y s. “Artículo 506 bis. 1. La autoridad o funcionario público que, careciendo manifiestamente de competencias o atribuciones para ello, convocare o autorizare la convocatoria de elecciones generales, autonómicas
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521 bis17 y 576 bis18. Verdaderamente, al prescindir del Congreso de los Diputados a la hora de la aprobación de las leyes penales, el Gobierno se apartó del pensamiento político Iluminista-liberal que precedió y acompañó la
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o locales o consultas populares por vía de referéndum en cualquiera de las modalidades previstas en la Constitución, será castigado con la pena de prisión de tres a cinco años e inhabilitación absoluta por un tiempo superior entre tres y cinco años al de la duración de la pena de privación de libertad impuesta. 2. La autoridad o funcionario público que, sin realizar la convocatoria o autorización a que se refiere el apartado anterior, facilite, promueva o asegure el proceso de elecciones generales, autonómicas o locales o consultas populares por vía de referéndum en cualquiera de las modalidades previstas en la Constitución convocadas por quien carece manifiestamente de competencia o atribuciones para ello, una vez acordada la ilegalidad del proceso será castigado con la pena de prisión de uno a tres años e inhabilitación absoluta por un tiempo superior entre uno y tres años al de la duración de la pena de privación de libertad impuesta.” “Artículo521bis Los que, con ocasión de un proceso de elecciones generales, autonómicas o locales o consultas populares por vía de referéndum en cualquiera de las modalidades previstas en la Constitución convocadas por quien carece manifiestamente de competencias o atribuciones para ello, participen como interventores o faciliten, promuevan o aseguren su realización una vez acordada la ilegalidad del proceso serán castigados con la pena de prisión de seis meses a un año o multa de 12 a 24 meses”. “Artículo576bis. 1. La autoridad o funcionario público que allegara fondos o bienes de naturaleza pública, subvenciones o ayudas públicas de cualquier clase a asociaciones ilegales o partidos políticos disueltos o suspendidos por resolución judicial por llevar a cabo conductas relacionadas con los delitos a que se refiere esta sección, así como a los partidos políticos, personas físicas o jurídicas, entidades sin personalidad jurídica y, en particular, grupos parlamentarios o agrupaciones de electores que, de hecho, continúen o sucedan la actividad de estos partidos políticos disueltos o suspendidos será castigado con la pena de tres a cinco años de prisión. 2. Se impondrá la pena superior en grado a la prevista en el apartado anterior a la autoridad o funcionario público que continuase con las conductas previstas en este artículo una vez requerido judicial o administrativamente para que cese en las citadas conductas.”
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Revolución Francesa —que está recogido en el art. 1.1 CE—, y que tuvo cuidado de propugnar, para la tutela del ciudadano, el principio de la “división de poderes”19; porque fue, precisamente, en este ámbito ideológico cuando se pensó que el mejor modo de tutelar la libertad de los ciudadanos era reservando a los órganos legislativos el poder de emanar disposiciones penales20. El Principio de Legalidad en materia penal no constituye pues, según se ha dicho, un mero expediente formal, sino que forma parte de la cultura jurídica europea. “Las leyes penales son algo más que fórmulas escritas asociadas a una voluntad política. La ley penal no es ningún servicio social de un Estado obsequioso, sino un quebradizo objeto con entidad separada que el Estado únicamente ha de preservar. El Principio de Legalidad penal hace posible y reclama el Principio de Legalidad procesal. La legalidad penal es el presupuesto para la firme organización de la independencia judicial y del juez determinado por la ley. Del Principio de Legalidad penal depende la fuerza de convicción de las decisiones penales tomadas en un proceso; y el crédito que merecen las defensas invocadas depende de la ley. Sin Principio de Legalidad no hay en los Tribunales ambiente alguno posible de racionalidad, como tampoco estudios jurídicos de altura”21. En definitiva, la preservación del profundo contenido del Principio de Legalidad penal es una de las tareas más responsable y con mayor proyección de las que tiene que llevar a cabo el Estado. 19
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Es justamente aquí, en la división de poderes, donde BINDING (Handbuch des Strafrechts, I, Leipzig, 1885, págs. 20 y ss) veía el fundamento político del Principio de Legalidad. Los citados preceptos fueron eliminados del Código Penal inmediatamente después de que el Partido Popular perdiera las elecciones de 2004; la derogación se produjo como consecuencia de la aprobación de la LO 2/2005, de 20 de junio, de Modificación del Código Penal. NAUCKE, W “La progresiva pérdida de contenido del principio de legalidad…”, ob. cit., pág. 545.
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2.- Todo el “discurso” que se acaba de hacer en las páginas anteriores no deja de ser, al menos en cierta medida, ingenuo. En efecto, cuando al principio de estas páginas decía: “las modalidades y características del proceso legislativo permiten a las minorías y a la oposición limitar y controlar la voluntad de la mayoría, en cuanto a la determinación del contenido de las normas penales”, en realidad debería haber dicho: “las modalidades y características del proceso legislativo deberían permitir a las minorías y a la oposición limitar y controlar la voluntad de la mayoría, en cuanto a la determinación del contenido de las normas penales”. Me expreso así en razón de que por más que esa teórica posibilidad exista, la práctica parlamentaria, el “trabajo parlamentario”, lo viene impidiendo y las mayorías imponen su criterio sin, en muchos casos, valoración, motivación y justificación alguna —es decir, ese teórico control sólo serviría para resolver, como veremos más adelante, los extremos del problema, como corresponde a una técnica de legislación que responde exclusivamente al modelo codificador22—, y, por supuesto, en muchas ocasiones sin consultar, si quiera, con las minorías23. En definitiva, el método impuesto en la práctica para la elaboración de la legislación penal —en el que se huye absolutamente del científico24 más rudimentario— convierte 22
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Véase en este sentido ATIENZA, M “Teorías de la argumentación jurídica y legislación”, en JL Díez Ripollés y otros (ed.) La política legislativa penal en Occidente. Una perspectiva comparada, Valencia, 2005, págs. 21 y ss. El caso del Gobierno Berlusconi resulta, en este sentido, paradigmático, pues no es que no haya tenido en cuenta los puntos de vista de las minorías, ¡es que ni siquiera las consultaba! Algo parecido ocurrió con algunas de las modificaciones efectuadas en España durante el segundo gobierno de Aznar —200/2004; véase en este sentido la ya citada “ley anti-Lehendakari” (LO 20/2003, de 23 de diciembre). Véase también en este sentido GUANATERME SÁNCHEZ-LÁZARO, F Política criminal y técnica legislativa. Prolegómenos a una dogmática de lege ferenda, Granada, 2007, págs. 1 y ss.
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en muchas ocasiones en algo vacío, en papel mojado, el teórico control parlamentario que termina por no servir absolutamente para nada, por lo que, en buena medida, lo que se afirma en este escrito al respecto no es más que “ciencia ficción”. En este sentido se pronuncia, entre otros, DONINI25, quien propone una dimensión sustancial de la reserva de ley que se expresaría por medio del empleo del método científico en la construcción de las leyes; ello exigiría la vinculación de la mayoría parlamentaria a criterios intrínsecos que “sólo una avanzada ciencia de la legislación puede asegurar”. Con este planteamiento conectaría perfectamente un concepto de bien jurídico en clave constitucional —como el que vengo propugnando desde hace años26— mediante el cual se pueden controlar las opciones legislativas en lo que se refiere a la selección de los bienes a proteger con sanciones penales27, a lo que deberían unirse —en una “moderna ciencia de la legislación”— criterios como los sugeridos por DONINI28, entre los que se encontrarían: datos estadísticos29, información sobre la efectividad de
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Il volto attuale dell’illecito penale. La democrazia penale tra differenziazione e sussidiarietà, Milano, 2004, págs. 83 y ss. Véanse en ese sentido mis trabajos Introducción a la teoría jurídica del delito (elaborada con base en las sentencias del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo), Valencia, 1999, passim, y “Bien jurídico y Constitución”, en Cuadernos de Política Criminal, 1991, núm. 43, págs. 5 y ss Lo cual supone, también y principalmente, diseñar una Política Criminal; esfuerzo éste que es el más añorado en las reformas penales, pues en no pocas ocasiones lo que falta, precisamente, es un modelo claro de Política Criminal; y de ahí las, en muchas ocasiones, incoherencias y contradicciones en el articulado de las leyes. Ob. y loc. citados. Esta referencia resulta especialmente importante. En efecto, si se lee la Exposición de Motivos de la Ley 38/2002, de 24 de octubre, de Reforma Parcial de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, se podrá encontrar lo siguiente (que es lo que justifica la reforma): “impresión generalizada de aparente impunidad y de indefensión de la ciudadanía ante cierto tipo de delitos” (declaraciones seme-
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las incriminaciones o de los instrumentos extrapenales de prevención o tutela, verificación de la concurrencia de las finalidades declaradas con la normativa, saber empírico, etc.30; es decir, se trataría de ir más allá de
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jantes aparecen en otros instrumentos normativos, por ejemplo en la Exposición de Motivos de la LO 7/2003, de 30 de junio, de Medidas de Reforma para el Cumplimiento Íntegro y Efectivo de las penas, donde se afirma “La sociedad demanda una protección más eficaz frente a las formas de delincuencia más graves…”; en la Aplicación Provisional del Convenio entre España y Eslovaquia en materia de lucha contra la criminalidad se dice “Expresando su preocupación por el incremento de la delincuencia…”, lo mismo sucede en el Convenio entre España y la Federación Rusa, y en otros instrumentos internacionales). Esta alegación a la “impresión” es constantemente utilizada, a menudo con muy poca vergüenza, desde las instancias políticas; el discurso, en definitiva —que es lo que justifica ciertas opciones de Política Criminal autoritaria— es el siguiente: aumenta la inseguridad, se incrementa el número de delitos, y todo ello exige “políticas fuertes” en materia penal. Sin embargo, y si se consultaran de verdad las estadísticas, se vería que la fundamentación de esas reformas es falsa. En efecto, España tiene, en comparación con los países de la Unión, una ratio de delitos realmente baja, si exceptuamos los robos con violencia (aunque no ocurre lo mismo con los datos de presos por cien mil habitantes, estadística ésta en la que España está a la cabeza de Europa, lo que pone bien a las claras que alguien miente cuando se fijan los presupuestos de las reformas); y en buena parte de nuestros territorios los porcentajes se mejoran año tras año —por más que en otros no sea así. Es decir, una utilización adecuada de las estadísticas debería llevar al Legislador a la adopción de otro tipo de políticas en materia penal. En este sentido no debe olvidarse que el propio texto constitucional en su artículo 88 exige que los proyectos de ley aprobados en el Consejo de Ministros y enviados al Congreso vayan “acompañados de una exposición de motivos y de los antecedentes necesarios para pronunciarse sobre ellos”. ¿Qué es lo que debe entenderse por “antecedentes necesarios”? El artículo 22 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, nos proporciona alguna “pista” al respecto; dice así el tercer inciso del núm. 2 del artículo citado: el Anteproyecto “irá acompañado por la memoria y los estudios o informes sobre la necesidad y oportunidad del mismo, así como por una memoria económica que contenga la estimación del coste a que dará lugar”; y el núm. 4 de idéntico precepto viene a pronunciarse de manera similar. Ciertamente que
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FCO. JAVIER ÁLVAREZ GARCÍA
un mero control lógico formal de la legislación penal. De esta forma, y tal como concluye el último autor citado su razonamiento antedicho, “el carácter público del método científico se convierte en garante del mismo método democrático en la construcción de las leyes”. Este método tendría, además, una ventaja añadida: limitaría de alguna manera la utilización política-demagógica que, de cuando en cuando, se hace de la legislación penal, lo que se expresa especialmente en el Derecho penal simbólico, o en un Derecho penal tendente no a la mejor protección de los bienes jurídicos —con la menor afectación de derechos fundamentales— sino a la obtención de la aprobación entusiasta, del aplauso, de determinados sectores, lo que pudiera implicar réditos electorales. El problema es que, como indica FIANDACA31 “…el exceso de instrumentalización política contingente en la legislación penal (tanto sustantiva como procesal) confiere a la legalidad un aspecto contradictorio, incierto, enloquecido: una ley que cambia tan velozmente que parece (en palabras de Carl Schmitt)
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estas exigencias se refieren al momento de la acción gubernativa, y que el Tribunal Constitucional ha dejado al libre entendimiento de Diputados y Senadores lo que pueda entenderse por “antecedentes necesarios” (STS 108/1986, de 29 de julio), pero esa extrema subjetivación, consecuencia más de un intento de evitar paralizaciones injustificadas de una ley que de un pensamiento estrictamente dirigido a determinar lo que sean “antecedentes necesarios”, no puede evitar que se deba entender que forman parte de esos “antecedentes necesarios”, aquellos instrumentos que la ciencia moderna considera imprescindible para poder tomar responsablemente una decisión. El Reglamento del Congreso, en su artículo 109, también establece que los proyectos de ley deben ir acompañados de los “antecedentes necesarios para poder pronunciarse sobre ellos”, pero tampoco precisa cuáles serían esos “antecedentes necesarios” —en verdad sólo se particulariza en lo referente al trasfondo económico de los proyectos. “La legalità penale negli equilibri del sistema politico-costituzionale”, en Il Diritto penale tra legge e giudice. Raccolta di scritti, Padova, 2002, pág. 5.
SOBRE EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD
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‘motorizada” y a la que se ha llegado como fruto de extenuantes y discutibles compromisos políticos, “no puede dejar de perder credibilidad y errar en su función de orientación”. Por todo ello resulta especialmente importante el reivindicar el método. Se trataría, en definitiva, de hacer llegar al mundo de la legislación la misma práctica que afectó, hace ya siglos, a la Jurisprudencia. En efecto, en nuestro Derecho histórico, tal y como apunta PEDRAZ PENALVA, ya se contemplaba la obligación de motivar en numerosos supuestos32, y de hecho con los Borbones se generalizó tal deber33; desde este punto de vista resulta llamativo que se considere que el Legislador puede ser, con la única limitación de la Constitución, todo lo arbitrario que quiera, todo lo despótico que desee, hasta el punto de
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No sólo, pues, el que refiere GARCÍA DE ENTERRIA —La lengua de los derechos…, ob. cit., pág. 173— citando a P. GODDING “Jurisprudente et motivation des sentences, du moyen âge à la fin du 18e siècle”, pág. 60, en Ch. PERELMAN y P. FORIERS La motivation des décisions de justice, Bruselas, 1978. Véase al respecto PEDRAZ PENALVA, E “Ensayo histórico sobre la motivación de las resoluciones judiciales penales y su actual valoración”, en Revista General de Derecho, julio-agosto, 1993, 7223 y ss., e id. Introducción al Derecho Procesal Penal (acotado al ordenamiento jurídico nicaragüense), Managua, 2003, págs. 273 y ss, quien indica que tal práctica fue quebrada con la Real Cédula, de Carlos III, de fecha 23 de junio de 1778, en la que se ordenaba el fin de la práctica de motivar las sentencias porque tal cosa daba lugar a controversias y a prolongar el tiempo necesario para el dictado de las resoluciones, tal normativa supuso, únicamente, un paréntesis, mejor un intento de paréntesis, en una práctica ya consolidada de motivar que se generalizó en el siglo XIX, y que tuvo su expresión legislativa en el Código de Comercio de 1829, la Ordenanza General de Montes de 1833 y el Código Penal de 1848 con la “Ley Provisional prescribiendo reglas para aplicación de las disposiciones del Código Penal”, tal y como refiere PEDRAZ PENALVA en loc. últ. citada. Sobre la evolución histórica de la motivación de las resoluciones judiciales, véase también DOMÍNGUEZ RODRIGO, LM Significado normativo de la jurisprudencia: ¿Ciencia del Derecho o decisión judicial? Volumen I, Madrid, 1984, págs. 254 y ss.