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EL NOMOS DE LA GUERRA GENEALOGÍA DE LA “GUERRA JUSTA”

ROGER CAMPIONE Profesor de Filosofía del derecho de la Universidad Pública de Navarra Prólogo de DANILO ZOLO Catedrático de Filosofía del derecho de la Universidad de Florencia

tirant lo b anch Valencia, 2009


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Es el carácter bárbaro “guerra”, pero tiene también otras acepciones. Puede significar “venganza” y, si se pone boca abajo, puede leerse “justicia”. No hay modo de saber qué acepción se pretende comunicar. Forma parte del ingenio bárbaro.

(J. M. Coetzee, Esperando a los bárbaros)



ÍNDICE PRÓLOGO - Danilo Zolo ............................................

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PREMISA .......................................................................

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1. NORMAS, VIOLENCIA Y GUERRA .................... 1.1. ¿Homo violentus? ............................................... 1.2. La continuación de la guerra por otros medios 1.3. La extensión normativa de la guerra ...............

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2. YHWH: EL DIOS DE LOS EJÉRCITOS .............. 2.1. La guerra justa entre pacifismo y belicismo .... 2.2. Guerra justa y guerra santa ............................. 2.3. La doctrina hebrea de la guerra santa ............. 2.4. Forma y sustancia: la cuestión de las reglas ...

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3. DIKAIOS POLEMOS E HIEROS POLEMOS ..... 3.1. Las coordenadas aristotélicas ........................... 3.2. Las guerras sacras.............................................

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4. ILLA INIUSTA BELLA SUNT, QUAE SUNT SINE CAUSA SUSCEPTA: LA DEBATIDA INTERPRETACIÓN CICERONIANA ...................................... 4.1. De hombres y bestias: ‘cedant arma togae’....... 4.2. La doble articulación del bellum iustum .......... 4.3. Roma, caput mundi ...........................................

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5. SED ETIAM HOC GENUS BELLI SINE DUBITATIONE IUSTUM EST, QUOD DEUS IMPERAT: LA VISIÓN TEOLÓGICA DE AGUSTÍN............. 5.1. No matarás ........................................................ 5.2. El ejército de Dios: la guerra justa como guerra santa ................................................................... 5.3. Las razones de un oxímoron ............................. 6. UTRUM BELLARE SEMPER SIT PECCATUM: LA SISTEMATIZACIÓN ESCOLÁSTICA EN TOMÁS DE AQUINO Y FRANCISCO DE VITORIA............................................................................. 6.1. De la injusticia al pecado de la guerra .............

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ÍNDICE

6.2. Las lecciones ambiguas ..................................... 7. SILETE THEOLOGI IN MUNERE ALIENO: LOS ORÍGENES DEL IUS PUBLICUM EUROPAEUM ...................................................................... 7.1. ¿Cui non videtur causa sua iusta? ..................... 7.2. Del bellum iustum al bellum solemne .............. 7.3. La marginación de la “justa causa”: la “guerra justa” como guerre en forme .............................. 7.4. A favor y en contra del derecho público europeo ...................................................................... 8. ¿DEL SIGLO XX A LA EDAD MEDIA?: DE LA GUERRA LEGIBUS SOLUTA AL BELLUM IUSTUM ........................................................................... 8.1. Tras los conflictos mundiales: la guerra como crimen y flagelo.................................................. 8.2. De vuelta a la “guerra justa”: el bellum iustum como cláusula de juridicidad del ordenamiento internacional ...................................................... 8.3. «I want to recapture the just war theory for political and moral theory»: Walzer y el resurgimiento de la doctrina clásica ......................... 8.4. ¿Ius post bellum… ............................................. 8.5. …or Just an Unjust War? .................................. 8.6. Ius ante bellum .................................................. BIBLIOGRAFÍA CITADA ...............................................

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PRÓLOGO

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El tema de la “guerra justa” vuelve a adquirir gran relevancia teórica, y dramática actualidad política, en el mundo occidental, y no sólo en éste. Roger Campione, por tanto, ha acertado al dedicar a la “guerra justa” este lúcido y penetrante estudio, que replantea y actualiza cuestiones cruciales que hoy afectan a las relaciones internacionales y al derecho internacional en su conjunto. Volver a reflexionar sobre la teoría de la “guerra justa”, que en su larga historia se remonta a los orígenes del pensamiento cristiano, es importante para comprender las razones de su actual resurgimiento tras el interludio “pacifista” posterior al final de la segunda guerra mundial. En particular, se trata de entender por qué la teoría y la retórica de la “guerra justa” han sido relanzadas con notable energía —sobre todo en el ámbito anglo-americano— después de la guerra fría, el colapso del imperio soviético y el advenimiento de los Estados Unidos de América como única superpotencia capaz de garantizar el orden mundial. Podría decirse que el “renacimiento” de la doctrina del bellum iustum es una especie de prótesis ideológica que ha sido utilizada para justificar moralmente, y legitimar jurídicamente, las “nuevas guerras”. En las últimas décadas el mundo ha pasado de la “guerra moderna” a formas de “guerra global”, en sintonía con los procesos de creciente interdependencia económica y de concentración del poder político internacional en manos de algunas grandes potencias occidentales: son los fenómenos que han sido designados con el término eufemístico de “globalización”. Según una hipótesis que no conviene ignorar, hoy en día la retórica de la “guerra justa” se muestra


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especialmente idónea para abrigar con una aureola de moralidad la vocación hegemónica y belicista de un poder global que cada vez más se perfila como “imperial” o “neo-imperial”. Como es sabido, la doctrina cristiano-medieval de la “guerra justa” se había propuesto fijar ciertos límites morales a la guerra de modo tal que fuera posible distinguir las guerras justas de las injustas. Así pues, la guerra encontraba cabida, si bien bajo ciertas condiciones, en el ámbito de la ética cristiana y los valores evangélicos de la templanza, el perdón y la caridad se veían arrinconados. El cristianismo, a partir del siglo tercero después de Cristo, tendía a convertirse en una religión en sintonía con las expectativas del poder político y, por tanto, preparada para integrar su mensaje espiritual dentro de las estructuras temporales del Imperio romano. La doctrina de la “guerra justa”, al menos en las intenciones de sus creadores y sus sucesivos re-elaboradores, desde Agustín de Tagaste a Tomás de Aquino, hasta Francisco de Vitoria, debería haber contribuido a limitar la guerra imponiendo a los príncipes cristianos llevar a cabo sólo las guerras justificadas por buenas razones morales y conducidas con medios lícitos. La limitación moral debía referirse tanto a las “causas” que podían legitimar el inicio de una guerra (el llamado ius ad bellum), como a la conducta de las hostilidades y, en particular, al uso de los instrumentos militares (ius in bello). Los soldados cristianos, en particular, estaban obligados a respetar la vida y los bienes de los no combatientes y a cumplir un criterio de proporción entre los “justos” objetivos de la guerra y el sacrificio de las vidas humanas que ésta inevitablemente conllevaba. Toda la doctrina de la “guerra justa” remitía al marco político de la respublica christiana y suponía


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la presencia de una estable e indiscutida auctoritas spiritualis, dotada de una potestad jurídica internacional: la Iglesia católica romana. E implicaba también la presencia, junto al poder universal de la Iglesia, del poder temporal del Imperio, igualmente universal en sus ambiciones de dominio. La doctrina del bellum iustum no sólo tenía que limitar la guerra, sino que debía distinguir las guerras combatidas entre cristianos, es decir, entre adversarios sometidos a la autoridad de la Iglesia, de las faidas, es decir, de las guerras entre príncipes y pueblos que se sustraían obstinadamente a la autoridad de la Iglesia, como los turcos, los árabes y los judíos. Naturalmente, las cruzadas y las guerras de misión autorizadas por la Iglesia eran ipso iure “guerras justas”. En el imaginario cristiano estas guerras cumplían una función análoga a la de las guerras de conquista llevadas a cabo por el pueblo de Israel por orden de Jehová. Eran justas y santas independientemente de la circunstancia de que fuesen guerras de agresión o de defensa, preventivas o sucesivas respecto de un eventual ataque por parte de los sarracenos infieles. De forma simétrica, toda guerra dirigida contra la cristiandad era por definición una guerra injusta. Además, y éste es un punto fundamental, en una guerra conducida por los cristianos contra los infieles, los enemigos no podían ser considerados como iusti hostes en el sentido que posteriormente sería definido por los fundadores del moderno derecho internacional. Eran bandidos o criminales, que podían ser torturados y matados sin ningún respeto hacia las reglas morales o jurídicas. El derramamiento de su sangre no disgustaba a Dios. En otras palabras, en el seno de la doctrina católica de la “guerra justa” —así como en la doctrina islámica de la yihad— sobrevivía el núcleo de la doctrina hebrea de la “guerra santa”. No es casualidad que la


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guerra contra los turcos, los árabes y los judíos tuviera el apelativo de bellum iustissimus y, a veces, también de bellum sacrum. No ha constituido una excepción a esta regla de “discriminación espacial” la Segunda escolástica católica, incluido el tan celebrado universalismo humanitario de Francisco de Vitoria. El exterminio de millones de nativos americanos durante la conquista del “nuevo mundo” fue justificado por los teólogos católicos, bien replanteando —como hizo Ginés de Sepúlveda— la doctrina aristotélica del carácter natural de la esclavitud, bien calificando —piénsese en Vitoria y en la escuela de Salamanca— como iusta causa belli el derecho de los imperios ibéricos a difundir la verdad católica en el nuevo espacio americano. Solamente con el abandono de las premisas teológico-morales y cosmopolitas de la doctrina medieval del bellum iustum se afirmaría en Europa, a partir del siglo XVIII, el “derecho internacional interestatal”. Constatada la irreversible desaparición de una autoridad moral universal —el pontificado romano— y de un poder imperial universalista, todos los sujetos estatales estaban en condiciones de proclamar como “justa” su propia guerra: bellum utrimque iustum. El derecho internacional interestatal (ya no cosmopolita), por tanto, se comprometió en la definición de reglas exclusivamente formales y procedimentales. Ritualizando la guerra y regulando el uso de las armas se intentó limitar, aunque fuera con resultados muy parciales y controvertidos, los efectos destructivos de los conflictos armados. A tal fin cualquier Estado europeo era considerado persona moralis, y por tanto iustus hostis, titular de un derecho originario a utilizar la fuerza. De la doctrina del bellum iustum quedó vigente tan sólo una versión laicizada, legalizada y estatalizada del ius in bello, relativo únicamente a


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las conductas bélicas: sirvan como ejemplo los numerosos tratados de Ginebra y La Haya sobre la limitación de las armas, el tratamiento de los prisioneros y la tutela de las poblaciones civiles. Al mismo tiempo se abandonó, de hecho, toda la elaboración del ius ad bellum y la teoría conexa de las “justas causas” de la guerra. La misma noción de “guerra justa” se había vuelto incompatible con el pluralismo y la igualdad jurídica de los Estados modernos europeos, según la lógica del “modelo de Westfalia”. Sólo en la segunda mitad del siglo XX, gracias sobre todo a autores anglo-americanos (entre otros W. V. O’Brien, Joseph S. Nye, James T. Johnson y muy especialmente Michael Walzer1), la doctrina de la “guerra justa” reaparece y muestra de nuevo su tendencia a convertirse en un instrumento de justificación de la guerra, más que de su limitación y racionalización. En este caso se trataba de justificar guerras realizadas con armas de destrucción masiva —incluidas armas nucleares o cuasi-nucleares— y de legitimar como “justas” esencialmente las guerras emprendidas por las potencias occidentales. En particular, a partir de los primeros años noventa del siglo pasado, tras el final de la Guerra fría, la noción de “guerra justa” ha sido repropuesta por parte de autores estadounidenses y británicos —Michael Ignatieff, Robert Kehoane, Allen Buchanan, entre muchos otros— fundamentalmente para justificar las “guerras humanitarias” de tutela de los derechos humanos y las “guerras preventivas” contra el global terrorism. Han sido guerras decididas en flagrante violación de la Carta de Naciones Unidas y del de-

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Véase Walzer, M., Just and Unjust Wars, 1992, Nueva York, Basic Books.


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recho internacional general por parte de los Estados Unidos y de sus aliados occidentales más cercanos, incluido el Estado de Israel: piénsese, en particular, en las guerras balcánicas emprendidas por la OTAN en los años noventa del siglo pasado, la guerra en Afganistán de 2001, la guerra de agresión contra Irak desencadenada por los Estados Unidos y Gran Bretaña en 2003 y la guerra de Israel contra Líbano en el verano de 2006. La industria de la muerte colectiva florece hoy más que nunca. La producción y el tráfico de las armas de guerra, incluidas las nucleares, está fuera del control de la llamada comunidad internacional. Y el uso de las armas depende de la “decisión de matar” que las grandes potencias toman según sus propias conveniencias estratégicas. En el curso de estas guerras miles de ciudadanos inocentes han sufrido un tratamiento inhumano: bombardeos letales, que no sólo han destruido vidas humanas sino que han procurado gravísimos daños a las estructuras civiles y productivas de países enteros, multiplicando los mutilados, los heridos, los huérfanos, los refugiados, los desdichados y los sin techo. Otros cientos de miles de civiles han muerto por hambre o enfermedad, a causa de embargos a menudo queridos por las potencias occidentales, empezando por el impuesto a Irak tras la guerra de 1991. Hay que añadir a este flagelo el etnocidio en curso desde hace décadas del pueblo palestino, las violencias continuadas contra los chechenos, los kurdos, los tibetanos y, finalmente, las atrocidades del terrorismo internacional. A la escalada de odio, dolor, destrucción y muerte se corresponde la inercia o la impotencia de las instituciones internacionales que deberían operar para la paz. Por tanto, hoy en día no se puede sino criticar severamente la reproposición de la doctrina ético-teoló-


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gica del bellum iustum, en la que una vez más no se trata de someter la guerra a normas morales sino, en sustancia, de una rendición moral a las razones de la guerra. Hoy resulta perfectamente claro que esta doctrina no ofrece ninguna certeza en lo que se refiere a los criterios de evaluación moral de los acontecimientos bélicos y, además, no está en condiciones de indicar qué autoridad puede juzgar las razones de los beligerantes desde un punto de vista superior y neutral, siempre que no se quiera confiar esta función al poder muy superior de una potencia neo-imperial. La doctrina de la “guerra justa”, en definitiva, en vez de conseguir “hacer ganar a quien tiene razón” —éste debería ser el objetivo de cualquier procedimiento arbitral correcto— ha sido excogitada y hoy es replanteada por las grandes potencias para “dar la razón a quien gana”. Ni siquiera la legitimidad moral de la guerra de defensa de un Estado agredido por otro Estado, argumento central del ius ad bellum, sobrevive en época nuclear, después de Hiroshima e Nagasaki. A estas alturas, la misma distinción entre guerra defensiva y guerra ofensiva es borrosa. Si se utilizan a gran escala armas de destrucción masiva la guerra de defensa pierde su razón de ser. Los expertos militares reconocen que en una guerra librada con armas nucleares o cuasi-nucleares lo que verdaderamente importa es asestar el primer golpe y lograr que sea letal para inhabilitar la capacidad de represalia del enemigo. Lo demás no es sino venganza o suicidio colectivo. Así pues, la guerra “global” es, en su significado normativo más amplio y propio, legibus soluta: inconmensurable respecto a las reglas éticas o jurídicas. Como escribió Norberto Bobbio en los años sesenta del siglo XX,


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la guerra moderna se ubica fuera de todo posible criterio de legitimación y legalización, más allá de todo principio de legitimidad o de legalidad. Es incontrolada e incontrolable por el derecho, como un terremoto o una tormenta. Después de haber sido considerada bien como un medio para realizar el derecho (teoría de la guerra justa) bien como objeto de reglamentación jurídica (en la evolución del ius belli), la guerra vuelve a ser, como en la representación hobbesiana del estado de naturaleza, la antítesis del derecho2.

La “guerra global” contemporánea es la violación más radical del derecho internacional y la devastación más feroz de los derechos subjetivos. La guerra, hoy emprendida por las grandes potencias, in primis los Estados Unidos, con artefactos cada vez más sofisticados y mortíferos, tiene por su propia naturaleza la función de destruir —sin proporciones, sin distinciones y sin límites— la vida, los bienes y los derechos de las personas. Sólo quien minusvalore —y nunca haya experimentado o visto de cerca— los efectos destructivos y sanguinarios de la guerra puede exaltarla como un instrumento idóneo para la tutela de los derechos y la realización de la justicia: como una “guerra justa”. Dulce bellum inexpertis, advertía Erasmo de Rótterdam hace ya muchos siglos.

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Bobbio, N., Il problema della guerra e le vie della pace, 1984, Bolonia, Il Mulino, p. 60.


PREMISA Es un recuerdo impreciso pero indeleble. Estoy con mi amigo Vaffanson, tenemos seis años y, desde detrás del seto del nuevo edificio en el que vivimos, asistimos expectantes al desenlace de una importantísima batalla. Los de la calle Pietro Cuppari nos enfrentábamos a los de Via Ippolito Rosellini, por la soberanía del territorio limítrofe y porque éramos vecinos y, por ello, rivales en la nueva periferia que rápidamente surgía en los márgenes de la ciudad. En realidad, Vaffanson y yo no participábamos en la guerra. Éramos demasiado pequeños y los “milicianos” oficiales de la calle, que tenían al menos nueve o diez años, nos habían prohibido asomarnos al campo de batalla, quién sabe si para protegernos o por nuestra inutilidad dada la imberbe edad. Aunque fuera como espectadores, el espectáculo merecía la pena: las grúas y las excavadoras que estaban levantando el nuevo barrio dejaban montones de tierra (que para nosotros eran auténticas montañas) entre los edificios y las calles aún no asfaltadas. Esas montañas constituían el “espacio de la guerra”: las armas reglamentarias eran los tirachinas y las municiones, los guijarros que se encontraban por doquier. Los enfrentamientos no eran casuales ni ocurrían por sorpresa, pues el juego no aceptaba ni contemplaba las emboscadas. La guerra había de ser librada el día X a la hora Y, y para ello habían trabajado febrilmente las diplomacias en las semanas anteriores. El despliegue de las tropas el día elegido también respetaba rigurosamente los acuerdos preliminares: los de Via Rosellini a un lado de las montañas y los de Via Cuppari al otro y con el edificio como retaguardia. Cuando todos estaban listos podía empezar la bata-


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lla; no lo recuerdo pero es muy probable que algún representante de los dos ejércitos cumpliese las funciones de un pater patratus que marcaba los ritos y los ritmos de la guerra. A partir de ahí empezaban a llover piedras que los chiquillos veíamos rebotar en las paredes de la planta baja de nuestro edificio, bien amparados tras los pequeños cipreses que rodeaban la propiedad privada. Todo ello parecía una cruel salvajada (los pedruscos disparados llegaban a gran velocidad y con una intensidad espantosa), pero, al mismo tiempo, a los pequeños nos reconfortaba el hecho de que algo tan sumamente organizado, planificado y, sobre todo, pactado, no podía ser tan bestial. Creo que desde esa primera infancia me fascina la tirante relación que existe entre un fenómeno tan desatado como la guerra y el metódico rigor de las normas. En parte, es esta curiosidad psicológica la que me ha llevado a esta conexión, que he querido rotular, más allá del guiño al famoso título de Carl Schmitt, como “el nomos de la guerra”. La otra y más pujante razón tiene que ver con un creciente interés hacia los problemas de la “filosofía del derecho internacional”: los llamados procesos de globalización animan a ampliar la perspectiva iusfilosófica para incluir en ella la reflexión sobre las transformaciones de la estructura y las funciones del derecho en la actualidad. Y creo que los filósofos del derecho deberían contrastar su capacidad interpretativa en este terreno. La espinosa cuestión de las reglas de la guerra asume tonos siniestros si observamos la dinámica de los conflictos armados que, en los últimos años, asolan distintas partes del planeta y en los que resulta evidente la radical desatención hacia reglas que no sólo son bélicas sino de civilización mínima. En la guerra que relataba antes, cuando uno de los niños resultó alcanzado por un pedrusco (en la frente, muy


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cerca del ojo) todo el mundo se detuvo y se acompaño al herido a casa para que le llevaran a urgencias. La batalla había acabado, el ritual se había consumado y al día siguiente se jugaba a otra cosa. Sin caer en un ingenuo optimismo, poner límites e imponer reglas a la guerra es un desafío que se renueva en el presente y exige reconducir la guerra a un “juego de niños”, controlado y acotado cuanto más posible por normas que valgan para todos los sujetos involucrados. He relacionado estos asuntos con la nueva realidad de la globalización pero, en cierto sentido, es también la historia de siempre; puede verse y oírse en una inmensa película de guerra, Antes de la lluvia de Milcho Manchevski: el círculo no se cierra nunca, el tiempo no muere jamás. Este trabajo es parte de un periplo vital difícil, que lo habría sido aún más si los amigos y compañeros de Filosofía del Derecho de la Universidad de Oviedo y de la Universidad Pública de Navarra no hubiesen estado ahí, apoyándome incondicionalmente en todo momento, preguntando cuando se agradecían las preguntas, y en silencio cuando apetecía más no hablar. Conmigo hicieron kilómetros, en sentido real unos, y en sentido figurado otros, y a todos agradezco que me hayan acompañado, haciendo más llevadero, y más digno, el camino. Un camino con frecuentes paradas en San Sebastián, en casa de Juan Igartua y Lourdes Méndez que es también mi refugio. Naturalmente, deseo dirigir un agradecimiento especial a Danilo Zolo, no sólo por haber tenido la generosa amabilidad de escribir el Prefacio de este libro otorgándole una dignidad, científica y académica, de la que es difícil sentirse merecedor, sino también por haberme acogido, en los veranos de 2005 y 2006, en la Universidad de Florencia poniéndome a disposición, además de los recursos bibliográficos, el tiempo


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precioso de uno de los mayores especialistas en estos temas. He de recordar que tales estancias han sido posibles gracias a las ayudas al personal docente e investigador de la Universidad Pública de Navarra. Parcialmente, este trabajo se enmarca también en el proyecto I+D SEJ2005-05469, cuyo investigador principal es Benjamín Rivaya. Y, como siempre, quiero agradecer a Domenico Corradini H. Broussard, a Luis Martínez Roldán y a Toño García Amado, la atención, el cariño y la competencia intelectual con la que me siguen aconsejando. Oviedo-Pamplona, primavera de 2008


1. NORMAS, VIOLENCIA Y GUERRA Cuando planteamos el problema del uso de la fuerza como instrumento de la política internacional, no es infrecuente encontrarnos con afirmaciones del tipo “la teoría política contemporánea puede valerse de una larga tradición de pensamiento de origen medieval y cristiano; la llamada doctrina de la ‘guerra justa’”3. Acerca de un tema tan importante y debatido en los últimos años como el de las “intervenciones bélicas humanitarias”, descubrimos que “se trata, al menos en parte, de una figura vieja porque, a pesar del nuevo nombre y del revestimiento de sus justificaciones con ropajes renovados, su apelación a los derechos humanos como razón aceptable para intervenir en un país en conflicto en el fondo puede ser vista asimismo como una recuperación actualizada de la vieja doctrina medieval de la guerra justa”4. Y no sorprende que incluso se llegue a afirmar que la teoría de la guerra justa constituye el cimiento de la ética y el derecho occidental en lo que respecta al recurso al uso de la fuerza5. Para comprender algunos de los problemas decisivos de la realidad internacional actual, puede 3

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Recchia, S., “Guerra giusta e interventi umanitari: un approccio moderatamente consequenzialista”, en Teoria Politica, n. 1, 2006, p. 82. Ruiz Miguel, A., “Las intervenciones bélicas humanitarias”, en Claves de razón práctica, n. 68, 1996, p. 16. Patterson, E., “Jus post bellum and International Conflict: Order, Justice and Reconciliation”, en Brough, M. W./Lango, J. W./Van der Linden, H. (eds.), Rethinking the Just War Tradition, 2007, Albany (NY), State University of New York Press, p. 35.


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servir indagar los contornos de esta doctrina al fin de entender mejor el alcance de tales problemas. De ahí surge el interés por realizar un trabajo centrado en la evolución histórica de la doctrina de la “guerra justa”, partiendo incluso de sus raíces en épocas en las que, al parecer, no puede aún hablarse con propiedad de una doctrina estructurada y sistematizada. El origen latino y cristiano de este modelo teórico no impide, antes bien aconseja, dirigir la mirada a tiempos anteriores, para preguntarse con qué criterios y con qué razonamientos se justificaban las guerras cuando no se podía contar con un “armamento” argumentativo designado para tal fin. Un dato normalmente considerado incontestable es que el núcleo del discurso global relativo a la guerra y a la paz es el que se ha desarrollado en los últimos cinco siglos en Europa y, más tarde, en su prolongación americana6. Aún así, puede que no sea inútil, de cara a esclarecer las tendencias presentes en la doctrina de la “guerra justa”, vislumbrar sus posibles rasgos incluso fuera de su ámbito histórico de sistematización. Por tanto, también por esta posibilidad de hallar elementos comunes intertemporales, más allá del plano histórico, una investigación tal debería conducir a resultados teóricos-filosóficos. Al fin y al cabo, aquí radica una de las razones de ser de un estudio de esta índole: formular una propuesta interpretativa. Y formularla acudiendo no sólo al cuerpo doctrinal estandarizado en el tiempo sino apoyándose también en fuentes y explicaciones que no suelen ser consideradas como oficialmente pertenecientes a la teoría de la “guerra justa”. Me 6

Vid. Colombo, A., La guerra ineguale. Pace e violenza nel tramonto della società internazionale, 2006, Bolonia, Il Mulino, p. 172.


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