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LAS GRANDES CORPORACIONES DEL SIGLO XX

RAMIRO REIG Profesor de Historia Econ贸mica

Valencia, 2009


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Los artículos que componen este libro fueron publicados con anterioridad en el semanario económico “El Boletín”.

Colección dirigida por:

ANA BELÉN CAMPUZANO MARCELO PASCUAL

© RAMIRO REIG

© TIRANT LO BLANCH EDITA: TIRANT LO BLANCH C/ Artes Gráficas, 14 - 46010 - Valencia TELFS.: 96/361 00 48 - 50 FAX: 96/369 41 51 Email:tlb@tirant.com http://www.tirant.com Librería virtual: http://www.tirant.es DEPOSITO LEGAL: V I.S.B.N.: 978 - 84 - 9876 - 644 - 8 IMPRIME Y MAQUETA: PMc Media Si tiene alguna queja o sugerencia envíenos un mail a: atencioncliente@tirant.com. En caso de no ser atendida su sugerencia por favor lea en www.tirant.net/politicas.htm nuestro Procedimiento de quejas.


Índice 1.

ROTHSCHILD Y MORGAN. Banqueros de confianza .............................................

17

2.

FORD Y GENERAL MOTORS. El genio y el organizador .......................................

25

3.

BAYER, BASF Y HOESCHT. Los colosos alemanes de la química ..........................

33

4.

SIEMENS, AEG Y GENERAL ELECTRIC. Y se hizo la luz ....................................

41

5.

COCA COLA Y PEPSI COLA. Cómo vender burbujas .............................................

49

6.

MCDONALDS. El pionero de las franquicias ...........................................................

57

7.

DE GALERÍAS LAFAYETTE A CARREFOUR. Los grandes almacenes ................

65

8.

ROCKEFELLER Y LAS SIETE HERMANAS. Los dueños del mundo...................

73

9.

EMPRESARIOS Y SAMURAIS. El modelo japonés .................................................

81

10. SONY. Imitar y crear..................................................................................................

89

11. AGNELLI, PIRELLI, OLIVETTI. Los príncipes italianos .......................................

97

12. MICHELIN. La cultura de empresa ..........................................................................

105

13. THE NEW YORK TIMES. Una empresa familiar ....................................................

115

14. AIR FRANCE O TWA. ¿Público o privado? ..............................................................

123

15. EL LEÓN DE LA METRO. La fábrica de sueños .....................................................

131

16. HEARTS CONTRA PULITZER. El cuarto poder .....................................................

139

17. IBM Y LOS ENANOS REBELDES. La revolución informática ..............................

147

18. AMERICAN EXPRESS Y SEARS. El mercado virtual ............................................

155

19. NOKIA. El espía que vino del frío .............................................................................

163

20. IBERDROLA. Energía para el futuro .......................................................................

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Prólogo Este es, en mi opinión, un libro importante. Lo es por lo que en él se narra, sin duda, pero también por cómo su autor, Ramiro Reig, lo narra. Resulta indiscutible el avance de la historia empresarial en las universidades españolas durante los últimos años, proceso en el que él participó desde el Departamento de Análisis Económico de la Universidad de Valencia de forma muy activa. Como lo es el progreso de la traducción de obras que directa o indirectamente tratan de dar a conocer la evolución de empresas emblemáticas. En especial de las que han tenido éxito en alcanzar una posición dominante, porque las enseñanzas a extraer de las que han fracasado, y de cómo evitar sus errores, suelen recibir escasa atención. La publicación de libros sobre la empresa han aumentado a un ritmo exponencial. Pero a pesar de ello, es igualmente indiscutible que aún queda mucho camino por recorrer. En especial, desde la perspectiva fundamental de que el conocimiento de la historia de las grandes empresas, de aquellas cuyas innovaciones conforman los ejes centrales de la estrategia empresarial en el mundo actual, alcance la difusión que merece. Una difusión que no debiera quedar restringida al de los limitados círculos de los especialistas académicos sino ampliarse al conjunto de los interesados en la situación de la economía o en la mejora de la posición competitiva de España. No es útil engañarse. Las decisiones, o incluso las declaraciones de intenciones, de los reguladores del mercado, desde el gobierno de España hasta el último organismo municipal, reciben entre nosotros una diferencia de atención abrumadora respecto a los logros empresariales o las decisiones estratégicas de los órganos de gobierno de las sociedades. Lo mismo sucede con la acrítica acogida en los medios de comunicación de las declaraciones de los gestores públicos sobre cuestiones que están por completo fuera de su capacidad de actuación como el comportamiento del empleo o de la inversión. Ya lo recordó hace muchos años Charles P. Kindleberger sin que en España la actuación de los implicados se haya modificado. Se puede comparar al gobierno con un jinete y a los agentes privados con un caballo. El primero puede hacer que el segundo no abreve; esto es, provocar una recesión con su actuación. Pero lo que no puede es conseguir que el caballo abreve, (impulsar la inversión, la producción y el empleo), si éste, por las razones que sea, no desea hacerlo. Los ciclos económicos existen y sus determinantes hay que buscarlos en las decisiones de los agentes privados. A los gobiernos les corresponde intentar fijar el marco para que las expansiones sean lo más prolongadas posibles y que, por contra, las recesiones sean lo más breves y menos costosas socialmente. No es poco. Al menos teniendo en cuenta la situación económica española de fines de 2009. Por todo ello, aunque cuando sea una obviedad, no está de más subrayar que en la economía actual, como en la de los pasados dos siglos, la empresa es


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el centro neurálgico de la producción de bienes y servicios, de generación de innovación y de creación de empleo. Que en todos los países (tanto más cuanto más atrasados son) los gobiernos, cualquiera que sea su orientación ideológica, pretendan apropiarse de este atributo, o de la capacidad de determinar su evolución, no modifica un ápice la realidad. El motor de la actividad económica, y por tanto la base sobre la que asienta la mejora en el bienestar material de las sociedades, es la actividad productiva de las empresas. Al gobierno le queda, como he indicado, el papel nada irrelevante de establecer los incentivos para que la actuación empresarial haga crecer en la mayor proporción y durante el mayor tiempo posible, y cabe desear que con las menores externalidades negativas, la producción, la productividad y el empleo. Y que las caídas en el nivel de actividad sean breves o que los logros del crecimiento económico se distribuyan de acuerdo con las preferencias sociales reveladas. Por tanto, en las empresas, además de sus trabajadores o de quienes aportan capital para hacerla posible, la generación de una mayor cantidad de bienes y servicios o de puestos de trabajo depende de los gestores, propietarios o no, que diseñan y ponen en práctica las decisiones estratégicas que posibilitan su expansión. Hasta hace relativamente pocos años todo ello era poco aceptado en España. Y aún hoy la presencia de elementos patronales atávicos en los dirigentes de las organizaciones empresariales dificulta su reconocimiento. En ello influye también, sin duda, la vinculación que tuvieron buena parte de las empresas más emblemáticas con un sistema político dictatorial, basado en la discrecionalidad y en la concesión arbitraria de privilegios. Aun cuando el en franquismo no faltaban empresas y empresarios eficientes, era difícil que el conjunto de la actividad empresarial tuviera un reconocimiento similar al de otros países avanzados democráticos. Como describiera José Víctor Sevilla, en España eran menos habituales las buenas empresas que los buenos negocios. Como consecuencia el análisis y estudio de medio y largo plazo de trayectorias empresariales emblemáticas era excepcional. Estaba circunscrito a las escasas, aunque muy prestigiosas, escuelas de negocios con que contamos como IESE, ESADE en las que si se aprendía de las empresas más desatacadas internacionalmente. Hoy, afortunadamente cabría añadir, la situación ha experimentado un cambio radical. De esta forma, si no en todas, sí en la inmensa mayoría de las universidades españolas la historia empresarial ocupa un lugar destacado dentro de la docencia de los estudios de administración de empresas (menos en las licenciaturas o diplomaturas de Economía). No sólo. Algunos resultados de la labor de los investigadores universitarios españoles están siendo publicadas en revistas de gran prestigio académico internacional. Desde perspectivas muy diversas los desafíos a los que se ha enfrentado la empresa en su trayectoria histórica para llegar a ser lo que es hoy, forma parte de los programas docentes. Como indicaba, en mi opinión lo anterior no es suficiente. La comprensión de la situación de la economía mundial de comienzos de este siglo XXI no es posible sin integrar el conocimiento de la actuación de las empresas, de las más innova-


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doras y de las más retardatarias, dentro del acervo de cuestiones que ocupan y preocupan a la sociedad. O, al menos, a sectores relevantes de la misma. Porque de esta actuación depende, para bien y para mal, aspectos cruciales de nuestro bienestar material. Empezando por el empleo de buena parte de la población y acabando por los abusos, sancionados legalmente o no, a los que nos someten aquellas sociedades con privilegios incompatibles tanto con la eficiencia como con los principios que emanan de normas fundamentales de convivencia. De unas y otras tenemos en la España de hoy excelentes ejemplos. La difusión de las principales decisiones estratégicas de las sociedades más innovadoras (o de las que gozan de una posición de privilegio más destacada), no es lo único relevante. No lo es menos el conocimiento de aquellas, surgidas habitualmente en los países más avanzados, cuyas mejoras técnicas u organizativas han modificado la situación de las demás y han conformado la economía actual. Sin éste es imposible comprender las primeras (al tiempo que sin conocer y entender éstas la economía actual se convierte en un jeroglífico). Y es en este terreno en el que el libro de Ramiro Reig tiene una importancia notable. Su contenido es precisamente la historia de una selección del nutrido grupo de grandes corporaciones que, por una u otra razón, han transformado el mundo. De American Express y la aparición de los cheques de viaje a finales del siglo XIX, antecedente de la tarjeta de crédito con su difusión exponencial desde mediados del siglo XX, a la oleada de destrucción creadora schumpeteriana que supuso la irrupción del Ford T. De las difusión de la economía del conocimiento vinculada a las comunicaciones inalámbricas, capítulo 19, a la trascendencia de las empresas públicas en el sector de la aviación comercial europeo para su expansión al no contar con el apoyo de la demanda militar como en EEUU, abordada en el capítulo 14. Por no mencionar la falta de confianza en la competencia de grandes magnates como Morgan descritas en el primer capítulo o los acuerdos de colusión de los grandes grupos químicos relatados en el tercero que, en contra de lo que se pretende por parte de los creyentes en la eficiencia óptima de los mercados no regulados, no fueron siempre negativos para el crecimiento. En su conjunto, los ejemplos elegidos para conformar el libro forman un significativo grupo de innovadoras. Y sin bien se puede afirmar que no están todas las que son, algo por otro lado inabarcable, si son todas las que están, con la excepción de la empresa española, a años luz de las restantes. Pero es que además, como indicaba al comienzo, no es sólo el contenido de la obra lo que merece ser destacado. También lo es el estilo de narración elegido por Ramiro Reig, directo, ameno y fácilmente comprensible. De esta forma, a través de sus páginas se van diseccionando los rasgos principales de las corporaciones seleccionadas sin obviar las referencias a la situación actual ni unos trazos de ironía que incitan a proseguir la lectura. La opción se asienta, sin duda, en la capacidad literaria de Ramiro de la que hay sobradas muestras previas. Y en parte quizá también es resultado de que los capítulos que componen el libro son la recopilación corregida de las entregas semanales publicadas inicialmente


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en El Boletín, un semanario de economía publicado en Valencia hoy desgraciadamente desaparecido. Fue El Boletín una iniciativa de trascendencia indiscutible desde la óptica de superar una sociedad invisible como es la valenciana en el mapa de la distribución del poder económico en España. Su evolución, desde que se hiciera cargo de la dirección del mismo Cruz Sierra hasta el cierre debiera ser merecedora de una reflexión de carácter empresarial por aquellos que tanto dicen desear que esa invisibilidad quede superada. Al tesón de Sierra, precisamente, se debe la plasmación de la idea de dar a conocer las grandes corporaciones del siglo XX que Ramiro venía explicando en sus clases de historia empresarial y, en buena medida por tanto, que ahora una versión corregida de aquellos fascículos queden transformados en libro. Carece de sentido sintetizar aquí sus principales logros del trabajo y menos el contenido de sus diferentes capítulos. Pero quizá sí lo tenga el enmarcar de manera breve el contexto histórico que posibilita el surgimiento de las corporaciones descritas. Es, por otro lado, el marco del origen del mundo económico que hoy conocemos dominado por la globalización, al margen de la recesión derivada de la crisis financiera (¿o habría que decir de la ausencia de regulación de los mercados financieros?) que en el largo plazo quedará con un carácter casi coyuntural. Nuestro mundo es en gran medida, el legado del surgido a finales del siglo XIX con la primera etapa de la globalización. Un fenómeno, en contra de lo tantas veces supuesto, nada novedoso. En aquel período, la expansión del telégrafo, primero, y los avances técnicos en la mecánica de motores y la construcción naval, después, hicieron posible la creación de una economía mundial en el sentido que hoy tiene el término. Aunque muchas de las corporaciones que recoge el libro tienen un origen vinculado al mercado interior (quizá la excepción más destacada sea Nokia en el penúltimo capítulo), sin la perspectiva de ese mercado mundial que entonces surgía y que quedaría consolidado a lo largo del siglo XX es difícil pensar que hubieran alcanzado la relevancia que han llegado a tener. El telégrafo y la mecánica de motores, no fueron las únicas innovaciones relevantes de estos decenios, conocidos también como los de la Segunda Revolución Industrial por la importancia que alcanzó entonces el avance tecnológico. De nuevo, muchos de los capítulos del libro, sirva de nuevo como ejemplo el tercero dedicado a los colosos alemanes de la química, demuestran que la innovación, sea cual sea la forma que ésta adopte, es consustancial al avance de la economía, al desplazamiento de lo que los economistas denominamos la frontera de las posibilidades de producción. Pero las dos innovaciones mencionadas sí fueron las que hicieron posible aumentar en una medida no conocida hasta entonces las relaciones económicas entre las economías avanzadas y de manera espectacular entre ambos lados del Atlántico, entre Europa y Estados Unidos. Las implicaciones económicas de la difusión del telégrafo no es exagerado compararlas con las que ha tenido en años recientes la difusión de las redes de comunicación englobadas bajo la denominación de Internet. En julio de 1866,


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tras no pocos intentos fallidos hasta superar el desafío tecnológico de transmitir la señal a la larga distancia, se cursó el primer telegrama por el nuevo cable submarino que unía a Europa y Estados Unidos. Con ello se solucionaba el problema de la comunicación telegráfica entre ambos continentes. La demanda de información multiplicó las líneas submarinas durante las siguientes décadas y con ello las posibilidades de aumentar con un coste unitario decreciente tanto la información sobre nuevos productos y precios de los mismos como los intercambios. La rapidez de tendido fue tal que a finales del siglo XIX los cinco continentes estaban unidos por un sistema de transmisión de información de una rapidez que puede considerarse instantánea. Debe tenerse en cuenta que hasta ese momento la única comunicación posible entre un lado y otro del Atlántico, el correo postal, exigía un lapso temporal de entre diez y quince días. Y en ocasiones más, si el mal tiempo afectaba a la navegación marítima. Siendo entonces Gran Bretaña la primera potencia mundial, se la conocía como la fábrica del mundo, no es casualidad que en 1909 la red telegráfica de propiedad británica alcanzara más de la mitad del total mundial con 260.000 kilómetros. España no llegaba a los 3.000. El país, eminentemente agrario excepto el área circundante de Barcelona, aprovechaba en escasa medida las posibilidades de estas nuevas tecnologías de la comunicación: su competitividad era limitada y sus energías se concentraban en terrenos distintos al económico. En 1898 se habían perdido Cuba y Filipinas y el pesimismo de una parte de la intelectualidad castellana bloqueaba la atención a los cambios radicales que estaban teniendo lugar en otras partes de Europa y del mundo. No es casualidad que en el listado de grandes corporaciones que Ramiro Reig ha elegido para ilustrar su aportación al mundo que hoy tenemos no haya podido encontrar ninguna española surgida durante estos años. Duro contraste con la Italia de finales del XIX, que podría sintetizarse en la trayectoria el Giovanni Battista Pirelli. Diferencia que el libro, implícitamente, ilustra de manera magistral en su capítulo decimoprimero. No existen en España semejanzas conocidos con los tres grandes clanes familiares italianos que viajaron al extranjero, enviaron a sus hijos a estudiar a Estados Unidos o Alemania y, sobre todo, estaban obsesionados por competir en los mercados internacionales. Hasta finales del siglo XX no habría presencia de empresas españolas en el mercado mundial. Las enormes posibilidades económicas de un mejor y más rápido conocimiento de la coyuntura en lugares distantes que brindaba el telégrafo no hubiera provocado el espectacular impacto que tuvo de no haber estado acompañado de una revolución técnica en la mecánica de motores y de avances importantes en la construcción naval. El mayor tamaño de los buques, que pasaron a ser construidos de acero aumentando muy considerablemente su capacidad de carga, y la reducción de coste por unidad transportada que ello implicó, hubieran sido imposible sin la existencia de motores de una potencia mucho mayor. Desde los años finales del siglo XIX, Nueva York estaba a menos de una semana de viaje, (con condiciones climatológicas no desfavorables) de Londres o Hamburgo y el viaje se podía realizar en camarotes individuales algo impensable pocos decenios antes. Aunque la irrupción financiera y comercial en el mercado mundial


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de los Estados Unidos sólo sería visible tras la I Guerra Mundial, fue en estos años de la primera etapa de la globalización cuando la transformación de su estructura de la producción y la difusión de las nuevas formas de producir se consolidaron. De nuevo, los ejemplos que recoge el libro de Ramiro Reig en sus primeros capítulos son una prueba de ello. Son ejemplos que se integran en un contexto más general, de desarrollo de la producción mediante piezas intercambiables, de avances importantes en la industria del frío, de la utilización del motor de combustión, de los abonos químicos, del uso de la electricidad como fuente de energía, de la utilización creciente del petróleo y tantos otros avances que Ramiro Reig relata y que contribuyeron a cambiar el mundo. En esta nueva economía global, ser el mejor en la producción ya no volvería a ser suficiente para alcanzar una posición relevante en el mercado, y menos todavía para la conquista de otros nuevos. Al margen del aspecto decisivo de la financiación bancaria, donde alemanes y estadounidenses superaron a los británicos desde muy pronto, la eficiencia de la distribución, la red comercial y sobre todo la difusión de las ventajas del producto y el conocimiento de su existencia pasaron desde entonces a ocupar un lugar mucho más importante que en el pasado en el crecimiento de empresas y economías. De ahí la proliferación de puntos de encuentro entre oferentes y demandantes, entre productores y consumidores. Este fenómeno de creación de mercado, y al tiempo de aprovechamiento de las ventajas que brindaba la mejora de los sistemas de comunicación, está detrás de las grandes exposiciones que jalonan estas décadas, esas que favorecieron la visita a Europa de los Morgan, Carnegie, Mellon, Astor, Vanderbilt, Singer, Huntington mencionados por Reig en el capítulo dedicado a la aparición del “dinero de plástico”. Una vez más, fue Londres la pionera, con la organización de la monumental “Gran Exposición de los Trabajos de la Industria de Todas las Naciones” a mediados del siglo. Al margen de que transformara arquitectónicamente una parte sustancial de la capital de Gran Bretaña, lo relevante del evento no es tanto que marcara el camino que seguirían las siguientes Exposiciones Universales, sino que simboliza el inicio de nueva era en la movilidad de las personas y, como consecuencia, de las mercancías. El avance de la globalización hizo que estos encuentros, en los que se entrelazaban los aspectos económicos con los culturales y los arquitectónicos, se generalizaran. Si en el terreno de las corporaciones, las elegidas en el libro son los emblemas del nuevo mundo, en el de las Exposiciones, que son su contrapartida en el terreno de la mayor movilidad de personas y bienes, fueron las Exposiciones Universales de París de 1889, con 28 millones de visitantes, y de 1900 a la que acudieron 50 millones de personas. De ambas es deudor la espectacularidad del París actual, de la Torre Eiffel a la primera línea de metro incluyendo buena parte de los elementos más emblemáticos de esa área de la ciudad como las estaciones de Lyon y d’Orsay, el puente Alexandre III, el Grand Palais, La Ruche y el Petit Palais.


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La relación entre la actividad de las grandes corporaciones que entonces ya existían, analizadas en este libro, y las características de esta etapa de la cual las Exposiciones Universales son uno de sus mejores símbolos es muy estrecha. La convicción de que el mundo entraba en una nueva era suponía la aparición de nuevos desafíos desconocidos hasta entonces. Dentro de ellos se incluía el respecto al derecho de propiedad intelectual o la armonización de las normas legales entre los distintos países tan relevantes decenios después en el desarrollo de los productos fabricados por Sony o IBM. Pero también la paz laboral y la identificación del trabajador con la empresa, inseparable del denominado paternalismo industrial tan bien ejemplificado por Ramiro Reig en el caso de Michelín. Los rasgos definitorios de esta primera etapa de la globalización resumidos a grandes trazos hasta aquí, hoy tan ignorados, aumentaron la fascinación sobre las posibilidades que brindaba la técnica y la innovación empresarial y constituyen la base sobre la que se asienta la economía actual. Porque si la I Guerra Mundial quebró la tendencia a la ampliación del mercado mundial en recesión durante la Gran Depresión de los años treinta, tras la derrota de Hitler, el proceso proseguiría, como lo refleja la información que recoge el libro, con mayor ímpetu. Y cuando, de nuevo, en los años finales del siglo XX se produjo la combinación entre una nueva oleada de innovaciones en los protocolos de información y las formas de transporte con la generalización del contenedor, la innovación más relevante del siglo según defiende Paul Krugman, la globalización alcanzaría una nueva dimensión. Sus consecuencias últimas en muchos terrenos, como el peso que acabará teniendo la actividad industrial en las sociedades desarrolladas, todavía no es posible entreverlas. La obra de Ramiro Reig ayuda a conocer y comprender la trayectoria de las grandes corporaciones del siglo XX. Lo cual favorece alcanzar un diagnóstico más riguroso de qué nos puede deparar el futuro. Y, por tanto, estar mejor preparados para hacer frente a sus desafíos. JORDI PALAFOX Catedrático de Historia e Instituciones Económicas Universitat de València



Capítulo I

Rothschild, J. P. Morgan. Banqueros de confianza Los valencianos presumimos de que sin el dinero de Luis de Santángel Colón no hubiera descubierto América. La parte de verdad de esta presunción es que todas las grandes empresas requieren respaldo financiero. Por eso comenzamos esta serie de historias empresariales con los que están detrás del escenario, los banqueros. La maison Rothschild, en Europa, the house of Morgan, en Estados Unidos, fueron los centros financieros más influyentes a lo largo del siglo XIX y principios del XX. El nombre que se atribuían, maison, house, casa de banca, indica que no se trataba de bancos tal como hoy los entendemos, es decir, no eran bancos abiertos a todos los clientes para acoger depósitos y conceder préstamos a corto plazo, ni grandes bancos de inversión industrial comprometidos a largo plazo con una empresa. Actuaban como intermediarios financieros de los empréstitos públicos o de las operaciones de salida al mercado de capitales de grandes empresas (ferrocarriles, canales, telégrafos). Se les podría comparar con la banca especializada de nuestros días, al estilo de la Banque Lazard o Goldman Sachs, con una diferencia importante: siempre actuaban sobre seguro y, en caso de duda, tomaban garantías que los ponían a buen recaudo. Ellos fueron los que acuñaron la divisa de la aversión al riesgo y la caricatura del hombre encorvado, avaro y siniestro cerrando una caja de caudales repleta de sacos de monedas.

ERAN CINCO HERMANOS Meyer Amschel Rothschild fue un comerciante judío de Franckfurt a finales del siglo XVIII. En aquellos tiempos la escasez de numerario creaba muchos problemas de liquidez, incluso a las personas pudientes, y de aquí que los comerciantes judíos que habían conseguido acumular un cierto capital se dedicaran al préstamo, una actividad mal vista y criticada por la Iglesia. Además, el hecho de que la comunidad judía estuviera muy dispersa, pero mantuviera estrechos lazos entre sus miembros, facilitaba el envío y aceptación de las letras de cambio. Rothschild fue uno de esos ricos comerciantes que actuaban como prestamistas. Consiguió prosperar en el negocio e introducirse en los círculos de la nobleza como banquero personal del príncipe de Hesse. Este personaje, por lo que parece, era muy gastador y siempre andaba corto de dinero a pesar de que tenía montado un negocio bastante lucrativo y muy extendido en Alemania.


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Reclutaba soldados mercenarios y los arrendaba al mejor postor, generalmente Inglaterra, y en caso de muerte cobraba una indemnización. Rothschild le adelantaba el dinero a este, digamos, traficante de armas, y se encargaba de negociar las letras de cambio que giraban los ingleses. Con tal fin envió a su hijo mayor a Londres y este fue el origen de su fortuna. Cuando en 1806 sobrevino la invasión napoleónica supo contemporizar con los franceses pero mantuvo a su hijo en Londres. En un momento crítico en que el gobierno británico no disponía de dinero en efectivo para pagar al ejército de Wellington que luchaba contra Napoleón en España, Rothschild adelantó la cantidad. Además de recuperar la suma con elevados intereses (prima de riesgo) este gesto le sirvió para darse a conocer en la City, centro de negocios del mundo. Al terminar la guerra con la victoria aliada sobre Napoleón Rothschild se encontró con que era un banquero rico y apreciado. Como un gran general de las finanzas planificó una estrategia de implantación internacional situando a sus cinco hijos en las principales capitales europeas. El pequeño se quedó con él en Franckfurt y los otros cuatro se instalaron en Londres, París, Viena y Nápoles. Su misión era abrir una casa Rothschild especializada en la captación y colocación de los empréstitos estatales en el mercado financiero. Después de las guerras napoleónicas los gobiernos estaban escasos de dinero por lo que las emisiones de títulos de la deuda fueron cuantiosas y generosas con los intermediarios. Usando los términos actuales podríamos decir que un buen empréstito era un auténtico “pelotazo” para los comisionistas que adquirían los títulos por debajo de su paridad y los vendían por encima. Evidentemente se requería una gran capacidad económica para hacerse cargo de muchos millones y había un riesgo en el caso de que no se vendiera o de que el gobierno no pudiera llevar a cabo su amortización o pignoración. Los Rothschild tenían esa capacidad porque trabajaban unidos como una piña (de los 18 nietos del fundador 14 se casaron con personas de la familia) y cuando preveían un alto riesgo exigían garantías leoninas, por ejemplo se quedaron con los beneficios de las minas de Almadén durante veinticinco años. En poco tiempo el padre y sus cinco hijos se convirtieron en la casa de banca más poderosa de Europa. En tomo a 1830 el capitalismo entró en una fase de aceleración arrastrado por la industrialización británica. Fueron unos años de negocios frenéticos en los que la aparición de nuevos productos y tecnologías hacía que las cosas se revalorizasen, o quedaran anticuadas, con suma rapidez. Comenzaba la fiebre de la Bolsa admirablemente descrita en la novela de Zola L’argent cuyo protagonista es el Rothschild de París. Un ministro del gobierno francés resumió la situación en una frase programática que se ha hecho célebre: Burgueses ¡enriqueceos! La casa Rothschild se dedicó a la gestión de patrimonios y grandes fortunas. Aceptaban de una clientela selecta una suma considerable de dinero, lo que hoy llamaríamos un fondo de inversión, y lo trabajaban en la Bolsa. Pero ellos no eran unos brokers cualquiera de esos que se pasan el día gritando en el parquet, compro, vendo. Su ventaja estaba en que disponían de una cartera


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de valores muy voluminosa y diversificada, con la que podían jugar y asestar golpes mortales, y en que contaban con una información privilegiada. Estaban presentes en diversos países donde tenían acceso a los centros de poder, lo que les permitía conocer con anticipación decisiones importantes, y habían montado un servicio de mensajería para su uso exclusivo con el que se comunicaban con gran rapidez. En la conocida novela de Dumas ‘El Conde de Montecristo’ se cuenta que el justiciero Conde, para dar un escarmiento a un malvado banquero, le hace llegar una información confidencial sobre la victoria de los carlistas en España (Montecristo sabe que ha ocurrido lo contrario). El ambicioso banquero vende todos los títulos españoles que al cabo de unos días, al conocerse en París la victoria del gobierno, se revalorizan espectacularmente. Esto es novela pero la realidad era aún más novelesca. Leyendo la correspondencia del agente de Rothschild en Madrid con la casa central de París se queda uno asombrado al comprobar que era asiduo de los principales ministros y que éstos le informaban y consultaban constantemente.

LA LUCHA ENTRE LA VIEJA Y LA NUEVA BANCA Al comenzar en Europa la construcción del ferrocarril los Rothschild se involucraron, faltaría más, en este negocio que suponía una masiva movilización de capital. Lo hicieron como provisores de fondos y como intermediarios de la colocación de las acciones pero se mostraron reticentes a participar como accionistas en las compañías. En este punto tropezaron con algunos competidores que les superaron con la novedad y la audacia de sus planteamientos, los sansimonianos. Napoleón III, jefe del gobierno en Francia de 1850 a 1870, estaba muy influido por las ideas sansimonianas y se rodeó de personas de este grupo. Los sansimonianos proponían un nuevo tipo de banca caracterizada por dos rasgos: 1) abierta a todo el público con el fin de captar el ahorro popular y hacerle partícipe del progreso, y 2) comprometida en la inversión industrial, actuando no como intermediaria sino como accionista de las empresas. Estas ideas eran defendidas por los hermanos Pereire y practicadas por su banco, el Credit Mobilier, que tuvo un éxito fulgurante. Los Rothschild montaron en cólera ante aquellos advenedizos que les pisaban el terreno y escribieron una carta furiosa a Napoleón en la que acusaban a la nueva banca de dos peligros, a su juicio, gravísimos. Comprometerse con inversiones a largo plazo, que requerían un lento período de maduración hasta ser rentables, suponía un riesgo muy elevado que podía desembocar en la quiebra del banco. Y si no era así, y la cosa funcionaba bien, resultaría que los bancos se adueñarían de las empresas y serían todopoderosos. En las dos cosas había una buena parte de razón pero no deja de ser chocante que lo dijeran ellos que hasta ese momento habían sido los amos del cotarro. La carta terminaba de una forma apocalíptica: Autorizar esta banca es


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aventurarse hacia un futuro de tormentas y catástrofes. Napoleón leyó la misiva pero no les hizo ningún caso. Emprendieron entonces una guerra despiadada y sucia contra los Pereire, desestabilizando la Bolsa, cerrando el paso a sus líneas de ferrocarril, difundiendo rumores alarmistas, una guerra que duró casi veinte años hasta que consiguieron hundirles. Pero fue una victoria pírrica porque estaba cantado que el desarrollo capitalista necesitaba un tipo de banca abierta, dinámica e inversora y no el modelo elitista y de simple intermediación financiera que ellos propugnaban. En poco tiempo fueron surgiendo los llamados bancos universales que compaginaban el crédito y la inversión, al estilo del Credit Lyonnais, la Societé Generale, el Paribas, en Francia, el Deutsche Bank, en Alemania, o el Banco Español de Crédito, en España, que fue la continuación del Credit Mobilier que los Pereire habían creado en España. Hasta que se fueron asentando los nuevos bancos, a principios de siglo, los Rothschild continuaron dirigiendo las finanzas europeas. Gestionaron empréstitos descomunales como el de la unidad italiana, el de las reparaciones de la guerra franco-prusiana, y el de los ferrocarriles rusos. Uno de los más importantes fue el que hizo que el canal de Suez pasara a manos británicas. La construcción del canal fue un proyecto sansimoniano, dirigido por Lesseps y financiado por Francia. A su inauguración asistió Napoleón III del brazo de la española Eugenia de Montijo, su mujer, y con este motivo se estrenó la ópera de Verdi, Aida, que trata de los egipcios. Para convencer al sultán, además de cantarle ópera, hubo que regalarle un voluminoso paquete de acciones de la Compañía. La jugada británica fue como sigue. El sultán tenía una gran deuda con la casa Rothschild de Londres. El gobierno británico pidió a Rothschild que se la condonara, a cambio de las acciones del canal. Y luego se las compró. Así fue como, por intermediación de los Rothschild, el canal de Suez, zona estratégica de primer orden, pasó a estar controlado por Gran Bretaña hasta la revolución de Nasser en 1956. A lo largo del siglo XX la casa Rothschild fue pasando a un segundo plano dedicándose a su especialidad, la gestión de patrimonios, algo que entre las actividades de los grandes bancos de inversión tenía poca importancia. En Viena donde, cosa bien curiosa después de tanto hablar, se convirtió en banco de inversión, el Kreditanstalt, quebró en la crisis de los años 30. Después de la segunda guerra mundial los biznietos de Meyer Amschel Rothschild cerraron la casa y se dedicaron a sus negocios particulares, entre otros el de los vinos. Como dice Tosca, al ver derribado a sus pies al tirano Scarpia: Y pensar que delante de él temblaba media Europa.


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UN BANQUERO CON VOCACIÓN DE PODER: J. PIERPONT MORGAN La historia de la casa Morgan es, si cabe, más interesante que la de Rothschild por una razón: los Rothschild representan a los grandes banqueros del XIX que, en un momento determinado, no supieron dar el salto y quedaron superados, mientras que J. P. Morgan fue el artífice de los cambios que se produjeron en el capitalismo americano a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Para Pierpont Morgan prestar dinero y conseguir una fortuna era solo un medio para alcanzar un fin: el poder. Concebía su tarea de banquero como la de un organizador cuya misión era llevar a las empresas al buen camino del capitalismo corporativo. Cuando murió, el hombre que había manejado el dinero de las principales empresas del país y las había obligado a doblegarse a su voluntad, tenía una fortuna personal de 60 millones de dólares. Una cantidad considerable, que estaba entre las veinte primeras, pero muy inferior a los 300 millones de Carnegie o los 700 de Rockefeller. No es extraño que Carnegie, al enterarse, dijera: vaya sorpresa, yo pensaba que era un hombre rico. Por experiencia propia Carnegie sabía que había sido el más poderoso. Los Morgan pertenecían a una familia adinerada de Nueva York, bien relacionada y situada entre la clase alta del Este, los Vanderbilt, los Astor, los Dupont de Nemours, gente que miraba por encima del hombro a los presuntuosos terratenientes del sur. El padre del protagonista de nuestra historia, Junius Morgan, era dueño de una acreditada casa de banca. En los dos primeros decenios que siguieron a la independencia, la economía americana permaneció ligada a la británica, exportando algodón e importando bienes de equipo, y esto hizo que Nueva York, gracias a su puerto, se convirtiera en el centro comercial y financiero. Los banqueros neoyorquinos, como Morgan, actuaban de puente con la banca británica que aún consideraba a los Estados Unidos como una colonia o un país tercermundista. Pero las cosas cambiaron cuando, en torno a 1830, comenzó la expansión hacia el oeste y se descubrieron las enormes potencialidades que tenía el país. Salieron entonces a la luz dos concepciones diferentes, que ya habían enfrentado a dos de los padres fundadores, Hamilton y Jefferson, sobre lo que debía ser América. Lo que se discutía era, en el plano político, si Norteamérica debía tener un poder ejecutivo fuerte y centralizado, o no, y en el plano económico si debía convertirse en una potencia industrial o continuar siendo un país agroexportador. El problema político no se resolvería hasta la guerra de Secesión (1861-65) con el triunfo de la Unión sobre la Confederación, y aquí nos interesa el económico. Hamilton, ministro de finanzas del primer presidente, Washington, había conseguido que se creara un Banco central, el Banco de la Reserva Federal, a la manera del Banco de Inglaterra o del Banco de Francia, que debía actuar como autoridad monetaria y garantizar el funcionamiento del sistema financiero. No hubo demasiados problemas hasta que comenzó la riada de gente hacia el Oeste.


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RAMIRO REIG

Los granjeros, los pioneros y los pequeños bancos que iban surgiendo en los poblados pedían que se aumentase la cantidad de dinero circulante, mientras que el Banco de la Reserva Federal, apoyado por los banqueros de Nueva York (Morgan entre ellos) se oponía rotundamente preocupado, ante todo, por mantener la estabilidad y solidez del dólar. Los que marchaban a la conquista del interior del país querían dinero a bajo precio, aunque fuese papel devaluado, mientras que los que comerciaban con el exterior necesitaban un dólar fuerte para hacer los pagos. Como es lógico, los pioneros odiaban al banco central al que acusaban de estar vendido a los intereses de los grandes bancos del Este. Estando en éstas ascendió a la presidencia Jackson, acérrimo defensor de los pioneros, quien de un plumazo suprimió el Banco Federal. A partir de este momento, 1836, y hasta 1913 en que se volvió a crear, no hubo autoridad monetaria oficial en los Estados Unidos y tuvieron que ser los banqueros del Este los que asumieran la responsabilidad de regular la cantidad de dinero. Cuando prestaban no solo debían atender a sus reservas sino a cómo estaba en ese momento el conjunto del sistema, marcando ellos los ritmos deflacionistas o expansivos, cosa que, obviamente, no todos hacían pero que Pierpont Morgan se tomó muy en serio. Nuestro personaje había nacido un año después de la supresión del banco y murió un año antes de su restauración y esta carencia debió afectarle, a juzgar por su vida, tanto como a otros ser huérfanos de padre y madre. Ante la tumba de Hamilton juró ser él en persona la reserva federal y así lo hizo cuando accedió a la presidencia del banco familiar en 1875.

LA ‘REMORGANIZACIÓN’ DE LA ECONOMÍA Al término de la guerra de Secesión (1865) los Estados Unidos orientaron sus pasos decididamente hacia la conversión del país en una potencia industrial. Entre 1875 y 1900 el producto interior bruto se multiplicó por diez y nacieron muchas de las industrias que dominarán el mercado mundial a lo largo del siglo XX. Fueron unos años de crecimiento acelerado, frenético, que sin embargo se vieron jalonados por momentos dramáticos en los que el pánico bancario, el hundimiento de la bolsa y la quiebra de centenares de empresas hicieron temer por la pervivencia del sistema. El que una economía tan dinámica se viera afectada con alarmante regularidad por crisis (1870, 1882, 1893) se debía según el diagnóstico de un médico de cabecera tan experto como Morgan, a dos factores: el desorden monetario y la competencia destructora entre las empresas. El caos monetario se explica fácilmente. Al no existir una autoridad independiente que regulase la cantidad de dinero (esa es una las funciones de los bancos centrales) el gobierno, cuando se veía en apuros, le daba a la máquina de imprimir billetes e inundaba el mercado con greenpapers (dólares de papel) confiando en que se descubrirían nuevas minas de oro en California. Aparentemente todo iba bien, se abarataban los créditos, los granjeros estaban contentos


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y las bolsas se disparaban y proporcionaban espléndidas ganancias. En 1890 el valor de las acciones de ferrocarril se llegó a contabilizar en 4.500 millones de dólares cuando las reservas oro del Tesoro no pasaban de 100 millones. La gente lo ignoraba y compraba y vendía, tan feliz, con greenpapers, hasta que empezaba a cundir la alarma y acudía a los bancos para que le cambiasen el papel por dinero de verdad, es decir, por oro. Las reservas de los pequeños bancos de las ciudades no alcanzaban a pagar más que a los primeros de la cola. En 1893, 600 bancos se declararon en quiebra y las acciones del ferrocarril iniciaron una caída en picado. En ese momento el fondo de reserva del Tesoro Público era de 40 millones. Morgan se dio cuenta de que todo el sistema financiero estaba al borde de la quiebra y encabezó una operación de salvamento. Junto con los grandes banqueros de Nueva York aportó al gobierno más de cien millones en oro, de sus propias reservas, con lo que se restableció la situación. En 1907 se volvió a repetir la historia y de nuevo fue Morgan quien la tuvo que resolver. Lo que más llama la atención, para lo que estamos acostumbrados a ver, es que parece el “auca del mundo al revés”. No es el Banco Central (ya que no existía) ni el Tesoro Público el que acude a salvar a los bancos, para devolver la confianza al sistema, sino la Banca Morgan la que acude a salvar al Tesoro Público, lo que nos da idea de su solidez. El otro cáncer de la economía americana, según Morgan, era la competencia destructora entre las empresas, comenzando por las del ferrocarril. La construcción del ferrocarril en USA fue una hazaña, porque el tendido de 200.000 km. no es cualquier cosa, pero también un desastre. La especulación practicada por los “baron robbers” fue tan desenfrenada que se crearon compañías sin suficiente respaldo y líneas inútiles, imposibles de rentabilizar. Según los estudiosos del tema sobraban aproximadamente la mitad ya que muchas recorrían el mismo trayecto y competían bajando las tarifas hasta que una de las dos quebraba. Entre 1875 y 1885, 400 compañías, cuyo valor en bolsa había llegado a alcanzar los 2.500 millones, quebraron. Un hundimiento tan brutal provocó la intervención de Morgan convencido de que había que organizar la competencia. A bordo de su yate Corsair reunió a los representantes de las 16 compañías de largo recorrido, que estaban ligadas a él por créditos, y les dirigió este bonito sermón: El objetivo de esta reunión es conseguir que todos Ustedes no se tomen la justicia por su mano cuando crean que alguien les hace la competencia, cosa que ha venido ocurriendo hasta ahora. No es costumbre actuar así en los países civilizados y no hay ninguna razón para seguir este procedimiento. Tras varios días navegando por el río Hudson llegaron al trascendental acuerdo de unificar las tarifas y de formar un pool controlado por Morgan. La prensa lo llamó la “remorganización” del ferrocarril. Animado por este éxito dirigió su artillería a conseguir la fusión de empresas competidoras, siempre llevado por la idea de que había que organizar el mercado. Su intervención más resonante fue, en el sector siderúrgico, la fusión de


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