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COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH Manuel Asensi Pérez

Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada Universitat de València

Ramón Cotarelo

Catedrático de Ciencia política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

Mª Teresa Echenique Elizondo Catedrática de Lengua Española Universitat de València

Juan Manuel Fernández Soria

Catedrático de Teoría e Historia de la Educación Universitat de València

Pablo Oñate Rubalcaba

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración Universitat de València

Joan Romero

Catedrático de Geografía Humana Universitat de València

Juan José Tamayo

Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Universidad Carlos III de Madrid

Procedimiento de selección de originales, ver página web: http://www.tirant.net/index.php/editorial/procedimiento-de-seleccion-de-originales


Introducción a la política

RAMÓN COTARELO

Valencia, 2015


Copyright ® 2015 Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito del autor y del editor. En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch publicará la pertinente corrección en la página web www.tirant.com (http://www. tirant.com).

Directores de la Colección:

ISMAEL CRESPO MARTÍNEZ Catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Murcia

PABLO OÑATE RUBALCABA Catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Valencia

© Ramón Cotarelo

© TIRANT LO BLANCH EDITA: TIRANT LO BLANCH C/ Artes Gráficas, 14 - 46010 - Valencia TELFS.: 96/361 00 48 - 50 FAX: 96/369 41 51 Email:tlb@tirant.com http://www.tirant.com Librería virtual: http://www.tirant.es ISBN: 978-84-9086-888-1 MAQUETA: Tink Factoría de Color Si tiene alguna queja o sugerencia, envíenos un mail a: atencioncliente@tirant.com. En caso de no ser atendida su sugerencia, por favor, lea en www.tirant.net/index.php/empresa/politicas-de-empresa nuestro Procedimiento de quejas.


I. LA NATURALEZA DE LA POLÍTICA

1) LA POLÍTICA COMO REALIDAD E IDEA El término Política es polisémico y por ello mismo designa un concepto confuso. Etimológicamente es coincidente con lo social. La política es todo lo relativo a la Polis, esto es la ciudad-Estado griega, la comunidad, la sociedad helénica. Por eso suele traducirse el zoon politikon de Aristóteles por “animal social” y no “animal político”. No obstante, por razón del uso, lo político ha acabado identificado con aquella parte de lo social en la que se dan las relaciones de poder y autoridad o de mando y obediencia. El mundo de la polis está hecho a escala humana. La polis está presente en todos los momentos de la vida de los ciudadanos y estos participan directamente en su administración y organización. Es más, participan porque son ciudadanos y son ciudadanos porque participan. A su vera se encuentran los esclavos, los extranjeros y las mujeres, que no son ciudadanos. Este asunto es importante y ofrece un campo abonado a las consideraciones de ética política. De momento, dejamos constancia de que la polis está hecha a escala humana porque la vida de los seres humanos es política, aunque luego esa vida no sea vivida con igual dignidad por todos. A partir precisamente de la Política de Aristóteles, el término adquiere un significado más preciso. En el corpus aristotélico la Política viene después de la Ética nicomaquea y, aunque existan muchas dudas sobre el correcto contenido de la Política e incluso sobre si se trata de una sola obra o de dos incluso de diferentes épocas, son los contenidos habituales de la obra los que han venido constituyendo las preocupaciones de la política ya como el conocimiento de esa realidad: las formas de gobierno, la condición de ciudadano, la organización de la polis, etc.


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A los efectos de nuestra exposición, la parte más importante de la Política es la doctrina sobre las formas de gobierno que, con muchas variantes a lo largo de los siglos, se mantiene hoy como el armazón de la ciencia política en el plano descriptivo. Las tres formas “puras”, monarquía, aristocracia y politeia y las tres corruptas, tiranía, oligarquía y democracia. Una interpretación generalmente admitida entre los estudiosos sustituye politeia por democracia y en lugar de la democracia pone la demagogia. Se entiende que es una pura cuestión nominal, aunque tiene su interés. Aristóteles proponía como forma pura la politeia porque era la que él conocía y se trataba de un régimen intermedio entre la aristocracia y la democracia, un sistema que puede equipararse al concepto de democracia limitada o democracia teorizada por Madison en el siglo XVIII (Aristóteles, 2000). En la politeia, que es la forma que él conoce porque es en la que vive, hay un orden político al que el estagirita dedica el primer libro de la obra. Describe este orden, diríamos como el orden natural de las cosas, no como una forma de gobierno entre otras sino como aquella que se impone por necesidad y es en la que vivimos y en donde nos educamos. La polis es una suma de familias patriarcales regidas por varones y compuestas por estos, sus mujeres, sus hijos y sus esclavos. Los cabezas de familia son reyes en ellas y la concepción del poder político será patriarcal. Esta concepción patriarcal influirá luego en la elaboración del Patriarcado como defensa del derecho divino de los reyes en la obra de Robert Filmer en el siglo XVII. No obstante, esta consideración de la Política como modelo no puede ignorar que es una propuesta típicamente aristotélica pues consiste en la descripción de una realidad. La doctrina de las formas de gobierno tiene un fuerte elemento empírico. El análisis de las teorías platónicas al respecto y las de otros filósofos menores y la descripción de las constituciones existentes en Esparta, Creta y Cartago sirven al estagirita para formular la mencionada doctrina de las formas de gobierno y la hipótesis de su carácter cíclico. Se dice que la Filosofía no es sino una sucesión de glosas de los diálogos platónicos. Igualmente puede decirse que la ciencia política, ciencia práctica, es una sucesión de glosas a las obras de Aristóteles.


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2) LA DOCTRINA DE LAS FORMAS DE GOBIERNO La pregunta por la mejor forma de gobierno corre como un hilo de oro por la historia del pensamiento político. Hace una larga escala en Roma, de donde nos llega la teoría de la forma mixta de gobierno, del historiador griego Polibio, rehén en la Roma republicana. Polibio ensalzaba el régimen romano al verlo como una mezcla de las tres formas clásicas: la monárquica (los cónsules), la aristocrática (el Senado) y la democrática (los comicios) (Polibio, 1981). Durante la Edad Media, la doctrina de las formas de gobierno aparece mediada por un elemento teocrático procedente del predominio cristiano. El cesaropapismo es la forma de gobierno del cristianismo oriental y el occidental y, aunque tienen raíz común, conocen desarrollos distintos. Frente a la concepción oriental de un solo poder unificado, la occidental reconoce pronto la separación de poderes, el temporal y el espiritual a través de la doctrina de las dos Espadas, del Papa Gelasio. En su juicio el poder espiritual prevalecía sobre el temporal. Pero ello no obsta para que se reconozcan dos. En lo sucesivo, el cesaropapismo del Imperio carolingio y del Sacro Imperio Romano Germánico será una larga historia de enfrentamientos y luchas por asegurar el predominio del Emperador o del Papa, alternativamente, uno de cuyos momentos culminantes es la guerra de las investiduras. Y no es extraño que los teóricos y hasta los poetas (como Dante) tomen partido en la controversia en favor de la supremacía de uno de los dos poderes sobre el otro. La Edad Media desemboca en las guerras de religión durante las cuales, por razón de la multiplicidad de conflictos que en ellas se ventilaron (tiranía, resistencia, libertad de cultos, tolerancia) hubo un renacimiento de la teoría política con replanteamiento de las formas de gobierno. El debate se hacía en presencia de una idea nueva, el contrato social, que sería determinante en la historia posterior de las ideas políticas. Sobre la base del contrato social podía justificarse la monarquía absoluta, como hace Hobbes, aunque lo más frecuente es que la monarquía absoluta derivara su justifica-


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ción teórica de la doctrina del pater familias romano que, a su vez, procede de la familia patriarcal de Aristóteles. Lo peculiar de Hobbes, ciertamente, es justificar la monarquía absoluta como consecuencia del contrato social (Hobbes, 1996). Este ha solido emplearse más para legitimar regímenes representativos, como en el caso de Locke (Locke, 1997) o, incluso, democráticos, como en el de Rousseau. La idea del contrato social llevó al desarrollo de la concepción del Estado de derecho. La sociedad era el producto del contrato social y todos los contratos han de estar amparados en un ordenamiento jurídico que garantice su cumplimiento. La función del Estado es básicamente encauzar y proteger las relaciones de la sociedad civil a través de la ley como la máxima garantía de la libertad. Por ello el Estado de derecho se caracteriza por someterse a la ley que él mismo crea. Surge así la teoría liberal o liberalismo político, que es uno de los más vigorosos troncos del pensamiento hasta nuestros días, en busca también de la mejor forma de gobierno. El liberalismo identifica dicha mejor forma de gobierno con el Estado de derecho en su forma mínima. Esto es, la idea de que el Estado debe reducir su intervención en la sociedad civil a las funciones de orden público, garantía del cumplimiento de los contratos y defensa exterior. De todas estas cuestiones se tratará con más detenimiento en los capítulos posteriores. El Estado de derecho, en cuanto forma política concentrada en el imperio de la ley no predetermina cómo se produce esta. En principio, si la monarquía absoluta puede justificarse a través del contrato social, también es pensable un intento de cohonestarla con alguna forma de Estado de derecho. No puede olvidarse que ningún teórico del absolutismo o del derecho divino de los reyes (última fórmula secularizada del cesaropapismo medieval) lo identificaba con la arbitrariedad o el despotismo. Al contrario, el monarca absoluto, por ejemplo en Bodino, está limitado por las antiguas leyes del reino, el derecho natural y la ley divina. El poder es absoluto, pero hasta el poder absoluto tiene límites (Bodino, 2006). En la evolución de la historia, el Estado de derecho hubo de representar la supremacía de la ley pero tal como se formulaba en los


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órganos representativos. La ley no era ya la voluntad del Rey, ni siquiera la del Rey en Parlamento (como defendía el llamado liberalismo doctrinario o teoría de la doble soberanía) sino que acabó siendo exclusivamente la manifestación de la voluntad parlamentaria. A su vez esta, la manifestación de la voluntad del Parlamento era la de una pluralidad de ciudadanos a través del derecho de sufragio, que empezó siendo censitario y como tal caracterizó el régimen representativo liberal del siglo XIX. Las grandes teorías del Estado de derecho en la iuspublicística alemana (Gierke, 2002) y francesa (Duguit, 1921) con elementos de la inglesa (Dicey, 1982) se elaboraron a lo largo de los años en que el sufragio fue ampliándose paulatinamente. Finalmente, la irrupción del sufragio universal en el siglo XX obligó a adaptar la doctrina del Estado de derecho a una situación en que este es el producto de la voluntad de la nación, pero a su vez la nación es coincidente con el pueblo, con el conjunto de los ciudadanos. Todos los ciudadanos son titulares de derechos. Al respecto debe hacerse notar una salvedad. Durante muchos años ha venido llamándose “sufragio universal” una situación en la que el derecho de voto correspondía únicamente a los varones. El sufragio solo fue verdaderamente universal cuando se incorporaron a él las mujeres, bastantes años después y no en todos los países al mismo tiempo. La negación del sufragio femenino es un asunto que trae causa de una condición legal subalterna de las mujeres en todos los órdenes que no estaban emancipadas sino sometidas a permanente tutela con menos derechos que los varones. Sin embargo, esta situación no se reputaba contradictoria con el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley, como fundamental del Estado de derecho. Hoy, cuando se plantea la conveniencia de una discriminación positiva, suele argumentarse en contra que atenta contra el principio de igualdad ante la ley, constitutivo del Estado de derecho. Pero no se recuerda que, cuando se daba la situación inversa, esto es, discriminación negativa, no parecía tener tan perniciosos efectos. La mezcla del Estado de derecho con la democracia de sufragio universal dio una primera oleada de teorías política elitistas. En


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el sistema político las decisiones no pueden ser tomadas por las masas sino que, de un modo u otro (según los pareceres de los distintos teóricos de las elites, Pareto, 1917; Mosca, 1984; Ortega, 1987) lo serán por las minorías. Esta visión elitista acabaría fundida con la realidad democrática a través de la teoría elitista de la democracia de Schumpeter, como se verá en el capítulo III. A mediados del siglo XX, la teoría se fragmentaría después en otras concepciones llamadas de la democracia pluralista (Lipset, 1966) y la poliarquía (Dahl, 2002). A lo largo de la evolución de las formas democráticas se alzó una forma alternativa y opuesta de gobierno que, aun definiéndose como auténticamente democrática, se denominaba a sí misma dictadura del proletariado y se acompasaba con un cambio fundamental en las relaciones de producción. Durante buena parte del siglo XX, las formas de gobierno estuvieron divididas en dos campos enfrentados: el capitalismo y el socialismo o el liberalismo y el marxismo. Las instituciones solo eran formalmente comparables por cuanto respondían a formas de organización social radicalmente distintas. Presentaban asimismo el inconveniente de utilizar términos análogos, como gobierno, parlamento, partido, elecciones, pero con alcance y significados muy distintos. El capitalismo liberal profesaba el principio del libre mercado con muy diversas excepciones tanto por los llamados fallos del mercado (formación de monopolios, por ejemplo) como por la deliberada intervención pública en la forma de la economía social de mercado. Pero el principio general era el de la libertad de las relaciones mercantiles. Los países socialistas, en cambio, habían suprimido el mercado y organizaban la producción por un sistema de planificación centralizada que, a su vez, también fue objeto de numerosas reformas a lo largo del tiempo. Estas no pudieron impedir, sin embargo, el hundimiento del modelo. La desaparición de los sistemas socialistas dejó la escena internacional bajo predominio del modelo del capitalismo liberal. De hecho, el teórico norteamericano de origen japonés, Francis Fukuyama, se hizo célebre por escribir un ensayo y acuñar la fórmula que mejor se creía caracterizaba la situación: vencido el comunismo, triunfante el capitalismo liberal como única forma de organi-


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zación política y económica, se había llegado al fin de la historia (Fukuyama, 1996). La propuesta parece evidente: la mejor forma de gobierno es la democracia liberal, por acuerdo mayoritario en el planeta en el que, sin embargo, no faltan excepciones tanto en el ámbito musulmán como en el de los antiguos países comunistas asiáticos, cuyos sistemas políticos plantean grandes problemas a los especialistas. No obstante, siendo la sociedad humana intrínsecamente conflictiva, no faltan tendencias, opciones, ideologías, que argumentan en contra de este criterio de general aceptación y tratan de sustituirlo por otros. Es tarea precisamente de la ciencia política dar asimismo cuenta de las propuestas alternativas.

3) EL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO DE LA POLÍTICA. CUESTIONES METODOLÓGICAS Mejor o peor determinado el objeto de la política, corresponde averiguar qué método sea el más adecuado para aprehenderlo, para entenderlo, explicarlo y, en la medida de lo posible, predecirlo. Innecesario señalar que, por la naturaleza peculiar del objeto, el método está prácticamente predeterminado no en el ámbito de las ciencias naturales y/o experimentales, sino en el de las llamadas culturales o del espíritu o, más modernamente, sociales. Efectivamente, el objeto de la ciencia política, el poder, las formas de gobierno, las relaciones de mando y obediencia, son relaciones entre seres humanos y los seres humanos están dotados de libertad, de libre albedrío, no están sometidos a la necesidad (aunque, por supuesto, esta sumisión también se da) y, por lo tanto, son impredecibles. El objeto de la ciencia política, por lo demás, como el de todas las ciencias sociales, desde el derecho hasta la psicología, pasando por la economía o la historia, tiene una peculiaridad que condiciona absolutamente la cuestión del método y es la coincidencia de naturaleza entre él mismo como objeto y el sujeto que


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lo estudia. Al estudiar y explicar el comportamiento político, el politólogo lo hace en una identidad substancial con su objeto, lo cual tiene indudables consecuencias en el terreno epistemológico entre otros. Piénsese en un factor que es esencial en el comportamiento político y supone uno de los mayores problemas en las teorías contemporáneas sobre comunicación política, esto es, en la acción política el ser humano puede engañar. En las demás también, pero eso aquí es indiferente. Y no solo puede engañar sino que puede engañarse a sí mismo. Posibilidades que seguramente el politólogo conoce por experiencia propia. Las escuelas filosóficas postkantianas propusieron una clasificación de las ciencias que atendiera a las diferencias esenciales en el objeto. Así, Windelband distinguía entre ciencias nomotéticas y ciencias idiográficas, esto es, ciencias que proceden a la explicación y predicción mediante el enunciado de leyes de validez universal y ciencias que, como la historia, la ciencia idiográfica por antonomasia, han de habérselas con fenómenos únicos e irrepetibles (Windelband, 1907). De igual modo, su colega Rickert dividía las ciencias en ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu. Las primeras son de carácter experimental, las segundas, no, y en ellas no se procede tanto mediante explicación como mediante comprensión (Rickert, 1995). El método de la “comprensión” o método Verstehen (comprender) está en la base de la metodología hermenéutica que primero Schleiermacher (1984) y después Dilthey (1981) tomaron de los estudios de exégesis bíblicas en su tiempo y extendieron a todas las demás facetas de la vida humana y de la historia. La hermenéutica que aparece hoy en la base de la fenomenología y de los enfoques más productivos de las teorías de la construcción social de la realidad es también un enfoque de la ciencia política. Se manifiesta en concepciones de tipo sintético o “holista”, como la Teoría General de Sistemas, cuya aplicación en el campo político ha tenido un gran desarrollo en el enfoque sistemista de David Easton. (Easton 1979). La perspectiva hermenéutica, en cuanto comprensión de las formas de comunicación verbales y no verbales fundamenta los


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procedimientos de metodología cualitativa, uno de cuyas manifestaciones más productivas es el Análisis Crítico del Discurso (Dijk, 2000) las entrevistas y los grupos de discusión. En la polémica sobre el positivismo en las ciencias sociales, especialmente a partir de la obra de Popper, fue abriéndose paso la convicción de que los enfoques interpretativos, a través del historicismo, la hermenéutica, el análisis del discurso y la metodología cualitativa, no eran suficientes para dar cuenta del vasto campo de los fenómenos políticos y que era preciso igualmente prestar atención a la ciencia política como disciplina práctica dotada de un fundamento empírico (Popper, 1973). Van abriéndose paso así los enfoques positivos, hoy predominantes en muchos ámbitos de nuestro estudio, que recurren a la metodología cuantitativa habitual asimismo en otras ciencias sociales a través de la formulación de modelos matemáticos, las técnicas estadísticas y la operacionalización de los procedimientos. Estos enfoques están más desarrollados en los campos de la vida política que por su naturaleza más se prestan a ello, como el comportamiento electoral, o las teorías de las coaliciones. Un enfoque que ha dado resultados especialmente prometedores y que mezcla métodos cuantitativos y cualitativos en la medida que obliga a un trabajo de comprensión de las motivaciones de los agentes y también de formalización de su comportamiento es la teoría de juegos. La comprensión de la política como institucionalización del conflicto hace de la teoría de juegos un instrumento particularmente adecuado para el estudio y comprensión de los comportamientos y, en buena medida asimismo su predicción. La base filosófica de la teoría de juegos, el utilitarismo, en principio y su derivación posterior en la teoría de la decisión racional (Buchanan, 1980) constituyen la base cualitativa del enfoque que adquiere luego su dimensión cuantitativa mediante la formalización de los modelos. De hecho, la teoría económica de la democracia (Downs, 1973) que parte del supuesto de que la acción política puede estudiarse con los parámetros del comportamiento de los agentes en el mercado y que, por tanto, se vale de los modelos de


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juegos, es el terreno en el que más han florecido los estudios sobre comportamiento electoral. Así pues el conocimiento científico de la política es posible mediante un procedimiento mixto, consistente en mezclar métodos cualitativos y cuantitativos que hagan justicia a la señalada complejidad de nuestro objeto. Debe advertirse por último que la consecución de objetivos óptimos en el empeño científico aparece muchas veces dificultada por una cuestión que afecta asimismo a todas las demás ciencias sociales: la cuestión axiológica o cuestión de los valores. Por cuanto la política es la distribución de valores por quien tiene autoridad para ello, como decíamos más arriba, siguiendo a Easton y, siendo los valores que el politólogo estudia, aquellos mismos que profesa o frente a los que se sitúa como ciudadano o como persona, se hace imprescindible tomarlos en consideración. Esta actividad de autoexamen del politólogo, por así decirlo, es previa al trabajo científico y condición de este. Debe hacerse de modo exhaustivo para evitar el peligro que la ciencia política comparte con otras ciencias sociales, aunque de modo exacerbado, el de que se pretenda instrumentalizarla al servicio de intereses de parte en los conflictos políticos. El peligro de convertir el enfoque científico en ideología. Dado que los valores son inevitables en una sociedad que se edifica sobre ellos, no es realista plantearse un conocimiento científico-político axiológicamente neutral, aunque sea deseable acercarse a él lo más posible. Como segunda línea debe postularse la exigencia de que, al tiempo que se compromete a neutralizarlos cuanto pueda, el politólogo, declare los suyos de antemano y no los dé por supuestos. Entre otras cosas a los efectos de que otros estudiosos puedan abordar el examen de sus conclusiones con material cierto para la interpretación. A tales efectos, conviene recordar que hay escuelas de la teoría política (Strauss, 1989) que sostienen que no existe verdadero conocimiento político sino se parte del carácter apodíctico de ciertos valores. En otros casos no solamente no se excluyen los valores sino que se postula su coexistencia como un pluralismo de estos, rasgo distintivo de la forma liberal del Estado (Berlín, 1996).


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Por último, debe advertirse que la consideración de la política como conocimiento científico no se agota en las cuestiones metodológicas. La política es un objeto complejo que se puede cosificar para estudiarlo en sus manifestaciones institucionales (parlamentos, gobiernos, partidos) pero también puede considerarse en su aspecto puramente relacional (poder, autoridad, obediencia, resistencia). En ambos casos se entrecruzan interacciones humanas en muy diversas vertientes que, a su vez, son objeto específico de estudio de otras ciencias sociales, como la historia, la economía, el derecho o la sociología. El conocimiento de la política requiere, por tanto, un enfoque multidisciplinar, igualmente impuesto por el carácter multifácetico del objeto. Una definición de la política que veremos más adelante y la define como poder, como cratología o conocimiento del poder, no solamente es aplicable al campo institucional más amplio, sino a otros ámbitos más restringidos. La economía, los intercambios sociales de todo tipo, las relaciones jurídicas son todas ellas relaciones de poder, inteligibles, además, en los términos de sus respectivas ciencias. Todas, por lo tanto, guardan relaciones con la política de forma que la ciencia política se articula en ese entrecruzamiento de otras disciplinas que pasamos a considerar.

4) LA POLÍTICA Y LA HISTORIA En los orígenes de la política como conocimiento autónomo, la historia tuvo una importancia capital porque se constituía en argumento de autoridad y banco de pruebas. Esta perspectiva, consistente en ir a buscar en el pasado los elementos y claves para la comprensión del presente es la forma de razonamiento de Maquiavelo. La ciencia política empezó siendo historicista en este sentido fundamental que no coincidirá luego con el significado que le atribuya la escuela historicista, aunque sí, en parte, la concepción de la historia como ciencia nueva, de Giambattista Vico quien, con su concepción del verum factum, esto es, “la verdad se crea” puede


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considerarse como el padre de todas las doctrinas constructivistas en las ciencias sociales y, por supuesto, la política (Vico, 1960). En un sentido más práctico y restringido, la perspectiva histórica es imprescindible para el politólogo por dos razones fundamentales, esto es, porque coadyuva al conocimiento de los fenómenos políticos en sí mismos y para sí mismos. En sí mismos, los fenómenos políticos son el resultado de específicas evoluciones históricas. Un ejemplo sencillo: el parlamento británico es el resultado de una evolución de un milenio, desde el Witan anglosajón (que muchos reputan legendario) hasta el bicameralismo actual, con las recientes reformas laboristas de la Cámara de los Lores, apareciendo la primera mención al Parlamento como tal en el siglo XIII. La perspectiva histórica es imprescindible en el estudio de relaciones políticas que han tenido muy diversas manifestaciones en lugares y épocas también distintas. Por ejemplo, la esclavitud. Pocas relaciones humanas concentrarán tanta condena unánime y pocas también habrán sido más generalizadas y frecuentes y habrán revestido formas más diversas. Para sí mismos, los fenómenos políticos tienen también una faceta histórica que el politólogo no puede ignorar. Enlazando con la consideración anterior sobre la esclavitud, nadie que ignore esta institución en el Imperio romano y la rebelión de Espartaco podrá entender el significado de la Liga Espartaquista, tan importante durante la política alemana de la primera posguerra mundial y en el origen del Partido Comunista Alemán en la revolución de 1918. Como tampoco entenderá por entero la Conspiración de los iguales en Francia, obra de Graco Baboeuf si ignora la función de los Graco en los conflictos sociales del siglo II a. C. en Roma. La importancia de la historia en la comprensión de los fenómenos políticos para sí mismos es decisiva. En algunos casos, la base misma de la legitimidad enraíza en la historia. Por ejemplo, en la institución de la monarquía, cuya legitimidad dinástica es exactamente su conservación a lo largo de la historia de forma que la institución es el resultado de sus sucesivas adaptaciones a lo largo de los siglos. Hubo monarquías electivas. Los primeros reyes de Asturias fueron electivos, como los francos merovingios entre


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otros bárbaros y el Sacro Imperio. Poco a poco, sin embargo, fue generalizándose el principio hereditario, aunque todavía quedan vestigios de monarquía electiva en los casos del Vaticano o los Emiratos Árabes Unidos o Malasia, entre otros. A su vez, el principio hereditario ha admitido variantes, siendo la más frecuente que la sucesión estuviera reservada o no a los sucesores varones. En cuanto a las relaciones con los otros poderes del Estado, la Monarquía también ha pasado por épocas distintas, adoptando naturalezas también distintas. Casi todas las monarquías tuvieron una etapa absolutista y muchas de ellas son hoy monarquías parlamentarias, esto es, adecuadas al sistema parlamentario cuyo ejemplo clásico es el modelo de Westminster. Quedan, sin embargo, asimismo vestigios de la monarquía absoluta, en el caso del Vaticano, que a su vez se rige por una Ley Fundamental de 2000, promulgada por el Papa Juan Pablo II. El conocimiento de la historia del politólogo no puede limitarse al de la historia política convencional sino que debe ampliarse al de la historia de las ideas en su sentido más amplio. Es frecuente encontrar fenómenos políticos que solo pueden entenderse si es posible calibrar la autoimagen de estos cuando la hacen depender de su interpretación de ideas o concepciones del pasado. Por ejemplo, el fundador del partido mayoritario de la derecha española, Manuel Fraga, profesaba admiración por don Antonio Cánovas del Castillo, principal artífice de la primera restauración borbónica, líder del partido conservador cuyas ideas políticas se reflejan en la Constitución de 1876. Seguramente, Fraga, político práctico, pero también teórico político que dedicó un ensayo a la figura del político malagueño, lo tomaba como modelo para su idea de la función de la derecha en la segunda restauración en la Transición y de la configuración de esta última, inspirándose asimismo en el parlamentarismo británico, como había hecho Cánovas (Fraga, 1976, 1997). Corresponde al politólogo estudiar cómo se configura ese canovismo de la derecha y solo podrá hacerlo si conoce la obra de su creador. Pero a su vez, este, firme defensor del liberalismo doctrinario y autor de una Historia de la decadencia de España, además del modelo británico, que tenía muy presente, estaba convencido de


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que la legitimidad de la monarquía española dependía de lo que llamaba su constitución interna o histórica, esto es, su arraigo en la historia de la nación en la doble forma del Rey y las Cortes. Al día de hoy, buena parte del nacionalcatolicismo como ideología es incomprensible si no se tiene en consideración ese supuesto con el añadido de que la Monarquía ha de ser católica. Así lo proclama el pretendiente Alfonso (luego Alfonso XII) en el Manifiesto de Sandhurst, redactado por Cánovas y en la Constitución de 1876 que reconoce el carácter confesional católico del Estado, en la línea de prácticamente todas las Constituciones anteriores. Tampoco basta con la historia de las ideas o las concepciones. Los fenómenos políticos se dan en la sociedad y en una proporción apreciable de casos versan sobre cuestiones económicas. El politólogo viene entonces obligado al conocimiento de visiones y enfoques de la historia que también son relativamente recientes en el desarrollo de la propia historiografía. Es el caso de la historia social y económica. No le es exigible, obviamente, un conocimiento especializado de las profundidades de estos aspectos del pasado pero sí que tenga un conocimiento discreto de ellos. A la hora de valorar las facetas políticas de la Reforma y las guerras de religión, a partir de las cuales se generaliza el principio de tolerancia no es posible ignorar que se dan en un contexto de agitación social con sublevaciones de campesinos, jacqueries y levantamientos populares. El nacimiento de los fascismos y los totalitarismos en general es incomprensible si no es sobre el trasfondo de la crisis económica de 1929 como lo es también el Estado del bienestar en cuanto cristalización de las medidas que se fueron tomando para evitar la repetición de las crisis cíclicas del capitalismo. Se trata del mismo Estado del bienestar que la actual crisis económica ha puesto en cuestión desde el comienzo y en torno al cual, a su restauración, modificación o progresivo desmantelamiento se dan los debates actuales tanto en el campo de las políticas públicas como en el de las justificaciones teóricas. Esa necesaria familiaridad del politólogo con la historia social y económica lo lleva a orientar a veces su investigación en el comportamiento de los agentes económicos y, en consecuencia, a valerse de la economía.


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5) LA POLÍTICA Y LA ECONOMÍA Si bien la economía puede trazar sus orígenes como disciplina independiente a la antigüedad griega (Jenofonte, 1968), en los primeros pasos de la constitución de la Teoría del Estado, en la Cameralística del siglo XVII, aparece conjuntamente con la Política. De hecho la Cameralística engloba la economía, la administración pública y la política como “ciencia de la policía”, que tendría desarrollo en España en cuanto Tratado de la policía (Valeriola, 1977). Incluso en sus desarrollos posteriores, la economía siguió siendo parte de la política bajo la denominación de “Economía nacional” Nationalökonomie de donde derivaría luego la Volkswirtschaft, en terminología más germánica. Compartiendo la cuna, es lógico que ambas disciplinas hayan seguido en paralelo puesto que mantienen abundantes relaciones mutuas que obligan al politólogo a prestar atención a los fenómenos económicos tanto en un plano objetivo como en otro metodológico. En el plano objetivo basta con recordar la definición de política como distribución de bienes entre opciones alternativas y hacer hincapié en el concepto de bienes. Muchos conflictos políticos son trasuntos de relaciones económicas y muchos agentes políticos representan en su acción intereses económicos, por ejemplo, los grupos de presión, los sindicatos o las organizaciones empresariales. El debate político versa en gran medida sobre opciones de política económica y es frecuente que las acciones políticas consistan en agregación de intereses económicos. Es saber convencional que la ley más importante de cada periodo de sesiones del legislativo es la de presupuestos. La ley de presupuestos viene siendo la materialización práctica periódica de los compromisos fijados en el programa del partido (o coalición de partidos) que ganó las elecciones. Constituye también la fórmula del acuerdo al que en cada caso hayan llegado las distintas fuerzas políticas parlamentarias (aunque no solamente estas) en el curso de su interrelación política.


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El impacto de las medidas de política económica, muchas veces adoptadas por razones ideológicas, se entiende básicamente en términos económicos y su evaluación debe figurar en todas las explicaciones científicas de la política. De ahí que deba exigirse a los politólogos familiaridad con los marcos de referencia económicos. En el plano metodológico, la ciencia política mantiene una relación directa con la disciplina económica en la medida en que ha de dar cuenta del comportamiento de unos agentes que suelen actuar como agentes económicos. De hecho, el enfoque de la teoría de la decisión racional, que es una teoría del comportamiento de los mercados está a caballo entre la economía y la política. Su versión más estrictamente politológica es la ya mencionada teoría económica de la democracia (Downs, 1973). La vinculación entre la economía y la política se da en una doble faceta teórica y práctica. En el plano teórico, se presume que el conjunto de la acción política está orientado al bien común. No es solamente que este concepto del “bien común” forme parte de la historia de las ideas políticas desde antiguo sino que en el debate actual hay corrientes políticas, sobre todo en los ámbitos alternativos que postulan la supremacía del bien común, llamando a su orientación “economía del bien común”. No es preciso señalar que ese concepto de “bien común” en favor del cual se postulan acciones colectivas es materia de debate e interpretaciones encontradas, es decir, materia de conflicto político. En el plano práctico, el paradigma metodológico dominante de la elección racional o decisión pública parte del estudio de los comportamientos de unos agentes movidos exclusivamente por el criterio egoísta de la maximización del beneficio y la minimización del perjuicio, criterio egoísta que se considera quintaesencia del comportamiento racional. Tal es la base práctica para el análisis del comportamiento electoral desde el punto de vista de la teoría económica de la democracia, esto es, considerar que este, como comportamiento racional del egoísta ilustrado, se basa en un cálculo de costes-beneficios. El comportamiento electoral tiene unos posibles beneficios en el sentido de las ventajas que pueda reportar el triunfo de “los nuestros”


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