LA CORREA AL CUELLO Daniel Montero Bejerano ISBN: 9788497342308 NOTA DEL AUTOR Todos los episodios contenidos en este libro están basados en los informes policiales y documentos oficiales obrantes en la llamada Operación Gürtel, instruida por los tribunales de justicia y que en la actualidad se encuentra a la espera de juicio, además de informaciones periodísticas y testimonios personales de varias fuentes. El relato contiene también recreaciones de la vida cotidiana de los protagonistas y conversaciones personales entre ellos, captadas en su mayoría durante las intervenciones telefónicas del caso. Estas conversaciones han sido levemente modificadas para adaptarlas al lenguaje escrito y hacerlas más comprensibles al lector. El único personaje alterado en forma, pero no en contenido, es el llamado «Hombre de Negro», cuyas características y descripciones han sido modificadas para mantener la absoluta confidencialidad de varias fuentes. Los agentes de policía aparecen también referenciados únicamente con las iniciales de su nombre de pila o sus números profesionales para garantizar su seguridad y anonimato. Lo mismo sucede con el nombre de los menores y otros datos afectados por la protección de la intimidad. Todas las alusiones a los supuestos involucrados en estos hechos deben entenderse desde el respeto a la presunción de inocencia, a la espera de que la justicia se pronuncie. PARTE I COLOCACIÓN «En una primera fase, los blanqueadores introducen el dinero negro sin llamar la atención en el mercado financiero. Hay muchas maneras y se suele hacer en pequeñas cantidades: con pequeños ingresos en efectivo o con otros instrumentos financieros como los cheques, las transferencias o las tarjetas de crédito». Grupo de Acción Financiera Internacional (FATF-GAFI) sobre las etapas del blanqueo de capitales. I EL HOMBRE DE NEGRO (15/07/2008 – 07/08/2008) La estación de Atocha era, una vez más, el escenario perfecto. A primera hora de la mañana, la voz vacía de la megafonía servía de despertador para la riada de almas que, maleta en mano, deambulaba por los pasillos y escaleras del edificio. El sol de julio dejaba entrever sus primeros rayos mientras los trenes de alta velocidad descansaban en los andenes. Hasta allí arribaban tanto los trenes que surcaban la periferia de Madrid como aquellos que partían desde Valencia, Barcelona o Sevilla, pensados para llegar a la capital a primera hora de la mañana. Hombres de negocios se mezclaban con trabajadores locales en los descansillos. Jóvenes con jubilados. Ejecutivos con inmigrantes. Amas de casa y estudiantes con acaudalados empresarios. Nacían entonces las primeras colas junto a los andenes y los bares. Y allí, en aquel caos ordenado, se confirmaba siempre la teoría. El tumulto es tan buen escondite como la nada. Esa costumbre hizo de Atocha el escenario elegido para las reuniones. No llamar la atención era la regla general. Un dogma. Y en la vieja estación todo el mundo está de paso. Nadie repara, sumido en sus prisas, en dos siluetas estáticas asidas al lugar como ramas en mitad de una riada. Nadie aguarda el tiempo suficiente como para ver que algo no encaja. O al menos que una escena cotidiana se repite con cierta frecuencia. Es la esencia de aquel lugar. Todo es siempre distinto pero nada cambia. El punto de encuentro habitual era una cafetería junto a la llegada de los trenes de largo recorrido. A la derecha, la marea de viajeros pasaba constante mientras una suerte de mesas de madera albergaba los primeros desayunos. En la barra, el café recién hecho alternaba con las piezas de bollería industrial y el periódico del día. Era imposible consultarlo. Siempre estaba manchado con aquellos cercos, redondos y pegajosos, fiel
recordatorio de que el papel había sido usado más como posavasos que como fuente de información matutina. —Para mí un café. Italiano y muy cargado. —Yo un poleo con sacarina. El camarero tomó nota y se marchó. Los dos periodistas se quedaron mirando sentados cómo el hombre se alejaba. Poco más había que añadir. La apuesta estaba hecha. Ya sólo cabía esperar. Esperar al Hombre de Negro. El apodo era tan recurrente que llegaba al absurdo, pero era el más ilustrativo que ambos encontraron. Sencillamente, le pegaba. Habían escuchado llamarle de muchas maneras. Tantas que no estaban seguros de su verdadero nombre. Era mejor no preguntar. De hecho, ni siquiera sabían muy bien su relación con las altas esferas ni si realmente ocupaba cargo alguno en un determinado escalafón. Al final, la experiencia demostraba que por sus manos pasaba un importante caudal de información sensible, sea cual fuera su encaje dentro de aquel sistema de funcionarios, fiscales, asesores, expertos, diplomáticos, cargos de confianza, policías, espías, agentes encubiertos y guardias civiles que dependían directamente del Ministerio del Interior. Además, un hecho le avalaba. Nunca les había fallado. Aquel hombre de mediana edad nunca había intentado engañarles o intoxicarles con una información falsa. Prefería callar a mentir. Y por eso estaba claro que, en ocasiones, omitía información de forma deliberada. Eran lances del juego. Un juego de intereses donde no hay ganadores y donde siempre pierde alguien: aquel que por obra u omisión está en el punto de mira. Juntos habían incordiado a banqueros, políticos, abogados y empresarios de todo tipo. Habían liado algunas bastante gordas. La megafonía de la estación volvió a sonar y la riada de almas dejó varada una silueta. La figura bajó la vista y saludó: —Buenos días, caballeros. El tono solemne de los primeros encuentros quedó atrás y una mueca burlona asomaba cada vez que los tres hombres se encontraban. —Qué bien te cuidas —contestó con sorna uno de los periodistas. —Hago lo que puedo. ¿No tenéis nada mejor que hacer que estar aquí sentados? Eran las 9.30. La hora fijada. Si algo definía a la perfección a aquel hombre era su puntualidad. Las citas con él se habían sucedido durante años incluso fuera de la geografía española. Y siempre se acordaban mediante el mismo protocolo de seguridad. La primera regla era sencilla. Nada de teléfonos móviles. La segunda, más todavía: nada de pistas ni información sensible por teléfono. Nunca se sabe quién puede estar escuchando. Las cosas importantes se hablaban cara a cara y una simple frase era suficiente para fijar un encuentro: «Mañana donde siempre». —Menuda la que se está montando con el tema del AVE vasco —dijo uno de los periodistas, sin esperar a que el Hombre de Negro se sentara. La frase no fue aleatoria. Esa misma mañana, ETA acababa de colocar una bomba con cinco kilos de explosivo en la sede de Construcciones Amenazar, en Zarautz. La empresa participaba en la construcción de la línea de alta velocidad entre Madrid y el País Vasco, una infraestructura con un marcado carácter político. Eso puso a los trabajadores en el punto de mira de los terroristas. —Ya sabéis cómo es esta gente. Esta vez han herido a dos ertzainas y a uno que pasaba por allí. —¿Y habrá más atentados? —Eso parece. Al menos estamos en alerta. Con éstos siempre hay que ponerse en lo peor porque son unos cafres. —Me han dicho que habéis llamado a los jefes de seguridad de varias empresas constructoras de la zona para darles instrucciones precisas. Que cambien las rutas y miren
debajo del coche y todo eso. —Sí, joder, pero en eso no te metas. —La voz sonó a reproche y el Hombre de Negro se acomodó en la silla—. Ahí tenéis a un montón de gente amenazada, y si lo contáis, lo único que va a generar eso es más miedo. Vais a poner a la gente nerviosa y no aporta nada que se conozca esa información. Sólo nos traerá problemas… La frase quedó a medias ante la presencia del camarero, que volvía, bandeja en mano, desde la barra con dos tazas humeantes. El sonido de las cucharillas al chocar con la cerámica se levantó por encima sus voces. —Para mí otro café. El camarero se marchó y, durante unos segundos, el Hombre de Negro guardó silencio. Ésa era su ceremonia. Así comenzaba siempre el juego. Los encuentros entre confidente y periodistas se convertían en un tira y afloja, un pulso cordial en la forma pero despiadado en el fondo, con intereses contrapuestos. Por un lado, los reporteros intentaban siempre sonsacar a su adversario la información más nuclear sobre las investigaciones en marcha. Por su parte, el confidente controlaba con cuentagotas la información que le apetecía encontrar en los medios de comunicación a la mañana siguiente y la orientaba de la forma más conveniente para sus intereses. Ahí estaba siempre el secreto. En conocer, sin género de dudas, cuáles eran sus intenciones, quién movía en realidad aquellos hilos que servían la noticia en bandeja; un ejercicio de prudencia que ambos periodistas habían dado ya desde hacía tiempo por imposible. Lo que comenzó como una relación interesada se convirtió con los años en una amistad sincera. O al menos todo lo limpia que puede ser entre aquellos que recelan por sistema. —¿Y lo de Estepona como está? —recordó uno de los periodistas. Un mes antes, la Policía Nacional entró al asalto en el ayuntamiento de la Costa del Sol y detuvo a veinticinco personas. —¿Estepona? Ahí siguen buscando debajo de las piedras. —¿Y cómo va a quedar al final la hija de Rojo? Sabes de sobra que al ser la responsable de urbanismo del ayuntamiento algo tendría que ver. O por lo menos que saber. Pero claro… si su padre es el presidente del Senado. —De momento parece que el juez está por imputarla. —Pero al final no la han detenido. —No. No la han detenido, pero imagino que la llamarán a declarar aunque sólo sea para que se explique. —La voz del Hombre de Negro se tiñó de prudencia.